No podía negar cuánto la había extrañado. Había echado de menos el sabor de su piel y sentir su cuerpo junto al suyo. Había echado en falta el sonido de sus gritos y gemidos cuando alcanzaba el clímax. Incluso con ella entre sus brazos, pulsando con la necesidad de descargarse, quería oír esos sonidos otra vez.
No le resultaba fácil admitir una verdad que había intentado ignorar seis largos años y que anhelaba dejar atrás de una vez por todas.
–¿Dónde está el dormitorio? –preguntó poniéndose en pie y alzando a Isa en brazos.
Isa lo miró con ojos nublados de pasión y él, aunque se moría por estar en su interior, no pudo evitar inclinar la cabeza y capturar su boca.
Ella respondió como hacía siempre, con calor, pasión y dulce rendición. Siguió besándola mientras avanzaba por el pasillo y mientras la depositaba en la sensual colcha roja que cubría la cama de matrimonio. Ni siquiera dejó de hacerlo mientras se desnudaba. Después, se tumbó a su lado y la adoró como había solido hacerlo. Con manos, boca y cuerpo, paladeando cada centímetro de su piel.
Isa gemía, arqueándose bajo él. Marc ardía de deseo, pero quería verla llegar al clímax otra vez. Quería perderse en su sonido, su olor y su tacto mientras le proporcionaba tanto placer como ella fuera capaz de resistir.
Succionó la sensible piel de su cuello hasta dejarle un moratón. Ella se estremeció y gritó su nombre mientras le arañaba la espalda.
El dolor provocado por los rasguños desató algo salvaje en él que ni siquiera sabía que ocultaba en su interior. Perdió el control que llevaba esforzándose por mantener desde que ella había permitido que la besara en la terraza.
Recorrió todo su cuerpo con labios y lengua. Quería explorarla entera, descubrir cada cambio que se hubiera producido en los últimos seis años. Tenía los pechos más llenos, pecas nuevas en la parte interior de los codos y tres pequeñas cicatrices cerca del ombligo. Pasó los dedos por ellas preguntándose a qué se debían.
–¿Qué te pasó aquí? –inquirió, aunque sabía que no era asunto suyo.
–¿Qué? ¿Dónde? –su voz sonó ronca, aturdida por el placer.
–Aquí –Marc acarició las marcas con un dedo. Lo satisfacía saber que él era el causante de su placer, no ese estúpido profesor que no había dejado de toquetearla en la fiesta.
–Oh –Isa suspiró y le acarició el pecho–. Una apendicitis de urgencia.
Él apenas oyó la respuesta, estaba inmerso en el placer que Isa le provocaba con sus caricias y besos en cuello, hombros y pecho.
–Isa –gruñó, a modo de advertencia.
Ella no le hizo caso. Fue deslizándose cama abajo, besando pectorales, estómago y abdomen. Marc seguía encima de ella, pero eso no le impidió que dibujara un camino de besos ardientes por el sendero de vello que bajaba desde su ombligo.
Después tomó su miembro con la boca, succionando y lamiendo de arriba abajo. Él se tragó una maldición y soportó sus caricias unos segundos, apoyando su peso en los brazos.
Cuando sintió el cosquilleo del orgasmo en la base de la espalda, se apartó con un gruñido.
–¿Qué? –preguntó ella, con ojos nublados y labios hinchados y jugosos–. Quiero…
–Quiero estar dentro de ti cuando ocurra –respondió él. No sabía por qué le importaba, el placer era placer en cualquier caso, pero esa primera vez tras una larga separación, quería vaciarse dentro de ella.
Ignorando su gemido de protesta, se apartó de ella, recogió los pantalones del suelo y sacó un preservativo de la cartera. Segundos después estaba de vuelta en la cama, cubriéndola con su cuerpo.
Introdujo una mano entre sus muslos, para comprobar que estaba lista para él. Le encantó sentir el calor húmedo que indicaba que así era.
–Marc, por favor –suplicó ella, rodeándolo con los brazos para atraerlo.
–Estoy aquí, cielo –musitó, besando sus mejillas arreboladas.
Se deslizó en su interior y fue como si volviera a casa después de un largo viaje. Isabella gimió, arqueando el cuerpo y rodeando sus caderas con las piernas, húmeda, ardiente y dispuesta.
La penetró una y otra vez, disfrutando de cómo su cuerpo le seguía el ritmo. Disfrutando de sus gemidos y de cómo sus bellos ojos se nublaban con la proximidad de un nuevo orgasmo.
