LA PUERTA DEL SEÑOR DE MALÉTROIT

 

 

Denis de Beaulieu no tenía aún veintidós años, pero se consideraba ya un hombre adulto y también un caballero cabal. Los jóvenes se formaban pronto en aquella época ruda y belicosa, y cuando uno ha participado en una batalla campal y una docena de incursiones, ha dado muerte a su enemigo de forma honorable y sabe un par de cosas de estrategia y acerca del género humano, sin duda puede disculpársele cierto pavoneo al andar. Al caer la tarde gris, había ensillado el caballo con cuidado y cenado sin prisas, y luego, muy animado, salió a hacer una visita. No fue un modo de proceder muy inteligente. Habría hecho mejor en quedarse junto al fuego o en irse tranquilamente a la cama, pues la ciudad estaba llena de soldados de Borgoña e Inglaterra bajo un mando mixto, y aunque Denis tenía un salvoconducto, lo más probable era que le sirviera de poco en caso de un encuentro fortuito.

Corría septiembre de 1429. El tiempo había empeorado: un viento sibilante y cargado de chubascos azotaba la ciudad, y las hojas muertas volaban por las calles. Aquí y allá se veía alguna que otra ventana encendida y el alboroto de unos soldados que disfrutaban de su cena llegaba a rachas hasta el exterior, donde era engullido y arrastrado por el viento. Se estaba haciendo de noche; la bandera de Inglaterra, que ondeaba en lo alto del campanario, se volvía más y más borrosa en contraste con las nubes que pasaban a toda prisa, y parecía una mancha negra como una golondrina en el caos del cielo plomizo y tumultuoso.

A medida que anochecía fue arreciando el viento y empezó a aullar bajo los arcos y a rugir entre las copas de los árboles del valle sobre el que se alzaba la ciudad.

Denis de Beaulieu anduvo deprisa y al cabo de poco estaba llamando a la puerta de su amigo, pero aunque se prometió quedarse solo un rato y volver pronto, la bienvenida que le ofreció fue tan agradable, y encontró tantos motivos para entretenerse, que era más de medianoche cuando se despidió en el zaguán. Entretanto el viento había amainado, la noche estaba negra como la boca del lobo y ni una sola estrella ni un rayo de luna se colaban por el dosel de nubes. Denis no estaba familiarizado con las intrincadas callejas de Chateau Landon: incluso a la luz del día le había costado encontrar el camino, y en aquella absoluta oscuridad no tardó en perderse. Solo estaba seguro de una cosa: tenía que ir cuesta arriba, pues la casa de su amigo estaba al fondo de Chateau Landon y la posada estaba en la cima, junto al gran campanario de la iglesia. Con esa única pista que seguir, anduvo a tientas sintiéndose más aliviado a ratos, cuando pasaba por sitios que dejaban ver una porción del cielo en lo alto, y más agobiado cuando tenía que ir palpando las paredes por estrechos callejones. Verse sumergido así en la opaca negrura de una ciudad casi desconocida produce una sensación muy inquietante y misteriosa. Las posibilidades que ofrece el silencio son aterradoras. El roce de la mano con los fríos barrotes de las ventanas produce el mismo sobresalto que acariciar un sapo, las irregularidades del pavimento hacen que el corazón parezca salirse del cuerpo, una zona donde la oscuridad se hace más densa resulta tan amenazadora como una emboscada o un abismo en mitad del camino, y cuando hay un poco más de claridad las casas adoptan apariencias extrañas y grotescas, como si quisieran desviarte del camino. Para Denis, que pretendía volver a la posada sin llamar la atención, el paseo no solo era desagradable sino peligroso, se movía con cautela y audacia al mismo tiempo y se paraba a observar en cada esquina.

Llevaba un rato recorriendo una callejuela tan estrecha que podía tocar las dos paredes con las manos, cuando de pronto la calle empezó a ensancharse y descender bruscamente. Era evidente que por allí no se iba a la posada, pero la esperanza de ver un poco más de luz le tentó a seguir adelante para reconocer el terreno. La calle terminaba en un terraplén rematado por un muro con albarranas, desde donde se divisaba, como a través de una aspillera, el valle que se extendía oscuro e informe a varios cientos de metros de allí. Denis miró y pudo discernir algunas copas de árboles que se mecían con el viento y un leve resplandor donde el río pasaba por una azuda. El tiempo estaba aclarando y el cielo se había iluminado lo suficiente para mostrar el contorno de las nubes más grandes y el perfil oscuro de las montañas. En la incierta penumbra, la casa que había a su izquierda ofrecía un aspecto señorial: estaba coronada por varios pináculos o almenas, la forma redondeada de una capilla y una hilera de contrafuertes sobresalían de la estructura principal, y la puerta estaba cubierta por un enorme porche con figuras esculpidas y dos grandes gárgolas. Las ventanas de la capilla brillaban a través de la intrincada tracería con la luz de muchos cirios y hacían que los contrafuertes y el tejado parecieran por contraste más negros que el cielo. Se trataba sin duda del palacio de alguna gran familia de los alrededores y a Denis le recordó un palacete que él mismo tenía en Berry, por lo que se quedó contemplándola y comparando mentalmente la habilidad de los arquitectos y la posición de las dos familias.

