Lo que debemos hacer es transformar nuestro Imperio y a nuestro pueblo, hacer el imperio como los países de Europa y a nuestro pueblo como los pueblos de Europa.
INOUE KAORU
¿Se alzará Occidente, que se toma su gran invento, la democracia, más en serio que la Palabra de Dios, contra este golpe que ha puesto fin a la democracia en Kars?… ¿O habremos de concluir que la democracia, la libertad y los derechos humanos no importan, que lo único que quiere Occidente es que el resto del mundo le imite como un mono? ¿Puede Occidente tolerar alguna democracia lograda por enemigos que en nada se parecen a él?
ORHAN PAMUK
EL NACIMIENTO DE LA SOCIEDAD DE CONSUMO
En 1909, inspirado por una visita a Japón, el banquero y filántropo judío francés Albert Kahn se propuso crear un álbum de fotografías en color de gentes de todos los rincones del mundo.* El objetivo, en palabras del propio Kahn, era «realizar una especie de inventario fotográfico de la superficie del mundo habitado y desarrollado por el hombre a comienzos del siglo XX». Creadas con el recién inventado proceso de la placa autocroma, las 72.000 fotografías y 100 horas de película de «los archivos del planeta» de Kahn muestran una deslumbrante variedad de aspectos e indumentarias de más de 50 países distintos: campesinos miserables del Gaeltacht irlandés, reclutas desaliñados de Bulgaria, intimidantes jeques de Arabia, guerreros desnudos de Dahomey, engalanados maharajaes de la India, insinuantes sacerdotisas de Indochina, y vaqueros de mirada extrañamente impasible del salvaje oeste norteamericano.1 En aquel entonces, en una medida que hoy parece asombrosa, éramos lo que llevábamos puesto.
Hoy, un siglo después, el proyecto de Kahn resultaría más o menos absurdo, puesto que en la actualidad la mayoría de la gente de todo el mundo se viste de igual modo: los mismos vaqueros, las mismas zapatillas deportivas y las mismas camisetas. Hay solo un puñado de lugares donde la gente se resiste a la gigantesca apisonadora de la moda. Uno de ellos es el Perú rural. En las montañas de los Andes las mujeres quechuas todavía llevan sus vestidos y chales de vivos colores, y sus pequeños sombreros de fieltro, colocados con aire desenfadado y decorados con su insignia tribal. El único problema es que esa no es en absoluto la indumentaria tradicional quechua. Los vestidos, chales y sombreros son, de hecho, de origen andaluz, y fueron impuestos por el virrey español Francisco de Toledo en 1572, tras la derrota de Túpac Amaru. El atuendo femenino andino verdaderamente tradicional consistía en una túnica (anacu), asegurada en la cintura por una faja (chumpi), sobre la que se llevaba una capa (lliclla), que a su vez se sujetaba con un alfiler (tupu). Lo que llevan las mujeres quechuas hoy en día es una combinación de esta antigua indumentaria con la ropa que les ordenaron llevar sus amos españoles. Los populares sombreros hongos de las mujeres bolivianas vinieron más tarde, cuando llegaron los trabajadores británicos para construir los primeros ferrocarriles del país.2 Así, la moda actual entre los hombres andinos, que llevan ropa informal estadounidense, no es más que el último capítulo de una larga historia de occidentalización de la vestimenta.
¿Qué tiene nuestra ropa que hace que otras gentes parezcan incapaces de resistirse a ella? ¿El hecho de vestirse como nosotros tiene algo que ver con que quieran ser como nosotros? Es obvio que aquí se trata de algo más que de simple ropa. Se trata de abrazar toda una cultura popular que se difunde a través de la música y las películas, por no hablar de los refrescos y la comida rápida. Dicha cultura popular lleva consigo un sutil mensaje. Un mensaje que tiene que ver con la libertad, con el derecho a vestir o a beber o a comer como a uno le plazca (aunque resulte ser del mismo modo que todos los demás). Tiene que ver con la democracia, porque solo se fabrican los productos de consumo que la gente realmente quiere. Y, desde luego, tiene que ver con el capitalismo, porque las empresas han de obtener beneficios vendiendo tales cosas. Pero la ropa está en el corazón del proceso de occidentalización por una razón muy simple. La gran transformación económica que los historiadores denominaron hace ya mucho la revolución industrial —un salto cuántico en el nivel de vida material para una parte creciente de la humanidad— tuvo sus orígenes en la fabricación de tejidos. Fue en parte un milagro de fabricación en serie causado por una oleada de innovación tecnológica, que tuvo su origen en la anterior revolución científica (véase el capítulo 2). Pero la revolución industrial no se habría iniciado en Gran Bretaña ni se habría extendido al resto de Occidente sin el desarrollo simultáneo de una sociedad de consumo dinámica, caracterizada por una demanda casi infinitamente elástica de ropa barata. La magia de la industrialización, aunque fuera algo que los críticos contemporáneos generalmente pasaron por alto, consistió en el hecho de que el trabajador era también y al mismo tiempo un consumidor. El «esclavo del trabajo» también iba de compras; el proletario más humilde tenía más de una camisa, y aspiraba a tener más de dos.
La sociedad de consumo resulta hoy tan omnipresente que es fácil suponer que ha existido siempre. Pero en realidad es una de las innovaciones más recientes que propulsaron a Occidente por delante del resto del mundo. Su característica más asombrosa es su aparentemente irresistible atractivo. A diferencia de la medicina moderna, que (como hemos visto en el capítulo anterior) a menudo se impuso por la fuerza a las colonias occidentales, la sociedad de consumo es una «aplicación demoledora» que el resto del mundo generalmente ha deseado «descargarse». Incluso aquellos órdenes sociales explícitamente concebidos para ser anticapitalistas —sobre todo los diversos derivados de la doctrina de Karl Marx— han sido incapaces de evitarla. El resultado es una de las mayores paradojas de la historia moderna: el hecho de que un sistema económico diseñado para ofrecer infinitas opciones al individuo haya terminado por homogeneizar a toda la humanidad.
La revolución industrial a menudo se describe erróneamente como si una amplia gama de innovaciones tecnológicas hubieran transformado al mismo tiempo múltiples actividades económicas. No fue ese el caso. La primera fase de la industrialización se concentró firmemente en la industria textil. La factoría arquetípica era una fábrica de tejidos de algodón, como la Anchor Mill de Paisley, que todavía hoy se alza como un monumento al auge industrial de Escocia.*
¿Qué ocurrió exactamente? Una respuesta sencilla es que en algún momento del siglo XIX la producción económica británica por persona, que había empezado a acelerarse ya en el XVII, se disparó como un cohete. Debido a la extrema dificultad de calcular retrospectivamente indicadores anacrónicos como el producto interior bruto o la renta nacional, los estudiosos difieren con respecto a la secuencia temporal exacta. Una estimación autorizada es que la tasa anual media de crecimiento de la renta nacional per cápita subió de menos del 0,2 por ciento entre 1760 y 1800 al 0,52 por ciento entre 1800 y 1830, y al 1,98 por ciento entre 1830 y 1870.3 Todas estas cifras resultan miserablemente bajas en comparación con los estándares de comienzos del siglo XXI. Sin embargo, su efecto fue revolucionario. Nunca antes se había producido tal aceleración sostenida del crecimiento económico. Y tampoco se detuvo. Por el contrario, un crecimiento aún más rápido hizo que en 1960 el inglés medio fuera casi seis veces más rico de lo que lo había sido su bisabuelo en 1860.4 Especialmente llamativa fue la velocidad con la que la mano de obra británica abandonó la agricultura para pasar a otros sectores (no solo el fabril, sino también el de servicios). Ya en 1850, poco más de una quinta parte de la población activa de Gran Bretaña trabajaba en la agricultura, en una época en que esa cifra se acercaba al 45 por ciento hasta en los Países Bajos. En 1880, menos de uno de cada siete británicos trabajaban la tierra; en 1910 eran uno de cada once.5 Las cifras de crecimiento global enmascaran la drástica naturaleza de este cambio. Aunque se prolongó durante décadas, la revolución industrial fue extremadamente localizada incluso en la propia Gran Bretaña. En Gloucestershire, por ejemplo, apenas era visible, mientras que en Lancashire resultaba imposible no verla, aunque estuviera envuelta en smog. Las Tierras Altas de Escocia no se vieron afectadas; de ahí que los victorianos aprendieran a amar lo que a la generación del literato Samuel Johnson no le había parecido más que una tierra baldía y desolada. Glasgow, en cambio, se vio transformada por el comercio y la industria en la «segunda ciudad» del Imperio británico, y el tufo de sus chimeneas llegó a superar al de su famosamente maloliente rival, Edimburgo.
Se ha descrito la revolución industrial como «una oleada de artilugios».6 Ciertamente, es la innovación tecnológica la que explica una gran parte del decisivo aumento de la productividad de la tierra, el trabajo y el capital (los denominados «factores de producción»). El segundo y el tercero de ellos aumentaron cuantitativamente en el siglo XIX,* pero fue la mejora cualitativa la que en realidad importó, el hecho de que la producción total excediera el incremento combinado de trabajadores y fábricas. En términos de producción, pues, la revolución industrial fue una búsqueda de eficacia. La máquina de hilar spinning jenny de James Hargreaves (1766), la hiladora hidráulica water frame de Richard Arkwright (1769), la mule jenny de Samuel Crompton (1775), el telar de vapor de Edmund Cartwright (1787) o la «selfactina» de Richard Roberts (1830) fueron todas ellas formas de fabricar más hilo o tejido por hombre y por hora. La hiladora spinning jenny, por ejemplo, permitía a un solo trabajador hilar algodón con ocho husos a la vez. Gracias a estas innovaciones, el precio por unidad en las fabricas de algodón británicas descendió alrededor de un 90 por ciento entre mediados de la década de 1790 y 1830.7 Lo mismo sucedió con los otros avances clave en la producción de hierro y la generación de energía por medio del vapor. El alto horno de James Neilson, patentado en 1828, mejoró enormemente el proceso de fundición con coque inventado por Abraham Darby en 1709. La producción de hierro en el horno de Darby en Coalbrookdale pasó de 81 toneladas anuales en 1709 a 4.632 en 1850. Del mismo modo, en 1705 la máquina de vapor de Thomas Newcomen apenas tenía un uso práctico; pero la adición de un condensador independiente por parte de James Watt la mejoró sobremanera, y la versión de alta presión de Richard Trevithick la mejoró todavía más. La máquina de Newcomen quemaba 20 kilogramos de carbón para producir un solo caballo-hora; una máquina de vapor de finales del siglo XIX podía hacer lo mismo con menos de medio kilogramo.8 En 1870, el conjunto de todas las máquinas de vapor de Gran Bretaña generaban un total de cuatro millones de caballos, equivalentes al trabajo de 40 millones de hombres. Alimentar a una cantidad tal de mano de obra humana habría requerido el triple de la producción total de trigo inglesa.9 Nada de todo esto fue intelectualmente tan profundo como los grandes avances científicos del siglo XVII, aunque la pertenencia de Boulton y Watt a la Sociedad Lunar de Birmingham, que también contó entre sus lumbreras con el químico pionero Joseph Priestley, revele lo estrechos que fueron los vínculos entre ambas revoluciones.10 Este fue más bien un proceso acumulativo y evolutivo de mejora caracterizado por continuos reajustes, a veces realizados por hombres con una mínima educación científica. El espíritu de la época se había liberado de su carga de caballería y ahora se afanaba trabajando en los talleres de Soho Manufactory, la empresa de Boulton & Watt. La innovación, personificada por el adusto Watt, y el espíritu emprendedor, personificado por el exuberante Boulton: esta era la sociedad prototípica que configuraría el corazón de la revolución industrial.
«Yo vendo, señor —le dijo Boulton a James Boswell en 1776—, lo que todo el mundo quiere tener: energía.»11 Pero ¿para qué? La revolución industrial habría sido inútil de haber consistido meramente en un aumento masivo de la cantidad de tejido, hierro y fuerza mecánica que podía producirse en un año; igualmente importante fue el rápido desarrollo y difusión de una sociedad de consumo que de hecho deseara tener más de todas esas cosas.12 Si la innovación tecnológica estimuló la oferta, la demanda de la revolución industrial vino impulsada por el aparentemente insaciable deseo que tienen los seres humanos de ropa. Y nada hizo más por estimular dicho deseo que la importación a gran escala de paño indio por la Compañía Británica de las Indias Orientales a partir del siglo XVII (las importaciones de porcelana china tuvieron un efecto similar en la demanda de loza).13 Las amas de casa querían esas cosas, y adaptaron su comportamiento y sus presupuestos en consecuencia.14 Por su parte, los empresarios procuraron utilizar la nueva tecnología primero para imitar los productos importados, y luego para desplazarlos.15
El algodón fue de hecho el rey del milagro económico inglés. El sector textil representaba alrededor de una décima parte de la renta nacional de Gran Bretaña, y la fabricación de algodón fue responsable de muchos de los más rápidos incrementos de eficacia. Las fábricas de Manchester y los talleres de Oldham se convirtieron en el foco de la transformación. Lo llamativo es que una parte muy importante de la producción de algodón británica no iba destinada al consumo nacional. A mediados de la década de 1780, las exportaciones de algodón representaban solo alrededor del 6 por ciento del total de las exportaciones de Gran Bretaña; a mediados de la de 1830, la proporción había aumentado al 48 por ciento, la mayor parte destinada a la Europa continental.16 Los historiadores solían discutir acerca de qué fue primero en Gran Bretaña: la oleada tecnológica o la sociedad de consumo. Pero en la Europa continental no hay ninguna duda al respecto: los europeos se aficionaron al paño fabricado en serie, más barato, mucho antes de aprender a producirlo ellos mismos.
¿Por qué fue Gran Bretaña el país que primero se industrializó? La sociedad de consumo no era allí significativamente más avanzada que en otros estados del noroeste de Europa. El nivel y la difusión del conocimiento científico no era notablemente superior. Se habían producido impresionantes avances en otros sectores de la economía británica durante el siglo XVIII, por ejemplo en la agricultura, la banca y el comercio; pero a primera vista no se ve razón alguna por la que estos habrían de desencadenar una oleada de inversiones que incrementara la productividad en la producción de algodón, de hierro y de vapor. Se ha sugerido que la explicación de la temprana industrialización británica debe de residir en el ámbito de la política o de la ley. Se dice, por ejemplo, que el derecho consuetudinario inglés alentaba la formación de empresas y ofrecía a los acreedores mayor protección que los sistemas jurídicos continentales como los derivados del código civil napoleónico.17 Como hemos visto, no cabe duda de que las ventajas institucionales ayudaron a Gran Bretaña a adelantarse a otros supuestos imperios en el siglo XVII y sobre todo en el XVIII. Pero no está claro en absoluto por qué la doctrina de la soberanía del Parlamento o la evolución del derecho consuetudinario inglés tendrían que haber proporcionado a Boulton y Watt mayores incentivos que los que ofrecieron sus respectivos sistemas a sus olvidados colegas del continente.
Es posible que los aranceles establecidos en el siglo XVIII contra los calicós indios dieran cierta ventaja a los fabricantes británicos, al igual que unas políticas proteccionistas similares nutrirían más tarde a las nacientes industrias de Estados Unidos frente a la competencia británica.18 La doctrina de la ventaja comparativa* de David Ricardo no fue la única razón de que las exportaciones de algodón de Gran Bretaña se dispararan en la primera mitad del siglo XIX. Aparte de eso, parece poco convincente el argumento de que las instituciones políticas o jurídicas británicas (o, para el caso, norteamericanas) pudieron ser más favorables al desarrollo industrial que las holandesas, francesas o alemanas.19 A los ojos de los contemporáneos, el estatus de los sistemas políticos y jurídicos británicos en las décadas clave del despegue industrial no podía estar más lejos de ser favorable a la naciente industria. «Vieja corrupción» fue la expresión con la que el polemista radical William Cobbett definió el modo en que interactuaban el Parlamento, la corona y la City londinense. En Casa desolada (1852-1853), Charles Dickens retrataba el Tribunal de Equidad como un escollo grotescamente ineficaz a la resolución de las disputas de propiedad, mientras que en La pequeña Dorrit (1855-1857) el objetivo de su sátira era la ficticia «Oficina del Circunloquio», un departamento del gobierno dedicado a obstaculizar el progreso económico. Las sociedades por acciones fueron ilegales hasta que en 1824 se abolió la Ley de la Burbuja de 1720, al tiempo que las cárceles para deudores como la de Marshalsea —tan vívidamente representada en La pequeña Dorrit— siguieron funcionando hasta que se aprobó la Ley de Quiebras de 1869. También vale la pena recordar que la mayoría de las leyes aprobadas por los parlamentos victorianos en relación con la industria textil se diseñaron para limitar la libertad económica de los propietarios de las fábricas, especialmente en lo relacionado con el trabajo infantil.
Gran Bretaña difirió significativamente de otros países del noroeste de Europa en dos aspectos que hacen inteligible la revolución industrial. El primero fue que el trabajo era algo considerablemente más apreciado que en el continente, o, de hecho, en cualquier lugar del que se tenga constancia escrita. En la segunda mitad del siglo XVIII el salario real de un trabajador parisino (en términos de plata ajustada a los precios al consumo) era algo más de la mitad del de un londinense. En Milán el salario real representaba el 26 por ciento del nivel de Londres.20 En China y el sur de la India los salarios eran aún más bajos, y no solo debido a la mayor productividad del cultivo de arroz asiático en relación con la producción de trigo europea;21 la segunda razón era que en Gran Bretaña el carbón era abundante, accesible y, por lo tanto, considerablemente más barato que al otro lado del Canal de la Mancha. Entre las décadas de 1820 y 1860, la producción anual de las minas de carbón británicas se cuadruplicó; el precio por tonelada cayó en una cuarta parte. En conjunto, estos diferenciales explican por qué los empresarios británicos estaban mucho más motivados para conseguir innovaciones tecnológicas que sus homólogos continentales. En Gran Bretaña tenía más sentido que en ninguna otra parte sustituir la costosa mano de obra humana por máquinas alimentadas con carbón barato.