Él también estaba al límite, tan cerca que era una agonía contenerse. Pero necesitaba que ella llegara al clímax antes que él. Quería ver su rostro arrebatado, sentir la presión de su cuerpo sujetándolo, absorbiéndolo.
Sus músculos se perlaron de sudor mientras incrementaba el ritmo y la tensión. Isa gemía, suplicándole que la llevara al éxtasis y que la acompañara en ese viaje.
Aunque eso era lo que más deseaba, Marc quería prolongar el momento, hacer que cada segundo fuera eterno. No sabía si volvería a tener esa oportunidad y quería disfrutarla al máximo.
Pero Isa no se lo permitió. Se aferró a él con brazos y piernas, besándolo con ardor. Marc, incapaz de aguantar más, introdujo una mano entre sus cuerpos y tocó su sexo.
Bastaron dos caricias para que ella gritara su nombre y sus músculos internos lo oprimieran rítmicamente. Marc se vació en su interior, rindiéndose al intenso placer que estremecía su cuerpo. Mientras se fundían en un solo ser, se preguntó cómo iba a poder vivir sin eso, sin ella.
Marc se despertó sintiéndose mejor que en muchos años. Seis, para ser exactos. Con el cuerpo saciado y la mente en paz. Era una sensación tan extraña para él, que pasó del sueño a un estado de alerta con una rapidez casi dolorosa.
Abrió los ojos de golpe y, al ver el rojo cabello de Isa desparramado sobre la almohada, recordó con todo detalle lo ocurrido la noche anterior. Su cuerpo reaccionó de inmediato a las vívidas imágenes y pensó en situarla sobre él y deslizarse en su interior cuando abriera esos bellos ojos marrones.
A pesar de las muchas veces que la había poseído, seguía deseándola con una intensidad que rayaba en la desesperación. Fue precisamente eso lo que lo llevó a contenerse.
Bajó de la cama, agarró los pantalones y fue hacia la cocina, donde creía haber visto su camisa por última vez. No se había equivocado, estaba tirada en el suelo, junto con sus zapatos.
Mientras se vestía, intentó no pensar en lo maravilloso que había sido estar con Isa otra vez.
Ninguna otra mujer le había hecho sentir lo que sentía con ella. Todo el tiempo que habían pasado juntos, cuando aún la adoraba y confiaba en ella, hacerle el amor había sido como una droga. Se perdía en ella cada día y cada noche. Eso tendría que haberlo asustado, siendo como era un hombre que no se fiaba de nadie, pero no había sido así. Había estado tan loco por ella que nunca habría imaginado que pudiera traicionarlo.
Pero lo había hecho y, aun así, allí estaban los dos. El problema era que él ya no sabía dónde quería estar. Cierto que el sexo de la noche anterior había sido fantástico, ardiente y excitante, pero esa no era la razón de que estuviera despierto cuando la luz del amanecer empezaba a acariciar el océano que se veía desde la ventana. El placer no lo asustaba. Su inquietud se debía a que se sentía descansado, equilibrado y repleto en cuerpo y mente por primera vez en mucho tiempo.
Que Isa fuera la responsable de ese estado no le gustaba. Habían pasado menos de veinticuatro horas desde que había entrado en su aula y ya habían acabado en la cama. Ya volvía a pensar en hacerla suya. Ya pensaba en recuperarla.
Ahí residía el problema. No podía permitirse el lujo de olvidar que Isa lo había traicionado seis años antes. De ninguna manera iba a olvidar que había puesto a su padre, un hombre que le había robado y había estado a punto de arruinarlo, por encima de él.
Si lo había hecho una vez, en pleno romance apasionado, podía hacerlo de nuevo. Por eso tenía que alejarse de inmediato, antes de caer víctima de las pequeñas cosas que había amado de ella.
Su sonrisa y su olor.
Su sentido del humor y su inteligencia.
Su forma de abrazarlo y suplicar que la besara cuando se despertaba por la mañana.
–Sigues aquí –dijo ella con voz adormilada–. Pensaba que te habías ido.
–Aún no. Pero tengo que ir a la oficina.
–Es sábado.
–Lo sé. Pero trabajo los sábados –trabajaba casi todos los días–. Sobre todo desde que he aceptado dar ese seminario en el instituto.
Marc se planteó acercarse para besar sus labios hinchados, pero se sentía inseguro y le pareció que ella también. No sabía qué quería hacer ni cómo. Era una sensación incómoda, que no le gustaba nada.
–Antes nunca trabajabas en sábado –dijo ella.
