Fingí un poderoso interés en la ciencia; y, a fuerza de simularlo, pronto me sentí realmente apegado a ella. Dejé de ser un hombre de negocios… Resolví dejar mi tierra natal, y mi retirada de la corte me dio una excusa plausible. Acudí al rey; subrayé el gran deseo que tenía de familiarizarme con las ciencias de Oriente, e insinué que mis viajes incluso podrían resultarle a él de provecho.
MONTESQUIEU
Sería útil explicar cómo el arenoso país de Brandeburgo llegó a ejercer un poder tal que se han dirigido contra él mayores esfuerzos de los que nunca se congregaron contra Luis XIV.
VOLTAIRE
EL ASEDIO
Desde la eclosión del islam en los desiertos árabes en el siglo VII ha habido repetidos choques entre Occidente y Oriente. Los seguidores de Mahoma emprendieron la yihad contra los de Jesucristo, y los cristianos les devolvieron el cumplido con las cruzadas a Tierra Santa —nueve en total entre 1095 y 1272— y la reconquista de España y Portugal. Durante la mayor parte de los últimos trescientos años, salvo algún que otro raro revés temporal, Occidente ha ganado constantemente este choque de civilizaciones. Una de las principales razones de ello ha sido la superioridad de la ciencia occidental. Esta ventaja, sin embargo, no ha existido siempre.1
No fue solo el fervor religioso el que permitió a los sucesores del profeta Mahoma establecer un califato que a mediados del siglo VIII se extendió desde España, a través del norte de África y por el corazón del territorio árabe, hacia el norte por Siria y el Cáucaso, y luego hacia el este por Persia y Afganistán; es decir, ininterrumpidamente desde Toledo hasta Kabul. El califato abasí se hallaba en la vanguardia de la ciencia. En la Bayt al-Hikma (Casa del Saber) fundada en el siglo IX en Bagdad por el califa Harun al-Rashid, se tradujeron al árabe textos griegos de Aristóteles y de otros autores. El califato también produjo lo que algunos consideran los primeros hospitales propiamente dichos, como el «bimaristán» establecido en Damasco por el califa al-Walid ibn Abd al-Malik en 707, que se diseñó para curar en lugar de limitarse a acoger enfermos. Asimismo, el califato albergó lo que algunos consideran la primera institución de enseñanza superior, la Universidad de Qarawiyyin, fundada en Fez en 859. Basándose en los fundamentos griegos y sobre todo indios, los matemáticos musulmanes establecieron el álgebra (del árabe al-yabr, «reducción») como una disciplina independiente de la aritmética y la geometría. El primer manual algebraico fue el Libro recopilatorio sobre el cálculo por compleción y equilibrio (Hisab al-yabr w’al-muqabalah), escrito en árabe por el erudito persa Muhammad ibn Musa al-Jwarizmi (al-Juarismi) en torno al año 820. El primer científico verdaderamente experimental fue también un musulmán: Abu Ali al-Hasan ibn al-Haytham, conocido en Occidente como Alhazen (c. 965-1039), cuyo Tratado de óptica en siete volúmenes echó por tierra toda una serie de antiguos errores, en especial la idea de que podemos ver objetos porque nuestros ojos emiten luz. Fue Alhazen quien primero dedujo por qué un proyectil tenía más probabilidades de penetrar en una pared si la alcanzaba perpendicularmente, quien primero discernió que las estrellas no eran cuerpos sólidos, y quien construyó la primera cámara oscura, la cámara con un agujero que todavía hoy se utiliza para introducir a los escolares en la ciencia de la óptica. Sus estudios fueron posteriormente ampliados por el trabajo del erudito persa de finales del siglo XII Kamal al-Din al-Farisi sobre el arco iris.2 Occidente está en deuda con el mundo musulmán medieval, tanto por haber preservado el saber clásico como por haber generado nuevos conocimientos en cartografía, medicina y filosofía, así como en matemáticas y óptica. El pensador inglés Roger Bacon así lo reconoció: «La filosofía proviene de los musulmanes».3
Entonces, ¿cómo es que el mundo musulmán llegó a quedarse atrás con respecto a Occidente en el ámbito de la ciencia? ¿Y en qué medida exacta ayudó la revolución científica a la civilización occidental a hacerse dueña del mundo, tanto en el ámbito militar como en el académico? Para responder a estas preguntas debemos retroceder más de tres siglos, a la última vez en que un imperio islámico amenazó seriamente la seguridad de Occidente.
Corría el año 1683, y una vez más —como ya había ocurrido en 1529— un ejército otomano se hallaba a las puertas de Viena. Lo mandaba Kara Mustafa Köprülü, gran visir del sultán Mehmed IV.
Los otomanos, una dinastía anatolia establecida en las ruinas del Imperio bizantino, habían sido los abanderados del islam desde que conquistaran Constantinopla en 1453. Su imperio carecía de la gran extensión hacia el este del califato abasí,* pero había logrado difundir el islam en territorios hasta entonces cristianos: no solo los antiguos reinos bizantinos de las dos orillas del Bósforo y los Dardanelos, sino también Bulgaria, Serbia y Hungría. Belgrado había caído en manos de los otomanos en 1521, y Buda en 1541. La potencia naval otomana también había sometido a Rodas (1522). Puede que Viena sobreviviera (como Malta), pero, habiendo extendido asimismo el dominio otomano desde Bagdad hasta Basora, desde Van en el Cáucaso hasta Adén en la desembocadura del mar Rojo, y a lo largo de la costa de Berbería desde Argel hasta Trípoli, Solimán el Magnífico (1520-1566) podría proclamar legítimamente: «Soy el sultán de sultanes, el soberano de soberanos, el distribuidor de coronas a los monarcas del globo, la sombra de Dios en la Tierra».* La mezquita de Estambul que lleva su nombre constituye una perdurable reivindicación de sus pretensiones de grandeza. Menos conocido es el hecho de que Solimán también construyó una facultad de medicina (la Dâruttib o Süleymaniye Tip Medresesi).4 Legislador y poeta de talento, Solimán ejerció a la vez el poder religioso, político y económico (incluido el poder de establecer los precios). A sus ojos, el poderoso emperador Carlos V era simplemente «el rey de Viena»,5 y los mercaderes aventureros de Portugal no eran más que piratas. Con Solimán en el trono, no resultaba en absoluto inconcebible que los otomanos plantaran cara y superaran al desafío portugués en el océano Índico.6
Para el diplomático de finales del siglo XVI Ogier Ghiselin de Busbecq, enviado a la corte otomana, el contraste entre los imperios Habsburgo y otomano resultaba extremadamente alarmante:
Me estremezco al pensar en cuál ha de ser el resultado de una lucha entre sistemas tan distintos; uno de nosotros ha de prevalecer y el otro será destruido, en cualquier caso no podemos existir ambos de forma segura. De su parte está la inmensa riqueza de su imperio, recursos intactos, experiencia y práctica en las armas, una soldadesca veterana, una serie ininterrumpida de victorias, disposición a resistir las dificultades, unión, orden, disciplina, frugalidad y vigilancia. De la nuestra se encuentra una hacienda vacía, hábitos lujosos, recursos agotados, espíritus quebrantados, una soldadesca tosca e insubordinada, y codiciosas reyertas; no hay respeto por la disciplina, el libertinaje se extiende por todas partes, los hombres se complacen en la embriaguez y la depravación, y, lo peor de todo, el enemigo está acostumbrado a la victoria, y nosotros a la derrota. ¿Podemos dudar de cuál ha de ser el resultado?7
El siglo XVII presenció aún mayores ganancias para los otomanos. En 1669 conquistaron Creta, y el dominio del sultán se extendió incluso hasta Ucrania occidental. También como potencia naval los otomanos seguían siendo formidables.8 En consecuencia, los acontecimientos de 1683 serían la materialización de lo que Occidente temía desde hacía tiempo. En vano el emperador del Sacro Imperio Romano, Leopoldo I,* se adhirió a la paz firmada en Vasvár en 1664.9 Y en vano se dijo a sí mismo que Luis XIV era la amenaza más seria para él.
En el verano de 1682 el sultán hizo su primer movimiento, reconociendo al rebelde magiar Imre Thököly como rey de Hungría a cambio de que este reconociera a su vez el protectorado otomano (en la práctica, que aceptara que Hungría fuera un Estado vasallo). En el transcurso del invierno siguiente se reunió en Adrianópolis una fuerza inmensa, que luego se desplegó en Belgrado. En junio de 1683, los turcos habían penetrado en territorio de los Habsburgo. A principios de julio habían tomado Győr. Mientras tanto, en Viena, Leopoldo se inquietaba. Las defensas de la urbe resultaban angustiosamente insuficientes, y la Guardia de la Ciudad se había visto diezmada por un reciente brote de peste. Las deterioradas fuerzas de los Habsburgo, bajo el mando de Carlos de Lorena, parecían incapaces de detener el avance otomano. Aun así, el enviado de Leopoldo en Estambul le dio a este falsas esperanzas, asegurándole que las fuerzas turcas eran «mediocres».10
El 13 de julio de 1683, esas fuerzas supuestamente «mediocres» —un ejército otomano de 60.000 efectivos entre jenízaros y caballería cipaya, apoyado por 80.000 soldados auxiliares balcánicos y un temible contingente de tártaros— llegaron a las puertas de Viena. Ostentaba el mando absoluto el gran visir Kara Mustafa Köprülü, cuyo apodo de Kara —«el Negro»— aludía a su carácter tanto como a su tez: así, por ejemplo, después de tomar una ciudad polaca en 1674, había desollado vivos a sus prisioneros. Tras montar su campamento a 450 pasos de las murallas de la ciudad, Kara Mustafa dio a elegir a sus defensores:
¡Aceptad el islam, y vivid en paz bajo el sultán! ¡O entregad la fortaleza, y vivid en paz bajo el sultán como cristianos; y si algún hombre lo prefiere, que se marche pacíficamente, llevándose sus bienes consigo! ¡Pero si insistís [en resistir], entonces la muerte o la expoliación o la esclavitud serán el destino de todos vosotros!11
Cuando los conquistadores musulmanes de Bizancio se enfrentaron a los herederos cristianos de Roma, sonaron campanas en toda Europa Central, convocando a los fieles a rezar por la intercesión divina. Las pintadas de los muros de la catedral de San Esteban daban una idea de cuál era el talante en Viena: «¡Mahoma, perro, vuelve a tu casa!». Ese, sin embargo, fue el límite máximo de desafío al que llegó Leopoldo. Por más que la idea de huir ofendiera su «sentido de la dignidad», le persuadieron de que se escabullera para ponerse a salvo.
El propio campamento otomano era en sí mismo una afirmación de autoconfianza. Kara Mustafa tenía un jardín plantado delante de su propia y suntuosa tienda.12 El mensaje era evidente: los turcos tenían tiempo para hacer pasar hambre a los vieneses hasta que se rindieran si era necesario. Desde el campamento, y a través de las murallas de la ciudad, llegaba una música extraña y amenazadora cuando los otomanos batían sus inmensos tambores kös. Pero aquel sonido servía también para tapar el ruido de las palas con las que los turcos cavaban túneles y trincheras cubiertas. La detonación de una enorme mina el 25 de julio logró romper la empalizada de la ciudad, la primera línea de defensa. Otra potente explosión abrió una vía hasta el atrincheramiento de los austríacos en el revellín, una fortificación triangular externa independiente. El 4 de septiembre los turcos estuvieron a punto de superar a los defensores de la propia fortificación central.
Pero entonces, fatalmente, Kara Mustafa vaciló. Se aproximaba el otoño. Sus líneas de comunicación con el territorio otomano estaban desbordadas. Sus hombres se estaban quedando sin provisiones. Y él no estaba seguro de cuál habría de ser su siguiente movimiento si de hecho lograba tomar Viena. La vacilación de los turcos le dio a Leopoldo un tiempo vital que aprovechó para organizar una fuerza de rescate. Antes de la invasión otomana había firmado un tratado de defensa mutua con el reino de Polonia, de modo que fue el recién elegido rey polaco Juan III Sobieski el encargado de conducir a la fuerza conjunta polaco-germana de 60.000 efectivos hacia Viena. Sobieski ya no era ningún joven, pero estaba ávido de gloria. La que mandaba era de hecho una fuerza heterogénea: polacos, bávaros, francos y sajones, además de las tropas de los Habsburgo. Y avanzaba hacia Viena con lentitud, entre otras cosas porque el conocimiento de la geografía austríaca de su líder era bastante precario. Pero finalmente, en las primeras horas del 12 de septiembre de 1683, se inició el contraataque con una andanada de fuego de proyectiles. Las fuerzas otomanas se dividieron: unos seguían intentando desesperadamente penetrar en la ciudad, mientras otros luchaban en la retaguardia contra el avance de la infantería polaca. Kara Mustafa había hecho muy poco por defender las rutas de aproximación. A las 5 de la tarde, Sobieski lanzó su caballería en una carga masiva a toda carrera desde el Kahlenberg, el monte que domina Viena, directamente hacia el campamento otomano. Tal como narraría un testigo presencial turco, los húsares polacos parecían «como una marea de color negro que descendiera de la montaña, arrasando todo lo que tocaba». La fase final de la batalla fue feroz, pero se decidió con rapidez. Sobieski entró en la tienda de Kara Mustafa, que encontró vacía. El sitio de Viena había terminado.
