El cristianismo desaparecerá. Se desvanecerá y se empequeñecerá. No necesito discutir sobre eso; tengo razón y se demostrará que la tengo. Hoy nosotros somos más populares que Jesús; no sé qué desaparecerá primero, el rock o el cristianismo. Jesús estaba bien, pero sus discípulos eran cortos y ordinarios. Para mí, es su tergiversación lo que lo arruina [al cristianismo].
JOHN LENNON
En los últimos veinte años hemos comprendido que el corazón de vuestra cultura es vuestra religión: el cristianismo. Es por eso por lo que Occidente ha sido tan poderoso. El fundamento moral cristiano de la vida social y cultural fue lo que hizo posible el surgimiento del capitalismo y, luego, la exitosa transición a la política democrática. No tenemos ninguna duda de ello.
MIEMBRO ANÓNIMO DE LA
ACADEMIA DE CIENCIAS SOCIALES DE CHINA
ÉTICA DEL TRABAJO Y ÉTICA DE LA PALABRA
En el transcurso de aproximadamente quinientos años, como hemos visto, la civilización occidental se elevó a una posición de extraordinario predominio en todo el mundo. Diversas estructuras institucionales occidentales como la empresa, el mercado y el Estado-nación se convirtieron en el estándar global de la economía y la política competitiva, en una especie de plantilla que el resto del mundo copiaría. La ciencia occidental cambió los paradigmas; los otros la siguieron o quedaron olvidados. Los sistemas legislativos y los modelos políticos occidentales derivados de ellos, incluida la democracia, desplazaron o derrotaron a las alternativas no occidentales. La medicina occidental marginó a los hechiceros y otros curanderos. Pero, sobre todo, el modelo occidental de producción industrial y consumo masivo dejó a todos los modelos alternativos de organización económica trastabillando a su paso. Incluso a finales de la década de 1900 Occidente era todavía claramente la civilización dominante del mundo. Las cinco grandes potencias occidentales —Estados Unidos, Alemania, el Reino Unido, Francia y Canadá— representaban en conjunto el 44 por ciento de la producción fabril global. Las universidades occidentales dominaban el mundo científico, y sus docentes ganaban la mayoría de los premios Nobel y otras distinciones. Una oleada democratizadora barría el mundo, con especial espectacularidad tras las revoluciones de 1989. Las marcas de consumo occidentales como Levi’s y Coca-Cola florecían casi en todas partes; los arcos dorados de McDonald’s podían verse igualmente en todas las grandes ciudades del mundo. No solo la Unión Soviética se había desmoronado; Japón, que algunos habían predicho que superaría a Estados Unidos, había tenido un tropiezo y se había sumido en una década entera de crecimiento casi cero y deflación. Los analistas de las relaciones internacionales se esforzaban en encontrar palabras lo suficientemente grandilocuentes para describir la preponderancia de Estados Unidos, la principal potencia del mundo occidental. ¿Era un imperio? ¿Una potencia hegemónica? ¿Una «hiperpotencia»?
En el momento de redactar estas líneas, tras el estallido de dos burbujas financieras, dos guerras inesperadamente difíciles y una gran recesión —y, sobre todo, tras el extraordinario auge de China, que ha pasado a desplazar a Japón como la segunda economía mundial—, la cuestión es si el medio milenio de predominio occidental está finalmente tocando a su fin o no.
¿Estamos viviendo la decadencia de Occidente? De ser así, no sería la primera vez. He aquí cómo describía Edward Gibbon el saqueo de Roma por los godos en agosto de 410 d. C.
En la hora de salvaje licencia, cuando toda pasión se inflamaba y toda restricción se levantaba… se hizo una matanza cruel con los romanos; y… las calles de la ciudad se llenaron de cuerpos muertos, que permanecieron sin enterrar durante la consternación general… Allí donde los bárbaros se vieron provocados por la oposición, extendieron la promiscua matanza a los débiles, los inocentes y los desvalidos… Las matronas y vírgenes de Roma fueron expuestas a agravios más terribles, al arrebatarles su castidad, que la propia muerte… Los brutales soldados satisficieron sus apetitos sensuales sin tener en cuenta ni la inclinación ni los deberes de sus cautivas… En el pillaje de Roma se dio una justa preferencia al oro y las joyas… pero una vez que esas riquezas fácilmente transportables hubieran sido arrebatadas por los ladrones más diligentes, los palacios de Roma fueron rudamente despojados de su espléndido y costoso mobiliario…
La adquisición de riquezas solo sirvió para estimular la avaricia de los voraces bárbaros, que procedieron, con amenazas, golpes y torturas, a arrancar de sus prisioneros la confesión de tesoros ocultos… No era fácil calcular las multitudes que, de una posición honorable y una fortuna próspera, de repente se vieron reducidas a la miserable condición de cautivas y exiliadas… Las calamidades de Roma… dispersaron a sus habitantes a los refugios más solitarios, más seguros y más lejanos.1
La obra de Gibbon Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, publicada en seis volúmenes entre 1776 y 1788, cuenta la historia de la última vez que Occidente se derrumbó. Hoy, muchas personas en Occidente temen que podamos estar viviendo una especie de secuela. Cuando se reflexiona acerca de lo que causó la caída de la antigua Roma, tales temores parecen no resultar del todo imaginarios. Crisis económica; epidemias que devastaron la población; inmigrantes que invadieron las fronteras imperiales; auge de un imperio rival —Persia— en Oriente; terror en forma de los godos de Alarico y los hunos de Atila… ¿Es posible que, después de tantos siglos de supremacía, hoy estemos afrontando una coyuntura similar? Económicamente, Occidente se estanca a raíz de la peor crisis financiera acaecida desde la Depresión, mientras una gran parte del resto del mundo crece a un ritmo sin precedentes. Vivimos con miedo a las pandemias y a los cambios del clima global producidos por la mano del hombre. Existen alarmantes evidencias de que algunas comunidades de inmigrantes en el seno de nuestras sociedades se han convertido en semilleros de ideología islamista y redes terroristas. Un ataque terrorista nuclear resultaría mucho más devastador en Londres o en Nueva York de lo que lo fueron los godos en Roma. Al mismo tiempo, un imperio rival se halla en pleno apogeo en Oriente: China, que concebiblemente podría convertirse en la mayor economía del mundo en las próximas décadas.
El argumento más provocativo de Gibbon en su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano es el de que el cristianismo fue uno de los disolventes fatales de aquella primera versión de la civilización occidental. El monoteísmo, con su énfasis en el más allá, se hallaba fundamentalmente en conflicto con el abigarrado paganismo del imperio en su apogeo. Sin embargo, hubo una forma muy concreta de cristianismo —la variante surgida en la Europa occidental en el siglo XVI— que proporcionaría a la versión moderna de la civilización occidental la sexta de sus ventajas clave sobre el resto del mundo: el protestantismo, o, mejor dicho, la peculiar ética del trabajo duro y la frugalidad con la que este vendría a asociarse. Es el momento de entender qué papel desempeñó Dios en el auge de Occidente y de explicar por qué a finales del siglo XX hubo tantos occidentales que le dieron la espalda.
Si uno fuera un rico industrial que viviera en la Europa de finales del siglo XIX, habría una posibilidad desproporcionadamente elevada de que además fuera protestante. Desde la Reforma, que había llevado a muchos estados del norte de Europa a separarse de la Iglesia católica, se había producido un desplazamiento del poder económico, que había pasado de países católicos como Austria, Francia, Italia, Portugal y España a países protestantes como Inglaterra, Holanda, Prusia, Sajonia y Escocia. Parecía como si las variedades de fe y las formas de culto estuvieran de alguna manera correlacionadas con la fortuna económica de la gente. La cuestión era: ¿qué tenía el protestantismo de distinto? ¿Qué había en las enseñanzas de Lutero y sus sucesores que alentaba a la gente no solo a trabajar duro, sino también a acumular capital? El hombre que dio con la que sería la respuesta más influyente a estas preguntas fue un depresivo profesor alemán llamado Max Weber, el padre de la sociología moderna y el autor que acuñó la expresión «ética protestante».
Weber fue un joven precoz. Educado en Erfurt, uno de los baluartes de la Reforma alemana, a los trece años de edad Weber les dio a sus padres como regalo de Navidad un ensayo titulado «Sobre el curso de la historia alemana, con especial referencia a las posiciones del emperador y el Papa». A los catorce escribía cartas plagadas de referencias a autores clásicos, desde Cicerón hasta Virgilio, y ya tenía un extenso conocimiento de la filosofía de, entre otros, Kant y Spinoza. Su temprana carrera académica fue un triunfo tras otro: a los veintidós años de edad era ya un abogado cualificado. Tres años después se había doctorado con una tesis sobre «La historia de las organizaciones mercantiles medievales», y cuanto tenía veintisiete su Habilitationsschrift sobre «La historia agraria romana y su significación para el derecho público y privado» le valió el puesto de profesor en la Universidad de Berlín. A los treinta años de edad obtuvo el puesto de catedrático de Economía en Friburgo, ganando fama y notoriedad por su conferencia inaugural, en la que propugnó un imperialismo alemán más ambicioso.
Este ascenso académico se vio dolorosamente interrumpido en 1897, cuando Weber sufrió una crisis nerviosa paralizante precipitada por la muerte de su padre después de una amarga discusión entre ambos. En 1899 se sintió obligado a renunciar a su puesto académico. Pasó tres años recuperándose, en el curso de los cuales empezó a interesarse cada vez más por la religión y su relación con la vida económica. Sus padres habían sido ambos protestantes; su abuelo materno fue un devoto calvinista, mientras que su otro abuelo fue un comerciante de lino de éxito. Su madre había sido una auténtica calvinista en su ascetismo; su padre, por el contrario, fue un bon vivant, que había vivido la vida al máximo gracias a una fortuna heredada. El vínculo entre la vida religiosa y la económica era el enigma que yacía en el corazón de la propia existencia de Weber. ¿Cuál de sus progenitores había tenido la actitud correcta hacia la riqueza mundana?
Hasta la Reforma, la devoción religiosa cristiana se había visto como algo netamente distinto de los asuntos materiales del mundo. Prestar dinero a interés era pecado. Los ricos tenían menos probabilidades que los pobres de entrar en el Reino de los Cielos. Las recompensas por una vida piadosa residían en el más allá. Pero todo eso había cambiado a partir de 1520, al menos en los países que abrazaron la Reforma. Reflexionando sobre su propia experiencia, Weber empezó a preguntarse qué tenía la Reforma que había hecho que el norte de Europa se mostrara más favorable al capitalismo que el sur. Necesitó un viaje transatlántico para hallar la respuesta.