El único acceso a aquel terraplén parecía ser la callejuela por la que había llegado, así que no tenía más remedio que desandar sus pasos, aunque se había hecho cierta idea sobre su paradero y albergaba la esperanza de llegar a la calle mayor y volver cuanto antes a la posada. No contaba con la serie de incidentes que convirtieron esa noche en una de las más memorables de su vida, pues apenas había retrocedido cien metros cuando vio una luz que se acercaba y oyó unas voces que hablaban y resonaban en el callejón. Era un grupo de soldados que hacía la ronda nocturna con antorchas. Denis reparó en que habían estado bebiendo y no estaban de humor para fijarse en salvoconductos o las demás sutilezas de la guerra caballeresca. Lo más probable era que lo mataran como a un perro y lo dejaran allí tirado. La situación era desalentadora y ponía los nervios de punta, pero pensó que la propia luz de las antorchas lo ocultaría y contó con que el ruido de sus voces huecas ahogaría el sonido de sus pasos. Si actuaba con rapidez y en silencio, tal vez pudiera pasar inadvertido.

Por desgracia, al darse la vuelta para emprender la huida, pisó un guijarro y cayó contra el muro con una exclamación, y su espada resonó sobre los adoquines. Dos o tres voces preguntaron quién andaba ahí…, unas en inglés y otras en francés, pero Denis no respondió y corrió calle abajo a toda prisa. Al llegar al terraplén se detuvo a mirar atrás. Seguían llamándolo a gritos, habían doblado el paso en su persecución entre el estrépito considerable de las armaduras y estaban iluminando con las antorchas las estrechas fauces del callejón.

Denis echó una mirada en torno suyo y se metió debajo del porche. Allí podría pasar desapercibido, o —si no tenía tanta suerte— estaría al menos en mejor situación para defenderse o parlamentar. Con dichas intenciones, desenvainó la espada y apoyó la espalda contra la puerta. Para su sorpresa, esta cedió bajo su peso, y, aunque él se dio la vuelta al instante, siguió girando sobre unos goznes engrasados y silenciosos hasta quedar abierta de par en par dejando a la vista un interior oscuro. Cuando las cosas suceden de forma tan oportuna, nadie se para en barras respecto al cómo y el porqué: la propia conveniencia parece una razón suficiente para los hechos y circunstancias más extraordinarios de nuestra existencia mundana, de modo que Denis, sin dudarlo un instante, se coló dentro y cerró en parte la puerta a sus espaldas para ocultar su escondite. Nada estaba más lejos de sus intenciones que cerrarla del todo, pero por alguna razón inexplicable —tal vez un peso o resorte— la pesada mole de roble se le escapó de entre los dedos y se cerró con un formidable estruendo y un ruido como el de una palanca al caer automáticamente.

En ese mismo instante, la ronda llegó al callejón y empezó a llamarlo entre gritos y maldiciones. Los oyó husmear por todos los rincones y el asta de una lanza incluso golpeó contra el otro lado de la puerta tras la que él se ocultaba, pero aquellos caballeros estaban demasiado alegres para entretenerse allí mucho tiempo y no tardaron en marcharse por un tortuoso callejón en el que no había reparado Denis; pronto se perdieron de vista y sus voces se fueron apagando entre las murallas almenadas de la ciudad.

Denis respiró de nuevo. Les concedió unos minutos de tiempo por miedo a sufrir algún imprevisto, y luego buscó a tientas un modo de abrir la puerta y volver a la calle. Por dentro la puerta era muy lisa: no había ni una argolla, ni una moldura, ni nada que sobresaliera lo más mínimo. Metió las uñas en los bordes y tiró, pero aquella mole era inamovible. La empujó y comprobó que era firme como una roca. Denis de Beaulieu frunció el ceño y soltó un breve y silencioso silbido. ¿Qué le pasaba a aquella puerta?, se preguntó. ¿Por qué la había encontrado abierta? ¿Por qué se había cerrado tan fácil y eficazmente al entrar él? Había algo oculto y misterioso en aquello que escapaba a la imaginación del joven. Parecía una trampa, pero ¿quién iba a imaginar que pudieran tenderle una trampa en una calleja tan tranquila y en una casa de aspecto tan noble y próspero? Sin embargo, se tratase o no de una encerrona, de forma intencionada o no, lo cierto era que estaba atrapado, y a fe suya que no se le ocurría ningún modo de salir de allí. La oscuridad empezaba a angustiarle. Aguzó el oído: fuera todo estaba en silencio, pero dentro, y bastante cerca de donde él se encontraba, le pareció oír un desmayado suspiro, un rumor como de sollozos, un crujido levemente furtivo…, como si hubiese varias personas muy quietas a su lado que contuvieran taimadamente la respiración. La idea le estremeció hasta la médula y se dio la vuelta dispuesto a defender la vida. Luego, por primera vez, reparó en una luz que había a la altura de sus ojos en el interior de la casa: un hilo de luz vertical, que se ensanchaba por la parte de abajo, como si escapara por la rendija dejada por dos tapices que colgaran sobre una puerta. Ver algo fue un alivio para Denis, como un poco de terreno firme para un hombre que se debatiera en un cenagal, así que se aferró con avidez a aquella luz y se quedó mirándola mientras trataba de recomponer de manera lógica aquel lugar. Sin duda había un tramo de escalones que ascendía desde donde él estaba hasta aquella puerta iluminada, y le pareció distinguir otro hilo de luz, tan fino como una aguja y tan tenue como una fosforescencia, que bien podía ser un reflejo en la madera pulimentada de un pasamanos. Desde que había empezado a sospechar que no estaba solo, el corazón no había dejado de latirle con sofocante violencia, y se había adueñado de él un intolerable deseo de pasar a la acción del modo que fuera. Estaba convencido de estar en peligro mortal. ¿Qué podía ser más natural que subir las escaleras, apartar la cortina y enfrentarse a la dificultad de una vez por todas? Al menos tendría que vérselas con algo tangible y no seguiría en tinieblas. Avanzó despacio con los brazos extendidos hasta que su pie topó con el primer escalón, luego subió rápidamente las escaleras, se detuvo un instante a cobrar aliento, levantó el tapiz y entró.

