Al principio Leo pensó que estaban lloviendo piedras sobre el parabrisas. Luego se dio cuenta de que era aguanieve. Empezó a formarse escarcha alrededor de los bordes del cristal, y unas olas de hielo medio derretido le taparon la vista.
—¿Una tormenta de hielo? —gritó Piper por encima del motor y el viento—. ¿Se supone que en Sonoma hace tanto frío?
Leo no estaba seguro, pero había algo en aquella tormenta que parecía consciente, malévolo, como si estuviera golpeándolos a propósito.
Jason se despertó rápidamente. Avanzó a gatas agarrándose a los asientos para equilibrarse.
—Debemos de estar acercándonos.
Leo estaba demasiado ocupado peleándose con la palanca de mando para contestarle. De repente ya no era tan fácil pilotar el helicóptero. Sus movimientos se volvieron lentos y bruscos. Toda la máquina vibraba con el viento gélido. Probablemente, el helicóptero no estaba preparado para volar con un tiempo frío. Los mandos se negaban a responder, y empezaban a perder altitud.
Debajo de ellos, el suelo era una colcha de árboles y niebla. La cresta de una colina apareció delante de ellos, Leo tiró de la palanca y pasó casi rozando las copas de los árboles.
—¡Allí! —gritó Jason.
Un pequeño valle se abrió ante ellos, con la forma oscura de una construcción en medio. Leo dirigió el helicóptero derecho hacia allí. Alrededor se veían destellos de luz que recordaron a Leo los disparos en el complejo de Midas. Los árboles crujían y estallaban en los bordes del claro. Se movían formas entre la niebla. El combate parecía presente en todas partes.
Dejó el helicóptero en un campo helado a unos cincuenta metros de la casa y apagó el motor. Se disponía a relajarse cuando oyó un silbido y vio una forma oscura que salía de la niebla y se dirigía a ellos a toda velocidad.
—¡Salid! —gritó Leo.
Saltaron del helicóptero y por poco no tocaron los rotores mientras un enorme BUM sacudía el suelo, derribaba a Leo y lo salpicaba todo de hielo.
Se levantó con paso vacilante y vio que la bola de nieve más grande del mundo —un montón de nieve, hielo y tierra del tamaño de un garaje— había aplastado por completo el helicóptero.
—¿Te encuentras bien?
Jason se acercó corriendo a él, acompañado de Piper. Los dos parecían estar bien, salvo por las salpicaduras de nieve y barro.
—Sí. —Leo estaba tiritando—. Supongo que le debemos a la guardabosques un helicóptero nuevo.
Piper señaló al sur.
—La batalla está por allí. —A continuación entornó los ojos—. No…, está por todas partes.
Tenía razón. Los sonidos de combate resonaban a través del valle. La nieve y la niebla impedían saberlo con certeza, pero parecía que hubiera un círculo de batalla alrededor de la Casa del Lobo.
Detrás de ellos se alzaba la casa de ensueño de Jack London: una enorme ruina de piedras rojas y grises, y vigas de madera toscamente cortadas. Leo se imaginó el aspecto que debía de tener antes de incendiarse: una combinación de cabaña de troncos y castillo, como la vivienda que construiría un leñador millonario. Pero, con la niebla y la aguanieve, el lugar tenía un aire solitario y encantado. A Leo no le costaba nada creer que las ruinas estaban malditas.
—¡Jason! —gritó una voz de chica.
Talia apareció entre la niebla con su anorak cubierto de nieve. Llevaba el arco en la mano, y su carcaj estaba casi vacío. Corrió hacia ellos, pero solo logró dar unos cuantos pasos antes de que un ogro de seis brazos —un terrígeno— saliera repentinamente de la tormenta detrás de ella, con una porra en ristre en cada mano.
—¡Cuidado! —gritó Leo.
Corrieron a ayudarla, pero Talia tenía la situación bajo control. Se lanzó dando una voltereta, cogió una flecha mientras giraba como una gimnasta y cayó de rodillas. El ogro recibió el impacto de una flecha plateada justo en medio de los ojos y se derritió en un montón de barro.
Talia se levantó y recuperó la flecha, pero la punta se había partido.
—Era la última que me quedaba. —Dio una patada al montón de barro, resentida—. Estúpido ogro.
—Aun así, buen disparo —dijo Leo.
Talia no le hizo caso (lo que sin duda significaba que él le parecía tan enrollado como siempre). Abrazó a Jason y saludó con la cabeza a Piper.
—Justo a tiempo. Mis cazadoras mantienen un perímetro alrededor de la mansión, pero nos invadirán en cualquier momento.
—¿Los terrígenos? —preguntó Jason.
—Y los lobos: los secuaces de Licaón. —Talia se quitó un copo de hielo de la nariz soplando—. Y también los espíritus de la tormenta…
—¡Pero se los dimos a Eolo! —protestó Piper.
—Que intentó matarnos —le recordó Leo—. A lo mejor está ayudando otra vez a Gaia.