En 1904, Weber viajó a San Luis, Missouri, para asistir al Congreso de Artes y Ciencias de la Exposición Universal.2 El parque donde se celebraba la exposición abarcaba más de 80 hectáreas, y aun así parecía estar desbordado por todo lo que el capitalismo estadounidense tenía que ofrecer. Weber quedó deslumbrado por las brillantes luces del Palacio de la Electricidad. Allí estaba el «rey de la corriente continua», Thomas Edison en persona, como una personificación del empresariado norteamericano. San Luis rebosaba de las maravillas de la tecnología moderna, desde teléfonos hasta películas. ¿Qué podía explicar el dinamismo de aquella sociedad, que hacía que hasta la industriosa Alemania pareciera torpe y lenta de movimientos? Weber se lanzó a recorrer Estados Unidos en busca de una respuesta con una impaciencia casi obsesiva. Con su aspecto de sabio distraído alemán, causó una perdurable impresión en sus primas estadounidenses Lola y Maggie Fallenstein, a quienes sorprendió sobre todo su extraño atuendo, un traje a cuadros marrón con pantalones bombachos y calcetines marrones hasta las rodillas. Pero eso no fue nada en comparación con la impresión que Norteamérica le causó a Weber. Viajando en tren de San Luis a Oklahoma, y pasando por pequeñas ciudades de Missouri como Bourbon y Cuba, Weber finalmente encontró lo que buscaba:
Esta clase de lugar es realmente algo increíble: campamentos de tiendas de trabajadores, en especial peones de ferrocarril para las numerosas vías férreas en construcción; «calles» en estado natural, normalmente impregnadas de petróleo dos veces cada verano para evitar el polvo, y con el consecuente olor; iglesias de madera de al menos 4-5 religiones… A ello se añaden la habitual maraña de cables telegráficos y telefónicos, y las líneas eléctricas en construcción, ya que la «ciudad» se extiende a una distancia inmensa.3
La pequeña ciudad de St. James, a unos 160 kilómetros al oeste de San Luis, es representativa de los miles de nuevos asentamientos que surgieron a lo largo de las líneas férreas en la expansión de estas hacia el oeste a través de Norteamérica. Cuando Weber pasó por allí, hace cien años, se sintió asombrado por el enorme número de iglesias y capillas de toda laya que había en la ciudad. Con el gran espectáculo industrial de la Exposición Universal todavía reciente en su memoria, empezó a discernir una especie de santa alianza entre el éxito material de Estados Unidos y su vibrante vida religiosa.
Cuando regresó a su estudio en Heidelberg, Weber escribió la segunda parte de su fundamental ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Esta obra contiene uno de los argumentos más influyentes sobre la civilización occidental: que su dinamismo económico era una consecuencia involuntaria de la Reforma protestante. Mientras que otras religiones vinculaban la santidad a la renuncia a las cosas mundanas —los monjes en claustros, los eremitas en cuevas…—, las sectas protestantes veían la industria y la frugalidad como expresiones de una nueva clase de piedad basada en el trabajo duro. En otras palabras, la «vocación» del capitalista era de origen religioso: «Para lograr… la confianza… [en la propia pertenencia a los elegidos] se recomienda una intensa actividad mundana… [Así] el ascetismo cristiano irrumpió en el mercado de la vida».4 El «trabajo infatigable», como lo denominaba Weber, era el signo más seguro de que uno pertenecía a los elegidos, el selecto grupo de personas predestinadas por Dios para la salvación. El protestantismo, argumentaba, «tiene el efecto de liberar la adquisición de riqueza de las inhibiciones de la ética tradicionalista; rompe las trabas a los esfuerzos por obtener beneficios, no solo legalizándolos, sino… viéndolos como algo directamente deseado por Dios». La ética protestante, además, proporcionaba al capitalista «trabajadores sobrios, concienzudos y excepcionalmente capaces, que se dedicaban al trabajo como el objetivo divinamente querido de la vida».5 Durante la mayor parte de la historia los hombres habían trabajado para vivir. Pero los protestantes vivían para trabajar. Fue esta ética del trabajo, sostenía Weber, la que dio origen al capitalismo moderno, que él definía como un «capitalismo sobrio, burgués, con su organización racional del trabajo libre».6
La tesis de Weber no está exenta de problemas. Él consideraba «la conducta racional basada en la idea de la vocación» como «uno de los elementos fundamentales del espíritu del capitalismo moderno».7 Pero en otras partes reconocía el carácter irracional del «ascetismo cristiano»: «El tipo ideal del empresario capitalista… no saca nada personalmente de su riqueza, excepto el sentimiento irracional de haber hecho bien su trabajo»; «existe en aras de su negocio, en lugar de lo contrario», lo que «desde el punto de vista de la felicidad personal» resultaba, de nuevo, «irracional».8 Aún más problemático era el mordaz sarcasmo de Weber hacia los judíos, que planteaban la excepción más evidente a su argumento.* «Los judíos —para Weber— estaban en el bando del capitalismo aventurero con orientación política y especulativa; su espíritu era… el de un capitalismo paria. Solo el puritanismo era portador del espíritu de la organización racional del capital y el trabajo.»9 Weber también se mostraba misteriosamente ciego al éxito de los empresarios católicos en Francia, Bélgica y otros países. De hecho, su utilización de las evidencias constituye uno de los defectos más manifiestos de su ensayo. Las palabras de Martín Lutero y la Confesión de Westminster no encajan muy bien con las citas de Benjamin Franklin y algunos datos claramente insatisfactorios del estado alemán de Baden en relación con el éxito educativo y la renta de protestantes y católicos. Otros eruditos posteriores, en particular el historiador de la economía Fabian R. H. Tawney, han tendido a poner en duda el argumento weberiano subyacente de que la relación causa-efecto fue de la doctrina religiosa al comportamiento económico.10 Por el contrario, muchos de los primeros pasos hacia el espíritu capitalista se produjeron antes de la Reforma, en las ciudades de Lombardía y Flandes; mientras que muchos de los principales reformadores expresaron claramente opiniones anticapitalistas. Al menos un importante estudio empírico sobre 276 ciudades alemanas entre 1300 y 1900 no encontró «ningún efecto del protestantismo en el crecimiento económico», al menos si este se medía en función del crecimiento en tamaño de la ciudad.11 Otros estudios transnacionales han llegado a conclusiones similares.12
Sin embargo, hay motivos para pensar que Weber acertó en algo, aunque tuviera razón por los motivos equivocados. Hubo con certeza, como él supuso, una clara tendencia a partir de la Reforma entre los países protestantes de Europa a experimentar un crecimiento más rápido que entre los católicos, de modo que en 1700 los primeros habían superado claramente a los segundos en términos de renta per cápita, mientras que en 1940 la población de los países católicos era, como media, un 40 por ciento menos rica que la de los países protestantes.13 También a las antiguas colonias protestantes les había ido mejor económicamente que a las católicos desde la década de 1950, aunque la religión no sea una explicación suficiente de dicha diferencia.14 Debido a la importancia central en el pensamiento de Lutero de la lectura individual de la Biblia, el protestantismo alentó la alfabetización, por no hablar de la impresión, y no cabe duda de que estas dos cosas incentivaron el desarrollo económico (la acumulación del «capital humano») además del estudio científico.15 Esta proposición no solo vale para países como Escocia, donde el gasto en educación, los niveles de escolarización y las tasas de alfabetización eran excepcionalmente elevados, sino para el mundo protestante en general. Allí donde fueron, los misioneros protestantes promovieron la alfabetización, con beneficios mensurables a largo plazo para las sociedades a las que trataron de educar; en cambio, no se puede decir lo mismo de los misioneros católicos a lo largo del período que va desde la Contrarreforma hasta las reformas del Concilio Vaticano II (1962-1965).16 Fueron los misioneros protestantes los responsables del hecho de que la escolarización en las colonias británicas fuera, como media, de cuatro a cinco veces mayor que en las colonias de otros países. En 1941, más del 55 por ciento de la población de lo que hoy es Kerala estaba alfabetizada, una proporción más elevada que en ninguna otra región de la India, el cuádruple de la media del subcontinente, y comparable a las tasas de los países europeos más pobres como Portugal. Ello se debió a que en Kerala los misioneros protestantes, atraídos por su antigua comunidad cristiana, se mostraron más activos que en otras partes de la India. Allí donde los misioneros protestantes no estuvieron presentes (por ejemplo, en las regiones musulmanas o los protectorados como Bután, Nepal y Sikkim), la población de las colonias británicas no recibió una educación mensurablemente mejor.17 El nivel de actividad misionera protestante también ha demostrado ser un muy buen elemento predictivo del rendimiento económico y la estabilidad política tras la independencia. Diversos estudios recientes sobre actitudes muestran que los protestantes tienen niveles excepcionalmente elevados de confianza mutua, una importante condición previa para el desarrollo de redes crediticias eficientes.18 En términos más generales, la creencia religiosa (a diferencia de la observancia formal) de cualquier clase parece estar asociada al crecimiento económico, en particular allí donde los conceptos de cielo e infierno proporcionan incentivos para el buen comportamiento en este mundo. Esto tiende a traducirse no solo en trabajo duro y confianza mutua, sino también en frugalidad, honestidad y apertura a los extraños, todos ellos rasgos económicamente beneficiosos.19
Las religiones, pues, importan. En capítulos anteriores hemos visto cómo la «ética de la estabilidad» del confucianismo desempeñó un papel en el fracaso de la China imperial a la hora de desarrollar la misma clase de marco institucional competitivo que promovió la innovación en la Europa occidental, aunque China estuviera lejos de la sociedad estática e inmóvil descrita por Weber en su secuela a La ética protestante, Confucianismo y taoísmo (1916). Hemos visto cómo el poder de los imanes y mullahs sofocaba cualquier posibilidad de revolución científica en el mundo islámico. Y hemos visto cómo la Iglesia católica actuaba como uno de los frenos al desarrollo económico en Sudamérica. Pero quizá, la mayor contribución de la religión a la historia de la civilización occidental fuera esta. El protestantismo hizo que Occidente no solo trabajara, sino también ahorrara y leyera. La revolución industrial fue de hecho un producto de la innovación tecnológica y del consumo. Pero también requirió un aumento de la intensidad y la duración del trabajo, combinado con la acumulación de capital mediante el ahorro y la inversión. Y, sobre todo, dependió de la acumulación de capital humano. La alfabetización que promovió el protestantismo resultó vital para todo ello. Pensándolo bien, quizá sería mejor hablar, más que de la ética protestante del trabajo, de la ética protestante de la palabra.*
La cuestión es: ¿ha perdido hoy Occidente —o al menos una parte significativa de él— tanto su religión como la ética que la acompañaba?
