1
En el que se presenta al almirante
En el tiempo que pasó en París, Dick Naseby hizo extrañas amistades, pues era de los que tienen oídos para oír y saben emplear los ojos tanto como la inteligencia. Tenía tantas ideas como Stuart Mill, pero su filosofía tenía que ver con los seres de carne y hueso y era tan experimental como su método. Era un cazador prototípico. Despreciaba las piezas menores y las personalidades insignificantes, ya fuese en la forma de duques o viajantes comerciales, y los dejaba pasar de largo como las algas junto al costado de un barco, pero, si veía un rostro enérgico o refinado, si oía una voz penetrante o llorosa, si reparaba en una mirada viva, un gesto apasionado o una sonrisa ambigua y significativa, su imaginación despertaba en el acto. «Érase una vez un hombre y una mujer», parecía decir, y se dedicaba a interpretarlo con el placer de un artista al consagrarse a su arte.
Y la verdad es que, bien pensado, aquel interés suyo no dejaba de ser artístico. El estudio personal de la naturaleza humana no tiene nada de científico. Toda comprensión es creación: la mujer a la que amo es, en parte, obra mía; y el gran amante, como el gran pintor, es aquel que sabe embellecer el objeto de su interés hasta convertirlo en algo más que humano, y tiene la astucia de basar su apoteosis en permitir que la mujer en cuestión siga siendo una mujer auténtica, dándole libertad para ser mezquina, o rencorosa, o para ambicionar los placeres vulgares, y, al mismo tiempo, continuar adorándola sin reparar en la incongruencia. Amar a alguien no es sino una forma heroica de comprenderlo. Cuando amamos, aprehendemos al otro por lo que hay de más noble en nosotros mismos, mediante un método noble o mediante la nobleza propia o ajena. Cuando nos limitamos a estudiar una excentricidad, el método de nuestro estudio no es más que una serie de concesiones. Empezar a entender es empezar a simpatizar, pues la comprensión se produce solo cuando hemos establecido las virtudes y los defectos ajenos respecto a los nuestros. De ahí la proverbial tolerancia de los artistas con sus propias y malvadas criaturas. De ahí también que Dick Naseby, una criatura de ideales elevados, y un caballero tan valiente y escrupuloso como pudiera desearse, sintiese cierto afecto por las diversas sabandijas humanas a las que había conocido y estudiado.
Una de ellas era Peter Van Tromp, un animal bípedo de habla inglesa y del género internacional, cuya utilidad era más bien equívoca. Años antes había sido un pintor de cierto prestigio en alguna colonia y los retratos firmados «Van Tromp» habían celebrado la grandeza de gobernadores y jueces coloniales. En esos días había estado casado y había llevado a su mujer y su hija en un carricoche tirado por un poni. ¿Cuáles habían sido las etapas de su declive? Nadie lo sabía a ciencia cierta. El caso es que allí estaba, y allí había estado los últimos diez años, una especie de triste parásito de los extranjeros en París.
Sería arriesgado especificar su ocupación exacta. Ejercida vulgarmente, habría merecido un nombre que se ha vuelto poco frecuente con el tiempo. Ejercida como él la ejercía, entre habilidosas reticencias y una especie de claroscuro social, seguía siendo posible para una persona educada llamarlo pintor profesional. Tenía su guarida en el Gran Hotel y en los cafés más vulgares, donde se le podía ver dibujando algún esbozo con aire de inspiración. Era siempre muy afable y un gran conversador. Sus conversaciones siempre conducían a un peculiar tipo de intimidad, y resultaba extraordinario cuántos pequeños favores podía hacer Van Tromp en el curso de treinta y seis horas. Ocupaba una posición intermedia entre un amigo y un mensajero, lo que hacía aún más vergonzoso pagarle. Pero quienes contraían alguna obligación con él siempre podían comprarle uno de sus pésimos cuadritos, o, si los favores se habían prolongado y eran más delicados de lo habitual, encargarle y pagar por adelantado una tela más grande con la certeza de que no volverían a oír hablar de la transacción.
Entre los artistas residentes disfrutaba de una fama no profesional. Se decía que había gastado más dinero —el equivalente al menos a tres fortunas— del que jamás podría ganar ninguno de sus colegas. Aparte de su carrera en las colonias, había estado en Grecia en un bergantín de cuatro carronadas; había viajado por Europa en coche de caballos y llamado a las puertas de príncipes alemanes; reinas de la danza y la música lo habían seguido como corderitos y habían pagado sus facturas. Y contemplarlo ahora, pidiendo pequeños préstamos con quejosa condescendencia, sacándole un desayuno a un estudiante de arte de diecinueve años, convertido en un Don Juan caído que se había negado a morir en el momento propicio, resultaba novelesco en la imaginación de los jóvenes. Su nombre y su brillante pasado, vistos a través del prisma de los susurros y los cotilleos, le habían ganado el apodo de «el almirante».
Dick lo encontró un día dedicado a su oficio, pintando a toda prisa dos gallinas y un gallo en una pequeña caja de acuarelas y mirando de vez en cuando al cielo como quien busca inspiración de las musas. A Dick le pareció raro que un pintor escogiera trabajar en un café público junto a un vaso de absenta y observó con atención a aquel hombre. Lo juvenil de su vestimenta compensaba su apariencia libertina y envejecida, su cabello gris y la nariz colorada podían parecer poco recomendables, pero su abrigo y su gesto, el exterior del hombre, seguían estando pensados para exhibirse. Dick se acercó a su mesa y le preguntó si podía ver lo que estaba haciendo. Nada podía haber sido más del agrado del almirante.
—Es solo una tontería que he pintado en un momento —dijo—. En un momento —añadió con un gesto grandilocuente.
—Desde luego —respondió Dick, horrorizado por la pésima calidad del resultado.
—Entiéndame —prosiguió Van Tromp—, soy un hombre de mundo. Y, sin embargo, cuando se ha sido artista, se es artista para siempre. De pronto, me sobrecoge una idea y hace presa en mí, es como una mujer hermosa, de nada sirve resistirse…, debo pintarla.
—Ya veo —dijo Dick.
—Sí —prosiguió el pintor—, me sale con facilidad, con mucha facilidad; no es un negocio, es un placer. Mi negocio es la vida…, la vida en esta gran ciudad, París…, París al atardecer…, sus luces, sus jardines, sus rincones pintorescos. ¡Ajá! —gritó—, ¡quién pudiera volver a ser joven! Mi corazón es joven, pero me pesan las piernas. ¡Es un mal asunto hacerse viejo! Solo queda el coup d’œil,el disfrute del hombre contemplativo, señor…
E hizo una pausa para oír su nombre.
—Naseby —respondió Dick.
El otro lo invitó enseguida a tomar una copa y se extendió en los placeres de encontrar a un compatriota en un país extranjero, oyéndolo, cualquiera habría dicho que se habían encontrado en el África central. Dick no había conocido nunca a nadie a quien le cayera en gracia tan deprisa, ni que estuviera tan dispuesto a demostrarlo de un modo tan natural o poco ofensivo. Parecía tan contento de estar con él como un anciano que acaba de conocer a un muchacho simpático e ingenioso; le aclaró que, aunque no era ningún puritano, nunca había sido tan buena pieza como debía de ser Dick. Dick protestó, pero en vano. Aquel modo de imponer intimidad a punta de bayoneta era la marca de fábrica de Van Tromp. Con los hombres mayores recurría a la insinuación, con los jóvenes prefería imponerse, y, de paso, imponía así un ideal a su víctima, que veía que tenía que esforzarse por estar a la altura o arriesgarse a perder el aprecio de su viejo amigo. ¿Y qué joven puede soportar perder un amigo?
Por fin, cuando se hizo la hora de cenar, Van Tromp le preguntó:
—¿Conoce usted París?
—No tan bien como usted, de eso estoy seguro —dijo Dick.
—Y yo también —respondió alegremente Van Tromp—. ¡París! Mi joven amigo…, ¿me permite…? Cuando conozca París como yo, habrá visto cosas muy raras. No le diré más, solo que habrá visto cosas muy raras. Usted y yo somos hombres de mundo y estamos en París, en el corazón de la existencia civilizada. Es una oportunidad, señor Naseby. Vayamos a cenar. Permita que le sugiera a usted dónde.
Dick aceptó. De camino, el almirante le sugirió dónde comprar guantes y le hizo comprar un par, dónde comprar cigarros y le hizo adquirir una provisión considerable, de la que aceptó agradecido una parte. En el restaurante le sugirió qué pedir, lo que tuvo sorprendentes consecuencias en la cuenta. Sería difícil calcular lo que hizo esa noche con los porcentajes. Dick aceptó sonriente, consciente de que lo estaba enredando, pero aceptando sus pérdidas para estudiar a aquel personaje igual que un cazador sacrifica sus perros. En cuanto a las cosas raras, el lector se sentirá aliviado al oír que no fueron más raras de lo que habría cabido esperar, y que habría podido encontrar cosas igual de raras sin necesidad de tener a Van Tromp como guía. Sin embargo, no era un guía cualquiera y compensaba la escualidez de lo que enseñaba con copiosos e imaginativos comentarios.
—Y así —dijo con un hipido—, así es París.
—¡Bah! —respondió Dick, que estaba harto de aquella representación. El almirante aguzó el oído y lo miró con la cabeza ladeada y una leve sospecha—. Buenas noches —añadió Dick—, estoy cansado.
—¡Qué típicamente inglés! —gritó Van Tromp cogiéndolo de la mano—. ¡Qué típicamente inglés! ¡Tan blasé! ¡Es usted un compañero encantador! Permita que lo acompañe a casa.
—Mire —replicó Dick—, le he dado las buenas noches y ahora me voy. Es usted un tipo simpático. En cierto sentido me cae bien, pero por esta noche ya he tenido bastante. Se acabaron los cigarros, las copas y las propinas.
—¿Cómo dice usted? —gritó muy digno el almirante.
—¡Vamos, hombre! —repuso Dick—, ¡no se haga ahora el ofendido! Lo tenía por un hombre de mundo. He estado estudiándolo y ya he terminado. ¿Acaso no le he pagado la lección? Au revoir.
Van Tromp soltó una alegre carcajada, le estrechó la mano con fuerza y expresó sus cordiales deseos de que volvieran a verse alguna vez, aunque miró a Dick con indignación mientras se alejaba. Después, volvieron a encontrarse con cierta frecuencia, y Dick muchas veces lo invitó a desayunar en algún restaurante modesto escogido por él, y a menudo también le prestó poco más de una libra. Dado que el caballero estaba considerando la posibilidad de partir para Australia, se despedían de forma casi conmovedora, y luego, una semana o un mes más tarde, volvían a encontrarse en el mismo bulevar sin sorprenderse ni avergonzarse lo más mínimo. Entretanto, Dick fue averiguando más cosas de su amigo: oyó hablar de su yate, de su coche de caballos, de su breve temporada de fama entre los sectores más crédulos de la población, de su hija, de quien le encantaba hablar cuando bebía, de su innombrable, parasítico y depredador modo de vida; y, con cada nuevo detalle, fue creciendo en su interior algo que no era mero interés, ni tampoco exactamente afecto, por aquel poco recomendable hijastro de las artes. Van Tromp fue uno de los invitados a la cena de despedida que celebró poco antes de marcharse de París; el anciano caballero pronunció el discurso de la noche y luego se cayó debajo de la mesa, lloroso, sonriente y paralizado.
2
Una carta a los periódicos
El viejo señor Naseby tenía la naturaleza resuelta e inculta de la clase media alta. El universo le parecía muy sencillo. Decía «Está bien», o «Está mal», y se acabó. Había una energía profética y contenida en sus afirmaciones, incluso a propósito de los asuntos más triviales, veía sin más el fondo de las cosas, y, si tú no lo hacías, interpretaba que era por falta de voluntad y se enfadaba mucho. Aparte de eso, que ciertamente lo convertía en un compañero muy exigente, era uno de los caballeros más rectos, temperamentales e impetuosos de Inglaterra. Rubicundo, de cabello cano, con el rostro de un viejo Júpiter y la figura de un viejo cazador de zorros, recorría de cabo a rabo el valle del Thyme montado en su enorme alazán.