Como la Revolución francesa antes que ella, la revolución industrial inglesa se extendió por toda Europa. Pero esta fue una conquista pacífica.22 Los grandes innovadores fueron en gran parte incapaces de proteger lo que hoy llamaríamos sus derechos de propiedad intelectual. Con notable celeridad, la nueva tecnología fue, pues, copiada y reproducida en el continente y al otro lado del Atlántico. La primera fábrica de tejidos de algodón propiamente dicha, la de Richard Arkwright en Cromford, en Derbyshire, se construyó en 1771; en el plazo de siete años apareció una copia en Francia. Hicieron falta solo tres para que los franceses copiaran la máquina de vapor de Watt de 1775. En 1784 había versiones alemanas de ambas, gracias en gran medida al espionaje industrial. Los estadounidenses, que tenían la ventaja de que podían cultivar su propio algodón, además de extraer su propio carbón, fueron un poco más lentos: la primera fábrica de tejidos de algodón apareció en Bass River, Massachusetts, en 1788, y la primera máquina de vapor en 1803.23 Los belgas, holandeses y suizos no les fueron muy a la zaga. La pauta fue similar cuando las primeras locomotoras de vapor empezaron a arrastrar trenes por la línea férrea entre Stockton y Darlington en 1825, aunque esta innovación solo necesitó cinco años para cruzar el Atlántico, frente a los doce que tardó en llegar a Alemania y los veintidós que le costó llegar a Suiza.24 En la medida en que la eficacia de la tecnología fue mejorando, esta se fue haciendo económicamente más atractiva incluso allí donde la mano de obra era más barata y el carbón más escaso. Entre 1820 y 1913, el número de husos del planeta aumentó cuatro veces más rápido que la población mundial, pero el ritmo de dicho incremento fue dos veces más lento en el Reino Unido que en el extranjero. Fue tal el aumento de la productividad —y el crecimiento de la demanda— que la producción bruta de la industria del algodón mundial aumentó tres veces más rápido que el total de husos.25 Como resultado, entre 1820 y 1870 unos cuantos países del noroeste de Europa y de Norteamérica alcanzaron las mismas tasas de crecimiento que Gran Bretaña; de hecho, Bélgica y Estados Unidos incluso crecieron más rápido.
A finales del siglo XIX, pues, la industrialización se hallaba en pleno apogeo en dos amplias franjas: una se extendía a través del nordeste estadounidense y su núcleo lo formaban ciudades como Lowell, Massachusetts; la otra se extendía desde Glasgow hasta Varsovia, llegando incluso hasta Moscú. En 1800 siete de las diez mayores ciudades del mundo todavía eran asiáticas, y Pekín aún superaba a Londres en tamaño; en 1900, en gran parte como resultado de la revolución industrial, solo una de las mayores ciudades era asiática: el resto eran europeas o norteamericanas.
La difusión en todo el planeta de la urbe industrial de estilo británico inspiró a algunos observadores, a la vez que consternó a otros. Entre los que se sintieron inspirados estaba Charles Darwin, a quien, como reconoció en El origen de las especies (1859), la experiencia de vivir la revolución industrial le había «preparado muy bien para apreciar la lucha por la existencia». Gran parte de la descripción darwiniana de la selección natural podría haberse aplicado igualmente al mundo económico del sector textil de mediados del siglo XIX:
Todos los seres orgánicos están expuestos a una severa competencia… Dado que se producen más individuos de los que posiblemente pueden sobrevivir, debe haber en cada caso una lucha por la existencia, o bien de un individuo con otro de la misma especie, o con los individuos de especies distintas, o con las condiciones físicas de vida. Cada ser orgánico… tiene que luchar por la vida… Dado que la selección natural actúa únicamente por acumulación de variaciones favorables pequeñas y sucesivas, no puede producir ninguna modificación grande o repentina.26
En este aspecto, podría ser más lógico que los historiadores hablaran de evolución industrial, en el sentido que Darwin le daba al término. Como señalarían más tarde los economistas Thorstein Veblen y Joseph Schumpeter, el capitalismo del siglo XIX fue un sistema auténticamente darwiniano, caracterizado por la mutación aparentemente aleatoria, la especiación ocasional y la supervivencia diferencial, o, por usar la memorable expresión de Schumpeter, la «destrucción creadora».27
Pero precisamente la inestabilidad de los mercados más o menos no regulados creados por la revolución industrial produjo consternación entre muchos contemporáneos. Hasta que se produjeron los grandes avances en la salud pública descritos en el capítulo anterior, las tasas de mortalidad de las ciudades industriales eran notablemente superiores a las del campo. Además, el advenimiento de un nuevo y nada regular «ciclo económico», marcado por crisis periódicas de sobreproducción industrial y pánico financiero, generalmente causó una impresión más fuerte en la gente que la aceleración gradual de la tasa de crecimiento medio de la economía. Aunque la revolución industrial mejoró manifiestamente la vida a largo plazo, a corto plazo no pareció sino empeorar las cosas. Una de las ilustraciones de William Blake para el prefacio a su obra Milton representaba, entre otras imágenes sombrías, a una figura de piel oscura sosteniendo un trozo de hilo de algodón empapado de sangre.* Para el compositor Richard Wagner, Londres era «el sueño de Alberich hecho realidad: Nibelheim, dominio mundial, actividad, trabajo, por todas partes la sensación opresora del vapor y de la niebla». Las infernales imágenes de la factoría británica inspiraron su descripción del reino subterráneo del enano de El oro del Rin, así como uno de los leitmotiv de todo el ciclo de El anillo del nibelungo, el insistente ritmo staccato de múltiples martillos:
El escritor escocés Thomas Carlyle, imbuido de la literatura y la filosofía alemanas, fue el primero en identificar lo que parecía ser el defecto fatal de la economía industrial: que reducía todas las relaciones sociales a lo que él denominaba, en su ensayo Pasado y presente, el «nexo monetario»:
El mundo se ha estado afanando en tal febril actividad para conseguir que se hiciera trabajo y más trabajo que no ha tenido tiempo de pensar en repartir los salarios, y simplemente ha dejado que estos se disputaran por la Ley del Más Fuerte, la Ley de la Oferta y la Demanda, la Ley del Laissez Faire, y otras leyes y no leyes vanas. Llamamos a eso Sociedad, y consiste en profesar abiertamente la separación y el aislamiento más absolutos. Nuestra vida no constituye una utilidad mutua, sino más bien, oculta bajo convenientes leyes de guerra denominadas «competencia justa», etcétera, una hostilidad mutua. Hemos olvidado profundamente en todas partes que el Pago Monetario no es la única relación entre los seres humanos… No es el único nexo del hombre con el hombre. ¡Ni mucho menos! En un nivel más profundo, mucho más profundo que la Oferta y la Demanda, están las Leyes y Obligaciones sagradas como la propia Vida del Hombre.28
Este concepto —el del «nexo monetario»— agradó tanto al hijo de un abogado judío apóstata de Renania que él y su coautor, el heredero del propietario de una fábrica de algodón de Wuppertal, se lo apropiaron para incluirlo en el extravagante «manifiesto» que ambos publicaron en vísperas de las revoluciones de 1848.
Los fundadores del comunismo, Karl Marx y Friedrich Engels, fueron solo dos entre numerosos críticos radicales de la sociedad industrial, pero su logro fue concebir el primer proyecto internamente coherente de un orden social alternativo. Dado que este fue el inicio de un cisma en el seno de la civilización occidental que duraría casi un siglo y medio, vale la pena detenerse a considerar los orígenes de su teoría. El marxismo, una mezcla de la filosofía de Hegel, que representaba el proceso histórico como un proceso dialéctico, y la economía política de Ricardo, que postulaba rendimientos decrecientes para el capital y una «ley de hierro» de salarios bajos, tomó la repugnancia de Carlyle por la economía industrial y sustituyó su nostalgia por una utopía.
Marx era una persona odiosa. Vividor desaliñado y polemista virulento, le gustaba alardear de que su esposa era, por nacimiento, «la baronesa Von Westphalen», pero tuvo un hijo ilegítimo con su criada. En la única ocasión en que pidió trabajo (como empleado de ferrocarril) fue rechazado porque su letra era horrorosa. Intentó jugar a la Bolsa, pero resultó ser un negado. En consecuencia, durante casi toda su vida hubo de depender de los donativos de Engels, para quien el socialismo era una mera afición, como la caza del zorro y las mujeres: su trabajo diario consistía en dirigir una de las fábricas de algodón de su padre en Manchester (cuyo producto patentado se conocía como «hilo de diamante»). Ningún hombre en la historia ha mordido la mano que le daba de comer con tanto entusiasmo como Marx la del «rey algodón».
La esencia del marxismo era la creencia de que la economía industrial estaba condenada a producir una sociedad intolerablemente desigual dividida entre la burguesía —los dueños del capital— y un proletariado desposeído. El capitalismo exigía inexorablemente la concentración del capital en cada vez menos manos y la reducción de todos los demás a la esclavitud salarial, que significaba cobrar solo «esa cuantía de los medios de subsistencia que es absolutamente necesaria para mantener la mera existencia del trabajador en cuanto trabajador». En el capítulo 32 del primer tomo de su difícilmente legible Capital (1867), Marx profetizaba el desenlace inevitable:
Conforme disminuya progresivamente el número de magnates capitalistas que usurpan y monopolizan todos los beneficios de este proceso de transformación, crece la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavitud, de la degeneración, de la explotación; pero crece también la rebeldía de la clase obrera…
La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que son ya incompatibles con su envoltura capitalista. Esta envoltura estalla. Le llega la hora a la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.
No es casual que este pasaje tenga cierto aire wagneriano, mitad El ocaso de los dioses y mitad Parsifal. Sin embargo, cuando se publicó el libro el gran compositor había dejado ya muy atrás el espíritu de 1848. En cambio, fue la composición de Eugène Pottier La internacional la que se convirtió en el himno del marxismo. Musicada por Pierre De Geyter, instaba a los «parias de la tierra» a «hacer añicos el pasado» y las lealtades nacionales, y alzarse contra los «tiranos» sin esperar la salvación de «dioses, reyes ni tribunos».
Antes de identificar en qué se equivocaron, hemos de reconocer aquello en lo que Marx y sus discípulos tuvieron razón. Ciertamente, la desigualdad aumentó como resultado de la revolución industrial. Entre 1780 y 1830, la producción por trabajador en el Reino Unido se incrementó en más de un 25 por ciento, pero los salarios apenas subieron un 5 por ciento. La proporción de la renta nacional que iba a parar al percentil más rico de la población pasó del 25 por ciento en 1801 al 35 por ciento en 1848. En París, en 1820, alrededor del 9 por ciento de la población se clasificaba como «propietarios y rentistas», que poseían el 41 por ciento de la riqueza registrada; en 1911 su parte se había elevado al 52 por ciento. En Prusia, la parte de renta que iba a parar al 5 por ciento más rico de la población aumentó del 21 por ciento en 1854 al 27 por ciento en 1896 y al 43 por ciento en 1913.29 Parece claro, pues, que en el transcurso del siglo XIX las sociedades industriales se hicieron más desiguales, y ello tuvo unas consecuencias predecibles. En la epidemia de cólera de Hamburgo de 1892, por ejemplo, la tasa de mortalidad entre las personas con una renta inferior a los 800 marcos anuales fue trece veces superior a la de las que ganaban más de 50.000 marcos.30 No hacía falta ser marxista para horrorizarse ante la desigualdad de la sociedad industrial. En 1817, Robert Owen, un propietario fabril de origen galés que acuñó el término socialismo, concibió un modelo económico alternativo basado en la producción cooperativa y en aldeas utópicas como las que fundó en Orbiston, Escocia, y New Harmony, Indiana.31 Hasta el ingenioso esteta irlandés Oscar Wilde reconoció los cimientos de miseria social sobre los que se alzaba el refinado mundo de las bellas letras:
Esos son los pobres; y entre ellos no hay gracia en los modales, o encanto en el discurso, o civilización… De su fuerza colectiva la humanidad obtiene mucho en prosperidad material. Pero es solo el resultado material lo que obtiene, y el hombre que es pobre carece absolutamente de importancia en sí mismo. Es meramente el átomo infinitesimal de una fuerza que, lejos de considerarle, lo aplasta: de hecho, lo prefiere aplastado, ya que entonces es mucho más obediente… Los agitadores son una serie de personas entrometidas e impertinentes que llegan a una clase perfectamente contenta de la comunidad y siembran en ella la semilla del descontento. Esa es la razón por la que los agitadores son absolutamente necesarios. Sin ellos, en nuestro estado incompleto, no habría ningún avance hacia la civilización… [Pero] el hecho es que la civilización necesita esclavos. Los griegos tenían toda la razón en ello. A menos que haya esclavos para hacer el trabajo desagradable, horrible, carente de interés, la cultura y la contemplación se hacen casi imposibles. La esclavitud humana es mala, insegura y desmoralizadora. El futuro del mundo depende de la esclavitud mecánica, de la esclavitud de la máquina.32
Sin embargo, la revolución temida por Wilde y anhelada con impaciencia por Marx nunca se materializó; al menos, no donde se suponía que iba a hacerlo. Los disturbios de 1830 y 1848 fueron resultado de subidas de precios a corto plazo de los productos de alimentación y de crisis financieras antes que de una polarización social.33 En la medida en que la productividad agrícola mejoró en Europa, el empleo industrial aumentó y la amplitud del ciclo económico se redujo, el riesgo de revolución fue disminuyendo. En lugar de coaligarse en una masa empobrecida, el proletariado se subdividió entre unas «aristocracias obreras» cualificadas y un lumpenproletariado vicioso. Las primeras prefirieron las huelgas y la negociación colectiva a la revolución, asegurando así unos salarios reales más altos; el segundo prefirió la ginebra. La clase trabajadora respetable tenía sus sindicatos y sus asociaciones obreras;34 los rufianes, los teatros de variedades y las peleas callejeras.
En cualquier caso, las prescripciones del Manifiesto comunista resultaban particularmente poco atractivas para los trabajadores industriales a los que iban dirigidas. Marx y Engels postulaban la abolición de la propiedad privada; la abolición de la herencia; la centralización del crédito y las comunicaciones; la propiedad estatal de todas las fábricas e instrumentos de producción; la creación de «ejércitos industriales», sobre todo para la agricultura»; la abolición de la distinción entre la ciudad y el campo; la abolición de la familia; la «comunidad de las mujeres» (intercambio de esposas) y la abolición de todas las nacionalidades. En cambio, los liberales de mediados del siglo XIX querían el gobierno constitucional; las libertades de expresión, de prensa y de reunión; una mayor representación política a través de la reforma electoral; el libre comercio, y, allí donde no la hubiera, la autodeterminación nacional (autogobierno). En el medio siglo transcurrido desde la conmoción de 1848 consiguieron muchas de esas cosas; las suficientes, al menos, para hacer que los remedios desesperados de Marx y Engels parecieran estar de más. En 1850, solo Francia, Grecia y Suiza tenían sufragios que permitían votar a más de una quinta parte de la población; en 1900, esto sucedía en diez países europeos, y Gran Bretaña y Suecia no estaban muy por detrás de ese umbral. La mayor representación llevó a la aprobación de leyes que beneficiaban a los grupos de renta inferior; en Gran Bretaña el libre comercio se tradujo en pan barato; y el pan barato, más unos salarios nominales crecientes gracias a la presión sindical, se tradujo en una ganancia significativa en términos reales para los trabajadores. Entre 1848 y 1913, los jornales de los trabajadores de la construcción de Londres se duplicaron en términos reales. La mayor representación llevó también a la implantación de impuestos más progresivos. Gran Bretaña marcó la pauta en 1842, cuando sir Robert Peel introdujo un impuesto sobre la renta para tiempos de paz (en 1913, por ejemplo, este vendría a representar el 6 por ciento de los ingresos). Antes de 1842 casi todas las rentas públicas británicas provenían de la tributación indirecta sobre el consumo, tanto por vía arancelaria como impositiva; unos impuestos regresivos que se llevaban una parte de los ingresos proporcionalmente más pequeña conforme más rico era uno. En 1913, por el contrario, una tercera parte de las rentas públicas provenían de impuestos directos sobre los relativamente ricos. En 1842, el gobierno central no se había gastado prácticamente nada en educación ni en artes y ciencias; en 1913, estos conceptos representaban el 10 por ciento del gasto público. Por entonces Gran Bretaña había seguido los pasos de Alemania introduciendo una pensión estatal para los ancianos.
Así, Marx y Engels se equivocaron en dos cosas. En primer lugar, su «ley de hierro» de los salarios resultó disparatada. Es cierto que la riqueza se hizo sumamente concentrada bajo el capitalismo, y seguiría siéndolo hasta el segundo cuarto del siglo XX. Pero los diferenciales de renta empezaron a reducirse en la medida en que los salarios reales subieron y los impuestos se hicieron menos regresivos. Los capitalistas supieron ver lo que a Marx se le había pasado por alto: que los trabajadores eran también consumidores. En consecuencia, no tenía sentido intentar reducir sus salarios hasta niveles de subsistencia. Muy al contrario, como el caso de Estados Unidos dejaba cada vez más claro, no había mayor mercado potencial para la mayoría de las empresas capitalistas que sus propios empleados. Lejos de condenar a las masas a la miseria, la mecanización de la producción textil vino a crear oportunidades de empleo cada vez mayores para los trabajadores occidentales —aunque a expensas de los hilanderos y tejedores indios—, y el descenso de los precios del algodón y de otros bienes supuso que los trabajadores occidentales pudieran comprar más con sus salarios semanales. El impacto de esto lo ilustra muy bien el vertiginoso aumento del diferencial entre los salarios y el nivel de vida occidentales y no occidentales en este período. Incluso dentro del propio Occidente, la brecha entre la vanguardia industrializada y las zonas rurales más atrasadas se ensanchó drásticamente. En la Londres de comienzos del siglo XVII, el salario real (es decir, ajustado al coste de la vida) de un trabajador no cualificado no distaba mucho de lo que su homólogo ganaba en Milán. Sin embargo, desde la década de 1750 hasta la de 1850 los londinenses se distanciaron bastante. En el punto álgido de esta gran divergencia en el seno de la propia Europa, los salarios reales de Londres llegaron a ser seis veces los de Milán. Con la industrialización del norte de Italia, en la segunda mitad del siglo XIX, la brecha empezó a cerrarse, hasta el punto de que en vísperas de la Primera Guerra Mundial se acercaba a una proporción de 3:1. También los trabajadores alemanes y holandeses se beneficiaron de la industrialización, aunque en 1913 todavía fueran por detrás de sus homólogos ingleses.35 Los trabajadores chinos, en cambio, no llegaron a alcanzarles. Allí donde los salarios eran más altos, en las grandes ciudades de Pekín y Cantón, los trabajadores de la construcción recibían el equivalente a unos tres gramos de plata por día, sin ninguna tendencia al alza en el siglo XVIII y solo una leve mejora en el XIX y comienzos del XX (pasando a unos 5-6 gramos). A partir de 1900 hubo alguna mejora para los trabajadores de Cantón, pero fue mínima; y los trabajadores de Sichuan siguieron siendo miserables. Mientras tanto, los trabajadores londinenses vieron subir sus salarios equivalentes en plata de unos 18 gramos entre 1800 y 1870 a unos 70 entre 1900 y 1913. Teniendo en cuenta el coste de mantener a una familia, el nivel de vida del trabajador chino medio cayó a lo largo de todo el siglo XIX, especialmente durante la rebelión Taiping (véase el capítulo 6). Es verdad que la subsistencia era más barata en China que en la Europa noroccidental. Y también habría que recordar que por entonces los londinenses y berlineses disfrutaban de una dieta mucho más variada integrada por pan, productos lácteos y carne, todo ello regado con copiosas cantidades de alcohol, mientras que la mayoría de los asiático-orientales subsistían a base de arroz molido y pequeños cereales. Sin embargo, parece claro que en la segunda década del siglo XX la brecha del nivel de vida entre Londres y Pekín presentaba una ratio de seis a uno, frente a solo dos a uno en el siglo XVIII.36
El segundo error que cometieron Marx y Engels fue el de subestimar la capacidad de adaptación del Estado decimonónico, especialmente cuando este pudo legitimarse en la forma de Estado-nación.
