1
El teniente coronel John Falconer rompió con la tradición familiar al alistarse en el ejército y toda su juventud fue onerosa y catastrófica. Estuvo a punto de que lo expulsaran de su regimiento; se vio implicado en un escándalo acerca de los fondos del comedor de oficiales, incurrió en unas deudas espantosas; cuando su tía le envió un panfleto religioso, se lo devolvió con un comentario escrito en un seco estilo militar. Mediante aquellos destellos y reverberaciones su familia iba sabiendo de cuando en cuando de su tormentosa existencia, y, como nunca les escribía, cada carta desde la India equivalía a un nuevo escándalo.
De pronto, cumplidos ya los treinta años, se convirtió durante una reunión evangelista. Desde ese momento fue un hombre distinto. Le gustaba jactarse de que, desde ese día, jamás había omitido o abreviado sus rezos, y para quienes conocían sus hábitos anteriores, semejante afirmación era ciertamente impresionante. Al mismo tiempo que se volvió religioso, adquirió sentido del deber y se transformó en un buen oficial. Falconer pasaba por ser un hombre fiable, Napier ponía la mano en el fuego por él, y sus hombres le admiraban y le temían a partes iguales.
Cuando su padre murió y el coronel pasó a ser el último representante de su familia, aparte de dos sobrinos pequeños, consideró su deber volver a Inglaterra y hacerse cargo de los niños y las fincas. Para él, un deber desagradable era como para otros un placer furtivo: una especie de pasión a la que se consagraría sin dudarlo y que, cuanto más desagradable le resultara, más orgulloso se sentiría de cumplir. Vivir en Grangehead, ocuparse de las fincas, que lo importunaran dos chiquillos traviesos y tener que abandonar su regimiento, era lo mejor que le había ocurrido nunca, el mejor ejemplo de sacrificio imaginable, la imagen misma del martirio, y en su viaje de regreso al coronel Falconer lo acometieron todos los deleites de lo que podríamos llamar una siniestra felicidad.
Su anciana tía Rebecca (la misma que le había enviado el panfleto muchos años antes) vivía todavía en su casa de Hampstead y se había hecho cargo temporalmente de los niños, de modo que lo primero que hizo el coronel fue ir a visitarla.
La pobre mujer se conmovió mucho al ver al recién llegado apearse de un cabriolé con gesto grave. Era un hombre muy alto, erguido y musculoso, con el porte de un soldado de caballería aficionado a la esgrima. Su tez era del color del auténtico curry de la India, lucía un bigote espeso y canoso y sus cejas, negras y pobladas, parecían particularmente inmóviles. En su boca se percibía un rictus implacable típicamente militar, que resultaba muy impresionante y un poco dudoso, aunque ha de tenerse en cuenta que el coronel no era ningún hipócrita.
La tía Rebecca estaba muy agitada, pero él la besó en la ceja izquierda, le preguntó por su salud en tono angustioso y la tranquilizó. Se sentó y empezaron a hablar de las desgracias familiares.
—Ya sé que mi padre no era ningún impío —dijo el coronel—, pero creo que tampoco era un hombre muy religioso.
—Murió en paz —dijo la tía Rebecca, respondiendo a la pregunta que el otro había temido plantear.
—Gracias a Dios —exclamó el coronel con fervor estentóreo—. Me porté muy mal con él. Fui un joven muy ingrato.
—Eras encantador, John, y tan alegre y amable que siempre fuiste mi preferido, y además eras un chico muy guapo. Tal vez hoy seas más apuesto, pero ya no te consume aquel fuego.
—Me temo que era un fuego muy peligroso —respondió el coronel con aire sombrío—. ¿Dónde están los niños?
La tía Rebecca los hizo pasar y se los presentó, como un guía turístico en un museo.
—Este es John, y este es Malcolm. John es el más listo de los dos, pero Malcolm es un niño muy tenaz y tiene un carácter muy dulce.
Y así siguió, como solo puede hacerlo una solterona.
—¿Cuál es el mayor? —quiso saber el coronel.
—John es tres semanas mayor —replicó la anciana señora—. Apenas hay diferencia.
—De modo que desciende de la rama más antigua de la familia. Así debe ser, él será quien herede Grangehead.
—¡Oh! ¿Te parece imprescindible? —preguntó ella, un poco alicaída en interés del niño tenaz de carácter tan dulce.
Era la primera vez que se cruzaba en el camino del coronel. Y puedo añadir que fue la última. No es que se enfadase, pues no tenía la menor intención de asustar a la indefensa señora, pero cuando su ánimo se encrespaba, como le ocurría siempre que creía que alguien le llevaba la contraria, su voz se elevaba al mismo tiempo, y el mero volumen de su voz bastó para aterrorizar a aquella frágil anciana.
—¡La primogenitura es la ley de este país! —gritó—, y… —iba a añadir que también era la ley de Dios, pero se lo pensó dos veces—, es bueno que así sea —improvisó—. De todos modos, no tomaré ninguna decisión todavía, antes pondré a los niños a prueba.
—¿No decían que era militar? —preguntó John, en el tono de quien ha pagado por su asiento y reclama ver el espectáculo.
—Y lo soy, jovencito —dijo el coronel.
—¿Y dónde está la espada?
—Aquí no hay nadie con quien pelear, solo tías cariñosas y niños buenos. Pero un día de estos te enseñaré mi espada y un estuche con pistolas. ¿Te gustaría ser soldado?
—¡Desde luego que sí! —replicó el niño.
—Espero que así sea —respondió emocionado el coronel—, uno de los soldados de Cristo.
Estaba claro que se había encariñado con John.
2
Todos se mudaron a Grangehead. Era una casa antigua muy extensa y de un solo piso, salvo en algunos sitios donde tenía dos, parecía haber sido construida en momentos distintos y era difícil decir dónde terminaba la mansión y dónde empezaban las dependencias. El terreno estaba cubierto de acebos y laureles. En verano crecían muchas setas en el sotobosque, que exhalaban leves aromas que percibían los paseantes, pero también había muchas lilas que embellecían y perfumaban el lugar en primavera. Un gran cercado, casi lo bastante grande para justificar el nombre de «parque» por el que lo conocían, fue el campo de juegos de los dos niños; había además un campanario junto a la puerta del establo, un enorme tejado al que trepar, un pozo a los pies de un viejo tejo en la parte más oscura de los arbustos y muchos otros lugares pintorescos para hacer las delicias de los jóvenes. Un desanimado preceptor les daba clase por las mañanas.
Por su parte, el coronel estaba en su elemento. Aceptó el puesto de presbítero en la iglesia parroquial, donde sus impresionantes modales impartían un aroma de ritual a las ceremonias más vistosas del presbiterianismo escocés. Era uña y carne con el pastor y su voz tonante resonaba en los consejos. De vez en cuando, el sábado o el domingo por la tarde, daba una pequeña charla en la sala de estudio, donde atacaba con sus denuncias a los obstinados o entretenía a los simples con sus anécdotas militares y su sentimentalismo cuartelero. Era un misterio para todos cómo se las arreglaba el coronel Falconer para ser tan directo e inocente, tan claro y sencillo en esas ocasiones, pues personalmente era un hombre de mundo. Incluso empleaba de vez en cuando un claro acento escocés, y los más cínicos le reprochaban aquel modo de expresarse. Sin embargo, los campesinos quedaban encantados. Aquel hombre, que se había impregnado de la sangre de gente de color, y se había labrado una gran reputación en el ejército, resultaba, cuando se le ponía a prueba en presencia de un público crítico en la sala de estudio de Grangehead, no un gran teólogo, después de todo, sino un cristiano sencillo capaz de conmover el corazón de los niños. Eso resultaba agradable para todo el mundo y la gente llegó a la conclusión de que el coronel era un cristiano viril y acabaron clasificándolo como tal.
A la pobre tía Rebecca la hicieron instalarse en Grangehead para ayudar a cuidar de los niños. No tardó en marchitarse, el coronel le pasó por encima como una apisonadora, por así decirlo. Sus nervios de acero, su voz cruel, sus bruscas decisiones, las oraciones de la compañía y el regimiento, de las que ella tuvo que tomar parte…, hicieron mella en la pobre mujer como una enfermedad. El coronel Falconer era su ideal, para ella no tenía defectos. Sin embargo, su presencia le hizo languidecer…, como les ocurre a muchas solteronas, y acabó muriéndose.
El coronel se mostró inconsolable, y a partir de ese momento fue un poco más inflexible con los niños. Siempre lo había sido, sin llegar a ser desagradable, no sé si me explico. Los niños no lo temían e incluso lo amaban a su modo, pero les daba escalofríos estar con él. Era brusco con ellos por una cuestión de principios, hacía que sus vidas fuesen lo más míseras y amargas que podía, porque pensaba que era lo mejor para ellos, y se creía tan decepcionado con su existencia que no podía encontrar otros placeres que los de la religión. No contaba con la niñez, ni con la cerca, ni con el tejado, ni con el pozo entre los arbustos, ni con las setas en verano al pie de los laureles, ni con el sol y el viento y las estaciones. El coronel lo hacía lo mejor que podía, pero es más fácil mandar a un número considerable de cipayos que infundir interés y poesía en las vidas de unos jóvenes.
John era un chico con eso que se llama una naturaleza profunda…, es decir, empezó a madurar muy pronto, escribía himnos y otras obras que ocultaba avergonzado cuando alguien se acercaba, era aficionado a la meditación y a veces hacía gala de un humor melancólico y huidizo. En conjunto era un muchacho al que había que vigilar de cerca, inclinado a hacer diabluras y a dejarse arrastrar por las pasiones. Malcolm era más despreocupado y ligeramente superficial, a veces cometía pequeñas mezquindades que John despreciaba con grandilocuencia, pero sabía tragarse el orgullo para contentar a los demás y solía salirse con la suya.