Se encontró en una gran sala de piedra. Había tres puertas, una a cada lado, y todas estaban cubiertas con tapices del mismo modo. El cuarto lado lo ocupaban dos grandes ventanas y una gran chimenea de piedra en la que estaba tallado el escudo de armas de los Malétroit. Denis lo reconoció y se alegró de encontrarse en tan buenas manos. La habitación estaba muy bien iluminada, pero apenas tenía otros muebles que una mesa muy pesada y un par de sillas, no había fuego en la chimenea, y las losas del suelo estaban austeramente cubiertas con unas esteras muy viejas.

En una silla muy alta que había junto a la chimenea, y que quedaba justo enfrente de la puerta por donde había entrado Denis, había un anciano caballero con una esclavina de piel. Tenía las piernas cruzadas, las manos entrelazadas y una copa de vino aromático junto al codo en una repisa de la pared. Sus facciones eran muy masculinas, aunque no exactamente humanas, sino similares más bien a las de un toro, un macho cabrío o un cerdo doméstico, ambiguas y lisonjeras por un lado, y codiciosas, brutales y peligrosas por otro. El labio superior era muy grueso, como si estuviera hinchado por un golpe o un flemón, y la sonrisa, las cejas ganchudas y los ojillos decididos le daban una extraña expresión malvada y casi cómica. Una hermosa melena blanca cubría su cabeza como la de un santo y caía formando rizos sobre la esclavina. Su barba y su bigote eran de una extremada y venerable dulzura. La edad, probablemente a consecuencia de los muchos cuidados, no había dejado huella en sus manos, y eso que la mano de Malétroit era famosa. Sería difícil concebir algo tan carnal y delicado al mismo tiempo, los dedos afilados y sensuales eran como los de esas mujeres que pinta Leonardo: la horquilla del pulgar hacía un hoyuelo al cerrar la mano, las uñas tenían una forma perfecta y eran de una sorprendente y mortecina blancura. Que un hombre con unas manos así las tuviera devotamente entrelazadas en el regazo como una virgen, que alguien con una expresión tan intensa y sorprendente se quedara pacientemente en su asiento y contemplara a la gente sin pestañear, como un dios o la estatua de un dios, hacía que su aspecto resultara diez veces más temible. Su inmovilidad casaba tan mal con su aspecto que parecía irónica y traicionera.

Aquel era Alain, señor de Malétroit.

Denis y él se miraron sin decir nada durante un segundo o dos.

—Os lo ruego, pasad —dijo el señor de Malétroit—. Llevo esperándoos toda la tarde.

No se había levantado, pero había acompañado sus palabras con una sonrisa y una leve y cortés inclinación de cabeza. En parte por la sonrisa, y en parte por la extraña musicalidad del murmullo con que el caballero hizo aquella observación, Denis sintió que un escalofrío de repugnancia le recorría la médula espinal. Y, presa del asco y el desconcierto, apenas pudo reunir unas palabras para responder.

—Temo que se haya producido una doble confusión —dijo—. No soy quien vos creéis. Al parecer esperabais una visita, pero, por lo que a mí respecta, nada estaba más lejos de mis intenciones, ni podría ser más contrario a mis deseos, que esta intrusión.

—Bueno, bueno —replicó con indulgencia el anciano caballero—, habéis venido, que es lo importante. Tomad asiento, amigo mío, y poneos cómodo. Enseguida arreglaremos nuestros asuntillos.

Denis comprendió que no había resuelto el malentendido y se apresuró a reanudar las explicaciones.

—Vuestra puerta… —empezó.

—¿Mi puerta? —preguntó su anfitrión arqueando las puntiagudas cejas—. Un mecanismo muy ingenioso —continuó encogiéndose de hombros—. ¡Un capricho hospitalario! Vos mismo habéis reconocido que no teníais deseos de conocerme. Los viejos topamos con esas reticencias de vez en cuando, pero, cuando nuestro honor está en juego, no paramos en barras hasta encontrar el modo de superarlas. Habéis venido sin ser invitado, pero creedme que sois muy bienvenido.

—Persistís en vuestro error, señor —repuso Denis—. Es imposible que haya alguna pendencia entre nosotros. Soy forastero en la región. Me llamo Denis, damoiseau de Beaulieu. Si estoy en vuestra casa es solo…

—Mi joven amigo —le interrumpió el caballero—, permitid que tenga mis propias ideas al respecto. Es posible que en este momento no coincidan con las vuestras —añadió con una mirada maliciosa—, pero el tiempo dirá quién de los dos tiene razón.

Denis estaba convencido de estar tratando con un loco. Se sentó con un encogimiento de hombros, resignado a esperar a ver cómo acababa todo aquello. Siguió una pausa, en la que creyó oír un apresurado parloteo, como si hubiera alguien rezando detrás del tapiz que tenía enfrente. A veces daba la impresión de tratarse solo de una persona, a veces de dos; y la vehemencia de la voz, pese a lo desmayado de su tono, parecía indicar o bien una gran precipitación o un espíritu angustiado. Se le ocurrió que aquel tapiz debía de cubrir el acceso a la capilla en la que había reparado desde fuera.

Entretanto, el anciano caballero se limitó a contemplar a Denis con una sonrisa, y a emitir de vez en cuando unos ruiditos como los de un pájaro o un ratón, que parecían indicar una enorme satisfacción. Esa situación pronto se volvió insoportable, y Denis, para ponerle fin, comentó educadamente que había amainado el viento.

El anciano estalló en una carcajada silenciosa, tan violenta y prolongada que se le encendió el rostro. Denis se levantó y se puso el sombrero con un gesto jactancioso.

