Piper soñó con el último día que había pasado con su padre.
Estaban en la playa cerca de Big Sur, descansando después de haber hecho surf. Había sido una mañana tan perfecta que Piper sabía que no tardaría en pasar algo malo: una horda de paparazzi furiosos, o tal vez un ataque de un gran tiburón blanco. Era imposible que su suerte durara.
Pero hasta entonces habían disfrutado de unas olas estupendas, un cielo nublado y un kilómetro y medio de mar para ellos. Su padre había encontrado aquel sitio apartado, había alquilado un chalet en la playa y las propiedades de cada lado, y había conseguido mantenerlo en secreto. Si se quedaba allí demasiado, Piper sabía que los fotógrafos lo encontrarían. Siempre lo encontraban.
—Buen trabajo, Pipes.
Le dedicó la sonrisa por la que era famoso: dientes perfectos, barbilla con hoyuelo y un brillo en los ojos que siempre hacía que las mujeres adultas gritaran y le pidieran que les firmara en el cuerpo con rotulador permanente. («Buscaos la vida», pensaba Piper.) Su pelo moreno muy corto relucía con el agua salada.
—Estás mejorando encima de la tabla.
Piper se ruborizó de orgullo, pero sospechaba que su padre simplemente estaba siendo amable. Todavía se pasaba la mayor parte del tiempo cayéndose. Se requería un talento especial para aguantar encima de una tabla de surf. Su padre era un surfista nato —lo que no tenía sentido, porque había sido un niño pobre criado en Oklahoma, a cientos de kilómetros del mar—, pero era increíble sobre las olas. Piper habría dejado el surf hacía mucho tiempo si no le hubiera permitido pasar tiempo con él. Y no había muchas formas de conseguir eso.
—¿Un sándwich? —Su padre metió la mano en la cesta de la comida que había preparado su chef, Arno—. A ver: pavo al pesto, wasabi de cangrejo… Aquí, un especial de Piper: mantequilla de cacahuete y gelatina.
Ella cogió el sándwich, aunque tenía el estómago demasiado revuelto para comer. Siempre pedía sándwiches de mantequilla de cacahuete con gelatina. En primer lugar, Piper era vegetariana. Lo era desde que habían pasado por delante de un matadero y el olor le había puesto las entrañas del revés. Pero era algo más que eso. El sándwich de mantequilla de cacahuete con gelatina era una comida sencilla, como la que habría almorzado un niño normal y corriente. A veces fingía que su padre se lo había preparado, no un chef privado de Francia al que le gustaba envolver el sándwich en papel dorado con una bengala en lugar de poner un mondadientes.
¿Es que nada podía ser sencillo? Por eso rechazaba la ropa elegante que su padre siempre le ofrecía, los zapatos de diseñador, las visitas al salón de belleza. Se cortaba el pelo ella misma con unas tijeras de plástico de Garfield y se lo dejaba desigual a propósito. Prefería llevar unas zapatillas de deporte gastadas, unos vaqueros, una camiseta de manga corta y el viejo forro polar de cuando habían ido a practicar snowboard.
Detestaba los esnobs colegios privados que su padre creía que le convenían. Siempre la expulsaban. Y él siempre encontraba más colegios.
El día anterior había cometido su mayor robo hasta la fecha: se había llevado el BMW prestado del concesionario. Cada vez tenía que cometer un robo más grande porque costaba más y más llamar la atención de su padre.
Ahora se arrepentía de haberlo hecho. Su padre todavía no lo sabía.
Había pensado contárselo esa mañana, pero entonces él la había sorprendido con esa excursión, y no había querido estropearla. Era la primera vez que pasaban un día juntos en… ¿cuánto?, ¿tres meses?
—¿Qué pasa?
Su padre le pasó un refresco.
—Papá, hay algo…
—Espera, Pipes. Estás muy seria. ¿Lista para las tres preguntas cualquiera?
Llevaban años jugando a aquel juego; era la forma que tenía su padre de mantener el contacto con ella en el menor tiempo posible. Podían hacerse tres preguntas cualquiera el uno al otro. Se permitía todo, y había que contestar sinceramente. El resto del tiempo su padre le prometía no meterse en sus asuntos, lo cual era fácil, ya que nunca estaba cerca.