PÁSATELO BOMBA
Hoy en día los europeos son los más holgazanes del mundo. Por regla general, trabajan menos que los estadounidenses y mucho menos que los asiáticos. Gracias a una educación prolongada y a una temprana jubilación, solo una pequeña parte de los europeos están realmente disponibles para trabajar. Por ejemplo, el 54 por ciento de los belgas y griegos de más de quince años forman parte de la población activa, frente al 65 por ciento de los estadounidenses y el 74 por ciento de los chinos.20 En esta población activa, entre 1980 y 2010 hubo en Europa, como media, una proporción mayor de parados que en ninguna otra parte del mundo desarrollado. Los europeos son también más proclives a hacer huelgas.* Pero, sobre todo, gracias a unas jornadas laborales más cortas y a unas vacaciones más prolongadas, los europeos trabajan menos horas.21 Entre 2000 y 2009, el estadounidense medio con empleo trabajó algo menos de 1.711 horas al año (una cifra disminuida por el impacto de la crisis financiera, que ha reducido el horario laboral de muchos trabajadores); el alemán medio trabajó solo 1.437 horas, lo que representa un 16 por ciento menos. Ello es resultado de un prolongado período de divergencia. En 1979, los diferenciales entre las horas de trabajo europeas y norteamericanas eran menores; de hecho, por aquellos años el trabajador español medio trabajaba más horas al año que el estadounidense medio. Pero desde entonces las horas de trabajo de los europeos se han reducido hasta en una quinta parte. También las horas de trabajo de los asiáticos en general han disminuido, aunque el trabajador japonés medio todavía trabaja tantas horas al año como el estadounidense medio, mientras que el trabajador surcoreano medio trabaja un 39 por ciento más. Por su parte, en Hong Kong y Singapur la gente trabaja aproximadamente un tercio más de horas al año que los estadounidenses.22
Lo llamativo es que la divergencia transatlántica en las pautas laborales ha coincidido casi exactamente con una divergencia comparable en la religiosidad. Los europeos no solo trabajan menos: también rezan menos, y creen menos. Hubo un tiempo en que Europa podía referirse a sí misma apropiadamente como «la cristiandad». Los europeos construyeron los edificios más hermosos del continente para albergar sus actos de culto. Disputaron amargamente sobre la diferencia entre transustanciación y consustanciación. Como peregrinos, misioneros y conquistadores, navegaron hasta los últimos confines del planeta con la intención de convertir a los paganos a la verdadera fe. Pero ahora los paganos son los propios europeos. Según el estudio más reciente (2005-2008) de la organización World Values Survey, el 4 por ciento de los noruegos y suecos, y el 8 por ciento de los franceses y alemanes, asisten a un servicio religioso al menos una vez a la semana, frente al 36 por ciento de los estadounidenses, el 44 por ciento de los indios, el 48 por ciento de los brasileños y el 78 por ciento de los africanos subsaharianos. Las cifras son considerablemente más elevadas en varios países de predominio católico, como Italia (32 por ciento) y España (16 por ciento). Los únicos países donde la observancia religiosa es inferior a la de la Europa protestante son Rusia y Japón. Dios es «importante» solamente para uno de cada diez alemanes y holandeses; para los franceses, la proporción es solo ligeramente superior. En comparación, el 58 por ciento de los estadounidenses dicen que Dios es importante en sus vidas. Su importancia es mayor todavía en Latinoamérica y en el África subsahariana, y alcanza su máximo nivel en los países musulmanes de Oriente Próximo. Solo en China el número de personas para las que Dios es importante es inferior (menos del 5 por ciento) que en Europa. Algo menos de una tercera parte de los estadounidenses consideran inapropiado que los políticos que no creen en Dios ejerzan un cargo público, frente al 4 por ciento de los noruegos y suecos, el 9 por ciento de los finlandeses, el 11 por ciento de los alemanes y españoles, y el 12 por ciento de los italianos. Nada menos que la mitad de los indios y brasileños no tolerarían a un político ateo.23 Únicamente en Japón el tema de la fe religiosa importa menos en la política que en Europa occidental.
El caso de Gran Bretaña resulta especialmente interesante en vista de la determinación con la que los ingleses trataron de difundir su propia fe religiosa en el siglo XIX. Hoy, según World Values Survey, el 17 por ciento de los británicos afirman asistir a un servicio religioso al menos una vez a la semana, una proporción mayor que en la Europa continental, pero que sigue siendo menos de la mitad de la estadounidense. Menos de una cuarta parte de los británicos declaran que Dios es importante en sus vidas; de nuevo, una cifra inferior a la mitad de la estadounidense. Es cierto que las cifras británicas han aumentado ligeramente desde 1981 (cuando solo el 14 por ciento declaraban que iban a la iglesia una vez a la semana y menos de una quinta parte decían que Dios era importante para ellos). Pero las encuestas no distinguen entre religiones, de modo que casi con certeza subestiman el descenso del cristianismo británico. Un estudio de 2004 sugería que en una semana, como media, es mayor el número de musulmanes que van a la mezquita que el de anglicanos que van a la iglesia. Y casi la integridad del reciente aumento de la asistencia a la iglesia se explica por el crecimiento de las congregaciones de color, sobre todo en las iglesias evangélicas y pentecostales. Cuando la organización Christian Research realizó un censo de 18.720 iglesias, el domingo 8 de mayo de 2005, el porcentaje de asistencia real resultó ser de solo el 6,3 por ciento de la población, lo que representaba una reducción del 15 por ciento desde 1998. Así, cuando se examina más de cerca, Gran Bretaña parece ejemplificar el desplome tanto de la observancia como de la creencia religiosa en la Europa occidental.
La descristianización de Gran Bretaña es un fenómeno relativamente reciente. En su Breve historia de Inglaterra (1917), G. K. Chesterton casi daba por supuesto que cristianismo era sinónimo de civilización:
Si alguien desea saber a qué nos referimos cuando decimos que la cristiandad era y es una cultura, o una civilización, hay una forma tosca pero sencilla de plantearlo. Es preguntarse cuál es el más común… de todos los usos de la palabra cristiano… Desde hace mucho tiene un significado en el habla informal de la gente corriente, y significa cultura o civilización. De hecho, Ben Gunn, en La isla del tesoro, no le decía a Jim Hawkins: «Me siento aislado de cierto tipo de civilización»; sino que le decía: «No he probado un bocado de cristiano».24
En realidad, los protestantes ingleses nunca fueron en exceso practicantes (comparados, por ejemplo, con los católicos irlandeses), pero hasta finales de la década de 1950 la pertenencia a la Iglesia, si no la asistencia a los servicios religiosos, era relativamente alta y estable. Incluso en 1960 algo menos de una quinta parte de la población del Reino Unido pertenecía a la Iglesia. Sin embargo, en el año 2000 la proporción se había reducido a una décima parte.25 Antes de 1960 la mayoría de los matrimonios de Inglaterra y Gales se celebraban en una iglesia; luego se inició el descenso, bajando a aproximadamente el 40 por ciento a finales de la década de 1990. Durante casi toda la primera mitad del siglo XX, los comulgantes anglicanos del Domingo de Resurrección representaron alrededor del 5 o el 6 por ciento de la población de Inglaterra; solo a partir de 1960 la proporción cayó al 2 por ciento. Las cifras de la Iglesia presbiteriana escocesa muestran tendencias similares: estables hasta 1960, para luego reducirse más o menos a la mitad. Resulta especialmente llamativa la disminución de las confirmaciones. En 1910 hubo 227.135 confirmaciones en Inglaterra; en 2007 hubo solo 27.900, lo que representaba un 16 por ciento menos que solo cinco años antes. Entre 1960 y 1979, el nivel de confirmaciones entre las personas de doce a veinte años de edad se redujo en más de la mitad, y siguió cayendo en picado a partir de entonces. Hoy solo se confirman menos de una quinta parte de los bautizados.26 Para la Iglesia presbiteriana escocesa el descenso ha sido aún más abrupto.27 Nadie en Londres o en Edimburgo usaría hoy el término cristiano en el sentido de Ben Gunn.
Parece claro que estas tendencias van a continuar. Los cristianos practicantes envejecen: así, por ejemplo, el 38 por ciento de los metodistas y miembros de la Iglesia Reformada Unida tenían sesenta y cinco años o más en 1999, una proporción que en el conjunto de la población en general es solo del 16 por ciento.28 Los británicos más jóvenes son notablemente menos proclives a creer en Dios o en el cielo.29 En ciertos aspectos, Gran Bretaña es ya una de las sociedades más ateas del mundo, con un 56 por ciento de personas que no van nunca a la iglesia, la proporción más alta de la Europa occidental.30 En 2000, una encuesta realizada para el programa de la BBC «Soul of Britain», dirigido por Michael Buerk, reveló un asombroso grado de atrofia religiosa. Solo el 9 por ciento de los encuestados pensaban que la fe cristiana era el mejor camino hacia Dios, mientras que el 32 por ciento consideraban todas las religiones igualmente válidas. Aunque solo el 8 por ciento se identificaban como ateos, el 12 por ciento confesaban que no sabían qué creer. Más de las dos terceras partes de los encuestados declaraban que no reconocían unas directrices morales claramente definidas, y la proporción aumentaba hasta el 85 por ciento entre quienes tenían menos de veinticuatro años. (Extrañamente, asimismo, el 45 por ciento de los encuestados afirmaban que ese declive de la religión había hecho de su país un lugar peor.)
Algunos de los mejores escritores ingleses del siglo XX previeron la crisis de fe de Gran Bretaña. El catedrático de Oxford C. S. Lewis (hoy conocido sobre todo por sus alegóricos relatos infantiles) escribió las Cartas del diablo a su sobrino (1942) con la esperanza de que burlarse del diablo sirviera para mantenerlo a raya. Evelyn Waugh, cuando escribió su trilogía bélica Espada de honor (1952-1961), sabía que estaba escribiendo el epitafio de una antigua forma de catolicismo romano inglés. Ambos percibieron que la Segunda Guerra Mundial planteaba una grave amenaza a la fe cristiana. Sin embargo, sus premoniciones de laicización no se materializaron hasta la década de 1960. ¿Por qué, pues, los británicos perdieron su histórica fe? Como muchas otras preguntas difíciles, a primera vista esta parece tener una respuesta fácil. Pero antes de limitarnos simplemente, como hizo el poeta Philip Larkin, a echar la culpa a «los sesenta» —a los Beatles, la píldora anticonceptiva y la minifalda—, debemos recordar que Estados Unidos también disfrutó de todos esos placeres terrenales, sin dejar por ello de ser un país cristiano. Si se pregunta hoy a los europeos, muchos nos dirán que la fe religiosa es solo un anacronismo, un vestigio de la superstición medieval. Se llevarán las manos a la cabeza ante el celo religioso del denominado Cinturón Bíblico estadounidense, sin comprender que la verdadera anomalía es su propia falta de fe.
¿Quien mató al cristianismo en Europa, si no fue John Lennon?31 ¿Ocurrió acaso, como predijera el propio Weber, que el espíritu del capitalismo estaba destinado a destruir a su misma progenitora, la ética protestante, cuando el materialismo corrompiera el originario ascetismo de los piadosos («hipótesis de la secularización»)?32 Esto se acercaba bastante a la opinión del novelista y (en su vejez) hombre piadoso Lev Tolstói, que veía una contradicción fundamental entre las enseñanzas de Cristo y «esas condiciones habituales de vida que llamamos civilización, cultura, arte y ciencia».33 De ser así, ¿qué parte del desarrollo económico resultó específicamente hostil a la creencia religiosa? ¿Fue el cambio del papel de las mujeres y el declive de la familia nuclear, que también parecen explicar la reducción del tamaño de la familia y el descenso demográfico de Occidente? ¿Fue el conocimiento científico —que Weber calificó como «la desmitificación del mundo»—, en especial la teoría darwiniana de la evolución, la cual desmontaba la historia bíblica de la creación divina? ¿Fue la mejora de la esperanza de vida, que hizo del más allá un destino mucho menos alarmantemente próximo? ¿Fue el Estado del bienestar, un pastor laico que pasó a velar por nosotros desde la cuna hasta la tumba? ¿O es posible que el cristianismo europeo muriera a manos de la crónica obsesión por el yo de la cultura moderna? ¿Es posible que el asesino de la ética del trabajo protestante en Europa no fuera otro que Sigmund Freud?
