Capítulo Nueve

 

¿Mi ayuda? –lo miró con incredulidad.

–Sí.

Marc no había pretendido ponerse posesivo, ni agobiarla. Estaba allí porque necesitaba su ayuda profesional, no para acostarse con ella. O al menos, esa era la mentira que se contaba.

–Explícate –Isa sacó un del armario, lo llenó de agua helada y se lo dio.

Marc le contó lo del artículo y cuánto podía dañar a Bijoux si se publicaba. Y también que necesitaban algún experto que certificara que en su stock no había ningún diamante de conflicto.

–Hay otros expertos. Podrías habérselo pedido a una docena de personas, pero has recurrido a mí.

–Sí.

–¿No pretenderás utilizar nuestro pasado en común para influir en el informe?

–Eso no hará falta –dijo Marc, furioso–. Cuando investigues Bijoux comprobarás que solo utilizamos diamantes de fuentes responsables. Te aseguro que no hay ni un diamante de conflicto ni de sangre en nuestras cámaras acorazadas.

–Eso es mucho asegurar. ¿Cómo lo sabes?

–Porque examino todos los diamantes que pasan por Bijoux. Me aseguro de que su procedencia geológica es la que certificamos.

–¿Todos? –preguntó, escéptica–. Debéis de procesar unos diez mil al mes.

–Más. Y sí, miro cada uno de ellos.

–¿Cómo puedes tener tiempo para eso y encima dirigir la empresa?

–Hago tiempo. Sé que debo parecer un obseso del control, pero me da igual. Mi empresa estuvo a punto de hundirse una vez porque me descuidé. Te garantizo que eso no volverá a ocurrir.

Marc vio que ella hacía una mueca. Se recordó que, considerando cuánto necesitaba su ayuda, tenía que dejar de echarle ese asunto en cara. Pero era cierto que su forma de dirigir la empresa tenía mucho que ver con lo ocurrido seis años antes.

Isa lo miró con cierto pesar, y Marc intuyó que iba a decirle que no.

–No puedo hacerlo –dijo, tras un largo silencio.

–Querrás decir que no quieres hacerlo.

–No. Digo que no puedo. Tengo muchas clases este semestre y estoy preparando un proyecto…

–No te quitará mucho tiempo. Un día y medio, dos a lo sumo, para viajar a Canadá. Y un par de días en la sede de Bijoux, comparando la composición mineral de mis diamantes con la de las minas canadienses. Incluso si hicieras un muestreo de números de serie, cargamentos y documentación, no tardarías mucho más que eso.

–Eso en el mejor de los casos, si no encuentro irregularidades.

–No las encontrarás –aseguró él. Lo sabía todo sobre su empresa, y por Bijoux no pasaba ningún diamantes de conflicto. Nic y él trabajaban mucho para asegurarse de ello.

–No puedes garantizarlo –reiteró ella.

–Claro que puedo. Mi empresa está limpia. Mis gemas proceden de Canadá y Australia, y están documentadas desde que salen de la mina hasta que llegan a mí. No hay irregularidades.

–¿No compráis en África ni en Rusia?

–No.

–Pues allí también hay minas que certifican diamantes sin conflicto, de acuerdo con el sistema de garantías del proceso Kimberley.

–Pero eso no me garantiza que no empleen a menores de edad en las minas, y la explotación infantil los convertiría en diamantes de sangre. Además, desconozco a qué destinan los beneficios. La mayoría de las minas que utilizo en Canadá y Australia tienen accionistas que exigen dividendos, o siguen un sistema contable abierto y muy riguroso. Mis diamantes son todo lo limpios que pueden ser, Isa. Créeme.

Ella farfulló algo que sonó a «ya, claro».

Marc se sintió ofendido. Isa no tenía razones para no creerlo. Nunca la había traicionado. Era el primero en reconocer que había actuado como un bruto cuando la echó a la calle, pero él no había intrigado a su espalda ni le había mentido una y otra vez por un desacertado sentido de la lealtad. Ese había sido el modus operandi de ella.

