–Aterrizaremos dentro de media hora, Marc –la voz del piloto resonó en el altavoz de la alcoba.
Isa se removió, sin llegar a despertarse. Marc se apoyó en el codo y la contempló durante largos minutos, hechizado por su belleza.
El conjunto de piel clara, ojos oscuros, cabello vibrante y cuerpo voluptuoso siempre era una delicia para los ojos. Pero así, dormida, le parecía aún más bella. Quizá porque era la primera vez que la veía totalmente relajada desde que había entrado en su aula, hacía unos días. La única vez que veía a la Isa real que escondía Isabella, la mujer de trenza apretada, semblante serio y admirable historial académico.
Adoraba la vulnerabilidad de su boca, el rubor de sus mejillas, normalmente pálidas, y la forma en que curvaba la mano sobre su bíceps, incluso dormida, como si quisiera sujetarlo. Él apenas había dormido por la misma razón. Temía despertarse y descubrir que la pasión y ternura que habían compartido no fuera más que un sueño. O que, si la soltaba un segundo, se desgranaría entre sus dedos como arena.
Sabía que no quería volver a perderla. Pero no sabía qué quería de ella, ni qué sentía en realidad, aparte de un deseo insaciable que lo desgarraba por dentro. No estaba listo para dejarla marchar.
Teniendo en cuenta lo ocurrido entre ellos, eso probablemente lo convertía en un estúpido. Pero allí tumbado, mirándola, el pasado no parecía importar tanto como antes. Nada importaba excepto Isa y cómo le hacía sentirse.
–Quince minutos para el aterrizaje, Marc. Tenéis que ir a sentaros, si no lo habéis hecho aún.
–Estaremos listos en cinco, Justin –contestó Marc, tras pulsar el botón del intercomunicador.
Sacudió a Isa con suavidad, hasta que los ojos marrón chocolate lo miraron, confusos.
–Lo siento, cielo, es hora de vestirnos. Vamos a aterrizar y tenemos que sentarnos.
Ella parpadeó y se frotó los ojos. Después, movió la cabeza para apartarse el pelo de la cara, al tiempo que se incorporaba lentamente. La sábana cayó hasta sus caderas y él se quedó paralizado.
Parecía una diosa. Una visión. El mejor sueño erótico del mundo.
Ojos adormilados, labios hinchados y mejillas arreboladas. Era la viva imagen de todas sus fantasías. El pelo alborotado le caía en cascada por los pechos, pero él recordaba bien la curva de sus pezones, rosados como fresas. Deseó volver a saborearlos y escuchar sus gemidos entrecortados.
–¿Cuánto falta para aterrizar? –preguntó ella.
El sonido de su voz, sedosa y ronca, le recordó cómo se había sentido dentro de su boca, rodeado por sus labios. Se inclinó hacia ella.
–Oh, no –Isa se bajó de la cama–. Por la hora que es, dudo que tengamos tiempo para otra ronda.
Tenía razón, no lo tenían. Pero a la erección de Marc eso parecía importarle muy poco. Tuvo que conformarse con verla vestirse.
Había algo increíblemente sexy en ver a una mujer satisfecha ponerse los vaqueros y meterse el suéter por la cabeza. Le encantó la palidez de su piel, que mostraba claramente las marcas que había dejado en sus pechos y muslos con sus besos y el roce de su mentón. Le encantó que se notara que llevaba horas haciéndola suya.
Esa idea lo sobresaltó y empezó a vestirse rápidamente, con brusquedad. Una cosa era desear a Isa y disfrutar haciéndole el amor, pero pensar que le pertenecía era peligroso. Muy peligroso, considerando cuánto le gustaba la idea.
Terminaron de vestirse en silencio. Marc no sabía qué decir. No podía decirle que la amaba, pero tampoco quería limitarse a agradecerle el buen rato que habían pasado. Así que dejó que sus acciones hablaran por él; puso las manos en su cintura, la atrajo y besó su cuello.
Justo entonces, la voz de Justin les recordó que tenían que volver a sus asientos.
Cuando, ya sentados, Isa agarró su mano, no fue debido a las turbulencias. Marc pensó que, por el momento, podía conformarse con eso.
Una hora después, Marc dejó a Isa en su casa. Ella lo despidió con la mano desde el porche, con un nudo en la garganta.
Isa, mientras cerraba la puerta se preguntó qué había hecho y en qué había estado pensando. En esas últimas horas había cometido un posible suicido emocional y una estupidez, pero tenía que reconocer que no había pensado en absoluto. De hecho, temía haber olvidado su cerebro en algún lugar remoto, en el norte de Canadá.