—Señor —dijo—, si estáis cuerdo, sabed que me habéis ofendido. Y si no lo estáis, me enorgullezco de poder emplear mejor mi tiempo que hablando con locos. Tengo la conciencia tranquila: os habéis burlado de mí desde el primer momento, os habéis negado a oír mis explicaciones, y no hay poder sobre la tierra capaz de retenerme aquí por más tiempo; y, si no puedo abrirme paso de otro modo, haré pedazos vuestra puerta con mi espada.

El señor de Malétroit alzó la mano derecha y le hizo un gesto a Denis con el índice y el meñique extendidos.

—Mi querido sobrino —dijo—, sentaos.

—¡Sobrino! —replicó Denis—, mentís, pardiez.

Y chasqueó los dedos ante el rostro del anciano.

—Siéntate, bribón —gritó el caballero con una voz áspera como un ladrido—. ¿O es que crees que el mecanismo de la puerta es lo único que mandé fabricar? Si lo que quieres es estar maniatado hasta que te duelan los huesos, levanta y trata de escapar. Pero si prefieres seguir en libertad y conversar tranquilamente con un caballero…, entonces quédate donde estás y que Dios sea contigo.

—¿Queréis decir que soy vuestro prisionero? —preguntó Denis.

—Me limito a explicaros la situación —respondió el otro—. Sacad vos mismo vuestras conclusiones.

Denis volvió a sentarse. Exteriormente se las arregló para conservar la calma, pero en su fuero interno estaba a ratos hirviendo de rabia y a ratos estremecido de aprensión. Ya no estaba tan convencido de estar tratando con un loco. Y, si el caballero estaba cuerdo, en nombre de Dios, ¿qué suerte le esperaba? ¿Qué absurda o trágica aventura le había acontecido? ¿Qué cara debía poner?

Mientras estaba sumido en tan desagradables reflexiones, los tapices que colgaban delante de la puerta de la capilla se levantaron y salió un cura muy alto revestido de los ornamentos clericales, que, tras echarle una larga y detenida mirada a Denis, le dijo algo en voz baja al señor de Malétroit.

—¿Está más animada? —preguntó este.

—Más resignada, mi señor —replicó el cura.

—Que Dios la ayude, ¡es muy difícil de complacer! —dijo desdeñoso el anciano—. Un mozo prometedor, de buena cuna, y elegido por ella misma. ¿Qué más puede pedir esa desdichada?

—Es una situación muy poco corriente para una joven damisela —objetó el otro—, y le resulta un tanto turbadora.

—Debió pensarlo mejor antes de empezar el baile. Dios sabe que no fue decisión mía, pero, Virgen santa, ya que se ha metido en esto tendrá que seguir hasta el final.

Luego se volvió hacia Denis y le dijo:

—Monsieur de Beaulieu, ¿puedo presentaros a mi sobrina? Me atrevería a decir que ha estado esperando vuestra llegada con más impaciencia que yo mismo.

Denis se había resignado de buena gana…, lo único que quería era saber lo peor cuanto antes, así que se levantó y asintió con una reverencia. El señor de Malétroit siguió su ejemplo y, apoyado en el brazo del capellán, se encaminó cojeando hacia la puerta de la capilla. El sacerdote apartó el tapiz y los tres entraron. El edificio tenía considerables pretensiones arquitectónicas. Una elegante arista arrancaba de seis robustas columnas y terminaba en dos dovelas muy ornamentadas en el centro de la bóveda. El recinto terminaba detrás del altar en un ábside repujado y adornado con una sobreabundancia de relieves y atravesado por muchas ventanitas en forma de estrellas, tréboles o ruedas. Dichas ventanas no estaban bien acristaladas y el aire nocturno corría sin impedimentos por la capilla y agitaba de modo inmisericorde los cerca de cincuenta cirios que ardían en el altar, por lo que la luz pasaba por distintas fases de brillantez y semioscuridad. En los escalones de delante del altar había arrodillada una joven vestida de novia. Denis se estremeció al ver el vestido, luchó con desesperada energía contra la conclusión a la que le empujaba su entendimiento: no podía —no debería— ser lo que se temía.

—Blanche —dijo el caballero en un tono de lo más aflautado—, hay aquí un amigo que quiere verte, mi preciosa niña, vuélvete y dale la mano. Está bien ser devota, pero hay que ser educados, sobrina.

La joven se puso en pie y se volvió hacia los recién llegados. Se movió como si fuera de una pieza y todas las líneas de su cuerpo joven y lozano traslucían vergüenza y agotamiento; siguió con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo al andar. En el curso de su avance, sus ojos tropezaron con los pies de Denis de Beaulieu…, unos pies, todo sea dicho, de los que estaba justamente orgulloso y que adornaba del modo más elegante, incluso cuando estaba de viaje. Ella se detuvo y dio un leve respingo, como si sus botas amarillas le hubieran revelado algo sorprendente, y miró de pronto el rostro de quien las llevaba. Sus ojos se encontraron: la vergüenza dio paso al horror y el terror en su mirada, sus labios quedaron exangües, se tapó el rostro con las manos y se desplomó sobre el suelo de la capilla.

—¡No es este hombre, tío! —gritó—. ¡No es él!

El señor de Malétroit gorjeó agradablemente.

—Pues claro que no —dijo—, ya lo suponía. También es mala suerte que no pudieras recordar su nombre.

—De verdad —exclamó—, de verdad, hasta hoy nunca había estado en su presencia, ni siquiera lo había visto, y no quiero volver a verle. Señor —añadió volviéndose hacia Denis—, si sois un caballero, confirmaréis mis palabras. ¿Acaso os había visto, o me habíais visto vos, antes de esta hora desdichada?

—Por lo que a mí respecta, no había tenido ese placer —respondió el joven—. Es la primera vez, señor, que veo a vuestra encantadora sobrina.

El caballero se encogió de hombros.