Aclamado por los defensores vieneses como su salvador, Sobieski estaba exultante, parafraseando las famosas palabras de César: «Llegamos, vimos, y Dios conquistó». El cañón otomano capturado se fundió para hacer una nueva campana para San Esteban, que se decoró con seis cabezas turcas grabadas en relieve. Tras batirse en retirada, Kara Mustafa pagó el máximo precio por su fracaso. En Estrigonia los turcos sufrieron tan severa derrota que el sultán ordenó su ejecución inmediata, y fue estrangulado a la manera tradicional otomana, con una cuerda de seda.
La liberación de Viena desencadenó toda una serie de leyendas: que la media luna de las banderas turcas inspiró la forma del cruasán,* que el café otomano abandonado se empleó para fundar la primera cafetería vienesa y hacer el primer capuchino, y que los instrumentos de percusión capturados a los turcos (platillos, triángulos y bombos) fueron adoptados por las bandas militares austríacas. Pero la verdadera importancia histórica del acontecimiento fue mucho mayor. Para el Imperio otomano, este segundo intento fallido de tomar Viena marcó el principio del fin, un momento de máxima tensión imperial con consecuencias desastrosas a largo plazo. En una batalla tras otra, culminando en la aplastante victoria del príncipe Eugenio de Saboya en Zenta, en 1697, los otomanos fueron expulsados de casi todos los territorios europeos conquistados por Solimán el Magnífico. La Paz de Karlowitz, por la que el sultán renunció a toda pretensión sobre Hungría y Transilvania, fue una humillación.13
El levantamiento del sitio de Viena no solo marcó un punto de inflexión en la lucha secular entre el cristianismo y el islam; también representó un momento decisivo en el auge de Occidente. Es cierto que en el campo de batalla, en 1683, los dos bandos parecían estar bastante igualados. De hecho, en muchos aspectos tampoco había demasiada diferencia entre ellos. Los tártaros luchaban en ambos bandos. Las tropas cristianas de Moldavia y Valaquia, controladas por los otomanos, se vieron obligadas a apoyar a estos. Las numerosas pinturas y grabados de la campaña dejan claro que las diferencias entre los dos ejércitos eran de vestimenta más que de índole tecnológica o táctica. Pero el momento exacto del asedio tuvo una importancia significativa, y ello porque los últimos años del siglo XVII fueron un tiempo de cambios acelerados en Europa en dos campos cruciales: la filosofía natural (como se denominaba entonces a la ciencia) y la teoría política. Los años posteriores a 1683 presenciaron profundos cambios en el modo en que la mente occidental concebía tanto la naturaleza como el gobierno. En 1687, Isaac Newton publicó sus Principia. Tres años más tarde, su amigo John Locke publicaba su segundo Tratado sobre el gobierno civil. Si algo vino a diferenciar a Occidente de Oriente fue la muy distinta medida en que aquel nuevo y profundo conocimiento fue sistemáticamente estudiado y aplicado.
El largo retroceso otomano a partir de 1683 no fue algo económicamente condicionado. Estambul no era una ciudad más pobre que sus vecinas más cercanas de Europa Central, ni tampoco el Imperio otomano tardó más que muchas otras partes de Europa en adherirse al comercio global y, más tarde, a la industrialización.14 La explicación del declive de la China imperial propuesta en el capítulo anterior no es aplicable aquí: en los territorios otomanos no había escasez de competencia económica ni de entidades corporativas autónomas como los gremios;15 y había asimismo una extensa competencia entre otomanos, safawíes y mogoles. Tampoco cabe entender la decadencia otomana simplemente como una consecuencia de la creciente superioridad militar de Occidente.16 Un examen minucioso revela que dicha superioridad se basaba en mejoras en la aplicación de la ciencia a la guerra y en la racionalidad del gobierno. En el siglo XV, como ya hemos visto antes, la competencia política y económica había dado a Occidente una ventaja crucial sobre China; en el XVIII, su superioridad sobre Oriente era un asunto de potencia intelectual tanto como de potencia de fuego.
MICROGRAFÍA
Lejos de ser recto y directo, el camino de Europa hacia la revolución científica y la Ilustración resultó más bien largo y tortuoso. Tuvo su origen en el principio cristiano fundamental de que la Iglesia y el Estado debían estar separados. «Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo, 22, 21) es una prescripción radicalmente distinta de las del Corán, que insiste en la indivisibilidad de la ley de Dios tal como fue revelada al Profeta y en la unidad de cualquier estructura de poder basada en el islam. Fue la distinción de Cristo entre lo temporal y lo espiritual, y delineada en el siglo V por La ciudad de Dios de san Agustín (en oposición a «la ciudad del hombre» del Imperio romano), la que permitió a los posteriores gobiernos europeos oponerse a las pretensiones políticas del papado romano; de hecho, hasta la reafirmación del poder papal con la investidura del clero por parte de Gregorio VII (1073-1085), eran las autoridades seculares las que amenazaban con convertir al Papa en un títere.
Europa antes de 1500 era un valle de lágrimas, pero no de ignorancia. En el Renacimiento se redescubrieron numerosos estudios clásicos, a menudo gracias al contacto con el mundo musulmán. Hubo asimismo innovaciones importantes. El siglo XII presenció el nacimiento de la polifonía, un avance revolucionario en la historia de la música occidental. Robert Grosseteste planteó la crucial importancia del método experimental, una idea que secundó Roger Bacon en el siglo XIII. Alrededor de 1413, Filippo Brunelleschi inventó la perspectiva lineal en la pintura. La primera novela propiamente dicha fue La vida de Lazarillo de Tormes (1500), de autor anónimo. Pero un avance aún más decisivo que el Renacimiento fue el advenimiento de la Reforma protestante y la consiguiente fragmentación del cristianismo de Occidente a partir de 1517. Ello se debió en gran medida al papel revolucionario de la imprenta, seguramente la innovación tecnológica más importante del período anterior a la revolución industrial. Como hemos visto, los chinos pueden afirmar que inventaron la impresión con una prensa (véase el capítulo 1); pero el sistema de tipos móviles metálicos de Gutenberg era más flexible y dimensionable que todo lo desarrollado en China. Como él mismo dijo, «el maravilloso concierto, proporción y armonía de cuños y tipos» permitía una rapidísima producción de folletos y libros. Era aquella una tecnología demasiado potente para ser monopolizada (como Gutenberg esperaba que ocurriera). En el plazo de solo unos años desde su trascendental invención en Maguncia, surgieron imitadores —en especial el inglés William Caxton— que establecieron imprentas en Colonia (1464), Basilea (1466), Roma (1467),Venecia (1469), Nuremberg, Utrecht, París (1470), Florencia, Milán, Nápoles (1471), Augsburgo (1472,), Budapest, Lyon, Valencia (1473), Cracovia, Brujas (1474), Lübeck, Breslavia (1475),Westminster, Rostock (1476), Ginebra, Palermo, Mesina (1478), Londres (1480), Amberes, Leipzig (1481), Odense (1482) y Estocolmo (1483).17 Ya en 1500 había más de 200 talleres de impresión solo en Alemania. En 1518 se publicaron un total de 150 obras impresas en alemán; una cifra que aumentó a 260 en 1519, 570 en 1520 y 990 en 1524.
Ningún otro autor se benefició más de esta explosión de publicaciones que Martín Lutero, sobre todo porque supo ver el potencial de escribir en lengua vernácula en lugar de en latín. Empezando modestamente por la introducción a una edición de la Teología germánica y los siete Salmos Penitenciales, él y el impresor Johann Grunenberg, de Wittenberg, pronto inundaron el mercado alemán de panfletos religiosos críticos con las prácticas de la Iglesia católica. La invectiva más famosa de Lutero, las 95 Tesis contra la venta de indulgencias de la Iglesia (como forma de penitencia por el pecado), inicialmente no fue publicada, sino clavada en la puerta de la Iglesia del castillo de Wittenberg. Pero no pasó mucho tiempo sin que aparecieran impresas numerosas copias de las tesis.18 El mensaje de Lutero era que «la fe sola, sin obras, justifica, libera y salva», y que todos los hombres eran «sacerdotes por siempre… dignos de aparecer ante Dios, de rezar por otros, y de enseñarse mutuamente unos a otros las cosas que son de Dios».19 Esta idea de un sacerdocio autodidacta «de todos los creyentes» era en sí misma radical. Pero fue la imprenta la que la hizo viable, a diferencia del anterior desafío de Jan Hus al poder papal, que había sido aplastado sin piedad como todas las herejías medievales. En el plazo de solo unos años los panfletos de Lutero se extendieron por toda Alemania, a pesar de que en 1521 el Edicto de Worms ordenaba su quema. De los treinta sermones y otros escritos que Lutero publicó entre marzo de 1517 y el verano de 1520, se imprimieron unas 370 ediciones. Si la tirada media de una edición era de mil ejemplares, entonces había en circulación alrededor de un tercio de millón de ejemplares de sus obras en esa última fecha. Entre 1521 y 1545, solo Lutero fue responsable de la mitad de todas las publicaciones en favor de la Reforma.20
Debido a su énfasis en la lectura individual de las Escrituras y en la «enseñanza mutua», el nuevo medio era ciertamente el mensaje de la Reforma. Sin embargo, como en tantos otros aspectos de la supremacía occidental, también aquí la competencia comercial desempeñó un papel. El propio Lutero se quejaba de que sus editores eran «sórdidos mercenarios» que se preocupaban más «de sus ganancias que del público».21 En realidad, los beneficios económicos de la imprenta se hicieron extensivos a toda la sociedad. A lo largo del siglo XVI, las ciudades con imprentas crecieron mucho más rápidamente que las que carecían de ellas.22
Crucialmente, la impresión difundió también otras enseñanzas además de las de Lutero. El Nuevo Testamento fue impreso inicialmente en inglés en 1526, en traducción de Matthew Tyndale, permitiendo así por primera vez a los laicos que sabían leer examinar las Escrituras por sí mismos. Puede que los religiosos conservadores denunciaran aquel «ingenio infame» que era la imprenta y añoraran con nostalgia un «tiempo feliz en el que todo el saber estaba en manuscrito, y algún pequeño funcionario… guardaba las llaves de la biblioteca».23 Pero aquellos días se habían ido para siempre. Como el ministro de Enrique VIII Tomás Moro supo comprender de inmediato, hasta los que se oponían a la Reforma no tenían otra opción que unirse a la batalla en la letra impresa. El único modo de limitar la difusión por toda Escocia e Inglaterra de la Biblia de Ginebra de los calvinistas (1560) fue que el rey Jacobo VI encargara una versión «autorizada» alternativa, que constituyó el tercero y más exitoso intento de producir una traducción oficial inglesa.* La imprenta también sirvió para desvelar y difundir las obras de los filósofos antiguos, especialmente Aristóteles, cuyo De anima se publicó en traducción moderna en 1509, así como de humanistas anteriores a la Reforma como Nicolaus Marschalk y Georgius Sibutus. Ya en 1500 habían aparecido impresas más de un millar de obras científicas y matemáticas, entre ellas De rerum natura de Lucrecio, que había sido redescubierta en 1417; De re medica de Celso, una compilación romana de la ciencia médica griega, y versiones latinas de las obras de Arquímedes.24 Los impresores italianos desempeñaron un papel especialmente importante en la difusión de técnicas aritméticas y contables comercialmente útiles en obras como la Aritmética de Treviso (1478) y la Summa de arithmetica, geometria, proportioni et proportionalita de Luca Pacioli (1494).
Quizá resulte aún más notable, en una época en que los panfletos antiturcos eran casi tan populares como los pasquines contra el Papa en Alemania,25 que el Corán se tradujera al latín y fuera publicado en Basilea por el impresor Johannes Oporinus. Cuando en 1542 el ayuntamiento de Basilea prohibió la traducción y confiscó los ejemplares disponibles, el propio Lutero escribió en defensa de Oporinus:
Me ha sorprendido que alguien haya podido hacer algo tan doloroso para Mahoma o los turcos, algo que puede causarles tanto daño (más que con todo el armamento), como traer su Corán a los cristianos a la luz del día, donde ellos pueden ver qué clase de libro absolutamente maldito, abominable y pésimo es, lleno de mentira, fábulas y abominaciones que los turcos ocultan y disimulan… para honrar a Cristo, para hacer el bien a los cristianos, para perjudicar a los turcos y fastidiar al diablo, liberad este libro y no lo retengáis… Hay que abrir las llagas y heridas para poder curarlas.26
Así, en 1543 se publicaron tres ediciones, a las que seguiría una cuarta siete años más tarde. Nada podría ilustrar mejor la apertura de la mente europea que siguió a la Reforma.