Nunca hubo la menor duda de que John lo heredaría todo. Era el predilecto del coronel: orgulloso, valiente, melancólico y con un talento natural para la religión. De modo que lo prometieron a la señorita Mary Rolland, una joven de su edad, heredera de las fincas contiguas. Mary y John se hicieron cargo de la situación y fueron siempre grandes amigos. En cuanto John cumpliera la mayoría de edad, se casarían.
3
John cumplió los dieciocho el 12 de mayo de 18… Hacía un tiempo espléndido. Las lilas estaban en flor y los pájaros trinaban en los jardines de Grangehead, el viento olía a primavera. Mary Rolland y su padre habían comido con los Falconer y luego todos habían salido a pasear por el jardín, pues en casa del coronel no había vino ni sobremesa.
—No, señor, no permitiré que ocurra nada semejante —rugió el anfitrión—. Es una cuestión de principios y no pienso hacer concesiones.
—Mi querido amigo —replicó el señor Rolland—, mi queridísimo amigo, disculpad que os lo diga, pero os lo tomáis demasiado a pecho. Yo también me tengo por un hombre de principios. Nunca he vacilado ni contemporizado, pero es preciso hacer distinciones.
—Yo no hago distinciones en cuestiones de principios —respondió el coronel—. Es una cuestión de principios, ¿sí o no?
—La libertad cristiana… —empezó el señor Rolland.
—No me vengáis ahora con esas —le interrumpió el coronel.
—En mi opinión es un hecho irrefutablemente ortodoxo —replicó el otro un poco picado—. Creo que podría citar autoridades al respecto. De hecho, si no estoy equivocado, se dice incluso en la Biblia. Malcolm, ¿te importa traer una?
—Se ha malinterpretado mucho, señor Rolland. Y mucha gente se ha condenado por ello. Los cristianos humildes deberían reverenciarla como un misterio y no discutir tanto acerca de ella.
Un rubor había asomado por debajo de las mejillas de color de curry; esa tarde el coronel estaba en pie de guerra.
—Vamos, Mary —susurró John—. No se pondrán nunca de acuerdo.
Subieron por un sendero entre los arbustos, había empezado a oscurecer ya, pero quedaba todavía un fragmento de cielo brillante. Por todas partes se oía música en los arbustos. Mary andaba despacio, mirando al suelo. John, que iba un paso por delante, no podía quitarle los ojos de encima. Parecía distinta, como si hubiera en ella más vida y energía, la niña pálida y delgada había florecido y se había convertido en una joven dulce y espléndida de aire un poco exótico. John estaba confuso.
Al final del sendero había un claro con un banco y un murete que daban a un camino público y un amplio panorama del bosque y los prados, limitados al norte por las montañas. Un río brillaba en la llanura de vez en cuando. El perfil de las montañas se recortaba contra el cielo luminoso. Nubes de pájaros iban de aquí para allá entre los arbustos.
—¿Has escrito alguna otra poesía? —preguntó John.
—No.
Lo dijo con voz forzada, era una mentira y mintió con torpeza, pues era todavía muy joven.
—Prometiste escribirme algo para mi cumpleaños.
—No se me ocurrió nada —dijo ella.
Se hizo una pausa.
—Me alegra mucho que vayamos a casarnos —dijo en tono inexpresivo. No obtuvo respuesta y la joven no apartó la vista del distante paisaje. John suspiró—. Me gusta tanto… contemplar el atardecer —dijo.
Interrumpió la frase a medias y resultó evidente que no era eso lo que pretendía decir.
—A mí también —respondió ella con una especie de fervor.
—Ojalá supiera lo que nos ha ocurrido. Cualquiera diría que no somos felices.
—¡Oh!, pero yo lo soy.
—Y yo también —replicó él—, muy, muy feliz…
Y repitió las palabras varias veces con aire ausente. Nunca habían escatimado las muestras de cariño entre ellos desde que sus niñeras les enseñaron a besarse, así que John se quedó muy confundido cuando, al tratar de cogerla de la mano, ella la apartó con nerviosismo. Esperó un rato, un poco alicaído, y luego hizo un esfuerzo, pues le asustaban la contención y el desorden de sus propios sentimientos, y ansiaba hacer algo que rompiera el hechizo y les permitiera seguir como hasta entonces. Trató de besarla. Ella retrocedió conmocionada, se puso pálida, luego se ruborizó y volvió a ponerse pálida, y por fin se quedó aparte, callada y con aire indignado.
«Debe de odiarme», pensó John. El pobre muchacho no era un gran experto en asuntos amorosos y se le daba mucho mejor el catecismo.
Ambos se sintieron aliviados cuando oyeron al señor Rolland llamar a Mary y volvieron en silencio al jardín.
A petición del padre de ella, John los acompañó hasta la casa y el anciano caballero estuvo hablando muy amablemente con él todo el camino. Mary guardaba silencio, pero sus mejillas habían recobrado el color, y sus ojos, que ya no parecían evitar su mirada, volvían a ser brillantes y dulces.
Una enorme verja de hierro y el aroma de las lilas daban acceso a Grangehead. Todo estaba enterrado en una sombra transparente. Un mirlo silbó vanidoso entre las lilas, el dulce aroma del crepúsculo embalsamaba el aire, la vista estaba limitada por el brusco perfil de los setos de laurel y los hastiales de la casa recortados contra el luminoso poniente. Malcolm con la cabeza inclinada hacia delante y las manos cruzadas a la espalda, paseaba por el sendero de grava con pasos lentos e irregulares. No pareció oír acercarse a John, pues no se volvió. Pero John se le acercó y, como un colegial, le puso el brazo alrededor del cuello. Malcolm lo apartó.
—Déjame en paz —dijo malhumorado.
—¿Por qué? ¿Qué te pasa, Malcolm? —preguntó John.
—Quiero estar solo.
—¡Ah, muy bien! —respondió John, y siguió su camino muy airado. Pero enseguida se le pasó el enfado. Malcolm parecía muy afligido y no era momento de ser quisquillosos, así que John se dio la vuelta—. ¿Por qué no me dices lo que te ocurre, Malcolm? —repitió—. ¡Vamos, muchacho! ¿Qué es lo que va mal?
—Nunca te he reprochado nada, ¿verdad? —replicó el otro de pronto—. Estoy dispuesto a morir antes que quejarme. Tú tienes todo lo demás: las fincas, a Mary y todo…, déjame al menos disfrutar de mi soledad.
John se quedó perplejo.
—Malcolm, Malcolm —gritó—, sabes muy bien que lo que es mío es tuyo. Sabes de sobra que siempre lo compartimos todo. ¿Crees que podría ser feliz dejándote al margen? Me conoces lo bastante para saber que no es así.
—No son las fincas —exclamó Malcolm con un sollozo—. ¡Es la chica…, la chica! —Y se tapó la cara con las manos.
John se puso muy serio.
—¿La amas? —preguntó.
—¡Pues claro! —replicó el otro extendiendo los brazos con un gesto desesperado—. ¿Amarla? ¡Pues claro que la amo! —Era muy joven.
Numerosos pensamientos siniestros se agolparon a las puertas de la imaginación de John. Se le contrajo el labio inferior.
—¿Y ella te quiere? —preguntó.
—¿Acaso crees que te quiere a ti? —repuso su primo con una especie de desdén.
Fue una respuesta a la escocesa, como dice la gente del norte, pero sumió a John en la desesperación. Ahora todo estaba claro. Mary lo odiaba, tal como había imaginado. Estaba enamorada de Malcolm. Ambos se amaban. Lo más probable era que estuviesen confabulados. Él no era más que un obstáculo absurdo y odioso en las vidas de las dos personas a quien más amaba.
Malcolm había respondido así porque estaba enfadado y porque no sabía qué otra cosa decir. No tenía ningún motivo para pensar que Mary pudiera amarle a él. Aunque parecía estar a gusto en su compañía, cuando estaban juntos siempre hablaban de John. Empezó a arrepentirse.
—No son las fincas —repitió con un gemido—, es solo Mary la que me preocupa, no puedo vivir sin ella. Aunque sí puedo morir —añadió alegremente.
—Una cosa va con la otra, muchacho —replicó John—. O las dos o nada.
Movió la cabeza mecánicamente durante un buen rato. Estaba meditando con un gusto hereditario un plan para sacrificarse. La sangre del coronel y de los obstinados covenanters estaban obrando lúgubremente en su corazón.
De pronto una campanada interrumpió el silencio con un tañido precipitado e indigno. El mirlo salió volando. Era la hora de las devociones familiares. John cogió a Malcolm solemnemente de la mano.
—Malcolm —dijo—, estamos más unidos que si fuésemos hermanos. Haré cuanto pueda por ayudarte.
4
Los rezos familiares en Grangehead se llevaban a cabo con gran precisión. Todos los criados debían participar en ellos, tanto por la mañana como por la noche. El coronel leía en voz alta un capítulo del Antiguo Testamento y otro del Nuevo, y pronunciaba una larga oración improvisada. Su voz sonaba fuerte y apresurada, como si estuviera pasando revista antes de empezar, y, por supuesto, los criados nunca prestaban atención. Terminada la oración, iban a desayunar, si era por la mañana; por la noche todo el mundo se acostaba. La noche de su cumpleaños, John pidió tener una entrevista en privado con su tío.
El coronel lo miró fijamente y luego le pidió que lo acompañara a su despacho, donde se sentó en un sillón y animó a su sobrino a que hiciera lo mismo. Pero John prefirió quedarse de pie.