No había otra excusa. Había salido de su casa hacía poco más de veinticuatro horas, convencida de que no permitiría que Marc volviera a tocarla. Y allí estaba, recién llegada, con la poca mente que le quedaba centrada en Marc y el cuerpo agradablemente dolorido y saciado.
Cerró los ojos ante un bombardeo de imágenes de Marc: encima y debajo de ella, de rodillas a sus pies, con las manos en sus caderas y en sus pechos. Paseando la boca por su vientre y por su sexo. Besándola, penetrándola, amándola…
«¡No!», clamó para sí. Por mucha química que existiera entre ellos, por mucho que cortejara el desastre entregándose a él, no podía llamar amor a lo que compartían, ni por parte de él ni por la suya. Aún no sabía qué llamarlo, pero no era amor.
El amor era demasiado doloroso. Lo había amado seis años antes y había acabado rota en mil pedazos. Esta vez sería más inteligente, no permitiría que la afectara tanto. No pondría el corazón y el alma en sus manos.
Una vocecita interior le susurró que ya era demasiado tarde para evitarlo, pero se negó a escucharla. Seguía sintiendo a Marc en su interior y estaba demasiado agotada y vulnerable para saber qué era verdad y qué mentira.
Isa llevó la bolsa de viaje al dormitorio, la dejó en el suelo y se lanzó de bruces sobre la cama.
Le costaba respirar con el rostro hundido en las almohadas, pero no tenía fuerzas para girar la cabeza. Eran las cinco y media de la mañana y tenía que dar una clase a las ocho, la primera de dos que le encantaban, pero que ese día iban a ser una tortura. Tenía que estar vestida y duchada a las siete y apenas había dormido en tres días.
Eso también podía achacárselo a Marc. No solo era responsable de las agujetas en músculos que llevaba tiempo sin utilizar y de los moretones que tenía por todas partes, también lo era de que hubiera pasado casi toda la noche del sábado en vela, mirando al techo. Y el viernes y el domingo había tenido que conformarse con una siesta de cuarenta y cinco minutos, después de que él le hiciera el amor durante horas.
Oyó el zumbido del móvil, que tenía en el bolsillo y, en contra de su buen juicio, lo sacó y leyó el mensaje que acababa de entrar. Era de él, claro, ¿quién si no iba a enviarle un mensaje a las cinco y media de la mañana de un lunes?
«Gracias otra vez por hacer el viaje a Canadá».
Eso era todo. Le daba las gracias y nada más. Miró la pantalla, esperando otro mensaje. Marc no podía haber pasado gran parte de un viaje de seis horas haciéndole el amor y enviarle un mensaje tan ridículo. No tenía sentido.
Esperó un minuto con el estómago encogido, repitiéndose una y otra vez que le daba igual.
Al fin y al cabo, ella no habría sabido qué escribir, ni cómo referirse a lo sucedido entre ellos. No habían establecido ningún parámetro y llevaban seis años sin verse.
Acababa de dejar el móvil a un lado, sobre la cama, cuando zumbó tres veces seguidas.
Te veré a mediodía en Bijoux. Porque ¿vas a seguir ayudándome, no?
Lo he pasado muy bien. Espero que tú también.
«¿Lo he pasado muy bien?». Isa se preguntó qué diablos significaba eso. La gente lo pasaba bien en el parque o yendo al cine con un amigo, no entregándose a horas de sexo fabuloso y demoledor. No sabía cómo lo habría definido ella, pero desde luego no como pasarlo bien.
Si Marc quería más de ese sexo fabuloso y demoledor en un futuro cercano –y eso parecía a juzgar por su beso de despedida–, más le valía definirlo de otra manera.
Se planteó enviarle un mensaje inocuo, insípido e hiriente como los que acaba de recibir. Escribirle que ella también se lo había pasado bastante bien. O que había disfrutado los siete orgasmos que había tenido. O que le gustaría encontrárselo algún día en el GIA. Eso dejaría muy clara su opinión.
No hizo nada de eso porque, en realidad, no le gustaban ese tipo de juegos. Por eso Marc y ella se habían llevado tan bien como pareja. A él tampoco le gustaba el artificio y siempre era claro y directo. O lo había sido hasta enviarle ese mensaje de texto en el que deseaba que lo hubiera pasado bien.
Isa comprendió que ya no iba a poder dormir, su cerebro iba a mil revoluciones por minuto, intentando calibrar la enormidad del error de acostarse con Marc, no ya una, sino dos noches.
Así que, en vez de contestar a sus mensajes, dormir o relajarse un poco se obligó a ponerse en pie y fue a darse una ducha.
Después de secarse el pelo y maquillarse levemente, se acomodó en la cocina con una taza de café y el ordenador portátil. Buscó toda la información que tenía sobre diamantes originarios de Canadá, incluyendo la composición de las impurezas de cada mina, y se puso a trabajar.