Sentía un gran respeto por Dick, y lo consideraba un muchacho de recursos. Dick tenía a su padre por un hombre excepcional y sentía respeto por él, aunque moderado por la rebeldía de un joven que trata de ser independiente. Siempre que discutían, discrepaban abiertamente, y entre ellos menudeaban las discusiones, pues ambos eran categóricos e inteligentes. Era impresionante ver al señor Naseby defendiendo a la Iglesia de Inglaterra con una andanada de juramentos, o apoyando la moral ascética con un entusiasmo no exento de vapores de vino de oporto. Dick se indignaba con él a menudo, en gran parte porque su padre era un orador habilidoso y muchas veces acababa demostrándole que estaba equivocado. En esas ocasiones, redoblaba su energía y declaraba que el blanco era negro y el azul amarillo, con mucha convicción y acaloramiento, pero, a la mañana siguiente, aquellas licencias le pesaban como un crimen e iba a buscar a su padre a la terraza que dominaba todo el valle del Thyme y por donde paseaba antes de desayunar.
—Señor, tengo que disculparme por lo de anoche… —empezaba.
—Pues claro que tienes que disculparte —le interrumpía alegremente el anciano caballero—. No dijiste más que tonterías. No se hable más.
—No me ha entendido, señor. Me refiero a un punto concreto de la discusión. Admito que su argumento sobre la doctrina de las posibilidades está cargado de razón.
—Por supuesto —replicaba su padre—. Ve a echarle un vistazo a los establos. Pero —añadía— piénsalo bien y recuerda que un hombre de mi edad y experiencia sabe mucho mejor lo que se dice que un muchacho tan verde como tú.
Pronunciaba la palabra «muchacho» de un modo incluso más ofensivo que la mayoría de los padres, y el modo despreocupado en que aceptaba sus disculpas ofendía a Richard en lo más hondo. Se ponía a comparar y recordaba que él era siempre el único en disculparse. Eso hacía que lo respetara más y contribuía indirectamente a mejorar su conducta, pues era tan escrupuloso como noble y de nada se enorgullecía más que de ceder justificadamente.
Así siguieron las cosas hasta la famosa ocasión en que el señor Naseby escribió una encendida carta a los periódicos con la intención de favorecer la elección de un candidato sensato al Parlamento. La carta tenía todos los defectos de las cartas partidistas: estaba expresada con la energía del creyente, era personal, al menos la mitad era injusta y la cuarta parte era falsa. El anciano no tenía intención de decir ninguna falsedad, pero espigó a toda prisa algunos cotilleos y, llevado por sus prejuicios, los hizo públicos bajo su firma.
«El candidato liberal —concluía— es, pues, un conocido renegado. ¿Es esa la clase de hombre que queremos? Es mentiroso y se traga los insultos. ¿Es esa la clase de hombre que queremos? Yo digo: ¡No!, con toda la fuerza de mi convicción: ¡No!»
Y luego firmó y fechó la carta con el orgullo de un aficionado, y la esperanza de ser famoso por la mañana.
Dick, que nada sabía del asunto, se levantó primero aquel día, y fue a leer el periódico en la arboleda del jardín. Encontró el manifiesto de su padre en una columna y en otra un artículo de opinión. «Que sepamos —decía el artículo— nadie le había pedido su opinión sobre el particular al señor Naseby, pero aunque se la hubiese pedido el cuerpo de electores entero, su carta no dejaría de ser injusta y mezquina con el señor Dalton. No diremos que el señor Naseby sea un mentiroso, pues sabemos bien cuáles serían las consecuencias, pero sí nos atreveremos a imprimir los hechos de los casos a los que se refiere este ferviente partisano en otra sección de nuestro periódico. El señor Naseby es, sin duda, uno de los mayores terratenientes de la comarca, pero la fidelidad a los hechos, la honradez y la gramática inglesa son cualidades más importantes que la posesión de la tierra. El señor N… es sin duda un gran hombre, con sus grandes jardines y casi un kilómetro de invernaderos, donde probablemente haya madurado su intelecto y su temperamento, y puede decir lo que le plazca a sus vasallos arrendados, pero (como dicen los escoceses):
aquí
no debe dominar.
»El liberalismo —proseguía el periodista anónimo— es una planta demasiado libre y sana…, etc.»
Richard Naseby lo leyó todo de principio a fin, y le embargó un abrumador sentimiento de vergüenza. Su padre se había comportado como un idiota: había partido a hacer la guerra y no había encontrado más que confusión. Nada más sonar las trompetas, se había caído vergonzosamente del caballo. Los hechos eran incontestables: todos apuntaban en contra del terrateniente. Richard habría dado un brazo por retirar la edición del periódico, pero como eso era imposible, mandó que le ensillaran el caballo y, armado de un bastón, cabalgó de inmediato a Thymebury.
El director estaba desayunando en un gran y triste apartamento. La ausencia de muebles, la extrema frugalidad de la comida, el aspecto tísico y demacrado y los ojos brillantes del culpable desanimaron a nuestro héroe, pero aun así empuñó su bastón con aire belicoso.
—¿Ha escrito usted el artículo en el periódico de esta mañana? —preguntó.
—¿Es usted el joven Naseby? Yo solo lo he publicado —replicó el director poniéndose en pie.
—Mi padre es un anciano —dijo Richard, y luego añadió presa de un ataque de cólera—: ¡Y un hombre mil veces mejor que usted o Dalton! —Se interrumpió y tragó saliva, había decidido proceder del modo habitual—. Tengo que hacerle una pregunta, señor —prosiguió—. Dado que mi padre estaba mal informado, ¿no habría sido más íntegro por su parte dejar la carta sin publicar y haber hablado con él en privado?
—Créame que no tenía esa posibilidad —repuso el director—. El señor Naseby se dignó indicarme en una nota, que había enviado la carta a otros tres periódicos, y, de hecho, amenazó con denunciarme si no la publicaba. Le aseguro que lamento mucho lo ocurrido. Comprendo y apruebo su enfado, caballero, pero el ataque al señor Dalton era brutal, y no me quedó más remedio que ofrecerle mis columnas para defenderse. El partidismo tiene sus obligaciones, señor —añadió con rubor el periodista, como si estuviera declarándose—, y el suyo era un ataque brutal.
Richard tardó medio minuto en digerir aquella respuesta y luego el dios del juego limpio descendió sobre su corazón. Murmuró «Buenos días», y huyó a la calle.
De regreso a casa no espoleó al caballo y llegó tarde a desayunar. El caballero estaba de pie junto al fuego, al borde de la apoplejía y con los dedos violentamente entrelazados por debajo de los faldones de la chaqueta. Cuando Richard entró en la habitación, abrió y cerró la boca como un bacalao y los ojos parecieron salírsele de las órbitas.
—¿Has visto esto? —exclamó señalando al periódico con la cabeza.
—Sí, señor —dijo Richard.
—¿Y lo has leído?
—Sí, lo he leído —replicó Richard mirándose los pies.
—¿Y bien? —preguntó el anciano caballero—. ¿Qué tienes que decir?
—Por lo visto, le habían informado a usted mal —dijo Dick.
—¿Y…? ¿Es eso todo? ¿Tan estéril es tu imaginación? ¿No se te ocurre ningún comentario? ¿Ninguna propuesta?
—Me temo, señor, que tendrá usted que disculparse con el señor Dalton. Sería lo más elegante, de hecho es lo justo y rectificar es de…
Richard se interrumpió, pues no encontraba palabras lo bastante delicadas para decir lo que pretendía.
—Esa es una sugerencia que debería haber partido de mí —rugió su padre—. En tus labios está fuera de lugar. No es propia de un hijo leal. Si mi padre se hubiera visto implicado en unas circunstancias tan deplorables, yo habría azotado al director de ese periodicucho hasta dejarlo medio muerto. Lo habría azotado. Habría sido una barbaridad, pero habría demostrado que tengo la sangre y los afectos normales de un hombre. ¿Hijo? ¡Tú no eres hijo mío!
—¡Señor! —dijo Dick.
—Te diré lo que eres —prosiguió el caballero—. Un partidario de Bentham. Te repudio. Tu madre se habría muerto de vergüenza, ella no tenía nada de moderna, ella creía que…, me lo dijo ella misma…, me alegro de que esté muerta. ¡Mal informado! ¿Así que me han informado mal? ¿Es que no tienes lealtad ni afectos naturales? ¿Acaso eres como un mecanismo de relojería? ¡Fuera de aquí! —exclamó entre ademanes—. ¡Fuera! ¡Déjame en paz!
En ese momento Dick se retiró con los nervios deshechos y la sangre silbándole en las venas, y, en suma, en un estado tan alterado que no podía ni hablar ni escuchar. En medio de aquella conmoción, se le grabó para siempre en la memoria una sensación de injusticia imperdonable.
3
En nombre del almirante
No se volvió a hablar del asunto. A partir de entonces, Dick y el señor Naseby se trataron con suma frialdad. Cada vez que veía a su hijo, el recto y anciano caballero se ponía más recto, dominado por una rabia inmortal; le preguntaba a Dick por su salud y disertaba sobre el tiempo y las cosechas con una terrible cortesía; su pronunciación era point-de-vice, su voz distante, clara y a veces temblorosa por una indignación a duras penas contenida.
En cuanto a Dick, fue como si su vida hubiese llegado bruscamente a su fin. Dejó de lado sus teorías y razonamientos, así como la prematura mundaneidad que tanto le había enorgullecido en sus viajes, «se encogió como si fuese algo vergonzoso» ante aquel terrible pesar. El orgullo, el honor herido, la compasión y el respeto combatían diariamente en su corazón, y tan pronto estaba a punto de pedirle perdón a su padre como de escabullirse una noche y no volver a poner el pie en Naseby House. Sufría al ver a su padre, e incluso al ver aquel valle tan familiar, donde hasta el último rincón tenía su leyenda y lo asaltaban los recuerdos de infancia. Si huía a un país extranjero entre extraños, ¿quién sabe?, tal vez pudiera escapar a su destino y empezar una nueva vida. Desde la cumbre de las montañas, que de vez en cuando asomaba como un dedo levantado iluminado por una flecha de sol entre las nubes, un pastor podía vislumbrar el brillo del mar. Allí había esperanza. Pero, cuando veía al terrateniente, su corazón desfallecía y se quedaba en casa. Su destino no era viajar por tierra y por mar, el suyo sería un viaje espiritual, y se pondría en camino mucho antes de lo que suponía.
Dio la casualidad de que un día su paseo lo condujo hasta unas tierras que apenas conocía. Tras atravesar unos bosques enmarañados llegó a un páramo que se extendía hasta las montañas. Unos cuantos abetos escoceses crecían sobre un cerro, en una fuente cristalina al pie del cerro nacía un arroyo en miniatura que serpenteaba formando meandros por el brezal. Hacía poco que había llovido, pero ahora lucía el sol y el aire olía a pinos y a hierba. En una roca, junto a los árboles, había una joven dibujando. Hemos aprendido a pensar en las mujeres como una especie de transfiguración simbólica basada en la ropa, y el modo más rápido de concebir a nuestra amada es como un objeto compuesto principalmente de enaguas. Pero la humanidad ha triunfado sobre el vestido: el aspecto y el roce de un vestido han cobrado vida, y la mujer que se ha introducido en esos integumentos materiales ha permeado y salido por los pliegues de su falda. Lo único que llamó la atención de Dick Naseby fue un vestido negro, pero eso dominó sus pensamientos e hizo que olvidase todo lo demás. Se acercó y la chica se dio la vuelta. Su rostro le sobresaltó: era un rostro que deseaba ver y fue como una bocanada de aire fresco.
—Le ruego que me perdone —dijo quitándose el sombrero—, estaba usted dibujando.
—¡Oh! —exclamó ella—, lo hago solo por entretenerme. No vale nada.
—Apuesto diez contra uno a que no se hace usted justicia —replicó Dick—. Además, pertenecemos a la misma hermandad. Yo también dibujo, y ya sabe lo que implica eso.
—No. ¿Qué? —preguntó ella.
—Dos cosas —respondió él—. En primer lugar, que no soy un crítico puntilloso y, en segundo, que tengo derecho a ver su dibujo.
Ella tapó el bloc con las manos.
—¡Oh, no! —dijo—, me da vergüenza.
—Tal vez podría darle algún consejo —dijo Dick—. Aunque yo mismo no sea un artista, he conocido a bastantes; en París trabé amistad con muchos de ellos y acostumbraba a visitar sus estudios.
—¿En París? —gritó ella con un brillo en la mirada—. ¿No conocería usted al señor Van Tromp?