Piper sabía que al resto de chicos le resultaría de lo más humillante una sesión de preguntas y respuestas de ese tipo, pero ella las esperaba con impaciencia. Era como hacer surf: no era fácil, pero le permitía sentirse como si realmente tuviera un padre.
—Primera pregunta —dijo ella—. Mamá.
Ninguna sorpresa. Ese era siempre uno de sus temas.
Su padre se encogió de hombros con resignación.
—¿Qué quieres saber, Piper? Ya te lo he contado: desapareció. No sé por qué ni adónde fue. Después de que tú nacieras, simplemente se marchó. No he vuelto a saber de ella.
—¿Crees que sigue viva?
No era una pregunta de verdad. Su padre podía decir que no lo sabía. Pero ella quería oír lo que contestaba.
Él se quedó mirando las olas.
—Tu abuelo Tom —dijo finalmente— solía decirme que si caminaras lo suficiente hacia la puesta de sol, llegarías a la Tierra de los Fantasmas, donde podrías hablar con los muertos. Decía que hacía mucho tiempo podías resucitar a los muertos, pero luego la humanidad lo echó todo a perder. Bueno, es una larga historia.
—Como la tierra de los muertos para los griegos —recordó Piper—. También estaba en el oeste. Y Orfeo… intentó resucitar a su mujer.
Su padre asintió. Un año antes, le habían ofrecido el papel más importante de su carrera: un antiguo rey griego. Piper le había ayudado a investigar los mitos: todas aquellas antiguas historias sobre personas que se convertían en piedra y hervían en lagos de lava. Se lo habían pasado bien leyendo juntos, y a Piper le había parecido que su vida no era tan mala. Durante un tiempo se había sentido más unida a su padre, pero, como todo, no duró.
—Hay muchos parecidos entre los griegos y los cherokees —convino su padre —. Me pregunto qué pensaría tu abuelo si nos viera ahora, sentados en el límite del terreno del oeste. Probablemente pensaría que somos fantasmas.
—Entonces, ¿estás diciendo que crees en esas historias? ¿Crees que mamá está muerta?
A él se le empañaron los ojos, y Piper vio la tristeza que había tras ellos. Se imaginaba que por eso a las mujeres les atraía tanto. Por fuera, parecía seguro y fuerte, pero sus ojos encerraban mucha tristeza. Las mujeres querían averiguar por qué. Querían consolarlo y nunca lo conseguían. Su padre le había contado una creencia cherokee: que todos llevaban esa tristeza dentro después de generaciones de dolor y sufrimiento. Pero Piper creía que había algo más.
—No creo en esas historias —dijo él—. Son divertidas de contar, pero si realmente creyera en la Tierra de los Fantasmas, o en los espíritus animales, o en los dioses griegos… no creo que pudiera dormir por las noches. Siempre estaría buscando a alguien a quien culpar.
Alguien a quien culpar de la muerte de cáncer de pulmón del abuelo Tom, pensó Piper, antes de que su padre se hiciera famoso y tuviera dinero para ayudarle. De que su madre —la única mujer a la que había amado— lo abandonara sin tan siquiera dejar una nota de despedida, dejándolo con una niña recién nacida que no estaba preparado para cuidar. De ser muy famoso pero no ser feliz.
—No sé si está viva —dijo—. Pero sí que creo que podría estar en la Tierra de los Fantasmas, Piper. No hay forma de recuperarla. Si creyera lo contrario… No creo que tampoco pudiera soportarlo.
Detrás de ellos se abrió la puerta de un coche. Cuando Piper se volvió, se le cayó el alma a los pies. Jane se dirigía a ellos con su traje de oficina, cojeando sobre la arena con sus tacones altos y con su PDA en la mano. La expresión de su rostro era en parte de preocupación y en parte de triunfo, y Piper supo que se había puesto en contacto con la policía.
