En cuanto Jason vio la casa supo que era hombre muerto.
—¡Ya hemos llegado! —dijo Drew alegremente—. La Casa Grande, el cuartel general del campamento.
No parecía amenazadora, tan solo una mansión con cuatro pisos pintada de azul claro con adornos blancos. El porche tenía tumbonas, una mesa para jugar a las cartas y una silla de ruedas vacía. Los móviles de campanillas con forma de ninfas se convertían en árboles al dar vueltas. A Jason no le costaba imaginar que allí iban personas mayores a pasar las vacaciones de verano, se sentaban en el porche y bebían zumo de ciruela mientras veían la puesta de sol. Aun así, las ventanas parecían mirarlo coléricamente, como ojos furiosos. La puerta abierta de par en par parecía a punto de engullirlo. En el aguilón superior, una veleta de bronce con forma de águila giraba con el viento y señalaba exactamente en dirección a él, como si le estuviera advirtiendo que se diera la vuelta.
Cada molécula del cuerpo de Jason le decía que estaba en terreno enemigo.
—No debería estar aquí —dijo.
Drew entrelazó su brazo con el de él.
—Oh, no. Aquí estás perfectamente, cielo. Créeme, he visto a muchos héroes.
Drew olía a Navidad: una extraña combinación de pino y nuez moscada. Jason se preguntaba si siempre olía así, o si era un perfume especial para las vacaciones. Su delineador de ojos rosa distraía mucho la atención. Cada vez que parpadeaba, Jason se veía obligado a mirarla. Tal vez ese era el propósito, lucir sus cálidos ojos marrones. Era guapa, no había duda, pero hacía sentir incómodo a Jason.
Apartó el brazo lo más delicadamente posible.
—Oye, te agradezco…
—¿Es esa chica? —dijo Drew con gesto mohíno—. Por favor, dime que no estás saliendo con la Reina del Vertedero.
—¿Te refieres a Piper? Esto…
Jason no sabía qué responder. No creía haber visto a Piper antes de ese mismo día, pero se sentía extrañamente culpable por ello. Sabía que no debería estar en ese sitio. No debería entablar amistad con esas personas, y desde luego no debería salir con una de ellas. Sin embargo… Piper lo tenía cogido de la mano cuando se despertó en el autobús. Estaba convencida de que era su novia. Se había mostrado valiente en la plataforma, luchando contra los venti, y cuando Jason la había cogido en el aire y se habían abrazado frente a frente, no podía fingir que no había sentido la ligera tentación de besarla. Pero eso no estaba bien. Ni siquiera conocía su propia historia. No podía jugar con los sentimientos de ella de esa forma.
Drew puso los ojos en blanco.
—Déjame ayudarte a decidirte, cielo. Puedes aspirar a más. ¿Un chico con tu atractivo y tu evidente talento?
Pero no lo estaba mirando. Estaba mirando fijamente un punto situado encima de la cabeza de Jason.
—Estás esperando una señal —aventuró él—. Como la que apareció encima de la cabeza de Leo.
—¿Qué? ¡No! Bueno… sí. O sea, por lo que he oído, eres muy poderoso, ¿no? Vas a ser importante en el campamento, así que me imagino que tu padre te reconocerá enseguida. Y me encantaría verlo. ¡Quiero estar contigo en cada paso del camino! Entonces, ¿el dios es tu padre o tu madre? Dime que no es tu madre, por favor. No soportaría que fueras hijo de Afrodita.
—¿Por qué?
—Porque entonces serías mi hermano, tonto. No puedes salir con alguien de tu misma cabaña. ¡Puaj!
—Pero ¿no están relacionados todos los dioses? —preguntó Jason—. ¿No sois todos primos o algo así?
—¡Pero mira que eres mono! Cariño, la parte divina de tu familia no cuenta, salvo tu padre. Así que es justo salir con alguien de otra cabaña. Entonces, ¿quién es el dios: tu padre o tu madre?
Como siempre, Jason no tenía respuesta. Alzó la vista, pero no apareció ninguna señal brillante sobre su cabeza. En lo alto de la Casa Grande, la veleta seguía apuntando en dirección a él, con aquella águila que miraba furiosamente como diciendo: «Date la vuelta mientras puedas, chico».
Entonces oyó pisadas en el porche. No…, no eran pisadas, eran… cascos.
—¡Quirón! —gritó Drew—. Este es Jason. ¡Es alucinante!