—¿Yo? Sí. No será usted la hija del almirante, ¿verdad?
—¿El almirante? ¿Lo llaman así? ¡Qué amable por su parte! Seguro que son los jóvenes quienes lo llaman así.
—Sí —respondió Dick un poco alicaído.
—Ahora comprenderá —dijo ella en un tono indescriptiblemente satisfecho, noble y orgulloso— por qué no quiero enseñarle mi dibujo. ¡La hija de Van Tromp! ¡La hija del almirante! Me encanta ese nombre. ¡El almirante! ¿Así que conoce usted a mi padre?
—Bueno —dijo Dick—, nos veíamos a menudo, casi podría decirse que éramos íntimos. Tal vez le haya hablado de mí. ¿Le dice algo el nombre de Naseby?
—Me escribe muy poco. Está tan ocupado, ¡tan consagrado a su arte! A veces he llegado a desear que mi padre fuese un hombre más sencillo, alguien a quien pudiese ayudar…, que pudiera enorgullecerse de mí, pero solo a veces y no lo pensaba en serio. ¡Es un gran pintor! ¿Ha visto usted sus obras?
—He visto algunas —replicó Dick—, son…, son muy bonitas.
Ella se rió en voz alta.
—¿Bonitas? —repitió—. Ya veo que no le interesa a usted mucho el arte.
—No demasiado —admitió—, pero sé que hay mucha gente que le compra sus cuadros al señor Van Tromp.
—¡Llámele almirante! —gritó ella—. Suena más agradable y familiar, y me gusta pensar que es apreciado y admirado por los jóvenes pintores. No siempre lo ha sido, pasó unos años muy duros, y cuando lo pienso —tenía lágrimas en los ojos—, cuando me paro a pensarlo, me dan ganas de hacer una tontería. —Se interrumpió—. Tengo que volver a casa. Me ha dado usted una alegría. Piense, señor Naseby, que no he visto a mi padre desde que tenía seis años, ¡y, no obstante, pienso en él a diario! Debe venir usted a visitarme, estoy segura de que mi tía estará encantada, y así podrá contarme todo lo que sepa sobre…, sobre mi padre, ¿lo hará usted? —Dick la ayudó a recoger sus cosas y ella le estrechó la mano con franqueza—. Es usted amigo de mi padre —dijo—, y nosotros también seremos grandes amigos. Tiene que venir a verme pronto.
Luego bajó corriendo por la ladera de la montaña, y Dick se quedó allí entre confundido y desanimado. Había elementos cómicos en aquel asunto, pero el vestido negro, el rostro que le correspondía, y la mano que había sostenido la suya, le inclinaban a considerarlo con seriedad. ¿Qué se suponía que debía hacer, dadas las circunstancias? ¿Esquivar a la joven? Ya lo pensaría más adelante. ¿Contarle la verdad? Diez contra uno a que no le creería. ¿Tal vez fomentar aquella ilusión, colorear la cruda verdad, ayudarla a concebir falsas ideas e incluso mentirle? Bueno, ya lo vería. También tenía que pensar en lo de esquivar a la joven, y lo pensó tan bien, que esa misma tarde fue a visitarla.
Entretanto la joven había vuelto, liviana como un pájaro y trémula de alegría, a la casita donde vivía con una tía soltera, y le había contado a dicha señora, una escocesa sesentona y triste, la historia de su encuentro y su invitación.
—¿Un amigo suyo? —exclamó la tía—. ¿Qué aspecto tiene? ¿Cómo dices que se llama?
Ella guardó silencio, contempló a la anciana señora y luego dijo muy despacio:
—Te digo que es amigo de mi padre, que le he invitado a venir a casa y te aseguro que vendrá.
Luego se fue a su habitación donde estuvo mirando la pared toda la tarde. La señorita M’Glashan, pues así se llamaba la tía, leyó una enorme Biblia en la cocina con algunos de los goces del martirio.
Serían las tres y media cuando se presentó Dick, muy bien vestido, a la puerta de la casa, llamó y una voz le invitó a entrar. La cocina, que daba directamente al jardín, estaba oscurecida por el follaje, pero él la vio aparecer por el otro lado para ir a recibirlo. Al verla por segunda vez se sorprendió. Sus cejas negras hablaban de un temperamento fácil de irritar y difícil de aplacar, su boca era pequeña, nerviosa y débil; había algo peligroso y amenazador, además de mucha honradez, compasión e incluso nobleza, en su carácter.
—El nombre de mi padre —dijo ella— le ha abierto a usted las puertas de esta casa.
Y le dio la mano con una especie de reverencia. Era muy amable, aunque un poco amanerada, y Dick se sintió en el paraíso. Ella lo condujo al salón a través de la cocina y le presentó a la señorita M’Glashan.
—Esther —dijo la tía—, ve a prepararle el té al señor Naseby.
Y, en cuanto la chica salió con tan hospitalario propósito, la anciana cruzó la habitación y se acercó mucho a Dick con aire amenazador.
—¿Conoce usted a ese hombre? —le preguntó con un susurro imperioso.
—¿Al señor Van Tromp? —respondió Dick—. Sí, lo conozco.
—Y bien, ¿qué le trae por aquí? —dijo ella—. No pude salvar a la madre…, he oído decir que murió, ¡pero a la niña! —Había un tono en su voz que llenó al pobre Dick de consternación—. Dígame —prosiguió ella—, ¿de qué se trata esta vez? ¿De dinero?
—Mi querida señorita —dijo Dick—, creo que malinterpreta usted mi posición. Soy el joven señor Naseby, de Naseby House. Mi relación con el señor Van Tromp es muy superficial. Me temo que la señorita Van Tromp ha debido de exagerar nuestra amistad en su imaginación. No sé nada de sus asuntos y no quiero saberlo. Lo conocí por casualidad en París…, eso es todo.
La señorita M’Glashan soltó un profundo suspiro.
—¿En París? —dijo—. Bueno, ¿y qué opina usted de él…? ¿Qué opina usted de él? —repitió con distinta entonación, pues Richard, a quien no le gustó mucho aquella pregunta, tardó un poco en responderle.
—Me pareció una persona muy agradable —dijo.
—Ya —repuso ella—, ¡no me diga! ¿Y cómo se gana el pan?
—Creo —balbució— que el señor Van Tromp tiene muchos amigos generosos.
—¡Seguro que sí! —se burló ella, y antes de que Dick pudiera decir nada más, salió de la habitación.
Esther volvió con el servicio del té y se sentó.
—Y ahora —dijo relajadamente—, hábleme de mi padre.
—Es una persona muy agradable —tartamudeó Dick.
—Empiezo a pensar que lo es mucho más que usted —dijo ella con una risa—. Olvida que soy su hija. Empiece por el principio y hábleme de todas las veces que lo ha visto, de lo que le dijo y de lo que usted le respondió. Debe de haberlo conocido en alguna parte. Empiece por ahí.
Y por ahí empezó: le contó cómo había visto al almirante pintando en un café; cómo su arte lo dominaba de tal modo que no podía esperar a volver a casa para…, para plasmar su idea; que (en respuesta a una pregunta de ella) su idea consistía en un gallo cacareando y dos gallinas comiendo maíz; que le encantaban los gallos y las gallinas; que eso no le hacía despreciar otras formas de arte más ambiciosas; que tenía en su estudio un cuadro de tema griego del que se decía que era notable desde varios puntos de vista; que nadie había visto ni sabía el lugar exacto del estudio en que estaba pintándolo en secreto; que (en respuesta a una sugerencia) la timidez era un rasgo que el almirante compartía con Miguel Ángel y otros muchos; que ellos dos (Dick y Van Tromp) se habían hecho amigos nada más conocerse y habían cenado juntos esa misma noche; que él (el almirante) le había dado dinero a un mendigo; le habló de la efusividad con que hablaba de su hija pequeña; de que una vez había pedido dinero prestado para comprarle una muñeca…, un rasgo propio de Newton, pues entonces ella tenía al menos diecinueve años; le explicó que, si la muñeca nunca había llegado a su destino (como al parecer había sucedido), el rasgo era aún más característico de un intelecto creativo del rango más alto; cómo era…, no, guapo no…, más bien sorprendente —Dick estaba dispuesto a llegar tan lejos—, decididamente sorprendente en su apariencia; le contó que llevaba botas de cordones y un abrigo negro, no un frac, sino una especie de levita y otras muchas cosas por el estilo. Era impresionante qué pocas mentiras hacían falta. Después de todo, la gente exagera las dificultades de la vida. Basta cierta tendenciosidad, un golpe de timón aquí y allá y, con un oyente bien dispuesto, no hay límites a lo que se puede conseguir con una conversación equívoca. A veces la señorita M’Glashan entraba en el salón y la tarea parecía infinitamente más difícil, pero con Esther, que era toda ojos y oídos y tenía el rostro iluminado por el interés, la elocuencia de su lenguaje fluía sin interrupciones ni balbuceos, y su imaginación era fértil en ingeniosas evasivas y…
¡Qué tarde pasó Esther!
—¡Ah! —dijo por fin—, ¡cuánto me alegra oír todas estas cosas! Debe usted saber que mi tía es rígida y demasiado religiosa, no comprende le vida de un artista. A mí no me asusta —añadió en tono grandilocuente—. Al fin y al cabo, soy hija de artista.
Aquel discurso consoló a Dick de su impostura, después de todo no la había mentido tanto, y además, aunque fuese un engaño, ¿acaso no era un engaño piadoso? ¿Y qué obligación mayor que mantener vivo en el corazón de una hija la fidelidad filial y un honor que, aunque equivocado, era como una joya en su imaginación? Puede que tuviese también otras intenciones, una sombra de cobardía, un egoísta deseo de agradar, pero el pobre Dick era humano: ¿qué habrían hecho ustedes?
4
Esther y las relaciones filiales
Un mes más tarde, Dick y Esther se encontraron en el torniquete de una cerca, junto a una encrucijada; si los hubiese visto alguien, aparte de los pájaros y los insectos estivales, habría notado que se encontraban de un modo distinto al del día anterior. Dick la tomó entre sus brazos, y sus labios se unieron un buen rato. Luego la apartó y ambos se miraron directamente a los ojos.
—¡Esther! —dijo; ¡deberían haber oído su voz!
—¡Dick! —respondió ella.
—¡Vida mía!
Pasó un rato antes de que iniciaran su paseo. Él la rodeaba con el brazo y los dos anduvieron muy juntos; el sol, los pájaros, el viento que agitaba los árboles desde el oeste, una leve presión, una mirada, el roce con un dedo eran cosas que sustituían cualquier pensamiento y llenaban de dicha sus corazones. El sendero por el que iban los condujo por un bosque de pinos tapizado de brezo y arándanos, y sobre aquella agradable alfombra, Dick, no sin cierta seriedad, la hizo sentarse.
—¡Esther! —empezó—. Hay algo que debo decirte. Sabes que mi padre es un hombre rico y podrías pensar que, puesto que nos hemos enamorado, podríamos casarnos cuando quisiéramos. Pero me temo, mi vida, que tendremos que esperar mucho y necesitaremos hacer acopio de valor.
—Me sobra el valor para cualquier cosa —dijo ella—. Tengo todo lo que necesito: contigo y mi padre, estoy tan feliz que podría esperar toda una vida sin cansarme.
Él sintió una aguda punzada al oír nombrar al almirante.
—Escucha —prosiguió—, debería habértelo dicho antes, pero me resistía, y, si fuese posible, no te lo diría tampoco ahora. Mi pobre padre y yo apenas nos hablamos.
—Tu padre… —repitió ella empalideciendo.
—Te parecerá raro, pero no creo que la culpa sea mía —dijo—, te diré lo que ocurrió.
—¡Oh, Dick! —exclamó la joven cuando él terminó de hablar—, qué valiente y qué orgulloso eres. Sin embargo, yo no sería orgullosa con un padre y se lo contaría todo.
—¡Cómo! —gritó Dick—. ¿Ir a verle después de tantos meses y jactarme de que había pensado azotar a aquel hombre? Pero no lo hice. ¿Y por qué? Porque mi padre había sido más idiota de lo que yo suponía. ¡Amor mío, eso no tiene sentido!
Ella hizo una mueca al oírle y se apartó.