En su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Marx calificaba a la religión, en célebre expresión, como «el opio del pueblo». Si eso es así, entonces el nacionalismo era la cocaína de las clases medias. El 17 de marzo de 1846 se estrenaba en el teatro La Fenice de Venecia una nueva ópera del ya famoso compositor italiano Giuseppe Verdi. Técnicamente, Verdi era de hecho de origen francés: al nacer su nombre se había registrado oficialmente como «Joseph Fortunin François Verdi» debido a que su aldea natal se hallaba entonces bajo el dominio napoleónico, tras ser anexionada a Francia junto con el resto del Ducado de Parma y Plasencia. También Venecia había sido conquistada por los franceses, pero fue cedida a Austria en 1814. La impopularidad del ejército y la burocracia de los Habsburgo explica el agitado entusiasmo con el que la audiencia, predominantemente italiana, respondió a las líneas siguientes:
Tardo per gli anni, e tremulo,
È il regnator d’Oriente;
Siede un imbelle giovine
Sul trono d’Occidente;
Tutto sarà disperso
Quand’io mi unisca a te…
Avrai tu l’universo,
Resti l’Italia a me.
Torpe por la edad, y trémulo,
es el emperador de Oriente;
se sienta un joven débil
en el trono de Occidente.
Todo se habrá perdido
cuando yo me una a ti…
Tú tendrás el universo,
deja Italia para mí.
Estas palabras, cantadas a Atila por el enviado romano Ezio tras el saqueo de Roma, eran una apelación apenas velada al sentimiento nacionalista. E ilustran perfectamente cuál es la ventaja que el nacionalismo tuvo siempre sobre el socialismo: que tenía estilo.
Desde luego, el nacionalismo tuvo también sus manifiestos. Otro Giuseppe —Mazzini— fue quizá lo más parecido a un teórico que produjo el nacionalismo. Como observaba inteligentemente en 1852, la Revolución «ha asumido dos formas: la cuestión que todos han dado en llamar social y la cuestión de las nacionalidades». Los nacionalistas italianos del Risorgimento
lucharon … como lo hacen Polonia, Alemania y Hungría, por el país y la libertad; por una palabra inscrita en un estandarte, proclamando al mundo que ellos también viven, piensan, aman y trabajan en beneficio de todos. Hablan la misma lengua, llevan en ellos la impronta de la consanguinidad, se arrodillan ante las mismas tumbas, se enorgullecen de la misma tradición; y exigen asociarse libremente, sin obstáculos, sin la dominación extranjera.37
Para Mazzini el asunto era sencillo: «Hay que rehacer el mapa de Europa». En el futuro, argumentaba, sería claramente reordenado en la forma de once estados-nación. Sin embargo, eso resultaba mucho más fácil de decir que de hacer, y de ahí que las formas preferidas de nacionalismo fueran artísticas o gimnásticas antes que programáticas. El nacionalismo funcionaba mejor en la poesía demótica de autores como el griego Rigas Feraios (Καλλιo'ναι µíας vρας ελε ϖθερη ξωπ παρα σαραντα χρóνια σκλαβια και φυλακη; «Es mejor tener una hora como hombre libre que cuarenta años de esclavitud y cárcel»), o en las conmovedoras canciones de las fraternidades estudiantiles alemanas (Fest steht und treu die Wacht am Rhein; «La Guardia del Rin se mantiene firme y leal»), o incluso en el campo de deportes, donde el día de San Andrés de 1872 Escocia jugó contra Inglaterra el primer partido de fútbol internacional del mundo (con el resultado de 0-0). Pero era más problemático cuando las fronteras políticas, lingüísticas y religiosas no coincidían, como ocurría de la forma más manifiesta en el fatal triángulo de territorio formado entre el Báltico, los Balcanes y el mar Negro. Entre 1830 y 1905, ocho nuevos estados lograron o bien la independencia, o bien la unidad: Grecia (1830), Bélgica (1830-1839), Rumanía (1856), Italia (1859-1871), Alemania (1864-1871), Bulgaria (1878), Serbia (1867-1878) y Noruega (1905). En cambio los sudamericanos fracasaron en su apuesta por un Estado propio, al igual que los armenios, los croatas, los checos, los irlandeses, los polacos, los eslovacos, los eslovenos y los ucranianos. Los húngaros, como los escoceses, se conformaron con el papel de socios menores en monarquías duales con imperios que ayudaron a gobernar. En cuanto a otros pueblos etnolingüísticamente diferenciados como los romaníes, sinti, casubos, sorbios, wendos, valacos, székely, rutenos y ladinos, nadie los consideraba seriamente capaces de autonomía política.
El éxito o fracaso en el juego de la construcción nacional residió en última instancia en la realpolitik. A Camillo Benso, conde de Cavour, le convenía convertir el resto de Italia en un accesorio colonial del Piamonte-Cerdeña, tal como le convenía a Otto Eduard Leopold von Bismarck, conde de Bismarck-Schönhausen, conservar las prerrogativas de la monarquía prusiana convirtiéndola en la institución más poderosa de un Reich federal alemán. Escribía Bismarck en sus Remembranzas:
Nunca dudé… de que la clave de la política alemana había que buscarla en los príncipes y las dinastías, no en los propagandistas, ya fuera en el Parlamento y en la prensa o en las barricadas… El nudo gordiano de la circunstancia alemana… solo podía cortarse por la espada: eso significaba que había que ganar al rey de Prusia, consciente o inconscientemente, y con él al ejército prusiano, para la causa nacional, ya fuera considerando como principal objetivo la hegemonía de Prusia desde el punto de vista «borusiano», o la unificación de Alemania desde el punto de vista nacional: ambos objetivos eran equiparables… Las dinastías han sido más fuertes en todo momento que la prensa y el Parlamento… Para que el patriotismo alemán sea activo y eficaz, por regla general ha de tener como punto de apoyo la dependencia de una dinastía… Es en calidad de prusiano, de hannoveriano, de württembergués, de bávaro o de hessiano, antes que en la de alemán, como [dicho alemán] estará dispuesto a dar una prueba inequívoca de patriotismo.38
La transformación de la Deutscher Bund de 39 estados dominada por Austria en un Reich de 25 dominado por Prusia fue el golpe maestro de Bismarck. Lo que ocurrió cuando Prusia derrotó a Austria y a los otros miembros de la Confederación Germánica en 1866 se entiende mejor si se considera, no una guerra de unificación, sino una victoria del norte sobre el sur en una guerra civil alemana, por la sencilla razón del gran número de germanohablantes que fueron excluidos de la nueva Alemania. Sin embargo, la victoria de Bismarck no fue completa hasta que hubo superado tácticamente a sus opositores liberales en casa, primero introduciendo el sufragio universal, lo que les costó varios escaños en la nueva Dieta Imperial (el Reichstag), y luego dividiéndolos en torno a la cuestión del libre comercio en 1878. El precio fue ceder a los alemanes del sur dos poderosas posiciones con capacidad de veto: el papel fundamental del católico Partido de Centro en el Reichstag y el veto combinado de los estados alemanes del sur en la Cámara Alta (Bundesrat).
Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie». La que probablemente es la frase más famosa de la novela histórica El gatopardo (1958), de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, se cita con frecuencia para resumir el carácter subrepticiamente conservador de la unificación italiana. Pero los nuevos estados-nación hicieron algo más que limitarse a conservar los preciados privilegios de las acosadas élites terratenientes de Europa. Las entidades como Italia o Alemania, compuestas de múltiples pequeños estados, ofrecieron a todos sus ciudadanos numerosas ventajas: economías de escala, externalidades de red, costes de transacción reducidos y una provisión más eficiente de bienes públicos clave como la seguridad ciudadana, las infraestructuras y la salud. Los nuevos estados pudieron hacer que las grandes ciudades industriales de Europa, caldo de cultivo del cólera tanto como de la revolución, fueran finalmente seguras. La desaparición de barrios de chabolas, unos bulevares demasiado amplios para levantar barricadas, iglesias más grandes, parques frondosos, estadios deportivos y, sobre todo, más policías: todas estas cosas vinieron a transformar las capitales de Europa, entre ellas París, que el barón Georges Haussmann remodeló completamente para Napoleón III. Todos los nuevos estados tenían fachadas imponentes; hasta la derrotada Austria se apresuró a reinventarse a sí misma como la «imperial y real» Austria-Hungría, estableciendo en piedra su identidad arquitectónica en torno a la Ringstrasse vienesa.39 Pero tras las fachadas había una sustancia real. Se construyeron escuelas, para inculcar mejor las lenguas nacionales estandarizadas en las cabezas de los jóvenes. Se erigieron cuarteles, para entrenar mejor a los graduados de secundaria a la hora de defender a su patria. Y se construyeron líneas férreas, en lugares donde su rentabilidad parecía dudosa, para transportar mejor a las tropas a la frontera en caso de que fuera necesario hacerlo. Los campesinos se convirtieron en franceses, o en alemanes, o en italianos, o en serbios… en función de dónde daba la casualidad de que habían nacido.
Lo paradójico es que esta era de nacionalismo coincidió con una estandarización sostenida de las formas de vestir. Obviamente, los uniformes militares seguían siendo nacionalmente diferenciados a fin de que, en el fragor de la batalla, se pudiera distinguir a un poilu de un boche o un rosbif incluso por la silueta.* Pero las innovaciones militares del siglo XIX, que mejoraron enormemente la precisión y la potencia de la artillería, además de introducir la pólvora sin humo, hicieron necesario un cambio, pasando de las guerreras de vivos colores de los siglos XVIII y XIX a unos uniformes absolutamente más anodinos. Los ingleses adoptaron el dril caqui tras la guerra anglo-zulú de 1879, un ejemplo que más tarde seguirían los estadounidenses y los japoneses. También los rusos eligieron el caqui, aunque de un tono más gris, en 1908. Los italianos optaron por un gris verdoso; los alemanes y austríacos, por los denominados feldgrau («gris de campaña») y hechtgrau («gris lucio») respectivamente. Asimismo, al crecer en tamaño los ejércitos, la economía dictó la simplificación. El frente de batalla se hizo más sencillo.
Los civiles varones también renunciaron al dandismo de las generaciones anteriores. El traje tal como había sido concebido por Beau Brummell en la Inglaterra de la Regencia ya era en sí mismo una simplificación en relación con las modas del siglo XVIII. La tendencia a partir de entonces fue inexorablemente hacia la sobriedad burguesa. El chaqué tipo pingüino de un solo botón, que hoy solo se ve en bodas pretenciosas, desplazó al frac de Brummell y a la chaqueta cruzada de cuello alto favorecida por el príncipe Alberto. Los chalecos pasaron de las coloridas sedas chinas a la lana negra o gris. Los bombachos cedieron el paso a los pantalones largos, y las medias desaparecieron para ser reemplazadas por insulsos calcetines negros. Las camisas pasaron a ser uniformemente blancas. Los cuellos parecieron encogerse hasta que lo único que quedó de ellos fue un par de «alas de pollo» de celuloide, envueltas en una corbata que era invariablemente negra. También los sombreros se encogieron, hasta que solo sobrevivió el bombín; y también este era negro. Era como si toda la sociedad se dispusiera a ir a un velatorio.
Obviamente, en el atuendo femenino del período victoriano había bastante más variedad y complejidad. Y existía una clase distinta de uniformidad entre el proletariado ataviado con mono de trabajo y los pobres de pantalones andrajosos. En cualquier caso, la estandarización del vestido en la Inglaterra victoriana —que dictaba la moda no solo en toda Europa, sino incluso en la costa este de Estados Unidos— sigue siendo una realidad, a la vez que un enigma en un momento en que el nacionalismo estaba en pleno auge. Parecía que, en efecto, La Internacional existía, pero solo en el nivel del código indumentario burgués. La explicación de este hecho, como cabría esperar en la era industrial, es de índole mecánica.
La máquina de coser Singer nació en 1850, cuando Isaac Merritt Singer viajó a Boston, Massachusetts, y vio qué era lo que fallaba en la máquina que estaban construyendo en el taller de Orson C. Phelps. La aguja tenía que ser recta, no curvada. La lanzadera tenía que ser transversal. Y todo el conjunto tenía que ser accionado con el pie, no con la mano. Como Marx, Singer no era precisamente un buen hombre. Tuvo un total de 24 hijos con cinco mujeres distintas, una de las cuales le demandó por bigamia, obligándole a huir de Estados Unidos. Como Marx —y como un desproporcionado número de empresarios de los siglos XIX y XX, sobre todo en los sectores de la ropa y los cosméticos—,* Singer era de origen judío. Y también como Marx, cambió el mundo; aunque, a diferencia de Marx, para mejor.
La I. M. Singer & Company, más tarde Singer Manufacturing Company, completó el proceso de mecanización de la producción de ropa que había iniciado James Hargreaves menos de un siglo antes. Ahora hasta la operación de unir piezas de tela cosiéndolas podía hacerse a máquina. Es fácil pasar por alto la naturaleza revolucionaria de este avance por parte de una generación que nunca ha cosido más de un par de botones. Singer era obviamente un hombre que amaba a las mujeres: ¿algún otro ha hecho más por ellas a cambio? Gracias a Singer, las laboriosas horas que antes hacían falta para coser el dobladillo de una falda se convirtieron en solo unos minutos, y luego en unos segundos. La historia de la máquina de coser Singer ilustra perfectamente el carácter evolutivo de la revolución industrial, de qué modo un aumento de la eficacia daba paso a otro. Tras el avance inicial se produjo una incesante mutación: al modelo Turtleback (1856) le siguieron el Grasshopper (1858), el New Family (1865) y el eléctrico 99K (1880). En 1900 había 40 modelos distintos en producción; en 1929, la cifra había aumentado a 3.000.
Pocos inventos del siglo XIX se difundieron con tanta rapidez. Desde su sede central neoyorquina, en el 458 (luego el 149) de Broadway, Singer se extendió con asombrosa celeridad para convertirse en una de las primeras marcas auténticamente globales del mundo, con plantas de fabricación en Brasil, Canadá, Alemania, Rusia y Escocia; en su apogeo, la fábrica escocesa de Clydebank ocupaba casi 100.000 metros cuadrados y empleaba a 12.000 personas. En 1904, las ventas globales superaban los 1,3 millones de máquinas al año; en 1914, la cifra había aumentado en más del doble. El logotipo de la marca —una «S» que envuelve a una mujer que cose— estaba por todas partes, y, según los redactores publicitarios de la firma, se podía ver hasta en la cima del Everest. En una rara concesión a la modernidad, Mahatma Gandhi reconoció que aquella era «una de las pocas cosas útiles jamás inventadas»; una alabanza no pequeña por parte de un hombre que despreciaba hasta la medicina moderna.40
Singer ejemplificaba la ventaja competitiva norteamericana. Estados Unidos no solo seguía atrayendo, como había hecho siempre, a personas dispuestas por naturaleza a asumir riesgos procedentes de todo el mundo. Ahora había las suficientes de ellas como para constituir un mercado interno realmente sin parangón. Entre 1870 y 1913 Estados Unidos superó al Reino Unido. En 1820 había el doble de personas en el Reino Unido que en Estados Unidos; en 1913 ocurría justo lo contrario. Entre 1870 y 1913, la tasa de crecimiento estadounidense fue un 80 por ciento más alta.41 Ya en 1900 Estados Unidos era responsable de una mayor proporción de la producción mundial: el 24 por ciento, frente al 18 por ciento de Gran Bretaña.42 En 1913 incluso en cifras per cápita Estados Unidos era ya la primera economía industrial del mundo.43 Y lo que quizá es más importante: la productividad norteamericana estaba a punto de superar a la británica (aunque de hecho no lo haría hasta la década de 1920).44 Asimismo, como en el caso de la industrialización inglesa, el algodón y el textil fueron la clave de la «edad dorada» de Estados Unidos. Todavía en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial el algodón en rama del Sur representaba el 25 por ciento de las exportaciones estadounidenses.45 Sin embargo, la mayor parte de la producción textil norteamericana era para el consumo interno. En 1910, Gran Bretaña tuvo unas exportaciones netas de productos de algodón por valor de 453 millones de dólares, mientras que el valor de las de Estados Unidos fue solo de 8,5 millones de dólares. Pero quizá el dato más sorprendente de todos sea que el segundo gran exportador mundial de productos de algodón en aquella época era un país no occidental: el primer miembro del «resto del mundo» que descubrió cómo competir exitosamente con Occidente. Ese país era Japón.46
MIRANDO A OCCIDENTE
En 1910, el mundo se había integrado económicamente de un modo jamás visto hasta entonces. Los diferentes vínculos que lo unían —el ferrocarril, las líneas marítimas y el telégrafo— eran casi íntegramente de invención occidental y de propiedad occidental. Occidente había hecho que el mundo empequeñeciera. Si se hubieran puesto uno detrás de otro todos los ferrocarriles de Estados Unidos, su longitud total habría sido trece veces la circunferencia de la Tierra. Una persona podía viajar de Versalles a Vladivostok en tren. Y las constantes mejoras en la navegación a vapor —la hélice, el casco de hierro, la máquina compuesta y el condensador de superficie— hacían que cruzar los océanos resultara más rápido y más barato que cruzar la Tierra. El arqueo bruto del Mauritania (1907) era 46 veces el del Sirius (1838), pero la potencia en caballos de sus motores era 219 veces superior, de manera que resultaba más del triple de rápido y cruzaba el Atlántico con una carga mucho mayor en nueve días y medio en lugar de dieciséis.47 Los costes del transporte marítimo se redujeron en más de una tercera parte entre 1870 y 1910. Enviar una tonelada de productos de algodón por ferrocarril de Manchester a Liverpool, a solo unos 50 kilómetros de distancia, costaba 8 chelines, mientras que transportar esos mismos productos por barco a Bombay, 11.668 kilómetros más lejos, costaba solo 30 chelines. El coste del transporte marítimo de tejidos ascendía a menos del 1 por ciento del coste del propio producto. La apertura del canal de Suez (1869) y del canal de Panamá (1914) empequeñeció aún más el mundo: el primero acortó la distancia de la ruta Londres-Bombay en más de dos quintas partes, mientras que el segundo redujo en un tercio el coste del transporte de la costa este a la costa oeste de Estados Unidos.48 A finales de la década de 1860, gracias a la introducción del recubrimiento de gutapercha, pudieron extenderse cables submarinos que permitieron enviar telegramas de Londres a Bombay o a Halifax.49 En 1857, la noticia de la rebelión de los cipayos había tardado cuarenta y seis días en llegar a Londres, viajando a una velocidad efectiva de seis kilómetros por hora; en 1891, la noticia del enorme terremoto de Nobi, en Japón, tardó un solo día, viajando a 396 kilómetros por hora, es decir, unas sesenta y cinco veces más deprisa.50
La afluencia de mano de obra a través de las fronteras fue mayor que nunca. Entre 1840 y 1940, un total de 58 millones de europeos emigraron a América, 51 millones de rusos a Siberia, Asia Central y Manchuria, y 52 millones de indios y chinos al sudeste asiático, Australasia o las costas del océano Índico.51 Un total de 2,5 millones de emigrantes del sur y este de Asia viajaron asimismo a América. En 1910, uno de cada siete habitantes de Estados Unidos había nacido en el extranjero, una proporción que todavía hoy no se ha superado.52 También el capital fluyó en todo el planeta. Gran Bretaña era el banquero del mundo, exportando prodigiosas cantidades de capital al resto del planeta; quizá los contemporáneos deberían haber elogiado la «sobreabundancia de ahorro» de los ingleses antes de quejarse del imperialismo. En los momentos de mayor auge de la expansión de las inversiones en ultramar —1872, 1887 y 1913—, el superávit en cuenta corriente británico superó el 7 por ciento del PIB.53 Las empresas británicas estaban en condiciones de exportar no solo algodón, sino también la maquinaria necesaria para fabricarlo y el capital necesario para comprarlo.