«Por favor, que se caiga —rogó Piper—. Si hay algún espíritu animal o un dios griego que pueda ayudarme, que haga que Jane se caiga de cabeza. No estoy pidiendo que se haga daños irreparables; solo que se quede inconsciente el resto del día, por favor.»
Pero Jane siguió avanzando.
—Papá —dijo Piper rápidamente—, ayer pasó algo…
Pero él también había visto a Jane. Estaba recomponiendo su cara de negocios. Jane no estaría allí si no fuera por algo grave. Un jefe del estudio había llamado —un proyecto había hecho aguas— o Piper había vuelto a meter la pata.
—Seguiremos luego, Pipes —le prometió—. Será mejor que vaya a ver lo que quiere Jane. Ya sabes cómo és.
Sí, Piper lo sabía. Su padre cruzó la arena para reunirse con ella. Piper no podía oírles hablar, pero no le hacía falta. Se le daba bien interpretar las caras. Jane le informó del robo del coche, señalando de vez en cuando a Piper como si fuera una asquerosa mascota que se hubiera meado en la alfombra.
La energía y el entusiasmo de su padre se agotaron. Hizo un gesto a Jane para que esperara. A continuación regresó junto a Piper. Ella no soportaba la mirada de sus ojos, como si hubiera traicionado su confianza.
—Me dijiste que lo intentarías, Piper —dijo.
—Papá, odio ese colegio. No lo aguanto. Quería contarte lo del BMW, pero…
—Te han expulsado —dijo él—. ¿Un coche, Piper? El año que viene cumples dieciséis. Te compraría el coche que quisieras. ¿Cómo has podido…?
—¿Quieres decir que Jane me compraría un coche? —preguntó Piper. No pudo evitarlo. La ira brotó de su interior y se desbordó—. Escúchame por una vez, papá. No me hagas esperar a tus estúpidas tres preguntas. Quiero ir a un colegio normal. Quiero que tú me lleves a la noche de fiesta de los padres, no Jane. ¡O que me des clases en casa! Aprendí mucho cuando leímos juntos sobre Grecia. ¡Podríamos hacerlo todo el tiempo! Podríamos…
—No me eches a mí la culpa —dijo su padre—. Lo hago lo mejor que puedo, Piper. Ya hemos tenido esta conversación antes.
«No —pensó—. Tú has interrumpido esta conversación. Durante años.»
Su padre suspiró.
—Jane ha hablado con la policía y ha llegado a un acuerdo. El concesionario no presentará cargos, pero tienes que acceder a ir a un reformatorio de Nevada. Está especializado en problemas…, en chicos en situaciones delicadas.
—Eso es lo que soy. —A Piper le temblaba la voz—. Un problema.
—Piper… dijiste que lo intentarías. Me has decepcionado. No sé qué más hacer.
—Haz cualquier cosa —dijo ella—. ¡Pero hazla tú! No dejes que Jane se ocupe por ti. No puedes mandarme fuera sin más.
Su padre miró la cesta de la comida. Su sándwich estaba intacto sobre un trozo de papel dorado. Habían planeado pasar toda la tarde en las olas. Ahora el plan se había echado a perder.
Piper no podía creer que él cediera a los deseos de Jane. No esa vez. No en algo tan importante como el reformatorio.
—Ve a verla —dijo su padre—. Ella sabe los detalles.
—Papá…
Él apartó la vista y contempló el mar como si pudiera ver hasta la Tierra de los Fantasmas. Piper se prometió que no iba a llorar. Avanzó playa arriba hacia Jane, que sonrió fríamente y levantó un billete de avión. Como siempre, ya lo había organizado todo. Piper solo era un problema más del día que Jane ya podía tachar de la lista.
El sueño de Piper cambió.
Estaba en la cima de una montaña de noche, con las luces de la ciudad brillando tenuemente abajo. Ante ella ardía una hoguera. Las llamas purpúreas parecían arrojar más sombras que luz, pero el calor era tan intenso que su ropa desprendía vapor.
—Esta es la segunda advertencia —rugió una voz tan fuerte que sacudió la tierra.