—Lamento oírlo —dijo—. Pero nunca es tarde para empezar. Yo apenas había visto a mi difunta señora hasta que me casé con ella. Lo que demuestra —añadió con una mueca— que, a la larga, estos matrimonios improvisados conducen con frecuencia a un excelente entendimiento. Como el novio ha de tener voz en el asunto, os daré dos horas para recuperar el tiempo perdido antes de proceder con la ceremonia.

Y se fue hacia la puerta, seguido del clérigo.

La chica se puso en pie al instante.

—Tío, no podéis estar hablando en serio —dijo—. Dios es testigo de que antes que casarme por la fuerza con ese joven me clavaré un puñal. Mi corazón se rebela, Dios prohíbe estos matrimonios y vos deshonráis vuestras canas. ¡Oh, tío, tened piedad de mí! No hay mujer en el mundo que no prefiera la muerte a una boda como esta. ¿Será posible —añadió desfalleciente— que no me creáis…, que sigáis pensando que…, que se trata de este hombre?

Señaló a Denis estremecida de rabia y desprecio.

—Con franqueza —respondió el anciano deteniéndose en el umbral—, lo creo. Pero dejad que os explique de una vez por todas, Blanche de Malétroit, lo que opino de este asunto. Cuando decidisteis deshonrar a mi familia y el nombre que he llevado, en la paz y en la guerra, a lo largo de más de seis decenios, perdisteis no solo el derecho a cuestionar mis designios, sino a mirarme a la cara. Si vuestro padre estuviera vivo os habría escupido y os habría echado al arroyo. Él tenía mano de hierro. Podéis dar gracias a Dios por tener que véroslas solo con el guante de seda, mademoiselle. Mi deber era casaros sin demora. Movido por mi buena voluntad, he tratado de encontrar a vuestro enamorado. Y creo haberlo conseguido. Pero Dios y todos los ángeles son testigos, Blanche de Malétroit, de que, si no lo he hecho, me importa un comino. Así que dejad que os recomiende que os mostréis muy educada con nuestro joven amigo, pues tenéis mi palabra de que vuestro próximo pretendiente pudiera ser mucho menos apetecible.

Y tras pronunciar esas palabras se marchó seguido por el capellán, y el tapiz volvió a cubrir la puerta.

La joven se volvió hacia Denis con los ojos encendidos.

—¿Qué significa esto, señor? —preguntó.

—¡Sabe Dios! —replicó Denis en tono sombrío—. Estoy prisionero en esta casa, que parece llena de locos. Y no sé ni comprendo nada más.

—¿Puedo preguntaros cómo vinisteis a parar aquí?

Él se lo contó con la mayor brevedad posible.

—Por lo demás —añadió—, tal vez queráis seguir mi ejemplo, y proporcionarme la respuesta a todos estos acertijos y decirme, en nombre de Dios, cómo va a acabar todo esto.

La joven guardó silencio un rato y Denis vio cómo le temblaban los labios y sus ojos resecos ardían con un brillo febril. Por fin se oprimió la frente con ambas manos.

—¡Ay, cómo me duele la cabeza! —dijo exhausta—, ¡por no hablar de mi pobre corazón! Pero tenéis derecho a conocer mi historia, por muy poco digna de una dama que pueda pareceros. Me llamo Blanche de Malétroit y llevo sin padre ni madre desde… ¡oh!, desde que tengo memoria, y he sido muy infeliz toda mi vida. Hace tres meses un joven capitán empezó a sentarse cerca de mí en la iglesia a diario. Noté que le gustaba, sé que debería avergonzarme, pero estaba tan contenta de que alguien me quisiera que, cuando me entregó una carta, la traje conmigo a casa y la leí con placer. Desde entonces me ha escrito muchas. ¡Tenía tantas ganas de hablar conmigo, el pobre! Continuamente me pedía que dejara abierta la puerta una noche para que pudiéramos hablar un rato en las escaleras, pues sabía cuánto confiaba en mí mi tío. —Soltó una especie de sollozo y tardó un instante en reanudar su historia—. Mi tío es un hombre inflexible, pero muy astuto —dijo por fin—. Ha protagonizado grandes hazañas en la guerra y fue un gran personaje en la corte, donde, en los viejos tiempos, gozaba de la confianza de la reina Isabel. No sabría decir cómo llegó a sospechar de mí, pero es difícil ocultarle nada; y esta mañana, cuando veníamos de misa, me cogió de la mano, me obligó a abrirla y leyó el billetito mientras caminaba a mi lado. Cuando terminó, me lo devolvió con mucha educación. En él había otra petición de que dejara la puerta abierta, y eso ha sido nuestra ruina. Mi tío me obligó a quedarme en mi habitación hasta la noche, y luego me ordenó que me vistiera como veis: una burla cruel para una joven, ¿no creéis? Supongo que, como no logró que le dijera el nombre del capitán, decidió tenderle una trampa en la que, ¡ay!, la cólera de Dios os ha hecho caer a vos. Yo me temía lo peor, pues ¿cómo saber si querría hacerme su mujer en aquellas condiciones? Tal vez hubiera estado jugando conmigo desde el primer momento, o yo me hubiera rebajado demasiado a sus ojos. Pero ¡lo cierto es que no me esperaba un castigo tan humillante! No imaginaba que Dios permitiría que deshonrasen así a una joven. Y ahora que os lo he contado todo, solo merezco vuestro desprecio.

Denis hizo una respetuosa reverencia.

—Señora —dijo—, me habéis honrado con vuestra confianza. A mí me corresponde demostraros que no soy indigno de semejante honor. ¿Sabéis dónde está el señor de Malétroit?

—Creo que está escribiendo en la sala de al lado —respondió ella.

—¿Permitís que os acompañe hasta allí? —preguntó Denis ofreciéndole el brazo con suma cortesía.