Jason retrocedió tan deprisa que estuvo a punto de tropezar. Por la esquina del porche apareció un hombre a caballo. Solo que no iba montado a caballo, ¡era parte del caballo! De cintura para arriba era humano, con el pelo castaño rizado y una barba bien recortada. Llevaba una camiseta de manga corta que ponía «Mejor centauro del mundo», y tenía un carcaj y un arco sujetos a la espalda. Su cabeza estaba tan alta que tuvo que agacharse para esquivar las luces del porche, pues de cintura para abajo era un caballo blanco.
Quirón empezó a sonreír a Jason. Entonces se quedó lívido.
—Tú… —Los ojos del centauro brillaban como los de un animal acorralado—. Tú deberías estar muerto.
Quirón ordenó a Jason —bueno, lo invitó, pero sonó como una orden— que entrara en la casa. Le dijo a Drew que volviera a su cabaña, cosa que no hizo mucha gracia a la chica.
El centauro se acercó trotando a la silla de ruedas vacía que había en el porche. Se quitó el carcaj y el arco y retrocedió de espaldas hasta la silla, que se abrió como la caja de un mago. Quirón se colocó cuidadosamente en ella con las patas traseras y empezó a apretujarse en un espacio que debería de haberle resultado demasiado pequeño. Jason se imaginó los sonidos de un camión al dar marcha atrás —«pi, pi, pi»— mientras la mitad inferior del centauro desaparecía y la silla se plegaba, antes de que asomaran unas piernas humanas falsas tapadas con una manta, de tal forma que Quirón parecía un mortal normal y corriente en una silla de ruedas.
—Sígueme —ordenó—. Tenemos limonada.
La sala de estar parecía haber sido engullida por una selva forestal. Había vides que subían torciéndose por la paredes y el techo, cosa que Jason encontró un poco rara. No pensaba que las plantas crecieran de esa forma en el interior, sobre todo en invierno, pero aquellas eran verdes y frondosas, y rebosaban racimos de uvas rojas.
Había unos sofás de cuero frente a una chimenea de piedra con una lumbre crepitante. Encajada en una esquina, una antigua máquina recreativa de comecocos pitaba y parpadeaba. Fijada a las paredes había una colección de máscaras: modelos sonrientes y ceñudos del teatro griego, máscaras de carnaval con plumas, máscaras de carnaval venecianas con grandes narices con forma de picos y máscaras africanas de madera. Las vides salían de sus bocas de manera que parecía que tuvieran lenguas llenas de hojas. Algunas uvas rojas asomaban por los agujeros de los ojos.
Pero lo más raro de todo era la cabeza de leopardo disecada que había encima de la chimenea. Parecía tan real que daba la impresión de que sus ojos fueran siguiendo a Jason. Y cuando de repente gruñó, Jason se llevó un susto tremendo.
—Vamos, Seymour —lo reprendió Quirón—. Jason es un amigo. Pórtate bien.
—¡Esa cosa está viva! —dijo Jason.
Quirón se puso a hurgar en el bolsillo lateral de la silla de ruedas y sacó un paquete de galletas para perros. Lanzó una al leopardo, que la atrapó y se lamió la boca.
—Disculpa la decoración —dijo Quirón—. Todo esto fue un regalo de despedida de nuestro antiguo director antes de que lo reclamaran en el monte Olimpo. Pensó que nos ayudaría a acordarnos de él. El señor D tiene un extraño sentido del humor.
—El señor D —repitió Jason—. ¿Dioniso?
—Ajá. —Quirón sirvió limonada, pero le temblaban las manos un poco—. En cuanto a Seymour, el señor D lo liberó de un mercadillo de objetos usados de Long Island. El leopardo es el animal sagrado del señor D, ¿sabes?, y le horrorizó que alguien hubiera disecado a una criatura tan noble. Decidió darle vida, suponiendo que la vida de una cabeza disecada sea preferible a la falta de vida. Debo decir que es un destino mejor que el del anterior dueño de Seymour.
Seymour enseñó los colmillos y husmeó el aire, como si estuviera buscando más galletas.
—Si solo es una cabeza —dijo Jason—, ¿adónde va a parar la comida cuando come?
—Mejor no preguntes —dijo Quirón—. Por favor, siéntate.
Jason bebió un poco de limonada, pero tenía el estómago revuelto. Quirón se recostó en su silla de ruedas e intentó sonreír, pero Jason notó que su sonrisa era forzada. Los ojos del anciano eran oscuros y profundos como pozos.
—Bueno, Jason —dijo—, ¿te importaría decirme…, ejem…, de dónde vienes?
—Ojalá lo supiera.