A Marc le sonó a acusación y, como no tenía por qué sentirse culpable, replicó con enfado.
–Hace seis años me sentía seguro. La empresa iba bien y creía que podía darme un respiro y tomarme algún día libre con toda confianza. Como recordarás, eso no dio buen resultado.
–¿Cuánto tiempo vas a seguir echándome eso en cara? –preguntó ella, dolida.
–Lo he mencionado dos veces en las últimas veinticuatro horas –intentó controlar el tono de su voz–. Y antes de eso no había hablado contigo en seis malditos años. Así que dime, por favor, ¿por qué crees que te echo el pasado en cara?
–No lo sé. Pero tengo esa sensación –ella se abrazó la cintura, con actitud defensiva.
–Tal vez lo que sientes es la voz de tu conciencia culpable. Quizás una parte de ti cree merecer eso que se supone que te estoy haciendo.
–Es posible. Pero eso no significa que esté interpretando mal la situación –hizo una pausa y tomó aire, como si quisiera armarse de valor.
–Di lo que quieras decir, Isa. Sea lo que sea –la animó él. De repente, se sentía avergonzado. No había ido allí a criticarla e incomodarla.
–Vale –se lamió los labios–. Es que no consigo entender la razón de lo que ocurrió anoche.
–No sé a qué te refieres exactamente –Marc sintió un pinchazo de angustia. No quería analizar sus motivaciones de la noche anterior. Por el momento, prefería creer que solo había satisfecho un deseo que había durado seis largos años.
–¿Qué querías demostrar? ¿Era una manera de vengarte después de tanto tiempo? ¿De intentar herirme? –a pesar de su nerviosismo, lo dijo con toda naturalidad. Como si hubiera anticipado que podía esperar eso de él.
Que pensara así le afectó mucho a Marc. Había actuado motivado por una mezcla de lujuria, confusión, celos y necesidad, pero en ningún momento por afán de venganza. Ni cuando fue a buscarla a la terraza, ni cuando decidió seguirla a casa ni, menos aún, cuando llamó a su puerta. Tal vez tendría que haber estado pensando vengarse, pero había pensando en ella. Solo en ella.
Le dolió que ese no fuera el caso de Isa. Era obvio que ella había estado analizando su motivos desde el momento en que le abrió la puerta. Se sintió como un tonto, y eso lo puso furioso. Ya había jugado con él una vez, y no permitiría que volviera a hacerlo. No era tan estúpido.
–Yo no lo llamaría venganza sino clausura –dijo, tras varios segundos de silencio–. Nuestra relación terminó de forma tan brusca que siempre me pareció… inacabada. Eso no me gustaba.
–¿Y ahora? –inquirió ella, con rostro sereno.
–¿Ahora? Ya no me lo parece.
Era mentira, pero ella no tenía por qué saberlo. Agachándose para recoger sus llaves, que estaban en el suelo, Marc se dijo que había obtenido la clausura que necesitaba. Sabía que ella estaba bien, que no había sufrido ningún daño por la crueldad con la que la había echado de su casa años antes. Había podido tocarla y saciar una sed de la que no había sido consciente hasta que la vio en el aula. Eso era suficiente. Más que suficiente.
O lo sería muy pronto.
Su férrea voluntad conseguiría que lo fuera aunque eso lo matara. Había pasado demasiados años de su vida preocupándose por una mujer que nunca haría lo mismo por él.
Por fin sabía que Isa estaba a salvo y había pasado una última noche con ella. Punto final. Era hora de cerrar ese capítulo de su vida para siempre. Y empezaría a hacerlo saliendo por la puerta.
–Gracias por lo de anoche –le dijo, dándole un beso en la mejilla–. Fue divertido.
Ella asintió en silencio y lo observó mientras él abría la puerta, salía al porche y bajaba los escalones de dos en dos.
Marc no sabía qué le habría gustado oír, no tenía ni idea de lo que quería de ella, pero sí que no era silencio. Sabía que quería más.
Siempre había sido así. Simplemente, ella no había sido capaz de dárselo.
Era una idiota.
Tras cerrar la puerta y echar el cerrojo, Isa fue directa al dormitorio. Aunque una parte de ella deseaba lanzarse sobre la cama y taparse hasta la cabeza, sabía que eso no funcionaría. En parte porque sus problemas seguirían allí, esperándola, cuando consiguiera resurgir; en parte. Y en parte porque las sábanas olían a Marc y no era tan masoquista como para soportar eso. No podía ni respirar sin que las imágenes de lo que habían hecho en esa cama rasgaran su conciencia.