Sin embargo, quizá la expresión más notable de esta temprana globalización fue la indumentaria. Con extraordinaria rapidez, una forma de vestir que era claramente occidental se propagó al resto del mundo, consignando los atuendos tradicionales al cesto de la ropa ornamental de la historia. Es cierto que no era esa precisamente la intención declarada de la Singer Manufacturing Company. Para la Exposición Universal de Chicago de 1892 —denominada «Exposición Colombina» por celebrarse ese año el 400 aniversario del descubrimiento del Nuevo Mundo—, Singer encargó una serie de 36 tarjetas comerciales titulada «Trajes del Mundo», que representaban a gentes de todos los colores de piel, ataviadas todas ellas con indumentarias tradicionales, utilizando felizmente máquinas Singer. Desde un blusón húngaro hasta un quimono japonés,* cualquier clase de vestido podía beneficiarse de una puntada a tiempo bajo el característico brazo metálico de una Singer. Bosnios o birmanos eran igualmente beneficiarios del ingenio de Isaac Merritt; de hecho, todo el mundo, desde Argelia hasta Zululandia. Apenas sorprende, pues, que la Singer se convirtiera en el regalo preferido cuando había que obsequiar a potentados extranjeros como el rey de Siam, Dom Pedro II de Brasil o el emperador japonés Hiro-Hito. Pero aquí es donde la historia da un giro inesperado. En lugar de utilizar sus máquinas Singer para remendar las formas de vestir tradicionales, sus agradecidos receptores las emplearon con un fin completamente distinto: copiar y vestir la ropa occidental. Las nuevas prendas fundamentales fueron, para los hombres, la levita, la camisa blanca de cuello duro, el sombrero de fieltro y la bota de piel; y para las mujeres, el corsé, la enagua y el vestido largo hasta el tobillo.
En 1921 dos herederos reales e imperiales —Hiro-Hito, príncipe heredero de Japón y futuro emperador Shōwa, y Eduardo, príncipe de Gales y futuro Eduardo VIII— posaron uno junto al otro para un fotógrafo. Los tronos que estaban destinados a heredar apenas podrían haber estado geográficamente más distantes. Y, sin embargo, allí estaban, en las escalinatas de Henry Poole & Co. —el sastre que dio fama a la calle londinense que representa la sastrería a medida por excelencia: Savile Row—,* ataviados más o menos de modo idéntico. El príncipe japonés estaba en Londres en una escapada de compras antes de su boda. Un representante de Henry Poole había viajado previamente en barco a Gibraltar para tomarle medidas, que luego se cablegrafiaron a Londres. El libro de contabilidad de Henry Poole para el año en cuestión muestra el enorme pedido realizado en nombre de Hiro-Hito: uniformes militares, chalecos bordados, esmóquines, chaqués… Una línea característica de la lista reza: «Un traje de cachemir de fantasía, un traje de paño azul y un traje a rayas de franela».54 Hiro-Hito estaba lejos de ser el único dignatario extranjero interesado en comprar un traje inglés de hechura impecable. Conservados en el sótano de Henry Poole hay miles de patrones de trajes para clientes que van desde el último emperador de Etiopía, Hailé Selassié, hasta el último zar de Rusia, Nicolás II. El cliente más fiel de Poole fue Jitendra Narayan, maharajá de Cooch Behar, cuyas compras de trajes a medida a lo largo de su vida superaron los mil. En cualquier caso, el objetivo era siempre el mismo: ir tan bien vestido como el más perfecto gentleman inglés; de modo que la suerte de los «trajes del mundo» estaba echada. Resulta revelador que «traje» en japonés sea sebiro, un término derivado de la pronunciación inglesa de «Savile Row». Aún hoy, los trajes más elegantes de Tokio son de diseño inglés; de ahí la popularidad de la marca Eikokuya, que significa literalmente «la tienda inglesa». Y los anglófilos sibaritas de Ginza, el barrio elegante de Tokio, todavía buscan la marca Ichibankan, fundada por un sastre que aprendió su oficio en Savile Row.
La revolución japonesa en el vestir se remonta a la década de 1870. En nombre de las consignas bunmei kaika («civilización e ilustración») y fukoku-kyōhei («país rico, ejército fuerte»), la élite imperial de la era Meiji se había despojado de sus atuendos tradicionales de samurái y sus quimonos en favor de réplicas de trajes y vestidos europeos. La inspiración para este cambio de imagen vino de un viaje de dos años por Estados Unidos y Europa realizado por una delegación encabezada por un ministro Meiji, Iwakura Tomomi, que tuvo que reconocer que, tras varios siglos de aislamiento autoimpuesto, «en muchos aspectos nuestra civilización es inferior a la suya».55Ya desde 1853-1854, cuando su economía se había visto forzada a reabrirse al comercio por los amenazadores «barcos negros» del comodoro estadounidense Matthew C. Perry, los japoneses se habían esforzado en averiguar qué era lo que había hecho a Occidente más rico y más fuerte que el resto del mundo. Viajar a Occidente —una práctica tan común que hasta inspiró un sugoroku (juego de mesa)— no hizo sino plantear más preguntas. ¿Era su sistema político? ¿Sus instituciones educativas? ¿Su cultura? ¿O su forma de vestir? Inseguros de la respuesta, los japoneses decidieron no dejar nada al azar: lo copiaron todo. Desde la Constitución de estilo prusiano de 1889 hasta la adopción del patrón oro británico en 1897, las instituciones de Japón se reconfiguraron siguiendo modelos occidentales. El ejército se entrenaba como el de los alemanes; la marina navegaba como la de los ingleses. También se introdujo un sistema de estilo norteamericano de escuelas públicas elementales y primarias. Los japoneses incluso empezaron a comer carne de vacuno, que hasta entonces era tabú, y algunos reformadores llegaron a proponer que se abandonara la lengua japonesa en favor del inglés.
El cambio más visible, sin embargo, se dio en el aspecto exterior de los japoneses. Comenzó en 1870, con una prohibición formal del ennegrecimiento de dientes y el afeitado de cejas en la corte. Más o menos al mismo tiempo, los ministros empezaron a cortarse el pelo al estilo occidental. Un decreto imperial de 1871 ordenaba a los altos funcionarios que llevaran yōfuku, la levita europea sobre una camisa blanca de cuello alto; en 1887, este era el atuendo estándar para todos los funcionarios públicos.56 Un año después, siguiendo los consejos de sus asesores de mentalidad reformista, el hasta entonces recluido emperador Meiji apareció por primera vez en público, ataviado (según el embajador austríaco) con «un peculiar uniforme europeo, ¡mitad de marinero y mitad de embajador!»: una chaqueta de gala tipo frac con muchos galones de oro.57 También se requirió a las fuerzas armadas que adoptaran uniformes europeos. El nuevo atuendo de los marineros se basaba en él de la Royal Navy, mientras que el del ejército fue inicialmente de inspiración francesa, aunque más tarde se cambió a uno de estilo prusiano.58 Las mujeres de la élite japonesa también comenzaron a llevar vestidos occidentales en 1884, cuando empezaron a recibir a invitados extranjeros en el recién construido Rokumeikan,* aunque el quimono se siguiera llevando en privado. Incluso la ropa infantil se occidentalizó, con la adopción de uniformes de estilo prusiano para los niños en las escuelas privadas de la élite; luego siguieron los uniformes de las niñas en la década de 1920 (y no han cambiado mucho desde entonces). Nadie abrazó el nuevo aspecto occidental con más entusiasmo que Ōkubo Toshimichi, uno de los principales arquitectos de la restauración Meiji. Antaño fotografiado como un samurái armado con una espada, sentado orgullosamente con las piernas cruzadas y ataviado con una holgada túnica, ahora posaba erguido en una silla vestido con un frac negro de corte elegante y un sombrero de copa en la mano. Cuando la delegación que encabezaba llegó a Inglaterra en 1872, el Newcastle Daily Chronicle informó de que «los caballeros iban ataviados con un atuendo masculino ordinario, y, excepto por la tez y el aspecto oriental de sus rasgos, apenas se les podía distinguir de sus compañeros ingleses». Diecisiete años después, el día en que se adoptó oficialmente la nueva Constitución japonesa, el emperador llevó un uniforme de mariscal de campo europeo; su consorte, un atractivo traje de noche azul y rosado, y los ministros del gobierno, guerreras negras con charreteras de oro.59
Hubo también quienes sintieron repugnancia por lo que en su opinión era imitar como monos las modas occidentales; de hecho, algunos humoristas gráficos occidentales representaron a los japoneses occidentalizados precisamente como simios.60 El elemento de humillación que esa imitación entrañaba también repugnaba a los japoneses tradicionalistas. El 14 de mayo de 1878, cuando se dirigía a una reunión del Consejo de Estado en el palacio de Akasaka, en Tokio, Ōkubo fue atacado y brutalmente asesinado por siete samuráis; el golpe mortal fue asestado en la garganta con tal fuerza que la espada quedó clavada en el suelo bajo su cuerpo.61 Ōmura Masujirō, cuyas reformas occidentalizaron el ejército japonés, fue otra víctima de los asesinos tradicionalistas de la era Meiji, que supondrían una amenaza recurrente para los ministros prooccidentales hasta la década de 1930. Pese a ello, no había vuelta atrás. Por muy apegados que permanecieran los japoneses al código samurái del bushido, la mayoría aceptaron el argumento de Ōkubo de que la occidentalización era indispensable si Japón pretendía ponerse a la par con los imperios europeo y norteamericano, empezando por lograr un trato igualitario en los tratados comerciales y el derecho internacional en general.62 En palabras de un observador occidental que conocía bien el país, el motivo japonés era perfectamente racional:
Su gran ambición es ser tratados como hombres, como caballeros, y como igual[es] a los occidentales. Con su anticuada indumentaria sabían que ni a ellos ni a su país se les tomaría nunca en serio. Muy pronto vimos un cambio de atuendo, no solo entre los soldados y los samuráis, sino [también] entre todos los funcionarios del gobierno y hasta en el propio Mikado… Esta revolución en el vestir contribuyó sobremanera al reconocimiento por parte del mundo entero de Japón como un igual en la hermandad de las naciones.63
Los japoneses habían entendido hasta qué punto la ropa occidental era un poderoso agente de desarrollo. Se trataba de mucho más que de un mero cambio de imagen externo: era parte de un avance fundamental en la historia mundial, en la medida en que Japón se convirtió en la primera sociedad no occidental que experimentaba el poder transformador de la revolución industrial.
La difusión del nuevo código indumentario coincidió con el rápido crecimiento de la industria textil japonesa. Entre 1907 y 1924, el número de fábricas de algodón en Japón pasó de 118 a 232, el número de husos aumentó en más del triple y el de telares se multiplicó por siete.64 En 1900, las fábricas textiles daban trabajo al 63 por ciento de todos los obreros fabriles de Japón.65 Diez años después, Japón era el único exportador neto asiático de hilo, estambre y paño; de hecho, sus exportaciones superaban a las de Alemania, Francia e Italia. Los trabajadores textiles japoneses eran, con mucho, los más productivos de Asia. Desde 1907 hasta 1924 la industria japonesa del algodón aumentó su producción por trabajador en un 80 por ciento, pese a que, como queda patente en el cuadro de 1887 Mujeres cosiendo, de Adachi Ginkō, la inmensa mayoría de la mano de obra estaba integrada por mujeres jóvenes, con una edad media de solo diecisiete años.66 Para empresas como Kanegafuchi, los duros años de la Depresión fueron en realidad años de expansión, con beneficios superiores al 44 por ciento del capital.67 Al no limitarse a vestir la ropa occidental y dedicarse también a confeccionarla, Japón había terminado con el monopolio occidental de la fabricación moderna.
Como en Occidente, a cada avance industrial le siguió otro nuevo. El primer ferrocarril japonés, de diseño británico, se construyó entre Tokio y Yokohama a comienzos de la década de 1870. Pronto, empezando por el barrio tokiota de Ginza, se comenzó a dotar a las principales ciudades del país de cables telegráficos, alumbrado público, puentes de hierro, y paredes de ladrillo en lugar de papel. Surgieron cuatro conglomerados empresariales —los denominados zaibatsu— como actores dominantes de la economía: Mitsui, Mitsubishi, Sumitomo y Yasuda. Rápidamente, con el asesoramiento británico, los japoneses pasaron de comprar locomotoras de vapor a fabricarlas ellos mismos.* En 1929, la empresa Platt Brothers de Oldham —durante casi todo un siglo la principal fabricante de maquinaria textil— pagaba derechos de patente a los inventores japoneses del telar automático Toyoda.68
Ningún otro país asiático abrazó la forma de vida occidental con tanto entusiasmo como Japón. Cuando la India se liberó del dominio británico, por ejemplo, hubo un esfuerzo consciente por parte de los nacionalistas para conservar las modas de vestir indias, desde el taparrabos de Gandhi hasta las chaquetas sin cuello de Nehru y, más tarde, los saris de Indira Gandhi. Tal rechazo simbólico de las normas occidentales resultaba comprensible. El proteccionismo y la productividad británicos habían devastado la industria textil india tradicional de productos elaborados a mano. Sin embargo, a diferencia de los japoneses, los indios tardaron en adoptar y explotar la tecnología de la revolución industrial. Este es uno de los numerosos enigmas de la historia del siglo XIX. Los británicos no intentaron monopolizar su nueva tecnología; por el contrario, la difundieron por todo su imperio. Los indios conocieron la fábrica textil, la máquina de vapor y el ferrocarril mucho antes que los japoneses. A comienzos de la década de 1900, el equipamiento textil no era más caro en Asia que en la Europa continental. Ni tampoco el carbón. Los costes salariales eran el 16 por ciento de los de Inglaterra. El número de horas de la jornada fabril asiática no estaba restringido por la ley como en el caso de la jornada británica. El algodón en rama estaba mucho más a mano que en Inglaterra. Y, sin embargo, el desarrollo industrial no logró despegar ni en la India ni, para el caso, en China (donde los costes laborales eran aún menores).69 La explicación reside en el hecho de que, por barata que fuera la mano de obra en la India y China, esa ventaja quedaba anulada por una productividad desesperantemente baja. Un trabajador estadounidense era, como media, entre seis y diez veces más productivo que un indio que utilizara exactamente el mismo equipo.70 Los expertos británicos y norteamericanos ofrecieron varias explicaciones de ello, que abarcaban desde la inferioridad racial intrínseca hasta el absentismo y la haraganería crónicos. «Por todas partes era evidente que había una supervisión mala o escasa, y una carencia absoluta de disciplina —se lamentaba un visitante estadounidense a una fábrica textil de Bombay—. Husos vacíos y carretes o bobinas sueltos rodaban bajo los pies, los desechos y las cajas de carretes se apilaban en montones, mientras los aprendices, e incluso algunos de los operarios más viejos, se reunían en grupos mascando bhang y chunam. Los supervisores, principalmente mahrattas, paseaban indolentes de un lado a otro.»71 Una explicación más moderna podría ser las pésimas condiciones de trabajo: eran habituales la mala ventilación y las horas excesivas, junto con altas temperaturas y diversas enfermedades desconocidas en Lancashire o Lowell.72 Lo que resultaba más difícil de explicar era por qué un país asiático —Japón— estaba logrando incrementos de productividad tan rápidos que a finales de la década de 1930 había obligado al 15 por ciento de las fábricas textiles de Bombay a cerrar definitivamente.
La ropa inglesa, obviamente, representaba algo más que la modernidad económica. En ninguna parte las sutiles gradaciones del sistema británico de clases se expresaban con más claridad que en la ropa cuidadosamente hecha a medida. Era este un mundo en el que se juzgaba de manera natural el estatus social de un hombre por el corte de su traje; desafortunadamente para Hiro-Hito, y para los japoneses en general, era también un mundo en el que no resultaba menos natural juzgar el valor de una persona por el color de su piel y el conjunto de sus rasgos.
Mientras Hiro-Hito regresaba a Japón con sus trajes occidentales a medida, el futuro rey Eduardo VIII iba a un baile de disfraces con su amigo el mayor Edward Dudley «Fruity» Metcalfe. Ambos se disfrazaron de «culis japoneses». En su opinión, llevar tal indumentaria resultaba tan absurdo como que los japoneses se disfrazaran con ropas occidentales. De hecho, en una carta a su amante, Eduardo se refería a Hiro-Hito como «un mono de primera clase», y observaba que los japoneses «se reproducen como conejos». El Japón en el que Hiro-Hito alcanzó la edad adulta era un país que admiraba a Occidente por su modernidad al tiempo que se hallaba resentido contra él por su arrogancia. Parecía que, para ser tratado como un igual, Japón tendría que adquirir también el último de los accesorios occidentales: un imperio. No le costó mucho hacerlo. En 1895, la europeizada marina japonesa infligió una aplastante derrota a la flota china de Beiyang, ineptamente dirigida, en Weihaiwei. En las ilustraciones japonesas de la época, los vencedores parecen casi por completo europeos (incluso facialmente), mientras que los vencidos chinos, con sus enormes mangas y sus coletas, dan la impresión de estar vestidos para la derrota.73 Pero eso fue solo el principio. Decepcionados al verse obligados a conformarse con reparaciones dinerarias en lugar de territorio como botín de guerra, los japoneses empezaron a comprender que sus modelos europeos podían mostrarse renuentes a concederles un estatus imperial igualitario. Como dijo con franqueza el ministro de Asuntos Exteriores Inoue Kaoru:
Tenemos que establecer un nuevo imperio de estilo europeo en el Mar Oriental… ¿Cómo podemos imprimir en las mentes de nuestros treinta y ocho millones de personas este espíritu audaz y esta actitud de independencia y autonomía? En mi opinión, el único modo es hacerlas chocar con los europeos, para que personalmente se sientan molestas, comprendan su desventaja y adquieran conciencia del vigor occidental… considero que el modo de hacer esto es proporcionar una interrelación auténticamente libre entre los japoneses y los extranjeros… Solo así nuestro Imperio puede alcanzar una posición igual a la de los países occidentales en lo que concierne a tratados. Solo así nuestro Imperio puede ser independiente, próspero y poderoso.74
El primer choque con los habitantes de Occidente se produjo cumplidamente en 1904 con la guerra ruso-japonesa por Manchuria. La decisiva victoria de Japón por tierra y por mar transmitió un mensaje al mundo: el predominio occidental no era algo divinamente preestablecido. Con las instituciones y la tecnología adecuadas —por no hablar de la ropa adecuada—, un imperio asiático podía derrotar a uno europeo. En 1910, un buen pronosticador económico podría haber previsto ya que Japón superaría incluso a la propia Gran Bretaña antes de finales de siglo, como de hecho ocurrió: en 1980, el PIB per cápita japonés superó por primera vez al inglés. Lamentablemente, el camino que conduciría desde 1910 hasta 1980 sería de lo más tortuoso.