—Pero si es lo único que pide… —rogó ella—. Si supiera que tuviste el impulso de hacerlo, se sentiría orgulloso y feliz. Vería que, pese a todo, eres un hijo digno de él y compartes sus ideas y su caballerosidad. Además estás siendo injusto contigo mismo. Perdonaste al director solo porque era pobre y débil y se disculpó. Si hubiese sido un grandullón rubicundo con patillas sabes muy bien que lo habrías vapuleado aunque tu padre hubiese tenido aún menos razón. ¿Crees que, teniendo en cuenta que me lo has contado y lo he entendido en el acto, te sería más difícil contárselo a tu padre, y que él no lo entendería igual que yo? Yo te quiero, Dick, pero él es tu padre.
—Amor mío —dijo desesperado Dick—, tú no lo entiendes, no sabes lo que es que no te entiendan, que cometan contigo mil pequeñas injusticias diarias, en tu infancia, tu niñez e incluso llegada la edad adulta, hasta que acabas por desesperar, hasta que todo se convierte en una pesadilla y hasta que casi llegas a odiar a un hombre a quien amas, porque al fin y al cabo no deja de ser tu padre. En suma, Esther, tú no sabes lo que es tener un padre, y eso es lo que te ciega.
—Comprendo —dijo ella pensativa—, quieres decir que he tenido suerte con mi padre. Aunque, si lo piensas bien, no he tenido tanta suerte. Olvidas que no lo conozco como tú, es más padre tuyo que mío. —Lo tomó de la mano. El corazón de Dick se había enfriado como el hielo—. Pero te compadezco —prosiguió ella—, debes de sentirte muy triste y solo.
—No me estás entendiendo —dijo atragantándose Dick—. Mi padre es la mejor persona del mundo, vale por diez como yo, pero no me comprende y nunca me comprenderá.
Se hizo un breve silencio.
—Dick —volvió a empezar ella—, voy a pedirte un favor, es el primero desde que me dijiste que me amabas. ¿Puedo ver a tu padre…, quiero decir, verlo pasar, desde donde él no pueda verme?
—¿Por qué? —preguntó Dick.
—Es un capricho, olvidas que soy muy novelesca respecto a los padres.
Aquella indicación fue suficiente. Dick aceptó con precipitación y la llevó, asqueado y penitente, por un sendero hasta unos arbustos donde podría ver pasar al terrateniente a caballo camino del almuerzo. Los dos estuvieron media hora sentados dándose la mano sin decir nada. Por fin oyeron trotar un caballo en la distancia, se abrieron las verjas del parque y apareció el señor Naseby con los hombros encorvados y un aspecto bilioso y apesadumbrado, moviéndose lánguidamente al compás del caballo. Esther lo reconoció de inmediato: lo había visto a menudo, aunque con su enorme indiferencia por todo lo que quedaba fuera del círculo de sus allegados, nunca se había preguntado quién era; sin embargo lo reconoció, y le pareció diez años más viejo, lento, pesado y aplastado por un terrible pesar.
—¡Oh, Dick, Dick! —dijo ella, y las lágrimas empezaron a brillar en su rostro cuando lo hundió en el regazo del joven.
Él también se quedó apesadumbrado. Volvieron muy tristes a casa, y esa noche, lleno de amor y buenos consejos, Dick se esforzó en complacer a su padre, convencerlo de su respeto y afecto, restañar viejas heridas y reunir sus corazones. Pero, ¡ay!, el caballero estaba gruñón y malhumorado: llevaba todo el día pensando en la frialdad que le mostraba Dick, pues así lo interpretaba, y ahora entre gruñidos, palabras hoscas y desprecios, cortó de raíz todos sus avances y se atrincheró en un justo resentimiento.
5
El padre pródigo hace su aparición
Eso fue un martes. El jueves siguiente, cuando Dick iba, según lo acordado, antes de lo habitual, camino de la casa de Esther, le horrorizó encontrarse un coche de punto de Thymebury en cuyo interior viajaba la señorita M’Glashan. La dama ni siquiera se dignó reparar en su presencia, su rostro estaba bañado de lágrimas y demostraba una gran preocupación por los paquetes que la rodeaban. Él se preguntó qué podría significar aquello. Hacía un día tan bueno que se resistió a pensar en alguna desgracia, pero algo decisivo debía de haber sucedido en la casa, pues ahí iba la señorita M’Glashan de viaje, con un pequeño patrimonio en paquetes envueltos en papel de estraza, y el aspecto de la anciana señora implicaba una acalorada discusión y una completa derrota. ¿Acaso iban a cerrarle sus puertas? ¿Estaría Esther sola o habría aparecido un nuevo protector de entre los millones de habitantes de Europa? Una característica del amor consiste en aborrecer a los parientes cercanos de la persona amada; numerosos capítulos de la historia de la humanidad han justificado este sentimiento, y la conducta de los tíos en particular ha recibido a menudo la censura de los novelistas independientes. Dick contempló a la señora M’Glashan con los colores rosáceos del pesar y tuvo la sensación de que quienquiera que la hubiera sustituido sería peor que ella. Se apresuró, su preocupación aumentó a cada paso, y cuando entró en el jardín llegó una voz a sus oídos y se detuvo, no presa de las dudas, sino ante la certeza indubitable del desastre.
El rayo había caído: ahí estaba el almirante.
Dick se habría batido en retirada en aquel momento de pánico, pero Esther estaba esperando a su amado. En un abrir y cerrar de ojos estaba a su lado, llena de alegría por las buenas noticias, demasiado feliz para reparar en su apocamiento, y sumida en uno de esos áureos transportes de exultación que trascienden no solo las palabras sino las caricias. Lo cogió por los dedos (adelantándose hacia él, pues su mayor preocupación era ahorrar tiempo), lo acercó a su lado, lo metió en la casa y lo plantó delante del señor Van Tromp, vestido de terciopelo francés y con un considerable absceso en la nariz. Luego, como si no pudiera soportar tanta alegría, Esther salió corriendo de la habitación.
Los dos hombres se miraron con cierta confusión por ambas partes. Como es natural, Van Tromp fue el primero en recuperarse y le tendió la mano con elegancia.
—¿Así que conoce a mi hijita Esther? —dijo—. Esto es muy agradable, así me había imaginado mi casa. Rara palabra para un viejo vagabundo, pero, por mucho que lo disimulemos, a todos nos gusta tener un hogar. Por eso he venido, señor Naseby —concluyó en un tono tan justo, triste, digno, mundano y filosófico que habría triunfado en el escenario—, y lo que ve usted es un hombre satisfecho.
—Comprendo —dijo Dick.
—Siéntese —respondió el parásito, dándole ejemplo—. La fortuna siempre ha estado en mi contra. (Estoy saboreando un poco de brandy, después del viaje.) Me estaba yendo a pique, señor Naseby, entre usted y yo, estaba décavé, así que pedí prestados cincuenta francos, saqué las maletas sin que me viera el portero, tarea que requiere un tacto considerable, ¡y heme aquí!
—Sí —dijo Dick—, helo a usted aquí.
Estaba bastante atontado.
En ese momento, Esther entró en la habitación.
—¿Te alegras de verlo? —le susurró al oído, con una voz tan alegre que parecía música.
—¡Oh, sí! —dijo Dick—, ¡mucho!
—Sabía que lo harías —replicó ella—, le he dicho lo mucho que lo aprecias.
—Sírvase —dijo el almirante—, sírvase y bebamos por una vida nueva.
—Por una vida nueva —repitió Dick llevándose el vaso a los labios, aunque volvió a dejarlo sin probar: aquel día ya había tenido suficientes novedades.
Esther estaba sentada en un taburete a los pies de su padre, se abrazaba a sus rodillas y miraba orgullosa a sus dos visitantes. Tenía los ojos tan brillantes que era imposible saber si estaban llenos de lágrimas o no, leves y voluptuosos estremecimientos recorrían su cuerpo, a veces apoyaba la barbilla en el pecho, a veces echaba atrás la cabeza extasiada. En una palabra, estaba en ese estado de felicidad en que uno apenas puede dominarse. Sería difícil exagerar el sufrimiento de Richard.
Y, entretanto, Van Tromp seguía hablando sin parar.
—Nunca olvido a un amigo —dijo—, ni a un enemigo: de estos últimos solo he tenido dos: yo mismo y el público, y creo que me he vengado de ambos. —Se rió—. Pero esos días acabaron. Se acabó Van Tromp. Fue un hombre que conoció el éxito, creo que ya sabéis que tuve éxitos…, de los que no hablaré más —dijo tirando con una sonrisa del pañuelo que llevaba alrededor del cuello—. Ese hombre ya no existe, lo he destruido mediante un ejercicio de la voluntad. Algo parecido ocurre con los poetas. Primero una carrera brillante y destacada, en la que repara todo el mundo, incluidos lo más ignaros, y luego, presto!, un discreto y anciano bonhomme campesino dedicado al cuidado de las rosas. En París, el señor Naseby…
—Llámale Richard, papá —dijo Esther.
—Si él me lo permite. Aunque claro, somos viejos amigos, y ahora vecinos cercanos. Y a propósito, ¿hasta qué punto lo somos, Richard? Tengo entendido que esta casa está en las tierras de tu padre, una familia que respeto mucho, y según creo el bosque está en las de lord Trevanion. No es que me importe, no soy más que un viejo bohemio. He roto con la sociedad para siempre, rompí con ella cuando me iban bien las cosas y mi recompensa es que puedo romper dignamente con ella en mi decadencia. No son más que nuestros pequeños amours propres, hija mía: tu padre tiene que sentir respeto por sí mismo. Gracias, sí, solo un poquito, muy poquito, gracias, gracias…, me mimas demasiado. Pero como estaba diciendo, Richard, o estaba a punto de decir, mi hija ha estado enmoheciéndose, su tía no era más que una vieja gobernanta; de ahí, dicho sea entre paréntesis, su desconfianza hacia mí, pues mi naturaleza y las de las gobernantas son como polos opuestos… ¡polos! Pero ahora estoy aquí, ahora he renunciado a la lucha, y voy a consagrarme a una sola de mis obras…, y tengo la modestia de decir que es la mejor de todas: mi hija. En fin, todo se arreglará. ¿Y los vecinos, Richard?
Dick respondió que había muchas buenas familias en el valle de Thyme.
—Ya nos las presentarás —dijo el almirante.
Dick tenía la camisa empapada de sudor, inventó una torpe excusa para marcharse, que Esther interpretó como una prueba de discreción y atribuyó a uno más de los muchos méritos de Dick, por lo que procedió a detenerlo.
—¿Antes de nuestro paseo? —gritó—. ¡Nunca! Tengo que dar mi paseo.
—Vayamos todos juntos —dijo el almirante poniéndose en pie.
—No sabes si eres bienvenido —respondió ella, apoyándose en su hombro con una caricia—. Tal vez quiera hablar de mi nuevo padre con mi viejo amigo. Pero te dejaremos venir con nosotros, hoy puedes hacer lo que quieras, me he propuesto malcriarte.
—Antes beberé una gotita más —dijo el almirante, encorvándose para servirse un poco más de brandy—. Es sorprendente cómo me ha fatigado el viaje. Pero me estoy haciendo viejo, me estoy haciendo viejo, me estoy haciendo viejo, y lamento añadir que también me estoy quedando… calvo. —Se puso coquetamente un sombrero de alas anchas…, las costumbres de rompecorazones no le habían abandonado. Esther ya se había puesto su sombrero y estaba dispuesta, pero él siguió estudiando el resultado en un espejo: el absceso parecía haber llamado penosamente su atención—. Ahora soy su padre, debo parecer respetable —le dijo a Dick para explicarle su dandismo, y luego fue a escoger un buen bastón.
¿Dónde estaban los elegantes bastones de su época parisina? Este era el báculo de su vejez, pensado para un paisaje más rústico. Dick empezó a comprender y apreciar el disfrute de aquel hombre en su nuevo papel, cuando vio cómo lo había preparado. Hasta había inventado un modo de andar para aquel primer paseo con su hija, que resultaba singularmente apropiado. Andaba como si estuviese cansado, se apoyaba en el bastón, observaba con una sonrisa triste y comprensiva todo lo que veía en torno suyo, incluso preguntó por el nombre de una planta, y admitió ser un viejo urbanita ignorante de la naturaleza. «Esta vida campestre me rejuvenecerá», suspiró. Llegaron a lo alto de la colina al atardecer, el sol estaba descendiendo en el cielo y había coloreado el poniente, las colinas estaban modeladas hasta en sus más mínimos contornos por la suave luz, y los vastos páramos, veteados de valles y bosques de castaños, se extendían hacia el norte y el oeste en una velada gloria luminosa. Entonces despertó el pintor en Van Tromp.