—Y bien, ¿de qué se trata?
—Entiendo, señor —empezó John—, que he de sucederle a usted como propietario de las tierras, y me gustaría…
—No pienso discutir estos asuntos —dijo el coronel—, y menos que nadie contigo. De momento, no eres más que uno de mis sobrinos. ¿Es eso todo?
—No me ha comprendido bien, señor. Debéis dejar que os explique. Es una cuestión de conciencia.
—¡Oh, si se trata de un asunto de conciencia! —dijo el coronel, e hizo un educado gesto con la mano.
—Malcolm está enamorado de Mary, señor —dijo John.
—¿Y bien? —rugió el coronel.
—No podrá casarse con ella a menos que herede las fincas —prosiguió John—, y por mi parte, prefiero que no sean mías. Tengo intención de abrirme camino en el mundo por mí mismo. Me gustaría ser independiente y ganarme el pan, le aseguro que no tengo miedo. Podría hacerme clérigo y salvar almas, o soldado como usted, o ir a las colonias, nada de eso me asusta. Y piense, señor, en lo que supondría para el pobre Malcolm perder lo que más quiere en el mundo, ¡y en lo que supondría para mí, sabiendo que se lo había arrebatado!
—Pensaba que a ti también te gustaba la chica —dijo el coronel.
—Y así es. —John tenía la boca seca.
El coronel dio un respingo y le estrechó la mano a John.
—Eres un todo un hombre, muchacho —exclamó—, te has ganado mi respeto con lo que has dicho. Eres el sobrino que quiero y creo que Dios también estará satisfecho. En cuanto a todo eso que has dicho, por supuesto, no son más que despropósitos. Dejaré la propiedad a quien yo quiera para mayor gloria de Dios, y no para tu disfrute ni el de Malcolm; y tendrás que tomártelo como me lo tomé yo, como un arte. Sí, muchacho, esa es la palabra que te hará aceptarlo todo con facilidad. Un arte…, tal vez una cruz. Sopórtala por Él.
Y le puso la mano en el hombro a John con amable violencia.
—Pero Malcolm… —empezó John.
—Vete a la cama —gritó el coronel—. Te perdono, pero no quiero oír hablar más del asunto. Y no olvides rezar contra el orgullo del espíritu. Te conozco, eres un buen muchacho, pero es tu mayor defecto. Te gusta demasiado hacer de mártir.
La gente ve sus propias debilidades incluso a través de una cota de malla.
Por supuesto, John se indignó amargamente. Todos aquellos halagos picaron su conciencia y le hicieron sospechar de su propia sinceridad. Debía consumar su sacrificio, aunque fuese solo para recobrar la confianza en sí mismo. Además, la última insinuación del coronel se acercaba demasiado a la verdad para no resultar irritante. Pero no osó discutir más y dijo «Buenas noches», y dejó que el coronel se arrodillara para dar gracias a Dios por la bondad de su sobrino.
Al llegar a su cuarto, abrió la ventana de par en par y se sentó a rumiar su desesperación. El fulgor del crepúsculo se había apagado por el poniente, la noche estaba llena de estrellas, un tropel de árboles oscuros se apiñaban en la penumbra y se acunaban con la leve brisa nocturna. Oyó tintinear en el patio la cadena del perro guardián y a un caballo que se movía en el establo. Contempló idiotizado las estrellas. Paseó por la habitación, se sentó a escribir cartas elocuentes y rezó con amargura. El asunto se le había ido de las manos y ahora se encontraba en un lugar de su imaginación, donde seguía elaborándose, fermentándose y cubriéndose de una fina espuma de heroísmo barato. Todos serían felices a costa de su infinita desgracia. Nadarían en la abundancia mientras él vivía en una buhardilla alimentándose de pan y agua. Si lograba ahorrar algo, se lo enviaría en secreto para añadir algún detalle infinitesimal a su felicidad. A veces verían un rostro lívido entre los arbustos, los niños saldrían corriendo y gritando, mientras su desconocido benefactor huía sin que nadie lo viera. Por fin, moriría en un camastro, todos acudirían a verlo entre lágrimas y disculpas, y aquellos a quienes había servido irían a visitar su tumba a diario.
Aquella especie de fanfarronada se vio interrumpida varias veces por transportes de sentimientos más auténticos. El amor que sentía por Mary tenía raíces que se hundían en lo más profundo de su alma y la idea de perderla hacía que se pusiera fuera de sí.
Hacia las tres de la mañana, mientras estaba asomado a la ventana, pasó un tren a muchos kilómetros de allí, al pie de las montañas. Justo antes de que el sonido dejara de oírse, el largo chillido de su silbato se alzó hacia las estrellas. Quién sabe si la gente que era joven en los días de las diligencias y los cuernos de caza sabrá la desazón que infunde el sonido de un silbato de tren en el espíritu de un joven que no puede conciliar el sueño. En un instante le parece ver todos los reinos de la tierra, y aunque sea bastante feliz donde está, tenga amigos que le aprecian y un poema a medio escribir sobre la mesa, se despreciará a sí mismo por no estar yendo a algún otro sitio. Imagínese pues el efecto que produjo en John. Gracias a Dios, tenía el mundo por delante, empezaría una nueva vida y se labraría una reputación.
Dormitó un poco en una silla y lo despertaron unos sueños horribles. En sus oídos resonó una Babel, una multitud de espectros malignos lo zarandearon de aquí para allá y le pareció oír la voz del coronel que lo llamaba desde una distancia incalculable. Cuando se despertó, lo cegó e incomodó la luz de la vela y le asustaron las sombras.
Poco antes del amanecer empezó a sangrarle la nariz y le costó mucho detener la hemorragia. Se empapó la ropa al ponerse una esponja mojada en la nuca y el frescor le resultó tan reconfortante que decidió tomar un baño. Eso pareció aclararle las ideas y tranquilizó sus nervios, los síntomas más agudos de la fiebre habían remitido y salió al jardín un poco más sereno.
Pasó un rato paseando por el sendero de la entrada y compuso unos versos apasionados para Mary, Malcolm y su propio corazón, a Dios, para que le diera fuerzas, y al amanecer. Y los olvidó nada más componerlos, aunque él no le concedió mayor importancia. Fue a sentarse en el muro donde había estado con Mary la noche anterior. Las piedras estaban cubiertas de rocío, una neblina se extendía por la llanura, las vacas mugían y las ovejas balaban, por el camino empezaban a pasar mujeres con cubos y muchachos que iban a arar silbando alegremente. Allí rezó fervientemente, lloró mucho y por dos veces estuvo a punto de abandonar sus planes. Pero la campana que llamaba a la oración le hizo cambiar de humor, dio al traste con sus nervios alterados y volvió a inundar su alma de negra perversidad. El daño causado por el feo tañido de algunas campanas es incalculable.
5
A la hora del desayuno, John no comió nada y bebió mucho té muy cargado que le sentó muy mal. Excepto los domingos, nadie hablaba mucho en esa comida: durante la semana, el coronel tenía que leer los periódicos y también mucha correspondencia que atender, y los primos se llevaban un libro a la mesa. Pero, en esa mañana particular, el coronel se apartó dos veces de sus costumbres para hacerle una amable observación a John, y lo miró a hurtadillas de vez en cuando con afecto, pues había estado pensando en su sobrino y estaba muy satisfecho con él. John respondió en tono seco y agrio. ¡A quién se le ocurre charlar amablemente en el desayuno con un héroe y un mártir!
Quitaron la mesa, y John fingió leer el periódico junto al fuego. En esas, su tío volvió con una carta en la mano. Le habló con una mirada muy bondadosa.
—Lleva esta carta a Hutton, por favor —Hutton era la casa del señor Rolland—, y espera a que te den una respuesta.
Aquel era el momento de actuar. John hizo acopio de fuerzas, no alzó la vista del periódico.
—Gracias —respondió en voz baja—, pero prefiero quedarme aquí.
Un rayo que hubiese caído sobre Grangehead no habría alterado tanto al coronel. John lo miró por encima del borde del periódico. Se quedó muy quieto, pero sus cejas inmóviles se arquearon y todo su rostro sufrió una súbita y desagradable transformación. Dio la impresión de ir a decir algo, pero se lo pensó mejor, se acercó a la ventana y estuvo contemplando el paisaje casi un minuto y medio. Luego se volvió hacia John y volvió a hablarle.
—No sé si me has oído. Te he pedido que lleves esta carta a Hutton. No estoy acostumbrado a repetir mis órdenes. —Hasta ahí le habló con firmeza y con su voz tonante de siempre, pero luego pareció arrepentirse y añadió en tono vacilante y apresurado—: Puedes coger un caballo, si quieres, John.
Incluso John, pese a estar imbuido por aquellos humores heroicos y satánicos, se sorprendió ante tanta condescendencia, su corazón se llenó de turbación, quiso arrojarse a sus pies y confesarlo todo. ¡Es tan difícil insultar a una persona a la que se ha respetado toda una vida! Pero el diablo se salió con la suya.
—Creo haberle dicho ya que prefiero quedarme donde estoy —respondió.
—¡Ah, muy bien! —repuso el coronel, y se fue de la habitación.
John había pensado que le golpearía. Al ver el giro que tomaba el asunto, se asustó y exaltó mucho y rezó con fervor.
Entretanto, Malcolm se había arrepentido de la escena de la última noche, en la que había desempeñado un papel infantil y tal vez poco sincero, y ansiaba hacer las paces tranquilamente con John. Entró en el comedor con el ánimo contrito pero regocijado, y se sentó al otro lado de la chimenea.