DE POBRES A RICOS
La Primera Guerra Mundial, como hemos visto, fue una lucha entre imperios cuyos motivos y métodos se habían ido perfilando en ultramar. Derribó cuatro dinastías, e hizo pedazos sus imperios. El presidente estadounidense Woodrow Wilson —el primero de cuatro presidentes demócratas que precipitarían a su país en una gran guerra extranjera— trató de reinterpretar el conflicto como una guerra por la autodeterminación nacional, una visión que no era probable que apoyaran nunca los imperios británico y francés, cuyo esfuerzo bélico, cada vez más débil, se había salvado gracias al dinero y a los hombres de Estados Unidos. Los checos, estonios, georgianos, húngaros, lituanos, letones, polacos, eslovacos y ucranianos no fueron los únicos que olieron el perfume de la libertad; lo mismo les ocurrió a los árabes y bengalíes, por no hablar de los católicos irlandeses. Pero aparte del irlandés y el finlandés, ningún otro de los estados-nación que surgieron a raíz de la guerra conservaba una independencia significativa a finales de 1939 (excepto posiblemente Hungría). El mapa mazziniano de Europa apareció y desapareció como flor de un día.
La visión alternativa de posguerra de Vladímir Ilich Lenin era la de una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que potencialmente se expandiría a través de Eurasia. La idea extrajo su fuerza de las excepcionales circunstancias económicas de la guerra. Dado que todos los gobiernos financiaron la guerra en mayor o menor medida emitiendo deuda a corto plazo y cambiándola por dinero efectivo en sus bancos centrales —en suma, imprimiendo dinero—, durante el conflicto la inflación cobró ímpetu. Y dado que había tantos hombres en armas, la escasez de mano de obra permitió a los trabajadores del sector civil presionar en favor de unos salarios más altos. En 1917 cientos de miles de trabajadores participaban en huelgas en Francia, Alemania y Rusia. Primero la gripe española, y luego el bolchevismo ruso, sacudieron el mundo. Como en 1848, se rompió el orden urbano, solo que esta vez el contagio se extendió hasta lugares tan alejados como Buenos Aires y Bengala, Seattle y Shanghai. Sin embargo, la revolución proletaria fracasó en todas partes menos en el Imperio ruso, que fue reconstruido por los bolcheviques tras una brutal guerra civil. Ningún otro líder socialista se mostró tan despiadado como Lenin a la hora de adoptar el «centralismo democrático» (que era lo opuesto a la democracia), rechazando el parlamentarismo y utilizando el terrorismo contra sus opositores. Algunas de las cosas que hicieron los bolcheviques (la nacionalización de la banca, la confiscación de tierras) emanaban directamente del Manifiesto de Marx y Engels. Otras («la mayor ferocidad y salvajismo de la represión… los mares de sangre»)75 le debían más a Robespierre. La «dictadura del proletariado» —que en realidad significaba la dictadura de los líderes bolcheviques— era una aportación original de Lenin. Esta fue aún peor que la resurrección de Bazárov, el nihilista de Padres e hijos de Iván Turguénev (1856); fue aquello contra lo que su distanciado amigo Fiódor Dostoievski había advertido a Rusia en el epílogo de Crimen y castigo (1866), la pesadilla del asesino Raskólnikov de «una epidemia espantosa y sin precedentes» procedente de Asia:
Las personas afectadas perdían la razón al punto. Sin embargo —cosa extraña—, jamás los hombres se habían creído tan inteligentes, tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían demostrado tal confianza en la infalibilidad de sus juicios, de sus teorías científicas, de sus principios morales. Aldeas, ciudades, naciones enteras se contaminaban y perdían el juicio… Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros… las tropas se dividían, se rompían las formaciones, y los hombres se estrangulaban y devoraban unos a otros.
Al este casi no hubo nada que parara la epidemia bolchevique; al oeste no pudo ir más allá del Vístula, ni al sur pudo pasar del Cáucaso, gracias a un hábil trío de emprendedores políticos que diseñaron aquella síntesis de nacionalismo y socialismo que era la auténtica manifestación del Zeitgeist: Józef Piłsudski en Polonia, Kemal Atatürk en Turquía y Benito Mussolini en Italia. La derrota del Ejército Rojo en las afueras de Varsovia (agosto de 1920), la expulsión de los griegos de Anatolia (septiembre de 1922) y la Marcha fascista sobre Roma (octubre de 1922) marcaron el advenimiento de una nueva era; y de una nueva indumentaria.
A excepción de Mussolini, que llevaba un terno con cuello alado y polainas, la mayoría de los que participaron en el truco publicitario que fue la Marcha sobre Roma llevaban uniformes improvisados compuestos de camisas negras, pantalones de montar y botas de cuero hasta las rodillas. La idea era que las virtudes viriles y marciales de la Gran Guerra se prolongaran ahora en tiempos de paz, empezando por una guerra más pequeña librada en las calles y en los campos contra la izquierda. La uniformidad estaba a la orden del día; pero una uniformidad en el vestir sin la tediosa disciplina de un verdadero ejército. Incluso la famosa Marcha fue más bien un paseo, como ponen de manifiesto numerosas fotografías de prensa. El nacionalista italiano Giuseppe Garibaldi había sido quien primero había usado camisas de color —en este caso rojas— como base de un movimiento político. En la década de 1920, llevar colores distintivos en la parte superior del cuerpo fue una característica de la derecha: los fascistas italianos optaron por el negro, mientras que, como hemos visto, las nacionalsocialistas Sturmabteilung alemanas adoptaron el color pardo de las tropas coloniales.
Tales movimientos podrían haberse disuelto en una inadaptada oscuridad de no haber sido por la Gran Depresión. Tras la inflación de comienzos de la década de 1920, la deflación de comienzos de la de 1930 asestó un golpe mortal al sueño de Wilson de una Europa basada en la identidad nacional y la democracia. Con la crisis del capitalismo estadounidense la Bolsa se desplomó un 89 por ciento, la producción se redujo en una tercera parte, los precios al consumo bajaron una cuarta parte y la tasa de paro aumentó en una proporción algo mayor. No todos los países europeos se vieron tan gravemente afectados, pero ninguno de ellos salió indemne.76 En la medida en que los gobiernos lucharon por proteger sus propias industrias con aranceles más altos —la Ley Arancelaria estadounidense Smoot-Hawley aumentaba el tipo efectivo ad valorem sobre los productos de algodón importados al 46 por ciento—, la globalización se vino abajo. Entre 1929 y 1932, el comercio mundial se redujo en dos terceras partes. La mayoría de los países adoptaron una u otra combinación de impago de deuda, depreciación monetaria, aranceles proteccionistas, cupos y prohibiciones de importación, monopolios de importación y primas a la exportación. Parecía que había amanecido la era del Estado nacionalsocialista.
Pero fue un espejismo. Aunque la economía estadounidense pareciera implosionar, en realidad la causa principal era la desastrosa política monetaria adoptada por la Reserva Federal, que prácticamente arruinó el sistema bancario.77 La innovación, el principal resorte del avance industrial, no se redujo en la década de 1930. Proliferaban nuevos coches, radios y otros bienes de consumo duraderos. Y había nuevas empresas desarrollando aquellos productos, como DuPont (nailon), Revlon (cosméticos), Procter & Gamble (jabón en polvo), RCA (radio y televisión) e IBM (máquinas de contabilidad); al mismo tiempo, estas también desarrollaban y difundían todo un nuevo estilo de gestión comercial. En ninguna parte la creatividad del capitalismo resultaba más maravillosa de contemplar que en Hollywood, sede de la industria del cine. En 1931 —cuando la economía de Estados Unidos era presa de un pánico ciego—, los grandes estudios estrenaban Luces de la ciudad de Charlie Chaplin, Un gran reportaje de Howard Hughes, y Pistoleros de agua dulce de los hermanos Marx. El experimento de la década anterior con la Prohibición del alcohol había sido un completo fracaso, engendrando toda una nueva economía del crimen organizado. Pero esto no representaba más que nueva materia prima para la fábrica del cine. En el mismo año de 1931 el público se agolpaba para ver a James Cagney y Edward G. Robinson en sus mejores películas de gángsteres: El enemigo público y Hampa dorada. No menos creativo resultaba el negocio de la música, tanto en vivo como grabado o a través de la radio, una vez que los estadounidenses blancos hubieron descubierto que los estadounidenses negros tenían casi todas las mejores melodías. El jazz se acercó a su cenit con el cadencioso sonido de la big band de Duke Ellington, que encadenaba un éxito tras otro incluso cuando las cadenas de producción de automóviles tenían que parar: «Mood Indigo» (1930), «Creole Rhapsody» (1931), «It Don’t Mean a Thing (If It Ain’t Got That Swing)» (1932), «Sophisticated Lady» (1933) y «Solitude» (1934). Ellington, nieto de un esclavo, llevó los instrumentos de lengüeta y metal a cotas nunca antes alcanzadas, remedándolo todo, desde los espirituales hasta la música del metro neoyorquino. La larga estancia de su banda en el Cotton Club formó parte del propio corazón del denominado renacimiento de Harlem. Y desde luego, como convenía a su aristocrático apodo (Duke: «duque»), Ellington siempre vistió impecablemente, por cortesía de Anderson & Sheppard, de Savile Row.
En suma, pues, el capitalismo no resultaba ser fatalmente deficiente, y mucho menos había muerto. Simplemente había sido una víctima de la mala gestión y de la incertidumbre que se derivó de ello. El economista más inteligente de la época, John Maynard Keynes, se mofaba de la Bolsa calificándola de «casino», y comparaba las decisiones de los inversores con un concurso de belleza de un periódico. El presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt —elegido justo cuando la Depresión estaba terminando— arremetía contra los «cambistas de dinero sin escrúpulos». Pero los verdaderos culpables eran los banqueros centrales, que primero habían inflado la burbuja bursátil con una política monetaria excesivamente laxa, y luego habían empezado a apretar (o a no aflojar lo suficiente) hasta que la burbuja había reventado. Entre 1929 y 1933, casi 15.000 bancos estadounidenses —dos quintas partes del total— quebraron. Como resultado, la masa monetaria se vio atrozmente reducida. Con los precios desmoronándose en una tercera parte desde su máximo hasta su mínimo, los tipos de interés reales se dispararon por encima del 10 por ciento, asfixiando a cualquier institución o familia endeudada. Keynes resumió así los efectos negativos de la deflación:
La empresa moderna, que se mantiene en gran parte con dinero prestado, se verá necesariamente paralizada por ese proceso. Redundará en interés de todos en la empresa cerrar por el momento; y de todo el que contemple un gasto posponer sus pedidos en la medida que pueda. El hombre prudente será aquel que convierta sus activos en dinero, se aleje de los riesgos y los esfuerzos de la actividad, y aguarde en su retiro campestre la prometida apreciación estable del valor de su dinero. Una expectativa probable de deflación es mala.78
¿Cómo escapar a la trampa de la deflación? Con el comercio adormecido y las importaciones de capital congeladas, la recomendación de Keynes —el gasto del Estado en obras públicas, financiadas por empréstitos— tenía sentido. También ayudaba abandonar el patrón oro, en virtud del cual las divisas tenían tipos de cambio fijos en dólares, para dejar que la depreciación diera un empujón a las exportaciones (aunque el comercio se produjera cada vez más dentro de bloques regionales) y permitir que bajaran los tipos de interés. Sin embargo, los gobiernos parlamentarios que adoptaron solo esas medidas lograron como mucho recuperaciones débiles. Fue cuando los regímenes autoritarios adoptaron planes de expansión industrial y de rearme cuando el paro disminuyó con mayor rapidez. Fue ahí donde el «socialismo en un solo país» (en Rusia) y el «nacionalsocialismo» (en Alemania) parecieron ofrecer soluciones superiores a todas las disponibles en las dos grandes economías anglófonas. A diferencia del resto del mundo, entre 1929 y 1932 la Unión Soviética experimentó un incremento de la producción industrial; pocos se preguntaron cuántas personas morían por cada tonelada de acero producido bajo el régimen de Stalin (la respuesta es 19). Por su parte, Hitler no tardó mucho en perder la paciencia ante las realidades expuestas por su ministro de Economía, Hjalmar Schacht; lejos de reducir el ritmo del rearme para ajustarlo a las restricciones de la balanza de pagos (en resumen, la falta de oro en el Reichsbank para pagar las importaciones que excedían a las exportaciones), Hitler delineó un Plan Cuatrienal a imitación de los Planes Quinquenales de Stalin. Los dos regímenes se hallaban ahora en una abierta competencia, interviniendo en bandos opuestos en la guerra civil española, y erigiendo sendos pabellones rivales en la Exposición Universal de París de 1937. Un atento examen de los musculosos gigantes que se alzaban sobre aquellas dos torres totalitarias revelaba solo un par de diferencias significativas: los superhombres del comunismo eran una pareja, que iba modestamente vestida con trajes de faena y un guardapolvo; los superhombres arios eran dos hombres desnudos. La única cosa que resultaba más extraña que la mojigatería del realismo socialista era la asexualidad del desnudo ario. El cuerpo desnudo ha sido parte integrante del arte occidental desde la época de los antiguos griegos, un recordatorio de que lo que no llevamos encima a menudo resulta tan importante como lo que llevamos. Ya desde el Renacimiento, los artistas occidentales habían representado amorosamente a mujeres en diversos estados de desnudez, produciendo obras maestras del erotismo como Almuerzo sobre la hierba y Olimpia (ambas de 1863) de Édouard Manet, sendos tributos a La tempestad (c. 1506) de Giorgione y la Venus de Urbino (1538) de Tiziano. Pero los desnudos nazis inducían de un modo indefectible a la detumescencia, con hombres inverosímilmente musculados, y mujeres sin caderas y de pecho plano.
Tanto Stalin como Hitler prometieron crecimiento y empleo mediante una combinación de nacionalismo y socialismo. Y en efecto proporcionaron ambas cosas. En 1938, la producción de la economía estadounidense estaba todavía más del 6 por ciento por debajo del máximo anterior a la crisis de 1929; en cambio, la producción alemana era un 23 por ciento más alta, y la soviética aún mayor si hemos de dar crédito a las cifras oficiales sobre el «producto material neto». Ya en abril de 1937 el paro en Alemania descendió por debajo del umbral del millón de personas, frente a los seis millones que tenía el país poco más de cuatro años antes. En abril de 1939 había menos de 100.000 alemanes sin trabajo; prácticamente el pleno empleo. Estados Unidos quedaba bastante por detrás, incluso si se ajustan las cifras oficiales de paro para contar como empleados a quienes trabajaban por cuenta de la Administración Federal de Ayuda de Emergencia;* según los estándares modernos, en 1938 la tasa de paro era todavía del 12,5 por ciento. El problema era que el crecimiento totalitario no se tradujo en una mejora significativa de los niveles de vida. Su modelo económico no era realmente keynesiano: no utilizaba el incremento del gasto público para activar la demanda agregada por un efecto multiplicador de los gastos de consumo. Lejos de ello, la economía planificada movilizó mano de obra para trabajar en industria pesada, infraestructuras y armamento; y financió el proceso mediante el ahorro forzoso. Como resultado, el consumo se estancó. La gente trabajaba y cobraba, pero, dado que había cada vez menos y menos que comprar en las tiendas, apenas tenía otra opción que meter el dinero en cuentas de ahorro, donde este se reciclaba en financiación al Estado. La propaganda nazi estaba llena de imágenes de familias nucleares prósperas, bien alimentadas, vestidas a la moda y circulando por las Autobahnen en nuevos y flamantes Volkswagen Escarabajo. Pero las estadísticas cuentan otra historia. Cuando se aceleró el rearme, a partir de 1934, la producción textil se estancó y las importaciones disminuyeron. Poquísimos civiles tenían coche.79 Y con cada nuevo año de vigencia del Tercer Reich los productos básicos importados como el café se hacían más difíciles de obtener. En 1938, si los hombres alemanes querían parecer elegantes, tenían que llevar uniforme. A diferencia de la Unión Soviética, se prestaba una considerable atención a la elegancia de los atuendos militares, y eran las Schutzstaffel (SS), con su uniforme negro, las que disfrutaban de la indumentaria más siniestramente elegante; una indumentaria diseñada por Karl Diebitsch y Walter Heck, y fabricada por Hugo Boss,* que representaba la cúspide de la moda fascista.
La razón de ser de las SS, y del nacionalsocialismo en su conjunto, era la destrucción, no el consumo. El modelo económico de Hitler, como él mismo aclaraba en el documento que hoy conocemos como Memorándum Hossbach, entrañaba necesariamente la adquisición de «espacio vital» —esto es, la anexión de territorios contiguos— como forma de adquirir las materias primas que Alemania ya no podía permitirse importar. La marcha forzada hacia el pleno empleo a través del rearme hizo la guerra, pues, aún más probable. Y la guerra en su variante de finales de la década de 1930, considerando el estado de la tecnología militar, era algo espectacularmente destructivo. Ya en 1937 se hicieron evidentes los estragos que podía causar un bombardeo aéreo, no solo en Guernica, donde los aviones alemanes e italianos bombardearon las posiciones republicanas españolas, sino también en Shanghai, que se vio gravemente dañada por diversas incursiones aéreas japonesas. La potencia aérea era un arma terrorífica, diseñada para sembrar el pánico entre soldados y civiles. En tierra, los tanques y otras formas de artillería mecanizada solucionaron el problema de la inmovilidad que había definido a la Primera Guerra Mundial en el Frente Occidental. Asimismo, se revelaron las ventajas de la guerra de trincheras, dado que la «guerra relámpago» resultó mucho más costosa en términos de vidas humanas, no solo para los combatientes expuestos, sino, aún más, para los civiles, que representarían una clara mayoría entre las víctimas de la Segunda Guerra Mundial.