La joven aceptó y la pareja salió de la capilla, Blanche muy abatida y avergonzada, y Denis con la arrogancia de quien es consciente de su misión y la jactancia juvenil de quien confía en que podrá cumplirla con honor.

El señor de Malétroit se puso en pie para recibirlos con irónica deferencia.

—Señor —dijo Denis con mucha solemnidad—, creo tener algo que decir respecto a esta boda, permitid pues que os lo comunique cuanto antes: no pienso ayudaros a violentar los deseos de esta joven. Si me lo hubierais ofrecido libremente, habría estado orgulloso de aceptar su mano, pues veo que es tan buena como hermosa, pero, tal y como están las cosas, no tengo otro remedio, señor, que rehusarla.

Blanche lo miró con gratitud, pero el caballero se limitó a seguir sonriendo, y a Denis le pareció una sonrisa sumamente desagradable.

—Me temo —dijo—, monsieur de Beaulieu, que no habéis entendido bien la elección que os brindo. Acompañadme, os lo ruego, hasta la ventana. —Y lo condujo hasta una de las grandes ventanas que había abiertas—. Observaréis —prosiguió— que hay una argolla de hierro en la mampostería de arriba y, atada a ella, veréis una soga muy resistente. Pues bien, prestad mucha atención a mis palabras: si la aversión que os inspira la persona de mi sobrina os resulta insuperable, haré que os cuelguen de esta ventana antes del amanecer. Podéis creer que lamentaré mucho tener que recurrir a medidas tan extremas, pues no es vuestra muerte lo que deseo, sino que mi sobrina tenga una posición en la vida. Por otra parte, si seguís tan obstinado no me dejaréis otra opción. Vuestra familia, monsieur de Beaulieu, es de noble cuna, pero, así fueseis descendiente directo de Carlomagno, no permitiría que rechazárais la mano de una Malétroit impunemente, aunque fuese tan frecuentada como la carretera de París o tan horrorosa como la gárgola de mi puerta. Ni mi sobrina, ni vos, ni mis sentimientos personales me conmueven lo más mínimo en este asunto. El honor de mi casa está en entredicho y os tengo por el responsable; al menos ahora estáis enterado de todo, no debe extrañaros que os pida que lavéis la mancha. De lo contrario, vuestra propia sangre pesará sobre vuestra conciencia. Para mí no será ninguna satisfacción tener vuestros restos meciéndose con la brisa en mis ventanas, pero más vale algo que nada, y si no puedo reparar el deshonor, al menos pondré fin al escándalo.

Se hizo una pausa.

—Creo que hay otro modo de arreglar esta clase de enredos entre caballeros —dijo Denis—. Ceñís espada y tengo entendido que la habéis empleado con distinción.

El señor de Malétroit hizo una seña al capellán, que atravesó la sala con pasos largos y silenciosos y levantó el tapiz que cubría la tercera puerta. Solo tardó un momento en soltarlo, pero Denis tuvo tiempo de vislumbrar un pasadizo oscuro repleto de hombres armados.

—Cuando era algo más joven, nada me habría complacido más que haceros ese honor, monsieur de Beaulieu —afirmó el caballero Alain—, pero soy demasiado viejo. Los soldados fieles son los músculos de los viejos, y debo emplear la fuerza que poseo. Es una de las cosas más difíciles de aceptar cuando pasan los años, pero con un poco de paciencia uno llega a acostumbrarse. Ambos parecéis tener preferencia por disponer de esta sala el tiempo que os resta, y, como por nada en el mundo querría contradeciros, os la cedo encantado. ¡No os precipitéis! —añadió alzando el brazo al ver una peligrosa mirada en el rostro de Denis de Beaulieu—. Si os desagrada morir ahorcado, tiempo tendréis, pasadas las dos horas, de arrojaros por la ventana o contra las picas de mis soldados. Dos horas de vida son siempre dos horas. Pueden pasar muchas cosas incluso en un tiempo tan corto. Además, si no interpreto mal la expresión de mi sobrina, creo que todavía tiene algo que deciros. Imagino que no querréis mancillar vuestras últimas horas mostrándoos descortés con una dama.

Denis miró a Blanche y ella le hizo un gesto implorante.

Es probable que el caballero se sintiese muy satisfecho con aquel indicio de entendimiento, pues les sonrió a ambos y añadió con dulzura:

—Si me dais vuestra palabra de honor, monsieur de Beaulieu, de esperar mi regreso al cabo de las dos horas antes de intentar nada desesperado, retiraré a mis soldados y os dejaré hablar en privado con mademoiselle.

Denis volvió a mirar a la joven, que pareció rogarle que lo hiciera.

—Tenéis mi palabra —dijo.

El señor de Malétroit hizo una reverencia y recorrió cojeando la sala, mientras se aclaraba la garganta con aquel gorjeo extrañamente musical que tan irritante le resultaba a Denis de Beaulieu. Primero recogió algunos papeles que había sobre la mesa, luego fue a la entrada del pasadizo y les dio una orden a los hombres que había detrás del tapiz, y por fin salió por la puerta por la que había entrado Denis, no sin antes darse la vuelta para dedicar una última y sonriente reverencia a la joven pareja, seguido por el capellán, que llevaba una linterna.

En cuanto los dejaron solos Blanche avanzó hacia Denis con los brazos extendidos. Su rostro estaba encendido y agitado y tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡No moriréis! —gritó—. Me casaré con vos si es necesario.

—Por lo visto, señora —replicó Denis—, pensáis que le tengo pavor a la muerte.

—¡Oh!, no, no —respondió—. Ya sé que no sois un cobarde. Lo digo por mí…, no podría soportar que os mataran por culpa de mis remilgos.