Obviamente, no todo lo que se publicaba contribuía a aumentar el conocimiento humano. Gran parte de lo que salió de las imprentas en los siglos XVI y XVII fue claramente destructivo, como las 29 ediciones del Malleus maleficarum («Martillo de las brujas») que aparecieron entre 1487 y 1669 legitimando la persecución de la brujería, una manía paneuropea que se calcula que mató entre 12.000 y 45.000 personas, la mayoría mujeres.27 Para el público que iba a ver el Doctor Fausto de Christopher Marlowe, estrenada en 1592, la idea de que un erudito alemán pudiera vender su alma a Satán a cambio de veinticuatro años de poder y placeres ilimitados resultaba completamente creíble:
Por él seré el más grande emperador del mundo y haré un puente sobre el movedizo aire para pasar el océano con una hueste. Uniré las montañas que rematan la costa africana y juntaré a España ese país, y a los dos los haré tributarios de mi corona. No vivirá el emperador sin licencia mía, ni potentado alguno de Alemania.
Sin embargo, solo setenta años más tarde Robert Hooke pudo publicar su Micrographia (1665), una celebración triunfal del empirismo científico:
Por medio de telescopios, no hay nada tan distante que no pueda ser representado ante nuestra vista; y con la ayuda de microscopios, no hay nada tan pequeño que escape a nuestra investigación; de ahí que haya un nuevo mundo visible descubierto a nuestro entendimiento. Por este medio el firmamento se ha abierto, y un vasto número de nuevas estrellas, y nuevos movimientos, y nuevas producciones aparecen en él, a las que todos los astrónomos antiguos fueron completamente extraños. Por ello la propia Tierra, que yace tan cerca de nosotros, bajo nuestros pies, nos parece algo completamente nuevo… Quizá nos sea posible discernir todos los mecanismos secretos de la naturaleza. ¿Qué no cabe esperar de ello si se realiza a conciencia? La conversación y la discusión de argumentos pronto se convertirán en trabajos; todos los hermosos sueños de opiniones, y naturalezas metafísicas universales, que concibió la exuberancia de cerebros sutiles, se desvanecerán con rapidez, y darán paso a sólidas historias, experimentos y obras. Y como en el principio la humanidad cayó al probar el Árbol del Conocimiento prohibido, así nosotros, su posteridad, podemos ser en parte restituidos del mismo modo, no solo observando y contemplando, sino también probando esos frutos del conocimiento natural que nunca estuvieron prohibidos. A partir de ahí se puede ayudar al mundo con una variedad de invenciones, se puede recopilar nuevo material para las ciencias, mejorar lo viejo, y quitarle su herrumbre.
El uso que hizo Hooke del término célula para definir una unidad microscópica de materia orgánica fue solo uno de entre toda una serie de avances conceptuales, asombrosamente agrupados tanto en el tiempo como en el espacio, que redefinieron fundamentalmente el conocimiento humano del mundo natural.
Puede decirse que la revolución científica se inició con avances casi simultáneos en el estudio de los movimientos planetarios y la circulación de la sangre. Pero el microscopio de Hooke llevó la ciencia a una nueva frontera al revelar lo que hasta entonces había sido invisible al ojo humano. La Micrographia fue un manifiesto del nuevo empirismo, un mundo completamente alejado del de la brujería de Fausto. Sin embargo, la nueva ciencia tenía que ver con algo más que la mera observación precisa. Empezando por Galileo, tenía que ver también con la experimentación sistemática y la identificación de relaciones matemáticas. Las posibilidades de las matemáticas se ampliaron a su vez cuando Isaac Newton y Gottfried Leibniz desarrollaron, respectivamente, el cálculo infinitesimal y el cálculo diferencial. Por último, la revolución científica fue también una revolución filosófica cuando René Descartes y Baruch Spinoza echaron por tierra las teorías tradicionales tanto sobre la percepción como sobre la razón. Se puede decir, sin temor a exagerar, que esta cascada de innovaciones intelectuales dieron lugar a la anatomía, astronomía, biología, química, geología, geometría, matemáticas, mecánica y física modernas. Nada mejor para ilustrar su naturaleza que una sucinta relación de los 29 avances más importantes del período comprendido entre 1530 y 1789.*
1530
Paracelso inicia la aplicación de la química a la fisiología y la patología.
1543
Nicolás Copérnico, en De revolutionibus orbium coelestium, establece la teoría heliocéntrica del sistema solar.
De humani corporis fabrica, de Andrés Vesalio, sustituye al manual anatómico de Galeno.
1546
De natura fossilium, de Georgius Agricola, clasifica los minerales e introduce el término fósil.
1572
Tycho Brahe registra la primera observación europea de una supernova.
1589
Las pruebas de Galileo sobre la caída de los cuerpos (publicadas en De motu) revolucionan el método experimental.
1600
William Gilbert, en De magnete, magnetique corporibus, describe las propiedades magnéticas de la tierra y la electricidad.
1604
Galileo descubre que un cuerpo en caída libre recorre una distancia proporcional al cuadrado del tiempo.
1608
Hans Lippershey y Zacharias Jansen inventan por separado el telescopio.
1609
Galileo realiza las primeras observaciones telescópicas del cielo nocturno.
1610
Galileo descubre cuatro de las lunas de Júpiter y deduce que la Tierra no está en el centro del universo.
1614
John Napier introduce los logaritmos en su Mirifici lo garith mo rum canonis descriptio.
1628
William Harvey escribe Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus, donde describe con precisión la circulación de la sangre.
1637
René Descartes, en «La geometría», un apéndice a su Discurso del método, funda la geometría analítica.
1638
Galileo, en su Discorsi e dimonstrazioni matematiche, funda la mecánica moderna.
1640
Pierre de Fermat establece la teoría de los números.
1654
Fermat y Blaise Pascal establecen la teoría de la probabilidad.
1661
Robert Boyle, en El químico escéptico, define los elementos y el análisis químico.
1662
Boyle establece la ley que lleva su nombre, que afirma que el volumen que ocupa una masa de gas constante en un recipiente es inversamente proporcional a la presión que esta ejerce.
1669
Isaac Newton, en De analysi per aequationes numero terminorum infinitas, presenta la primera exposición sistemática del cálculo, desarrollado independientemente por Gottfried Leibniz.
1676
Anton van Leeuwenhoek descubre los microorganismos.
1687
Newton, en su Philosophiae naturalis principia mathematica, expone la ley de gravitación universal y las leyes del movimiento.
1735
Carl von Linneo, en Systema naturae, introduce la clasificación sistemática de los géneros y especies de organismos.
1738
Daniel Bernoulli, en su Hidrodinámica, expone el principio que lleva su nombre y establece el estudio matemático de los fluidos y la teoría cinética de gases.
1746
Jean-Étienne Guettard realiza los primeros mapas geológicos propiamente dichos.
1755
Joseph Black identifica el dióxido de carbono.
1775
Antoine Lavoisier describe de forma precisa la combustión.
1785
James Hutton, en «Concerning the System of the Earth», establece la visión uniformista de la evolución de la Tierra.
1789
Lavoisier, en su Tratado elemental de química, establece la ley de la conservación de la materia.
A mediados de 1600, esta clase de conocimiento científico se propagaba tan rápidamente como lo había hecho la doctrina de la Reforma protestante un siglo antes. La imprenta y la creciente fiabilidad de los servicios postales se combinaron para crear una extraordinaria red, pequeña para los estándares modernos, pero más potente que nada de lo alcanzado hasta entonces por una comunidad de eruditos. Hubo, obviamente, mucha resistencia intelectual, como ocurre siempre cuando cambia el paradigma, esto es, el propio marco conceptual.28 De hecho, parte de esa resistencia venía de dentro. El propio Newton coqueteó con la alquimia. Hooke casi se mató con remedios de curandero para la indigestión. No fue nada fácil para aquellos hombres reconciliar la nueva ciencia con la doctrina cristiana, a la que pocos estaban dispuestos a renunciar.29 Pero sigue siendo innegable que fue una revolución intelectual aún más transformadora que la revolución religiosa que la precedió e involuntariamente la engendró. Se establecieron las reglas básicas de la investigación científica, incluida la difusión de los hallazgos y la atribución del mérito al primero que los publica. «Su primera carta [trabajo] me bautizó en la religión newtoniana —le escribía el joven e ingenioso filósofo francés François-Marie Arouet (más conocido por su seudónimo de Voltaire) a Pierre-Louis Moreau de Maupertuis después de que este publicara el Discurso sobre las diferentes figuras de los astros en 1732—, y la segunda me dio la confirmación. Le agradezco sus sacramentos.»30 Era, obviamente, una ironía, pero a la vez reconocía la naturaleza reveladora de la nueva ciencia.
Quienes critican el «eurocentrismo» como si fuera un prejuicio desagradable tienen un problema: la revolución científica fue, desde cualquier perspectiva científica, totalmente eurocéntrica. Una proporción asombrosamente alta de sus figuras clave —alrededor del 80 por ciento— se originaron en un hexágono delimitado por Glasgow, Copenhague, Cracovia, Nápoles, Marsella y Plymouth, y casi todos los demás nacieron en un radio de 150 kilómetros de dicha zona.31 En marcado contraste con ello, en ese mismo período el progreso científico otomano era inexistente. La mejor explicación de esta divergencia es la ilimitada soberanía de la religión en el mundo musulmán. Hacia el final del siglo XI, los influyentes clérigos islámicos empezaron a argumentar que el estudio de la filosofía griega era incompatible con las enseñanzas del Corán.32 De hecho, era blasfemo sugerir que el hombre pudiera ser capaz de discernir la manera de actuar divina, que Dios siempre podía variar a voluntad. En palabras de Abu Hamid al-Ghazali, conocido en Occidente como Algazel y autor de La incoherencia de los filósofos, «es raro que alguien se consagre a esta ciencia [extraña] sin renunciar a la religión y soltar las riendas de la piedad dentro de sí».33 Bajo la influencia clerical, se restringió el estudio de la filosofía antigua, se quemaron libros y se persiguió a los llamados librepensadores; cada vez más, las madrasas pasaron a centrarse exclusivamente en la teología, en un momento en que las universidades europeas ampliaban el alcance de su erudición.34 El mundo musulmán también se resistió a la imprenta. Para los otomanos, la escritura era sagrada: sentían una reverencia religiosa por la pluma, y prefirieron el arte de la caligrafía al negocio de la impresión. «La tinta del erudito —se decía— es más sagrada que la sangre del mártir.»35 En 1515, un decreto del sultán Selim I había amenazado con la muerte a cualquiera a quien se descubriera usando una imprenta.36 Este fracaso a la hora de reconciliar el islam con el progreso científico habría de resultar catastrófico. Los científicos musulmanes, que antaño proporcionaran a los eruditos europeos ideas e inspiración, quedaron aislados de las últimas investigaciones. Si la revolución científica fue generada por una «red», entonces cabe decir que en la práctica el Imperio otomano se quedó offline. El único libro occidental traducido a una lengua de Oriente Próximo hasta finales del siglo XVIII fue un libro de medicina sobre el tratamiento de la sífilis.37
Nada ilustra mejor esta divergencia que el destino del observatorio construido en Estambul en la década de 1570 por el renombrado erudito Takiyüddin al-Rashid (Taqi al-Din). Nacido en Siria en 1521, y educado en Damasco y El Cairo, Taqi al-Din fue un científico de talento, autor de numerosos tratados sobre astronomía, matemáticas y óptica. Diseñó sus propios relojes astronómicos, sumamente precisos, y hasta experimentó con la energía de vapor. A mediados de la década de 1570, en su calidad de astrónomo principal del sultán, logró convencer a este para que se construyera un observatorio. Según todas las descripciones, la Daru’r-Rasadü’l-Cedid (Casa de las Nuevas Observaciones) era una construcción sofisticada, comparable al famoso observatorio del danés Tycho Brahe, el Uraniborg. Pero el 11 de septiembre de 1577, el avistamiento de un cometa sobre Estambul propició las solicitudes de interpretación astrológica del hecho. Imprudentemente, según algunos relatos, Taqi al-Din lo interpretó como el presagio de una inminente victoria de los militares otomanos. Pero el jeque ul-Islam Kadizade, el clérigo de mayor rango de la época, persuadió al sultán de que el hecho de que Taqi al-Din se adentrara en los secretos del firmamento era tan blasfemo como las tablas planetarias del astrónomo de Samarcanda Ulugh Beg, que supuestamente había sido decapitado por una temeridad similar. Así, en enero de 1580, apenas cinco años después de su finalización, el sultán ordenó la demolición del observatorio de Taqi al-Din.38 No habría otro observatorio en Estambul hasta 1868. Con tales métodos, el clero musulmán logró extinguir en la práctica la posibilidad del avance científico otomano; y ello en el mismo momento en el que las Iglesias cristianas de Europa relajaban sus restricciones a la libre investigación. Los avances europeos serían despreciados en Estambul como mera «vanidad».39 El legado de la antaño celebrada Casa del Saber del islam desapareció en una nube de piedad religiosa. Todavía a comienzos del siglo XIX se podía oír a Hüseyin Rifki Tamani, el director de la Mühendishane-i Cedide (Nueva Escuela de Ingeniería) de Estambul, explicando a sus alumnos: «El universo aparentemente es una esfera, y su centro es la Tierra… El Sol y la Luna giran alrededor del globo y se mueven a través de los signos del zodiaco».40
En la segunda mitad del siglo XVII, mientras los herederos de Osmán dormitaban, los gobernantes de toda Europa promovían activamente la ciencia, prescindiendo en gran medida de los reparos clericales. En julio de 1662, dos años después de su fundación en el Gresham College, la Royal Society of London for Improving Natural Knowledge (Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural) recibía sus reales estatutos de manos del rey Carlos II. Su objetivo era fundar una institución «para la promoción del conocimiento experimental físico-matemático». De manera significativa, y en las propias palabras del primer historiador de la Royal Society, sus fundadores
admitían libremente a hombres de diferentes religiones, países y profesiones. Estaban obligados a ello, pues de lo contrario no estarían a la altura de la grandeza de sus propias declaraciones. Ya que ellos declaran abiertamente no dar fundamento a una filosofía inglesa, escocesa, irlandesa, papista o protestante; sino a una filosofía de la humanidad… Al naturalizarse ciudadanos de todos los países, han sentado las bases de muchas grandes ventajas para el futuro. Ya que, por este medio, podrán establecer una inteligencia constante que se extienda a todas las naciones civiles; y hacer de la Royal Society el banco general y el puerto franco del mundo.41
Cuatro años después se creó en París la Académie Royale des Sciences (Real Academia de las Ciencias), inicialmente como un centro pionero de la cartografía.42 Ambas academias, la inglesa y la francesa, se convirtieron en los modelos de instituciones similares en toda Europa. Entre los fundadores de la Royal Society figuraba Christopher Wren, arquitecto, matemático, científico y astrónomo. Cuando en 1675 Carlos II encargó a Wren que diseñara su Real Observatorio en Greenwich, seguramente no esperaba que predijera los resultados de las batallas. El rey sabía muy bien que la verdadera ciencia redundaba en el interés nacional.
