Capítulo Uno

 

Isabella Moreno se quedó muda a mitad de frase cuando se abrió la puerta del aula. Pero ver entrar a Harlan Peters, presidente del GIA (Instituto Gemológico Americano) no fue lo que la dejó paralizada. Era muy buena profesora y lo sabía; no le asustaba una visita de su jefe. La punzada de miedo y el escalofrío que le recorrió la espalda se debían al hombre alto, moreno y silencioso que había junto a él

«Y guapísimo, además», pensó, mientras se obligaba a retomar su comentario sobre la talla y pulido de zafiros de formas irregulares. Sus alumnos de posgrado habían empezado a girar la cabeza para ver qué la había distraído, y sabía que en cuestión de segundos perdería la atención de todas las féminas asistentes. Empezaban a oírse risitas en distintos puntos del aula, aun antes de saber quién era el misterioso desconocido.

Ella tampoco lo sabía en realidad, aunque lo reconociera. Era difícil dedicarse a la industria de las gemas y no identificar a Marc Durand, director ejecutivo de la segunda empresa de exportación y joyería de diamantes del país. Era difícil no fijarse en el pelo negro y demasiado largo, los brillantes ojos azules y el rostro de ángel caído; y más difícil aún ignorarlos. Pero la expresión de su rostro, su mirada de desprecio y la mueca desdeñosa de sus labios, que no estaba acostumbrada a ver en él, lo convertían en un extraño.

El Marc al que conocía, al que había amado, solo la había mirado con ternura, diversión o amor. Al menos hasta el final, cuando todo se había desmoronado. Pero incluso entonces había manifestado sentimientos: ira, dolor, traición. Casi la había matado ver esas emociones en su rostro, sabiéndose responsable de haberlas causado.

El desprecio, desdén y hielo que veía en ese momento lo convertían en otro. Alguien a quien no reconocía y, desde luego, no deseaba conocer.

Mientras estuvieron juntos, su relación se había caracterizado por un ardor tan intenso que a veces se había preguntado cuánto tardaría en abrasarse. La respuesta había resultado ser seis meses, tres semanas y cuatro días, hora arriba, hora abajo.

No lo culpaba por cómo habían acabado las cosas. ¿Cómo iba a hacerlo, a sabiendas de que la responsabilidad de la autodestrucción de ambos recaía casi por completo en ella?

Sin duda, él podría haber sido más amable. Echarla a la calle en Nueva York, en plena noche y sin más que lo puesto, había sido cruel, pero no podía decir que estuviera injustificado. Seguía habiendo noches en las que, mirando al techo, se preguntaba cómo había sido capaz de hacer lo que hizo. Cómo podía haber traicionado al hombre al que tanto amaba.

El amor había sido el problema. Había estado divida entre dos hombres a los que adoraba, por los que habría hecho cualquier cosa, y eso lo había arruinado todo. Ella sabía que su padre había robado a Marc y había intentado convencerlo para que devolviera las gemas, pero no había confesado la identidad del ladrón hasta que casi fue demasiado tarde para que Marc salvara a su empresa de la ruina. Después, había empeorado la situación suplicándole a Marc que no demandara a su padre. Además había admitido que la noche que se conocieron, en un evento social, ella había ido con intención de robar una joya. Su plan había cambiado, y también su vida, cuando habló con él, cuando la miró con esos asombrosos ojos azules…

Isabella rechazó los dolorosos recuerdos. Perder a Marc casi la había destrozado seis años antes. No estaba dispuesta a que volviera a ocurrir tanto tiempo después. Y menos allí, en mitad de su primer seminario de posgrado del día.

De vuelta al presente, la avergonzó ver que el presidente de la facultad y todo sus alumnos estaban pendientes de Marc y de ella. A pesar de los años transcurridos, el vínculo que los unía era como un cable eléctrico a punto de echar chispas. Para impedir que el ambiente se enrareciera aún más, Isabella se obligó a volver a su tarea.

La siguiente parte de la lección versaba sobre los zafiros más famosos del mundo y su localización. Cuando llegó al tema del robo del zafiro Huevo del Petirrojo, una de las gemas más caras y buscadas del mundo, hizo lo posible por no mirar a Marc, pero al final no pudo evitarlo. Era como un imán para ella.