Iba a ironizar al respecto, pero la necesitaba más que ella a él. Así que, en vez de iniciar una batalla que no podía arriesgarse a perder, se mordió la lengua. Se había jurado no volver a darle a una mujer poder sobre él, y allí estaba, dándoselo precisamente a la mujer que había estado a punto de destruirlo.

–Es un encargo de corta duración, pero podría ser muy lucrativo para ti. Estoy dispuesto a duplicar, o triplicar, tu tarifa habitual.

–¿Intentas chantajearme para que certifique que tus diamantes son libres de conflicto? –se sentía como si la hubiera abofeteado.

–¿Chantajearte? –su enfado se convirtió en furia–. Ya te he dicho que no tengo razones para preocuparme. No necesito que mientas sobre mi empresa.

–Entonces, ¿a qué viene el plus? Mi tarifa habitual es tan elevada que la mayoría de las empresas se echan a temblar.

–Eres muy suspicaz.

–Tengo razones para serlo, admítelo.

Marc no estaba de acuerdo, pero se lo calló.

–Bijoux no es la mayoría de las empresas. Y el encargo es urgente. Pretenden publicar ese ridículo reportaje el viernes. Si no lo impido, destrozará mi negocio. ¿Por qué diablos no iba a pagarte el doble si con ello consigo que aceptes? –su voz sonó más que ácida.

–Sabes que no va a funcionar, ¿verdad? –dijo ella, tras observarlo unos segundos en silencio.

–Funcionará. No puedo perder mi empresa.

–No me refiero a la certificación. Hablo de trabajar juntos. Tienes que buscar a otra persona.

–Nadie está disponible con tan poco aviso.

–¿Has hecho alguna llamada?

–No.

–¿Y cómo sabes que no hay nadie disponible? Stephen Vardeux, en Nueva york, y Byron M…

–No quiero a otra persona –interrumpió él–. Te quiero a ti.

–¿Por qué? –dijo, con suspicacia y frustración–. Porque crees que puedes usar el pasado…

–¡Maldita sea! –rugió él–. ¿Qué te he hecho yo para hacerte creer que te usaría de esa manera?

–Oh, no sé. ¿Hacer que me enamorara de ti para luego descartarme como si fuera basura?

–Eso no fue lo que ocurrió –Marc se había quedado helado.

–Ya lo sé –dijo ella, aunque la expresión de su rostro no indicaba lo mismo.

–Tú nunca me quisiste –dijo él. Lo asombró que le temblara la voz–. Me traicionaste.

–No te traicioné. Estaba entre la espada y la pared. Dividida entre dos situaciones insostenibles.

–¿Estar conmigo era una situación insostenible?

–¡No tergiverses mis palabras!

–No lo hago. Deberías pensar antes de hablar.

–¡Dios! –exclamó ella con exasperación, yendo hacia la puerta de entrada–. Ya te he dicho que esto no funcionaría. Tienes que irte.

–No pienso irme a ningún sitio –replicó él agarrando su brazo.

–Pues aquí no vas quedarte.

–¿Quieres apostar algo?

–¡Tienes que irte!

–Me iré cuando vengas conmigo.

–No iré contigo a ningún sitio. ¡Ni ahora, ni nunca! –gritó ella. Respiraba con agitación y tenía las mejillas arreboladas. Algunos mechones de pelo, escapados del recogido que llevaba en lo alto de la cabeza, se agitaban como llamas alrededor de su rostro.

Estaban en medio de una discusión, y Marc nunca la había visto tan bella, tan atrayente, tan deliciosa. Solo podía pensar en apoyarla en la pared más cercana y hacerle el amor hasta que ambos olvidaran todo lo que tenían uno en contra del otro. Hasta que el pasado dejara de importar.

Sin poder evitarlo, la agarró y la atrajo hacia su cuerpo. Ella soltó un gritito y puso las manos en sus hombros, pero Marc no sabía si pretendía agarrarlo o apartarlo. Por el modo en que arqueó el cuerpo hacia él, ella tampoco estaba segura.

Notó la presión de sus pezones en el pecho y deseó meter una mano entre sus muslos, para comprobar si estaba tan excitada como él. Tan húmeda y caliente como la noche anterior.

Loco de lujuria y deseo, bajó la cabeza para atrapar su boca. Ella estuvo a punto de permitirlo, pero acabó dándole de un empujón. Se apartó de él y dio unos pasos hacia atrás.

