Capítulo Ocho

 

Isa estaba en pleno frenesí de limpieza, restregando todo lo que hubiera podido tocar Marc. Le parecía que todo olía a él. El muy desconsiderado había dejado la casa impregnada de su olor a miel y pino.

Estaba de rodillas en la cocina, cuando sonó el timbre. No tenía ganas de hablar con nadie, pero quienquiera que fuese empezó a dar golpes en la puerta.

Se quedó helada al ver a Marc. Le cerró la puerta en las narices sin pensarlo un segundo. Después se apoyó en ella y se obligó a llenar los pulmones de aire.

Tras verlo marchar esa mañana, había estado segura de que no volvería a verlo, excepto tal vez en el campus y a distancia. De hecho, había contado con ello. No estaba preparada para verlo, era demasiado pronto.

–Abre, Isa –dijo Marc golpeando la puerta.

Ella se planteó ignorarlo, pero abrió la puerta.

–Hola, Marc –dijo. Una sonrisa forzada curvó sus labios–. Disculpa. Es que estaba haciendo algo que… –no terminó la frase. No sabía por qué Marc Durand tenía la capacidad de transformarla en una especie colegiala balbuceante, pero no le gustaba nada.

–¿Puedo entrar? –inquirió él.

«No», pensó Isa. Había pasado las dos últimas horas erradicándolo de su casa, y él pretendía volver a impregnarla con su olor, su personalidad y esas enormes manos que había utilizado para llevarla al orgasmo una y otra vez.

Ni podía ni debía entrar.

Pero, en vez de volver a cerrar la puerta, dio un paso atrás y le cedió el paso.

–Sí, claro. ¿Vienes a por los calcetines?

–¿Calcetines? –Marc enarcó las cejas.

–Sí –carraspeó–. Son bonitos. Los encontré cuando ordenaba. Se te olvidarían esta mañana –Isa deseó que se la tragara la tierra. Estaba hablando como si tuviera doce años.

–Ah, gracias. No me había dado cuenta.

–¿Cómo es posible que no te des cuenta de que no llevas calcetines con unos zapatos de vestir? –miró sus tobillos dubitativa–. Aunque sean zapatos de Hugo Boss, no pueden ser tan cómodos –Isa se mordió el labio, avergonzada. Cualquiera pensaría que los calcetines eran su obsesión personal.

–He tenido otras cosas más importantes en mente –contestó Marc, impasible.

Durante un instante, Isa pensó que se refería a ella. A ambos. Sintió un cosquilleo en el estómago, pero su cerebro le gritó que no reaccionase. Se recordó que no lo quería en su vida y que él no podía quererla en la suya. Habían pasado demasiadas cosas feas entre ellos.

–Entonces, ¿qué haces aquí? Ando escasa de tiempo. Tengo una cita dentro un par de horas y necesito arreglarme.

–Tienes una cita –lo dijo con voz templada e inexpresiva. Ella habría podido pensar que denotaba incredulidad o indiferencia, pero captó una chispa de ira en sus ojos.

–Sí.

En realidad era un cóctel para celebrar la inauguración de una prestigiosa colección de joyas que exhibía una de sus antiguas alumnas, pero no iba a decírselo a Marc. Bastante la había humillado ya esa mañana al irse sin mirar atrás.

–¿Con ese profesor de ayer? –la voz se convirtió en un gruñido, y sus ojos oscurecieron un poco. De repente, entró en la casa a grandes zancadas y la arrinconó contra la pared.

–No es asunto tuyo –alzó la barbilla y lo miró a los ojos. No iba a dejarse dominar tan fácilmente.

–Sí que lo es –afirmó él, poniendo una mano en su cuello y frotando con el pulgar el moretón que le había hecho la noche anterior.

–No lo es –le aseguró ella. Luchaba contra la excitación que le estaba provocando su caricia.

–Sí –le masajeó la clavícula con los dedos y luego los subió hasta su mejilla–. Yo soy quien estuvo dentro de ti hace unas horas. Quien te llevó al orgasmo más de una vez. Quien te hizo suplicar.

–Puede. Pero también eres quien parloteaba de clausura mientras salía de aquí a toda prisa esta mañana –Isa quería ocultar cuánto la estaban afectando sus palabras y el tono sensual de su voz.

–Yo no parloteo –refutó él.

–Y yo no suplico –replicó ella.

–Anoche sí lo hiciste –puso la otra mano en su cintura e inclinó la cabeza hasta que sus labios estuvieron a escasos centímetros de los de ella.

Los músculos de Isa se aflojaron y se apoyó en él un segundo, que luego fueron dos y tres. Cuando él llevó la mano a su nuca y jugueteó con su pelo, estuvo a punto de rendirse. Su cuerpo reclamaba el insidioso placer que él provocaba con sus dedos, labios y piel.

De repente, afloró el recuerdo de cómo la había echado a la calle años antes y del dolor que le había causado esa misma mañana y decidió no rendirse a su magnetismo sexual. Empujó su pecho con la mano y consiguió escabullirse.

–Estoy bastante segura de que no fui la única que suplicó ayer –le lanzó por encima del hombro, yendo hacia cocina.

–¡Bien dicho! –Marc soltó una carcajada. Eso la desconcertó. Era la primera vez que oía su risa desde que había entrado en el aula.

–¿Por qué estás aquí, Marc? –le preguntó, tras beberse un vaso de agua helada–. Creo que ya nos dijimos cuanto había que decir esta mañana, antes de que te fueras.

–Sé que fui un poco áspero… –hizo una mueca.

–¡No me vengas con esas! No fuiste áspero, fuiste terminante. Te acostaste conmigo a modo de clausura, para poder seguir adelante con tu vida –echó un vistazo al reloj de pared de la cocina–. Prueba otra vez. ¿Qué quieres en realidad?

–A ti –dijo él tras un largo silencio.

–Vuelve a probar –le espetó ella con desdén–. Me has tenido, dos veces. Y ambas han terminado contigo echándome a la calle de una patada.

–Esta mañana no te eché a la calle…

–No, porque esta es mi casa, pero lo hiciste metafóricamente hablando –encogió los hombros para simular indiferencia–. Clausura, venganza, lo que sea, lo entiendo. Pero por qué estás aquí ahora. ¿Qué quieres?

–Necesito tu ayuda.