Se quedó helada cuando sus ojos se encontraron y vio su mirada sarcástica, cortante como el diamante mejor tallado. Marc lo sabía todo sobre el Huevo del Petirrojo. Se había preocupado de saberlo antes de enfrentarse a ella en su dormitorio, aquella noche ya tan lejana.

–Sentimos interrumpir, doctora Moreno –dijo Harlan desde el fondo de la clase–. Estoy enseñándole el campus al señor Durand, que ha accedido a dar un seminario sobre la producción de diamantes dentro de unas semanas. Por favor, siga con la clase. Es fascinante.

En el aula empezaron a oírse murmullos de excitación. No era habitual que uno de los mayores productores y vendedores de diamantes extraídos de forma responsable accediera a dar clase a alumnos de primer año de posgrado. Sin embargo, ella era la profesora y esa su clase; se negaba a cederle el protagonismo a Marc Durand un segundo más.

Él se lo había quitado todo. O, más bien, ella se lo había dado todo, y él se lo había tirado a la cara. Entonces se lo había merecido y lo había pagado caro, pero ya habían pasado seis años. Ella se había trasladado a otra parte del país y tenía una nueva vida. De ninguna manera iba a permitir que apareciera allí y se la quitara también.

Para evitar que Marc notase cuánto la afectaba su presencia, siguió dando la clase. Gradualmente, los alumnos volvieron a prestar atención y nadie notó la marcha de Marc y Harlan.

Si le hubieran preguntado de qué habló los últimos veinte minutos de clase, Isabella no habría podido contestar. Su mente estaba perdida en un pasado que lamentaba amargamente, pero no podía cambiar, y en el hombre que había cambiado el curso de su vida.

Por fin, la interminable clase llegó a su fin y despidió a los alumnos. Solía quedarse en el aula unos minutos, por si alguien tenía preguntas o comentarios, pero ese día no tenía fuerzas para aguantar un segundo más de lo necesario. Se sentía despellejada por dentro, convencida de que cualquier movimiento en falso destruiría la paz que tanto le había costado conseguir.

Recogió los libros y fue hacia la puerta. Había aparcado en la parte de atrás. Si salía por la puerta lateral tardaría menos de cinco minutos en estar de camino a casa, conduciendo por la sinuosa autovía costera, con el océano a su izquierda.

Pero no llegó al coche, ni siquiera a la puerta lateral. Mientras caminaba a toda prisa por el corredor, una mano fuerte y callosa le agarró un codo desde atrás. Supo de inmediato quién era. Sus rodillas se volvieron de gelatina y se le desbocó el corazón. No habría escapatoria, ni océano, ni tiempo para ordenar sus pensamientos.

Desde que había visto a Marc al fondo del aula había sabido que la confrontación era inevitable, pero había tenido la esperanza de retrasarla un poco, hasta poder pensar en él sin perder el aliento. Se consoló pensando que si no había conseguido ese objetivo en seis años, un par de días más no habrían servido de mucho.

Además, si él pretendía destrozar todo lo que había construido, con una nueva identidad y una nueva vida dentro de la legalidad, era mejor saberlo cuanto antes.

Haciendo acopio de fortaleza, puso cara de póquer antes de girar lentamente hacia él. Nadie tenía por qué saber que le temblaban las rodillas.

 

 

Era aún más bella de lo que recordaba. Y probablemente más traicionera, se dijo Marc, intentado controlar un volcán de emociones y libido.

Hacía seis años que no la veía.

Seis años desde la última vez que la había abrazado, besado y hecho el amor.

Seis años desde que la había echado de su casa y de su vida.

Y seguía deseándola.

Era sorprendente, si tenía en cuenta que había hecho lo posible por no pensar en ella. Cierto que de vez en cuando la imagen de su rostro destellaba en su mente, o algo le recordaba su olor, su sabor o su tacto. Pero con el paso del tiempo su reacción a esos momentos, cada vez menos frecuentes, se había atenuado. O eso había creído.