—No lo sé —dijo Talia—. Pero los monstruos no paran de regenerarse casi a la misma velocidad que los matamos. Tomamos la Casa del Lobo sin problemas: sorprendimos a los centinelas y los mandamos directos al Tártaro. Pero luego, de repente, llegó esta extraña tormenta. Empezaron a atacarnos una ola de monstruos tras otra. Ahora estamos rodeadas. No sé quién o qué dirige el ataque, pero creo que planearon esto. Era una trampa para matar a quien intentara rescatar a Hera.
—¿Dónde está ella? —preguntó Jason.
—Dentro —contestó Talia—. Hemos intentado liberarla, pero no sabemos cómo forzar la jaula. Solo quedan unos minutos para que se ponga el sol. Hera cree que es el momento en que renacerá Porfirio. Además, la mayoría de los monstruos son más fuertes de noche. Si no liberamos a Hera pronto…
No hizo falta que acabara la frase.
Leo, Jason y Piper la siguieron hasta la mansión en ruinas.
Jason cruzó el umbral e inmediatamente se desplomó.
—¡Eh! —Leo lo cogió—. Eso no, tío. ¿Qué pasa?
—Este sitio… —Jason sacudió la cabeza—. Lo siento… Me he acordado de repente.
—Así que has estado aquí —dijo Piper.
—Los dos hemos estado —explicó Talia. Tenía una expresión seria, como si estuviera evocando la muerte de alguien—. Es el sitio al que nos llevó mi madre cuando Jason era niño. Lo dejó aquí y me dijo que estaba muerto. Simplemente, desapareció.
—Me entregó a los lobos —murmuró Jason—. Ante la insistencia de Hera. Me entregó a Lupa.
—Esa parte no la conozco. —Talia frunció el entrecejo—. ¿Quién es Lupa?
Una explosión sacudió el edificio. En el exterior, un hongo azul se elevó descargando copos de nieve y hielo como un estallido nuclear hecho de frío y no de calor.
—Tal vez no sea el mejor momento para preguntas —propuso Leo—. Enséñanos a la diosa.
Una vez dentro, Jason pareció orientarse. La casa estaba construida en forma de una U gigantesca, y Jason los llevó por en medio de las dos alas hasta un patio exterior con un estanque vacío. En el fondo del estanque, tal como Jason había descrito a partir del sueño, dos espirales de roca y raíces se habían abierto paso a través de los cimientos agrietándolos.
Una de las espirales era mucho más grande que la otra: una masa oscura y sólida de unos seis metros de altura que a Leo le recordó una bolsa para cadáveres de piedra. Debajo de la masa de zarcillos fundidos, distinguió la forma de una cabeza, unos anchos hombros, un enorme pecho y unos brazos, como si la criatura estuviera atrapada en la tierra hasta la cintura. No, atrapada no… saliendo de ella.
En el lado opuesto del estanque estaba la otra espiral, más pequeña y menos prieta. Cada zarcillo era del grosor de un poste de teléfono, con tan poco espacio entre ellos que Leo dudaba que le cupiera el brazo dentro. Aun así, podía ver el interior. Y en el centro de la jaula estaba la tía Callida.
Estaba exactamente como Leo la recordaba: el cabello moreno cubierto con un chal, el vestido negro de viuda y una cara arrugada con unos espeluznantes ojos relucientes.
No brillaba ni irradiaba ningún tipo de poder. Parecía una mujer mortal normal y corriente, su vieja niñera psicópata.
Leo se metió en el estanque y se acercó a la jaula.
—Hola, tía. ¿Algún problemilla?
Ella se cruzó de brazos y suspiró exasperada.
—No me inspecciones como si fuera una de tus máquinas, Leo Valdez. ¡Sácame de aquí!
Talia se acercó a él y miró la jaula con repugnancia… o tal vez estaba mirando a la diosa.
—Hemos probado todo lo que se nos ha ocurrido, Leo, pero tal vez no le he puesto muchas ganas. Si por mí fuera, la dejaría ahí dentro.
—Oh, Talia Grace —dijo la diosa—. Cuando salga de aquí, te arrepentirás de haber nacido.
—¡Ahorráoslo! —le espetó Talia—. Desde hace una eternidad habéis sido una maldición para todos los hijos de Zeus. Vos mandasteis un montón de vacas con problemas intestinales a por mi amiga Annabeth…
—¡Ella me faltó al respeto!
—Me tirasteis una estatua en las piernas.
—¡Fue un accidente!
—¡Y os llevasteis a mi hermano! —La voz de Talia se quebró de la emoción—. Aquí…, en este sitio. Nos arruinasteis la vida. ¡Deberíamos dejaros en manos de Gaia!
—Oye —intervino Jason—. Talia, hermanita, ya lo sé, pero no es el momento. Deberías ayudar a tus cazadoras.
Talia apretó la mandíbula.
—Bien. Lo hago por ti, Jason. Pero para mí no merece la pena.
Talia se volvió, salió del estanque de un brinco y se marchó del edificio como un huracán.
Leo se giró hacia Hera con respeto, aunque de mala gana.
—¿Vacas con problemas intestinales?
—Céntrate en la jaula, Leo —se quejó ella—. Y tú, Jason, eres más sabio que tu hermana. Conozco bien a mi campeón.