En El porvenir de una ilusión (1928), Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis, se propuso refutar a Weber. Para Freud, judío no practicante de origen moravo, la religión no podía ser la fuerza impulsora subyacente a los logros de la civilización occidental porque esta era esencialmente una «ilusión», una «neurosis universal» concebida para evitar que la gente cediera a sus instintos básicos, en particular a sus deseos sexuales y sus impulsos violentos y destructivos. Sin religión, sería el caos:
Supongamos levantadas de pronto sus prohibiciones: el individuo podrá elegir como objeto sexual a cualquier mujer que encuentre a su gusto, podrá desembarazarse sin temor alguno de los rivales que se la disputen y, en general, de todos aquellos que se interpongan de algún modo en su camino, y podrá apropiarse los bienes ajenos sin pedir siquiera permiso a sus dueños.34
La religión no solo prohibía la promiscuidad sexual desenfrenada y la violencia. También reconciliaba a los hombres con «la crueldad del destino, en particular tal como se muestra en la muerte» y «los sufrimientos y privaciones» de la vida cotidiana.35 Cuando las religiones monoteístas fusionaron a los dioses en uno solo, «las relaciones del hombre con él pudieron recuperar la intimidad y la intensidad de la relación del hijo con el padre. Si uno había hecho tanto por el padre, entonces seguramente sería recompensado; al menos lo sería el único hijo amado, el pueblo elegido».36
Freud tenía pocas esperanzas de que la humanidad pudiera emanciparse totalmente de la religión, y aún menos en Europa. Como él mismo escribió:
Para desterrar la religión de nuestra civilización europea sería preciso sustituirla por otro sistema de doctrinas, y este sistema adoptaría desde un principio todos los caracteres psicológicos de la religión, la misma santidad, rigidez e intolerancia, e impondría al pensamiento para su defensa idénticas prohibiciones.37
Seguramente esto parecía plausible en la década de 1930, cuando tanto Stalin como Hitler propagaban sus propios cultos monstruosos. Pero en ambos casos las religiones políticas totalitarias no lograron refrenar los instintos primarios descritos en la teoría freudiana de la religión. En 1945, Europa yacía exhausta tras una orgía de violencia —incluida una espantosa violencia sexual en forma de violaciones masivas— nunca vista desde los tiempos de Tamerlán. La reacción inicial en muchos países, en particular los que (como la Unión Soviética) habían quedado más traumatizados por matanzas masivas, fue volver a la verdadera religión y utilizar sus ancestrales consuelos para llorar a los muertos.
En la década de 1960, no obstante, una generación demasiado joven para recordar los años de guerra total y genocidio buscó una nueva salida poscristiana a sus deseos reprimidos. Las propias teorías de Freud, con su visión negativa de la represión y su simpatía explícita por el impulso erótico, sin duda desempeñaron un papel para tentar a los europeos a salir de las iglesias y entrar en los sex-shops. En El malestar en la cultura (1929-1930), Freud había argumentado que existía una «antítesis» fundamental entre la civilización tal como entonces existía y los impulsos más primarios del hombre:
La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no bastaría para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí… las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana… la cultura sería… un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la Humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones. No sabemos por qué es preciso que sea así: aceptamos que es, simplemente, la obra del Eros. Estas masas humanas han de ser vinculadas libidinalmente… Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno, se opone a este designio de la cultura. Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que con él comparte la dominación del mundo. Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana. Esta lucha es, en suma, el contenido esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida.38
Leyendo esto puede verse a qué se refería el escritor satírico vienés Karl Kraus cuando dijo que el psicoanálisis era «la enfermedad de la que pretende ser la cura».39 Pero el mensaje que interpretaron los hippies como un nuevo mandamiento fue este: ¡desmelénate! Y así lo hicieron. El tema de 1967 «Let It All Hang Out» («¡Desmelénate!»), del grupo estadounidense The Hombres, fue uno de los himnos menos conocidos de la década de 1960, pero las primeras líneas de su letra —«Un sermón, amigos míos, vais a recibir / sobre John Barleycorn, la nicotina y las tentaciones de Eva»— resumía muy bien lo que había en el aire.* Para los críticos actuales más acérrimos de Occidente (sobre todo los islamistas radicales), los años sesenta abrieron la puerta a una anticivilización posfreudiana caracterizada por una celebración hedonista de los placeres del yo, un rechazo de la teología en favor de la pornografía, y una renuncia al Príncipe de la Paz en favor de películas y videojuegos grotescamente violentos que, en el mejor de los casos, podrían calificarse como «bélico-pornográficos».
El problema de todas las teorías sobre la muerte del protestantismo en Europa es que, aunque puedan explicar la descristianización de Europa, no explican nada en absoluto sobre la continuidad de la fe cristiana en Estados Unidos. Los estadounidenses han experimentado más o menos los mismos cambios sociales y culturales que los europeos. Se han hecho más ricos. Su conocimiento de la ciencia se ha incrementado. Y se hallan incluso más expuestos al psicoanálisis y a la pornografía que los europeos. Pero en Norteamérica el protestantismo no ha sufrido nada parecido al declive que ha experimentado en Europa. Por el contrario, en algunos aspectos Dios es hoy más grande en Estados Unidos de lo que lo era hace cuarenta años.40 La mejor evidencia de ello la proporcionan las decenas de millones de fieles que llenan las iglesias del país cada domingo.
Paradójicamente, el advenimiento de la nueva trinidad de sexo, drogas y rock and roll en la década de 1960 coincidió en Estados Unidos con un auge del protestantismo evangélico. El reverendo Billy Graham compitió con los Beatles para ver quién era capaz de concentrar a más jóvenes en un estadio. Ello no fue tanto una reacción como una especie de imitación. Dirigiéndose al público congregado en el Festival de Rock de Miami en 1969, Graham instó a los presentes a «sintonizar con Dios… a conectar con Su poder».41 En 1972, el grupo universitario cristiano Campus Crusade organizó una conferencia evangélica en Dallas, llamada Explo ’72, que terminó con un concierto concebido para ser el Woodstock cristiano (el de Woodstock, realizado en 1969, fue el festival de rock que se convirtió en el paradigma de la contracultura hippy).* Cuando Cynthia «la Yesera», una adolescente católica de Chicago, se dedicó a hacer moldes de yeso de los penes erectos de Jimi Hendrix, Robert Plant y Keith Richards (aunque, sin duda, no de Cliff Richard), simplemente estaba materializando la visión freudiana del triunfo de Eros sobre Tánatos. Al fin y al cabo, tal como rezaban las pegatinas de los parachoques, Dios era amor. Se podría decir que Estados Unidos experimentaba a la vez un re-nacimiento y un «porno-nacimiento».
¿Cómo podemos explicar el hecho de que la civilización occidental parezca haberse dividido en dos: al este una Europa atea, y al oeste una Norteamérica piadosa? ¿Cómo explicar la persistencia del cristianismo en Estados Unidos en un momento en que desciende abruptamente en Europa? Probablemente la mejor respuesta se encuentre en Springfield, Missouri, la ciudad a la que llaman «la Reina de los [montes] Ozarks» y el lugar de nacimiento de la célebre carretera que en el período de entreguerras pasó a unir Chicago y California, inmortalizada en la canción de 1946 de Bobby Troup «(Get Your Kicks on) Route 66», «(Pásatelo bomba en la) Ruta 66». Si Max Weber se sintió impresionado por la diversidad de sectas protestantes cuando pasó por allí hace un siglo, hoy se quedaría sorprendido. Springfield tiene aproximadamente una iglesia por cada mil habitantes. Hay 122 iglesias baptistas, 36 capillas metodistas, 25 Iglesias de Cristo y 15 Iglesias de Dios; en total, unos 400 lugares de culto cristianos. Hoy ya no se trata de pasárselo bomba en la Ruta 66, sino de rezar en ella.
Lo significativo es que todas estas iglesias se hallan enzarzadas en una feroz competencia por ganar almas. Lo que vio Weber fue a estadounidenses concretos, baptistas, metodistas y otros, compitiendo dentro de sus propias comunidades religiosas locales para demostrarse mutuamente quién de entre ellos era en verdad piadoso. Pero en Springfield, hoy, la competencia se da entre iglesias, y es tan feroz como la competencia entre concesionarios de coches o cadenas de comida rápida. Las iglesias han de tener mentalidad comercial para atraer y conservar fieles, y, sobre esa base, la evidente ganadora es la Asamblea de James River. Para la mentalidad europea, esta puede parecer más bien un centro comercial o un parque empresarial, pero en realidad es la mayor iglesia de Springfield; de hecho, una de las mayores de todo Estados Unidos. Su pastor, John Lindell, es un predicador carismático y dotado de talento, que combina las antiguas enseñanzas bíblicas con la clase de técnica escénica que a menudo se asocia sobre todo al rock. A veces parece ser el heredero natural de aquella «Revolución de Jesús» identificada por la revista Time en 1971, un movimiento cristiano juvenil inspirado en el espíritu de la ópera rock británica Jesucristo Superstar (1970). Pero Lindell tiene también cierto aspecto enjuto y hambriento, de modo que, cuando suelta su charla sobre Dios («¡Dios, eres tan imponente!»), recuerda menos a Ian Gillan (el cantante melenudo de Deep Purple que interpretaba el papel de Jesús en el álbum original de Superstar) que a Steve Jobs revelando el último dispositivo portátil de Apple: tal vez un iGod. Para Lindell, la ética protestante está vivita y coleando, y reside en Springfield. No tiene ninguna duda de que la fe de los miembros de su congregación les hace trabajar más duro que si no la tuvieran. Él mismo es un auténtico trabajador: tres servicios religiosos hiperactivos un domingo no se puede decir que sean una prédica fácil. Y el Espíritu Santo parece fundirse con el espíritu del capitalismo en el momento de pasar el cepillo, aunque afortunadamente no de una manera tan descarada como en el caso de Mac Hammond, del Centro Cristiano Mundo Vivo de Minneapolis, quien promete «principios bíblicos que potenciarán su crecimiento espiritual y le ayudarán a triunfar en el trabajo, en las relaciones y en el terreno financiero».42
Una visita a James River hace evidente la principal diferencia entre el protestantismo europeo y el estadounidense. Mientras que en Europa la Reforma fue de carácter nacional, con la creación de iglesias establecidas como la Iglesia de Inglaterra o la de Escocia, en Estados Unidos siempre ha habido una estricta separación entre la religión y el Estado, permitiendo una competencia abierta entre múltiples sectas protestantes. Y posiblemente esta sea la mejor explicación de la extraña muerte de la religión en Europa y su perdurable vigor en Estados Unidos. En la religión, como en los negocios, los monopolios estatales son ineficientes, aunque en algunos casos la existencia de una confesión estatal aumente la participación religiosa (allí donde hay generosas subvenciones públicas y un mínimo control de los puestos clericales).43 De manera más general, la competencia entre sectas en un mercado religioso libre alienta las innovaciones concebidas para hacer más satisfactoria la experiencia del culto y la pertenencia a esa Iglesia. Es eso lo que ha mantenido viva la religión en Estados Unidos.44 (La idea no es del todo nueva: Adam Smith presentaba un argumento similar en La riqueza de las naciones, comparando los países con iglesias establecidas con aquellos otros que permitían la competencia.)45
Sin embargo, hay algo de los evangelistas estadounidenses de hoy que habría provocado el recelo de Weber, si no de Smith. Y es que, en cierto sentido, hoy muchas de las sectas de más éxito prosperan precisamente porque han desarrollado una especie de cristianismo de consumo que parece más propio de los grandes almacenes y centros comerciales que de las iglesias.46 No solo es fácil acceder en coche y resulta divertido de observar, algo no muy distinto de una salida al multicine, con sus refrescos o sus palomitas incluidos. Es que también plantea extraordinariamente pocas demandas a sus creyentes. Por el contrario, son estos quienes formulan demandas a Dios,47 de modo que en James River el rezo a menudo consiste en una larga lista de peticiones a la divinidad para que esta solucione problemas personales. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo han sido desplazados por el Dios Analista, Consultor Sentimental y Entrenador Personal. Con más de las dos quintas partes de los estadounidenses blancos cambiando de religión en algún momento de su vida, la fe se ha vuelto paradójicamente voluble.48
El único problema de convertir la religión en solo una forma más de ocio es que eso significa que los estadounidenses se han alejado mucho de la versión weberiana de la ética protestante, en la que la gratificación diferida era el corolario de la acumulación de capital. En sus propias palabras:
El ascetismo protestante actúa con toda su fuerza contra el disfrute desinhibido de bienes; desincentiva el consumo… Y si esa restricción del consumo se combina con la libertad de esforzarse en obtener beneficios, el resultado producido será inevitablemente la creación de capital a través del impulso ascético de ahorrar.49
Contrariamente, acabamos de vivir un experimento: el del capitalismo sin ahorro. En Estados Unidos, la tasa de ahorro doméstico cayó por debajo de cero en el apogeo de la burbuja inmobiliaria, dado que las familias no solo consumieron íntegramente su renta disponible, sino que también redujeron el valor neto de sus casas. El descenso del ahorro resultó ser la mejor receta para una crisis financiera. Cuando los precios de la vivienda empezaron a bajar en 2006, se inició una reacción en cadena: quienes tenían hipotecas superiores al valor de sus casas dejaron de pagar los intereses; quienes habían invertido en valores respaldados por hipotecas sufrieron grandes pérdidas; los bancos que habían pedido prestadas grandes sumas para invertir en tales valores sufrieron primero falta de liquidez y luego insolvencia; para evitar masivas quiebras bancarias, los gobiernos intervinieron con medidas de rescate, y de ese modo una crisis de deuda privada se convirtió en una crisis de deuda pública. Hoy, la carga de deuda total pública y privada en Estados Unidos es más de tres veces y media el volumen del producto interior bruto.50
Pero este no ha sido un fenómeno únicamente estadounidense. Ha habido variaciones sobre el mismo tema en otros países de habla inglesa, como Irlanda, el Reino Unido y, en menor grado, Australia y Canadá; es la geometría fractal de la era del apalancamiento, con un problema de la misma forma repitiéndose en una amplia gama de tamaños. Ha habido burbujas inmobiliarias más grandes en la mayoría de los países europeos —en el sentido de que los precios de las viviendas habían subido más en relación a la renta que en Estados Unidos—, y crisis de deuda pública mucho más graves en Portugal, Irlanda y Grecia, que cometieron el error de incurrir en déficit muy grandes formando parte de una unión monetaria con Alemania. Pero la crisis financiera de 2007-2009, aunque global en sus efectos, no lo era en sus orígenes. Era una crisis creada en el mundo occidental como consecuencia del excesivo consumo y del exceso de apalancamiento financiero. En otras partes —y especialmente en Asia— el panorama era bastante diferente.