Él no la detuvo. No la agarró para que volviera a sus brazos, que era donde debía estar. Por más que la deseara, en cuestiones de sexo e intimidad, nunca le impondría su voluntad. Ni aun sabiendo, como sabía, que ella también lo deseaba.

–Vete –su voz sonó grave y rota.

–No puedo. Yo… –estuvo a punto de decir «te necesito», lo que habría sido desastroso. Si a él mismo le costaba admitirlo, no iba a admitirlo ante ella.

–Busca a otra persona que mienta por ti –le espetó–. Yo no lo haré.

Esas palabras sacaron a Marc de la neblina sexual que lo había asaltado al tocarla. Tenía un problema, necesitaba una solución y sabía que la solución era ella. No solo porque fuera una de las mejores en su trabajo, también porque, a pesar de todo, confiaba en que no lo engañaría. Era sorprendente, dado su pasado, pero no por ello menos cierto. Sabía que lo había engañado una vez, callando lo que sabía mientras él intentaba descubrir al autor del robo de diamantes que casi había arruinado su empresa y, por si eso fuera poco, le había suplicado que librara a su padre de la cárcel.

Pero esa había sido una situación muy distinta. Tenía la certeza de que no lo engañaría con la certificación y la esperanza de que no volvería a engañarlo nunca en nada.

–Me lo debes, Isa –le dijo.

–Eso no es justo.

–¿Crees que me importa la justicia ahora mismo? Mi empresa está en juego. Me lo debes –repitió–. Así es como quiero cobrarme tu deuda.

Ella palideció y apretó los labios con fuerza. Negó con la cabeza y dio un paso atrás.

–No puedo irme sin más. Tengo planes…

Marc perdió la paciencia. No consentiría que le diera la espalda porque tenía una cita con otro hombre. Era él quien había pasado la noche con ella y quien estaba allí, casi suplicando que lo ayudara.

–Pues cancélalos –gruñó–. O…

–¿O qué? –lo retó ella, alzando la barbilla.

Marc había estado a punto de sugerir que la llevaría al aeropuerto después de su cita, pero lo sacó de quicio que creyera que iba a amenazarla. Decidió que si eso era lo que esperaba de él, lo haría.

–O acabaré con esa nueva identidad que has asumido. Contaré a la facultad, a la prensa y a cualquiera que quiera escucharlo, quién eres en realidad. ¿Qué te parecería eso?

–No te atreverías.

–Te sorprendería lo que puedo llegar a hacer.

–Entonces te quedarías sin testimonio pericial.

–Ya. Pero, según lo que has dicho, ya me he quedado sin él. ¿Qué tengo que perder?

–Eres un auténtico bastardo, ¿lo sabías? –lo miró con ojos llameantes, pero húmedos.

Saber que había llevado a esa mujer tan fuerte al borde de las lágrimas, hizo que Marc se sintiera, de hecho, como un bastardo.

–Mira, Isa…

–Lo haré –interrumpió ella–. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad?

Él no supo si sentirse aliviado o molesto por su consentimiento. Se sentía culpable, eso sí lo sabía. Una parte de él deseaba decirle que olvidara el asunto, la visita y la amenaza. Pero también sabía que si el LA Times publicaba el artículo, sufrirían un gran descalabro. Bijoux daba trabajo a miles de personas, que podrían quedarse sin empleo. Tenía que hacer lo posible por impedirlo.

–¿Adónde vas? –preguntó, al ver que Isa se alejaba por el pasillo.

–A hacer el equipaje. ¿Te parece bien?

Marc no contestó. El tono de su voz y su expresión habían dejado claro que sería como adentrarse en un campo de minas. Se conformó con decir «Muchas gracias».

–Oh, no me lo agradezcas aún. Crees que llevas las de ganar, pero si uno solo de tus diamantes no tiene la composición correcta, te crucificaré ante la prensa. Y al diablo con las consecuencias.

Él no pudo evitar sonreír, a pesar de la amenaza. Su fogosidad había vuelto y se alegraba. A pesar del pasado y de sus diferencias, nunca había querido hacer llorar a Isa.