Lo que hizo a la Royal Society tan importante no fue tanto el mecenazgo real como el hecho de que formaba parte de una nueva clase de comunidad científica, que permitía compartir las ideas y abordar los problemas colectivamente mediante un proceso de competencia abierta. El ejemplo clásico es el de la ley de la gravedad, que Newton no podría haber formulado sin los trabajos previos de Hooke. De hecho, la Royal Society —de la que Newton fue presidente en 1703— sería un eje central en la nueva red científica. Esto no equivale a sugerir que la ciencia moderna fuera, o sea, un trabajo exclusivamente de equipo. Entonces, como ahora, los científicos individuales actuaban por ambición tanto como por altruismo. Pero debido al imperativo de publicar los nuevos hallazgos, el conocimiento científico podía crecer de manera acumulativa, aunque a veces lo hiciera con amargura. Entre Newton y Hooke hubo una encarnizada disputa en torno a quién había identificado primero la ley gravitatoria del cuadrado inverso o la verdadera naturaleza de la luz.43 Newton tuvo una disputa igualmente desagradable con Leibniz, que rechazó la gravedad como algo que tenía «una cualidad oculta».44 De hecho, aquí se produjo una importante fisura intelectual entre el pensamiento metafísico del continente y la práctica empírica de las islas Británicas; y esta última, con su característica cultura del reajuste experimental y la observación paciente, siempre tuvo más probabilidades de producir los avances tecnológicos sin los que no podría haberse dado una revolución industrial (véase el capítulo 5).45 La línea que llevó de las leyes de Newton a la máquina de vapor de Thomas Newcomen —utilizada por primera vez para drenar las minas de carbón de Whitehaven en 1715— fue extraordinariamente corta y directa, aunque Newcomen no fuera más que un humilde ferretero de Dartmouth.46 No es casual que tres de las innovaciones tecnológicas más importantes del mundo —la máquina de vapor mejorada de James Watt (1764), el cronómetro para determinar la longitud de John Harrison (1761) y la hiladora hidráulica de Richard Arkwright (1769)— se inventaran en el mismo país y en la misma década.
Cuando Newton murió, en marzo de 1727, su cuerpo estuvo en capilla ardiente durante cuatro días en la abadía de Westminster, antes de un funeral en el que su ataúd fue transportado por dos duques, tres condes y el lord canciller. El servicio fúnebre fue observado por Voltaire, que se asombró ante la reverencia de que era objeto un científico de origen humilde. «He visto —escribiría el famoso filósofo a su regreso a Francia— a un profesor de matemáticas, solo porque fue grande en su vocación, enterrado como un rey que se hubiera portado bien con sus súbditos.» En Occidente, la ciencia y el gobierno se habían asociado. Y ningún monarca ejemplificaría mejor los beneficios de aquella sociedad que un amigo de Voltaire, Federico el Grande de Prusia.
OSMÁN Y FRITZ
Setenta años después del asedio de Viena, dos hombres personificaron la creciente brecha entre la civilización occidental y su rival musulmana en Oriente Próximo. En Estambul, el sultán Osmán III presidía indolente un Imperio otomano en decadencia, mientras que en Potsdam Federico el Grande promulgaba reformas que convertirían el Reino de Prusia en un sinónimo de eficacia militar y racionalidad administrativa.
Visto desde fuera, el Imperio otomano seguía pareciendo una autocracia tan impresionante como lo había sido en los días de Solimán el Magnífico. Pero en realidad, desde mediados del siglo XVII, el imperio se veía aquejado por serios problemas estructurales. Había una grave crisis fiscal, ya que el gasto público superaba a los ingresos tributarios, y una crisis monetaria debida a que la inflación, importada del Nuevo Mundo y empeorada por la devaluación de la moneda, hacía subir los precios (como también sucedía en Europa).47 Bajo el visirato de Mehmed Köprülü, su hijo Ahmed y su malhadado hijastro Kara Mustafa, había una lucha constante para cubrir los gastos de la enorme corte del sultán, para refrenar a los jenízaros —la antaño célibe infantería otomana que se había convertido en una especie de casta hereditaria con sus propias leyes— y para controlar las provincias más remotas del Imperio. La corrupción era generalizada. Las fuerzas centrífugas se fortalecían. El poder de la clase terrateniente, los cipayos, iba en disminución. Insurrectos como los celali en Anatolia desafiaban la autoridad central. Había asimismo conflictos religiosos entre clérigos ortodoxos como Kadizade, que atribuían todos los reveses otomanos a desviaciones de la palabra del Profeta,48 y místicos sufíes como Sivasi Efendi.49 Anteriormente, la burocracia otomana se había alimentado de esclavos (bajo el sistema denominado devshirme), a menudo cautivos procedentes de las comunidades cristianas de los Balcanes. Pero ahora la selección y promoción parecían depender más del soborno y el favoritismo que de la aptitud; la tasa de rotación se hizo absurdamente alta en la medida en que la gente competía con ferocidad por las ventajas del cargo.50 El deterioro de los estándares administrativos puede detectarse hoy en los archivos del gobierno otomano. Así, por ejemplo, el censo de 1458 es un documento meticuloso; en 1694, en cambio, los registros equivalentes se habían vuelto completamente descuidados, llenos de abreviaturas y tachones.51 Los funcionarios otomanos eran muy conscientes de tal deterioro, pero el único remedio que podían recomendar era una vuelta a los buenos tiempos de Solimán el Magnífico.52
Sin embargo, quizá el problema más grave fuera el descenso de calidad de los propios sultanes. El ritmo de renovación en el más alto cargo era elevado: hubo nueve sultanes entre 1566, cuando murió Solimán el Magnífico, y 1648, cuando Mehmed IV accedió al trono. De ellos, cinco fueron depuestos y dos asesinados. La poligamia implicaba que los sultanes otomanos no tenían las dificultades de los monarcas cristianos como Enrique VIII, cuya lucha por tener un heredero masculino había requerido nada menos que seis esposas, a dos de las cuales mandó ejecutar, mientras que de otras dos se divorció. En Estambul, en cambio, lo peligroso era ser uno de los generalmente numerosos hijos del sultán. Solo uno de ellos podía sucederle en el trono, y, hasta 1607, los demás eran invariablemente estrangulados como un seguro contra posibles desafíos a la sucesión. Era aquella una mala receta para el amor filial. El destino del talentoso hijo mayor de Solimán, Mustafa, no fue del todo atípico: murió asesinado en la propia tienda de su padre como resultado de las intrigas instigadas por la segunda esposa del sultán, su madrastra, en interés de sus propios hijos. Otro hijo, Bayezid, también fue estrangulado. En la accesión al trono de Mehmed III, en 1597, diecinueve de sus hermanos fueron ejecutados. A partir de 1607 esta práctica fue abandonada y reemplazada por el derecho de primogenitura. En lo sucesivo los hijos más jóvenes simplemente se verían confinados al harén —un término que significa literalmente «lo prohibido»—, donde vivían las esposas del sultán, sus concubinas y sus descendientes.53
Calificar el ambiente del harén de malsano sería quedarse corto. Osmán III se convirtió en sultán a la edad de cincuenta y siete años, después de haber pasado los cincuenta y un años previos prácticamente como un prisionero en el harén. Cuando salió de allí, casi en la más completa ignorancia del reino que se suponía que había de gobernar, había desarrollado tal odio a las mujeres que le dio por llevar calzado con suela de hierro. Al oír el ruido metálico de sus pasos, se esperaba que las damas del harén se apresuraran a apartarse fuera de su vista. Medio siglo esquivando a las concubinas difícilmente representaba la mejor preparación para el poder. Pero la vida de la realeza era muy distinta en los territorios situados al norte de los Balcanes.
«El gobernante es la primera persona del Estado —escribía Federico el Grande en 1752, en el primero de los dos Testamentos Políticos que dejaría a la posteridad—. Se le paga bien para que pueda mantener la dignidad de su cargo. Pero a cambio se le exige que trabaje eficazmente en favor del bienestar del Estado.»54 Un siglo antes se habían expresado sentimientos muy similares por parte de su bisabuelo el elector Federico Guillermo, cuya hazaña fue convertir el margraviato de Brandeburgo de un erial devastado por la guerra en el corazón del Estado más firmemente controlado de Europa Central; un Estado cuyas finanzas se basaban en la administración eficaz de los extensos dominios reales, cuyo orden social se basaba en una clase terrateniente que prestaba un leal servicio tanto sobre los caballos como tras los escritorios, y cuya seguridad se basaba en un bien entrenado ejército de campesinos. En el momento en que su hijo fue reconocido «rey de Prusia» en 1701, el reino de Federico Guillermo representaba la aproximación más cercana existente a la monarquía absoluta ideal recomendada por el teórico político inglés Thomas Hobbes como el antídoto a la anarquía. Era este un Leviatán joven y flaco.
El contraste con el sistema otomano lo ejemplificaba la residencia real favorita de Federico el Grande en Potsdam. Diseñada por el propio rey, parecía más una casa de campo que un palacio; y aunque él la llamara Sanssouci —«Despreocupada»—, su real dueño estaba lejos de mostrar despreocupación. «No puedo tener intereses algunos —declaraba— que no sean igualmente los de mi pueblo. Si los dos son incompatibles, se debe dar siempre preferencia al bienestar y la ventaja del país.»
El sencillo diseño de Sanssouci sirvió de ejemplo a toda la burocracia prusiana. Sus consignas habían de ser una estricta autodisciplina, una rutina férrea y una incorruptibidad inmaculada. Federico mantuvo solo un pequeño séquito de personas en Sanssouci: seis lacayos corredores, cinco lacayos regulares y dos pajes, pero ningún ayuda de cámara debido a la simplicidad de su guardarropa, integrado casi invariablemente por un raído uniforme militar, manchado de rapé. En opinión de Federico, las reales vestiduras no tenían ningún propósito práctico, y una corona no era más que «un sombrero que deja pasar la lluvia».55 En comparación con su homólogo del palacio de Topkapi, vivía como un monje. En lugar de un harén, tenía una esposa (Isabel Cristina de Brunswick) a la que detestaba. «La señora ha engordado», fue como la saludó después de una de entre muchas y prolongadas separaciones.56 El contraste puede apreciarse también en los registros escritos. Las actas del Real Gabinete Prusiano —página tras página de decisiones reales sucintamente registradas— son la antítesis de los documentos otomanos del siglo XVIII.
