–¿A qué mina iremos primero? –preguntó Isa. El piloto del jet privado de Bijoux acababa de anunciar que aterrizarían en Kugluktuk veinte minutos después. Eran las primeras palabras que le dirigía a Marc desde que habían subido al avión, siete horas antes.
–Hoy iremos a Ekaori, mañana te llevaré a Lago Viña y a Río Nieve.
Ella asintió, era lo que había esperado. Ekaori extraía diamantes para varias empresas fabricantes de joyas, al igual que Lago Viña. Pero Río Nieve era propiedad de Bijoux y no trabajaba con otras empresas. Si encontraba algo sospechoso, suponía que sería allí. Era más fácil poner en marcha una estafa, o un robo, cuando se tenía el control de la producción en bruto.
Mientras descendían, entraron en una zona de turbulencias. Siempre que Isa había volado a Kugluktuk para visitar minas ocurría lo mismo. Estaban a unos ciento cincuenta kilómetros del Círculo Polar Ártico, y el tiempo allí era impredecible, incluso en verano.
Notó que Marc estaba esforzándose para ignorar las turbulencias. Una mano seguía sobre la pantalla táctil de su ordenador portátil, pero la otra aferraba el brazo del asiento como si eso fuera lo único que podía mantener el avión en el aire.
Era tan controlador que poner su destino en manos de otra persona tenía que irritarlo mucho.
Instintivamente, se inclinó hacia delante, puso una mano sobre la suya y apretó suavemente.
Marc estaba sentado frente a ella, así que cuando alzó la vista sus ojos se encontraron. Isa notó que se relajaba un poco.
–Pronto aterrizaremos –dijo él con voz más grave de lo normal, como si quisiera tranquilizarla.
–No estoy preocupada –mintió ella. Lo estaba y mucho, pero no por la turbulencia y el aterrizaje, sino por estar allí con Marc. Por lo bien que se sentía al tocarlo. Porque, a pesar de todo, una parte de ella seguía queriéndolo y siempre lo querría.
Se le encogió el estómago al pensarlo. Solo se le ocurría una estupidez mayor que haber dejado que Marc Durand se metiera en su cama la noche anterior: dejar que volviera a hacerlo. Él no confiaba en ella, no la quería y era capaz de recurrir al chantaje si la situación lo requería. No entendía por qué demonios su cuerpo seguía reaccionando a él, ni por qué quería tranquilizarlo cuando él nunca había hecho lo mismo por ella. Sintiéndose como una idiota, empezó a echarse hacia atrás.
–Por favor –Marc puso la mano que tenía libre sobre la de ella, atrapándola–. No.
Sus ojos volvieron a encontrarse. Isa ya no vio nerviosismo en ellos, pero sí algo que la dejó sin aliento y le puso los nervios a flor de piel: pasión. Eso tendría que haber bastado para que se alejara de él y lo mantuviera a distancia.
Su ruptura, tras de suplicarle que no demandara a su padre enfermo –aun sabiendo que eso le haría perder gran parte de lo que tanto se había esforzado por lograr–, casi la había matado. Lo peor no había sido que la echara a la calle una lluviosa y gélida noche de invierno, sino saber que había herido a Marc de forma irremediable.
Por culpa de sus padres, que siempre habían se habían preocupado más por el dinero y el estatus que por sus propios hijos, Marc confiaba en muy pocas personas. Pero había confiado y creído en ella que, al final, había rasgado en jirones esa confianza defendiendo a su padre, un ladrón de joyas, en vez de a él.
No se sentía orgullosa de ello, pero ¿qué otra cosa podría haber hecho? Su padre, viejo y enfermo, se estaba muriendo. No podía permitir que acabara su vida en prisión. Él le había enseñado el mundo y que lo importante eran las aventuras y la gente, no el dinero. La había enseñado a robar, sí, pero lo adoraba. Que hubiera rechazado esa vida tras conocer a Marc, no implicaba que pudiera rechazar a su padre.
Así que se había puesto en contra de Marc, o al menos eso pensaba él. Le había suplicado que lo entendiera, que la amara como ella a él, sin conseguirlo. Él solo veía su traición.