Aparentemente, la Segunda Guerra Mundial se libró entre cuatro versiones distintas de la civilización occidental: el nacionalsocialismo, el comunismo soviético, el imperialismo europeo (que habían adoptado los japoneses) y el capitalismo estadounidense. Al principio, la primera y la segunda unieron fuerzas contra la tercera, mientras que la cuarta permaneció neutral. A partir del crucial año de 1941, cuando los nazis atacaron a los soviéticos y los japoneses a los estadounidenses, el combate se libró entre las potencias del Eje —Alemania, Italia y Japón—, más sus imperios conquistados a toda prisa y unos cuantos adláteres, y los «tres grandes» —la Unión Soviética, el Imperio británico y Estados Unidos—, más todos los demás (de ahí lo de «las Naciones Unidas», como los aliados gustaban denominarse a sí mismos). En realidad, sin embargo, se produjo una notable convergencia cuando la industrialización de la destrucción alcanzó su terrible cenit. Todos los grandes combatientes desarrollaron aparatos estatales extremadamente centralizados, diseñados para asignar recursos —mano de obra y equipamiento militar— mediante mecanismos no mercantiles, según planes preconcebidos y sumamente complejos. Todos ellos subordinaron la libertad individual al objetivo de la victoria militar completa y la rendición incondicional del enemigo. Todos pusieron en armas a una proporción sin precedentes de su población masculina apta para el combate. Todos trataron las concentraciones de población civil como objetivos militares legítimos. Todos discriminaron a determinados grupos de civiles en el territorio que controlaban, aunque ni los británicos ni los estadounidenses —ni tampoco los italianos— se acercaran ni siquiera remotamente a la brutalidad de los alemanes y rusos hacia las minorías étnicas de las que recelaban. Hasta los crímenes de los japoneses contra civiles chinos y prisioneros de guerra aliados palidecen ante la «solución final de la cuestión judía» de Hitler y la anterior «liquidación de los kulaks como clase» de Stalin, ambas eufemismos para encubrir el genocidio.80
Parecía que el mundo entero iba de uniforme. En 1944, los seis mayores beligerantes sumaban más de 43 millones de personas, casi todos hombres, en armas; para el conjunto de los beligerantes, el total seguramente superaba los 100 millones. Eso era, como mucho, entre una quinta y una cuarta parte de su población, pero aun así representaba una proporción mucho mayor que la de ningún otro momento de la historia moderna, antes o después.81 Sirvieron en el ejército más de 34 millones de ciudadanos soviéticos, 17 millones de alemanes, 13 millones de estadounidenses, casi 9 millones de leales súbditos de todo el Imperio británico y 7,5 millones de japoneses. Los jóvenes de aquellos países que no terminaron vistiendo ropa militar fueron una minoría. Como resultado, una enorme proporción de la industria textil del mundo pasó a dedicarse a la fabricación de uniformes militares. Lo que luego hizo la gente vestida con ellos varió ampliamente. La mayoría de los alemanes, japoneses y rusos se entregaron a una forma u otra de violencia letal organizada. La mayoría de los estadounidenses y británicos se mantuvieron en retaguardia, dejando el combate en manos de una desafortunada minoría. La guerra contra Alemania se ganó mediante una combinación de inteligencia británica, mano de obra soviética y capital estadounidense: los británicos descifraron los códigos alemanes, los rusos mataron a los soldados alemanes y los estadounidenses arrasaron las ciudades alemanas. La victoria sobre Japón fue preponderantemente, aunque no de manera exclusiva, un logro de Estados Unidos, cuyo Proyecto Manhattan (que tomó su nombre del denominado Distrito de Ingeniería Manhattan, donde se inició en 1942) produjo las tres bombas atómicas que pusieron fin a la guerra y cambiaron el mundo, una de ellas probada en Nuevo México y las otras dos lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945.
Inspirada en la advertencia de Albert Einstein a Roosevelt de que los alemanes podrían ser los primeros en desarrollar tal arma, e impulsada por el descubrimiento británico de las propiedades fisibles del isótopo uranio-235 (cuya importancia los norteamericanos tardaron en comprender), la bomba atómica fue un logro auténticamente occidental. Los científicos que la diseñaron eran de múltiples nacionalidades: australiana, británica, canadiense, danesa, alemana, húngara, italiana y suiza, además de estadounidense. Muchos de ellos (especialmente Otto Frisch y Edward Teller) eran refugiados judíos de Europa, lo que reflejaba no solo el desproporcionado papel que desempeñaron los judíos en todos los ámbitos de la vida intelectual desde la emancipación que siguió a la Revolución francesa,* sino también el coste que tuvo el antisemitismo hitleriano para el esfuerzo bélico alemán; y dos eran espías soviéticos. Puede parecer extraño identificar la bomba atómica como una de las mayores creaciones de la civilización occidental. Sin embargo, aunque incrementó dramáticamente la capacidad del hombre para infligir la muerte, el efecto neto de la bomba fue el de reducir la escala y la destructividad de la guerra, empezando por evitar la necesidad de una sangrienta invasión anfibia de Japón. Es verdad que no abolió la guerra convencional: apenas terminó la década de 1940 cuando en Corea estalló otra trascendental y sangrienta guerra de aviones y tanques. Pero la bomba atómica, y todavía más la infinitamente más destructiva bomba de hidrógeno probada en 1952 (y un año más tarde por los soviéticos), vendrían a circunscribir aquella guerra y todos los conflictos posteriores, disuadiendo a Estados Unidos y la Unión Soviética de un enfrentamiento directo. Todas las guerras libradas en lo sucesivo por las dos superpotencias, como se las pasaría a denominar, serían guerras limitadas emprendidas contra, y a veces a través de, terceros países. Aunque el riesgo de una guerra nuclear nunca fue cero, retrospectivamente podemos ver que la era de la guerra total terminó con la rendición de Japón.
Si la guerra fría se hubiera «calentado» en algún momento, es muy probable que la hubiese ganado la Unión Soviética. Con un sistema político mucho más capaz de absorber fuertes bajas de guerra (la tasa de mortalidad de la Segunda Guerra Mundial, expresada como porcentaje de la población de antes de la guerra, había sido allí cincuenta veces superior a la de Estados Unidos), la Unión Soviética también tenía un sistema económico idealmente adaptado para la producción masiva de armamento sofisticado. De hecho, en 1974 los soviéticos tenían un arsenal de bombarderos estratégicos y misiles balísticos considerablemente mayor. Desde el punto de vista científico, iban solo un poco por detrás de Estados Unidos. Asimismo, estaban provistos de una ideología que resultaba mucho más atractiva que la alternativa norteamericana en las sociedades poscoloniales de todo lo que pasaría a conocerse como el «Tercer Mundo», donde a los campesinos pobres les esperaba una vida de servidumbre bajo la bota de unas élites corruptas que poseían toda la tierra y controlaban las fuerzas armadas.82 De hecho, se podría argumentar que los soviéticos ganaron la «tercera guerra mundial». Allí donde había una lucha de clases significativa, el comunismo podía prevalecer.83
No obstante, al final la guerra fría resultó tener que ver más con la mantequilla que con los cañones, con los juegos de pelota que con las bombas. Las sociedades que vivían en un perpetuo temor al Apocalipsis tenían, sin embargo, que seguir con su vida civil, dado que hasta los grandes ejércitos de las décadas de 1950 y 1960 eran mucho más pequeños que los de la década de 1940. De un máximo del 8,6 por ciento de la población en 1945, las fuerzas armadas de Estados Unidos pasaron a menos del 1 por ciento en 1948, y desde entonces nunca superaron el 2,2 por ciento, ni siquiera en el apogeo de las intervenciones norteamericanas en Corea y Vietnam. La Unión Soviética se mantuvo más militarizada, pero, aun así, la parte militar de la población disminuyó después de su máximo posbélico del 7,4 por ciento en 1945, y permaneció constantemente por debajo del 2 por ciento a partir de 1957.84 El problema de la Unión Soviética era muy simple: Estados Unidos ofrecía una versión mucho más atractiva de la vida civil que los soviéticos. Y ello no solo se debía a una ventaja intrínseca en términos de dotación de recursos; se debía también a que la planificación económica centralizada, aunque indispensable para el éxito en la carrera armamentística nuclear, resultaba del todo inadecuada para satisfacer las demandas de consumo. Puede que el planificador sea el más capacitado para inventar y entregar el arma definitiva a un solo cliente, el Estado; pero nunca puede esperar satisfacer los deseos de millones de consumidores individuales, cuyos gustos se hallan, en cualquier caso, en constante cambio. Esta era una de las muchas ideas expuestas por el eterno rival de Keynes, el economista austríaco Friedrich von Hayek, en cuyo Camino de servidumbre (1945) había advertido a Europa occidental de que debía resistirse a la quimera de la planificación en tiempos de paz. Fue en la satisfacción (y la creación) de demandas de consumo donde el modelo mercantil estadounidense, revitalizado durante la guerra por el mayor estímulo fiscal y monetario de todos los tiempos, y resguardado por la geografía de las depredaciones de la guerra total, se reveló invencible.
Un sencillo ejemplo ilustra este punto. Antes de la guerra, la mayor parte de la ropa estaba hecha a medida por sastres. Pero la necesidad de fabricar decenas de millones de uniformes militares alentó el desarrollo de tallas estándar. De hecho, la gama de proporciones humanas no es tan amplia: la altura y anchura humanas tienen una distribución normal, lo que significa que la mayoría de nosotros nos hallamos agrupados en torno a una forma mediana. En 1939 y 1940, unas 15.000 mujeres norteamericanas participaron en una encuesta nacional realizada por la Oficina Nacional de Economía Doméstica del Departamento de Agricultura estadounidense. Era el primer estudio científico a gran escala de las proporciones femeninas jamás realizado. Se tomó un total de 59 medidas de cada voluntaria. Los resultados se publicaron en 1941 con el título de «Medidas femeninas para la fabricación de ropa y de patrones», en la serie de «Publicaciones Misceláneas» del Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Las tallas estandarizadas permitieron que la indumentaria civil, además de los uniformes, se fabricara en serie y se vendiera ya confeccionada o prêt-à-porter. En cuestión de unas pocas décadas solo la ropa de la élite rica siguió haciéndose a medida: trajes de Savile Row y alta costura femenina de París y Milán.
En los Estados Unidos de la posguerra, la sociedad de consumo se convirtió en un fenómeno de masas, reduciendo considerablemente las diferencias de indumentaria entre las clases sociales. Ello formó parte de un proceso de equiparación generalizada que siguió a la guerra. En 1928, el 1 por ciento más rico de la población obtenía casi el 20 por ciento de la renta; desde 1952 hasta 1982, esta cifra se mantuvo constantemente inferior al 9 por ciento, por debajo de la proporción equivalente en Francia.85 La mejora de las oportunidades educativas para los soldados que volvieron del frente, junto con una oleada de construcción de viviendas en las periferias residenciales, se tradujo en una notable mejora de la calidad de vida. Los padres de la generación del baby-boom fueron la primera generación que tuvo un acceso significativo al crédito al consumo. Compraron sus casas a crédito, sus coches a crédito y sus electrodomésticos —neveras, televisores y lavadoras— a crédito.86 En 1930, cuando se produjo la Depresión, más de la mitad de los hogares estadounidenses tenían electricidad, un automóvil y una nevera. En 1960, alrededor del 80 por ciento de los norteamericanos no solo tenían estos servicios, sino que también tenían teléfono. Y la celeridad con la que se difundían los nuevos bienes de consumo duraderos no dejó de aumentar. La lavadora de ropa fue un invento anterior a la Depresión: se remonta a 1926; en 1965, treinta y nueve años después, la mitad de los hogares tenían una. El aire acondicionado, inventado en 1945, superó el umbral del 50 por ciento en 1974, veintinueve años más tarde. La secadora de ropa llegó en 1949, y superó el umbral de la mitad de las familias en 1972, veintitrés años después (en cambio el lavavajillas, también inventado en 1949, tardó más en despegar: hasta 1997 no estuvo presente en uno de cada dos hogares estadounidenses). La televisión en color batió todos los récords: inventada en 1959, estaba en la mitad de todos los hogares ya en 1973, al cabo de solo catorce años. En 1989, cuando terminó en la práctica la guerra fría, dos terceras partes o más de todos los norteamericanos tenían todas esas cosas, a excepción del lavavajillas. Y también habían adquirido hornos de microondas (inventados en 1972) y grabadoras de videocasete (en 1977). El 15 por ciento de las familias ya tenían ordenador personal (1978), y un 2 por ciento de «pioneros» poseían teléfonos móviles. Al final del milenio también estos últimos estaban en la mitad de todos los hogares, al igual que internet.87
Para aquellas sociedades en las que esta trayectoria parecía alcanzable, al atractivo del comunismo soviético decayó rápidamente. Europa occidental, cuya recuperación posbélica vino avalada por la ayuda estadounidense, no tardó en recuperar la senda de crecimiento de los años previos a la Depresión (aunque lo cierto es que los receptores del denominado Plan Marshall no fueron de hecho los que experimentaron un crecimiento más rápido). Los años del fascismo habían debilitado a los sindicatos en gran parte de Europa; en consecuencia, las relaciones laborales eran menos tensas que antes de la guerra. Las huelgas eran más cortas (aunque contaban con una mayor participación). Solo en Gran Bretaña, Francia e Italia la protesta laboral incrementó su frecuencia. Negociación colectiva corporativista, planificación económica, regulación de la demanda keynesiana y estados del bienestar: los europeos occidentales se pusieron múltiples vacunas contra la amenaza comunista, añadiendo la integración económica transfronteriza con la firma del Tratado de Roma en 1957. De hecho, por aquellas fechas la amenaza de Moscú había retrocedido en gran medida. Las exacciones soviéticas, el énfasis implacable en la industria pesada, la colectivización de la agricultura y el surgimiento de lo que Milovan Djilas denominó «la nueva clase» de políticos del Partido: todo esto había ya suscitado revueltas en Berlín (1953) y Budapest (1956). Los verdaderos milagros económicos ocurrieron en Asia, donde no solo Japón, sino también Hong Kong, Indonesia, Malaisia, Singapur, Corea del Sur, Taiwan y Tailandia alcanzaron un crecimiento sostenido, y en la mayoría de los casos acelerado, en el período de posguerra. La proporción de Asia del PIB global aumentó del 14 al 34 por ciento entre 1950 y 1990, y, crucialmente, Asia siguió creciendo en 1970 y 1980 mientras otras regiones del mundo reducían la marcha o, en el caso de África y Latinoamérica, sufrían una contracción económica. Los resultados de Corea del Sur fueron especialmente impresionantes. Un país que en términos de renta per capita había estado por debajo de Ghana en 1960 era lo suficientemente avanzado en 1996 como para unirse a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, el club de los países ricos. Entre 1973 y 1990 fue la economía de más rápido crecimiento del mundo.
El milagro económico de Asia oriental fue la clave de la guerra fría. Si Vietnam hubiera sido la norma en lugar de Corea —en otras palabras, si la mayoría de las intervenciones militares de Estados Unidos hubieran fracasado—, el resultado podría haber sido menos feliz. ¿Qué fue lo que marcó la diferencia? En primer lugar, Estados Unidos y sus aliados (especialmente Gran Bretaña en Malaisia) fueron capaces de proporcionar unas garantías de seguridad creíbles a los gobiernos después de las intervenciones militares. En segundo lugar, las reformas posteriores al conflicto crearon unos fundamentos institucionales seguros para el crecimiento; un ejemplo perfecto de ello fue la reforma agraria de 1946 en Japón, que acabó con los restos del feudalismo y niveló considerablemente la propiedad (algo que los reformadores Meiji habían omitido). En tercer lugar, el cada vez más abierto orden económico global sustentado por Estados Unidos benefició sobremanera a los mencionados países asiáticos. Por último, estos utilizaron varias formas de gestión estatal para asegurar que los ahorros se canalizaran hacia las industrias de exportación, de las que el sector de primera transformación clave era, obviamente, el textil. La sociedad de consumo proporcionaba no solo un modelo a imitar para los asiáticos orientales, sino también un mercado para sus tejidos baratos.
Hay que señalar que casi ninguno de los «tigres asiáticos» que siguieron el ejemplo de Japón, industrializándose a través de las exportaciones de productos como los tejidos de algodón, lo hicieron con ayuda de instituciones democráticas. Corea del Sur realizó su revolución industrial bajo la batuta de los generales Park Chung-hee (1960-1979) y Chun Doo-hwan (1980-1987), mientras que Lee Kuan Yew en Singapur y Suharto en Indonesia fueron esencialmente absolutistas (el primero de ellos ilustrado), y Taiwan y Japón estuvieron gobernados por partidos monopolistas. Hong Kong, por su parte, siguió siendo colonia británica hasta 1997. Sin embargo, en todos estos casos, al éxito económico le siguió con cierto retraso la democratización. Asia oriental, pues, abandonó la órbita soviética porque se hizo partícipe de la sociedad de consumo estadounidense. La historia fue muy distinta en aquellos países —Irán, Guatemala, Congo, Brasil, República Dominicana y Chile— donde las intervenciones norteamericanas tuvieron una duración más breve, y aún peor en aquellos —Cuba, Vietnam, Angola y Etiopía— donde la intervención o la ayuda soviética fueron más efectivas.
Que ese consumismo masivo, con toda la estandarización que implicaba, pudiera reconciliarse de algún modo con un individualismo desenfrenado fue uno de los trucos más hábiles jamás realizados por la civilización occidental. Pero la clave para entender cómo se llevó a cabo radica en ese mismo adjetivo: occidental. Quizá podría perdonarse a la Unión Soviética por no haber sido capaz de inventar y difundir la televisión en color o el microondas. Pero no todos los productos definitorios de la sociedad de consumo fueron tecnológicamente complejos. El más sencillo de todos fue, de hecho, un tipo de pantalón de trabajo inventado en la costa oeste de Estados Unidos. Quizá el mayor misterio de la guerra fría sea por qué el paraíso del trabajador no fue capaz de producir un par de vaqueros decentes.
EL «GENIO DE LOS JEANS»
Érase una vez, en el Lejano Oeste americano, una prenda de ropa que llegaría a ser universal. Los jeans iniciaron su vida como unos prácticos pantalones para mineros y vaqueros. En la década de 1970 se habían convertido en la prenda de ropa más popular del mundo, además de un símbolo de gran potencia política de todo lo que iba mal en el sistema económico soviético. Pero ¿por qué? ¿Por qué los soviéticos no reprodujeron los Levis 501 del mismo modo que habían reproducido la bomba atómica?