En cierta ocasión, el poeta lord Byron le escribió a un amigo: «En Inglaterra, los vicios de moda son las putas y la bebida; en Turquía, la sodomía y el tabaco. Nosotros preferimos una muchacha y una botella; ellos, una pipa y un catamita…». Irónicamente, Federico el Grande, el pionero del absolutismo ilustrado, de joven podría muy bien haber sido más feliz en la corte otomana. Intelectual sumamente sensible y probablemente homosexual, soportó una educación austera, y a veces incluso sádica, bajo la dirección de su padre, Federico Guillermo I, un hombre irascible y aficionado a los desfiles.
Mientras Federico Guillermo se relajaba con sus toscos compañeros de bebida en su «Ministerio del Tabaco», su hijo buscaba consuelo en la historia, la música y la filosofía. Para su tirano padre, él era «un muchacho afeminado que carece de una sola inclinación varonil, que no sabe montar ni disparar, y que, por si fuera poco, es sucio en su persona, nunca se corta el pelo, y se lo riza como un idiota».57 Cuando sorprendieron a Federico intentando huir de Prusia, su padre lo mandó encarcelar en el castillo de Küstrin y le obligó a presenciar la decapitación del amigo que le había ayudado a planear la fuga, Hans Hermann von Katte. Luego el cuerpo y la cabeza cortada de su amigo se dejaron en el suelo delante de la celda del príncipe heredero.58 Este permaneció cautivo en Küstrin durante dos años.
Sin embargo, Federico no podía permitirse el lujo de rechazar la pasión de su padre por el ejército prusiano. Como coronel del Regimiento de Goltz (tras su liberación de la prisión), procuró perfeccionar sus habilidades militares. Estas habrían de revelarse indispensables cuando se propuso compensar la vulnerable posición geográfica de Prusia, extendida casi en diagonal a través de Europa Central. En el curso de su reinado, Federico incrementó el tamaño del ejército que había heredado de 80.000 a 195.000 hombres, convirtiéndolo en el tercero más grande de Europa. De hecho, con un soldado por cada 29 súbditos, hacia el final del reinado de Federico, en 1786, Prusia era en términos relativos el país más militarizado del mundo.59Y a diferencia de su padre, Federico estaba dispuesto a desplegar su ejército más allá de la plaza de armas en busca de nuevos territorios. En el plazo de unos meses tras su accesión al trono en 1740, sorprendió a todo el continente invadiendo y tomando la rica provincia austríaca de Silesia. Del sensible esteta al que antaño le costaba permanecer en la silla de montar y que prefería el sonido de la flauta al entrechocar de tacones había nacido un artista del ejercicio del poder: der alte Fritz («el viejo Fritz»).
¿Cómo puede explicarse esa transformación? Una pista reside en el anterior trabajo de Federico sobre filosofía política, el Antimaquiavelo, una de entre toda una serie de regias refutaciones del notoriamente cínico manual para gobernantes del florentino Nicolás Maquiavelo: El príncipe. En su versión, Federico defiende el derecho de un monarca a librar una guerra preventiva «cuando el hegemónico poder de un Imperio amenaza con desbordarse y engullir a todo el mundo»; en otras palabras, para mantener el equilibrio de poder, ese «sabio equilibrio en donde el poder de una monarquía se confronta con el poder unificado de las demás coronas», es «mejor que un príncipe se decida a librar una guerra de agresión cuando todavía tiene la libertad de elegir entre el olivo y los laureles, y no que espere a que vengan tiempos peligrosos en los que una declaración de guerra podrá retardar su derrota y su esclavitud solo por poco tiempo».60 Tiempo después Federico describiría la vecina Polonia como «una alcachofa, lista para ser consumida hoja por hoja»; y ciertamente lo fue cuando el país se dividió entre Austria, Prusia y Rusia.61 Por lo tanto, la anexión de Silesia por parte de Federico no fue una decisión tomada a la ligera. La expansión de Prusia vendría a ser como una imagen especular de la contracción otomana: el logro de una nueva clase de poder basado en un racionalismo despiadado.
Federico Guillermo I había acumulado dinero, arrancando hasta el último céntimo de las extensas tierras de la corona y legando a su heredero una cantidad de ocho millones de táleros. Su hijo estaba decidido a dar un buen uso a su tesoro, no solo para ampliar sus dominios, sino también para dotarlos de una capital digna de un reino de primera línea. Uno de los primeros grandes edificios de lo que pretendía convertir en un espléndido foro en el corazón de Berlín fue la Ópera Estatal. Junto a ella construyó la magnífica catedral de Santa Eduvigis. A los ojos del turista moderno poco curioso, estos apenas difieren de las óperas y catedrales que pueden verse en otras capitales europeas. Pero merece la pena examinarlos más de cerca. De manera inusual en el norte de Europa, la Ópera Estatal de Berlín nunca ha estado unida a un palacio real. Existió, no para el placer personal del monarca, sino para el disfrute de un público más amplio. También la catedral de Federico era insólita, ya que se trataba de una iglesia católica en una ciudad luterana, construida además por un rey agnóstico, no de mala gana y en la periferia, sino en el corazón de la plaza más magnífica de la ciudad. El pórtico de la catedral se basa deliberadamente en el Panteón —el templo de todos los dioses— de la antigua Roma.62 Hoy permanece como un monumento a la tolerancia religiosa de Federico el Grande.
El liberalismo de los decretos promulgados en la accesión de Federico resulta sorprendente todavía hoy: decretan no solo una completa tolerancia religiosa, sino también una libertad de prensa sin restricciones y la apertura a los inmigrantes. En 1700, casi uno de cada cinco berlineses era, de hecho, un hugonote francés, que vivía en una «colonia» francesa. Había también protestantes de Salzburgo, waldesianos, menonitas, presbiterianos escoceses, judíos, católicos y escépticos religiosos confesos. «Aquí cada uno puede buscar la salvación de la manera que mejor le parezca», decía Federico, incluyendo a los musulmanes.63 Es cierto que también los judíos y los cristianos eran tolerados en el Imperio otomano, en el sentido de que podían vivir allí. Pero su estatus se parecía más al de los judíos de la Europa medieval: confinados en áreas y ocupaciones específicas, y gravados con impuestos más elevados.64
Vigorizada por la combinación de libertad y extranjeros, Prusia experimentó un auge cultural marcado por la fundación de nuevas sociedades de lectura, grupos de discusión, librerías, revistas y sociedades científicas. Aunque él mismo proclamara que despreciaba su lengua, prefiriendo escribir en francés y hablar en alemán solo a su caballo, el reinado de Federico presenció una oleada de nuevas publicaciones en alemán. Fue bajo su reinado cuando Immanuel Kant se reveló como probablemente el mayor filósofo del siglo XVIII, sondeando en su Crítica de la razón pura (1781) la propia naturaleza y limitaciones de la racionalidad humana. Kant, que vivió y trabajó toda su vida en la Universidad Albertina de Königsberg, era un personaje aún más austero que su rey, y daba su paseo diario con tal puntualidad que sus vecinos ajustaban sus relojes con él. A Federico no le importaba que el gran pensador fuera el nieto de un fabricante de sillas de montar escocés. Lo importante era la calidad de su mente antes que su nacimiento. Tampoco molestaba a Federico que uno de los intelectuales que casi igualaban a Kant, Moses Mendelssohn, fuera judío. El cristianismo, comentaba sardónicamente el rey, estaba «plagado de milagros, contradicciones y absurdidades, fue engendrado en las febriles imaginaciones de los orientales y luego difundido a nuestra Europa, donde algunos fanáticos lo apoyaron, algunos intrigantes fingieron dejarse convencer por él y algunos imbéciles se lo creyeron de verdad».65
Aquí estaba la esencia misma del movimiento que conocemos como Ilustración, que fue en muchos aspectos —aunque no en todos— una extensión de la revolución científica. Las diferencias eran de dos tipos. En primer lugar, el círculo de pensadores ilustrados era más amplio. Lo que ocurría en Prusia ocurría en toda Europa: los editores de libros, revistas y periódicos abastecían un mercado cada vez más amplio gracias a una significativa mejora de las tasas de alfabetización. En Francia, la proporción de hombres que sabían firmar con su propio nombre —un indicador bastante bueno del nivel de alfabetización— aumentó del 29 por ciento en la década de 1680 al 47 por ciento en la de 1780, aunque en el caso de las mujeres dichas tasas (del 14 al 27 por ciento) se mantuvieron en un nivel notablemente inferior. En París, en 1789, la alfabetización masculina rondaba el 90 por ciento, mientras que la femenina era del 80 por ciento. La competencia entre las instituciones protestantes y católicas, así como la creciente atención pública, las elevadas tasas de urbanización y la mejora del transporte: todo ello se combinó para hacer a los europeos más capaces de leer. Pero la Ilustración no se transmitió meramente por la lectura. La esfera pública del siglo XVIII también incluía conciertos (como el de Wolfgang Amadeus Mozart en Viena en 1784), nuevos teatros públicos y exposiciones de arte, por no hablar de una compleja red de sociedades culturales y fraternidades como las logias masónicas, que proliferaron en esa época. «Escribo como ciudadano del mundo», manifestaba con entusiasmo el poeta y dramaturgo alemán Friedrich Schiller en 1784:
El público hoy lo es todo para mí: mi preocupación, mi soberano y mi amigo. De ahora en adelante solo pertenezco a él. Deseo colocarme ante este tribunal y ningún otro. Es lo único que temo y respeto. Me sobreviene un sentimiento de grandeza con la idea de que la única cadena que llevo es el veredicto del mundo; y de que el único trono que invocaré es el alma humana.66
En segundo término, la principal preocupación de los pensadores ilustrados no era la ciencia natural, sino la social, que el filósofo escocés David Hume denominó «la ciencia del hombre». Resulta discutible hasta qué punto la Ilustración era realmente científica; sobre todo en Francia, donde el empirismo era menos riguroso. A los científicos del siglo XVII les había interesado descubrir cómo era en realidad el mundo natural; a los pensadores ilustrados del XVIII les preocupaba más proponer cómo podría o debería ser la sociedad humana. Ya hemos visto a Montesquieu subrayar el papel del clima en la formación de la cultura política de China, a Quesnay admirar la primacía de la agricultura en la política económica china, y a Smith argumentar que el estancamiento de China se debía a un insuficiente comercio exterior. Pero ninguno de ellos había estado nunca en China. John Locke y Claude-Adrien Helvétius coincidían en que la mente humana era como una tabula rasa a la que daban forma la educación y la experiencia. Pero ninguno de los dos tenía la más mínima evidencia experimental que sustentara tal opinión. Esta, como muchas otras, era resultado de la reflexión, y de muchas horas de lectura.
Lo que mejor se le dio a la Ilustración fue oponer la razón a las supersticiones asociadas a la fe religiosa o a la metafísica. En su enorme desprecio hacia el cristianismo, Federico el Grande argumentaba sin rodeos lo mismo que Voltaire, David Hume, Edward Gibbon y otros sugerían más sutilmente en sus escritos filosóficos o históricos. La Ilustración siempre fue más efectiva cuando se mostró irónica; por ejemplo, en el impresionante capítulo de Gibbon sobre los comienzos del cristianismo (volumen I, capítulo 15, de su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano), o en el Cándido, la devastadora mofa de Voltaire de la pretensión leibniziana de que «todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles».*
Sin embargo, quizá el mayor logro de la época fuera el análisis de Smith del engranaje institucional de la sociedad civil (Teoría de los sentimientos morales) y de la economía de mercado (La riqueza de las naciones). De manera significativa, en comparación con mucho de lo que se escribió en ese período, ambas obras se hallaban firmemente arraigadas en la observación del mundo burgués escocés en el que Smith vivió toda su vida. Pero mientras que la «mano invisible» del mercado de Smith había de encarnarse manifiestamente en una red de prácticas consuetudinarias y confianza mutua, los pensadores francófonos más radicales trataron de cuestionar no solo las instituciones religiosas establecidas, sino también las instituciones políticas establecidas. El contrato social (1762) del filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau ponía en duda la legitimidad de cualquier sistema político que no se basara en «la voluntad general». Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, cuestionaba la legitimidad del trabajo no libre en sus Reflexiones sobre la esclavitud de los negros (1781). Y si un rey prusiano podía ridiculizar la fe cristiana, ¿qué podía impedir a los gacetilleros parisinos colmar de oprobio a su propio monarca y a su reina? La Ilustración tenía una sombra muy alargada, que abarcaba desde las sofisticadas alturas de la Königsberg kantiana hasta las insalubres profundidades de la prensa amarilla parisina, sede de libelles como Le Gazetier Cuirassé, editado por Charles Théveneau de Morande. Hasta Voltaire se mostró horrorizado ante los groseros ataques del Gazetier contra el gobierno, calificándolo como «una de esas obras satánicas en las que todos, desde el monarca hasta el último ciudadano, son insultados con furor».67
Lo irónico de las consecuencias revolucionarias más o menos involuntarias de la Ilustración es que esta fue en sí misma un asunto sumamente aristocrático. Entre sus principales figuras destacaban el barón de Montesquieu, el marqués del Mirabeau, el marqués de Condorcet y el archiateo barón de Holbach. Todos los pensadores ilustrados de origen más humilde dependieron más o menos del mecenazgo real o aristocrático: Voltaire, de la marquesa de Châtelet; Smith, del duque de Buccleuch; Friedrich Schiller, del duque de Württemberg, y Denis Diderot, de Catalina la Grande.
