Capítulo Diecisiete

 

Isa no sabía qué hacer, ni adónde ir. No sabía cómo enfrentarse al hecho de que su corazón acababa de estallar en mil pedazos. Otra vez.

Tras salir del despacho de Marc, con sus palabras resonándole en los oídos, había corrido por los pasillos y escalera abajo, hasta salir del edificio y poner rumbo a la playa.

Allí estaba en ese momento, mirando el océano y preguntándose cómo podía volver a estar en esa situación. Cómo, tras lo que había ocurrido seis años antes, podían estar ambos en esa circunstancia que se repetía.

Se dijo que tenía que irse de allí. Volver al aparcamiento, subir al coche y alejarse sin mirar atrás.

Marc había vuelto a ponerse en su contra. Cada vez que lo pensaba era como un mazazo. Saber que no confiaba en ella la desgarraba a cada paso que daba sobre la arena.

Él creía que era una ladrona y que, a pesar de lo que habían compartido esos últimos días, y seis años antes, había sido capaz de robarle.

Isa era incapaz de eso. No habría soportado herirlo de esa manera. Sin embargo, tenía cierto sentido que Marc lo creyera. A él no le costaba ningún esfuerzo herirla. Le había dado la espalda hacía seis años y acababa de volverlo a hacer, a pesar de las palabras cariñosas que llevaba días, y noches, susurrándole al oído.

El recuerdo de esos pocos días robados hizo que sintiera como si fuera a estallar. La imagen de su piel cuarteándose y sus órganos volando en mil direcciones hizo que se pusiera las manos en los costados y se abrazara con fuerza.

Siguió andando por la orilla, donde el agua se encontraba con la arena y rompían las olas. Caminó y caminó, recriminándose por sus errores. Se había permitido tener esperanzas aun sabiendo que se arriesgaba a sufrir consecuencias muy dolorosas. Y sin duda lo eran.

En el fondo, había sabido que no debía fiarse de Marc, y también que él nunca confiaría en ella.

Ese era el verdadero problema. Hiciera lo que hiciera, por más que cambiara de vida o intentara ayudarle, él no olvidaría lo que había sido en el pasado. Nunca vería a la mujer que era en realidad.

Era una verdad difícil de aceptar, sobre todo porque ella nunca le había robado nada, ni entonces ni ahora.

Sin embargo, no podía negar que seis años antes sí había tenido la intención de hacerlo. No porque necesitara el dinero, su padre había robado tanto en su vida que hasta los nietos de Isa serían ricos. Isa robaba porque era emocionante.

La Isa de entonces había sido una adicta a la adrenalina, criada por un padre viudo que vivía de robar joyas. El juego, el timo y el robo le habían importado más que nada en el mundo. Exceptuando a su padre y… después a Marc.

Lo había conocido en una fiesta de sociedad en la que ella estaba «reconociendo el terreno». Se había enamorado hasta las trancas cuando él, sonriente y con la ceja arqueada, le había ofrecido una copa de champán. Recordaba perfectamente lo que había dicho, porque mientras él hablaba Isa había intuido que su vida iba a dar un giro radical.

Al alzar la vista hacia sus ojos color zafiro, brillantes de risa y deseo, había comprendido que quería saber más de él, que quería conocerlo.

Así que había dejado a los amigos con los que estaba y se había ido sin robar el enorme Rubí Poinsetia, que era la razón de su asistencia al evento. Le había dolido un poco renunciar al rubí de treinta y cinco quilates rodeado de diez quilates de diamantes de máxima pureza cuando estaba al alcance de su mano, pero lo había hecho.

Esa noche había deseado a Marc más que la joya o el beneplácito de su padre. Y los seis meses que pasaron juntos había seguido deseándolo más que a nada en el mundo.

Había renunciado a todo, sin más. Había echado cosas de menos, por supuesto. Durante la mayor parte de su vida, robar joyas y obras de arte había sido tan natural para ella como respirar. Pero prefería lo que veía en los ojos de Marc y lo que sentía en sus brazos a la emoción oscura e ilícita que sentía al cometer un gran robo.