—¡Dios mío, Dick! —exclamó—, ¡qué espectáculo!
A Esther no le habría parecido tan conmovedora una oda de cuatrocientos versos, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad; sí, ahí estaba el padre con quien tanto había soñado y a quien Dick había descrito: sencillo, entusiasta, bueno, inefable, un artista sincero y un caballero.
Justo en ese momento el almirante reparó en una casa que había junto al camino y en algo que pendía sobre la puerta de la casa y que podía interpretarse como una señal para el sediento y el esperanzado.
—¿Es eso una taberna? —preguntó señalando con el bastón.
Su voz había sufrido un cambio notable, como si le concediera mucha importancia a la pregunta. Esther escuchó, con la esperanza de oír algo sabio o ingenioso.
Dick respondió que lo era.
—¿La conoces?
—He pasado por delante cientos de veces, pero eso es todo —replicó Dick.
—¡Ah! —dijo Van Tromp moviendo la cabeza con una sonrisa—, no eres un viejo soldado como yo, todavía tienes mucho que aprender. Disculpadme, pero si encuentro una taberna tan cerca de casa, en lo primero que pienso es en ser un buen vecino. Iré a presentarme. No, no hace falta que vengáis. Solo será un momento.
Se marchó a toda prisa en dirección a la taberna y dejó a Dick solo con Esther en el camino.
—Dick —exclamó la joven—, me alegra tanto tener un momento para hablar contigo; soy tan feliz, tengo mil cosas que decirte y quiero pedirte un favor. Imagínate, ha venido sin su caja de pinturas, sin un caballete, y quiero que tenga de todo. Quiero que vayas a comprarlo a Thymebury. Ya habrás visto cómo echa de menos la pintura. No pueden vivir sin ella —añadió, refiriéndose tal vez a Van Tromp y Miguel Ángel.
Hasta ese momento, ella no había notado nada raro en el modo de comportarse de Dick. Estaba demasiado feliz para sentir curiosidad, y su silencio, en presencia de aquel ser noble y bueno a quien ella llamaba su padre, le había parecido natural y halagador. Pero, ahora que estaban solos, reparó en una barrera entre ella y su amado y se alarmó.
—Dick —exclamó—, tú no me quieres.
—Pues claro que sí —respondió él de todo corazón.
—Pero no eres feliz, estás raro, no…, no te alegra ver a mi padre —concluyó con la voz entrecortada.
—Esther —dijo él—, te digo que te quiero; si tú me quieres, sabrás lo que eso significa y que lo único que deseo es que seas feliz. ¿Acaso crees que no sé disfrutar de tus alegrías? Si estoy incómodo, si parezco preocupado, si… ¡Oh!, créeme, trata de creerme —gritó interrumpiendo su argumentación por una feliz inspiración.
Pero las sospechas de la joven se habían despertado, y, aunque no insistió en el asunto (pues vio a su padre que volvía), no se lo quitó de la cabeza. Al principio, le molestó el egoísmo del hombre que había enturbiado su alegría con su aire lúgubre y su lenguaje apasionado, pues no hay nada que una mujer perdone con más dificultad que el lenguaje de una pasión que ella no comparte. Luego sospechó que tal vez tuviera celos de su padre y, aunque le pareció comprensible, también le pareció despreciable. De un modo u otro, aquel era el peligroso comienzo de la separación entre dos corazones. Esther notó un cambio en su amigo más querido: ya no podía mirar en su corazón y ver que estaba escrito en el mismo idioma que el suyo, no podía pensar en él como el sol que irradiaba felicidad sobre su vida, pues había recurrido a él y solo había visto negrura y frialdad. Para resumirlo en una sola palabra, estaba empezando, aunque fuese levemente, a desenamorarse.
6
El padre pródigo va de triunfo en triunfo
No seguiremos paso a paso el regreso y acomodo del almirante, sino que nos apresuraremos hacia la catástrofe, y reseñaremos tan solo algunos incidentes particularmente dignos de mención, para lo cual deberemos basarnos por entero en el testimonio de Richard, pues Esther jamás ha dicho nada acerca de esa época tan penosa de su vida, y en cuanto al almirante…, bueno, ese oficial de la marina, aunque sigue con vida, y está más adecuadamente instalado en una ciudad portuaria donde dispone de un telescopio y una bandera en el jardín, es incapaz de arrojar la menor luz sobre el asunto. Más de una vez le ha dicho a este escritor: «Sé muy bien lo que ocurrió, señor, que me…», y algo que, en suma, espero que no le ocurra nunca. Y, después de contemplar el retrato de su hija, una fotografía, mueve la cabeza con aire distraído y se prepara otra copa de grog para consolarse. Una vez le he oído ir más allá y resumir sus sentimientos respecto a Esther en una única pero elocuente palabra. «Una fresca, señor», dijo más divertido que enfadado, y bebió alegremente a su salud. Incluso su peor enemigo tendría que admitir que se trata de un hombre sin maldad y que jamás le ha guardado rencor a nadie, pues carece del gusto y la constancia necesarios.
Sin embargo, fue en ese oscuro período cuando tuvo lugar el drama, y el escenario fue el corazón de Esther, lejos de todas las miradas. Si el destino hubiese tratado de otro modo a aquella joven recta, afectuosa y malhumorada, si los acontecimientos hubiesen seguido un orden distinto, pues unas cosas llevan a otras, el curso de esta historia habría cambiado, y Esther nunca habría huido. Pero el caso es que, a través de una serie de actos y palabras de los que solo conocemos unos pocos, y de una serie de pensamientos que únicamente podemos imaginar, despertó en cuatro días del sueño de toda una vida.
La primera causa tangible de su desengaño fue cuando Dick llevó a casa un arsenal completo de pintor un viernes por la tarde. El almirante «saboreaba» una vez más un poco de brandy con agua junto a la chimenea, y Esther estaba sentada a la mesa ocupada en su labor. Ambos se adelantaron para saludar al recién llegado, y la joven le ayudó a descargar su monstruosa carga y procedió a mostrarle a su padre sus ofrendas. Van Tromp pareció desanimarse y se puso quejumbroso.
—¡Dios mío! —dijo, y luego añadió en tono decididamente hostil—:Tengo que pedirte que no te entrometas, niña.
—Lo siento, papá —respondió ella—, sabía que habías roto con el arte…
—¡Oh, sí! —gritó el almirante—. ¡He roto hasta el día del juicio final!
—Discúlpame otra vez —dijo ella con firmeza—, pero no puedo, ni quiero, pensar que tengas razón. Aunque el mundo sea injusto y nadie te entienda, sigues teniendo un deber para contigo mismo. Y, ¡oh!, no estropees el placer de tu regreso, demuéstrame que puedes ser mi padre sin renunciar a tu destino. No soy como otras hijas. No tendré celos de tu arte, y me esforzaré por comprenderlo.
La situación era ridícula. Richard gimió al verla, ansió adelantarse para desenmascarar al impostor. ¿Y el propio impostor? ¿Acaso siguió impertérrito? Muy por el contrario estoy seguro de que se sintió fatal, y traicionó sus sufrimientos mediante un estúpido e indigno acceso de cólera, en el que rompió su pipa por varios sitios, arrojó su brandy con agua al fuego, y empleó palabras muy vulgares, aunque de modo un tanto vago. Su enfado duró poco y Van Tromp volvió a ser el mismo y a hacer gala de muy buen humor a los tres minutos del primer estallido.
—Soy un viejo idiota —dijo con franqueza—, me malcriaron de niño. En cuanto a ti, Esther, te pareces a tu madre, tienes un morboso sentido del deber, y sobre todo del deber ajeno. Lucha contra él, mi niña. En cuanto a los colores, bueno, los emplearé un día de estos, y como prueba de que hablo en serio, le pediré a Dick que me prepare la tela.
Dick se puso enseguida manos a la obra, el almirante ni siquiera lo miró mientras lo hacía, sino que se entretuvo con otro grog y una agradable vena de elocuencia.
Poco después, Esther se incorporó y se fue a dormir con no sé qué excusa. Dick se quedó ocupado con la tela y tuvo que sufrir al almirante casi una hora.
Al día siguiente, sábado, se cree que tuvo lugar una breve entrevista entre Esther y su padre, aunque pasado mediodía Dick se encontró con él, que volvía de la taberna, donde había hecho muy buenas migas con el tabernero. Dick se preguntó quién pagaría aquellas excursiones y, al pensar que el réprobo debía de conseguir su dinero de bolsillo del mismo modo que la comida y el alojamiento —es decir, de la generosidad de la pobre Esther—, estuvo a punto de derribar de un puñetazo al anciano caballero. Quien, por su parte, era todo gracia y alegría.
—Querido Dick —dijo cogiéndole del brazo—, eres un buen vecino y demuestras mucho tacto al salirme al encuentro cuando más te necesito. Estoy muy contento y me hace falta un buen amigo.
—Me alegra oír que está usted tan contento —repuso Dick con amargura—. Desde luego no tiene mucho de lo que preocuparse.
—No —admitió el almirante—, no mucho. Lo dejé todo a tiempo y aquí…, en fin, aquí todo me gusta. Soy de gustos sencillos. Y a propósito, nunca me has preguntado lo que opino de mi hija.
—No —dijo Dick en tono categórico—, desde luego que no.
—De modo que no tienes intención de hacerlo. ¿Y por qué, Dick? Es mi hija, por supuesto, pero soy un hombre de mundo, y tengo cierto gusto, por lo que estoy perfectamente cualificado para dar una opinión imparcial…, sí, Dick, imparcial. Francamente, no me ha decepcionado. Es guapa, lo ha heredado de su madre. De modo que puede decirse que yo escogí su aspecto. Y está entregada, muy entregada a mí…
—¡Es la mejor mujer del mundo! —le espetó Dick.
—Dick —exclamó el almirante deteniéndose—, ya me esperaba yo esto. Volvamos…, volvamos a la taberna y discutamos el asunto junto a una botella.
—Desde luego que no —dijo Dick—. Ya ha llegado usted demasiado lejos.
El parásito casi se sintió ofendido, pero la expresión de Dick y el recuerdo de los términos en que se habían tratado en París llegaron en su ayuda y le hicieron contenerse.
—Como quieras —dijo—, aunque no sé a lo que te refieres…, ni me interesa. Pero demos un paseo, si lo prefieres. Todavía eres joven, cuando tengas mi edad… En fin, por seguir con lo que estaba diciendo, me caes bien, Dick, me resultaste simpático desde el principio, y a decir verdad, Esther es un poco fantasiosa y estará mucho mejor casada. Como sabrás, tiene sus propios recursos. Los heredó, como su aspecto, de esa desdichada y adorable criatura que era su madre. Su madre fue una bendición para ella y ahora quiero que también lo sea su marido, y tú eres el hombre indicado, Dick, tú y nadie más que tú. Esta misma noche le preguntaré si está de acuerdo.
Dick se quedó horrorizado.
—Señor Van Tromp, se lo imploro —dijo—, haga usted lo que quiera, pero, por el amor de Dios, deje en paz a su hija.
—Solo cumplo con mi deber —replicó el almirante—, y, entre nosotros, granuja, también con mi inclinación. Soy tan casamentero como una viuda. Será más discreto que no vayas hoy a casa. Adiós. Has dejado tu caso en buenas manos, tengo un tacto instintivo para estos asuntos, no es la primera vez.
Todo argumento fue en vano, el viejo canalla siguió en sus trece. A Richard no se le ocultaba lo seriamente que eso podía perjudicar a sus proyectos y se debatió con dureza. Solo en una ocasión vio un brillo de esperanza. El almirante le propuso una vez más celebrar una conferencia en la taberna y, cuando Dick volvió a negarse, estuvo en el fiel de la balanza que el viejo borrachín volviera allí por su cuenta o no. De haberlo hecho, por supuesto, Dick podría haber echado a correr y advertido a Esther de lo que se avecinaba y de cómo había empezado todo. Pero el almirante, tras una pausa, prefirió tomarse el brandy en casa y se fue en aquella dirección.
No tenemos los detalles de sus gestiones.
Al día siguiente vieron al almirante en la iglesia parroquial muy bien vestido. Se sentó en un buen sitio y entonó los himnos como es debido, y su aspecto, tal como él pretendía, llamó la atención entre los fieles. El viejo Naseby, por ejemplo, reparó en su presencia.