Piper la había oído antes en sus sueños. Había intentado convencerse de que no era tan espeluznante como recordaba, pero era peor.
Detrás de la hoguera, una enorme cara surgió de la oscuridad. Parecía que flotara por encima de las llamas, pero Piper sabía que debía de estar unida a un cuerpo gigantesco. Las toscas facciones podrían haber sido talladas en piedra. La cara apenas parecía viva salvo por sus penetrantes ojos blancos, como diamantes en bruto, y su horrible marco de rizos trenzados con huesos humanos. Sonrió, y Piper se estremeció.
—Harás lo que te digan —dijo el gigante—. Seguirás con la misión. Cumplirás nuestras órdenes, y podrás salir con vida. De lo contrario…
Señaló a un lado de la lumbre. El padre de Piper estaba inconsciente, atado a una estaca.
Ella intentó gritar. Quería llamar a su padre y exigir al gigante que lo soltara, pero no le salía la voz.
—Te estaré vigilando —dijo el gigante—. Si me sirves, los dos viviréis. Tienes la palabra de Encélado. Pero si me fallas… Llevo milenios durmiendo, joven semidiosa. Tengo mucha hambre. Si me fallas, me daré un banquete.
El gigante se echó a reír a carcajadas. La tierra tembló. A los pies de Piper se abrió una grieta, y cayó en la oscuridad.
Se despertó sintiéndose como si la hubiera pisoteado una compañía de baile irlandés. Le dolía el pecho y apenas podía respirar. Alargó el brazo y cerró la mano en torno a la empuñadura de la daga que le había dado Annabeth: Katoptris, el arma de Helena de Troya.
De modo que el Campamento Mestizo no había sido un sueño.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó alguien.
Piper intentó enfocar la vista. Estaba tumbada en una cama con una cortina blanca a un lado, como en una enfermería. La chica pelirroja, Rachel Dare, estaba sentada a su lado. En la pared había un póster de una caricatura de un sátiro con un termómetro asomándole por la boca, que guardaba un inquietante parecido con el entrenador Hedge. El pie rezaba: «¡No dejes que la enfermedad afecte a tu cabra!».
—¿Dónde…?
La voz de Piper se apagó cuando vio al chico que estaba en la puerta.
Parecía el típico surfista californiano: era musculoso y bronceado, tenía el cabello rubio e iba vestido con pantalón corto y camiseta de manga corta. Pero tenía cientos de ojos azules por todo el cuerpo: en los brazos, en las piernas y por toda la cara. Incluso sus pies tenían ojos, que la miraban por entre las tiras de sus sandalias.
—Es Argus —dijo Rachel—, nuestro jefe de seguridad. Solo está echando un ojo… por así decirlo.
Argus asintió y guiñó el ojo de su barbilla.
—¿Dónde…? —intentó preguntar de nuevo Piper, pero se sintió como si tuviera la boca llena de algodón.
—Estás en la Casa Grande —dijo Rachel—. Las oficinas del campamento. Te trajimos aquí cuando te desmayaste.
—Me agarraste —recordó Piper—. La voz de Hera…
—Lo siento mucho —se disculpó Rachel—. Créeme, no fue idea mía dejarme poseer. Quirón te curó con néctar…
—¿Néctar?
—La bebida de los dioses. En pequeñas cantidades, cura a los semidioses. Eso si no te…, ejem…, achicharra.
—Ah. Qué divertido.
Rachel se inclinó hacia delante.
—¿Te acuerdas de la visión que tuviste?
Piper se asustó por un momento, pensando que se refería al sueño del gigante. Entonces se dio cuenta de que Rachel estaba hablando de lo que había ocurrido en la cabaña de Hera.
—A la diosa le pasa algo —dijo Piper—. Me dijo que la liberara, como si estuviera atrapada. Dijo que la tierra nos iba a engullir y mencionó algo del fuego y algo sobre el solsticio.
En el rincón, Argus emitió un sonido cavernoso con el pecho. Todos sus ojos parpadeaban al mismo tiempo.
—Hera creó a Argus —explicó Rachel—. Es muy sensible en lo tocante a la seguridad de ella. Intentamos evitar que llore, porque la última vez que lo hizo provocó toda una inundación.