—Me temo que no comprendéis el verdadero alcance del problema, señora. Lo que vos aceptaríais por un exceso de generosidad yo puedo rechazarlo por un exceso de orgullo. Llevada por vuestros nobles sentimientos por mí, tal vez estéis olvidando lo que le debéis a otro.

Tuvo la delicadeza de mirar al suelo mientras lo decía y de no comprobar después la turbación que habían producido sus palabras. Ella guardó silencio un momento, luego se apartó de pronto, se desplomó en la silla de su tío y estalló en sollozos. Denis estaba totalmente avergonzado. Miró en torno suyo en busca de inspiración y, al ver un taburete, se sentó en él. Se quedó allí, jugando con la funda de la espada, y lamentando no haber muerto una y mil veces y estar enterrado en el peor vertedero de Francia. Recorrió la sala con la mirada, pero no vio nada que le llamara la atención. Había tanto espacio entre los muebles, la luz la iluminaba de un modo tan triste y austero, el aire de fuera parecía tan frío y oscuro a través de las ventanas, que creyó no haber visto nunca una iglesia tan desolada o una tumba tan melancólica. Los sollozos regulares de Blanche de Malétroit medían el tiempo como el tictac de un reloj. Leyó el emblema del escudo una y otra vez, hasta que se le nubló la vista; contempló los sombríos rincones hasta que le parecieron poblados de monstruos horribles, y de vez en cuando volvía en sí con un sobresalto, para recordar que sus dos últimas horas se estaban consumiendo y la muerte estaba cada vez más próxima.

A medida que pasaba el tiempo, su mirada se fue posando cada vez con más frecuencia en la muchacha. Tenía el rostro inclinado hacia delante, cubierto con las manos, y su cuerpo se estremecía de vez en cuando por el pesar. Incluso así no era desagradable para la vista, tan rolliza y al mismo tiempo tan delicada, con su piel suave y morena y el cabello más hermoso, pensó Denis, que había visto nunca en una mujer. Sus manos eran como las de su tío, pero no desentonaban con sus jóvenes brazos y parecían infinitamente más suaves y acariciadoras. Recordó cómo habían brillado sus ojos azules al verle, llenos de rabia, compasión e inocencia. Y, cuanto más pensaba en su perfección, más odiosa le parecía la muerte y más culpable se sentía por el continuo llanto de la joven. Ahora pensaba que nadie tendría valor para abandonar un mundo que contuviera una criatura tan hermosa, y habría renunciado a cuarenta minutos de su última hora por no haber pronunciado palabras tan crueles.

De pronto oyeron el canto áspero y ronco de un gallo procedente del valle que había al pie de las ventanas. Y, en medio del silencio que les rodeaba, su sonido fue como una luz en un lugar oscuro que los arrancó de sus reflexiones.

—¡Ay! ¿Es que no puedo hacer nada por ayudaros? —dijo ella alzando la mirada.

—Señora —replicó Denis sin que viniera mucho a cuento—, si he dicho algo que haya podido ofenderos, creed que ha sido por vuestro bien y no por el mío. —Ella le dio las gracias con ojos llorosos—. Lamento mucho que os encontréis en esta situación —prosiguió—. El mundo ha sido injusto con vos. Vuestro tío es una deshonra para la humanidad. Creedme, señora, si os digo que no hay caballero en Francia que no estaría dispuesto a cambiarse por mí y morir en vuestro servicio.

—Ya sé que sois muy valiente y generoso —replicó ella—. Lo que quiero saber es si puedo serviros yo a vos…, ahora o más tarde —añadió con un escalofrío.

—Sin duda —respondió él con una sonrisa—. Dejad que me siente a vuestro lado como si fuese un amigo y no un intruso atolondrado, tratad de olvidar cómo nos hemos conocido, haced que mis últimos momentos transcurran de forma agradable y me estaréis haciendo un gran favor.

—Sois muy galante —añadió ella con profunda tristeza—, mucho… y me duele. Pero acercaos, si os place, y, si se os ocurre algo que contarme, al menos tendréis a alguien que os escuche. ¡Ah!, monsieur de Beaulieu —estalló—, ¿cómo voy a miraros a la cara?

Y volvió a prorrumpir en llanto con renovada efusión.

—Señora —dijo Denis tomando su mano—, pensad en el poco tiempo que me queda, y en la enorme amargura que me inspira vuestra desgracia. Ahorradme, en estos últimos momentos, el espectáculo de aquello que no puedo remediar ni sacrificando mi vida.

—Soy muy egoísta —respondió Blanche—. Aunque seré más valiente, monsieur de Beaulieu, si vos me lo pedís. Pero pensad si puedo haceros algún favor en el futuro…, tal vez tengáis algún amigo a quien pueda trasladarle vuestros adieux. Encargadme lo que queráis, cualquier carga aliviará, aunque sea mínimamente, la gratitud que os debo. Permitid que haga por vos algo más que llorar.

—Mi madre ha vuelto a casarse y tiene una nueva familia de la que cuidar. Mi hermano Guichard heredará mis feudos, y, o mucho me equivoco, o eso le servirá de consuelo por mi muerte. La vida es un aliento que se disipa, como nos cuentan quienes han abrazado los hábitos. Cuando un hombre sigue el camino recto y tiene toda la vida por delante, se convence de su propia importancia. Oye el relincho de su caballo, las trompetas suenan a su paso y las damiselas se asoman a verlo cuando entra en la ciudad delante de su séquito; todos le expresan su confianza, unas veces por escrito y otras veces en persona, y los nobles se inclinan ante él. No es raro que se le suba a la cabeza. Pero cuando muere, así fuera tan valiente como Hércules o tan sabio como Salomón, no tarda en caer en el olvido. No hace diez años que murió mi padre en compañía de otros muchos valientes caballeros en una sangrienta escaramuza, y dudo que ninguno de ellos, o ni siquiera el nombre de la batalla, sea recordado hoy. No, no, señora, cuanto más lo pienso, más claro veo que la muerte es un rincón oscuro y polvoriento donde el hombre entra en su tumba y cierra la puerta hasta el Día del Juicio. Tengo pocos amigos, y cuando haya muerto no me quedará ninguno.