—Había un granuja con pinta de borracho sentado enfrente de nosotros —le dijo a su hijo cuando iban de vuelta a casa—, ¿sabes quién es?
—Un tipo…, un tal Van Tromp, tengo entendido —dijo Dick.
—¡Además extranjero! —observó el viejo terrateniente.
Dick no supo cómo felicitarse de haber salido tan bien librado. ¿Quién sabe lo que habría ocurrido si el almirante se hubiera encontrado con su padre? ¿Podría posponerse mucho tiempo dicha catástrofe? Tuvo la impresión de que se estaba preparando una tormenta, y lo cierto es que estaba mucho más cerca de lo que pensaba.
El miedo y la vergüenza le impidieron ir a casa de la chica esa tarde, pero cuando terminó la cena en Naseby House, y el señor de la casa se sumió en un agradable sueñecito, Dick se escabulló de la habitación y corrió campo a través, en parte para ahorrar tiempo y en parte por miedo a que se enfriase su entusiasmo, pues ahora odiaba pensar en esa casa y en el almirante, y, aunque a ella no la odiara, temía al menos pensar en Esther. Ignoraba por completo lo que pudiera opinar la joven, pero no se le ocultaba que la admiración que sentía por él debía de haber disminuido mucho, y aquel capricho le ofendía como un insulto.
Llamó a la puerta y le abrieron. La habitación tenía casi el mismo aspecto que el día de su última visita, con Esther a la mesa y Van Tromp junto al fuego, pero la expresión de sus semblantes era muy diferente. La muchacha estaba más pálida de lo habitual, tenía los ojos muy oscuros y el color parecía haberse apagado en torno a ellos, y el rápido vistazo que le echó le pareció tan intenso como si le hubiera mirado fijamente. Por otra parte, el aspecto del almirante era rosáceo, fofo y blando, la mandíbula le colgaba sobre el cuello de la camisa, tenía una sonrisa vaga y perdida y había relajado tanto el control natural de sus ojos que uno de ellos apuntaba hacia dentro, como si estuviera vigilando el crecimiento del absceso. No se deben hacer juicios apresurados, pero ciertamente el almirante no estaba sobrio. No hizo ademán de levantarse cuando Richard entró, sino que movió la pipa en el aire y lo miró de reojo a modo de bienvenida. Esther pareció no reparar siquiera en su presencia.
—¡Ajá, Dick! —gritó el pintor—. He ido a la iglesia, palabra que sí. Y te he visto, aunque tú no me vieses a mí. Y también he visto a una mujer bellísima, Dios mío. Si no fuera por esta calvicie y un aire un poco crapuloso que no se me oculta, si no fuese por eso y todo lo demás, habría…, habría…, he olvidado lo que estaba diciendo. Pero no tiene importancia, tengo muchas cosas que decir. Esta noche me siento comunicativo. Revelaré todos mis secretos, hasta setenta veces siete. Estoy en vena, y lo único que necesito es alguien que me escuche, aunque sea un sordo, para estar tan feliz como Nabucodonosor.
No vale la pena dar más que un esbozo de las dos horas que siguieron. El almirante se portó de forma muy estúpida, de vez en cuando divertida, y nunca verdaderamente ofensiva. Se hizo evidente que tenía en cuenta que su hija estaba delante y escogió asuntos y un modo de hablar que no pudiesen incomodar a una dama. En casi cualquier otra ocasión, Dick habría disfrutado con la escena. El egotismo de Van Tromp, enardecido por la bebida, se alzaba por encima de la mera vanidad. Se mostró franco y comunicativo, quiso ganarse la confianza de los oyentes, y les confesó sus más íntimas convicciones respecto a su persona. Entre su conocimiento de sí mismo, que era considerable, y su vanidad, que era inmensa, había creado un extraño animal híbrido, y lo llamó por su nombre. Cómo se pavoneó de unas virtudes que habrían complacido a César o san Pablo, y cómo completó su autorretrato con uno de esos toques de realismo implacable que el satírico busca a menudo sin encontrarlos.
—Ahí tienes a Dick —dijo—, es astuto, me vio venir nada más conocerme, y me lo dijo…, me lo dijo a la cara, y yo tuve el mérito de no rechistar. No te guardo rencor, Dick, tenías razón: soy un sinvergüenza. —Ya pueden imaginarse cómo se amilanó Esther ante aquel nuevo rasgo del encuentro entre sus dos ídolos. Luego añadió entre paréntesis—: Eso —dijo Van Tromp— era cuando me veía obligado a pintar aquellos garabatos míos. —Y a continuación dijo riéndose, aunque con aire sincero—: Nunca he dudado ni un instante a la hora de sablear a alguien.
En ese momento Dick se puso en pie.
—Tal vez sea mejor —dijo— que fuésemos pensando en irnos a dormir.
Y esbozó una débil sonrisa de desaprobación.
—Ni mucho menos —gritó el almirante—, todavía tengo muchas cosas que contarte. Aquí, la niña —y señaló a su hija—, se irá a dormir y tú y yo nos quedaremos hasta que estemos bien trompas.
Al oírlo Esther se levantó con hosquedad. Había estado oyendo durante dos horas interminables cómo su ídolo se ultrajaba y despreciaba a sí mismo. Una por una, se habían volatilizado todas sus ilusiones. ¡Y ahora la enviaba a dormir en su propia casa!, ¡y la llamaba «niña»!, ¡y se caía de la silla y rompía la boquilla de la pipa en tres pedazos! Jamás se volvió un cordero hacia el esquilador con un aire tan serio. Le habló con voz tranquila y lenta, pero muy clara, y se plantó delante de él en actitud sencilla y femenina.
—No —dijo—, ahora el señor Naseby tendrá la bondad de marcharse a su casa, y tú te irás a la cama.
Al almirante se le cayeron al suelo los trozos de la pipa, por su aspecto parecía haber vivido demasiado tiempo en un mundo indigno de él, pero curiosamente no trató de responder y se quedó estupefacto con la boca abierta.
Le señaló la puerta a Dick con un gesto brusco y él no tuvo más remedio que obedecerle. En el porche, al ver que la tenía justo detrás, se aventuró a detenerse y susurrarle:
—Has hecho bien.
—He hecho lo que he querido —dijo ella—. ¿Sabe pintar?
—Hay a quien le gustan sus cuadros —respondió Dick en voz baja—. A mí nunca me han gustado; nunca he dicho que me gustaran —añadió en tono orgulloso, defendiéndose antes de que le atacara.
—Te he preguntado si sabe pintar. No me vengas con evasivas. ¿Sabe pintar? —repitió.
—No —dijo Dick.
—¿Le gusta, al menos?
—Ahora, no creo.
—¿Y está borracho? —se demoró con odio en aquella palabra.
—Ha estado bebiendo.
—Vete —dijo, y se volvió para entrar en la casa cuando otra idea la hizo detenerse—. Reúnete conmigo mañana por la mañana en el torniquete de la cerca —dijo.
—Allí estaré —replicó Dick.
Acto seguido la puerta se cerró y Dick se quedó solo en la oscuridad. Un rayo de luz asomaba todavía por el alféizar de la ventana como un cálido y débil resplandor, el tejado de la casa y algunos de los bancales y castaños se perfilaban como siluetas más oscuras contra el cielo, pero todo lo demás era informe, exánime y silencioso como un pozo. Dick siguió tal como ella lo había dejado, con todo el peso apoyado en un solo pie y descansando únicamente en el pulgar del otro, y escuchó con la mayor atención. El ruido de una silla empujada con brusquedad le dio un susto de muerte, pero luego volvió a hacerse el silencio en la casa y sus alrededores. Lo que ocurrió en ese rato es un misterio, pero cuando acabó, se oyó la voz de Esther que hablaba en voz baja y sin interrupciones cerca de medio minuto y luego unos pasos pesados y vacilantes que cruzaban el salón y subían a trompicones por las escaleras.
La joven había domado a su padre, Van Tromp se había ido obediente a la cama; eso fue más que evidente para el que escuchaba fuera. Sin embargo, siguió aguzando el oído angustiado, pues si Esther hubiese seguido a su padre, si hubiera hecho el menor movimiento en medio de aquella conspiración de los hombres y la naturaleza para guardar silencio, Dick debería haberlo oído al instante desde detrás de la puerta, y si no se había movido, ¿no sería que se había desmayado?, ¿no estaría muerta?
Oyó el reloj de la casa medir deliberadamente los segundos, era como si el tiempo se hubiese detenido, lo sobrecogió un terror casi supersticioso hasta que no pudo resistirlo más y, cruzando el jardincillo de un par de zancadas, asomó la cara por la ventana.
La persiana, que no habían bajado del todo, dejaba abierta una ranura de un par de centímetros por la que Dick pudo observar todo el salón. Esther estaba sentada muy erguida a la mesa, con la cabeza apoyada en la mano, y miraba fijamente la vela. Tenía el ceño levemente fruncido y la boca un poco entreabierta, y estaba tan quieta que a Dick le pareció que apenas respiraba. No se había movido al oír ruido fuera. Poco después, perturbando de forma considerable el profundo silencio de la noche, el reloj elevó la voz, gimió un rato como una perdiz y luego ululó once veces como un cuco. Esther continuó contemplando imperturbable la vela. Se hizo medianoche y luego la una de la mañana sin que ella se moviera o Dick se atreviera a apartarse de la ventana. Y luego, hacia la una y media, la vela que había estado observando con tanta atención llameó un poco más de la cuenta y ella se puso en pie con una interjección, miró el salón, apagó la luz, se dio la vuelta y se la oyó subiendo rápidamente las escaleras a oscuras.
Dick volvió a quedarse solo en la oscuridad y en ese obtuso y persistente estado en el que se encuentra uno cuando piensa que ya no puede pasarle nada peor y casi se alegra por ello. Se volvió y anduvo despacio hacia el torniquete de la cerca ella no le había dicho ninguna hora y Dick había decidido que lo encontrara esperándola cuando llegase. Empezó a amanecer y Dick se apoyó en una cerca y contempló cómo se apartaban las sombras. Por fin asomó el sol por detrás de un banco de nubes que empezaba ya a dispersarse por el este; enseguida se levantó un viento cargado de presagios que barrió las hojas del suelo y dispersó las gotas de rocío. «¡Ay! —pensó Dick Naseby—, ¿habré de vivir otro día tan desagradable como este?» Todavía le faltaba la experiencia del día siguiente.
7
La fuga
Serían más o menos las diez y Dick debía de llevar un rato adormilado junto a la cerca, cuando Esther apareció por la carretera con un hatillo en la mano. Una especie de instinto, o tal vez las leves y distantes pisadas de la joven, ayudaron a Dick a recobrar el dominio de sus facultades cuando ella estaba todavía lejos, y se incorporó y miró pestañeando en torno a él. Tardó todavía un rato en ordenar sus ideas. Se había despertado con cierta placentera sensación inocente e infantil, como quien ha recibido una herencia de la noche a la mañana, pero aquella sensación fue desapareciendo poco a poco y acabó siendo sustituida por la pura verdad. Los acontecimientos de la noche anterior acudieron a su memoria hasta en sus más mínimos detalles como si los estuviera viendo, así que salió de la cuneta y, haciendo acopio de valor, fue a reunirse con su amada.
Ella acudió a su encuentro con paso rápido y decidido; todavía estaba pálida, pero parecía perfectamente dueña de sí misma, y no demostró ni sorpresa, ni alivio, ni alegría de encontrarlo allí. Tampoco le dio la mano.
—Aquí estoy —dijo él.
—Sí —replicó la joven, y luego, sin la menor interrupción ni cambio en la voz, añadió—: Llévame lejos de aquí.
—¿Lejos? —repitió él—. ¿Cómo? ¿Dónde?
—Hoy —respondió ella—. Me da igual dónde, pero quiero que me lleves lejos de aquí.
—¿Cuánto tiempo? No comprendo —balbució Dick.
—No pienso volver jamás —fue todo lo que respondió la joven.
Las palabras apasionadas, si se pronuncian, como en este caso, con voz y actitud tranquilas, ejercen una doble influencia en la imaginación de quien las oye. Dick se quedó muy aturdido y solo se recobró de su perplejidad para volver a sumirse en las dudas y la preocupación. Contempló su gesto gélido, tan desazonador para un enamorado, y se estremeció al pensar en todo lo que le sugería.