Jason le contó toda la historia, desde que se había despertado en el autobús hasta el aterrizaje forzoso en el Campamento Mestizo. No le veía sentido a ocultar detalles, y Quirón sabía escuchar. No reaccionaba a la historia, aparte de asentir con la cabeza de forma alentadora para que continuara.
Cuando Jason hubo acabado, el anciano bebió un sorbo de limonada.
—Entiendo —dijo Quirón—. Y debes de tener preguntas para mí.
—Solo una —reconoció Jason—: ¿a qué se refería cuando dijo que debería estar muerto?
Quirón lo observó con preocupación, como si esperara que Jason estallara en llamas.
—Muchacho, ¿sabes lo que significan las marcas de tu brazo? ¿Y el color de tu camisa? ¿Te acuerdas de algo?
Jason se miró el tatuaje del antebrazo: SPQR, el águila, doce líneas rectas.
—No —contestó—. Nada.
—¿Sabes dónde estás? —preguntó Quirón—. ¿Entiendes lo que es este palacio y quién soy yo?
—Usted es Quirón el centauro —dijo Jason—. Me imagino que es el mismo de los mitos antiguos, el que educó a héroes griegos como Heracles. Este es un campamento para hijos de los dioses del Olimpo.
—Entonces, ¿crees que esos dioses todavía existen?
—Sí —respondió Jason inmediatamente—. O sea, no creo que debamos adorarlos ni sacrificar gallinas en su honor ni nada por el estilo, pero siguen aquí porque forman parte importante de la civilización. Se trasladan de un país a otro cuando el centro de poder cambia, como se trasladaron de la Antigua Grecia a Roma.
—Yo no lo habría dicho mejor. —Algo había cambiado en la voz de Quirón—. Así que ya sabes que los dioses son reales. Todavía no te han reconocido, ¿verdad?
—Tal vez —respondió Jason—. La verdad es que no estoy seguro.
Seymour el leopardo gruñó.
Quirón aguardó, y Jason se dio cuenta de lo que acababa de pasar. El centauro había cambiado de idioma, y Jason lo había entendido y había contestado automáticamente en la misma lengua.
—Quis erat…? —Jason vaciló, y acto seguido hizo un esfuerzo consciente por hablar en su idioma—. ¿Qué ha pasado?
—Sabes latín —comentó Quirón—. Por supuesto, la mayoría de semidioses reconocen unas cuantas frases. Lo llevan en la sangre, pero no tanto como el griego antiguo. Ninguno puede hablar latín con soltura sin práctica.
Jason intentó entender lo que eso significaba, pero le faltaban demasiadas piezas en la memoria. Todavía tenía la sensación de que no debería estar allí. Aquello no estaba bien… y era peligroso. Pero, por lo menos, Quirón no era amenazante. De hecho, el centauro parecía preocupado por él, como si temiera por su seguridad.
El fuego se reflejaba en los ojos de Quirón y los hacía danzar inquietantemente.
—Yo enseñé a tu tocayo, ya sabes, el Jasón original. Tuvo una vida dura. He visto ir y venir a muchos héroes. De vez en cuando, tienen finales felices. La mayoría, no. Cada vez que uno de mis discípulos muere se me parte el corazón, como si perdiera a un hijo. Pero tú… tú no eres como ninguno de los discípulos a los que he enseñado. Tu presencia aquí podría ser desastrosa.
—Gracias —dijo Jason—. Debe de ser usted un profesor que inspira mucho a sus discípulos.
—Lo siento, muchacho, pero es verdad. Esperaba que después del éxito de Percy…
—¿Se refiere a Percy Jackson? ¿El novio de Annabeth, el que ha desaparecido?
Quirón asintió.
—Yo esperaba que después del éxito que tuvo en la guerra de los titanes y de salvar el monte Olimpo, tendríamos algo de paz. Que podría disfrutar de un último triunfo, un final feliz, y luego retirarme discretamente. Debería habérmelo imaginado. Se avecina el último capítulo, como ya pasó antes. Lo peor todavía está por venir.
En el rincón, la máquina recreativa emitió un triste «piu, piu, piu», como si un comecocos acabara de morir.
—Vale —dijo Jason—. El último capítulo, ya pasó antes, lo peor todavía está por venir… Suena divertido, pero ¿podemos volver a lo de que ya debería estar muerto? No me gusta esa parte.
—Me temo que no te lo puedo explicar, muchacho. Juré por la laguna Estigia y por todas las cosas sagradas que nunca… —Quirón frunció el entrecejo—. Pero estás aquí, incumpliendo el mismo juramento. Eso tampoco debería ser posible. No lo entiendo. ¿Quién haría algo así? ¿Quién…?