—Respecto a lo de Mary… —empezó.
—¡Contén la lengua! —replicó John. Fue una descarga de fuerza nerviosa, puramente involuntaria, que no iba dirigida a nadie en particular. Nada más decirlo, se sintió aliviado y trató de mitigar sus efectos—. Te ruego que me disculpes, no he oído lo que decías. Esta mañana estoy un poco quisquilloso —explicó.
Malcolm se le quedó mirando fijamente.
—Era solo respecto a Mary y lo que hablamos anoche —prosiguió.
—Me ocuparé de garantizar vuestra felicidad —replicó el otro en tono grandilocuente—. Puedes estar tranquilo. Has acudido a mí y ahora es responsabilidad mía.
—No te lo tomes tan a pecho —dijo Malcolm—. Te estoy muy agradecido, claro, pero también es asunto mío, y quería explicarte…
—No estoy de humor para explicaciones —le interrumpió John.
—Diré lo que tengo que decir.
—Pues te lo dirás a ti mismo. —John se levantó.
—John —insistió Malcolm—, te ruego que me perdones si te hablé con rudeza. No pretendía hacerlo. Es cierto que quiero hablar contigo.
—Déjame al menos disfrutar de mi soledad —le espetó John imitando la voz de su primo.
—¡Ah, muy bien! ¡Pues por mí puedes irte al infierno! ¡Eres un idiota! ¡Ojalá te mueras!
—Si fuese tú, yo no blasfemaría, jovencito —observó John.
Malcolm se marchó muy enfadado y John lo oyó dando portazos por toda la casa, hasta que una orden estentórea y el rumor de una reprimenda desde el estudio del coronel restablecieron la paz. John se sintió muy raro. ¡Gracias a Dios había discutido con todo el mundo! Estaba en pleno océano de martirio. Malcolm sería feliz gracias a él y nadie sospecharía de su heroísmo. Creo que en realidad lo odiaba y antes lo habría buscado para estrangularlo que seguir con aquel sacrificio que iba a hacerle tan feliz. Su cerebro era un torbellino. Tomó un camino al azar y echó a andar enfurecido. Los árboles danzaban a ambos lados, el mundo le daba vueltas. A veces se sentía tan aturdido que no veía nada, de pronto se encontró en una odiosa encrucijada que parecía tener algún significado relacionado con sus problemas, y se quedó mirándola y odiándola. El pobre muchacho sufría un ataque de fiebre.
En el curso de aquel paseo sin rumbo fue a parar al pueblo, y muerto de sed entró en el hotel. El salón estaba ocupado por una sola persona, un viajante joven, gordo, pálido y pelirrojo, sentado junto al fuego con un vaso sobre la mesa. John se sentó lo más lejos de él que pudo, cogió un horario de ferrocarril y estuvo pasando las páginas sin ver una palabra. Cuando el camarero llegó para preguntarle lo que quería, señaló sin decir nada al vaso del viajante.
—¿Lo mismo que el caballero, señor? —preguntó el camarero.
Resultó que, por sus pecados, John había pedido inocentemente una de las mezclas más explosivas del mundo. La ginebra y la cerveza de jengibre, que por sí mismas no tienen nada de especial, se convierten, al mezclarlas, no solo en algo muy agradable, sino excepcionalmente embriagador. John se sintió mucho mejor, notó un cosquilleo en la garganta, se le aclararon las ideas, los nombres de las estaciones en el horario se volvieron de pronto legibles, y se entregó al confuso placer de imaginar qué clase de lugares serían, y cómo John Falconer, el mártir empobrecido, los visitaría uno tras otro y viviría peculiares aventuras por el camino. Creo que, cuando terminó el segundo vaso, incluso había rostros hermosos que participaban en aquellas aventuras. Pues no solo su amor por Malcolm, sino también el amor que sentía por Mary, había sufrido por culpa de la rivalidad con la «felicidad siniestra» y la violenta dislocación de sus proyectos y esperanzas.
No llegó a Grangehead hasta que la campana llamó para la cena. Notaba un incómodo sofoco en el rostro, un zumbido en los oídos, y tenía la vista velada. No había comido nada en todo el día, había bebido más de lo que le convenía y seguía teniendo una sed insaciable. Ocupó su lugar a la mesa, polvoriento y desarreglado como estaba, y lo primero que hizo fue llenarse el vaso de jerez y bebérselo. El sabor le repugnó y al tragárselo sintió un fuerte dolor de cabeza, pero era demasiado poco experimentado para comprender que se estaba emborrachando; solo sabía que se encontraba muy mal, lo que resultaba muy apropiado y conduciría lo antes posible a la escena de reconciliación junto al camastro.
El coronel no le dirigió la palabra. Malcolm, que notó que John había caído en desgracia, pero lo atribuyó solo al hecho sin precedentes de que no hubiera ido a casa a comer, también se mostró reticente a hablarle. En cuanto a su disputa de la mañana, Malcolm hacía tiempo que le había perdonado.
Hacia el final de la cena, el jerez empezó a obrar efecto y John tomó las riendas de la conversación.
—Grangehead es un lugar odioso —dijo muy alegre. El coronel le echó una mirada furibunda—. Esto está muerto —prosiguió John—, no hay variedad. Los jóvenes deberían ver mundo.
Malcolm se asustó y le dio a entender que guardara silencio, pero él no comprendió la indirecta, o, si lo hizo, le molestó. El coronel le escuchó con atención: empezaba a estar muy enfadado.
—Por mucho que se diga, no es bueno que un joven de talento se pase la vida encerrado con un viejo, sea quien sea.
Volvió a servirse jerez y se lo bebió. Luego miró el vaso vacío con una sonrisa sensiblera.
—Creo que… —empezó—, creo que… —Y se interrumpió y sonrió.
—Yo creo —rugió el coronel— que has bebido demasiado.
John miró a su tío con aire vacilante.
—Eso es mentira —observó, y luego lo repitió con una risita, como si le hubiese hecho mucha gracia su ocurrencia—. Es mentira…, mentira…, mentira…
Malcolm y el coronel se incorporaron al mismo tiempo, el primero con intención de intervenir. El coronel arrancó a John de su silla y lo arrastró irresistiblemente hasta la puerta principal. Tres escalones de piedra con un pasamanos de hierro a cada lado conducían desde el sendero de grava hasta el nivel de la entrada. Desde allí arriba el coronel le dio tal empujón a su sobrino que el joven descendió los tres escalones de una vez, aterrizó sobre el pie izquierdo, luego cayó sobre la rodilla derecha y por fin se desplomó sobre la grava.
—No quiero volver a verte —gritó el coronel—. Tienes prohibido para siempre el acceso a esta casa. He terminado contigo para siempre jamás. Que Dios te perdone, como yo hago.
Y sin reparar en la ironía de aquella última frase, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta.
John se quedó aturdido allí donde había caído. Entretanto el sol empezó a convertir el poniente en un lago de oro, y el mirlo silbó como siempre entre las lilas.
6
Malcolm esperó solo en el comedor en una situación penosa. Por el ruido, pudo deducir que John había sido expulsado de la casa, y que el coronel se había retirado a meditar a su despacho. Grangehead y Mary eran suyos, y sin embargo no pensó ni en una cosa ni en la otra. No podía quitarse a su primo de la cabeza, y lo que podría hacerse para lograr una reconciliación. Acabó su vino inconscientemente. Pasó una hora, y todavía estaba garabateando en el plato que tenía delante cuando un criado muy asustado se asomó para preguntarle si podía quitar la mesa. Eso le hizo tomar una resolución y fue directo a ver a su tío. Recuérdese que Malcolm nunca había sido el sobrino favorito y que, incluso cuando todo iba bien, se lo habría pensado dos veces antes de aventurarse a cometer una intrusión semejante.
El coronel no se había tomado la molestia de encender la lámpara, por lo que la habitación estaba en penumbra y llena de sombras. Estaba sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en la mano y el rostro oculto en la oscuridad. No dio señales de vida, ni siquiera cuando Malcolm entró y le habló.
—Señor —dijo Malcolm—, espero que no haya pasado nada serio entre usted y John.
—Mi querido muchacho —replicó el coronel, sin quitarse la mano de la frente—, te estaba esperando; puedes ahorrarte el resto de tus argumentos, que puedo imaginar fácilmente. Acabas de referirte a una persona a quien una vez quise mucho, pero todo ha acabado entre él y yo. Soy un pecador, tal vez sea demasiado severo, pero hice todo lo que pude por tratarlo bien. Ahora me ha insultado de tal modo que ni siquiera Dios podría hacer que le perdonara, y lo he borrado para siempre de mi recuerdo. Ya lo ves —prosiguió tras un momento de pausa—, tanto por el respeto que me debes como por tu propio bien, tendrás que evitar este asunto en el futuro. Y recuerda que debes esforzarte por complacerme, pues eres lo único que me queda.
Le indicó con un gesto que se retirara y Malcolm no se atrevió a contradecirle. Al ir a cerrar la puerta le pareció oír el ruido de un gemido, y eso le impresionó y aterrorizó más que ninguna otra cosa. Se sentó en las escaleras con la cabeza entre las manos y trató de pensar. Pero no pudo sacar nada en claro; los pilares de la tierra se habían conmovido, las leyes naturales habían dejado de tener validez. La imaginación humana no puede adaptarse con la suficiente rapidez a determinadas catástrofes arrasadoras.
Por fin se puso en pie y abrió con cuidado la puerta principal. Estaba muy oscuro, pero pudo distinguir algo todavía más oscuro sobre la grava. Estaba tan quieto que empezó a temerse lo peor, y se acercó al cuerpo. Oyó el estertor de su respiración, que de vez en cuando se convertía en una especie de ronquido, y su alarma se trocó en asco y desprecio.