El avión empezó a descender. La primera vez que había volado a Kugluktuk, también a mediados de julio, la había sorprendido el exuberante verdor del paisaje. Había creído, equivocadamente, que la nieve y el hielo nunca se derretían tan al norte, pero la tierra no volvería a cubrirse de blanco hasta septiembre, con el primer gran descenso de las temperaturas.
Unos minutos después bajaron del avión. La temperatura ambiente era de unos diez grados, pero hacía mucho viento. Estremeciéndose, se arrebujó en la chaqueta, echando de menos la bufanda que había olvidado sobre la cama. No habría cometido ese error si no hubiera estado tan enfadada con Marc mientras hacia el equipaje.
–Toma la mía –Marc le puso una bufanda negra de cachemir.
–Déjalo. Estoy…
–Estás helada. Y como soy la razón de que estés aquí, lo menos que puedo hacer es abrigarte –puso una mano en su espalda y la guio hacia el helicóptero, que esperaba a unos metros de allí.
Ella sabía que debería apartarse. Seguía furiosa con él por haberla chantajeado y por cómo se había ido de su casa después de hacerle el amor toda la noche. Tendría que estar corriendo en dirección opuesta, no aceptando su bufanda y derritiéndose cuando la tocaba. Aceleró el paso para dejar atrás esa mano que quemaba su espalda.
El viaje en helicóptero fue muy corto. Llegaron a Ekaori desde el norte. Siempre la impresionaba ver la mina desde el aire, porque parecía una piscina tallada en el granito. El cráter se debía a muchos años de minería de superficie que agotaron los diamantes, haciendo necesario profundizar.
Aterrizaron en el helipuerto que había junto al edificio principal. Marc bajó primero y le ofreció la mano para ayudarla. Isa intentó convencerse de que la aceptaba solo por educación, no porqué quisiera sentir el tacto de su piel.
El director de la mina los esperaba con una gran sonrisa en el rostro. Isa había visitado esa mina al menos cinco veces, pero Kevin Hartford nunca había salido a recibirla; ni siquiera lo había visto de cerca.
Obviamente, Marc ya le había explicado lo que necesitaba, porque Kevin, tras unos minutos de charla cortés, llevó a Isa al laboratorio. Allí era donde los técnicos grababan a láser un número de serie y un símbolo, un cachorro de oso polar, en cada piedra apta para joyería. Era el primer paso de una larga serie, que permitía a inspectores y compradores seguir la pista de un diamante desde la mina hasta la tienda en la que se vendía.
Kevin le dio un archivador con un listado impreso de los números de serie que habían adjudicado a los diamantes entregados a Bijoux en los últimos tres años. Eran muchísimos.
Después, fueron a la planta de cribado donde miles de kilos de roca eran analizados, primero por máquinas y luego por personas, en busca de depósitos de kimberlita, la sustancia que creaba la mayoría de los diamantes. Tras separar la kimberlita, se realizaba un segundo cribado para encontrar los diamantes propiamente dichos.
Isa tomó muestras de roca y de kimberlita para determinar su contenido mineral cuando regresara al GIA. El proceso le parecía innecesario, ya había examinado los minerales de esa mina y de todas las de la zona muchas veces, pero como el negocio de Marc dependía de que siguiera las reglas a rajatabla, lo haría.
Aunque nunca lo habría admitido ante él, sobre todo después de que la hubiera chantajeado, sí se sentía en deuda con él por haber librado a su padre de la cárcel y por las consecuencias que eso había tenido para Bijoux. Lo menos que podía hacer era asegurarse de que su informe fuera intachable.
Cuando acabaron de visitar las instalaciones era demasiado tarde para bajar a la mina. No le importó, porque ya había estado allí. Además, el proceso de documentación e identificación se iniciaba cuando separaban las gemas de la roca y las clasificaban para uso industrial o de joyería, dependiendo de su calidad.
–Sé que no querías hacerlo, pero te agradezco que hayas venido –le dijo Marc, ya de vuelta en el helicóptero, camino de Kugluktuk–. Supe que eras la persona adecuada desde el primer momento, pero tras observarte hoy, no hay duda posible. Estoy muy agradecido por tu ayuda.
Parecía tan sincero que, aunque seguía dudando de sus motivos, Isa no pudo sino ablandarse.
–Solo hago mi trabajo, Marc.