—¿Conmigo? —preguntó—. ¿Quieres fugarte conmigo, Esther?
—Quiero que me lleves lejos de aquí —repitió ella con fatigada impaciencia—. Llévame lejos…, lejos de aquí.
La situación no estaba del todo clara. Dick se preguntó preocupado si la chica estaría del todo en sus cabales. Dick estaba dispuesto a fugarse y casarse con ella, e incluso a trabajar con sus manos para mantenerla, pero necesitaba que ella le demostrara un poco de amor. No era de esos que tienen tan poco corazón y la piel tan dura que antes prefieren casarse a punta de bayoneta que no casarse. Si una mujer había de arrojarse en sus brazos, deseaba que lo hiciera, si no con ardor, al menos con ganas. Y el aspecto de Esther traslucía más desesperación que amor. Le enfriaba y le incitaba a la prudencia.
—Amor mío —le exhortó—, dime lo que deseas y lo tendrás, cuéntame lo que te preocupa y podré aconsejarte. Pero huir de aquí sin haberlo planeado, sin pensarlo, con tanta precipitación, es una locura y no puede traer nada bueno. No te hablo como un hombre, pero te digo la verdad y te lo repito: es absurdo, equivocado y peligroso.
Ella le dedicó una lánguida y sombría mirada de cólera.
—¿De modo que no quieres sacarme de aquí? —dijo—. Muy bien, entonces me iré sola.
Y, dicho y hecho, empezó a andar. Él se interpuso en su camino.
—¡Esther, Esther! —gritó.
—Déjame en paz, no me toques, ¿qué derecho tienes a entrometerte? ¿Quién eres tú para tocarme? —le espetó chillando con rabia.
Envalentonado por aquella violencia, él la cogió con firmeza, casi con brusquedad, por el brazo, y la sujetó mientras le decía:
—Sabes muy bien quién soy, y lo que soy, y que te quiero. Dices que no quiero ayudarte, pero tu corazón sabe que no es cierto. Eres tú quien no quieres ayudarme al no decirme lo que pretendes. Ya ves, o deberías ver, si te molestases en mirar, que te he esperado aquí toda la noche para poder servirte de ayuda. Solo te he pedido información, solo te he instado y animado a pensar las cosas, y te sigo animando a que consideres dos veces tus caprichos. Pero, si estás decidida, no se hable más, no seguiré rogándote, me limitaré a cumplir tus órdenes, y no permitiré…, no permitiré que te vayas sola a ninguna parte.
Ella lo miró un rato con un escrutinio frío y desagradable, como quien comprueba el temple de una herramienta.
—En ese caso, llévame lejos de aquí —dijo con un suspiro.
—De acuerdo —respondió Dick—. Ven conmigo al establo, cogeremos el coche e iremos hasta el apeadero del tren. Esta misma noche estarás en Londres. Soy tan enteramente tuyo que no puede describirse con palabras, aunque eso ya lo sabes y es innecesario decirlo. Que Dios me ayude a ser digno de ti, Esther…, ¡que Dios me ayude!, pues ya veo que tú no lo harás.
Y, sin más palabras, se pusieron en camino, y ya habían recorrido una buena distancia cuando Dick reparó en que ella seguía cargando con el hatillo. Cuando él se ofreció a llevarlo, Esther se lo dio con pasividad y se limitó a mover la cabeza y fruncir los labios. El sol brillaba agradablemente, el viento soplaba fresco y alegre contra sus rostros y llevaba fuertes aromas del bosque y los prados. Mientras descendían por el valle del Thyme, el burbujeo del arroyo se alzó en el aire como una risa eterna. En las montañas, a lo lejos, el sol y la sombra se perseguían por las laderas y saltaban de pico en pico. La tierra, el aire y el agua parecían más saludables y llenas de vida que de costumbre, y de este a oeste, desde el valle más profundo a lo alto del cielo, a partir de un roce, vista o aroma, cualquiera podía sacar agudas conclusiones respecto a la durabilidad y espíritu del universo.
Por allí anduvo Esther dando pasitos como un pájaro, aunque en silencio y con una nube en el ceño. Parecía insensible, no solo a la naturaleza, sino a la presencia de su compañero. Estaba encerrada en sí misma y no miraba ni a izquierda ni a derecha, sino solo hacia delante. No obstante, cuando llegaron al puente, se detuvo, se asomó al pretil y estuvo contemplando un rato la charca limpia y el agua rápida y fugaz del deshielo.
—Voy a beber —dijo—, y bajó por el serpenteante sendero hasta la orilla.
Una vez allí bebió ansiosa con las manos y se mojó las sienes con agua. Su frialdad pareció romper, por un instante, el hechizo que la dominaba, pues en lugar de proseguir con su absurdo e infatigable andar, se quedó donde estaba casi un minuto, mirando a lo lejos. Desde el puente donde estaba observándola, Dick vio cómo esbozaba lentamente una sonrisa extraña y equívoca que desapareció de pronto dejándola tan seria como antes; y el sentido de la distancia, tan difícil de soportar para cualquier enamorado, cada vez se hizo más evidente para su compañero. Sus pensamientos eran un misterio para él, su corazón estaba cerrado y sellado, y Dick se quedó cortejándola en vano con la mirada.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Dick cuando por fin se reunió con él, y después de aquel silencio tan largo le pareció no reconocer su propia voz.
Ella lo miró durante una considerable fracción de minuto antes de responderle, y cuando lo hizo fue con un monosílabo:
—Sí.
Fue como un jarro de agua fría para la solicitud y preocupación de Dick. Las palabras se le atragantaron. Incluso sus ojos, desanimados, dejaron de buscar aliento en los suyos. Y ambos pasaron en silencio por la aldea de Kirton, donde un anciano los siguió con la mirada y tal vez les envidiara su juventud y su amor; cruzaron el arroyo Ivy, donde el molino gruñía y chapoteaba para sí a la sombra del valle y el molinero se sacudía la harina de las manos mientras silbaba una melodía; subieron por el bosque, desde donde vieron las montañas a ambos lados, y volvieron a descender hacia los patios traseros y las dependencias de Naseby House. Esther había ido por delante todo el camino, mientras Dick se arrastraba obedientemente tras de su estela, pero al acercarse a los establos, él se adelantó y abrió la marcha. Dick habría preferido que ella le esperase en el camino mientras iba a buscar el coche, pero después de tantos desplantes y desdenes no tuvo valor para pedírselo. Tal vez también le pareciera más inteligente dejarse ver. Así que entraron en el patio en fila india, como un vagabundo y su mujer.
El mozo de cuadra levantó las cejas al recibir la orden de enganchar el faetón, y siguió levantándolas durante los preparativos. Esther siguió muy rígida contemplando unos pollos que había en el corral. El mozo pensó que el señorito Richard no parecía el mismo de siempre, pues se aferraba al hatillo como a un talismán y, o bien se quedaba inmóvil, o se ponía a andar de pronto de un lado a otro con pasos rápidos y decididos. Además, al parecer había olvidado lavarse las manos y daba la impresión de haberse pasado la noche de juerga. El rostro del caballerizo adoptó la expresión de quien está a punto de ponerse a silbar. Y, en cuanto el coche dobló la esquina y empezó a traquetear por la carretera con aquella extraña pareja a bordo, se oyó un silbido grave, trémulo y prolongado y el mozo, un poco más aliviado, terminó de dar rienda suelta a su sorpresa mediante una sencilla palabra inglesa propia de carreteros y deshollinadores, y corrió a contar las novedades en las dependencias de los criados de Naseby House. En menos de una hora se serviría el almuerzo, y el anciano terrateniente sin duda preguntaría dónde estaba el señorito Richard. De ahí que, como el lector inteligente habrá imaginado ya, aquel mozo de cuadra tenga un papel que desempeñar en este embrollo.
Entretanto, Dick había estado meditando profunda y amargamente. Tenía la sensación de no estar tan enamorado como antes, como si su amor necesitase tomar un poco de distancia para buscar el tono adecuado para conmover el corazón de Esther. Pero no se atrevió a abrir la boca, y condujo en silencio hasta que pasaron las puertas de la verja principal y tomaron el camino que discurría junto a la tapia. Luego pensó que era entonces o nunca.
—¿Es que no ves que me estás matando? —exclamó—. Háblame, mírame, trátame como a un ser humano.
Ella se volvió muy despacio y lo miró a la cara con una expresión que parecía más amable. Dick soltó las riendas y la cogió de la mano y Esther no se resistió, aunque tampoco respondió a su caricia. Pero cuando él le pasó el brazo por la cintura y trató de besarla en los labios, no como un enamorado, ni porque quisiera hacerlo, sino como un hombre desesperado que pone toda su vida en aquel gesto, ella se apartó con el ceño fruncido, negó airada con la cabeza y le empujó con la mano. Luego no quedó sombra de duda y Dick comprendió claramente que o bien le disgustaba o le guardaba rencor por alguna cosa.
—Entonces, ¿no me quieres? —dijo apartándose también de ella, como si el roce le quemara la piel, y como no le respondiera repitió en otro tono más imperioso, pero todavía patético—: No me quieres, ¿verdad?, ¿verdad?
—No lo sé —replicó ella—. ¿Por qué me lo preguntas? ¡Oh!, ¿cómo quieres que lo sepa? No me has contado más que mentiras…, ¡mentiras, mentiras y mentiras!
Él gritó su nombre, como quien ha sufrido un daño físico, y esa fue la última palabra que pronunciaron hasta que llegaron al apeadero de Thymebury.
Era una estación aislada en mitad de los páramos, pero se encontraba en la línea principal de Londres. La ciudad más próxima, la propia Thymebury, estaba a unos once kilómetros, por una línea que llamaban el ferrocarril del valle del Thyme. Eran las doce y media y el tren que iba en dirección sur acababa de pasar, y no habría más trenes hasta las tres y media, cuando el tren de cercanías fuese a reunirse con el expreso del norte a las cuatro menos cuarto. El jefe de estación había ido a cuidar de su jardín, que estaba a medio kilómetro en una hondonada del páramo; un mozo de cuerda, que se marchaba en ese momento, se hizo cargo del faetón y prometió devolverlo antes de la noche en Naseby House; solo un hombre serio, sordo y refunfuñón se quedó para acompañar a Dick y Esther.
Antes de que se alejase el faetón, la joven ya había entrado en la estación y se había sentado en un banco. Los páramos interminables y vacíos se extendían a lo lejos sin otro límite que el horizonte. Dos líneas de ferrocarril, un cobertizo para los vagones y unos cuantos postes de telégrafos eran los únicos rasgos distintivos del paisaje. En cuanto al sonido, solo el canto de los cables telegráficos y el griterío de los chorlitos rompían el silencio. Al acercarse el mediodía, el viento había ido amainando, y ahora hacía mucho calor y el aire temblaba a lo lejos.
Dick se detuvo un instante en el umbral del andén. Luego, en dos pasos, se plantó junto a ella y le habló casi con un sollozo.
—Esther —dijo—, ten compasión de mí. ¿Qué es lo que he hecho? ¿Es que no puedes perdonarme? Una vez me amaste…, ¿es que no puedes seguir haciéndolo?
—¿Cómo quieres que te responda si no lo sé? —respondió ella—. No me has contado más que mentiras de principio a fin. Incluso cuando me declaraste tu amor estabas burlándote de mi locura y jugando conmigo como con una niña. ¿Era cierto algo de lo que me dijiste?, ¿o era todo una burla? Estoy harta de tratar de averiguarlo. Dices que te amaba, pero a quien yo amaba era al amigo de mi padre. Nunca te amé, ni oí hablar de ti, hasta que ese hombre llegó a casa y descubrí lo engañada que estaba. ¡Devuélveme a mi padre, vuelve a ser lo que eras antes y podrás hablarme de amor!
—O sea, que no puedes perdonarme…, ¿verdad? —preguntó.
—No tengo nada que perdonar —respondió ella—. No lo entiendes.
—¿Es tu última palabra, Esther? —dijo él, muy pálido y mordiéndose el labio para que dejase de temblar.
—Sí, es mi última palabra —replicó ella.
—Entonces hemos llegado hasta aquí engañados y no tiene sentido seguir —dijo—. Si me hubieses amado, para bien o para mal, te habría llevado lejos de este lugar, pues habría tenido una posibilidad de hacerte feliz. Pero, tal como están las cosas, y perdona que hable con tanta claridad, lo que me propones es degradante para ti, un insulto para mí y un desprecio para tu padre. Tu padre será esto y lo otro, pero deberías tratarlo como a un ser humano.