Argus se sorbió la nariz. Cogió un puñado de pañuelos de papel de la mesita de noche y empezó a secarse los ojos de todo el cuerpo.
—Entonces… —Piper procuró no mirar como Argus se enjugaba las lágrimas de los codos—, ¿qué le ha pasado a Hera?
—No estamos seguros —contestó Rachel—. Ah, Annabeth y Jason han venido a verte. Jason no quería dejarte, pero a Annabeth se le ocurrió una idea: algo que podría devolverle los recuerdos.
—Eso es… es estupendo.
¿Había ido a verla Jason? Deseó haber estado consciente. Pero si él recuperaba los recuerdos, ¿sería algo bueno? Todavía albergaba la esperanza de que se conocieran realmente. No quería que su relación fuera solo un embuste de la Niebla.
«Olvídate», pensó. Si iba a salvar a su padre, daba igual si a Jason le gustaba o no. La acabaría odiando. Todo el mundo lo haría.
Miró la daga ceremonial que tenía sujeta al costado. Annabeth le había dicho que era una señal de poder y estatus, pero que normalmente no se utilizaba en combate. Todo apariencia y nada de sustancia. Un fraude, igual que Piper. Se llamaba Katoptris, espejo. No se atrevía a volver a desenvainarla porque no soportaba ver su reflejo.
—No te preocupes. —Rachel le apretó el brazo—. Jason parece un buen chico. Él también tuvo una visión, muy parecida a la tuya. No sé lo que le está pasando a Hera, pero creo que los dos estáis destinados a trabajar juntos.
Rachel sonrió como si fuera una buena noticia, pero Piper se desmoralizó todavía más. Pensaba que su misión —fuera cual fuese— afectaría a gente anónima. Y ahora Rachel le estaba diciendo básicamente: «¡Buenas noticias! ¡No solo un gigante caníbal exige un rescate por tu padre, sino que también vas a traicionar al chico que te gusta! ¿A que es alucinante?».
—Oye —dijo Rachel—. No llores. Ya lo solucionarás.
Piper se enjugó las lágrimas, tratando de controlarse. Aquello era impropio de ella. Se suponía que era dura: una ladrona de coches curtida, el azote de los colegios privados de Los Ángeles. Y allí estaba, llorando como un bebé.
—¿Cómo sabes a lo que me enfrento?
Rachel se encogió de hombros.
—Sé que es una decisión difícil, y que no tienes muchas opciones. Como te dije, a veces tengo corazonadas. Pero te van a reconocer en la fogata. Estoy prácticamente segura. Cuando sepas quién es tu madre, puede que las cosas se vean más claras.
Más claras, pensó Piper. No necesariamente mejores.
Se incorporó en la cama. Le dolía la frente como si le hubieran clavado una punta entre los ojos. «No hay forma de recuperar a tu madre», le había dicho su padre. Pero, al parecer, esa noche su madre podría reconocerla. Por primera vez, Piper no estaba segura de desearlo.
—Espero que sea Atenea.
Alzó la vista, con miedo a que Rachel se burlara de ella, pero el oráculo se limitó a sonreír.
—Lo entiendo perfectamente, Piper. ¿Quieres que te diga la verdad? Creo que Annabeth espera lo mismo. Os parecéis mucho.
La comparación hizo que Piper se sintiera todavía más culpable.
—¿Otra corazonada? No sabes nada de mí.
—Te sorprenderías.
—Solo lo dices porque eres un oráculo, ¿verdad? Se supone que tenéis que parecer misteriosos.
Rachel se echó a reír.
—No reveles mis secretos, Piper. Y no te preocupes. Las cosas se solucionarán…, solo que tal vez no como tú crees.
—Eso no me hace sentir mejor.
En algún lugar a lo lejos sonó una caracola. Argus gruñó y abrió la puerta.
—¿La cena? —aventuró Piper.
—Has estado durmiendo mientras cenábamos —dijo Rachel—. Es la hora de la fogata. Vamos a averiguar quién eres.