Marc se estaba portando de forma muy extraña. Sin llegar a parecer loco de atar, estaba rarísimo. Isa lo miró por el rabillo del ojo mientras devolvía el último diamante de ese lote al cajón forrado con terciopelo azul.
No la miraba ni le prestaba la más mínima atención. Entendía que, siendo el director ejecutivo de Bijoux, tuviera mucho trabajo que hacer, pero la irritaba que actuara como si ella no fuera lo bastante importante para dedicarle un segundo. Como si no hubiera ocurrido nada entre ellos ese fin de semana.
Dada su falta de reacción cuando había recalcado la palabra «bien», suponía que Marc prefería olvidar que habían hecho el amor, o mejor dicho, que habían tenido relaciones sexuales.
Tragándose un suspiro, agarró el cajón y fue a introducirlo en el hueco que había ocupado en una pared compuesta de hileras y columnas de cajones similares.
La cámara de Bijoux, como la mayoría, organizaba los diamantes por peso, color y pureza. Isa sacó el segundo cajón de la columna que tenía a la derecha, que contenía piedras de poco peso y calidad inferior, y lo llevó a la mesa donde estaba trabajando.
Marc seguía concentrado en su teléfono, deslizando el dedo por la pantalla como si le fuera la vida en ello. Isa volvió a sentirse molesta. Aunque no necesitaba mucha atención, una sonrisa o alguna frase suelta no habría estado de más. Al fin y al cabo, habían pasado juntos todo el fin de semana, trabajando y en la cama.
Dejó el cajón en la mesa con brusquedad, y el ruido del golpe resonó por la sala. Por primera vez desde que se había sentado, Marc alzó la vista.
–¿Va todo bien? –preguntó, con el ceño fruncido.
–Sí. Bastante bien –volvió a recalcar la palabra, aun sabiendo que era una chiquillada. Su irritación iba en aumento. Si Marc solo había querido dos noches de sexo, podría haberlo dicho. Si no había tenido problema en hacerlo el sábado, en cuanto se levantó, también podía haber dicho algo esa mañana cuando la llevó a casa. Por ejemplo: «Lo he pasado bien, pero como estás trabajando para Bijoux, creo que nuestra relación debería ser estrictamente profesional».
Seguramente se habría enfadado y pensado que era un imbécil. Como llevaba casi una hora pensando que lo era, Marc no había ganado nada con sus juegos, fueran los que fueran.
Sin decir más, abrió el cajón y sacó una selección de diamantes de cuarto de quilate con inclusiones leves. Igual que los del cajón que acababa de examinar, eran de los más baratos de la cámara. El valor del cajón entero era de cientos de miles de dólares pero, individualmente, las piedras valían alrededor cien.
–¿Puedo hacerte una pregunta? –Marc la estaba mirando atentamente.
–Claro. Eso estaría bien –contestó ella. Al ver que él estrechaba los ojos, supo que había llevado el juego del «bien» al límite. Bastaría una vez más para hacerlo explotar; así podría dejar de pincharlo como si fuera una niña enrabietada.
–¿Por qué compruebas los diamantes más pequeños? ¿No tendrías que centrarte en los de mayor peso? Si alguien de Bijoux está manipulando números de serie y países de origen, ganará más dinero haciendo pasar por libre de conflicto un diamante grande que uno pequeño.
–La experiencia demuestra que es justo al contrario. Los diamantes grandes llaman más la atención y es difícil mantener la estafa mucho tiempo. Es más habitual comprobar las piedras de más de un quilate, sobre todo si su grado de pureza es VVS1 o VVS2, con inclusiones no apreciables a simple vista. A todo el mundo le gusta examinar esos diamantes.
»En cambio, ni joyeros, ni expertos, ni compradores se fijan mucho en estos, que son menos glamurosos y relativamente baratos. Al fin y al cabo, ¿quién iba a molestarse en falsificar la documentación de una gema de cien dólares que para conseguir un par de dólares de beneficio?
–Alguien que comercie con miles de ellas –sugirió él.
