—¿Cómo murió? —preguntó Leo—. Me refiero a Beckendorf.
Will Solace avanzaba penosamente.
—Por una explosión. Beckendorf y Percy Jackson volaron un crucero lleno de monstruos. Beckendorf no sobrevivió.
Otra vez aquel nombre: Percy Jackson, el novio de Annabeth. Aquel chico debía de estar metido en todo, pensó Leo.
—¿Así que Beckendorf era muy popular? —preguntó Leo—. Quiero decir… antes de que muriera.
—Era increíble —convino Will—. Su muerte fue un golpe muy duro para todo el campamento. Jake… se convirtió en líder en plena guerra. Igual que yo, de hecho. Jake lo hizo lo mejor que pudo, pero nunca quiso ser un líder. Simplemente le gusta construir cosas. Luego, después de la guerra, las cosas empezaron a torcerse. Los carros de la cabaña nueve saltaron por los aires. Sus autómatas se descontrolaron. Sus inventos empezaron a funcionar mal. Era como una maldición, y con el tiempo la gente empezó a llamarlo así: la maldición de la cabaña nueve. Entonces Jake tuvo el accidente…
—Que tiene algo que ver con el problema que él ha comentado —aventuró Leo.
—Están trabajando en ello —dijo Will sin entusiasmo—. Ya hemos llegado.
La fragua parecía como si una locomotora de vapor se hubiera estrellado contra el Partenón de Grecia y los dos se hubieran fundido. Las paredes manchadas de hollín estaban bordeadas de columnas de mármol blancas. Las chimeneas expulsaban humo por encima de un ornamentado gablete con grabados de dioses y monstruos. El edificio se hallaba en la orilla de un arroyo y tenía varias norias que hacían girar una serie de engranajes de bronce. Leo oía máquinas rechinando en el interior, lumbres rugiendo y martillos golpeando yunques.
Cruzaron la puerta, y una docena de chicos y chicas que estaban trabajando en varios proyectos se quedaron paralizados. El ruido disminuyó hasta reducirse al rugido de la fragua y el «clic, clic, clic» de los engranajes y las palancas.
—¿Qué tal, chicos? —dijo Will—. Este es vuestro nuevo hermano, Leo…, esto…, ¿cómo te apellidas?
—Valdez.
Leo echó un vistazo a los demás campistas. ¿De verdad estaba emparentado con todos ellos? Sus primos venían de familias numerosas, pero él siempre había tenido solo una madre… hasta que murió.
Los chicos se acercaron y empezaron a darle la mano y a presentarse. Sus nombres se confundían unos con otros: Shane, Christopher, Nyssa, Harley (sí, como la moto). Leo sabía que nunca se aclararía con todos. Demasiados. Demasiado agobiante.
Ninguno se parecía al resto: todos tenían distintos tipos de cara, de tono de piel, de color de pelo, de estatura. A nadie se le ocurriría pensar: «¡Eh, mira, es la familia de Hefesto!». Pero todos tenían manos fuertes, ásperas por los callos y manchadas de lubricante. Incluso el pequeño Harley, que no debía de tener más de ocho años, parecía capaz de luchar seis asaltos con Chuck Norris sin despeinarse.
Todos los chicos compartían una triste seriedad. Tenían los hombros caídos como si la vida los hubiera maltratado mucho. Varios de ellos también parecían haber sido maltratados físicamente. Leo contó dos brazos en cabestrillo, un par de muletas, un parche, seis vendas elásticas y unas siete mil tiritas.
—¡Bueno! —dijo Leo—. ¡He oído decir que esta es la cabaña de las fiestas!
Nadie se rió. Simplemente se lo quedaron mirando.
Will Solace dio unas palmaditas en el hombro a Leo.
—Os dejaré para que os vayáis conociendo. ¿Alguien puede acompañar a Leo a cenar cuando llegue la hora?
—Yo me encargo —dijo una de las chicas.
Nyssa, recordó Leo. Llevaba unos pantalones de camuflaje, una camiseta de tirantes que dejaba a la vista sus brazos musculosos y un pañuelo rojo sobre una mata de cabello moreno. Salvo por la tirita con una cara sonriente que llevaba en la barbilla, parecía una de esas heroínas de las películas de acción, como si en cualquier momento fuera a coger una ametralladora y a empezar a cargarse alienígenas malvados.
—Genial —dijo Leo—. Siempre he querido tener una hermana que me pudiera pegar una paliza.
Nyssa no sonrió.
—Vamos, graciosillo. Te enseñaré este sitio.
Leo estaba familiarizado con los talleres. Había crecido rodeado de mecánicos y herramientas eléctricas. Su madre solía bromear diciendo que su primer chupete había sido una llave de cruz. Pero él no había visto ningún sitio como la fragua del campamento.
Un chico estaba trabajando en un hacha de guerra. No paraba de probar la hoja en una losa de hormigón. Cada vez que la golpeaba, el hacha cortaba la losa como si fuera queso derretido, pero el chico no parecía satisfecho y volvía a afilarla.