Los jeans, vaqueros o tejanos, tal como los conocemos hoy, se inventaron en 1873, cuando el comerciante de artículos de confección de origen bávaro Levi Strauss y el sastre de Reno Jacob Davis obtuvieron la patente para utilizar remaches de cobre a fin de reforzar los bolsillos de los pantalones de trabajo de los mineros. La tela que empleaban era la mezclilla o denim (originariamente «sarga de Nîmes», de donde deriva el término, igual que el de jeans probablemente proviene de «Génova»), producida en la fábrica Amoskeag de Manchester, New Hampshire, empleando algodón cultivado en Estados Unidos y teñida con índigo cultivado en Estados Unidos. La originaria factoría Levi’s estaba en San Francisco, y fue allí donde se empleó por primera vez, en 1886, la familiar etiqueta de cuero representando a dos caballos que intentan romper un par de Levi’s sin lograrlo; el marbete rojo se agregó en 1936. Los vaqueros son baratos de hacer, fáciles de lavar, duros de romper y cómodos de llevar. Pero por entonces también lo eran los pantalones con peto o monos de trabajo como los que solían llevarse en Gran Bretaña (el propio Churchill llevó uno de ellos durante la guerra). Entonces, ¿por qué los vaqueros californianos —que también se hacía vestir a los presidiarios de muchas cárceles estatales— llegaron a dominar el mundo de la moda? La respuesta reside en dos de las industrias de mayor éxito del siglo XX: el cine y el marketing.
Todo empezó cuando un joven John Wayne cambió los elaborados zahones con flecos de cuero de las primeras películas del oeste por los sencillos vaqueros que llevó en La diligencia (1939). Luego vinieron los vaqueros y la ropa de cuero de Marlon Brando en Salvaje (1953), seguidos por la indumentaria roja (chaqueta), blanca (camiseta) y azul (vaqueros) de James Dean en Rebelde sin causa (1955), y los vaqueros negros de Elvis Presley en El rock de la cárcel (1957). Los artífices del marketing dieron un nuevo impulso a la imagen del «tipo duro» con el anuncio del «hombre Marlboro», aquel vaquero fumador de cigarrillos y vestido con tejanos inventado por el ejecutivo publicitario Leo Burnett en 1954. Marilyn Monroe fue otro de los personajes populares que adoptaron muy pronto la tela tejana: en uno de sus primeros reportajes fotográficos aparece con un atuendo penitenciario nada favorecedor. La clave fue, desde un primer momento, la asociación entre los vaqueros y la rebeldía juvenil. Ya en la década de 1830 el líder mormón Brigham Young había denunciado los pantalones con bragueta de botones como unos «pantalones para la fornicación». En 1944, la revista Life causó un revuelo al publicar una fotografía de dos universitarias del Wellesley College vestidas con vaqueros.88 Cuando Lee, la marca rival de Levi’s, introdujo las cremalleras, la reputación de los vaqueros como prenda de ropa sexualmente excitante quedó definitivamente establecida; un resultado curioso considerando lo difícil que resulta mantener relaciones sexuales con alguien que lleva unos tejanos ajustados. Los vaqueros tuvieron una trayectoria ascendente en la escala social: empezaron cubriendo las nalgas de empleados de ranchos y presidiarios; fueron obligatorios para los trabajadores de la defensa durante la guerra; pasaron a las bandas de moteros en los años de la posguerra; fueron adoptados por los estudiantes de las universidades norteamericanas de prestigio; se convirtieron en el distintivo de los escritores beat, los cantantes de folk y los grupos de pop en la década de 1960, y terminaron siendo llevados públicamente por todos los presidentes estadounidenses a partir de Richard Nixon. El crecimiento de Levi’s fue espectacular: en 1948, la empresa vendió cuatro millones de vaqueros; en 1959 fueron 10 millones. Entre 1964 y 1975, las ventas de Levi’s se multiplicaron por diez, superando el umbral de los 1.000 millones de dólares; en 1979 habían alcanzado los 2.000 millones. Y no hay que olvidar que Levi’s solo fue una de entre varias marcas de éxito, con Lee y Wrangler también en liza.
Pero esta prenda de vestir tan «inequívocamente americana» resultaba igualmente atractiva fuera de Estados Unidos, tal como se hizo evidente cuando Levi’s inició sus exportaciones en las décadas de 1960 y 1970. Para los jóvenes de todo el mundo, los vaqueros simbolizaron la revuelta generacional contra las sofocantes convenciones indumentarias de la posguerra. El «genio de los jeans»* salió de la botella, y muy probablemente esa botella era el envase de cristal característicamente curvado de la Coca-Cola. Parecía solo cuestión de tiempo que Levi Strauss & Co. realizara su declarada ambición de «vestir al mundo». «El mundo es ahora el País de los Jeans», proclamaba Life en 1972.89 En su expansión internacional, Levi’s seguía el ejemplo de la estrategia comercial de Coca-Cola. El oscuro y espumoso líquido, inventado en 1886 cuando John Pemberton gasificó una mezcla de cocaína procedente de la hoja de coca y cafeína procedente de la nuez de cola, logró superar incluso a Singer como marca global. En 1929 ya se denominaba a la Coca-Cola «la bebida internacional»; por entonces se vendía en 78 países diferentes, incluida Birmania, donde su característico logotipo de escritura caligráfica podía verse, incongruentemente, en la entrada de la sagrada pagoda Shwedagon de Rangún.90 Durante la Segunda Guerra Mundial, Coca-Cola fue capaz de gestionar 64 plantas embotelladoras distintas en seis escenarios bélicos. Incluso logró establecer una planta embotelladora en Laos en 1973, en el apogeo de la guerra de Vietnam.
Sin embargo, tanto para Levi’s como para Coca-Cola hubo una barrera impenetrable: el Telón de Acero implantado en Europa por la guerra fría. De hecho, el entonces jefe de Coca-Cola, Robert W. Woodruff, se negó por principio a participar en la Exposición Nacional Estadounidense de Moscú, culpando personalmente al vicepresidente Richard Nixon cuando Pepsi realizó el golpe de efecto de conseguir que el líder soviético Nikita Jruschov probara el refresco rival tras el debate televisado de los dos líderes en la inauguración de la exposición, en julio de 1959.91
En la retórica de la guerra fría siempre estuvo claro dónde estaba «el Este» y dónde «Occidente». El Este comenzaba allí donde el río Elba marcaba el final de la República Federal de Alemania y el comienzo de la República Democrática Alemana; y terminaba en la frontera entre la República Popular Democrática de Corea y la República de Corea. Pero desde la perspectiva del verdadero «Este» —desde Oriente Próximo hasta Extremo Oriente—, el mundo simplemente parecía haberse dividido entre dos «Occidentes» rivales, uno capitalista y otro comunista. Los que mandaban parecían más o menos similares. De hecho, en muchos aspectos la Unión Soviética anhelaba imitar a Estados Unidos, producir las mismas armas, y también los mismos bienes de consumo. Como Jruschov dejó patentemente claro en su «debate de cocina» con Nixon, los soviéticos aspiraban a equipararse a los estadounidenses producto por producto. Desde el punto de vista de la indumentaria había poco que diferenciara a ambos hombres. Vestido de perfecto blanco y negro, como si pretendiera confundir la tecnología de la televisión en color que supuestamente promocionaba, Nixon tenía todo el aspecto del adusto abogado californiano que era. Jruschov, con su traje y su sombrero de color claro, parecía más un congresista demócrata del sur de Estados Unidos que hubiera tomado demasiados Martinis en el almuerzo.
Como los jóvenes de todo el mundo, los adolescentes de la Unión Soviética y sus países satélites de Europa oriental pedían vaqueros a gritos. Por ello resulta realmente extraño que el principal rival de Estados Unidos en el mundo de la posguerra no reprodujera aquellas prendas de ropa tan sumamente sencillas. Se podría haber pensado que la moda occidental de los vaqueros habría hecho la vida más fácil a los soviéticos. Al fin y al cabo, se suponía que la Unión Soviética era el paraíso de proletario, y los vaqueros son mucho más fáciles de hacer que, pongamos por caso, los pantalones Sta-Prest (un tipo de pantalones antiarrugas que no necesitan planchado, también invento de Levi Strauss, introducidos en 1964). Sin embargo, de algún modo el bloque comunista no supo entender el atractivo de una prenda de ropa que podría haber simbolizado igualmente bien las virtudes del esforzado trabajador soviético. Lejos de ello, los vaqueros, y la música pop con la que pronto pasaron a estar inextricablemente unidos, se convirtieron en la quintaesencia de la superioridad occidental. Y a diferencia de las cabezas nucleares, los vaqueros de hecho acabaron lanzándose contra los soviéticos: en 1959, y de nuevo en 1967, hubo exposiciones de Levi’s en Moscú.
Si uno era un estudiante que vivía detrás del Telón de Acero en los años sesenta —en Berlín Este, por ejemplo—, seguramente no le apetecería llevar aquella especie de uniforme de boy-scout que llevaban los jóvenes del Movimiento de Pioneros; más bien querría vestirse como todos los jóvenes de Occidente. Como recuerda Stefan Wolle, que en aquella época era un estudiante de la Alemania del Este:
Al principio no era posible [comprar vaqueros en la RDA]. Se veía a los vaqueros como la encarnación del imperialismo cultural anglosajón. Estaba muy mal visto llevarlos. Y no podías comprarlos. [Pero] muchos hacían que sus parientes de Occidente se los trajeran… Ellos los llevaban, y eso hacía enfadar a los profesores, los patronos y los policías en las calles. Aquello dio lugar a un mercado negro de productos occidentales que parecían amenazar al Estado.92
Tal era el atractivo de esta prenda de vestir que las fuerzas del orden soviéticas acuñaron la expresión «delitos de jeans», que aludía a las «violaciones de la ley incitadas por un deseo de emplear cualquier medio para obtener artículos hechos de tela tejana». En 1986, Régis Debray, filósofo izquierdista francés y antiguo camarada de armas del Che Guevara, señalaba: «Hay más poder en la música rock, los vídeos, los vaqueros, la comida rápida, las cadenas de noticias y los satélites de televisión que en todo el Ejército Rojo».93 Eso era algo que a mediados de la década de 1980 se hacía cada vez más evidente; pero en 1968, en cambio, todavía no estaba nada claro.
El de 1968 fue un año de revolución en todas sus variantes, de París a Praga, de Berlín a Berkeley, e incluso en Pekín.94 Pero el factor común en todas esas revueltas del duopolio de poder de la guerra fría fue la juventud. Raramente en los tiempos modernos las personas de entre quince y veinticuatro años han representado una proporción tan importante de la población como en el decenio posterior a 1968. En Estados Unidos, tras caer a una cifra tan baja como el 11 por ciento de la población a mediados de la década de 1950, la proporción de jóvenes llegó a alcanzar un máximo del 17 por ciento a mediados de la de 1970; y en Latinoamérica y Asia superó el 20 por ciento. Al mismo tiempo, la expansión de la enseñanza superior, sobre todo en Estados Unidos, supuso que una proporción mayor que nunca de hombres y mujeres jóvenes fueran a la universidad. En 1968, los estudiantes universitarios representaban más del 3 por ciento de toda la población estadounidense, mientras que en 1928 esa cifra había sido de menos del 1 por ciento. También en Europa había habido una expansión, aunque más modesta. Era la generación del baby-boom de la posguerra: jóvenes, numerosos, cultos y prósperos. Tenían todas las razones del mundo para estar agradecidos a la generación de sus padres, que habían luchado por la libertad y les habían legado una herencia de oportunidades. Pero en cambio se rebelaron.
El 22 de marzo de 1968 un grupo de estudiantes franceses ocuparon la sala de profesores del octavo piso de la Universidad de París X Nanterre (o Nanterre fou, «Nanterre loca», como pasaría a conocerse el feo campus de cemento). En mayo, decenas de miles de estudiantes, incluidos los de la elitista Sorbona, se enfrentaban a la policía en las calles de París.95 Una huelga general sacudió todo el país cuando los sindicatos aprovecharon la oportunidad para presionar al debilitado gobierno en favor de unos salarios más altos. Escenas similares se repitieron en la Universidad de California en Berkeley, en la Universidad Libre de Berlín, y hasta en Harvard, donde los miembros de la organización Estudiantes por una Sociedad Democrática ocuparon la casa del rector, y los miembros de la Alianza de Estudiantes y Trabajadores asaltaron el edificio principal de la universidad (que rebautizaron temporalmente como edificio Che Guevara), echando a los decanos que trabajaban allí.
A primera vista, en Estados Unidos esta rebelión universitaria iba dirigida contra la guerra de este país para preservar la independencia de Vietnam del Sur, una guerra que en 1968 había costado la vida a más de 30.000 norteamericanos y había perdido el apoyo público mayoritario. Los estudiantes también prestaron su apoyo al movimiento pro derechos civiles afroamericanos, un cuestionamiento clásicamente progresista de los impedimentos a la igualdad racial que todavía persistían en el Sur estadounidense. Sin embargo, gran parte del lenguaje del 68 era marxista, e interpretaba casi todos los conflictos, desde Israel hasta Indochina, como una lucha antiimperialista. Según los líderes estudiantiles más doctrinarios como Daniel Cohn-Bendit («Danny el Rojo») y Rudi Dutschke, el objetivo era la «insurrección en los centros del capitalismo». «La humanidad no será feliz —declaraban los enragés— hasta colgar al último capitalista con las tripas del último burócrata.» Como anarquistas, los situacionistas querían la abolición del propio trabajo, instando a los estudiante que les apoyaban: Ne travaillez jamais («No trabajéis nunca»).96 Sin embargo, había una demanda sumamente práctica que decía mucho sobre los verdaderos objetivos de la revolución, y era el acceso ilimitado masculino a los dormitorios femeninos; de ahí el eslogan de «desabrochad la mente tan a menudo como la bragueta». Como lo expresaba un grafitero: «Cuanto más deseo hacer el amor, más deseo hacer la revolución. Cuanto más deseo hacer la revolución, más deseo hacer el amor».97 A las estudiantes femeninas se las instaba a experimentar con diversos grados de desnudez hasta entonces tabú. Desde los pantalones tipo pijama de los Guardias Rojos de Mao hasta los pantalones acampanados de tela tejana de los hippies, la revolución de 1968 tuvo mucho que ver con la ropa; desde las minifaldas hasta los biquinis, la revolución sexual lo tuvo con la falta de ella. «Las mujeres deben rechazar su papel como principales consumidoras del Estado capitalista», declaraba la feminista de origen australiano Germaine Greer, más aficionada al ocio que al negocio.98
La ironía fue que los estudiantes del 68, que denunciaban de manera rutinaria el imperialismo norteamericano en Vietnam y rompían simbólicamente las ventanas de la oficina de American Express en París, se mantuvieron crónicamente adictos a la cultura popular estadounidense. Los vaqueros —ahora reformados con cinturas bajas y perneras acampanadas— siguieron siendo el uniforme de la rebelión juvenil. Las compañías discográficas continuaron proporcionando la banda sonora: «Street Fightin’ Man» de los Rolling Stones (publicada por Decca en diciembre de 1968) y «Revolution» de los Beatles (publicada por el sello Appel de la propia banda cuatro meses antes), ambos temas notablemente escépticos con respecto a las ventajas de la revolución. Pantalones de tela tejana y discos de vinilo: he aquí dos de los productos de mayor éxito del capitalismo de finales del siglo XX. Y, como en la década de 1920, una política de prohibición —esta vez la de las drogas— vino a ofrecer un nuevo campo de oportunidades al crimen organizado. Puede que los situacionistas franceses cubrieran de oprobio a la sociedad de consumo con su cultura de burdo materialismo y su publicidad ubicua (lo que Guy Debord calificaba despectivamente como «la sociedad del espectáculo»), pero quienes se rebelaron contra el capitalismo en París subestimaban burdamente las ventajas que ellos mismos obtenían del sistema. Aparte de alguna que otra carga ocasional con porras por parte de unos policías que de hecho eran trabajadores manuales de extracción humilde, y por ello mismo despreciaban a los privilegiados «melenudos» de clase media, en general las autoridades del mundo occidental permitieron a los estudiantes la libertad de protesta. En realidad, la mayoría de las universidades acabaron cediendo a las demandas de los estudiantes. Otra ironía fue que un movimiento juvenil que propugnaba que se hiciera «el amor y no la guerra» terminara viéndose asociado a tanta violencia: disturbios raciales en ciudades estadounidenses, aumento de las tasas de homicidios y de terrorismo en Europa occidental y en Oriente Próximo… El 23 de julio de 1968 comenzó una nueva era, con el secuestro por parte de la Organización para la Liberación de Palestina de un avión de la línea El Al que volaba de Roma a Tel-Aviv. No pasó mucho tiempo sin que la kufiyya que caracterizaba al líder de la OLP, Yasir Arafat, se convirtiera en una prenda de vestir tan chic como la boina del Che Guevara.
En 1968, atravesar el Telón de Acero era como pasar a través del espejo. El visitante de Europa occidental encontraba muchas cosas que le resultaban familiares. Los urbanistas de las dos mitades de Europa habían cometido el mismo error, alejando a la gente de los centros de las ciudades y aislándola en repugnantes y chapuceros bloques de pisos, construidos en el brutalmente funcional estilo Bauhaus que tanto cautivara a los arquitectos de posguerra. Pero algunas de aquellas cosas familiares podían tener significados diametralmente opuestos. En Praga, los jóvenes del país preferían el pelo largo y los vaqueros al ideal del pelo corto por detrás y por los lados, y los trajes de poliéster y corbatas rojas, preconizado por el Partido Comunista. Pero lo preferían porque les recordaba al Occidente capitalista; incluso geográficamente, ya que la antigua Checoslovaquia era uno de los países donde se denominaba «pantalones tejanos» (texasskis) a los vaqueros.99 Con los planificadores económicos poco dispuestos a fabricar tales prendas de vestir, la única forma de conseguirlos era a través del contrabando. El cantante pop Petr Janda, cuyo grupo Olympic aspiraba a ser el equivalente checo de los Beatles,* adquirió su primer par de Levi’s 501 por ese medio; eran demasiado cortos, pero aun así sus amigos se consumían de envidia.100 En Praga ocurrió como en París: las universidades se convirtieron en los puntos de ignición de un choque generacional. El poeta beatnik Allen Ginsberg visitó la Universidad Carolina en la primavera de 1965, y fue expulsado a primeros de mayo por el carácter «lascivo y moralmente peligroso» de sus escritos. En noviembre de 1967, los estudiantes de la Universidad Carolina se congregaron durante un apagón y marcharon hacia el centro de Praga con velas en la mano. Ivan Touška fue uno de los estudiantes que participaron en la protesta. Como él mismo recordaría:
En aquella época había muchos cortes de corriente, y las velas fueron un símbolo práctico durante la primera protesta: nosotros teníamos velas, pero queríamos luz eléctrica. Sin embargo, «¡Queremos luz!» tenía obviamente un significado general más amplio: «luz» frente a la «oscuridad» del más alto órgano político de entonces, el Comité Central del Partido Comunista de Checoslovaquia.101
En abril de 1968, Alexander Dubček lanzó su «Programa de Acción» de liberalización económica y política. De manera significativa, su política económica modificó las prioridades del país, que pasaron de la industria pesada a los bienes de consumo. Pero los líderes soviéticos de Moscú vieron la Primavera de Praga como una amenaza inaceptable. A las cuatro de la madrugada del 21 de agosto de 1968, los tanques y soldados soviéticos rodearon el edificio que albergaba el Comité Central del Partido Comunista checoslovaco. Amenazados por una multitud airada, los tanques abrieron fuego, matando a un joven. Alrededor de las nueve de la mañana las tropas asaltaron el edificio. Dubček fue trasladado a la Unión Soviética, de donde tuvo la suerte de volver vivo. Uno de los focos de resistencia fue la plaza de Wenceslao, donde los checos se reunían diariamente en torno a la estatua ecuestre del santo del mismo nombre y duque de Bohemia que vivió en el siglo X. En París, los estudiantes habían lanzado cócteles molótov a la policía antidisturbios. En Praga, el 19 de enero de 1969, un estudiante checo llamado Jan Palach roció sus ropas con queroseno y se prendió fuego; murió tres días después. En Occidente los estudiantes se complacían en la retórica marxista, pero lo que realmente querían era el amor libre. Al otro lado del Telón de Acero estaba en juego algo mucho más importante: la propia libertad.
