Capítulo Diecinueve

 

Isa despertó de un sueño irregular al oír unos golpetazos en la puerta. Cuando agarraba el móvil, por si tenía que llamar a la policía, vio la hora que era y se preguntó quién podía estar aporreando su puerta a la una de la mañana.

Se puso la bata mientras iba hacia la entrada, caminando con cautela. Miró por la ventana y vio que su visitante nocturno era Marc. Tenía mejor aspecto del que se merecía, sobre todo si lo comparaba con el suyo en ese momento.

Sus ojos se encontraron a través del cristal y se dejó cautivar por su mirada un instante, hasta que entró en juego su instinto de supervivencia. Desvió la mirada y retrocedió unos pasos. No quería verlo ni hablar con él. Las heridas eran demasiado recientes y aún le dolía respirar.

Marc debió captarlo en su rostro, porque redobló los golpes y empezó a llamarla.

–Abre la puerta, Isa. Por favor. Solo quiero hablar contigo.

Ella negó con la cabeza, aunque él ya no podía verla, y retrocedió unos pasos más. Ni quería ni podía verlo. Dolía demasiado. Saber que era la culpable de que Marc no confiara en ella, por cómo había actuado seis años antes, no hacía que el dolor fuera más fácil de soportar.

–¡Maldita sea, Isa, por favor! Solo quiero hablar contigo.

Ella no quería hablar con él. No podía soportar más acusaciones ni que la mirase como si fuera basura. O, peor aún, como si le hubiera arrancado el corazón. No había robado las joyas, pero seguía siendo culpable del trastorno que le había causado en el pasado.

–¡Isa! ¡Por favor! ¡Lo siento! –se le quebró la voz–. Lo siento mucho. Por favor, déjame entrar.

A Isa le dolía oírlo tan desesperado. Casi instintivamente, carraspeó y le contestó.

–Vete, Marc. Esto no sirve para nada.

–Isa, por favor. Tienes todo el derecho a odiarme y a estar enfadada conmigo. Pero, por favor, te lo suplico, no me obligues a irme.

Ella no supo qué contestar a eso. Sonaba tan distinto del hombre con el que había hablado el miércoles que volvió a partírsele el corazón. No podía soportar el dolor de su voz y sus súplicas, sabiéndose culpable de haber abierto la herida que le impedía confiar en ella.

Su cuerpo decidió antes que su mente, corriendo el cerrojo, quitando la cadena y abriendo la puerta a Marc, el único hombre al que había amado en su vida.

El único hombre al que había herido.

–Lo siento –dijo él de inmediato–. Lo siento muchísimo.

–Está bien –dio un paso atrás y le dejó entrar–. Supongo que habéis encontrado al ladrón, ¿no?

–No –Marc movió la cabeza–. Aún no.

–No entiendo nada. Si no sabes quién lo hizo, ¿por qué estás aquí?

–Porque sé que no fuiste tú. Porque soy tan idiota que dejé que el dolor del pasado me impidiera ver a la mujer que eres ahora.

Ella lo miró boquiabierta. Oía lo que decía, pero no podía procesarlo. Era lo último que había esperado oír. Un momento único e inédito en su relación.

–¿Cómo sabes que no fui yo?

–Lo sé porque te conozco.

–Me conocías hace tres días y no pareció importarte.

–Hace tres días era un imbécil, testarudo y ciego que estaba demasiado ocupado intentando ocultar sus heridas para pensar bien las cosas.

–¿Qué cosas?

–Todo. La idea de que pudieras plantearte robar en Bijoux era ridícula. Y si lo hicieras, no tendrías el mal gusto de llevarte unos cuantos diamantes mundanos que no le importan a nadie.

–¿Estás hablando en serio? –Isa volvía a sentirse como Alicia cayendo por la madriguera del conejo. Por primera vez, su ira fue más fuerte que su dolor–. ¿Has venido para decirme que el mal gusto del ladrón me exime de culpabilidad?

–No –le agarró los codos y la atrajo hacia él. Isa habría querido apartarlo, pero su cuerpo anhelaba el contacto–. He venido porque cometí un error. Porque sé que no me robarías, que no me harías daño de esa manera. Y porque quiero, y necesito, decirte cuánto lamento haberte herido del modo en que lo hice, hace seis años y tres días.

»He sido tan idiota que me he preocupado más de protegerme a mí que de protegerte a ti, y eso es inexcusable.

–Tu labor no es protegerme…

–No digas bobadas. Te quiero, Isa. Te quiero más de lo que soy capaz de expresar, y más de lo que tú podrías creer. Claro que mi labor es protegerte, cuidarte y hacerte saber lo preciada que eres. Pero he fallado en todo –movió la cabeza, disgustado consigo mismo.

–Yo hice cosas terribles… –a Isa no le parecía justo que se echara toda la culpa encima.

–No es verdad. Eras muy joven y estabas dividida entre dos hombres a los que amabas y, por cierto, no te merecían. Lo siento, Isa. Lo siento mucho –apoyó su frente en la de ella–. No merezco tu perdón, y Dios sabe que no merezco tu amor. Pero lo quiero, Isa, más que nada en el mundo.

Isa tuvo la sensación de que su cerebro se derretía y su corazón se llenaba de luz. Lo abrazó con todas sus fuerzas y rompió en sollozos.

–No llores, cielo. Por favor, no llores. Te compensaré por todo si me dejas hacerlo. Yo…

Ella lo besó, dando rienda suelta a la pasión, el amor, el miedo y el perdón que había acumulado en su interior. Lo besó y lo besó y lo besó.

Y él correspondió a sus besos.

–Lo siento –repitió Marc cuando, largo rato después, hicieron una pausa para recuperar el aliento–. Lo siento muchísimo.

–Yo también.

–Tú no tienes nada…

–Sí –interrumpió ella, besando su mandíbula–. No eres el único que ha cometido errores. Yo lo fastidié todo hace seis años, y no te culpo por pensar que había vuelto a hacerlo.

–Pero no lo hiciste. Aunque nunca encontremos al ladrón…

–Lo encontraremos –afirmó ella con rotundidad–. Ni en broma va a salirse con la suya quien le haya robado al hombre al que quiero.

–Suenas muy feroz –Marc, riéndose, la estrechó entre sus brazos.

–Me siento feroz –dijo ella, tirando de su brazo para llevarlo al dormitorio.

–¿En serio? –arqueó la ceja que la volvía loca.

–Sí. En cuanto sea de día, iremos a Bijoux a dilucidar quién nos ha hecho esto. Juntos.

–Juntos –la besó en los labios, la mejilla, la frente y los ojos–. Me gusta como suena eso.

–A mí también –lo abrazó con fuerza–. Te quiero, Marc. Te quiero mucho.

–Y yo a ti. Siempre te he querido y siempre te querré.

Isa sintió esas palabras en lo más hondo, como una luz cálida que borraba el recuerdo de aquella fría noche en Manhattan. Mientras lo llevaba a la cama, no pudo evitar pensar que había merecido la pena. Estaría dispuesta a renunciar a un millón de diamantes y a pasar cualquier penalidad para estar donde estaba en ese momento.

Porque Marc lo valía. Y también la vida que iban a construir en común.