Aparte del número de serie y el símbolo de la mina, las impurezas o inclusiones eran la mejor manera de determinar la procedencia de un diamante. Las impurezas de los diamantes africanos, por ejemplo, se componían de sulfuros, mientras que las de los diamantes rusos tenían un alto grado de nitrógeno. Por desgracia o por fortuna, según para quién, los diamantes canadienses tenían pocas inclusiones y eran de una calidad excepcional. Con solo un tres por ciento de la producción diamantífera mundial, Canadá obtenía el once por ciento de los ingresos por ventas.
Eso beneficiaba a Bijoux y a todas las empresas propietarias de minas, pero suponía un engorro para los gemólogos que tenían que certificar que un diamante procedía de ellas. Podía hacerse, sí, pero no bastaba con el proceso de identificación habitual.
Isa tenía que empezar comprobando que los números de serie de los diamantes de la cámara acorazada de Bijoux se correspondían exactamente con los de las minas canadienses, que tenía impresos y también grabados en una memoria USB. Insertó el dispositivo en el ordenador y descargó la información a un programa de su disco duro, que le permitiría emparejarlos con los números de los diamantes de Bijoux.
Después, reunió los datos de las extracciones, en qué nivel se habían realizado y cuándo, así como la fecha en que cada nivel se había declarado extinto. Mientras hacía eso, comprobó que tenía la composición mineral exacta del sedimento de cada uno de los niveles. En la mayoría de los casos, la composición era idéntica o muy similar, pero de vez en cuando uno de los niveles inferiores presentaba diferencias importantes. Al día siguiente, en el laboratorio, compararía las muestras de sedimento que había recogido con la documentación previa, y después con la composición de los diamantes de Bijoux, para garantizar que provenían de esas minas.
Eran dos pasos importantes del proceso, pero ninguno de ellos le daría la respuesta definitiva que Marc y ella buscaban. La certificación de procedencia de un diamante era trabajosa, debido a la gran similitud de su composición mineral en todas las zonas de extracción, y a las transacciones ilegales en las que incurrían muchos vendedores.
Así que tendría que recurrir a un último dato. Uno que no se podía falsificar ni borrar, y que los traficantes de diamantes de conflicto no solían tener en cuenta: los átomos de hidrógeno, isótopos, de la superficie del diamante. Eran átomos que el agua de lluvia había depositado sobre el sedimento y las rocas antes de su extracción. Esos átomos se adherían a la superficie de los diamantes y era casi imposible eliminarlos.
La estructura química de los isótopos era una prueba irrefutable de la procedencia de las piedras. El agua de lluvia tenía una composición distinta en cada zona del planeta y, por tanto, los isótopos que se depositaban en las piedras eran distintos.
Años de investigación de gemólogos expertos en diamantes habían permitido conformar un mapa bastante preciso de esos isótopos. Tenía archivada la composición exacta del agua de lluvia de las principales zonas de extracción de diamantes, incluidas las de los territorios del noroeste de Canadá que acababa de visitar. Así que, aunque iba a examinar la documentación, los números de serie y las impurezas de los diamantes, serían los isótopos los que exonerarían o condenarían a Marc.
Tenía la esperanza de que no fuera lo último.
No porque estuviera acostándose con él o por su pasado en común, sino por Bijoux. La industria del diamante estaba monopolizada por empresas que no tenían problema en comerciar con sangre, terrorismo y explotación infantil, pero Bijoux siempre había tenido las manos limpias, al menos desde que la dirigían Marc y Nic. Desde el principio, se habían diferenciado de otros comerciantes de gemas por que procuraban hacer el menor mal, y el mayor bien, posible.
Gracias a su fuerte conciencia medioambiental y social habían conseguido que las minas de Bijoux fueran las más seguras del mundo, tanto ecológicamente como para sus trabajadores. Isa llevaba años poniendo a Bijoux como ejemplo de integridad en sus clases y seminarios.
Descubrir que los hermanos Durand habían renunciado a los principios de los que hacían gala, solo para llenarse aún más los bolsillos, supondría un gran revés para su ya menguada fe en el idealismo.
Con eso en mente, Isa dedicó la siguiente hora y media a examinar los datos relativos a las minas de diamantes con las que Bijoux hacía negocios.
Estudió isótopos de hidrógeno hasta ponerse bizca. Memorizó la composición mineral del sedimento de los distintos niveles de las minas a las que Bijoux había comprado diamantes en bruto en los últimos dieciocho meses.
Mientras lo hacía, rezó para que todo cuadrara perfectamente con lo que encontrase en la cámara acorazada de Bijoux.
Porque si no era así… No solo supondría la ruina de Bijoux, también le rompería el corazón a Marc. Y si sucedía eso, se temía muy mucho que el de ella también se rompería.