Había bastado un atisbo de su glorioso pelo rojo y sus cálidos ojos marrones, desde la ventana de la puerta del aula, para volver a sumirse en el tumultuoso ardor que había caracterizado gran parte de su relación. Habían dejado de importarle el presidente de la facultad y el futuro que tan cuidadosamente había planificado para Bijoux, la empresa familiar por la que tanto había sacrificado a lo largo del años. Había dejado de importarle el contrato de enseñanza que había firmado después de trasladar la sede de Bijous a la Costa Oeste. A decir verdad, nada le importaba, excepto entrar en el aula y comprobar si su mente le estaba jugando una mala pasada.

Seis años antes había echado de su vida a Isa Varin, la actual Isabella Moreno, de la forma más cruel. No se arrepentía de haberla echado, dada su absoluta traición, pero sí de cómo lo había hecho. Cuando recuperó la cordura y envió a su chófer a entregarle sus cosas, incluyendo bolso, móvil y algo de dinero, se había esfumado. La había buscado durante años, para acallar su conciencia y comprobar que no le había ocurrido nada terrible aquella noche, pero no la había encontrado.

Por fin entendía el porqué. La apasionada, bella y fascinante Isa Varin había dejado de existir. En su lugar había una profesora de aspecto conservador, tan pulida y fría como los diamantes que salían de sus minas. Solo su glorioso cabello pelirrojo era igual. Isabella Moreno lo llevaba recogido sobre la espalda en una trenza prieta, en vez de suelto y rizado como su Isa, pero habría reconocido el color en cualquier sitio.

Cerezas oscuras a medianoche.

Granates húmedos brillando bajo la luna llena.

Cuando sus ojos se habían encontrado por encima de las cabezas de los alumnos, había sentido un innegable puñetazo en el bajo vientre. Solo Isa había conseguido que su cuerpo reaccionara con tanta fuerza, al instante.

Se había librado del presidente del GIA en cuanto pudo, para volver al aula y evitar que Isa se escabullera. Aun así, casi lo había conseguido. No era raro, considerando que procedía de un extenso linaje de ladrones. Sabía por experiencia que nueve de cada diez veces, si no quería ser atrapada, huía.

Mientras esperaba a que hablara, se preguntó que hacía él allí. Por qué la había buscado y qué quería de ella. Solo sabía que verla, hablar con ella, era una compulsión irresistible.

–Hola, Marc –alzó el rostro hacia él, con voz y expresión perfectamente compuestas.

Él sintió un leve latigazo en lo más hondo de su ser, incómodo porque no pudo identificar su significado. Así que lo ignoró y se centró en ella.

Una mirada a sus ojos, insondables y oscuras lagunas de chocolate fundido, había solido rendirlo. Pero esos días habían pasado. Su traición había destrozado su fe en ella. Había sido débil una vez, se había dejado engañar por la inocencia que podía proyectar con una mirada, una caricia, un murmullo. No volvería a cometer ese error. Satisfaría su curiosidad, descubriría por qué estaba en el GIA y se iría.

En ese momento, esos mismos ojos brillaban con tantas emociones que no podía ni empezar a clasificarlas. Isa podía hacer que su rostro fuera inescrutable y su cuerpo tan gélido como una vez lo había sido ardiente, pero sus ojos no mentían. Era obvio que ese encuentro fortuito la inquietaba tanto como a él.

Darse cuenta de eso hizo que algo se relajara en su interior, y percibió el chisporroteo de un cambio de poder en el aire. Antes ella había llevado ventaja en la relación, porque confiaba ciegamente en ella y la amaba tanto que nunca habría imaginado que podía traicionarlo. Pero de eso hacía mucho. Por más que Isa simulara ser una remilgada y aburrida profesora de gemología, él sabía la verdad y no volvería a cometer la estupidez de bajar la guardia.

–Hola, Isabella –esbozó una sonrisa irónica–. ¡Qué curioso encontrarte aquí!

–Sí, en fin, suelo estar donde están las joyas.