Su padre no lo había entendido; él siempre había preferido la emoción de planear y ejecutar un golpe a cualquier otra cosa. Durante mucho tiempo había creído que Isa estaba analizando a Marc, buscando sus puntos débiles y la forma de entrar en la cámara acorazada de Bijoux, que en esa época alojaba dos de los diamantes más perfectos del mundo. Eran el Sol de Medianoche, un diamante ruso de cuarenta quilates, transparente y sin impurezas, valorado en decenas de millones de dólares, y el Fuego de Esperanza, de veintisiete quilates e impurezas microscópicas, cuyo valor se debía tanto a su calidad como a su enrevesada y violenta historia.

Marc, tras pasar los primeros años de su carrera en Bijoux alejando a la empresa del comercio de diamantes de sangre para centrarlo en el de diamantes sin conflicto, iba a subastarlos. Con la colaboración de Isa, había organizado un gran evento, una gala cuyos beneficios se destinarían a ayudar a los niños que vivían en zonas donde se extraían diamantes de sangre.

Su padre se había entusiasmado al enterarse, convencido de que Isa estaba utilizando a Marc como vía de acceso a los diamantes. Cuando descubrió que no era así, que lo amaba y quería pasar el resto de su vida con él, se había puesto furioso. La había acusado de rechazarlo.

Isa no había podido discutirlo. Aunque no lo había rechazado a él personalmente, sí había rechazado la vida que él le había enseñado a querer, esperar y disfrutar.

Tendría que haber previsto lo que ocurriría. En muchos sentidos, su padre era como un cachorro, disfrutaba tanto con la caza como con lo que cazaba; y una vez elegida la presa, no cejaba en su empeño hasta conseguirla.

Isa, por ingenuidad, había cometido el error de no darse cuenta de que enamorarse de Marc había sido como pintar una gigantesca cruz roja en su espalda. Al entregarle su atención, amor y lealtad, había convertido a Marc y sus diamantes en la presa favorita de su padre.

Cuando las joyas desaparecieron y la empresa y la vida de Marc entraron en caída libre, había sabido de inmediato quién era el culpable. Llevaba robando con su padre desde los nueve años, y reconocía un golpe Salvatore con tanta facilidad como reconocía su propia cara en el espejo.

Entonces había cometido el segundo error: no decírselo a Marc. No ir a explicarle quiénes eran ella y su padre y ofrecerse a ayudarlo a recuperar los diamantes. En vez de eso, fue a pedirle a su padre que devolviera las gemas. Se había negado, por supuesto. En cierto modo, para él era una cuestión de honor: Marc Durand le había robado algo precioso para él y le había devuelto el favor.

Después del encuentro, tampoco le había dicho a Marc la verdad. Sabía que sincerarse, además de enviar a su padre moribundo a prisión, haría que Marc la mirara con desdén, odio y disgusto. No había sido capaz de tirar por la borda sus sueños y fantasías de un futuro feliz con él. Pero al proteger sus sueños había arruinado los de Marc.

Si las cosas no se hubieran puesto tan feas para Marc, tal vez habría seguido viviendo en la mentira para siempre. Le gustaba pensar que el sentimiento de culpabilidad la habría llevado a confesar antes o después, pero la verdad era que no estaba nada segura de ello.

Había callado durante semanas, mientras la vida de Marc se convertía en un infierno. La compañía de seguros lo acosaba y se negaba a pagar, alegando que había sido un trabajo hecho desde dentro, que era culpable de fraude y otros muchos crímenes y que lo había organizado todo por dinero y como truco publicitario.

Él le había ocultado muchas de esas cosas, pero ella veía lo que estaba ocurriendo. Marc estaba más demacrado y tenso cada día que pasaba. Cuando la policía, a instancias de la agencia de seguros, empezó a investigar a Marc y a Nic, había sabido que tenía que hablar.

Había amenazado a su padre con robarle las joyas y él, sabiendo que no dudaría en hacerlo, había accedido a dárselas. Isa las había reintroducido en la sede de Bijoux ejecutando con éxito la operación de «anulación de robo» más complicada de la historia.