En general se reconoce que las tasas de ahorro son mucho más elevadas en Oriente que en Occidente. Las cargas de deuda privada son muy inferiores; las casas a menudo se compran al contado o con hipotecas relativamente pequeñas. Otras formas de crédito al consumo desempeñan un papel mucho menor. Es también un hecho conocido, como hemos visto, que los asiáticos trabajan muchas más horas al año que los occidentales: la media de horas anuales trabajadas va de las 2.120 de Taiwan a las 2.243 de Corea del Sur. De lo que no se es tan consciente es de que el auge del ahorro y la industria en Asia ha ido de la mano con uno de los efectos secundarios más sorprendentes de la occidentalización: el aumento del cristianismo, sobre todo en China.
LA JERUSALÉN CHINA
La del auge del espíritu del capitalismo en China es una historia que todo el mundo conoce. Pero ¿qué hay del auge de la ética protestante? Según encuestas independientes realizadas por la organización China Partner y la Universidad Normal de China Oriental de Shanghai, actualmente hay unos 40 millones de cristianos protestantes en China, mientras que en 1949 había apenas medio millón. Algunas estimaciones sitúan el máximo aún más alto, en 75 o 110 millones.51 Si añadimos los 20 millones de católicos, podría haber hasta 130 millones de cristianos en China. Hoy, de hecho, es posible que haya ya más cristianos practicantes en China que en Europa.52 En China se construyen iglesias a un ritmo más rápido que en ninguna otra parte del mundo. Y se imprimen más biblias que en ningún otro país. La Compañía Impresora de la Biblia de la Amistad de Nankín es el mayor fabricante de biblias del mundo. Sus inmensas imprentas han producido más de 70 millones de biblias desde la fundación de la empresa en 1986, incluidos 50 millones de ejemplares en mandarín y otras lenguas chinas.53 Es posible que en el plazo de tres décadas los cristianos constituyan entre el 20 y el 30 por ciento de la población de China,54 algo que debería resultarnos más notable aún si reflexionamos acerca del grado de resistencia a la difusión del cristianismo que ha habido a lo largo de toda la historia china.
El hecho de que el protestantismo no arraigara antes en China resulta algo desconcertante. Ya en el siglo VII había misioneros cristianos nestorianos en la China de los Tang. La primera iglesia católica la construyó en 1299 Juan de Montecorvino, nombrado arzobispo de Janbalic en 1307. A finales del siglo XIV, sin embargo, esas avanzadillas cristianas habían desaparecido en gran parte como resultado de la hostilidad Ming. A comienzos del siglo XVII hubo una segunda oleada de misioneros, cuando se dio permiso al jesuita Matteo Ricci para instalarse en Pekín. En la década de 1700 podía llegar a haber hasta 300.000 cristianos en China. Pero en 1724 todo se desmoronó de nuevo con el Edicto de Expulsión y Confiscación del emperador Yongzheng.55
La tercera oleada cristiana fue la de las misiones protestantes del siglo XIX. Organizaciones como las Sociedades Misioneras británicas enviaron literalmente a cientos de evangelizadores a llevar la Buena Nueva al país más poblado de la Tierra. El primero en llegar fue un inglés de veinticinco años de edad llamado Robert Morrison, de la Sociedad Misionera de Londres, que arribó a Cantón (Guangzhou) en 1807. Su primer paso, aun antes de llegar, fue empezar a aprender mandarín y transcribir la Biblia en caracteres chinos. Una vez en Cantón, se puso a trabajar en un diccionario latín-chino. En 1814, ahora al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, Morrison había traducido los Hechos de los Apóstoles (1810), el Evangelio de san Lucas (1811), el Nuevo Testamento (1812) y el Libro del Génesis (1814), además de publicar obras propias como Shendao lun shujiu shi zongshuo zhenben («Resumen de la doctrina de la divina redención», 1811) y Wenda qianzhu Yesu jiaofa («Catecismo anotado de las enseñanzas de Cristo», 1812). Esto bastó para persuadir a la Compañía de las Indias Orientales de que permitiera la importación de una imprenta y un técnico que la manejara.56 Cuando la Compañía le despidió más tarde por miedo de incurrir en la ira de las autoridades chinas, Morrison siguió impertérrito, trasladándose a Malaca para fundar un colegio anglo-chino dedicado al «cultivo de la literatura y la ciencia europeas y chinas, pero sobre todo a la difusión del cristianismo en el Archipiélago Oriental», terminando su traducción de la Biblia en un esfuerzo realizado conjuntamente con William Milne (publicada en 1823), y redactando una gramática inglesa para estudiantes chinos, además de un completo diccionario inglés-chino. Cuando Morrison siguió a su primera esposa y a su hijo a la tumba, en Cantón, en 1834, había agregado a su obra un Vocabulario del dialecto de Cantón (1828). Fue realmente la ética protestante de la palabra hecha carne.
Sin embargo, los esfuerzos de los primeros misioneros ingleses tuvieron consecuencias imprevistas. El gobierno imperial había tratado de prohibir el proselitismo cristiano —bajo pena de muerte— sobre la base de que este alentaba actitudes populares «muy cercanas a traer [sic] una rebelión»:
Dicha religión no considera ni la veneración a los espíritus ni la reverencia a los antepasados, eso es claramente ir en contra de la doctrina sana; y la gente corriente, que sigue y se familiariza con tales ilusiones, ¿en qué aspecto se diferencia de una muchedumbre rebelde?57
Serían unas palabras proféticas. Un hombre en particular respondió al proselitismo cristiano de la forma más extrema imaginable. Hong Xiuquan había esperado seguir el camino tradicional y hacer carrera en la administración pública imperial, presentándose al primero de toda una serie de agotadores exámenes que determinaban la aptitud de un hombre para el mandarinato. Pero lo suspendió, y, como es frecuente entre los opositores, después de este fracaso se vino abajo por completo. En 1833, Hong conoció a William Milne, coautor, junto con Robert Morrison, de la primera traducción china de la Biblia, cuya influencia sobre él coincidió con su recuperación de la depresión posterior al examen. Causando sin duda la alarma de Milne, Hong anunció entonces que él era el hermano menor de Jesucristo. Dios, declaró, le había enviado para librar a China del confucianismo, aquella introvertida filosofía que veía la competencia, el comercio y la laboriosidad como perniciosas importaciones extranjeras. Hong creó una cuasicristiana Sociedad de Devotos de Dios, que atrajo el apoyo de decenas de millones de chinos, sobre todo de las clases más pobres, y se proclamó líder del Reino Celestial de la Gran Paz. En chino se le conocía como Taiping Tianguo, y de ahí el nombre de la revuelta que lideró: la rebelión Taiping. Desde Guangxi, los rebeldes arrasaron hasta Nankín, donde el autodenominado rey celestial estableció la capital de su reino. En 1853 sus seguidores —que se distinguían por sus chaquetas rojas, sus cabellos largos y su insistencia en una estricta segregación entre los sexos— controlaban todo el valle del Yangtsé. En el salón del trono había un estandarte con las palabras: «De Dios provino la orden de matar al enemigo y unir todas las montañas y ríos en un solo reino».