–Lo sé. Pero teniendo en cuenta cómo te obligué a aceptar, a mucha gente le parecería justificable que aprovecharas la oportunidad para vengarte. Podrías destruirme si quisieras hacerlo, y me lo tendría bien merecido.
–¡Nunca haría eso! –la horrorizó que él lo pensara–. No miento, y menos en estos casos…
–Lo sé –repitió él. Esa vez fue él quien puso la mano sobre la suya–. Lo que estoy intentando, por lo visto muy mal, es pedirte disculpas.
Ella lo miró atónita. Ese Marc, humilde, abierto y generoso, era el Marc del que se había enamorado años atrás. El Marc que la había abrazado y reído con ella, el que la había incluido en sus planes de futuro. Aunque se había prometido no bajar la guardia, su resolución y sus defensas empezaron a tambalearse.
Por esa razón, en cuanto el helicóptero aterrizó en el aparcamiento del hotel, recogió sus cosas y bajó. Mientras Marc quedaba con el piloto para el día siguiente, ella fue a recepción a registrarse. Para cuando él llegó, ya tenía las llaves de las habitaciones.
–Te veré por la mañana –le dijo, simulando un entusiasmo que estaba lejos de sentir.
Marc arqueó una ceja y ella se quedó sin aire. Siempre estaba guapísimo, pero esa maldita ceja, medio interrogante, medio irónica, le había acelerado el corazón desde el día que lo conoció. Por desgracia, seguía teniendo el mismo efecto.
–Había pensado invitarte a cenar –dijo él–. El restaurante del hotel es bastante bueno, y el pollo frito del Coppermine Café, al otro lado de la calle, es excelente.
–La verdad es que estoy cansada. No dormí mucho –calló al ver la sonrisa de Marc. Él sabía muy bien cuánto había dormido, dado que se había pasado la noche despertándola para hacerle el amor.
–Será una cena rápida. Podemos subir el equipaje y luego…
–¡No! –Isa no era ninguna estúpida. Era consciente de sus debilidades y sabía que si Marc seguía sonriendo y tocándola, acabaría en la cama con él. No podía volver a cometer ese error si quería salvaguardar su corazón y su vida.
Seis años antes había amado a Marc con desesperación. Dividida entre él y su padre, había hecho la única elección posible, pero no porque hubiera dejado de quererlo.
Entendía lo que había sido para él la noche anterior: una especie de exorcismo para poder olvidarla. Tenía que tener eso muy presente. Pagaría su deuda y se alejaría de él con la conciencia tranquila y el corazón entero.
Al menos, ese era su plan. Un plan que se iría al garete si aceptaba una cena, seguida de una copa de vino en su habitación y otra noche de sexo inigualable. Marc solo la había invitado a cenar, pero lo conocía bien y sabía cómo funcionaba su mente. Si no huía de inmediato, acabaría en la cama debajo de él antes de que la noche llegara a su fin.
–Creo que pediré un tentempié al servicio de habitaciones y me acostaré –dijo–. Estoy rendida.
Marc parecía descontento con su respuesta, pero no podía llevarla a cenar a rastras.
–Bueno. Tendré que conformarme con invitarte a desayunar –se inclinó hacia delante para pulsar el botón del ascensor y, aunque había sitio de sobra, se aseguró de rozar su costado con la mano.
Isa tuvo que tragarse un gemido. Se dijo que había sentido una llamarada porque él tenía la piel más caliente, no porque el roce la hubiera excitado. No lo creía, pero bastaría con simularlo.
«Simularlo hasta lograrlo».
Ese había sido su lema mientras crecía. No se le daba bien mentir, pero era una excelente actriz. Siendo hija, y cómplice, del ladrón de joyas más famoso del mundo, tenía que serlo a la fuerza.
«Simularlo hasta lograrlo».
Había seguido el mismo lema cuando Marc la echó de su lado. Pasó meses sin fuerzas ni ánimos para levantarse, pero se obligaba a hacerlo. Su padre estaba muriéndose y la necesitaba. Así que forzaba una sonrisa y simulaba que todo iba bien, aunque por dentro estaba rota en mil pedazos.
Se había recompuesto con el tiempo y no iba a rendirse a una sonrisa y una ceja, por sensuales que fueran. Marc la había roto una vez; se habían roto el uno al otro. No pasaría por eso de nuevo.