Al volver a la casa, Grangehead y Mary habían vuelto a convertirse en un agradable telón de fondo. Empezó a reconciliarse con el nuevo orden de cosas y pensó más en mejorarlo que en alterarlo. Sumando sus ahorros y los de John (pues guardaban juntos su dinero) reunió unas treinta libras. Las metió en el bolsillo de un grueso abrigo de viaje y equilibró el peso metiendo en el otro la pesada Biblia de John. Y equipado de aquel modo volvió a donde se encontraba la figura tendida en la grava.
—¡John! —dijo—. ¡John!
John respondió con un gruñido. Hasta la última fibra del puritano cuerpo de Malcolm se estremeció de repugnancia, arrojó el abrigo sobre su primo y volvió a entrar en la casa.
Nunca hubo una noche como aquella en Grangehead. No se sirvió el té ni se rezó. John durmió sobre la grava, Malcolm junto al fuego del comedor y el coronel pasó la noche sentado en su habitación meditando y dedicado a sus ejercicios religiosos.
7
A partir de ese día el coronel estuvo contrito. De improviso se volvió sorprendentemente calvo, su rostro parecía ajado y marchito, y su voz se volvió temblorosa. Malcolm no volvió a pronunciar el nombre de John en presencia de su tío, pero pensó mucho en él y reparó en todos aquellos cambios. El anciano había sufrido una puñalada en el corazón y, más rápido o más despacio, se estaba muriendo.
No había duda de que seguía informado de la vida que llevaba John, y de que habría aprovechado la menor excusa para hacer las paces y permitir la vuelta de su sobrino. Pero el comportamiento de John le resultaba profundamente doloroso al coronel, cada novedad era como un nuevo golpe asestado con cobardía en su canosa cabeza, y, aunque ayudó a escondidas a su sobrino, ni su orgullo ni sus principios le permitían matar el ternero cebado para aquel impenitente hijo pródigo.
El final llegó cuando los dos muchachos cumplieron veintiún años, John escribía editoriales en un periódico londinense y Malcolm se regocijaba en su inminente matrimonio con Mary Rolland. De pronto, el coronel decidió guardar cama. Hacía un tiempo frío y ventoso y el cielo estaba cubierto de nubes. Se había pasado la tarde mirando por la ventana y, al caer el sol, llamó a Malcolm y señaló a los árboles y las hojas muertas que giraban en la explanada.
—Estoy demasiado viejo y cansado para esto —dijo—, creo que iré a acostarme. —Miró a Malcolm de un modo extraño y añadió—: No tengo intención de volver a levantarme.
Y cumplió su palabra.
Todo el tiempo que duró su enfermedad se quejó del ruido del viento, pues el tiempo siguió siendo borrascoso, y habló mucho de los peligros que corrían los marineros y se le oía rezar por todos los que viajaban por tierra y por mar.
Por fin, una tarde, le pidió a Malcolm que encendiera las velas, lo acomodara en unos almohadones y le llevase su cofre.
—Lo he demorado y demorado, ¡que Dios me ayude! —dijo—, y ahora temo haber esperado demasiado tiempo.
Malcolm le colocó el cofre en el regazo.
—Aquí está la llave, señor —dijo.
—Es la última vez que la utilizo —dijo el coronel, cogiendo la llave con una sonrisa—. Resulta extraño, muy extraño pensarlo. —Una horrible racha de viento se coló por la chimenea y la casa entera se estremeció—. Ojalá dejara de soplar este viento, pero ¡cúmplase Tu voluntad! Me estoy volviendo tan caprichoso como una niña —añadió abriendo la caja—. Es triste decir esto de un viejo soldado, Malcolm, pero al final todos acabamos actuando con cobardía, la lámpara se apaga y la sangre se enfría. En mis tiempos viví situaciones muy apuradas, tanto en tierra como en el mar, y muchas veces creí llegada mi última hora, pero hasta hoy nunca supe lo mucho que necesitamos la ayuda del cielo. No me importa pelear cuerpo a cuerpo, pero estar aquí tumbado desanima a cualquiera. —Había estado revolviendo entre sus papeles mientras pronunciaba aquellas palabras, y por fin sacó un sobre sellado—. Sí, aquí está —prosiguió—. Y ahora, Malcolm, presta atención a lo que tengo que decirte. No quiero abrir viejas heridas. Una vez pensé en contártelo todo, pero no serviría de nada y las cosas están mejor como están. Así que prefiero hacerlo de este modo. Lo que contiene este sobre se refiere a…, a alguien cuyo nombre no he pronunciado desde hace años. Quiero que sepas que amaba a esa persona como a un hijo nacido de mis entrañas. Sin embargo, fui muy severo con él, mucho…, rezo a Dios para que me perdone.
Las lágrimas corrían por el rostro de Malcolm. El coronel siempre había sido una persona severa y triste y eso hacía que el momento resultase aún más conmovedor. Malcolm, además de apenado, se sentía responsable de la injusticia cometida en el pasado.
—No, tío —gritó—. Nunca fue usted severo, solo demasiado bueno.
—¡Silencio! —dijo el anciano—. Este no es momento para halagos. Allí donde voy oiré la pura y simple verdad. He sido un hombre severo y orgulloso, fui severo con mi padre, lo he sido contigo y lo fui con él. Si alguien necesitó alguna vez de los méritos de otro, aquí lo tienes, Malcolm…, aquí lo tienes. Y, ahora, cuando veas a John, deberás decirle que le perdoné y pedí su perdón. No olvides esto último. Y, si alguna vez tienes la tentación de discutir con él o está en tu mano hacerle un favor y dudas, o si te ofende de tal modo que no pudieras perdonarlo, abre este sobre y lee la carta dos veces, dos veces, te digo, y luego híncate de hinojos ante tu Creador y pídele que te guíe.
Se interrumpió exhausto, pues había hablado con cierta vehemencia.
—Pero ¿por qué iba yo a discutir con John? —preguntó Malcolm—. ¿O por qué iba a ofenderme él?
—Ahora mismo no lo sé, pero las circunstancias son imprevisibles —respondió filosóficamente el coronel.
—Tío —objetó Malcolm—, está usted introduciendo un secreto en mi vida. Permítame abrir ahora el sobre, o en cuanto…, quiero decir…
—¡En cuanto yo haya muerto! —el coronel terminó la frase por él—. Ya te he dicho cuándo puedes abrirlo, y no se te ocurra desobedecerme. Esas son mis órdenes, muchacho. Siempre he sido un hombre tajante, y, aunque poco o nada sé de mi estado futuro y es posible que me equivoque, sospecho que seré también un espíritu muy tajante. —Sonrió con aire lúgubre—. Ya me has oído. Llévate el cofre y déjame solo un rato como haría un buen chico.
Al cabo de una semana, el anciano empezó a perder la cabeza. Capitaneaba regimientos de cipayos con gran valor y conferenciaba en la sala de estudios sobre temas religiosos. Hablaba mucho de John, y a veces recordaba las andanzas de su propia y desenfrenada juventud de un modo que afligía y humillaba profundamente a Malcolm mientras lo observaba junto a la cama. Hacia el final estuvo más lúcido y muy sereno, se despidió de todos los de la casa, les previno contra el orgullo y la severidad, y por fin entregó las armas entre las seis y las siete en punto de una noche negra y tempestuosa, para pesar de muchos que lo habían temido cuando estaba con vida.
Malcolm pasó esa noche junto a la chimenea con el sobre sellado en la mano; varias veces estuvo tentado de quemarlo y olvidarse del asunto; también sintió la tentación de abrirlo, pero habría sido un acto de deslealtad hacia el muerto y su sentido del honor se lo impidió. Por si fuera poco, las circunstancias colaboraron para fomentar aquel sentimiento. Las velas vacilaban y parpadeaban con la corriente y llenaban la habitación de sombras que no cesaban de agitarse y parecían espiarle, y el sonido del viento que ululaba alrededor de la casa le heló la sangre en las venas y le inspiró terrores supersticiosos. En realidad no creía que el espíritu del coronel fallecido fuese a cargar contra él en su corcel de guerra con cada racha de viento, pero en cierto modo tuvo el presentimiento de que aquella no era la noche más indicada para esos asuntos. Así que volvió a meterlo en el cofre, cerró este con llave, se aventuró a salir en plena tempestad y arrojó la llave al pozo que había junto a los arbustos.
Nada más hacerlo se sintió aliviado. Lo cierto es que intuía en qué consistía el secreto y temía comprobar si tenía razón. A lo largo de varios días le acosó la incertidumbre, pero a finales de mes ya casi lo había olvidado, y, poco antes de prepararse para recibir a su futura esposa, la idea se había convertido en una simple curiosidad que recordaba cuando no tenía otra cosa que hacer.
8
Al principio, John tuvo que luchar mucho para salir adelante, de hecho no sé cómo se las arregló para sobrevivir. Pero hizo amigos, y los amigos lo metieron en un periódico como subalterno. Cuando el periódico se hundió, encontró otro con más facilidad, y así, como quien asciende por la ladera de una montaña donde, a cada paso, el terreno cede bajo sus pies, fue pasando de periódico en periódico, a medida que iban cerrando uno tras otro. Dudo que estuviese en ninguno que durase más de un año.