Como otros monarcas europeos, Federico el Grande hizo algo más que limitarse a liberar a los intelectuales de las restricciones religiosas y de otra índole. Su mecenazgo se extendió mucho más allá de ofrecer a Voltaire un techo bajo el que guarecerse en Sanssouci. En junio de 1740 —impresionado por la reivindicación de Maupertuis de la hipótesis newtoniana de que la Tierra era una esfera algo achatada en los polos—, Federico invitó al francés a viajar a Berlín y contribuir a fundar un equivalente prusiano de la Royal Society británica. El proyecto sufrió un revés cuando Maupertuis fue ignominiosamente hecho prisionero por los austríacos durante la primera guerra de Silesia, pero aun así siguió adelante.68 En enero de 1744, Federico creó la Academia de Ciencias y Bellas Letras de Prusia, que agrupaba la anterior Real Academia de Ciencias y una Sociedad Literaria no gubernamental creada el año anterior, y persuadió a Maupertuis de que volviera a Berlín como su presidente; «la mejor conquista que he hecho nunca en mi vida», le diría el propio rey a Voltaire.69
Federico era, sin duda, un pensador serio por derecho propio. En su insistencia en la función del monarca como servidor público, su Antimaquiavelo resulta ser un documento notablemente revolucionario:
El verdadero arte político [de los soberanos] consiste tan solo en superar a sus súbditos en virtudes… no bastan las acciones externamente brillantes y notorias, sino que resulta necesario promover la felicidad del género humano… Un príncipe cuya honestidad sea reconocida, se ganará seguramente la confianza de toda Europa. Será feliz sin engaños y poderoso por medio de sus virtudes… los monarcas no se mostrarían insensibles si tuviesen una visión veraz y no distorsionada de todas las penurias que ocasiona una sola declaración de guerra. Su imaginación no es tan viva como para imaginar todas las desgracias que no les llegan porque lo impide su posición y terminan viéndolas como algo completamente natural. ¿Cómo podrían saber lo que se siente cuando se oprime al pueblo con pesadas cargas; cuando el país es drenado de su juventud con reiterados reclutamientos; cuando las enfermedades contagiosas diezman a los ejércitos; cuando la espada del enemigo y, peor aún, cuando los cañones de los sitiadores aniquilan a todo un ejército; cuando los heridos, después de perder los miembros que eran su única herramienta para trabajar y sostenerse, caen en la más tremenda de las miserias; cuando tantos huérfanos deben sufrir porque han perdido al padre que era el único sostén de su desamparo?… Los príncipes que consideran esclavos a sus súbditos los arriesgan sin misericordia y los pierden sin pesar alguno. En cambio los príncipes que ven en las personas al semejante y en el pueblo el cuerpo cuya alma ellos mismos representan, son mucho más parcos con la sangre de sus súbditos.70
También las composiciones musicales de Federico tenían verdadero mérito, especialmente la serena Sonata para flauta en Do mayor, que no es un mero pastiche de Johann Sebastian Bach. Sus otros escritos políticos estaban lejos de ser la obra de un diletante. Sin embargo, había una importante diferencia entre la Ilustración tal como él la concebía y los comienzos de la revolución científica. La Royal Society había sido el eje central de una red intelectual notablemente abierta. Por el contrario, la Academia prusiana se concibió como una institución jerárquica estructurada de arriba abajo, inspirada en la propia monarquía absoluta. «Al igual que habría resultado imposible para Newton delinear su sistema de atracción si hubiera colaborado con Leibniz o Descartes —escribe Federico en su Testamento político (1752)—, del mismo modo es imposible que se cree y se sustente un sistema político si no surge de una sola cabeza.»71 Afirmaciones de esta clase hubo más de las que el espíritu libre de Voltaire era capaz de soportar. Cuando Maupertuis abusó de su posición de autoridad casi real para exaltar su propio principio de mínima acción, Voltaire escribió la cruelmente satírica Diatriba del doctor Akakia, médico del Papa. Esa era precisamente la clase de comportamiento insubordinado que Federico no podía tolerar. De modo que ordenó destruir los ejemplares de la Diatriba y dejó claro que Voltaire ya no era un huésped bienvenido en Berlín.72
Otros se mostraron más dispuestos a someterse. Kant, astrónomo antes de convertirse en filósofo, había llamado la atención pública por primera vez en 1754 cuando ganó un premio de la Academia prusiana por su trabajo sobre el efecto de la fricción superficial de reducir la velocidad de rotación de la Tierra. El filósofo mostró su gratitud en un remarcable pasaje de su trascendental ensayo «¿Qué es Ilustración?», donde exhortaba a todos los hombres: «¡Atrévete a saber!» (Sapere aude!); pero no a desobedecer a su real amo y señor:
Solo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y… dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, solo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!… Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes.73
La Ilustración prusiana, en suma, tenía que ver con la libertad de pensamiento, no con la libertad de acción. Asimismo, esa libertad de pensamiento estaba primordialmente concebida para aumentar el poder del estado. Tal como los inmigrantes contribuyeron a la economía de Prusia, lo que permitió recaudar más impuestos, lo que permitió mantener a un ejército más grande, lo que permitió conquistar más territorios, del mismo modo la investigación académica podía realizar una contribución estratégica, dado que el nuevo conocimiento podía hacer algo más que iluminar el mundo natural, clarificando los movimientos de los cuerpos celestes; también tenía el potencial de determinar el auge y la caída de los poderes terrenales.
Hoy, Potsdam es no es más que otro insípido barrio de Berlín, polvoriento en verano y triste en invierno, con su silueta deslucida por feos bloques de pisos que llevan el sello del «socialismo realmente existente» de la Alemania del Este. En tiempos de Federico el Grande, en cambio, la mayoría de los habitantes de Potsdam eran soldados y casi todos sus edificios tenían algún tipo de conexión o propósito militar. El actual Museo del Cine se construyó originariamente como un invernadero de naranjos, pero luego se convirtió en un establo de la caballería. Basta dar un paseo por el centro de la ciudad para encontrarse con el Orfanato Militar, la Plaza de Armas y la antigua Escuela de Equitación. En el cruce entre Lindenstrasse y Charlottenstrasse, erizado de ornamentos militares, se halla el antiguo Cuartel de la Guardia. Hasta las casas se construían con un piso suplementario encima para alojar a los soldados.
Potsdam era Prusia en caricatura tanto como en miniatura. El ordenanza de Federico, Georg Heinrich von Berenhorst, observó en cierta ocasión, solo medio en broma: «La monarquía prusiana no es un país que tiene un ejército, sino un ejército que tiene un país en el que —por así decirlo— simplemente está desplegado».74 El ejército dejó de ser un mero instrumento de poder dinástico, y se convirtió en una parte integral de la sociedad prusiana. Se esperaba que los terratenientes sirvieran como oficiales del ejército y que los campesinos aptos ocuparan el lugar de los mercenarios extranjeros en las filas. Prusia era el ejército; y el ejército era Prusia. Hacia el final del reinado de Federico, más del 3 por ciento de la población prusiana se hallaba en armas, más del doble de la proporción de Francia y Austria.
En general se consideraba que la prioridad al entrenamiento y la disciplina era la clave del éxito militar prusiano. En ese sentido, Federico fue el digno sucesor de Mauricio de Nassau y del rey Gustavo Adolfo de Suecia, los maestros de la guerra en el siglo XVIII. La infantería prusiana, ataviada con uniforme azul, marchaba como un grupo de soldados mecánicos al ritmo exacto de noventa pasos por minuto, reduciéndolo a setenta cuando se acercaban al enemigo.75 La batalla de Leuthen tuvo lugar en diciembre de 1757, cuando la propia existencia de Prusia se veía amenazada por una alianza de tres grandes potencias: Francia, Austria y Rusia. Como era de esperar, la infantería prusiana sorprendió a las largas líneas austríacas, atacando por su flanco sur y avanzando hacia arriba. Pero entonces, cuando los austríacos intentaron reagruparse, se encontraron con algo mucho más letal que un enemigo en rápido avance: la artillería. Disponer de una potencia de fuego precisa y mortífera fue tan crucial para el auge de Prusia como la legendaria «obediencia cadavérica» de la infantería.76
En sus primeros años, Federico había desdeñado la artillería como «un pozo sin fondo».77 Pero luego llegó a apreciar su valor. «Ahora luchamos contra algo más que hombres —argumentaba—. Hemos de meternos en la cabeza que la clase de guerra que libraremos de ahora en adelante será una cuestión de duelos de artillería.»78 En Leuthen, los prusianos tenían 63 cañones de campaña y ocho obuses, además de 10 cañones de 12 libras conocidos como Brummer —«bramadores»— debido al amenazador estruendo que producían al disparar. Las baterías móviles de artillería montada que creó Federico no tardaron en convertirse en un estándar europeo.79 Su despliegue rápido y concentrado a una escala sin precedentes sería la clave de las posteriores victorias de Napoleón Bonaparte.
Armas como estas ejemplificaban la aplicación del conocimiento científico a la esfera del poderío militar. Fue un proceso de competencia, innovación y avance que rápidamente abrió una brecha abismal entre Occidente y el resto del mundo. Pese a ello, sus héroes permanecen en gran parte olvidados.
Benjamin Robins nació con poco más que su cerebro. Sin medios para asistir a la universidad, aprendió matemáticas por su cuenta y pasó a ganarse el pan como profesor particular. Elegido miembro de la Royal Society a la temprana edad de veintiún años, fue empleado como oficial de artillería e ingeniero militar por la Compañía Británica de las Indias Orientales. A comienzos de la década de 1740, Robins aplicó la física newtoniana al problema de la artillería, usando ecuaciones diferenciales para realizar la primera descripción propiamente dicha del impacto de la resistencia del aire en las trayectorias de los proyectiles de alta velocidad (un problema que Galileo no había sido capaz de resolver). En sus Nuevos principios de artillería, una obra publicada en Inglaterra en 1742, Robins empleó una combinación de sus propias y minuciosas observaciones, la ley de Boyle y la trigésimo novena proposición del libro I de los Principia de Newton (que analiza el movimiento de un cuerpo bajo la influencia de fuerzas centrípetas) para calcular la velocidad inicial de un proyectil al ser disparado. Luego, usando su propio péndulo balístico, demostró el efecto de la resistencia del aire, que podía llegar a ser de hasta 120 veces el peso del propio proyectil, deformando completamente la trayectoria parabólica postulada por Galileo. Robins fue también el primer científico que mostró cómo la rotación de una bala de mosquete en el aire hacía que esta se alejara de la línea de fuego pretendida. Su trabajo «De la naturaleza y ventajas del cañón estriado», que leyó ante la Royal Society en 1747 —el año en el que se le concedió la Medalla Copley de dicha institución—, recomendaba que las balas fueran ovoides y los cañones de los fusiles estriados. La conclusión del trabajo mostraba hasta qué punto Robins sabía apreciar la importancia estratégica, además de científica, de su trabajo:
Cualquier Estado comprenderá enteramente la naturaleza y las ventajas de los cañones estriados, y, habiendo facilitado y completado su construcción, introducirá en sus ejércitos su uso general con la destreza en su manejo; de ese modo adquirirán una superioridad que casi igualará cualquier cosa que se haya logrado en cualquier momento por la particular excelencia de cualquier clase de armas.80
Y ello porque, cuanto más precisa y eficaz se hacía la artillería, menos valiosas resultaban las fortificaciones sofisticadas; y menos letales resultaban hasta los regimientos de infantería regulares mejor entrenados.
Federico el Grande solo tardó tres años en encargar una traducción al alemán de los Nuevos principios de artillería de Robins. El traductor, Leonard Euler, él mismo un magnífico matemático, mejoró el original agregando un exhaustivo apéndice de tablas que determinaban la velocidad, el alcance, la altura máxima y el tiempo de vuelo de un proyectil disparado a una velocidad inicial y un ángulo de elevación dados.81 Luego, en 1751, la obra se tradujo también al francés. Hubo, obviamente, otros innovadores militares en la época —en particular el príncipe austríaco Joseph Wenzel von Liechtenstein y el general francés Gribeauval—, pero a Robins pertenece el mérito de la revolución de la balística del siglo XVIII. La «aplicación demoledora» de la ciencia había proporcionado un arma realmente mortífera a Occidente: una artillería precisa. Resultaba un logro más bien sorprendente para un hombre que, como Robins, era de origen cuáquero.