Por un tiempo pareció que Taiping realmente derrotaría por completo al Imperio Qing. Pero los rebeldes no pudieron tomar Pekín ni Shanghai. Poco a poco el curso de los acontecimientos se fue volviendo contra ellos. En 1864, el ejército Qing sitió Nankín. Cuando la ciudad cayó, Hong había muerto ya por intoxicación alimentaria. Solo para asegurarse, los Qing exhumaron sus restos incinerados y los dispararon con un cañón. Pese a ello, hasta 1871 no se logró derrotar al último de los ejércitos Taiping. El coste en vidas humanas fue sobrecogedor: más del doble del que tendría la Primera Guerra Mundial para el conjunto de todos los estados beligerantes. Se calcula que entre 1850 y 1864 unos 20 millones de personas perdieron la vida en China central y meridional por la rebelión, que dejó un rastro de hambre y pestilencia a su paso. A finales del siglo XIX muchos chinos se habían formado la opinión de que los misioneros occidentales no eran más que otra influencia extranjera perturbadora para su país, como los comerciantes occidentales de opio. Así, cuando los misioneros ingleses volvieron a China después de la rebelión Taiping, se encontraron con una intensificación de la hostilidad hacia los extranjeros.58
Pero eso no les disuadió. James Hudson Taylor tenía veintidós años cuando hizo su primer viaje a China en nombre de la Sociedad de Evangelización China. Incapaz, como él mismo explicaría, de «soportar la visión de una congregación de mil o más cristianos regocijándose en su propia seguridad [en Brighton], mientras millones de personas perecían por falta de conocimiento» en ultramar, en 1865 Taylor fundó la Misión Interior de China (CIM, por sus siglas en inglés). Su estrategia preferida era que los misioneros de la CIM se vistieran con ropas chinas y adoptaran la coleta de la era Qing. Como David Livingstone en África, Taylor impartía tanto la doctrina cristiana como la medicina moderna en su cuartel general de Hangzhou.59 Otro intrépido pescador de hombres de la CIM fue George Stott, un misionero de Aberdeen al que le faltaba una pierna y que llegó a China a los treinta y un años de edad. Uno de sus primeros pasos fue abrir una librería con una capilla adyacente donde arengaba a una bulliciosa multitud, atraída más por la curiosidad que por la sed de redención. Su esposa, por su parte, abrió un internado femenino.60 Ellos y otros trataban de ganar conversos utilizando un ingenioso y nuevo artilugio evangélico: el «libro sin palabras», inventado por el pastor baptista Charles Haddon Spurgeon, que empleaba colores e incorporaba los colores clave de la cosmología tradicional china. En una versión ampliamente utilizada, concebida por el estadounidense Dwight Lyman Moody en 1875, la página negra representaba el pecado; la roja, la sangre de Jesús; la blanca, la santidad, y la dorada o amarilla, el cielo.61
Un rumbo completamente distinto fue el que tomó Timothy Richard, miembro de la Sociedad Misionera Baptista (BMS, por sus siglas en inglés) y que argumentaba que «China necesitaba el evangelio del amor y el perdón, pero también necesitaba el evangelio del progreso material y el conocimiento científico».62 Dirigiendo sus esfuerzos a las élites chinas antes que a las masas empobrecidas, en 1891 Richard se convirtió en secretario de la Sociedad para la Difusión del Conocimiento Cristiano y General entre los Chinos, y llegó a ejercer una gran influencia para el Movimiento de Autofortalecimiento de Kang Youwei, además de consejero del propio emperador. Fue Richard quien aseguró la creación de la primera universidad de estilo occidental de China, inaugurada en Shanxi, en 1902.
En 1877 había 18 misiones cristianas distintas activas en China, además de tres sociedades bíblicas. El idiosincrásico Taylor tuvo especial éxito a la hora de reclutar a nuevos misioneros, que incluían un número inusualmente numeroso de mujeres solteras, no solo de Gran Bretaña, sino también de Estados Unidos y Australia.63 En la mejor tradición protestante, las misiones rivales competían con saña entre sí, y la CIM y la BMS libraban una guerra territorial especialmente encarnizada en Shanxi. En 1900, sin embargo, estalló de nuevo la xenofobia con la rebelión de los bóxers, cuando otro extravagante culto, el de los «Puños Honrados y Armoniosos» (Yihetuan), trató de expulsar a todos los «diablos extranjeros» del territorio, esta vez con la aprobación explícita de la emperatriz viuda. Antes de la intervención de una fuerza multinacional y la supresión de los bóxers, perecieron 58 misioneros de la CIM, junto con 21 de sus hijos.
Los misioneros habían plantado muchas semillas; pero, en las condiciones cada vez más caóticas que siguieron al derrocamiento definitivo de la dinastía Qing, estas brotaron solo para marchitarse. El fundador de la primera República china, Sun Yat-sen, era un cristiano de la provincia de Cantón, pero murió en 1924 con China al borde de la guerra civil. Luego el líder nacionalista Chiang Kai-shek y su esposa, ambos cristianos,* fueron derrotados por los comunistas en la larga guerra civil de China y al final tuvieron que escapar a Taiwan. Poco después de la revolución de 1949, Zhou Enlai e Y. T. Wu redactaron un «Manifiesto cristiano» destinado a socavar la posición de los misioneros por razones tanto de ideología como de patriotismo.64 Entre 1950 y 1952, la CIM optó por evacuar a su personal de la República.65 Una vez que los misioneros se hubieron marchado, la mayoría de las iglesias se cerraron o se convirtieron en fábricas; permanecerían cerradas durante los treinta años siguientes. Cristianos como Wang Mingdao, Allen Yuan y Moses Xie, que se negaron a unirse al Movimiento Patriótico de las Tres Autosuficiencias, un movimiento protestante controlado por el Partido, fueron encarcelados (en todos los casos durante veinte años o más).66 Los calamitosos años del Gran Salto Adelante (1958-1962) —en realidad una hambruna artificialmente provocada que se cobró alrededor de 45 millones de vidas—67 presenciaron una nueva oleada de cierres de iglesias. Durante la Revolución Cultural (1966-1976) hubo una auténtica iconoclasia, que también llevó a la destrucción de muchos antiguos templos budistas. El propio Mao, «el mesías de la clase trabajadora», se convirtió en el objeto de un culto a la personalidad aún más demencial que los de Hitler y Stalin.68 Su esposa, la izquierdista Jiang Qing, declaró que en China el cristianismo había sido relegado a los museos.69
Así pues, para Max Weber, y para muchos expertos occidentales posteriores del siglo XX, no parece sorprendente que la probabilidad de una «protestantización» de China y, por ende, de su industrialización, pareciera insignificantemente baja, casi tan baja como la de una descristianización de Europa. Para China parecía haber una clara disyuntiva entre la estasis confuciana y el caos. Ello hace que los inmensos cambios de nuestra época resulten aún más impresionantes.
La ciudad de Wenzhou, en la provincia de Zhejiang, al sur de Shanghai, es la quintaesencia de la ciudad fabril. Con una población de ocho millones de habitantes que va en aumento, tiene fama de ser la urbe más emprendedora de China, un lugar donde rige el libre mercado y donde el papel del Estado es mínimo. Su paisaje de fábricas textiles y montones de carbón habría resultado reconocible al instante para un inglés de la era victoriana, a quien le habría parecido una especie de Manchester asiática. La ética del trabajo alienta a todo el mundo, desde el empresario más rico al más humilde peón de fábrica. En Wenzhou la gente no solo trabaja más horas que los estadounidenses; también ahorran una proporción mucho mayor de su renta. Entre 2001 y 2007, en un momento en que el ahorro estadounidense se derrumbó, la tasa de ahorro china aumentó a más del 40 por ciento del PNB. Como media, las familias chinas ahorran más de una quinta parte del dinero que ganan; y las empresas ahorran aún más en forma de beneficios retenidos.
Lo realmente fascinante, sin embargo, es que la gente de Wenzhou ha importado de Occidente algo más que la mera ética del trabajo: ha importado también el protestantismo, puesto que allí las semillas que los misioneros ingleses plantaron hace ciento cincuenta años han brotado tardíamente y de la manera más extraordinaria. Mientras que antes de la Revolución Cultural había 480 iglesias en la ciudad, hoy hay 1.339, y la cifra corresponde únicamente a las aprobadas por el gobierno. La iglesia que construyera George Stott hace cien años hoy se abarrota de gente cada domingo. Otra, creada por la Misión Interior en 1877, pero cerrada durante la Revolución Cultural y solo reabierta en 1982, cuenta actualmente con una congregación de 1.200 fieles. También hay iglesias nuevas, a menudo con brillantes cruces rojas de neón en el tejado. Apenas sorprende que llamen a Wenzhou «la Jerusalén china». Ya en 2002, alrededor del 14 por ciento de su población era cristiana; seguramente hoy la proporción es aún más alta. Resulta curioso que sea la misma ciudad que Mao proclamó «libre de religión» allá por 1958. Todavía en 1997 sus funcionarios lanzaron una campaña para «quitar las cruces»; hoy parecen haberse rendido. En la campiña de los alrededores de Wenzhou, las aldeas compiten abiertamente por ver qué iglesia tiene la aguja más alta.
Hoy, el cristianismo en China está lejos de ser el opio del pueblo.70 Entre los creyentes más devotos de Wenzhou se encuentran los denominados «jefes cristianos», empresarios como Hanping Zhang, presidente de Aihao (un término cuyo carácter en el alfabeto chino puede significar «amor», «bondad» o «afición»), actualmente uno de los tres mayores fabricantes de bolígrafos y estilográficas del mundo. Cristiano devoto, Zhang es la encarnación viviente del vínculo entre el espíritu del capitalismo y la ética protestante, precisamente tal como lo entendía Max Weber. Antiguo granjero, en 1979 inició un negocio de plásticos, y ocho años más tarde abría su primera fábrica de bolígrafos y estilográficas. Hoy emplea a unos 5.000 trabajadores, que producen hasta 500 millones de unidades al año. En su opinión, el cristianismo prospera en China porque ofrece un marco ético a las personas que se esfuerzan en afrontar la actual transición social, alarmantemente rápida, del comunismo al capitalismo. Hoy, me decía, hay escasez de confianza en China. Los funcionarios públicos suelen ser corruptos; los socios comerciales te engañan; los trabajadores roban a sus patronos; las muchachas jóvenes se casan y luego desaparecen con unas dotes ganadas con gran esfuerzo; la alimentación para bebés se produce a sabiendas con ingredientes tóxicos; los edificios escolares se construyen con materiales defectuosos… Pero Zhang considera que puede confiar en sus correligionarios cristianos, porque sabe que son trabajadores y honestos.71 Como ocurriera en la Europa y la Norteamérica protestantes en los primeros días de la revolución industrial, las comunidades religiosas ejercen un doble papel: como redes crediticias, y como fuentes de abastecimiento de correligionarios creyentes solventes y de confianza.