—¡Ah, monsieur de Beaulieu! —exclamó ella—. Olvidáis a Blanche de Malétroit.

—Tenéis un carácter muy dulce, señora, y concedéis a un pequeño servicio más importancia de la que tiene.

—No se trata de eso —respondió ella—. Os equivocáis si pensáis que me preocupan tanto mis propios intereses. Lo digo solo porque sois el hombre más noble a quien he conocido, porque reconozco en vos un espíritu que habría hecho famosa hasta a la persona más vulgar.

—Y, no obstante, estoy condenado a morir en una ratonera…, sin más ruido que el de mis propios gritos —respondió él.

Un gesto de dolor cruzó el rostro de ella y guardó silencio un rato. Luego se le iluminó la mirada y volvió a hablar con una sonrisa.

—No puedo permitir que mi paladín se tenga en mal concepto. A cualquiera que dé su vida por otro lo recibirán en el paraíso todos los heraldos y ángeles del Señor. Y no tenéis motivo para avergonzaros. Pero…, decidme, os lo ruego, ¿os parezco hermosa? —preguntó ruborizándose profundamente.

—Ciertamente, mi señora —respondió él.

—Me alegro —respondió ella de todo corazón—. ¿Creéis que hay muchos hombres en Francia a quienes les haya pedido en matrimonio con sus propios labios una bella doncella y que la hayan rechazado? Sé que los hombres despreciarían un triunfo así, pero creedme, las mujeres sabemos mejor qué es lo más valioso del amor. Nada hace crecer más el orgullo de un hombre y no hay nada que nosotras valoremos más.

—Sois muy buena —respondió él—, pero no podréis hacerme olvidar que me lo pedisteis por compasión y no por amor.

—Ahora ya no estoy tan segura —replicó ella agachando la cabeza—. Escuchadme bien, monsieur de Beaulieu. Sé que debéis de despreciarme, tenéis derecho a hacerlo y soy demasiado insignificante para ocupar un minuto de vuestros pensamientos, aunque, ¡ay!, tengáis que morir por mi causa esta mañana. Pero, cuando os pedí que os casarais conmigo, lo hice porque os admiraba y respetaba, y porque os amé con toda mi alma desde el momento en que os enfrentasteis a mi tío por mi causa. Si hubierais visto la nobleza de vuestro porte en ese instante, me compadeceríais en lugar de despreciarme. Y ahora —prosiguió apartándolo con la mano—, aunque he dejado a un lado toda reserva y os he contado tanto, recordad que sé lo que sentís por mí. Soy de noble cuna y podéis creer que no os importunaría con mi insistencia para que aceptaseis. También yo tengo mi orgullo y declaro ante la santa madre de Dios que si retiraseis ahora vuestras palabras preferiría casarme antes con el caballerizo de mi tío que con vos.

Denis sonrió con cierta amargura.

—Muy pequeño ha de ser —dijo— el amor que retrocede ante un poco de orgullo. —Ella no respondió, aunque probablemente estuviera sumida en sus pensamientos—. Venid a la ventana —dijo él con un suspiro—. Empieza a amanecer.

Y, en efecto, empezaba a despuntar el día. El hueco del cielo se iba llenando de luz limpia e incolora, y el valle estaba inundado de un reflejo gris. Una tenue bruma seguía aferrada al bosque y al sinuoso curso del río. La escena transmitía un sorprendente efecto de silencio, que apenas rompían los gallos que empezaban a cantar en los muros de las casas. Tal vez el mismo que no hacía ni media hora había soltado aquel horrible grito en la oscuridad cantara ahora alegremente para saludar al nuevo día. Una suave brisa se movía y se arremolinaba entre las copas de los árboles al pie de las ventanas. Desde el oriente seguía derramándose una luz que pronto se volvería incandescente con la aparición de la bola de cañón al rojo vivo del sol naciente.

Denis contempló todo aquello con un estremecimiento. La había cogido de la mano y la sujetaba casi inconscientemente.

—¿De verdad ha amanecido? —dijo ella, y luego añadió de forma un tanto ilógica—: ¡Ay, la noche ha sido muy larga! ¿Qué le diremos a mi tío cuando vuelva?

—Lo que vos queráis —respondió Denis, y apretó sus dedos entre los suyos. Ella guardó silencio—. Blanche —prosiguió en tono inseguro y apasionado—, ya habéis visto que no temo a la muerte. Sabéis bien que preferiría mil veces saltar al vacío a poneros un dedo encima sin vuestro consentimiento. Pero si me amáis un poco no dejéis que muera por un malentendido, pues os amo más que a nadie en el mundo, y aunque moriría por vos sin dudarlo, vivir y pasar mi vida a vuestro servicio sería para mí como todos los gozos del paraíso.

Cuando se interrumpió, una campana empezó a tañer ruidosamente en el interior de la casa y un murmullo de armas en el pasillo les indicó que los soldados volvían a su puesto y que las dos horas habían concluido.

—¿Después de todo lo que habéis oído? —susurró ella acercando sus labios y sus ojos.

—No he oído nada —replicó él.

—El capitán se llamaba Florimond de Champdivers —le dijo ella al oído.

—No os he oído —respondió tomando el ágil cuerpo de la muchacha en sus brazos y cubriendo de besos su rostro húmedo.

Detrás de ellos se oyó un melodioso gorjeo, seguido de una risita, y la voz del señor de Malétroit deseó a su nuevo sobrino los buenos días.