—¿Qué piensa matar con eso? —preguntó Leo a Nyssa—. ¿Un acorazado?
—Nunca se sabe. Incluso con el bronce celestial…
—¿Es el metal?
Ella asintió con un leve gesto de la cabeza.
—Extraído del mismísimo monte Olimpo. Es muy raro. Normalmente desintegra a los monstruos con los que entra en contacto, pero los más grandes y poderosos tienen la piel especialmente dura. Los drakon, por ejemplo…
—¿Quieres decir dragones?
—Son especies parecidas. Aprenderás las diferencias en clase de lucha contra monstruos.
—Clase de lucha contra monstruos. Sí, soy cinturón negro.
Ella no sonrió. Leo esperaba que no fuera tan seria todo el tiempo. Su familia paterna tenía que tener algo de sentido del humor, ¿no?
Se cruzaron con un par de chicos que estaban haciendo un juguete de bronce. Por lo menos, eso parecía. Era un centauro de menos de veinte centímetros de altura —mitad hombre, mitad caballo—, armado con un arco en miniatura. Uno de los campistas dio manivela a la cola del centauro, y este cobró vida rechinando. Se puso a galopar por la mesa gritando: «¡Muere, mosquito! ¡Muere, mosquito!», y disparando a todo lo que tenía a la vista.
Al parecer, no era la primera vez que pasaba, pues todo el mundo se tiró al suelo menos Leo. Seis flechas del tamaño de agujas se clavaron en su camisa antes de que un campista cogiera un martillo e hiciera pedazos el centauro.
—¡Estúpida maldición! —El campista agitó el martillo en dirección al cielo—. ¡Solo quiero un matainsectos mágico! ¿Es mucho pedir?
—Ay —dijo Leo.
Nyssa le sacó las agujas de la camisa.
—No es nada. Sigamos antes de que lo reconstruyan.
Leo se frotó el pecho mientras andaban.
—¿Ese tipo de cosas pasan a menudo?
—Últimamente todo lo que construimos se convierte en chatarra —dijo Nyssa.
—¿La maldición?
Nyssa frunció los labios.
—No creo en maldiciones, pero algo pasa. Y si no resolvemos el problema del dragón, la situación va a empeorar todavía más.
—¿El problema del dragón?
Leo esperaba que se refiriera a un dragón en miniatura, tal vez uno que mataba cucarachas, pero le daba la impresión de que no iba a tener tanta suerte.
Nyssa lo llevó hasta un gran mapa colocado en una pared que estaba siendo estudiado por un par de chicas. El mapa mostraba el campamento: un semicírculo de tierra con el estrecho de Long Island en la orilla norte, el bosque al oeste, las cabañas al este y un anillo de colinas al sur.
—Tiene que ser en las colinas —dijo la primera chica.
—Ya hemos mirado en las colinas —protestó la segunda—. El bosque es un escondite mejor.
—Pero ya hemos colocado trampas…
—Un momento —dijo Leo—. ¿Habéis perdido un dragón? ¿Un dragón de tamaño real?
—Es un dragón de bronce —dijo Nyssa—. Pero sí, es un autómata de tamaño real. Lo construyeron en la cabaña de Hefesto hace años. Luego se perdió en el bosque hasta hace un par de veranos, cuando Beckendorf lo encontró hecho pedazos y lo reconstruyó. Ha estado ayudando a proteger el campamento, pero es un poco impredecible.
—Impredecible —repitió Leo.
—Se estropea y echa abajo cabañas, prende fuego a la gente, intenta comerse a los sátiros…
—Eso es muy impredecible.
Nyssa asintió.
—Beckendorf era el único que podía controlarlo. Pero murió, y el dragón empeoró aún más. Al final se puso hecho una furia y escapó. De vez en cuando aparece, arrasa algo y vuelve a escapar. Todo el mundo espera que lo encontremos y lo destruyamos…
—¿Que lo destruyáis? —Leo se quedó horrorizado—. ¿Queréis destruir un dragón de bronce de tamaño real?
—Escupe fuego —explicó Nyssa—. Es mortal y está fuera de control.
—¡Pero es un dragón! Es alucinante, colega. ¿No podéis intentar hablar con él, controlarlo?
—Lo hemos intentado. Jake Mason lo intentó, y ya ves lo bien que funcionó.
Leo pensó en Jake, envuelto en escayola, tumbado a solas en su litera.
—Aun así…
—No hay otra opción. —Nyssa se volvió hacia las otras chicas—. Intentemos colocar más trampas en el bosque: aquí, aquí y aquí. Cebémoslo con aceite para motores de viscosidad treinta.
—¿El dragón bebe eso? —preguntó Leo.
—Sí. —Nyssa suspiró apesadumbrada—. Le gustaba con un poco de salsa de tabasco justo antes de irse a dormir. Si hace saltar una trampa, podemos ir con aerosoles de ácido; eso debería derretir su piel. Luego cogemos unas sierras para cortar metal y… acabamos la faena.
Todas se quedaron tristes. Leo se dio cuenta de que no tenían más ganas de matar al dragón que él.