La revolución de Robins en balística fue algo de lo que los otomanos, obviamente, quedaron excluidos, del mismo modo que se habían perdido las leyes newtonianas del movimiento, de carácter más general. En el siglo XVI, las armas otomanas de la Fundición de Cañones del Estado Imperial superaban con creces a la artillería europea.82 Pero en el XVII la situación empezó a cambiar. Ya en la década de 1664, Raimondo Montecuccoli, el maestro estratega de los Habsburgo que derrotó al ejército otomano en San Gotardo, observaba: «Esa enorme artillería [de los turcos] produce un gran daño cuando acierta, pero es engorrosa de mover y requiere demasiado tiempo para recargar y apuntar… Nuestra artillería es más práctica de mover y más eficiente, y aquí reside nuestra ventaja sobre los cañones de los turcos».83 Durante los dos siglos siguientes esa brecha no hizo sino ensancharse en la medida en que las potencias occidentales perfeccionaron sus conocimientos y su armamento en instituciones tales como la Academia de Ingeniería y Artillería de Woolwich, fundada en 1741. Cuando el escuadrón de sir John Duckworth se abrió paso a través de los Dardanelos en 1807, los turcos todavía empleaban cañones antiguos que lanzaban enormes balas de piedra en la dirección general de los barcos atacantes.
VIAJES TANZIMAT
En su novela epistolar Cartas persas, Montesquieu imagina a dos musulmanes que emprenden un viaje de descubrimiento a Francia vía Turquía. «He observado con asombro la debilidad del Imperio de los osmanlíes —escribe Usbek en su viaje hacia el oeste—. Esos bárbaros han abandonado todas las artes, incluso el arte de la guerra. Mientras las naciones de Europa se vuelven más refinadas cada día, esta gente permanece en un estado de primitiva ignorancia; y raras veces piensa en emplear nuevos inventos en la guerra hasta que estos se han usados contra ellos un millar de veces.»84
Tales expediciones para investigar las razones de la manifiesta y creciente superioridad militar de Occidente realmente ocurrieron. Cuando Yirmisekiz Çelebi Mehmed fue enviado a París en 1721, se le dieron instrucciones de «visitar las fortalezas, fábricas y obras de la civilización francesa en general e informar de las que pudieran ser aplicables». A su regreso escribió elogiosamente sobre las academias militares y los campos de entrenamiento franceses.
Por entonces los otomanos ya sabían que tenían que aprender de Occidente. En 1732, Ibrahim Müteferrika, un funcionario otomano de origen cristiano nacido en Transilvania, presentó al sultán Mahmud I sus Bases racionales de la política de las naciones, donde planteaba la cuestión que atormentaría a los musulmanes desde entonces: «¿Por qué las naciones cristianas, que fueron tan débiles en el pasado en comparación con las naciones musulmanas, empezaron en los tiempos modernos a dominar tantos territorios e incluso a derrotar a los antaño victoriosos ejércitos otomanos?». La respuesta de Müteferrika era muy amplia. Aludía al sistema parlamentario de Inglaterra y Holanda, a la expansión cristiana en América y Extremo Oriente, y hasta mencionaba que, mientras que el Imperio otomano estaba sujeto a la ley de la sharía, los europeos tenían «leyes y reglas inventadas por la razón». Pero era sobre todo la brecha militar la que había que salvar:
Que los musulmanes actúen con previsión y pasen a estar íntimamente familiarizados con los nuevos métodos, la organización, la estrategia, la táctica y la guerra europeas… Todos los sabios del mundo convienen en que el pueblo de Turquía supera a todos los demás pueblos en su naturaleza de aceptar el gobierno y el orden. Si aprenden las nuevas ciencias militares y son capaces de aplicarlas, ningún enemigo podrá resistir a este Estado.85
El mensaje estaba claro: el Imperio otomano tenía que adherirse tanto a la revolución científica como a la Ilustración si pretendía resultar creíble como gran potencia. No es casual que fuera Müteferrika quien finalmente introdujera la imprenta en el Imperio otomano en 1727 y un año más tarde publicara el primer libro empleando tipos móviles árabes, el diccionario Van Kulu. Asimismo, en 1732 publicó una recopilación de varias obras inglesas y latinas bajo el título de Fuyuzat-i miknatisiye («Ilustración del magnetismo»).86
El 2 de diciembre de 1757, el funcionario y diplomático otomano Ahmed Resmî Efendi viajó de Estambul a Viena para anunciar la accesión al trono de un nuevo sultán: Mustafa III. Esta había de ser una expedición otomana muy distinta de la dirigida por Kara Mustafa en 1683. Resmî iba acompañado, no de un ejército, sino de más de un centenar de funcionarios militares y civiles; y su misión no era sitiar la capital de los Habsburgo, sino aprender de ella. Tras una estancia de 153 días, escribió un detallado —y entusiasta— informe de más de 245 folios manuscritos.87 En 1763 fue enviado de nuevo a otra misión diplomática, esta vez a Berlín. Parece que incluso se sintió más impresionado por Prusia que por Austria. Aunque un poco desconcertado por el atuendo de Federico («polvoriento del uso diario»), aplaudió la dedicación del rey a los asuntos de gobierno, su falta de prejuicios religiosos y las abundantes evidencias del desarrollo económico prusiano.88
Las anteriores descripciones de Europa realizadas por enviados otomanos rezumaban sarcasmo. De hecho, otro de los obstáculos a la reforma otomana había sido su complejo de superioridad crónico. Las entusiastas descripciones de Resmî vinieron a marcar un cambio tan drástico como doloroso. Sin embargo, no todo el mundo en Estambul se mostró receptivo. Las críticas implícitas y explícitas de Resmî a los sistemas otomanos de la administración pública y el servicio militar probablemente fueran la razón de que este funcionario de talento nunca llegara a ser gran visir. Una cosa era describir la superioridad de los gobiernos europeos, y otra muy distinta implementar reformas en el sistema otomano.
Se invitó a expertos occidentales a Estambul para que asesoraran al sultán. Claude Alexandre, conde de Bonneval, supervisó la reforma del Cuerpo Otomano de Mineros y Transporte de Artillería, así como del Cuerpo de Bombarderos. Un oficial francés de origen húngaro, el barón François de Tott, fue invitado a supervisar la construcción de nuevas y más eficaces defensas para la capital otomana. Al examinarlas desde un barco a lo largo del Bósforo, De Tott descubrió con asombro que muchas de las fortificaciones no solo estaban anticuadas, sino que además se hallaban mal emplazadas, de modo que cualquier posible barco enemigo quedaba completamente fuera del alcance hasta de las armas modernas. En sus memorias, las describió como algo «más parecido a las ruinas de un asedio que a los preparativos de una defensa». De Tott creó el Sür’at Topçulari Ocaǧi inspirándose en el Cuerpo de Macheteros francés, y también la Hendesehane (Academia Militar), donde un escocés, Campbell Mustafa, instruyó a los cadetes en matemáticas. También construyó una nueva fundición para la fabricación de cañones y alentó la creación de unidades móviles de artillería.89
Una y otra vez, no obstante, los intentos de cambio chocaron con la oposición política, sobre todo la de los jenízaros, que en 1807 lograron que se desmantelara por completo el Ejército del Nuevo Orden (Nizam-i Cedid), instituido bajo la dirección de otro experto francés, el general Albert Dubayet. Por entonces el ejército otomano parecía estar gestionado principalmente para el enriquecimiento y la conveniencia de sus oficiales. Cada vez más vulnerable en la batalla, ya ni siquiera era efectivo en la represión de las revueltas internas.90 Hasta la época de la llamada Tanzimat («reorganización») —los reinados de los sultanes reformistas Mahmud II y Abdülmecid I— no habría un sultán dispuesto a abordar de frente tal oposición.
El 11 de junio de 1826, en una gran plaza de armas situada junto a los principales cuarteles jenízaros, se hizo desfilar a 200 soldados vestidos con nuevos uniformes de estilo europeo. Dos días más tarde, unos 20.000 jenízaros se congregaron para protestar al grito de: «¡No queremos los ejercicios militares de los infieles!». En un gesto simbólico, volcaron sus calderas de pilaf, amenazando con marchar sobre el palacio de Topkapi. Mahmud II aprovechó la oportunidad. O se aniquilaba a los jenízaros, declaró, o los gatos se pasearían por las ruinas de Estambul. Se había preparado bien, asegurándose la lealtad de unidades clave del ejército como el cuerpo de artillería. Cuando las armas de este se volvieron contra los cuarteles jenízaros, las fuerzas de la reacción huyeron en desbandada. Cientos de ellos resultaron muertos. El 17 de junio se abolió el cuerpo de los jenízaros.91
No fueron solo los uniformes militares los que se europeizaron. También los soldados tuvieron que marchar a un nuevo paso tras el nombramiento como instructor general de la música imperial otomana de Giuseppe Donizetti, hermano del famoso Gaetano Donizetti, el compositor de Lucia di Lammermoor. Donizetti escribió dos himnos nacionales claramente italianizantes para su patrón, además de supervisar la creación de banda militar de estilo europeo, a la que enseñó a tocar oberturas de Rossini. Nada quedaba de los tambores de guerra que antaño inspiraran el temor a Alá en los defensores de Viena. Como informaba el diario francés Le Ménestrel en diciembre de 1836:
En Estambul, la antigua música turca ha tenido una muerte lenta y dolorosa. Al sultán Mahmud le gusta la música italiana, y la ha introducido en sus ejércitos… Le gusta especialmente el piano, hasta el punto de pedir numerosos instrumentos a Viena para sus damas. Ignoro cómo van a aprender a tocar, ya que hasta ahora nadie ha logrado acercarse a ellos.92
El símbolo más duradero de la era de la reforma lo construyó el sultán Abdülmecid I. El palacio de Dolmabahçe, construido entre 1843 y 1856, tiene nada menos que 285 habitaciones, 44 salas, 68 cuartos de baño y seis hamam (baños turcos). Se utilizaron 14 toneladas de pan de oro para dorar los techos del palacio, de los que se colgó un total de 36 lámparas de araña. En lo alto de la deslumbrante Escalera de Cristal, el salón más grande del palacio, la Sala Muayede («ceremonial»), luce una inmensa alfombra de una sola pieza que mide 120 metros cuadrados y una lámpara de araña que pesa alrededor de cuatro toneladas. Parece una especie de mezcla entre la Gran Estación Central de Nueva York y un decorado de la Ópera de París.
Lo único que faltaba ahora era poner en marcha, después de un retraso de aproximadamente doscientos años, la revolución científica. Un informe del gobierno publicado en 1838 confirmaba la importancia que había pasado a adquirir el conocimiento occidental: «El conocimiento religioso sirve a la salvación en el mundo venidero, pero la ciencia sirve a la perfección del hombre en este mundo». Sin embargo, hasta 1851 no se establecería una Asamblea del Conocimiento (Encümen-i Daniş) inspirada en la Academia francesa (cuyos miembros se esperaba que estuvieran «versados en el saber y la ciencia, con un perfecto conocimiento de una de las lenguas europeas»), a la que seguiría diez años después una Sociedad Científica Otomana (Cemiyet-i Ilmiye-i Osmaniye).93 Paralelamente, con la creación de algo parecido a un parque industrial al oeste de Estambul, se hizo un esfuerzo concertado para construir fábricas capaces de producir uniformes y armamento modernos. Parecía que por fin los otomanos se abrían sinceramente a Occidente.94 El orientalista James Redhouse, que estuvo empleado como profesor en la Escuela Otomana de Ingeniería Naval después de subirse a un barco a la edad de diecisiete años, trabajó durante décadas traduciendo obras inglesas al turco y compilando diccionarios, gramáticas y guías de conversación que harían el conocimiento europeo más accesible a los lectores otomanos, además de mejorar el conocimiento occidental del desprestigiado turco. En 1878, Ahmed Midhat fundó el periódico Intérprete de la Verdad, donde publicó por entregas muchos de sus propios trabajos, incluido Avrupa’da Bir Cevelan («Viaje por Europa», 1889), donde describía sus experiencias en la Exposición Universal de París y en particular sus impresiones del Palacio de las Máquinas.95
Sin embargo, pese a los sinceros esfuerzos realizados por grandes visires como Reshid Pasha, Fuad y Ali Pasha, y Midhat Pasha, ninguno de estos cambios vino acompañado de la clase de reforma del sistema de administración otomano que podría haber proporcionado los sólidos cimientos que sustentaran esa magnífica fachada.96 Los nuevos ejércitos, nuevos uniformes, nuevos himnos y nuevos palacios estaban muy bien. Pero sin un sistema tributario eficaz que los financiara, hubo que hacer frente a una parte cada vez mayor del coste mediante empréstitos de París y Londres. Y cuantos más ingresos había que destinar a pagar intereses a los bonistas europeos, menos quedaba para financiar la defensa de un imperio que empezaba a desmoronarse. Expulsado de Grecia en la década de 1820, y tras perder grandes extensiones de territorio balcánico en 1878, el Imperio otomano parecía estar en fase de declive terminal, al tiempo que su moneda se depreciaba con la emisión de los toscos (y fácilmente falsificables) billetes conocidos como kaime,97 una parte cada vez mayor de sus ingresos se consumía en pagos de intereses a los acreedores europeos,98 y su periferia se veía amenazada por una combinación de nacionalismo eslavo y maquinación de las grandes potencias. La tentativa de introducir una constitución para limitar el poder del sultán terminó con el exilio de Midhat Pasha y la reimposición del gobierno absoluto por parte de Abdul Hamid II.