Había sabido que estaba cometiendo un error. Marc no era alguien que perdonase la traición fácilmente. Sin embargo, había acabado en la cama con él. Se había entregado una y otra vez sin pensar en las consecuencias. En vez de preguntarse si la estaba utilizando, se había permitido creer que existían los milagros; que todo podía volver a ser como antes de que su padre lo arruinara todo y ella le permitiera hacerlo.
De repente, no pudo soportar ver la cama revuelta ni un segundo más. Con un ataque de frenesí, quitó las sábanas, las mantas e incluso la funda del colchón. Llevó todo al cuarto de la colada y puso una lavadora. Iba a tener que poner otra, pero le daba igual. Lo importante era librarse del recuerdo de Marc.
Tras ocuparse de la cama, se concentró en sí misma. Borrar a Marc de su cuerpo iba a ser un millón de veces más difícil. Al fin y al cabo, los recuerdos de su ser, su tacto y su olor habían vivido bajo su piel seis largos años, esperando el momento de renacer. Ahora que lo habían hecho, no sabía si tendría fuerzas para volver a enterrarlos, para enterrarlo a él.
Se quitó el camisón y lo dejó con el resto de la ropa sucia. Después, desnuda, fue al cuarto de baño para darse una ducha.
Mientras esperaba que el agua saliera caliente, cometió el error de mirarse al espejo. Lo que vio casi la hizo caer de rodillas.
Tenía aspecto de haber pasado la noche en una batalla: el pelo alborotado, la piel enrojecida por el roce de la barba, los labios hinchados y la mirada perdida, desenfocada. Además, tenía cardenales en el cuello, en la curva exterior del pecho izquierdo, en una cadera, en la delicada piel del interior de sus muslos. Eran marcas de amor. Chupetones. Pequeños recuerdos de él grabados en la piel que no le hacían ninguna falta.
Por muy difícil que fuera, necesitaba olvidar lo que habían hecho. Tenía que enterrar los recuerdos de esa noche en algún lugar muy profundo de su ser, para no revivirlos cada vez que entrara al dormitorio, o cada vez que lo viera en el instituto.
La especialidad de Isa eran los diamantes sin conflicto y, dado que la empresa de Marc era la mayor proveedora de ese tipo de diamantes de Norteamérica, llevaba seis años encontrándose con su nombre en proyectos de investigación, conferencias y escritos.
Con el paso de los años, había conseguido disociar el pasado compartido y el nombre del empresario que tanto salía a relucir en su campo de trabajo. Tras haber vuelto a acostarse con él, tendría que retomar la actitud de los viejos tiempos: ignorar las referencias a su empresa, evitar mencionarlo en sus escritos, simular que no existía. Al menos hasta que su mente se aclarara y fuera capaz de respirar sin sentir que sangraba por dentro.
«Simularlo hasta lograrlo», murmuró como un mantra mientras, ya en la ducha, se frotaba rabiosamente para intentar borrarlo de su piel. Había pasado mucho tiempo simulando que no había vivido en Manhattan durante un año y al final había conseguido sentirse feliz, curada.
De repente, Marc aparecía y todo se tambaleaba. Pero Isa no iba permitir que su vida volviera a convertirse en una vertiginosa montaña rusa de frío y calor. Nunca más.
Marc era demasiado dominante, demasiado voluble; no volvería a dejarse llevar por él.
Había sido divertido cuando no tenía nada que perder, pero ya no era el caso. Tenía una carrera. Tenía amistades. Tenía una vida. Había trabajado demasiado duro para permitir que él lo volviera todo del revés por culpa de errores pasados.
Lo mejor que podía hacer era ignorar a Marc. Lo saludaría con la cabeza cuando fuera inevitable, nada más. No habría interacción ni discusiones y, ante todo, no habría sexo. Cualquier relación con él suscitaría preguntas de sus colegas que no podría contestar. Preguntas sobre un pasado que debía mantener oculto.
Una renombrada experta en diamantes, con acceso a cámaras acorazadas de todo el mundo, no podía ser además la hija del mejor ladrón de joyas de la historia. Las cosas no funcionaban así.
Desde que Marc la había echado a la calle, en Nueva York, solo había podido contar con su trabajo. Eso era lo que la había salvado. Por poderosa que fuera la química, por fantástico que fuera el sexo, jamás arriesgaría su carrera por él.
Algunas cosas eran inviables y, obviamente, su relación con Marc era una de ellas.
Lo único que tenía que hacer era acordarse de eso.