La devolución había dejado atónita a la compañía de seguros, a la policía, a la junta directiva… A todos excepto a Marc.

Isa se lo había contado todo, y él había correspondido echándola de su vida de una patada.

Antes de sincerarse, ella había sabido que podía ocurrir eso; al fin y al cabo, le había ocultado la verdad durante semanas, mientras él y su empresa se venían abajo. Pero en el fondo esperaba que no ocurriera y no estaba preparada. Habría sido imposible estarlo, teniendo en cuenta que su amor por él era tan absoluto e ilimitado que, hiciera él lo que hiciera, jamás le habría dado la espalda.

Marc, en cambio, acababa de darle la espalda por segunda vez. De poco había servido el esfuerzo de Isa para construirse una vida nueva, dentro de la legalidad. Seis años antes, mientras vagaba por las calles bajo la lluvia, se había prometido dar un vuelco a su vida y convertirse en una persona mejor, alguien a quien nadie pudiera volver a acusar o desechar de esa manera.

Había cumplido su promesa. Ya había dejado de robar joyas tras conocer a Marc, tras la muerte de su padre había renunciado a todo lo que la vinculaba con ese pasado: sus amigos, su piso e incluso a su nombre. Se había creado una nueva vida, en la que podía utilizar sus conocimientos para ayudar y enseñar, en vez de para hacer daño.

Lo había hecho por ella, porque quería compensar de algún modo los errores del pasado. Pero, mientras caminaba por la playa solitaria y el cielo se iba tiñendo de color violeta, comprendió que también lo había hecho para impresionar a Marc.

Nunca lo había buscado ni revelado su nueva identidad, pero una parte de ella siempre había creído que si se volvían a encontrarse él aceptaría a la nueva Isa y olvidaría el dolor, la deslealtad y las heridas del pasado.

No se había permitido admitir sus esperanzas hasta ese momento, y sintió un dolor desgarrador al comprender que eran esperanzas vanas.

Marc no creía en la nueva Isa. No creía que hubiera cambiado en absoluto.

Isa siguió andando, encogida para protegerse del frío, mientras la oscuridad descendía sobre el mar agitado. El viento revolvía su pelo y agitaba su fina blusa, helándole la piel y metiéndose en sus huesos. Pero siguió andando.

Miraba las olas estrellándose contra la arena y solo veía a Marc dominado por la furia, con los ojos velados, pálido, con la mandíbula tensa y los puños apretados.

El viaje que acababa de hacer al mundo de los recuerdos de un pasado lleno de errores que no tenían solución había sido doloroso amargo. Pero no se aproximaba siquiera al dolor que había sentido al ver la expresión de Marc mientras le preguntaba si había vuelto a robarle. Mientras le ordenaba, con rostro impasible, que saliera de su despacho, del edificio y de su vida.

El recuerdo hizo que se le cerrara la garganta y las lágrimas anegaran su ojos. Le habría gustado creer que era el viento lo que irritaba sus ojos y dificultaba su respiración, pero no pudo.

Isa podía contar con los dedos de una mano las veces que había llorado en su edad adulta, pero allí, en ese momento, no pudo evitar rendirse ante a la sensación de agonía y derrota que la asolaba.

Lloró y lloró.

No habría sabido decir cuánto tiempo pasó ante el vasto e interminable océano. Pero fue el suficiente para que la subida de la marea mojara sus pies y las estrellas tachonaran el cielo.

Tiempo de sobra para quedarse sin lágrimas y sentir cómo su corazón se partía en dos por el peso de la verdad.

Marc nunca la creería. Aunque descubriera que no había robado los diamantes, seguiría sin fiarse. Hiciera lo que hiciera para intentar convencerlo de que ya no era la persona que había sido, no serviría de nada. Marc solo vería lo que quería ver y seguiría creyendo lo que había creído siempre.

Fue una píldora amarga de tragar, que acabó con el último vestigio de esperanza que le quedaba. Pero también fue el catalizador que necesitaba para reaccionar y emprender el largo paseo de vuelta a la sede Bijoux y a su coche.

Igual daba que lo hiciera llorando, nadie tenía por qué saberlo…