–Exacto. Probablemente, con cientos de miles. Entonces el beneficio sí que merece la pena.
–Sí, supongo. Si a uno no le importa vender su alma por dinero –parecía tan asqueado que ella no pudo evitar echarse a reír.
–Creo que has olvidado los puntos básicos de Codicia Humana 101. Que, por cierto, son el fundamento del mercado de diamantes.
–Más quisiera –esbozó la primera sonrisa auténtica de la tarde–. Entonces, por eso te estás centrando en los diamantes de menor peso. Porque es más fácil incluir los falsos entre ellos.
–Claro –lo miró con curiosidad–. ¿Por qué si no iba a dedicarles mi tiempo cuando en el lado derecho de la cámara hay diamantes mucho más bellos e interesantes? Esos también los miraré, claro. Pero no será hasta que acabe con estos.
–No hay prisa –encogió los hombros y sonrió–. Quiero que los dos quedemos completamente satisfechos respecto al origen de mis diamantes.
Ella asintió, titubeante, y él le ofreció otra sonrisa esplendorosa. Isa se sentía como Alicia mientras caía por la madriguera del conejo blanco: no entendía nada. De repente, Marc hacía de todo menos ignorarla. Alzaba la cabeza con frecuencia y le sonreía. Incluso se había ofrecido a ir a rellenar la botella de agua que había en una esquina de la mesa. Parecía un hombre distinto al que había estado allí la hora anterior. La intrigaba la esquizofrenia de su comportamiento, sobre todo porque se había hecho a la idea de que antes había estado intentando dejar claro que no quería ninguna relación con ella.
Seguía sin entender qué estaba ocurriendo, pero no dijo nada al respecto. Él tampoco volvió a hablar hasta largo rato después.
Isa estaba a punto de terminar con un cajón de diamantes de medio quilate. Su intención era revisar un cajón más antes de dejarlo por ese día. Estaba devolviendo la última piedra de pureza VVS1 al cajón, cuando sintió la mano de Marc sobre la suya. Ni siquiera se había dado cuenta de que él había guardado el teléfono y estaba de pie a su lado.
–Llevaré el cajón a su sitio mientras recoges tus cosas –dijo él. Isa miró su reloj y le sorprendió comprobar que eran más de las nueve de la noche.
–Pensaba revisar un cajón más antes de irme. No me llevará mucho tiempo.
–Puede que no, pero pareces agotada –dijo él–. Ya seguirás mañana.
Ella iba a protestar, pero se dio cuenta de que no era la única que parecía agotada. Marc también tenía aspecto de estar sufriendo los efectos de casi tres noches sin dormir.
–De acuerdo –accedió.
Cerró el portátil y recogió sus cosas, y un par de minutos después, salieron juntos. Marc selló la cámara y activó los sensores de movimiento.
–¿Qué comida para llevar prefieres? –preguntó Marc cuando salieron al aparcamiento.
–¿Para llevar? –repitió ella. Su cerebro tardó un minuto en procesar a qué se refería.
–¿Comida? –dijo él, divertido–. Había pensado comprar algo para cenar de camino a tu casa.
–¿Mi casa?
–A no ser que prefieras que no cenemos juntos –dijo Marc. Su sonrisa se apagó al ver cuánto la sorprendía su sugerencia.
–No, no. Me parece bien –lo dijo sin pensar y sin mala intención. Pero esa vez, maldito fuera, él sí se dio por aludido.
–¿Se puede saber a qué viene lo de decir «bien» cada dos por tres? –preguntó, irritado.
Ella, roja como la grana, agachó la cabeza mientras buscaba la manera de ignorar la pregunta o de contestarla sin quedar como una idiota.
Marc puso los dedos bajo su barbilla y alzó su rostro. La miró fijamente, en silencio. Era un truco que siempre le había hecho ganar la partida. Cuando le hacía una pregunta incómoda, esperaba su respuesta con paciencia, sin presionarla.