En una esquina de uno de los numerosos y vastos salones del palacio de Dolmabahçe se halla el más extraordinario de los relojes, que es también un termómetro, un barómetro y un calendario. Fue un regalo del jedive de Egipto al sultán, y hasta lleva una inscripción en árabe: «Que cada minuto tuyo valga una hora, y cada hora tuya, cien años». Parece una obra maestra de la tecnología oriental, salvo por un pequeño detalle: está hecho en Austria, por Wilhelm Kirsch. Como ilustra perfectamente el reloj de Kirsch, la mera importación de tecnología occidental no podía sustituir a una modernización otomana de cosecha propia. Los turcos no solo necesitaban un nuevo palacio, sino una nueva Constitución, un nuevo alfabeto y, ciertamente, un nuevo Estado. El hecho de que finalmente consiguieran todas esas cosas se debió en gran medida a los esfuerzos de un hombre. Su nombre era Kemal Atatürk, y su ambición fue ser el Federico el Grande de Turquía.
DE ESTAMBUL A JERUSALÉN
Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B-612. Este asteroide ha sido visto solo una vez con el telescopio en 1909 por un astrónomo turco. Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un Congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así. Felizmente para la reputación del asteroide B-612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920, y como lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Esta discreta mofa de la modernización turca aparece en el cuento El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Ciertamente, los turcos cambiaron su manera de vestir tras la Primera Guerra Mundial, adaptándose cada vez más a las pautas occidentales, como hicieron también los japoneses después de su restauración Meiji (véase el capítulo 5). Pero ¿hasta qué punto esto representó un cambio profundo? Y en particular, ¿fue realmente capaz la nueva Turquía de jugar en la misma liga científica que las potencias occidentales?
Mustafa Kemal no nació predestinado para ejercer el poder como le ocurrió a Federico el Grande en Prusia. Bebedor y mujeriego, Kemal se benefició de la reestructuración del ejército otomano de finales del siglo XIX dirigida por Colmar Freiherr von der Goltz (Goltz Pashá) en la década de 1880 y principios de la de 1890. Goltz era la personificación de la Prusia creada por Federico el Grande: nacido en Prusia Oriental, hijo de un soldado y granjero mediocre, ascendió al rango de mariscal de campo con una combinación de valor y cerebro. Kemal, por su parte, aprendió las tácticas de guerra alemanas y las llevó a la práctica en Gallípoli, en 1915, donde desempeñó un papel clave en la acertada defensa turca contra las fuerzas invasoras británicas. Después de la guerra, con el Imperio otomano en plena desintegración y un ejército griego marchando hacia Anatolia, fue Kemal quien organizó el contraataque decisivo y se proclamó el padre —Atatürk— de una nueva república turca. Aunque trasladó la capital de Estambul a Ankara, en el corazón de Anatolia, en la mente de Atatürk no había ninguna duda de que el Estado que había forjado debía mirar hacia el oeste. Durante siglos, argumentaba, los turcos habían «caminado desde Oriente en dirección a Occidente».99 «¿Se puede nombrar a una sola nación —le preguntó al escritor francés Maurice Pernot— que no se haya vuelto hacia Occidente en su búsqueda de civilización?»100
Una parte clave de la reorientación que Atatürk le dio a Turquía fue la reforma radical del alfabeto que él personalmente elaboró. La escritura árabe no solo era un símbolo del predominio del islam, sino que además se adaptaba mal a los sonidos de la lengua turca, y, por lo tanto, estaba lejos de resultar fácil de leer o escribir para la mayoría de la población. Atatürk escenificó la medida en el parque Gülhane, antaño un jardín del palacio de Topkapi, una tarde de agosto en 1928. Dirigiéndose a una gran audiencia de invitados, pidió a alguien que leyera turco que recitara el texto de un papel que tenía en la mano. Cuando el voluntario miró con evidente desconcierto lo que había escrito en la hoja, Atatürk dijo a su audiencia: «Este joven se ha quedado perplejo porque no conoce el verdadero alfabeto turco». Luego se lo entregó a un colega, que leyó en voz alta:
Nuestra rica y armoniosa lengua será ahora capaz de mostrarse con nuevas letras turcas. Debemos liberarnos de esos incomprensibles signos que durante siglos han sostenido nuestras mentes con tenaza de hierro… Habéis de aprender con rapidez las nuevas letras turcas… Consideradlo un deber patriótico y nacional… Para una nación, tener un 10 o un 20 por ciento de personas alfabetizadas, y un 80 o un 90 por ciento de analfabetos, resulta vergonzoso… Repararemos esos errores… Nuestra nación mostrará, con su escritura y con su mente, que su lugar está en el mundo civilizado.101
La occidentalización del alfabeto solo era una parte de una revolución cultural más amplia diseñada por Atatürk para impulsar a Turquía hacia el siglo XX. Las formas de vestir se occidentalizaron tanto para los hombres como para las mujeres; el fez y el turbante fueron reemplazados por el sombrero occidental, y se desincentivó el uso del velo. Se adoptó el calendario occidental, incluyendo la numeración cristiana de los años. Pero lo más importante que hizo Atatürk fue establecer la nueva Turquía como un Estado laico completamente independiente de toda autoridad religiosa. En marzo de 1924 se abolió el califato; un mes después se clausuraron los tribunales religiosos, y la ley de la sharía fue reemplazada por un código civil inspirado en el de Suiza. A los ojos de Atatürk, nada había hecho más para retrasar el avance del Imperio otomano que la interferencia religiosa en el reino de ciencia. En 1932, tras consultar a Albert Malche, de la Universidad de Ginebra, sustituyó la vieja Darülfünun (Morada de las Ciencias), que había estado firmemente controlada por los imanes, por una Universidad de Estambul de estilo occidental, que posteriormente abriría sus puertas a unos cien académicos alemanes que escaparon del régimen nacionalsocialista por ser judíos o por ser políticamente de izquierdas. «Para todo en el mundo, para la civilización, para la vida, para el éxito —declararía en palabras inscritas en el edificio principal de la Universidad de Ankara—, la guía más fiel es el conocimiento y la ciencia. Buscar una guía distinta del conocimiento y de la ciencia es [señal de] inconsciencia, ignorancia y aberración.»102
En la ruptura del Imperio otomano y el impulso de su núcleo turco hacia el laicismo, la Primera Guerra Mundial supuso un gran espaldarazo —aunque hay que reconocer que involuntario— a los valores de la revolución científica y la Ilustración. Para asegurar la victoria, sin embargo, los británicos trataron de movilizar a los enemigos internos contra el sultán, entre ellos los árabes y los judíos. A los árabes, los británicos les prometieron reinos independientes; a los judíos, un nuevo «hogar nacional para el pueblo judío» en Palestina. Como hoy sabemos, esas promesas demostraron ser incompatibles.
Aunque santa para las tres religiones monoteístas, hoy Jerusalén parece a veces un equivalente moderno de la Viena de 1683: una ciudad fortificada en la frontera de la civilización occidental. Fundado en mayo de 1948 como un Estado judío, por judíos pero no exclusivamente para judíos, el Estado de Israel se ve a sí mismo como una avanzadilla occidental. Pero es una avanzadilla asediada. Israel, que reclama Jerusalén como su capital,* se ve acosado por todas partes por fuerzas musulmanas que amenazan su propia existencia: Hamas en los territorios ocupados de Gaza (que hoy controla) y Cisjordania; Hezbollah en el vecino Líbano, e Irán al este, sin olvidar a Arabia Saudí. En Egipto y Siria, los israelíes ven a los islamistas atacar a los gobiernos laicos. Incluso la tradicionalmente amistosa Turquía hoy se mueve claramente en dirección al islamismo y el antisionismo, por no mencionar su política exterior neootomana. Como resultado, muchas personas en Israel se sienten tan amenazadas como lo estaban los vieneses en 1683. La cuestión clave es hasta qué punto la ciencia puede seguir siendo la «aplicación demoledora» que proporcione a una sociedad occidental como Israel una ventaja sobre sus enemigos.
En un grado que resulta realmente notable para un país tan pequeño, Israel se halla en la vanguardia de la innovación científica y tecnológica. Entre 1980 y 2000 el número de patentes registradas en dicho país fue de 7.652, frente a las 367 de todos los países árabes combinados. En 2008, solo los inventores israelíes hicieron 9.551 solicitudes de nuevas patentes, mientras que la cifra equivalente para Irán fue de 50, y para todos los países del mundo de mayoría musulmana, de 5.657.103 Israel tiene más científicos e ingenieros per cápita que ningún otro país, y también produce más trabajos científicos per cápita que ningún otro. Su nivel de gasto en investigación y desarrollo civil expresado como porcentaje del producto nacional bruto es el más alto del mundo.104 El banquero judío alemán Siegmund Warburg no se equivocaba cuando, en la época de la guerra de los Seis Días, comparó a Israel con la Prusia del siglo XVIII (a Warburg le impresionó sobre todo el Instituto Weizmann de Ciencias de Rehovot, un centro de investigación fundado en 1933 por Jaim Weizmann, el distinguido químico que se convirtió en el primer presidente de Israel).105 Al ser recintos cerrados rodeados de enemigos, ambos países necesitaban de la ciencia para asegurar su supervivencia estratégica. Hoy, nada ilustra mejor el nexo entre la ciencia y la seguridad que la sala de control de vigilancia policial del corazón de Jerusalén. Literalmente todas y cada una de las abarrotadas calles de la ciudad vieja tienen su propia cámara de circuito cerrado de televisión, lo que permite a la policía controlar, grabar y en caso necesario frustrar a los sospechosos de terrorismo.
Sin embargo, hoy esa brecha científica finalmente muestra signos de estar cerrándose. Aunque sea una República Islámica, Irán celebra dos festivales científicos anuales —el Festival Internacional de Ciencia Básica al-Juarismi y el Festival Anual de Investigación en Ciencias Médicas al-Razi— concebidos para incentivar la investigación de alto nivel tanto en el ámbito teórico como en el aplicado. Recientemente, el gobierno iraní destinó 150.000 millones de riales (unos 12 millones de euros) a construir un nuevo observatorio como parte de una gran inversión en astronomía y astrofísica. Sorprendentemente, considerando el rigor con el que el régimen aplica la ley de la sharía, hoy alrededor del 70 por ciento de los estudiantes de ciencias e ingeniería son mujeres. Desde Teherán hasta Riad, pasando por la escuela femenina musulmana privada, financiada por los saudíes, que visité el año pasado en la parte oeste de Londres, el tabú contra la educación femenina está perdiendo terreno. Ello por sí solo es una buena noticia. Lo que no lo es tanto es el uso que Irán está dando a su recién descubierta cualificación científica.
El 11 de abril de 2006, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad anunció que Irán había logrado enriquecer uranio. Desde entonces, y pese a la amenaza de sanciones económicas, Irán ha seguido acercándose a su sueño, tanto tiempo acariciado, de ser una potencia nuclear. Aparentemente se trata de un programa diseñado para producir energía atómica; pero en realidad es un secreto a voces que Mahmud Ahmadineyad aspira a poseer un arma nuclear. Sin embargo, ello no convertiría a Irán en la primera potencia nuclear islámica. Gracias al trabajo pionero del poco escrupuloso doctor Abdul Qadir Khan, Pakistán lleva años siendo la principal locomotora de la proliferación de armas nucleares. En el momento de redactar estas líneas no está nada claro que Israel aisladamente tenga una respuesta militar viable a la amenaza de un Irán con armamento nuclear.
Hoy, pues, más de tres siglos después del sitio de Viena, la cuestión clave es en qué medida Occidente sigue siendo capaz de mantener la ventaja científica en la que, entre otras muchas cosas, se ha basado durante tanto tiempo su superioridad militar. O quizá se podría formular la cuestión de manera distinta: ¿puede realmente una potencia no occidental aspirar a beneficiarse de trasvasar el conocimiento científico occidental si, por otro lado, sigue rechazando esta otra parte clave de la fórmula ganadora de Occidente: la tercera innovación institucional del derecho de propiedad privada, el imperio de la ley, y un gobierno auténticamente representativo?