En el pasado, las autoridades chinas han mostrado un profundo recelo hacia el cristianismo, y no solo porque recordaran el caos provocado por la rebelión Taiping. Los seminaristas desempeñaron un importante papel en el movimiento a favor de la democracia de la plaza de Tiananmen; de hecho, dos de los líderes estudiantiles más buscados en el verano de 1989 posteriormente se ordenaron sacerdotes cristianos. A raíz de aquella crisis hubo de nuevo medidas severas contra las iglesias no oficiales.72 Irónicamente, la utopía del maoísmo creó un deseo que hoy, con el Partido en manos de líderes más tecnócratas que mesiánicos, solo el cristianismo parece capaz de satisfacer.73Y exactamente como en la época de la rebelión Taiping, algunos chinos modernos se sienten inspirados por el cristianismo para abrazar cultos decididamente extraños. Los miembros del movimiento Relámpago Oriental, activo en las provincias de Henan y Heilongjiang, creen que Jesús ha vuelto en forma de mujer, y se enzarzan en sangrientas batallas contra sus archienemigos, los Tres Grados de Sirvientes.74 Otro movimiento radical cuasicristiano es el Movimiento Renacido de Peter Xu, también conocido como la Iglesia del Alcance Total, o los Chillones, debido a su ruidoso estilo de culto, en el que es obligatorio llorar. Las autoridades consideran a tales sectas xiejiao, o cultos implícitamente malos, como el movimiento basado en ejercicios respiratorios Falun Gong, hoy prohibido.75 No resulta difícil ver por qué el Partido prefiere reavivar el confucianismo, con su énfasis en el respeto por la generación de los mayores y el equilibrio tradicional de una «sociedad armoniosa».76 Tampoco es sorprendente que la persecución de los cristianos aumentara durante los Juegos Olímpicos de 2008, un momento de máxima exposición de la capital de la nación a las influencias extranjeras.77
Sin embargo, incluso bajo el régimen de Mao se toleró un protestantismo oficial en la forma del Movimiento Patriótico de las Tres Autosuficiencias, basado en los principios de autogobierno, autosostenibilidad y autopropagación; en otras palabras, en la ausencia de influencias extranjeras.78 Hoy, San Pablo en Nankín es el ejemplo típico de iglesia oficial de las Tres Autosuficiencias; allí la congregación del reverendo Kan Renping ha pasado de unos centenares de fieles, cuando él asumió el puesto en 1994, a unos 5.000 devotos regulares. Es tan popular que los recién llegados tienen que ver las celebraciones por televisión en circuito cerrado, en cuatro capillas adyacentes. Desde que se promulgara el Documento del Partido Número 19, en 1982, también ha habido cierta tolerancia oficial intermitente hacia el movimiento de las «iglesias domésticas», congregaciones que se reúnen más o menos en secreto en casas particulares y a menudo abrazan formas estadounidenses de culto.79 En la propia Pekín, afluyen los fieles a la Iglesia de Sión del reverendo Jin Mingri, una iglesia no oficial con 350 miembros, casi todos procedentes de la clase empresarial o profesional y casi todos de menos de cuarenta años de edad. El cristianismo se ha puesto de moda en China. El ex portero olímpico de fútbol Gao Hong es cristiano, como también lo son la actriz de televisión Lu Liping y el cantante pop Zheng Jun.80 Algunos académicos chinos como Tang Yi especulan abiertamente con la posibilidad de que «la fe cristiana pueda a la larga conquistar China y cristianizar la cultura china», aunque él personalmente considera más probable o bien que «a la larga el cristianismo pueda ser absorbido por la cultura china, siguiendo el ejemplo del budismo… y se convierta en una religión libre de pecado al estilo chino», o bien que «el cristianismo conserve sus características básicas occidentales y se adapte a ser una religión minoritaria subcultural».81
Después de muchas vacilaciones, hoy al menos algunos líderes comunistas de China parecen reconocer el cristianismo como una de las mayores claves de la fuerza de Occidente.82 Según un erudito de la Academia de Ciencias Sociales de China:
Se nos pidió que examináramos qué era lo que explicaba la preeminencia… de Occidente en todo el mundo… Al principio pensamos que era porque vosotros teníais armas más poderosas que nosotros. Luego pensamos que era porque vosotros teníais el mejor sistema político. Luego nos centramos en vuestro sistema económico. Pero en los últimos veinte años hemos comprendido que el corazón de vuestra cultura es vuestra religión: el cristianismo. Es por eso por lo que Occidente ha sido tan poderoso. El fundamento moral cristiano de la vida social y cultural fue lo que hizo posible el surgimiento del capitalismo y, luego, la exitosa transición a la política democrática. No tenemos ninguna duda de ello.83
Otro académico, Zhuo Xinping, ha identificado «la concepción cristiana de trascendencia» como un elemento que ha desempeñado «un papel muy decisivo en la aceptación popular del pluralismo en la sociedad y en la política del Occidente contemporáneo»:
Solo aceptando esta concepción de trascendencia como nuestro criterio podemos entender el verdadero significado de conceptos tales como libertad, derechos humanos, tolerancia, igualdad, justicia, democracia, imperio de la ley, universalidad y protección medioambiental.84
Yuan Zhiming, un cineasta cristiano, opina lo mismo: «Lo más importante, el corazón de la civilización occidental… es el cristianismo».85 Según el profesor Zhao Xiao, él mismo un converso, el cristianismo ofrece a China un nuevo «fundamento moral común» capaz de reducir la corrupción, reducir la brecha entre ricos y pobres, promover la filantropía y hasta evitar la contaminación.86 «La viabilidad económica requiere serios valores morales —en palabras de otro erudito—, antes que un mero consumismo hedonista y una estrategia deshonesta.»87 Incluso se dice que, poco antes de que Jiang Zemin dimitiera como presidente de China y líder del Partido Comunista, declaró en una reunión de funcionarios de alto rango del Partido que, si pudiera promulgar un decreto que supiera que se iba a obedecer en todas partes, sería para «hacer del cristianismo la religión oficial de China».88 En 2007 su sucesor Hu Jintao celebró una inusitada «sesión de estudio» del Politburó sobre la religión, en la que les dijo a los veinticinco líderes más poderosos de China que «hay que reunir el conocimiento y la fuerza de las personas religiosas para construir una sociedad próspera». Al XIV Comité Central del Partido Comunista chino se le presentó un informe que especificaba tres exigencias para un crecimiento económico sostenible: el derecho de propiedad como base, la ley como salvaguardia y la moralidad como respaldo.
LA TIERRA DE LA IMPIEDAD
No es extraño que nos parezcan familiares. Como hemos visto, las tres solían contarse entre los fundamentos clave de la civilización occidental. Sin embargo, en los últimos años aquí en Occidente parece que hayamos perdido la fe en ellas. No solo las iglesias europeas están vacías. También parecemos dudar del valor de muchas de las cosas que se desarrollaron en Europa tras la Reforma. La competencia capitalista ha caído en desgracia debido a la reciente crisis financiera y a la desenfrenada avaricia de los banqueros. La ciencia se estudia por un número demasiado reducido de nuestros hijos en las escuelas y universidades. Los derechos de propiedad privada son violados repetidamente por gobiernos que parecen tener un insaciable apetito por gravar nuestra renta y nuestra riqueza y luego derrochar una gran parte de los ingresos así obtenidos. El término imperio se ha convertido casi en una palabra malsonante, pese a las ventajas conferidas al resto del mundo por los imperialistas europeos. Corremos el riesgo de no quedarnos más que con una vacua sociedad de consumo y una cultura del relativismo; una cultura que dice que cualquier teoría u opinión, por estrafalaria que sea, es tan buena como todo aquello en lo que solíamos creer.
Contrariamente a la creencia popular, Chesterton no dijo: «El problema del ateísmo es que, cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que se creen cualquier cosa». Pero sí le hizo decir al padre Brown algo muy parecido en «El milagro de la “Media Luna”»:
Todos ustedes juraron que eran materialistas empedernidos; y, a pesar de ello, se inclinaron a creer cualquier cosa. Hay millares de personas que hoy día se encuentran en el mismo punto de ustedes, pero en una orilla muy estrecha e incómoda para sentarse. No hallarán reposo hasta que no crean en algo.89
Para entender la diferencia entre creencia e incredulidad, examinemos la conversación entre Muktar Said Ibrahim, uno de los islamistas cuyo complot para hacer detonar bombas en el sistema de transporte público de Londres fue descubierto en 2005, y una antigua vecina suya de Stanmore, un barrio de las afueras del norte de Londres. Ibrahim, nacido en Eritrea, había emigrado a Gran Bretaña a los catorce años de edad, y acababa de obtener la ciudadanía británica a pesar de una condena y una pena de cárcel por su participación en un atraco a mano armada. «Él me preguntó —recordaba su vecina, Sarah Scott— si yo era católica por ser de familia irlandesa. Le dije que no creía en nada, y él me respondió que debería creer. Me dijo que él iba a tener a todas aquellas vírgenes cuando fuera al Cielo si alababa a Alá. Y añadió que, si uno reza a Alá, y si ha sido fiel a Alá, tendrá a 80 vírgenes, o algo así.» Es lo más fácil del mundo ridiculizar la idea, aparentemente un lugar común entre los yihadistas, de que esa es la recompensa por hacer volar a unos cuantos infieles. Pero ¿resulta mucho más extraño no creer, como Sarah Scott, en nada en absoluto? Su conversación grabada con Ibrahim resulta fascinante precisamente porque ilustra el abismo que hoy existe en Europa occidental entre una minoría de fanáticos y una mayoría de ateos. «Él me dijo —recordaba Scott tras la detención de su antiguo vecino— que la gente tenía miedo de la religión, y que no debería tenerlo.»90
Lo que Chesterton temía era que, si el cristianismo disminuía en Gran Bretaña, la «superstición sofocaría todo vuestro arraigado racionalismo y escepticismo». Desde la aromaterapia al zen, pasando por el arte del mantenimiento de la motocicleta, hoy Occidente está de hecho inundado de cultos posmodernos, ninguno de los cuales ofrece ni de lejos nada tan vigorizante económicamente o socialmente cohesivo como la vieja ética protestante. Y lo que es peor, este vacío espiritual deja a las sociedades europeas occidentales a merced de las siniestras ambiciones de una minoría de personas que sí tienen fe religiosa, además de la ambición política de expandir el poder y la influencia de dicha fe en sus países de acogida. El hecho de que la lucha entre el islam radical y la civilización occidental pueda caricaturizarse como «la yihad contra el McMundo» habla por sí solo.91 En realidad, los valores centrales de la civilización occidental se ven directamente amenazados por la clase de islam suscrito por terroristas como Muktar Said Ibrahim, que se deriva de las enseñanzas del wahabí decimonónico Sayyid Jamal al-Din y de los líderes de los Hermanos Musulmanes Hasan al-Banna y Sayyid Qutb.92 La separación entre la Iglesia y el Estado, el método científico, el imperio de la ley y la propia idea de una sociedad libre —incluidos principios occidentales relativamente recientes como la igualdad de los sexos y la legalidad de los actos homosexuales— son todas ellas cuestiones abiertamente rechazadas por los islamistas.