–Es solo que… –sacudió la cabeza–. ¿Hay alguna posibilidad de no hablar de eso ahora?
–Ni la más mínima –dijo él.
–Ya, eso me temía –suspiró, cambió el peso de una pierna a la otra y metió la mano en el bolsillo. Como no se le ocurría nada, optó por la verdad–. Es por decir que anoche te lo pasaste bien.
–¿Cuándo lo dije? –la miró atónito.
–En el mensaje de texto de esta mañana. Escribiste «lo he pasado muy bien».
–¿Y qué tiene eso de malo?
–Pues no sé, Marc –pasó de sentirse avergonzada a enfadarse–. ¿Por qué no hacemos una prueba? Llévame a casa, hazme el amor y luego, cuando salgas por la puerta, te diré que lo he pasado muy bien.
Él se quedó callado, mirándola como si estuviera loca. Isa pensó que tal vez lo estaba, no lo sabía. Solo sabía que no quería que apartara la mano de su cara y dejara de tocarla. Nunca. Lo que suponía un problema enorme, dado que se había prometido no enamorarse de él otra vez.
–¿Lo dices en serio, cariño? –dejó caer la mano y ella emitió un ruidito de protesta. Él la rodeó con los brazos y la apretó contra sí–. ¿Eso es lo que llevas queriendo reprocharme todo el día? Estaba agotado y medio dormido, ¿no crees que podrías darme un respiro?
Isa pensó que igual había hecho una montaña de un grano de arena, pero necesitaba asegurarse.
–¿No era tu manera de darme largas? ¿De distanciarte de mí?
–¿Qué? –bajó la cabeza y besó su frente, sus mejillas y su boca–. ¿Sigues sintiendo que quiero distanciarme?
–No –negó con la cabeza. Se sentía muy bien.
–Bueno, ahora que eso está aclarado, dime qué te apetece para cenar, y pararé a comprarlo de camino a tu casa. Si soy bienvenido, claro –lo dijo sonriente y con mirada traviesa, pero Isa captó un atisbo de inseguridad en sus ojos. Como si a él también lo asustara el curso de la relación y tuviera tanto que perder como ella.
Esa posibilidad la impactó tanto que escrutó su rostro en busca de pistas que reflejaran lo que estaba sintiendo ella. Las encontró en las arrugas de sus ojos, en la suavidad de su sonrisa, en la mano que temblaba sobre su brazo.
Saber que no estaba sola hizo que se sintiera mejor. Había amado a Marc Durand con todo su corazón. Le había dolido tanto perderlo que se había jurado no repetir ese error, pero allí estaba, enamorándose otra vez. No era ideal, pero cuando la miraba así, con dulzura e interés, tampoco era tan terrible. De hecho, era muy agradable.
–Me apetece la comida griega que venden a dos manzanas de mi casa. Es poco más que un agujero en la pared, pero la comida es excelente.
–Envíame la dirección en un mensaje de texto y lo encontraré –besó sus labios una vez más y le abrió la puerta del coche–. Conduce con cuidado.
–El mismo viejo Marc de siempre –rio ella.
–Eh, el viejo Marc te gustaba bastante.
Isa no podía negarlo. Así había sido, hasta que la puso de patitas en la calle. El recuerdo de aquella noche asaltó su mente, pero lo rechazó.
No iba a pensar en eso cuando Marc la estaba mirando con tanto cariño que temía derretirse a sus pies. Así que rodeó su cuello con los brazos y le besó el mentón.
–Aún me gusta –dijo. Rodeó su cuello con los brazos y besó su rasposo mentón. Esa vez, habría jurado que lo oyó tragar aire.
–Vete –ordenó él–. Antes de que decida aprovecharme de ti aquí mismo, a la vista de los guardas de seguridad.
A ella no le pareció mala idea, pero subió al coche. Mientras conducía a casa se negó a pensar en el futuro. Por primera vez en su vida como adulta, no pensaría en las consecuencias de sus actos. Se limitaría a mirar antes dar el salto.
Y rezaría para caer de pie.