–¿Crees que no lo sé? –miró fijamente una vitrina que había en la pared de enfrente, que exhibía uno de los collares de ópalos más caros del mundo–. El presidente me ha dicho que llevas tres años enseñando aquí. Y no ha habido robos. Debes estar perdiendo cualidades.

–Formo parte del profesorado del GIA –sus ojos destellaron con ira, pero su voz sonó templada–. Garantizar la seguridad de todas las joyas del campus forma parte de mis obligaciones.

–Y todos sabemos cuánto valoras tu trabajo… y tu lealtad.

–¿Necesitas algo, Marc? –miró su mano, que seguía sujetándole el codo. Durante un instante, su rostro dejó entrever su furia.

–He pensado que podíamos ponernos al día. Por los viejos tiempos.

–Ya, pues resulta que los viejos tiempos no fueron tan buenos. Así que, si me disculpas… –empezó a liberar su codo, pero él apretó los dedos.

–No te disculpo –afirmó con doble intención. A pesar de la ira que recorría su cuerpo como lava, aún no estaba dispuesto a dejarla ir.

–Lamento oír eso. Pero tengo una cita dentro de media hora. No quiero llegar tarde.

–Ya, he oído decir que a los peristas les molestan los retrasos.

Esa vez, la máscara de su rostro se agrietó por completo. Empujó su pecho con una mano, al tiempo que liberaba el codo.

–Hace seis años soporté tus viles insinuaciones y acusaciones porque creía merecerlas. Pero hace mucho tiempo de eso. Tengo una nueva vida…

–Y un nuevo nombre.

–Sí –lo miró inquieta–. Necesitaba distancia.

–Yo no lo recuerdo así –dijo él. Ella había elegido a su padre en vez de a él, a pesar de que el viejo le había robado. Marc no tenía ninguna intención de olvidarlo.

–Eso no me sorprende –repuso ella, insultante.

–¿Qué se supone que significa eso?

–Exactamente lo que he dicho. No se me dan bien los subterfugios.

–Eso tampoco lo recuerdo así –le devolvió él, aunque sabía que sonaría arrogante.

–Claro que no –ella enderezó la espalda y alzó la barbilla–. Siempre te has guiado más por la percepción que por la verdad. ¿No, Marc?

Marc no había creído que fuera posible enfadarse más, ya tenía el estómago atenazado por la ira y estaba apretando los dientes. Pero ella siempre le había provocado emociones fuertes, algunas de ellas muy buenas.

No podía permitir que lo arrastrara de vuelta a ese pasado. El Marc que había amado a Isa Varin había sido tonto y débil, algo que se había jurado no volvería a ser mientras el guardia de seguridad la escoltaba fuera del edificio.

–«No te acerques que me tiznas, le dijo la sartén al cazo», Isabella –hizo hincapié en el nuevo nombre y vio que ella no pasaba por alto su ironía.

–Creo que ya he oído más que suficiente –empezó a andar, pero él se interpuso en su camino.

No sabía por qué, pero Marc no estaba listo para verla alejarse de él otra vez. Y menos cuando ella parecía tan fría y serena y él, que por fin la había encontrado, bullía por dentro.

–¿Huyes? –la pinchó–. ¿Por qué será que no me sorprende? Al fin y al cabo, es cosa de familia.

Captó un destello de dolor en sus ojos, pero fue tan breve que pensó que podía haberlo imaginado. Aun así sintió cierto remordimiento.

–Sea lo que sea lo que pretendes conseguir, no ocurrirá. Tienes que apartarte de mi camino, Marc.

Aunque lo dijo con tono educado, era un ultimátum, y Marc nunca había reaccionado bien a las órdenes. Sin embargo, en seis largos años nunca se había sentido tan excitado como en ese momento. Lo irritaba su reacción pero no iba a permitir que ella lo notara. Había estado seguro de que no volvería a verla, y no iba a permitir que desapareciera de su vida otros seis años más, cuando aún tenía tantas preguntas sin respuesta. Cuando aún la deseaba tanto que el cuerpo le dolía al pensarlo.

Así que, en vez de obedecer, alzó una ceja, se apoyó en la fresca pared alicatada e hizo la pregunta que sabía que lo cambiaría todo.

–Y si no ¿qué?