Había escrito un enorme volumen de poesía sobre él mismo, Mary Rolland y Malcolm, plagado de alusiones delicadamente veladas. Me han dicho que estaba muy bien escrito y contenía un sorprendente número de invocaciones a la deidad y escasa puntuación. Y, no obstante, no fue del gusto de los editores y no pasó de manuscrito. John se volvió cínico y mundano, se burlaba de la poesía y se jactaba, en las mesas de las tabernas, de que algún día entraría en política y cambiaría la faz de Europa.
Vivía al día y eso contribuía a fomentar su cinismo. Para un hombre en tan mala situación, un buen gruñido es como una especie de acicate tranquilizador. Desde muy pronto recordó con cierto desprecio el episodio de su partida. Comprendió las partes más vanas y su engreimiento casi de inmediato y, al pensar en los viejos tiempos, se reía de sí mismo, aunque sin muchas ganas. No creo que su risa fuese franca, porque después de aquellos ataques de risa, siempre acababa tomándose alguna copa. Aunque el vino y la risa van juntos por derecho.
Supo con sincero pesar de la muerte de su tío y, no mucho después, le llegaron noticias de la boda de Malcolm. Esa noche estuvo en plena forma y fue de lo más ocurrente, sobre todo cuando invitó a beber a todo el mundo y explicó en un pequeño discurso humorístico el motivo de tanta generosidad. Su tía había muerto y, a pesar de las maquinaciones de su malvado primo, estaba a punto de llevar al altar a una joven de considerable atractivo y gran belleza. Hizo que todos se partieran de risa cuando describió a su heroína y se extendió en su propio arrebato amoroso, y cuando terminó estuvo riéndose un buen rato de sí mismo, a pesar de que hasta entonces había estado muy serio. John era un joven muy alegre a los veintiún años.
Cuando tenía más de treinta años, un nuevo periódico se hundió bajo sus pies. Siempre había sido muy despilfarrador y al acabarse la paga se quedó sin un penique. Volvió a casa andando por el parque con las manos en los bolsillos, muy satisfecho de pensar que ya no estaba obligado a escribir ningún artículo, y no demasiado preocupado por tener la cartera vacía, pues tenía un espíritu ciertamente bohemio —no sé si llamarlo una fe o una incredulidad— respecto al dinero. Entabló conversación con unos niños (siempre le habían caído bien los jóvenes) y a través de ellos conoció a la niñera, luego estuvo paseando con un anciano cubierto de joyas de bisutería que le contó algunas cosas muy divertidas, y por fin le sorprendió la noche sin que tuviera muchas perspectivas de poder cenar. Como el hijo pródigo, se puso a reflexionar acerca de sus circunstancias y de pronto se le ocurrió una cosa y exclamó con una carcajada: «¡Qué demonios! Iré a visitar a mis primos del campo».
Pasó el día siguiente haciendo el equipaje y les pidió prestado un poco de dinero a sus arruinados amigos. No le bastó para pagarse todo el viaje y tuvo que recorrer los últimos treinta kilómetros a pie. De modo que, cuando llegó delante de la verja de hierro y el sendero de las lilas, estaba cansado y había anochecido ya. Se acercó a la casa con más emoción de la que había previsto, el corazón le latía penosamente y, después de llamar al timbre, tuvo la tentación de salir huyendo.
Malcolm y su mujer estaban sentados junto al fuego. Ella estaba ocupada con su labor y él acababa de soltar un portentoso bostezo cuando el criado les llevó una tarjeta de visita manoseada.
—John Falconer —leyó Malcolm—. ¡Dios mío!
—Con lo grande que es el mundo —exclamó Mary—, ¿qué lo traerá por aquí?
—Desde luego debemos recibirle —observó el marido.
—Menudo fastidio… ¡después de tantos años! —dijo la mujer.
—Haz pasar al señor Falconer.
Todo parecía indicar que no iba a ser muy bienvenido. El hecho es que, tanto Malcolm como Mary, tenían sus propias razones. Por su parte, John había recuperado su cinismo mientras esperaba en la puerta, y cuando el criado le pidió que lo acompañara, en lugar de imaginar a su primo que salía a recibirlo con los brazos abiertos, sintió como si un editorial fuera demasiado bueno para el género humano.
Cuando llegó a la puerta de la habitación, se detuvo presa de una dolorosa impresión. La habitación y sus dos ocupantes parecían no haber cambiado nada. Lo invadió una sensación de amor y arrepentimiento, y todos sus pensamientos malévolos desaparecieron. Tanto como le había sorprendido a él la inmutabilidad de los otros dos, les sorprendió a ellos el penoso cambio que había sufrido él a lo largo de su ardua existencia. Malcolm y Mary se habían conservado en un frasco de alcohol casero y John se había dejado arrastrar por todos los vientos. Estaba calvo, fatigado y flaco. Y cuando se adelantó, los cogió de la mano y gritó: «¡Malcolm…! ¡Mary…! ¡Malcolm…!». Sus corazones se conmovieron y le apretaron la mano, y lo recibieron como si hubieran estado esperando su regreso.
—¿Mi tío ha muerto? —preguntó de pronto, como si hubiese oído algún rumor, pero necesitara confirmarlo.
—El invierno pasado hizo dieciocho años —respondió Malcolm—. Murió pidiendo que lo perdonaras.
—¡Hace…, hace dieciocho años! —repitió John—. ¡Y pidiéndome perdón! Caramba, Dios nos asista. ¿No os parece raro?
Parecía tan perplejo y asombrado que Malcolm trató de hacerle pensar en otra cosa, pero él siguió en sus trece.
—Debió de cambiar mucho —dijo—, mucho. Ahora daría una mano por haberlo visto antes de morir. Nuestro anciano tío, el coronel Falconer, era un gran hombre. Dios tenga piedad de su alma, ¡era un anciano muy noble! Y vosotros —añadió, cambiando de pronto de humor—, contadme lo felices que sois, y exagerad si podéis. Sabéis que sois los dos únicos amigos que tengo en el vasto mundo. ¡Habladme de vuestros hijos, Mary!
Se hicieron más de las doce y media antes de que se retirase Mary, y eran casi las cuatro cuando se acostó su marido. Y al día siguiente John se había vuelto a adaptar a Grangehead. Nadie quiso hablar de volver a separarse; eran una familia a la que había separado el destino y ahora volvía a estar felizmente reunida.
9
John tenía mucho que hacer. Entre aquellas personas tan ociosas, otro ocioso parecía casi una persona ocupada. Se aficionó, por motivos de salud, a la jardinería…, si se le puede llamar así a escarbar las patatas diez minutos a mediodía, y pasearse toda la tarde con un sombrero de paja y una regadera. Recomendó un curso de lectura para el hijo mayor, que incluía algunos libros radicales que dejaron a Malcolm sin aliento. Y se mostró encantador con los niños pequeños. Se pasaba los días de verano sentado en el jardín contándoles cuentos y fumando una pipa de barro. De vez en cuando les decía: «Corred a presentarle a Jane mis respetos y pedidle que tenga la bondad de enviarme un vaso de cerveza».
Tenía costumbres muy raras. Era imposible saber cuándo le daría por irse a dormir o cuándo se levantaría. No podía confiársele ningún recado, insultaba a las visitas al discutir sobre asuntos controvertidos y se negaba a ir a la iglesia, lo que tenía escandalizada a toda la parroquia. El juicio más bondadoso sobre él lo hizo una enfática solterona de mediana edad, que había leído toda clase de libros, desde Erecteo hasta Lothair, y tenía cierta experiencia vicaria acerca de la vida. «Es un hombre muy literario, querida amiga —les había explicado—. Y los literatos tienen costumbres afrancesadas.»
Entretanto, se estaba produciendo un gran cambio en la imaginación de John. Ya no miraba con desdén sus heroicidades: se las tomaba muy en serio; frecuentaba el muro donde había estado con Mary; tenía muchos y sombríos cambios de humor y daba largos paseos solitarios. Malcolm sintió mucho reparar en aquellos síntomas, ¡el pobre John era tan excéntrico!
Un día, a un criado un poco torpe se le cayó la cuerda dentro del pozo. John, a quien siempre le había gustado escalar y hacer ejercicio, bajó a buscarla y subió con la cuerda, pero también con una llavecita oxidada. Por su aspecto debía de llevar muchos años en la cornisa donde la había encontrado. Malcolm y él estaban solos en aquel húmedo rincón a la sombra del tejo y los laureles. Al final del sendero, el sol iluminaba la llanura y eso hacía que la sombra resultase más agradable.
Malcolm se disgustó cuando John le mostró la llave.
—Es una circunstancia extraordinaria —dijo con cierta solemnidad—, esta llave no ha reaparecido por casualidad. Yo mismo la arrojé ahí a propósito.
—Volvamos a arrojarla —respondió John, y se disponía a hacerlo cuando Malcolm le sujetó el brazo.
—¡No, no, dámela! —dijo—. Ya que ha vuelto, se cumplirá la voluntad de Dios.
—Oye —dijo John sentándose en el pretil del pozo con los brazos cruzados—, no me parece bien. Es cierto que tienes afición a las exclamaciones religiosas, como se hacía en los viejos tiempos. Pero esto va en serio. Quiere decir: «Aquí hay algo que no me gusta un pelo y que no quiero hacer». Significa: «Cúmplase la voluntad de Dios, y mientras tanto haré lo que pueda por evitarlo». Significa casi: «¡Maldita sea!». Será mejor que te expliques.
—¡John, John! Me temo que has olvidado toda tu religión.
—En eso tienes razón, yo también temo que así sea. Pero ahora estamos hablando de la llave. ¿Es la llave del sótano de Barbazul, o del pasadizo subterráneo que conecta este montón de ruinas con la costa? Pareces desanimado, muchacho. Échala en el pozo y desafía los augurios.