Seymour el leopardo soltó un aullido. Se le paralizó la boca, medio abierta. La máquina recreativa dejó de pitar. El fuego dejó de crepitar, y sus llamas se endurecieron como cristal rojo. Las máscaras miraban en silencio a Jason con sus grotescos ojos de uvas y sus lenguas llenas de hojas.
—¿Quirón? —preguntó Jason—. ¿Qué pa…?
El viejo centauro también se había quedado paralizado. Jason saltó del sofá, pero Quirón seguía mirando al mismo punto, con la boca abierta en mitad de una frase. Sus ojos no parpadeaban. Su pecho no se movía.
«Jason», dijo una voz.
Por un instante terrible, pensó que el leopardo había hablado. Entonces una niebla oscura salió de la boca de Seymour, y a Jason se le ocurrió una idea todavía peor: los espíritus de la tormenta.
Cogió la moneda de oro de su bolsillo. Lanzándola al aire rápidamente, se convirtió en una espada.
La niebla adoptó la forma de una mujer con una túnica oscura. Tenía la cara cubierta por una capucha, pero sus ojos brillaban en la oscuridad. Sobre los hombros llevaba un manto de piel de cabra. Jason no estaba seguro de cómo sabía que era piel de cabra, pero la reconoció y supo que era un detalle importante.
«¿Serías capaz de atacar a tu patrona? —lo reprendió la mujer. Su voz resonaba en la cabeza de Jason—. Baja la espada.»
—¿Quién es usted? —preguntó él—. ¿Cómo ha…?
«Nuestro tiempo es limitado, Jason. Mi cárcel se vuelve más recia cada hora que pasa. He tardado un mes entero en reunir la energía suficiente para librarme de sus cadenas con una pizca de magia. He conseguido traerte aquí, pero me queda poco tiempo, y aún menos poder. Es posible que esta sea la última vez que te vea.»
—¿Está en la cárcel? —Jason decidió que tal vez era buena idea no bajar la espada—. Oiga, no la conozco, y usted no es mi patrona.
«Me conoces —insistió ella—. Yo te conozco desde que naciste.»
—No me acuerdo. No me acuerdo de nada.
«No, tienes razón —convino ella—. Eso también fue necesario. Hace mucho tiempo tu padre me entregó tu vida como regalo para aplacar mi ira. Te puso el nombre de mi mortal favorito. Me perteneces.»
—Alto —dijo Jason—. Yo no le pertenezco a nadie.
«Ahora es el momento de que saldes tu deuda —dijo ella—. Busca mi cárcel. Libérame o su rey se alzará de la tierra y seré destruida. Nunca recuperarás tu memoria.»
—¿Es una amenaza? ¿Me ha robado los recuerdos?
«Tienes hasta la puesta de sol del solsticio, Jason. Cuatro días breves. No me falles.»
La mujer oscura se desvaneció, y la niebla se introdujo en la boca del leopardo girando en espiral.
El tiempo avanzó de nuevo. El aullido de Seymour se convirtió en tos, como si se hubiera tragado una bola de pelo. El fuego cobró vida crepitando, la máquina recreativa pitó, y Quirón dijo:
—¿Se atrevería a traerte aquí?
—Probablemente la mujer de la niebla —propuso Jason.
Quirón alzó la vista sorprendido.
—¿No estabas sentado…? ¿Por qué has desenvainado la espada?
—Lamento decir esto —dijo Jason—, pero creo que su leopardo se acaba de comer a una diosa.
Le habló a Quirón de la visita congelada en el tiempo y de la figura brumosa que había desaparecido en la boca de Seymour.
—Vaya —murmuró Quirón—. Eso explica muchas cosas.
—Entonces, ¿por qué no me explica usted todas esas cosas? —pidió Jason—. Por favor.
Antes de que Quirón pudiera decir algo, resonaron unas pisadas en el porche. La puerta principal se abrió de golpe, y Annabeth y otra chica, una pelirroja, irrumpieron en la casa arrastrando entre las dos a Piper. A esta le colgaba la cabeza como si estuviera inconsciente.
—¿Qué ha ocurrido? —Jason se acercó a toda prisa—. ¿Qué le pasa?
—La cabaña de Hera —dijo Annabeth con voz entrecortada, como si hubieran ido allí corriendo—. Una visión. Mala.
La chica pelirroja alzó la vista, y Jason vio que había estado llorando.
—Creo… —La pelirroja tragó saliva— creo que puedo haberla matado.