—No soy vuestro campeón, señora —dijo Jason—. Solo os estoy ayudando porque me robasteis los recuerdos y sois preferible a la alternativa. Hablando del tema, ¿qué pasa con eso?
Señaló con la cabeza la espiral que parecía una bolsa para cadáveres de granito de tamaño gigante. ¿Eran imaginaciones de Leo o había crecido desde que habían llegado allí?
—Eso —dijo Hera— es el rey de los gigantes renaciendo, Jason.
—Qué asco —añadió Piper.
—Ya lo creo —respondió Hera—. Porfirio, el más fuerte de su especie. Gaia necesitaba mucho poder para resucitarlo: mi poder. Durante semanas me he ido debilitando mientras mi esencia se utilizaba para darle una nueva forma.
—Así que eres como una lámpara calentadora —conjeturó Leo—. O un fertilizante.
La diosa le lanzó una mirada asesina, pero a Leo le daba igual. Aquella vieja había estado haciéndole la vida imposible desde que era un bebé. Tenía todo el derecho del mundo a tomarle el pelo.
—Bromea todo lo que quieras —dijo Hera con tono seco—. Pero cuando se ponga el sol será demasiado tarde. El gigante se despertará. Me dará a elegir entre casarme con él o ser consumida por la tierra. Y no puedo casarme con él. Todos seremos destruidos. Y cuando muramos, Gaia despertará.
Leo miró la gigantesca espiral con cara de preocupación.
—¿No podemos volarla o algo por el estilo?
—Sin mí, no tenéis poder suficiente —contestó Hera—. Antes podríais intentar destruir una montaña.
—Ya lo hemos hecho hoy —dijo Jason.
—¡Daos prisa y dejadme salir! —exigió Hera.
Jason se rascó la cabeza.
—¿Puedes hacerlo, Leo?
—No lo sé. —Leo procuró no dejarse llevar por el pánico—. Además, si es una diosa, ¿por qué no se ha escapado?
Hera empezó a pasearse furiosamente por la jaula, maldiciendo en griego antiguo.
—Utiliza el cerebro, Leo Valdez. Te elegí porque eres inteligente. Una vez atrapado, el poder de un dios no sirve de nada. Tu propio padre me atrapó una vez en una silla dorada. ¡Fue humillante! Tuve que suplicarle que me liberara y pedirle disculpas por echarlo del Olimpo.
—Me parece justo —dijo Leo.
Hera le lanzó su mirada fría y amenazadora de diosa.
—Te he observado desde que eras niño porque sabía que podrías ayudarme en este momento, hijo de Hefesto. Si alguien puede hallar una forma de destruir esta abominación, eres tú.
—Pero no es una máquina. Es como si Gaia sacara una mano de la tierra y… —Leo se sintió mareado. Recordó el verso de la profecía que decía: «La fragua y la paloma romperán la celda»—. Espera. Tengo una idea. Piper, voy a necesitar tu ayuda. Y vamos a necesitar tiempo.
El aire se volvió frío y cortante. La temperatura descendió tan rápido que a Leo se le agrietaron los labios y su aliento se convirtió en vaho. La escarcha cubrió las paredes de la Casa del Lobo. Unos venti entraron como una exhalación, pero, en lugar de hombres alados, aquellos tenían forma de caballos, con cuerpo de nubarrones oscuros y crines que relampagueaban. A algunos les asomaban flechas de plata de los flancos. Detrás de ellos llegaron unos lobos con los ojos rojos y los terrígenos de seis brazos.
Piper sacó la daga. Jason cogió una tabla del suelo del estanque que estaba cubierta de hielo. Leo metió la mano en el cinturón portaherramientas, pero estaba tan conmocionado que tan solo sacó un estuche metálico de caramelos de menta. Lo guardó de nuevo, con la esperanza de que nadie lo hubiera visto, y sacó un martillo.
Uno de los lobos avanzó sin hacer ruido. Arrastraba con la pata una estatua de tamaño real. En el borde del estanque, el animal abrió la boca y dejó caer la estatua para que la vieran: una escultura de hielo de una chica, una arquera con el pelo de punta y una expresión de sorpresa en la cara.
—¡Talia!
Jason echó a correr, pero Piper y Leo tiraron de él. El suelo se había cubierto de hielo alrededor de la estatua de Talia. Leo temía que, si Jason la tocaba, también se quedara helado.
—¿Quién ha hecho eso? —gritó Jason. Su cuerpo crepitaba de electricidad—. ¡Te mataré con mis propias manos!
Leo oyó una risa de chica, nítida y fría, procedente de algún lugar detrás de los monstruos. La muchacha salió de la niebla ataviada con un vestido blanco como la nieve y una corona de plata sobre su largo cabello moreno. Los contempló con aquellos profundos ojos marrones que tan bonitos le habían parecido a Leo en Quebec.
—Bon soir, mes amis —dijo Quíone, la diosa de la nieve. Dedicó a Leo una sonrisa gélida—. Qué pena, hijo de Hefesto. ¿Dices que necesitas tiempo? Me temo que el tiempo es una herramienta que no tienes.