—Es que lo estoy —respondió Malcolm—. John —añadió bajando la voz—, ¿tú crees en los augurios?
—Desde luego que no —respondió John.
—Pues en ocasiones yo sí creo, y esta, oye bien mis palabras, es una de ellas.
—¿Esta? ¿Cuál? —preguntó John—. ¿La llave, o el pozo? O…, ¿tal vez yo? ¿Soy un augurio especial? He sido corresponsal especial muchas veces.
—Todo esto —respondió Malcolm—, las…, las circunstancias. Es un augurio, John, y de mal agüero.
—Por lo que yo sé —replicó el otro—, así son todos los augurios.
—Cosas como esa son las que uno desearía no haber dicho cuando le llega la hora —observó muy sentencioso Malcolm.
—No pretendía ofenderte. Era solo una crítica de cómo la gente emplea las palabras. En cuanto a esta cuestión concreta, declino pronunciarme. Nada sé y nada quiero saber.
—Supongo que no crees en la Providencia.
—¡Dios mío! ¿Cómo quieres que lo haga…, con la vida que he llevado? —preguntó John.
—Yo sí puedo…, con la que he llevado yo —respondió Malcolm avergonzado.
John hizo un gesto de desprecio.
—No me cabe duda de que yo también podría creer —dijo—, si tuviese mucho dinero, una mujer y un montón de hijos. Pero el caso es que ya ves que no los tengo.
—Supongo que podrías haberlos tenido de haber querido —respondió picado Malcolm.
—Pues sí, supongo que sí —dijo John, y se quedó mirándolo extrañamente a los ojos.
—Nunca llegaré a comprenderte, John.
—Eso mismo creo yo.
Y los dos se separaron: Malcolm entró en la casa con la llave, y John se fue a cuidar del jardín.
10
Mary sería una mujer admirable y todo lo que se quiera, pero no era ninguna tonta. En los días de su compromiso con John componía poesías, desde entonces se había leído la Historia de Inglaterra (más de lo que puede decir el lector), un libro de cocina, un libro de ganchillo, una enorme cantidad de novelas y periódicos, y Cómo encontré a Livingstone, del señor Stanley. De hecho, era de gustos bastante literarios. Tenía una buena cabeza, un carácter tranquilo e inalterable y un total desconocimiento del mundo. Estaba absorbida casi por entero por la maternidad y su marido se había convertido en el padre de sus hijos.
A John lo veía como a una empleada de un jardín de infancia que además le hacía compañía. Abusaba implacablemente de su bondad y nunca pensaba que no estuviera siendo buena con él.
Un día ella y John estaban cuidando de los dos más pequeños en el banco junto al muro que John ponía tanto cuidado en evitar cuando estaba solo. Mary se sentó cómodamente y sacó su labor.
—Si tuviésemos un libro, podrías leer para mí, sería muy amable por tu parte —dijo.
—¿Quieres que vaya a buscar uno? —preguntó él.
—¡Oh, no! No te preocupes. Podemos hablar, y será igual de entretenido. Charlie, vuelve aquí, ¿me has oído? Ese dichoso niño se ha subido al muro. John, bájalo de ahí.
—Estuve aquí la mañana que me fui de Grangehead, para siempre, según creí entonces —dijo John al volver a su asiento—. Aún no había amanecido y apenas se distinguía el camino, fue como ver mi futuro. Y tomé muchas decisiones, aunque luego las he incumplido casi todas.
—¡Muy típico de ti! —dijo ella.
—¿Verdad que sí?
—¿Y en qué consistían?
—En muchas cosas. En primer lugar, decidí no volver nunca a Grangehead.
—¡Me alegro de que hayas incumplido eso!
—En segundo lugar, me propuse no volver a beber y pronunciar siempre mis oraciones.
—Me temo que eso también lo has incumplido.
—Y, por último, resolví no amar a nadie más que a ti —prosiguió.
—¡Oh, oh! —dijo ella—. ¡Y eso fue lo primero que incumpliste!
—Yo no he dicho eso —respondió él—. No he dicho que las incumpliera todas.
Mary lo miró de soslayo y vio que tenía la mirada fija en el suelo.
—¡Se me ha caído el hilo! —dijo ella—. ¡Qué tonta soy! ¿Te importa recogerlo? Gracias.
John estaba un poco enfadado; se sentó muy pensativo, mientras Mary hablaba de esto y lo otro, de si un niño echaba los dientes, del sarampión, de la mujer del médico o de la hermana soltera del pastor.
—El pastor es un idiota —la interrumpió John.
—¿Cómo lo sabes, si nunca has ido a escucharle?
—¿Acaso no vino a comer un día? ¿Igual que el médico? Ese es otro idiota.
—¿Así que crees que todos los que vivimos en el campo somos idiotas? —preguntó.
—Todos menos tú, desde luego.
—¿Y Malcolm?
—¿Malcolm? ¡Oh! Malcolm es diferente. Yo también fui un idiota, mientras viví aquí, y he sufrido lo mío en consecuencia. Es cruel tener que abrirse camino en la vida con los bolsillos vacíos y el corazón destrozado. ¡Ah, Mary!, no sabes lo que es dejar todo lo que más quieres y vivir entre desconocidos. ¿Recuerdas —estaba empezando a acalorarse— la última noche que estuvimos aquí? ¡Hacía una noche preciosa! Pensé que me odiabas, y eso fue lo que selló mi destino.
Ella sonrió. Lo habían echado de Grangehead por insultar al coronel estando borracho, eso era lo que había sellado su destino.
—Eras un tonto —dijo ella—. ¿Por qué iba a odiarte? Nunca he odiado a nadie, y menos a un viejo amigo como tú.
—No me escribiste unos versos para mi cumpleaños, como me habías prometido. Y…, y no dejaste que te besara.
—No me cabe duda de que hice bien —dijo muy seria—. ¿Te importa ocuparte de Charlie? Ha vuelto a subirse al muro. Y, ¡oh!, creo que es mejor que vayas a buscar un libro, me gustaría mucho que leyeras para mí.
Estaba asustada y enfadada; incluso a través de la triple armadura de su inocencia, orgullo y egoísmo, comprendió que aquel hombre seguía amándola. Era un insulto y una crueldad por su parte que se refiriese a la época de su compromiso. ¡Y además de aquel modo! Era una indignidad…, casi una deshonra. Se sintió acalorada. «¡Ojalá no hubiera vuelto! —exclamó fervientemente—. ¿Cómo vamos a librarnos ahora de él sin organizar una escena?»
Cuando John volvía con el libro se la encontró andando por el sendero con gran pompa y un niño de cada mano. Había cambiado de opinión, prefería ir a descansar a la casa, y lo despidió con una regia inclinación de cabeza.
John se puso furioso y salió a pasear. Por una especie de instinto tomó el mismo camino que en otra ocasión anterior y acabó en el pueblo. Comió en la taberna y pasó la tarde en un rincón del salón, bebiendo y burlándose para sus adentros de las conversaciones de los demás parroquianos. En una ocasión, los interrumpió con una observación muy poco halagüeña que a punto estuvo de causar una pelea. La disputa se zanjó como cuando se cubre el vino derramado con una servilleta; él se negó a disculparse y el grupo entero le dio la espalda. Eso le satisfizo y redobló su cinismo.
Cuando volvió a casa se había hecho muy tarde, los criados se habían ido a la cama, y el propio Malcolm tuvo que abrirle la puerta. John, con las manos en los bolsillos, lo observó con aire ofensivo, mientras echaba la cadena y cerraba los cerrojos.
—Llegas tarde —dijo Malcolm en voz baja.
Pero John le respondió solo con una risa falsa y subió a su habitación sin saludarlo siquiera.
11
A la mañana siguiente llovió mucho. John se levantó más tarde de lo normal, y, mientras desayunaba solo, Malcolm entró y se sentó en una silla. Parecía avergonzado.
—Mi querido John —empezó—, créeme que si te hablo de esto es por tu propio bien, pero anoche no pude evitar darme cuenta…
—Mi querido Malcolm —le interrumpió John—, me había bebido unas cuantas copas. ¿Para qué tanto andarse por las ramas?
—Me alegro de que lo admitas. Ahora, permite que te diga unas palabras al respecto. Deberías tratar de combatir esa inclinación tuya. Demasiado daño ha hecho ya. Trata de hacer un esfuerzo.
John se irritó.
—Por supuesto, vivo aquí de tu caridad —dijo—, y mi situación es envidiable. Pero tienes tanta idea de lo que ocurre en el fondo de mi corazón como de lo que sucede en la más lejana de las estrellas. Con frecuencia admites no comprenderme, intenta actuar en consecuencia. Anoche bebí más de la cuenta. ¿Sabes por qué? ¿Crees que es porque me gusta beber? ¿Porque estaba alegre, tal vez? Muchacho, tú no sabes lo que es la tristeza.
—Puedes estar tan triste como quieras —objetó Malcolm—. Siento saberlo. Espero que no sea por mi culpa, pero esa no es razón para…, en fin, para…
—¿Para convertirme en un animal? —sugirió John—. Ya es suficiente —añadió levantándose de la mesa—. Comprendo lo que sientes. No quieres tener un borracho en la casa, por supuesto que no. No voy a prometer enmendarme, no aspiro a tanto. Pero hoy mismo te librarás de mi presencia.
—Hablas con ira, John, o al menos con irritación. ¿Recuerdas nuestra conversación en el sendero del jardín la noche de tu decimoctavo cumpleaños? Entonces me dijiste algo que habíamos acordado muchas veces: que debíamos compartir nuestra suerte.
—Bobadas…, romanticismo de muchachos —dijo John con un ademán despectivo.