Las estimaciones de la población musulmana en los países de la Europa occidental varían extensamente. Según una de ellas, la población total ha pasado de unos 10 millones en 1990 a 17 millones en 2010.93 Como porcentaje de las poblaciones nacionales, las comunidades musulmanas varían en tamaño desde tanto como el 9,8 por ciento en Francia hasta menos del 0,2 por ciento en Portugal.94 Tales cifras parecen contradecir las advertencias de algunos expertos sobre una futura «Eurabia», un continente islamizado a finales del siglo XXI. Sin embargo, si la población musulmana del Reino Unido hubiera de seguir creciendo al ritmo anual del 6,7 por ciento (tal como lo hizo entre 2004 y 2008), su proporción de la población total británica pasaría de algo menos del 4 por ciento en 2008 al 8 por ciento en 2020, el 15 por ciento en 2030 y el 28 por ciento en 2040, para superar finalmente el 50 por ciento en 2050.95
La inmigración en masa no es necesariamente el disolvente de una civilización si los inmigrantes suscriben, y se les incentiva a suscribir, los valores de la civilización a la que se trasladan. Pero en los casos en los que las comunidades inmigrantes no son satisfactoriamente asimiladas y entonces se convierten en presa de ideólogos radicales, las consecuencias pueden resultar profundamente desestabilizadoras.96 Lo crucial no es tanto su número como el grado en que algunas comunidades musulmanas han sido infiltradas por organizaciones islamistas tales como los Hermanos Musulmanes, la paquistaní Jamaat-e-Islami, la Liga Mundial Islámica (financiada por Arabia Saudí) y la Asamblea Mundial de la Juventud Islámica. En el Reino Unido, por tomar quizá el ejemplo más preocupante, hay una activa rama de los Hermanos Musulmanes llamada Asociación Musulmana de Gran Bretaña; dos grupos derivados de la Jamaat-e-Islami, la Sociedad Islámica de Gran Bretaña y su ala juvenil, los Jóvenes Musulmanes del Reino Unido, así como una organización llamada Hizb ut-Tahrir («Partido de la liberación»). El Hizb ut-Tahrir proclama abiertamente su intención de convertir «Gran Bretaña… en un Estado islámico en 2020».97 También se sabe que son especialmente activas en el reclutamiento de terroristas al-Qaeda y la no menos peligrosa Harakat ul-muyahidin. Tal infiltración no es en absoluto un fenómeno único del Reino Unido.*
El caso de Shehzad Tanweer ilustra cuán insidioso es el proceso de radicalización. Tanweer fue uno de los terroristas suicidas que causaron estragos en Londres el 7 de julio de 2005, haciendo explotar una bomba en un convoy de metro entre las estaciones de Aldgate y Liverpool Street que les causó la muerte a él y a otros seis pasajeros. Nacido en Yorkshire en 1983, Tanweer no era pobre; su padre, un inmigrante de Pakistán, había levantado un exitoso negocio de comida para llevar a base de vender pescado y patatas fritas conduciendo un Mercedes. No era inculto, en la medida en que un título en ciencias del deporte por la Universidad Metropolitana de Leeds puede contarse como educación. Su caso sugiere que ningún nivel de oportunidades económicas, educativas o de ocio puede evitar que el hijo de un inmigrante musulmán se convierta en un fanático y en un terrorista si se junta con la gente inapropiada. En este sentido, están desempeñando un papel crucial en las universidades y en otras partes los denominados «centros» islámicos, algunos de los cuales son poco más que oficinas de reclutamiento para la yihad. A menudo, tales centros actúan como la puerta de entrada a campos de entrenamiento en países como Pakistán, donde los nuevos reclutas de bilad al-kufr («la tierra de la impiedad») son enviados a recibir formas más prácticas de adoctrinamiento. Entre 1999 y 2009, en el Reino Unido, fueron declarados culpables de delitos terroristas relacionados con el islamismo un total de 119 individuos, más de las dos terceras partes de los cuales eran ciudadanos británicos. Algo menos de una tercera parte habían asistido a un instituto de enseñanza superior, y aproximadamente la misma proporción habían estado en un campo de entrenamiento terrorista.98 Ha sido gracias a la suerte no menos que a unas medidas antiterroristas eficaces como se han frustrado otros atentados de yihadistas británicos, en especial el complot, en agosto de 2006, de un grupo de jóvenes musulmanes británicos para hacer estallar bombas caseras a bordo de varios aviones transatlánticos, y la tentativa de un graduado nigeriano del University College de Londres de detonar un explosivo plástico oculto en su ropa interior cuando su vuelo procedente de Amsterdam se aproximaba al aeropuerto de Detroit, el día de Navidad de 2009.
¿EL FIN DE LOS TIEMPOS?
En su Decadencia y caída, Gibbon abarcaba más de 1.400 años de historia, desde 180 hasta 1590. Fue historia a muy largo plazo, en la que las causas de la decadencia fueron desde los trastornos de personalidad de emperadores concretos hasta el poder de la Guardia Pretoriana, pasando por el auge del monoteísmo. Tras la muerte de Marco Aurelio, en 180, la guerra civil se convirtió en un problema recurrente en la medida en que los diversos aspirantes a emperadores compitieron por el botín del poder supremo. En el siglo IV, las invasiones o migraciones bárbaras se habían iniciado ya, y el desplazamiento de los hunos hacia el oeste no hizo sino intensificarlas. Paralelamente, el desafío planteado por la Persia sasánida al Imperio romano de Oriente era cada vez mayor. Así, la primera vez que la civilización occidental se derrumbó, según Gibbon relata la historia, lo hizo a lo largo de un proceso muy lento.
Pero ¿y si las luchas políticas, las migraciones bárbaras y las rivalidades imperiales fueran todos ellos rasgos esenciales de la Antigüedad tardía, signos de normalidad, antes que presagios de una distante fatalidad? Desde esta perspectiva, la caída de Roma resultaría de hecho bastante repentina y drástica. La desintegración definitiva del Imperio romano de Occidente se inició en 406, cuando los invasores germánicos penetraron a través del Rin en la Galia y luego en Italia. La propia Roma fue saqueada por los godos en 410. Asimilados por un emperador debilitado, después los godos lucharon contra los vándalos por el control de España, pero esto no hizo sino desplazar el problema hacia el sur. Entre 429 y 435, Genserico condujo a los vándalos a una victoria tras otra en el norte de África, culminando en la caída de Cartago. Roma perdió su granero del sur del Mediterráneo y, con ello, una enorme fuente de ingresos fiscales. Los soldados romanos apenas fueron capaces de derrotar a los hunos de Atila cuando ellos avanzaron hacia el oeste desde los Balcanes. En 452 el Imperio romano de Occidente había perdido toda Gran Bretaña, la mayor parte de España, las provincias más ricas del norte de África, y el sudoeste y sudeste de la Galia. No le quedaba mucho aparte de Italia. Basilisco, cuñado del emperador León I, intentó sin éxito recuperar Cartago en 468. Bizancio sobrevivió, pero el Imperio romano de Occidente había muerto. En 476, Roma era un feudo de Odoacro, el rey de los esciros.99
Lo que resulta más llamativo de esta lectura más moderna de la historia es la rapidez del desmoronamiento del Imperio romano. En solo cinco décadas la población de la propia Roma se redujo en unas tres cuartas partes. Las evidencias arqueológicas de finales del siglo V —viviendas de inferior calidad, cerámica más primitiva, menos cantidad de monedas, ganado más reducido— muestran que la benigna influencia de Roma disminuyó con rapidez en el resto de Europa occidental. Lo que un historiador ha calificado como «el fin de la civilización» se produjo en el plazo de una sola generación.100
¿Podría nuestra propia versión de civilización occidental desmoronarse con igual rapidez? Este es, sin duda, un antiguo temor que ya empezó a atormentar a los intelectuales británicos, de Chesterton a Shaw, hace más de un siglo.101
Hoy, sin embargo, ese temor puede resultar más fundado. Una gran mayoría de científicos son hoy de la opinión de que, debido especialmente a que China y otros grandes países asiáticos, así como sudamericanos, están reduciendo la brecha económica entre Occidente y el resto del mundo, la humanidad corre el riesgo de sufrir un cambio climático catastrófico. No cabe duda de que ha habido un aumento sin precedentes de la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre; y existen ciertas evidencias de que eso ha provocado un incremento de las temperaturas medias. Lo que no está tan claro es cómo la continuidad de esas tendencias afectará al clima del planeta. Sin embargo, no parece del todo descabellado imaginar que un aumento de la fusión de los casquetes polares provocará cambios en la dirección de las corrientes oceánicas o inundaciones en las regiones costeras de baja altitud; o la desertización de zonas hasta ahora capaces de sostener una agricultura. Aparte del cambio climático, algunos ecologistas también temen que, en la medida en que las naciones más populosas de Asia sigan la vía occidental para salir de la pobreza, la presión sobre las reservas globales de energía, alimentos y agua potable se hará insoportable. Quienes se muestran escépticos con respecto a los riesgos del cambio climático deberían pasar algún tiempo en China, donde la mayor y más rápida revolución industrial de la historia está causando un daño medioambiental perfectamente detectable; mejor dicho, que resulta imposible no detectar.
La mayoría de las personas que hablan de estos temas —yo mismo entre ellas— no están científicamente cualificadas para sopesar las evidencias. Lo que nos atrae hacia la idea de un desastre medioambiental no son tanto los datos como la familiaridad de la predicción. Desde los primeros mitos y leyendas de los que se tiene constancia, la humanidad se ha visto fascinada por la idea de un fin del mundo espectacular, desde el «crepúsculo de los dioses» en la saga de los Nibelungos hasta el texto clave de la escatología cristiana, el Libro de la Revelación, escrito por el evangelista Juan de Patmos. En esta versión del Apocalipsis, el Mesías o Cordero de Dios volverá a la tierra y derrotará al Anticristo en la batalla del Armagedón, después de lo cual Satán será confinado a una sima sin fondo durante mil años. La culminación vendrá cuando Satán resurja de nuevo del abismo y convoque a las gentes de Gog y Magog. Esta será la señal para que se produzcan «relámpagos, fragor, truenos y un violento terremoto, como no lo hubo desde que existen hombres sobre la tierra» (Apocalipsis, 16, 18). Tanto los Testigos de Jehová como los Adventistas del Séptimo Día suscriben una interpretación literal de esta profecía, pero no son ni mucho menos los únicos. Un número notablemente grande de cristianos evangélicos estadounidenses declaran compartir la creencia de que nos acercamos al Fin de los Tiempos. Para muchos, la única cuestión es quién será excluido cuando llegue el «Éxtasis». Algunos dicen que la fase de tribulación ha comenzado ya. El 14 de diciembre de 2008, afirman, sonó la Primera Trompeta, cuando la crisis financiera llegó a su peor momento. Una vez que hayan sonado la Segunda, Tercera y Cuarta Trompetas, Estados Unidos se desmoronará como potencia mundial. Cuando suene la Quinta Trompeta, estallará la tercera guerra mundial, matando a miles de millones de personas. Después, el último día de esta gran tribulación, Jesucristo volverá para redimir a los verdaderos creyentes tal como está previsto en el Libro de la Revelación. En un viaje a la yerma colina de Megido, en Israel, normalmente considerada el emplazamiento donde tendrá lugar la futura batalla del Armagedón, no me sorprendió del todo encontrar a un grupo de estadounidenses atraídos hasta allí precisamente por esa clase de creencia milenarista. Como los marxistas irreductibles que siguen anhelando el colapso del capitalismo, interpretando cada nueva crisis financiera como el principio del fin, también ellos sienten cierto estremecimiento ante el pensamiento de que el Fin podría producirse ante sus ojos.
Esta idea de que estamos condenados —de que la decadencia y la caída son inevitables y las cosas solo pueden ir a peor— se halla estrechamente vinculada a nuestra propia percepción de la mortalidad. Dado que como individuos estamos condenados a degenerar, sentimos instintivamente que también a las civilizaciones en las que vivimos habrá de ocurrirles lo mismo. Según la expresión bíblica, «polvo eres, y en polvo te convertirás». Del mismo modo, los más gloriosos monumentos terminan siendo ruinas. El viento sopla a través de las melancólicas reliquias de nuestros antiguos logros.
Pero lo que nos esforzamos en decidir es cómo se desarrolla exactamente este proceso de decadencia y caída en el ámbito de las complejas estructuras sociales y políticas. ¿Se derrumban las civilizaciones de un golpe, en el campo de batalla del Armagedón, o en una larga y persistente agonía? La única forma de responder a esta última pregunta es volver a los mismos principios de la propia explicación histórica.