—Chicas —dijo—. Tiene que haber otra forma.
Nyssa no parecía convencida, pero unos cuantos campistas más dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron a oír la conversación.
—¿Como qué? —preguntó uno—. Ese bicho escupe fuego. Ni siquiera podemos acercarnos.
Fuego, pensó Leo. La de cosas que podría contarles sobre el fuego… Pero tenía que andarse con cuidado, aunque fueran sus hermanos y hermanas. Sobre todo si tenía que vivir con ellos.
—Bueno… —Vaciló—. Hefesto es el dios del fuego, ¿no? ¿Y ninguno de vosotros es resistente al fuego o algo parecido?
Ninguno de los presentes reaccionó como si fuera una pregunta absurda, lo cual fue un alivio, pero Nyssa negó con la cabeza seriamente.
—Esa es una capacidad del Cíclope, Leo. Los hijos de Hefesto… solo somos buenos con las manos. Somos constructores, artesanos, armeros…, cosas así.
Leo dejó caer los hombros.
—Ah.
Un chico situado en la parte de atrás dijo:
—Bueno, hace mucho…
—Sí, vale —concedió Nyssa—. Hace mucho tiempo, algunos hijos de Hefesto nacían con el poder sobre el fuego. Pero era una capacidad muy poco habitual. Y siempre peligrosa. Hace siglos que no ha nacido ningún semidiós así. El último…
Miró a su alrededor en busca de ayuda.
—Fue en el año 1666 —comentó una chica—. Un joven llamado Thomas Faynor. Provocó el gran incendio de Londres y destruyó gran parte de la ciudad.
—Así es —dijo Nyssa—. Cuando aparece un hijo de Hefesto así, normalmente significa que va a pasar algo catastrófico. Y no necesitamos más catástrofes.
Leo intentó despojar su cara de toda emoción, lo cual no era su fuerte.
—Entiendo lo que quieres decir. Pero es una lástima. Si pudierais resistir las llamas, podríais acercaros al dragón.
—Entonces solo te mataría con las garras y los colmillos —dijo Nyssa—. O simplemente te pisaría. No, tenemos que destruirlo. Créeme, si a alguien se le ocurriera otra solución…
No terminó la frase, pero Leo captó el mensaje. Esa era la gran prueba de la cabaña. Si pudieran hacer algo que solo Beckendorf podía hacer, si pudieran dominar al dragón sin matarlo, tal vez les levantarían la maldición. Pero no tenían ideas. El campista que descubriera cómo conseguirlo sería un héroe.
A lo lejos sonó una caracola. Los campistas empezaron a recoger sus herramientas y proyectos. Leo no se había dado cuenta de que se estaba haciendo tan tarde, pero al mirar por las ventanas vio que el sol se estaba poniendo. El déficit de atención a veces le provocaba eso. Si estaba aburrido, una clase de cincuenta minutos le parecía de seis horas. Pero si estaba interesado en algo, como visitar un campamento de semidioses, las horas se le pasaban volando y, zas, de repente se hacía de noche.
—La cena —dijo Nyssa—. Vamos, Leo.
—Es en el pabellón, ¿verdad? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza.
—Adelantaos vosotros —dijo Leo—. ¿Me dais… un segundo?
Nyssa vaciló. Acto seguido, su expresión se suavizó.
—Claro. Tienes muchas cosas que asimilar. Me acuerdo de mi primer día. Ven cuando estés listo, pero no toques nada. Casi todos los proyectos que hay aquí pueden matarte si no tienes cuidado.
—Nada de tocar —prometió Leo.
Sus compañeros de cabaña salieron en fila de la fragua. Leo no tardó en quedarse solo con los sonidos de los rugidos, las norias y las pequeñas máquinas que emitían chasquidos y zumbidos.
Se quedó mirando el mapa del campamento: los puntos en los que sus nuevos hermanos iban a colocar trampas para cazar al dragón. Era un plan equivocado. Simple y llanamente equivocado.
Muy poco habitual, pensó. Y siempre peligroso.
Tendió la mano y examinó sus dedos. Eran largos y finos, sin callos como los de los hijos de Hefesto. Leo nunca había sido el chico más grande ni el más fuerte de su grupo. Había sobrevivido en barrios duros, colegios duros y hogares de acogida duros utilizando su ingenio. Era el payaso de la clase, el bufón de la corte, porque había aprendido pronto que si contabas chistes y fingías que no tenías miedo normalmente no te pegaban. Incluso los peores matones te soportaban, te dejaban andar cerca para divertirse. Además, el humor era una buena forma de ocultar el dolor. Y si eso no funcionaba, siempre había un plan B. Huir. Una y otra vez.
También había un plan C, pero se había prometido a sí mismo que no volvería a utilizarlo nunca.
Sin embargo, en ese momento sentía el deseo de ponerlo a prueba: cosa que no había hecho desde el accidente, desde la muerte de su madre.
Extendió los dedos y notó un hormigueo, como si se le estuvieran despertando. Entonces las llamas brotaron parpadeando, rizos de fuego ardiente danzando en la palma de su mano.