—No lo pensabas entonces, cuando podías esperarlo todo, ni lo pienso yo ahora que todo es mío. Por supuesto, ahora tengo una familia. Y, por supuesto, nuestros planes eran un poco utópicos. Pero créeme, John, no podrías hacerme mayor favor que quedarte aquí. Me respetaré más si lo haces.
—¡Oh! Si se trata de eso… —dijo John con una risotada.
—¿Te quedarás? —preguntó Malcolm, cogiéndolo de la mano.
—Como quieras —replicó John con aire despreocupado—. Admito que me gusta la comodidad de la que disfruto aquí, me gustan la jardinería y la mantequilla casera, y puedo pasarme sin el orgullo de la independencia. Además —añadió con un súbito cambio de actitud—, ¿quién podría tener más derecho a quedarse que yo?
Y se marchó sin más.
Malcolm movió la cabeza. «No es sincero —pensó—. Algo se interpone entre nosotros. Ojalá no le hubiera dicho nada, no puedo permitir que llegue borracho de madrugada.»
John subió a una sala alargada de techo bajo, que servía en parte de trastero y en parte de sala de juegos. Mary Rolland se había llevado consigo la nutrida biblioteca de Hutton cuando murió su padre, pero no la habían desempaquetado hasta que llegó John y se ofreció a ayudarles. Lo hacía sin prisa, como una ocupación para las mañanas lluviosas, y aunque en ocasiones dedicaba más de dos horas a aquella tarea, muchas veces pasaba media hora sentado en el suelo hojeando algún libro curioso.
Las cajas estaban en un rincón de la habitación detrás de un biombo, al otro extremo estaba la chimenea. Al cabo de una media hora, entró Mary y se sentó junto al hogar. John asomó la cabeza por detrás del biombo, le dio los buenos días y volvió a desaparecer. Ella lo oyó sacar los libros de las cajas y dejarlos en el suelo. De vez en cuando se aclaraba la garganta. Fuera llovía de firme, habían encendido el fuego en honor de aquel día tan húmedo, y las llamas chisporroteaban alegremente y las brasas apagadas caían en el cajón de la ceniza. Mary oía vagamente aquellos sonidos que le servían para animar su labor a falta de otras reflexiones más profundas.
John llevaba un rato callado, era evidente que había encontrado algo interesante y se había puesto a leer, cuando a Mary la sobresaltó un extraño sonido procedente de detrás del biombo. Era algo entre un jadeo y un gemido. «¿Qué le pasará ahora?», se preguntó, pero siguió un completo silencio interrumpido tan solo por la lluvia y el fuego. Ella se inquietó un poco a su pesar y volvió a desear que John no hubiera vuelto nunca a Grangehead.
Por fin, y de forma bastante inesperada, John se incorporó, salió de detrás del biombo y se acercó a ella con un papel en la mano. Pero ya no era el mismo de antes: parecía veinte años más viejo…, ¿o era veinte años más joven?
—¿Escribiste tú esto? —preguntó con aspereza, alcanzándole el papel.
Contenía unos versos de niña. Tenían el siguiente encabezamiento: «Para mi querido John, en el día de su decimoctavo cumpleaños, 12 de mayo de 18…», y empezaban: «¡Oh, querido John, te aprecio tanto!». No obstante, no fue la calidad de los versos lo que hizo ruborizarse a Mary Falconer. Su orgullo de matrona se había ofendido, la emoción de John la incomodaba como una calumnia.
—¿Y qué si así fuese? —respondió mientras lo echaba al fuego.
—Entonces, ¿me amabas? —prosiguió él.
—Sabes muy bien que estábamos prometidos —respondió—. Siempre he sabido cuál era mi deber —con un temblor en la voz—, y mientras estuve prometida a ti, por supuesto, no pensé en nadie más. No comprendo lo que insinúas con tus preguntas. Es muy desagradable… y muy grosero por tu parte.
John le echó una mirada de desolación.
—¡Si lo hubiese sabido! —dijo—, ¡si lo hubiese sabido! —Y luego guardó silencio un rato—. Pero ¿ahora amas a tu marido? —preguntó con súbita fiereza.
—Sal de la habitación —respondió ella temblorosa y muy indignada.
—¡Gracias a Dios!, ¡gracias a Dios! —exclamó John con una especie de risotada.
Si Mary hubiese podido moverse, se habría ido de la habitación ella misma. Él la contempló de pies a cabeza y luego fijó la vista en el fuego. Un hilillo de sangre empezó a gotearle de la nariz (todavía tenía aquella tendencia), pero no pareció darse cuenta. Por fin se volvió y se fue sin decir palabra. Mary lo oyó resbalar y caerse desde lo alto de las escaleras, se quedó en el suelo cerca de medio minuto; luego se incorporó, bajó pesadamente los últimos escalones y la puerta se cerró a sus espaldas.
Mary se serenó casi en el acto. «Con escena o sin escena —decidió—, no se quedará dos días más en esta casa.» No le inspiraba ninguna lástima, solo era consciente del insulto y su extraño comportamiento. Así que decidió librarse de él como fuese, y tenía razón. Corrió a buscar a su marido.
12
¡Pobre Malcolm! Menuda situación y menuda venganza. Quién sabe si, mientras estaba allí sentado con la última carta de su tío abierta sobre sus rodillas y las palabras de su mujer sonándole todavía en los oídos, no sería en realidad el más desdichado de los dos. Estoy seguro de que lo pensó. ¿Qué podría haber empujado a John a comportarse de aquel modo tan absurdo? ¿Cómo iba a imaginar que se había emborrachado adrede? ¿De qué servía organizar todo aquel lío en lugar de enviarlo todo al diablo y dejar que las cosas siguieran como estaban? «¡Oh! —exclamó reencontrándose con sus viejas dificultades para expresarse en momentos difíciles—. ¡Malditos sean todos los héroes!»
John dio un penoso paseo bajo la lluvia y volvió decidido a marcharse de Grangehead esa misma tarde. La situación no podía prolongarse más de una manera digna o cómoda. Le preguntó al criado por el señor Falconer y lo condujeron a la biblioteca.
Al verlo, Malcolm miró a la mesa con aire culpable y fingió estar muy ocupado escribiendo. John empezó a dar vueltas por la habitación como un animal enjaulado. Malcolm también había preparado su discurso, pero tenía un nudo en la garganta. Carraspeó varias veces y por fin dijo:
—¡John!
Temió que no le hubiera oído y volvió a repetirlo.
—¿Eh? —dijo John interrumpiendo bruscamente su paseo.
Habló con tanta aspereza, que Malcolm se quedó un poco confundido.
—Solo quería tener unas palabras contigo —respondió en tono de disculpa.
—¡Ah! —dijo John.
Malcolm miró el papel en que había estado garabateando su propio nombre, una y otra vez, para fingir que estaba escribiendo una carta. Leyó aquellas repeticiones de principio y a fin y se sintió más aliviado. Añadió con mucho cuidado su dirección a la última firma. Luego se aclaró la garganta como si fuese a empezar, y se puso a examinar el plumín sobre la uña de su dedo pulgar.
—Pensaba que tenías algo que decirme —le recordó John.
—¡Oh!, claro, John —empezó Malcolm con un balbuceo—. Lo lamento mucho y… todo eso, sobre todo después de lo sucedido esta mañana; pero mi mujer opina que es mejor que te marches…, de hecho, ha insistido en que lo hagas. Personalmente me siento decepcionado, aunque supongo que era de esperar, y, por supuesto…, es muy desagradable. En suma…
Se secó el entrecejo. Había olvidado el discurso que tenía preparado. Tropezaba con las palabras y se sentía como un imbécil. Una extraña chispa llamó su atención y lo fascinó casi en el acto. Siguió contemplándola con el mayor interés, diciéndose que debería estar pensando en qué más decir. Cuando estaba allí estupefacto, reparó por una especie de empatía casi eléctrica en que John estaba más cerca que antes y levantó la cabeza bruscamente. Sus ojos se encontraron en el espejo. El rostro de John estaba deformado por el odio, y en un instante el de Malcolm quedó no menos distorsionado por el pánico. Mientras se observaban el uno al otro en el espejo con los párpados entornados, el odio de John dio la impresión de aumentar a medida que crecía el miedo de Malcolm, hasta que ambos parecieron un par de almas condenadas.
Malcolm fue el primero en deshacerse del hechizo. Se puso en pie de un salto con una especie de grito y se volvió como para defenderse. Si se hubiera quedado sentado, lo más probable es que no hubiese pasado nada, pero su propio movimiento desencadenó el ataque. Antes de que hubiera terminado de volverse, John lo empujó contra la mesa, que era tan endeble que se partió en dos, y los dos cayeron entre sus restos sobre la chimenea. Malcolm estaba debajo y se golpeó con los morillos en la cabeza.
Cuando se despertó, le habían desabrochado la camisa, le habían mojado la frente con tinta a falta de agua, y estaba apoyado en la rodilla de John.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó John.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué hago yo aquí? ¿Dónde está Mary?
—¡Oh, Mary está perfectamente! —respondió John con amargura—, y a ti tampoco te ocurre nada grave. Te has abierto un poco la cabeza, ¡lo tienes bien merecido! Y ahora, si no te importa, será mejor despedirse. —Dejó a Malcolm tendido en el suelo y se incorporó. Al llegar a la puerta se volvió y añadió en tono más amable—: ¡Adiós, muchacho!
Y se marchó.
A Malcolm le pusieron emplastos de vinagre en la nuca y pasó la tarde muy malhumorado. Llovía sin cesar y los caminos de aquella parte del país apenas eran practicables a pie.