A partir de 1968, el restaurado régimen comunista exigió que todos los músicos de rock checos pasaran un examen escrito de marxismo-leninismo. Una idiosincrásica banda vanguardista llamada The Plastic People of the Universe, formada solo un mes después de la invasión soviética, contraatacó con temas como 100 puntos («Tienen miedo de la libertad. / Tienen miedo de la democracia. / Tienen miedo de la Carta de los Derechos Humanos [de las Naciones Unidas]. / Tienen miedo del socialismo. / Entonces, ¿por qué demonios tenemos miedo de ellos?»).102 Pronto resultó evidente por qué. En enero de 1970 se les revocó su licencia de músicos profesionales. Dos años más tarde se les prohibió tocar en Praga, obligándoles a actuar en fiestas privadas en la campiña bohemia. Fue después de uno de aquellos eventos underground —el Segundo Festival de Música de la Segunda Cultura, celebrado en Bojanovice en febrero de 1976— cuando los miembros de toda la banda, incluido su cantante solista canadiense Paul Wilson, fueron detenidos. Dos de ellos, Vratislav Brabenec e Ivan Jirous, fueron procesados, acusados de «vulgaridad extrema… antisocialismo… nihilismo… y decadencia», y condenados a sendas penas de dieciocho y ocho meses de cárcel respectivamente. Fue precisamente su juicio el que inspiró la fundación de la Carta 77, el grupo disidente liderado por Václav Havel, dramaturgo y futuro presidente de Checoslovaquia. Nunca en toda su historia fue la música rock más política que en Praga en la década de 1970.*
Siendo así las cosas, ¿no hubiera sido más fácil dejar simplemente que los estudiantes checoslovacos tuvieran todos los vaqueros y el rock que quisieran? La razón de no hacerlo es que la sociedad de consumo planteaba una amenaza mortal al propio sistema soviético. Esta se basaba en el mercado; respondía a las señales de los propios consumidores, a su preferencia por los vaqueros en lugar del pantalón de franela, o de Mick Jagger en lugar de Burt Bacharach; y dedicaba una creciente proporción de recursos a satisfacer dichas preferencias. Eso era algo que el sistema soviético sencillamente no podía hacer. El Partido sabía lo que todo el mundo necesitaba —trajes de poliéster marrón— y hacía sus pedidos a las fábricas estatales en consecuencia. La alternativa era intrínsecamente subversiva. De manera significativa, las autoridades de la Alemania del Este culparon de la revuelta obrera de 1953 a provocadores occidentales «con pantalones de vaquero y camisetas tejanas».103 Puede que Jruschov anhelara copiar la televisión en color; pero no cabe duda de que no quería a los Beatles. «La juventud de la Unión Soviética no necesita esa basura cacofónica —declaraba—. De los saxofones a las navajas automáticas solo hay un paso.»104 En cualquier caso, para que los soviéticos pudieran seguir el ritmo de los estadounidenses, mucho más ricos, en la carrera de armamentos de la guerra fría, había que dar prioridad a las tanquetas sobre las camisetas y a los bombarderos sobre los vaqueros. Un crítico soviético observó, de manera harto reveladora, que «cada gramo de energía empleado en la pista de baile era energía que podía y debía haberse invertido en la construcción de una central hidroeléctrica».105 Pero eso no impidió que se siguieran entrando vaqueros de contrabando en la propia Rusia por parte de los tratantes del mercado negro conocidos como fartsovshchiki, especializados en intercambiar tejanos por gorros de piel y caviar, los únicos souvenirs que los visitantes occidentales de Moscú querían comprar. Un par de vaqueros del mercado negro podían venderse entre 150 y 250 rublos, y ello en una época en que el salario mensual medio estaba por debajo de los 200 rublos y un par de pantalones ordinarios de fabricación estatal costaban unos 10 o 20 rublos.
Una vez sofocada la Primavera de Praga, el sistema comunista de Europa oriental parecía inexpugnable. En Berlín, la división de la ciudad en Este y Oeste tenía todos los visos de ser permanente. Pero, por muy buenos que fueran los comunistas a la hora de sofocar la oposición política, su resistencia a la sociedad de consumo occidental resultaba mucho más débil. La influencia de la moda occidental se reveló imposible de parar, especialmente una vez que los alemanes orientales pudieron ver la televisión de la Alemania occidental (hacía ya tiempo que tenían acceso a la radio). Diseñadores como Ann Katrin Hendel empezaron a fabricar su propia ropa de estilo occidental, que vendían en mercadillos. Hendel incluso diseñó sus propios vaqueros:
Probamos a confeccionarlos con lona, o con sábanas, o con tejido que no era tela tejana. Asimismo probamos a teñirlos, pero era también muy difícil conseguir el tinte… Eran tan populares que la gente nos los quitaba de las manos.106
El punto crítico fue que el éxito de las industrias de consumo occidentales tenía ahora su contrapartida, como en un espejo, en el miserable rendimiento de sus equivalentes soviéticas. No solo el crecimiento era sumamente bajo desde 1973 (inferior al 1 por ciento); también el factor de productividad total disminuía. Algunas empresas estatales de hecho restaban valor a las materias primas que procesaban. Tal como había advertido Hayek, en ausencia de precios significativos los recursos eran mal asignados; los funcionarios corruptos restringían la producción para maximizar sus propios beneficios ilícitos; los trabajadores fingían que trabajaban y, en contrapartida, los gerentes fingían que les pagaban. No solo no se conservaba el capital social industrial, sino tampoco el capital social humano; las centrales nucleares se desmoronaban; el alcoholismo aumentaba… Lejos de desafiar a Estados Unidos por la supremacía económica, como había amenazado Jruschov, la Unión Soviética había alcanzado un nivel de consumo per cápita de alrededor del 24 por ciento del estadounidense, de modo que, como mucho, podía desafiar a Turquía.107 Paralelamente, el cambio en la relación de las superpotencias hacia la distensión y el desarme hizo que la capacidad de los soviéticos de fabricar misiles en serie resultara mucho menos valiosa. Los elevados precios del petróleo de la década de 1970 habían proporcionado al sistema un aplazamiento de sentencia; pero al caer los precios del crudo en la de 1980 el bloque soviético se quedó con nada más que deudas en divisa fuerte, dinero prestado del mismo sistema al que Jruschov había prometido «enterrar». Mijaíl Gorbachov, designado secretario general del Partido Comunista soviético en marzo de 1985, consideró que ya no había otra alternativa que reformar tanto el sistema económico como el político, incluyendo al Imperio soviético en Europa oriental. Con la perestroika y la glásnost como nuevas consignas en Moscú, los partidarios de la línea dura en Berlín Este se quedaron en la estacada, forzados ahora a censurar las publicaciones e informes no solo de Occidente, sino también de la Unión Soviética.
Como en 1848, y como en 1918, las revoluciones de 1989 se propagaron de manera contagiosa. En Varsovia, en febrero de 1989, el gobierno aceptó iniciar conversaciones con el sindicato libre Solidaridad; al poco tiempo el país se preparaba para celebrar unas elecciones libres. En Budapest, en mayo, los comunistas húngaros decidieron abrir su frontera con Austria. El Telón de Acero empezaba a agrietarse. Unos 15.000 alemanes orientales partieron vía Checoslovaquia rumbo a unas «vacaciones» en Hungría, en lo que en realidad era un viaje solo de ida a Occidente. En junio Solidaridad ganó las elecciones polacas y empezó a formar un gobierno democrático. En septiembre los comunistas húngaros siguieron el ejemplo polaco, aceptando la celebración de unas elecciones libres. El mes siguiente, mientras Erich Honecker perfilaba sus planes para celebrar el cuadragésimo aniversario de la RDA, cientos, luego miles, luego decenas de miles, y luego cientos de miles de personas salieron a las calles de Leipzig, primero coreando Wir sind das Volk («Nosotros somos el pueblo»), que más tarde modificaron a Wir sind ein Volk («Nosotros somos un pueblo»). Esta vez, a diferencia de Budapest en 1956 y de Praga en 1968 —sin olvidar Gdánsk en diciembre de 1981 y Pekín en junio de 1989—, las tropas permanecieron en sus cuarteles. En el Partido Socialista Unificado de Alemania, donde el alcance de la quiebra de la RDA se hacía cada vez más evidente, Honecker se vio apartado por «reformistas» más jóvenes. Pero ya era demasiado tarde para una reforma del sistema. Otros apparatchiki con más visión de futuro, especialmente en Rumanía, se apresuraban a cambiar de bando, calculando los probables beneficios que podrían reportarles las reformas de mercado.
El 9 de noviembre de 1989 se informó a los desconcertados periodistas destacados en Berlín Este de que se había tomado «la decisión de hacer posible para todos los ciudadanos salir del país a través de los controles fronterizos oficiales… que tendrá efecto inmediato». La noticia desencadenó una auténtica marea de berlineses del Este hacia los controles fronterizos. Desprevenidos, los guardias optaron por no resistir. A medianoche se había obligado a abrir todos los controles y se había montado una de las mayores fiestas del siglo, seguida poco después por una de las mayores orgías de compras. Con la caída del muro de Berlín la guerra fría básicamente había terminado, aunque solo tras el fallido golpe de agosto de 1991 en Moscú, y la posterior disolución de la Unión Soviética, los países del Báltico, Ucrania y Bielorrusia, junto con las tres grandes repúblicas caucasianas y los denominados cinco «stans» de Asia Central (Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán), se convirtieron en estados independientes.
Pocos lo habían visto venir.* Para unos era «el final de la historia», la victoria definitiva del modelo capitalista liberal.108 Para otros era «el triunfo de Occidente», la hazaña política de tres líderes carismáticos: Ronald Reagan, el papa Juan Pablo II y Margaret Thatcher.109 Una tercera opinión atribuía el mérito al nacionalismo. Pero el analista que más acertado estuvo fue el ejecutivo italiano de una empresa de ropa que empezó a comercializar una línea de ajustados «jeans perestroika». Había sido sobre todo en cuanto sociedades de consumo como la Unión Soviética y sus satélites habían fracasado. No fue casualidad que las protestas populares de 2006 contra el régimen incorregiblemente autoritario de Bielorrusia se expresaran llevando vaqueros, aunque Minsk todavía siga esperando su «revolución tejana».110
«PIJAMAS» Y PAÑUELOS
Tras la Revolución comunista de Mao Zedong en 1949, China se convirtió en la sociedad más insulsa del planeta. Atrás quedaban los últimos vestigios de las sedas de la era Qing. Atrás quedaban los atuendos occidentales favorecidos por los nacionalistas en el período de entreguerras. En la búsqueda de una estricta igualdad, se repartió a todo el mundo lo que parecía una especie de pijama. Y además de color gris. Sin embargo, hoy, cuando uno pasea por una típica calle china, lo que ve es un calidoscopio de estilos de ropa occidental. Vallas publicitarias en todas las grandes ciudades ensalzan las virtudes de las marcas occidentales, desde Armani hasta Ermenegildo Zegna. Como en todas las demás revoluciones industriales, China empezó por la producción textil. Hasta hace poco, la mayoría de las prendas de vestir fabricadas en las Zonas Económicas Especiales de la costa se destinaban a su exportación a Occidente. Hoy, con la disminución de la demanda de las deprimidas economías occidentales, el reto principal que afrontan los políticos de Pekín es el de cómo hacer que el trabajador chino ahorre menos y consuma más; en otras palabras, que compre más ropa. Parece como si el triunfo de la sociedad de consumo de Occidente estuviera a punto de ser completo. ¿O no es así?
Estambul es una ciudad cosmopolita, donde toda la parafernalia externa de la civilización occidental hace ya tiempo que es algo común en las calles. Cuando uno pasea por su principal vía comercial, la avenida de İstiklâl, podría encontrarse casi en cualquier lugar del mundo mediterráneo. Pero basta con dirigirse a otra parte de la misma ciudad —por ejemplo, a la zona de Fatih, cerca de la mezquita Azul—, y las cosas parecen muy distintas. Para los musulmanes devotos, las normas occidentales de indumentaria femenina resultan inaceptables porque revelan mucho más de lo que prescribe su religión.* De ahí que, en un país que es abrumadoramente musulmán, estén reapareciendo el pañuelo, el velo (niqab o jimar) y la capa negra holgada que cubre todo el cuerpo (abaya).
Esto representa un importante cambio de rumbo para Turquía. Como hemos visto en el capítulo 2, el fundador de la República turca, Kemal Atatürk, trató de occidentalizar la forma de vestir de los turcos, prohibiendo que se llevara ropa con connotaciones religiosas en todas las instituciones públicas. El gobierno militar laicista que subió al poder en 1982 reavivó esta política prohibiendo a las estudiantes femeninas llevar pañuelo en la universidad. Sin embargo, la prohibición no se aplicó con rigor hasta después de 1997, cuando el Tribunal Constitucional decretó explícitamente que llevar pañuelo en instalaciones académicas —incluidas las escuelas además de las universidades— violaba el artículo 2 de la Constitución, que consagra el carácter laico de la República (también se declaró inconstitucional que los estudiantes varones llevaran barbas largas). Cuando las autoridades universitarias y escolares llamaron a la policía antidisturbios para hacer cumplir la norma, el país se precipitó en una crisis. En octubre de 1998, unas 140.000 personas protestaron contra la prohibición uniendo sus manos para formar una cadena humana en más de 25 provincias. En Estambul, miles de muchachas optaron por dejar de asistir a clase antes que quitarse el pañuelo; y algunas celebraron vigilias diarias a las puertas de sus escuelas. En la Universidad de Inönü, en Anatolia Oriental, una manifestación contra la prohibición acabó en violentos disturbios, saldándose con la detención de 200 manifestantes. Varias mujeres jóvenes de la ciudad oriental de Kars incluso se suicidaron debido a esta cuestión,* mientras que uno de los jueces que respaldaban la prohibición fue asesinado a tiros en su tribunal en mayo de 2006. En 2008, el gobierno islamista, dirigido desde 2003 por el Partido de la Justicia y el Desarrollo de Recep Tayyip Erdoǧan, enmendó la Constitución para permitir el pañuelo en las universidades, aunque solo para ver cómo el Tribunal Constitucional revocaba la decisión. También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha respaldado la prohibición del pañuelo.
La cuestión ilustra, una vez más, de qué modo nuestra parafernalia externa puede tener un significado más profundo. ¿Es el pañuelo o el velo simplemente una expresión de fe personal, que toda sociedad occidentalizada debería tolerar por el principio de la libertad de expresión? ¿O bien se trata de un anticuado símbolo de la desigualdad sexual ordenada por el islam, que una sociedad laica debería prohibir? Algunos islamistas como la periodista Nihal Bengisu Karaca interpretan la cuestión como un tema de libertad individual y derechos humanos:
Queremos que se nos trate igual que a las mujeres que no llevan el pañuelo. Somos iguales, nada es distinto, queremos que se nos trate igual. Tenemos todos los derechos que ellas tienen… Simplemente queremos una democracia entre las mujeres que no llevan pañuelo y las que sí lo llevan.111
El argumento islamista es que cubrirse es solo una opción que no hace daño a nadie y que algunas mujeres deciden ejercer libremente. El velo, afirman, es solo una prenda de vestir femenina más, disponible en las tiendas de Estambul en toda clase de colores y estilos, incluso con estrás para quienes se inclinen hacia lo ostentoso. La realidad, obviamente, es que promover el uso del pañuelo forma parte de una agenda más amplia para limitar los derechos de la mujer introduciendo la ley de la sharia en Turquía, logrando poco a poco lo que se logró de forma mucho más repentina en Irán tras la Revolución de 1979, una reacción contra la «occidentoxicación» (gharbzadegi) de Irán realizada por el sha, que el ayatolá Jomeini convirtió en una drástica contrarrevolución sexual.112 Hoy ya pueden verse en las calles de Estambul burkas que cubren de negro a las mujeres que los llevan de pies a cabeza y les dejan tan solo una diminuta abertura para ver; una ocultación de su identidad tan absoluta que en 2010 la Asamblea Nacional francesa votó la prohibición absoluta de tales prendas de vestir en Francia. No es casualidad que este cambio de indumentaria en Turquía haya venido acompañado asimismo de un cambio en la política exterior turca. Antaño pilar proamericano de la OTAN y candidata a formar parte de la Unión Europea, hoy Turquía mira cada vez más hacia Oriente, compitiendo con la República Islámica de Irán por el liderazgo del mundo musulmán, y reviviendo los recuerdos de los días del poder otomano.
En suma, pues, la forma de vestir de la gente importa. Los dos grandes avances económicos de Occidente —la evolución industrial y la sociedad de consumo— tuvieron que ver en enorme medida con la ropa: primero fabricándola de una manera más eficiente, y luego llevándola de una manera más reveladora. La difusión de la forma de vestir occidental fue inseparable de la difusión del modo de vida occidental, del mismo modo que la reacción contra la indumentaria occidental en el mundo musulmán es síntoma de un renacimiento islámico global. Los revolucionarios iraníes menospreciaban a los occidentalizadores denominándoles fokoli, un término derivado de la palabra francesa faux-col («pajarita»), y actualmente los hombres de Teherán evitan de forma significativa las corbatas.113 Con el crecimiento de las comunidades musulmanas en la Europa occidental, hoy es tan común ver a mujeres con velo en las calles de Londres como camisetas del Manchester United en las de Shanghai. ¿Debería el resto de Europa seguir el ejemplo francés y prohibir el burka? ¿O acaso la sociedad de consumo de Occidente tiene un antídoto contra el velo tan eficaz como antaño lo fueron los vaqueros contra el «pijama» maoísta?
Bien pensado, quizá estas no sean las preguntas correctas que hay que formular, puesto que implican que todos los logros de la civilización occidental —el capitalismo, la ciencia, el imperio de la ley y la democracia— han quedado reducidos a algo tan poco profundo como un punto de venta. Puede que la denominada «terapia de compras» no sea la respuesta a todos nuestros problemas. Puede que la amenaza última a Occidente no venga del islamismo radical, ni de ninguna otra fuente externa, sino de nuestra propia falta de comprensión de, y de fe en, nuestro propio legado cultural.