—¿Qué insinúas? —replicó ella—. Le dejo mi casa y mi dinero, y eso es mucho más de lo que se merece. No sé cómo te atreves a hablarme de ese hombre. Además, es lo único que le interesa, que se quede con todo y no vuelva a molestarme nunca.
—Pensaba que eras novelesca respecto a los padres —dijo él.
—¿Es una provocación? —preguntó ella.
—No —replicó él—, es un argumento. Nadie puede obligarte a apreciarle, pero no le deshonres de ese modo. Es viejo, Esther, viejo y decrépito. Hasta yo siento lástima por él, y eso que me ha hecho perder lo que más quiero en este mundo. Escríbele a tu tía, cuando vea su respuesta podrás irte discretamente, yo mismo te llevaré con ella. Pero entretanto debes volver a casa. No tienes dinero, eres vulnerable y debes hacer lo que te digo. Créeme, Esther, lo hago solo por tu propio bien, y que Dios me ayude.
Ella se había metido las manos en los bolsillos y las sacó vacías.
—Yo contaba contigo —gimoteó.
—E hiciste bien —replicó él—, pero no voy a convertirte en una desgraciada por complacerte con un capricho momentáneo, y puesto que no puedo casarme contigo, llevamos demasiado tiempo fuera y debemos volver a casa cuanto antes.
—Dick —gritó ella de pronto—, tal vez yo podría…, con el tiempo…, tal vez…
—En estas cuestiones no hay tal vez que valga —la interrumpió Dick—. Más vale que vaya a por el faetón.
Salió a grandes pasos de la estación, lleno de pasión y virtud. Esther, cuyos ojos habían vuelto a la vida y cuyas mejillas habían recobrado el color al pronunciar aquellas últimas palabras, volvió a quedarse como petrificada. No se movió hasta que llegó él y luego le permitió, como un idiota o un niño fatigado, que la subiera al faetón y la llevase a casa. Comparado con el de ahora, su estado de aquella mañana parecía de lo más natural. Ahora estaba lívida, fría y silenciosa y no había especulación en sus ojos. El pobre Dick no hacía más que arrear al poni, y una vez trató de silbar, pero empezaban a fallarle los ánimos, enormes nubes de desesperación se estaban acumulando en su alma y de vez en cuando se desgarraban con un relámpago de tristeza y arrepentimiento. Había perdido su amor…, lo había perdido para siempre.
El poni estaba cansado, las montañas eran altas y empinadas, y el aire estaba más bochornoso que nunca, pues la brisa había cesado del todo. Era como si aquella triste excursión no fuese a terminar nunca, como si el pobre Dick no fuera a poder marcharse y lamentarse en soledad, pues lo único que anhelaba era huir de su presencia y de los reproches de su mirada. Había perdido su amor, pensaba, lo había perdido para siempre.
No estaban lejos de la casa cuando le falló el corazón y volvió a implorarle una vez más, hablándole en voz baja y con frases entrecortadas.
—No puedo vivir sin tu amor —concluyó.
—No entiendo a lo que te refieres —replicó de forma totalmente sincera.
—Entonces —dijo él, herido en lo más hondo—, dile a tu tía que venga a buscarte ella misma. Estoy a tus órdenes, claro, pero creo que es mejor así.
—¡Oh, sí! —dijo ella fatigada—. Es mejor así.
Fueron las únicas palabras que intercambiaron hasta las cuatro de la tarde; el faetón, subiendo por el camino, llegó a la casa entre los bancales cubiertos de hojas. Una fina columna de humo salía de la chimenea; las flores del jardín y el espino del sendero humillaban la cabeza por el calor; solo el ruido de los cascos de un caballo interrumpía el silencio. Y es que, justo delante de la puerta, había un criado con librea que montaba despacio de aquí para allá sujetando las riendas de un caballo de monta. Y Dick se estremeció al reconocer el alazán de su padre.
¡Ay!, pobre Richard, ¿qué presagiaría aquello?
El criado desmontó y se ocupó del faetón, tal como era su deber. Sin embargo, Dick creyó notar que se llevaba la mano al sombrero con una sonrisa. Esther, más pasiva que nunca, dejó que la ayudara a apearse y cruzó el jardín con pasos lentos y mecánicos. Dick, que la seguía de cerca, oyó la voz de su padre en el interior de la casa soltando maldiciones, y la voz más aguda del almirante que respondía en tono beligerante.
8
Batalla campal
El señor Naseby, al sentarse a la mesa para almorzar, había preguntado por Dick, a quien no había visto desde la noche anterior en la cena, y, cuando el criado le contestó, de modo un tanto extraño, que el señorito Richard había estado allí, pero había vuelto a marcharse en el faetón, despertó de tal modo sus sospechas que interrogó a aquel hombre hasta que se lo contó todo.
Al parecer Dick había estado frecuentando desde hacía casi un mes a una joven del valle —una tal señorita Van Tromp—, que vivía cerca del bosque de lord Trevanion; por lo visto, el padre de la chica había regresado hacía poco, después de una larga ausencia, y era un anciano caballero muy parlanchín y aficionado a gastar dinero en la taberna —al oírlo el señor Naseby se puso de color púrpura—; por lo visto, además, dicho señor era un almirante —al oírlo el señor Naseby soltó un breve silbido tan feroz como un juramento—, y el señorito Dick parecía hacer muy buenas migas con él —«¡Que Dios le ayude!», exclamó el señor Naseby—; al parecer, esa última noche el señorito Dick no había dormido en casa y hoy se había marchado en el faetón con la señorita.
—Con la joven —corrigió el señor Naseby.
—Sí, señor —dijo el hombre, que se había resistido a ponerle al tanto de todas aquellas habladurías y ahora temía los efectos que pudieran tener aquellas revelaciones—. ¡Con la joven, señor!
—¿Llevaban algún equipaje? —preguntó el terrateniente.
—Sí, señor.
El señor Naseby guardó silencio un instante, tratando de contener sus emociones, y consiguió dominarse lo bastante como para ponerse sarcástico, cuando corría franco peligro de ponerse quejoso.
—¿E iba con ellos ese tal… Van Dunk? —preguntó demorándose desdeñoso en aquel nombre.
El criado creía que no, y, deseoso de quitarse de encima la responsabilidad, sugirió que tal vez fuese mejor preguntarle a George, el mozo de cuadra, en persona.
—Dile que ensille el alazán y venga conmigo; puede coger el castrado gris, porque tendremos que cabalgar deprisa. Ya puedes recoger todo esto —añadió el señor Naseby señalando el almuerzo, y se levantó de forma airada y señorial y empezó a dar vueltas por la terraza mientras esperaba su caballo.
En esas fue a verle la vieja niñera de Dick —pues las noticias se habían extendido como el fuego por Naseby House— y expresó tímidamente su deseo de que no le ocurriese nada malo al señorito.
—Yo lo sacaré de esta —dijo lúgubremente su señor, como si hablase de sacar a alguien de entre las ruedas de un molino—. Lo salvaré de esa pandilla. ¡Y que Dios le ayude la próxima vez! Le gusta frecuentar la compañía de gente vulgar y carece de afectos naturales. Su padre no es suficiente para él: tenía que ir a enredar con un holandés y dejarse atrapar por él. Esperemos que aprenda la lección —añadió con más solemnidad—, pero los jóvenes siempre se meten en líos, Nancy, y los viejos tenemos que sacarlos de ellos.
Nancy gimoteó y recordó varios episodios de la infancia de Dick que llevaron al señor Naseby a sonarse la nariz y cogerla de la mano con rudeza, y luego, cuando llegó el caballo, a montar a toda prisa y salir al galope.
Cabalgó directo, a todo galope, hasta Thymebury, donde, como era de esperar, no pudo averiguar nada de los fugados. No los habían visto ni en la taberna ni en la estación. El semblante del señor Naseby se ensombreció aún más, no se le ocurrió pensar en el apeadero, así que su última esperanza era la casa de Van Tromp, y le pidió a George que lo llevara allí, con el corazón lleno de pesar, ansiedad e indignación.
—Ahí es, señor —dijo George, deteniéndose.
—¡Qué! ¡En mis propias tierras! ¿Cómo es posible? Le alquilé esta casa a alguien… M’Whirter o M’Glashan.
—Creo que la señorita M’Glashan era la tía de la joven, señor —replicó George.
—Ya veo…, un testaferro —dijo el anciano caballero—. Mucho me temo que también me costará cobrar las rentas. Coge mi caballo.
Aquella tarde tan calurosa, el almirante, estaba sentado junto a la ventana con un vaso en la mano. Conocía al terrateniente de vista y, al verlo desmontar delante de la casa y cruzar el jardín a grandes pasos, dedujo sin ningún género de dudas que había ido a pedir la mano de Esther.
«Por eso la chica no ha vuelto todavía —pensó—, muy considerado por parte del joven Naseby.»
Así que se adecentó con cierta pompa y respondió a los ruidosos golpes de la fusta de montar que se oían en la puerta con una dulzona invitación a entrar, acompañada de una reverencia y una sonrisa.
—El señor Naseby, supongo —dijo.
El terrateniente estaba en pie de guerra, le echó una mirada despreciativa de pies a cabeza y decidió de inmediato la estrategia a seguir. Debía dejarle claro a aquel tipo que lo había calado desde el primer momento.
—¿Es usted el señor Van Tromp? —respondió con aspereza y sin reparar siquiera en la mano que el otro le había tendido.
—El mismo, señor —replicó el almirante—. Siéntese, se lo ruego.
—No, señor —dijo el terrateniente a bocajarro—, no quiero sentarme. Tengo entendido que es usted almirante —añadió.
—No, señor, no soy almirante —replicó Van Tromp, que empezaba a estar un poco picado y a captar mejor el tono de aquella entrevista.
—Entonces, ¿por qué se hace usted pasar por uno, señor?
—Tendrá que disculparme, pero nunca me he hecho llamar así —respondió Van Tromp, con tanta prosopopeya como el mismísimo Papa.
Pero no había nada capaz de detener al terrateniente.
—Es usted un farsante de tomo y lomo —dijo—. Incluso ha alquilado esta casa con un nombre supuesto.
—Esta no es mi casa. Soy huésped de mi hija —replicó el almirante—. Si fuese mi casa…
—¿Y bien? —preguntó el terrateniente—, ¿qué es lo que haría usted? ¿Eh? —El almirante lo miró con nobleza, pero guardó silencio—. Mire, usted —dijo el señor Naseby—, sus bravatas son una pérdida de tiempo. Lo tengo calado y no le servirán de nada. No toleraré que trate usted de ganar tiempo con su palabrería. Supongo, señor, que sabrá lo que me ha traído aquí.
—Ignoro por completo el motivo de su intromisión —respondió con una reverencia el señor Van Tromp.
—En ese caso tendré que decírselo yo. He venido aquí como padre. —Y golpeó la mesa con la fusta—. El derecho y la justicia están de mi lado. Sé muy bien lo que se trae entre manos, pero no había contado usted conmigo. Soy un hombre de mundo y le veo venir y sé lo que se propone con sus manejos. Tengo que enfrentarme a una conspiración, me atrevo a llamarla de ese modo, y pienso ponerla al descubierto y aplastarla. Le ordeno a usted que me diga hasta dónde ha llegado ya, y adónde se ha llevado a mi desdichado hijo.
—¡Dios mío, caballero! —le interrumpió Van Tromp—, ya empiezo a estar harto. ¿Su hijo? ¡Dios sabe dónde estará! ¿Qué demonios tengo yo que ver con su hijo? Mi hija también ha salido y, por la misma regla de tres, yo podría preguntarle a usted dónde está. ¿Qué me dice a eso? Esto es una locura. Dígame de una vez a qué ha venido, y váyase.
—¿Cuántas veces tendré que decírselo? —exclamó el terrateniente—. ¿Adónde ha llevado su hija a mi hijo esta mañana en el maldito faetón?
—¿En un faetón?
—Sí, señor…, y con equipaje.
—¿Con equipaje? —Van Tromp había empalidecido levemente.
—Sí, con equipaje, ¡con equipaje! —gritó Naseby—. Déjese ya de disimulos. ¿Dónde está mi hijo? Está usted hablando con un padre, señor, con un padre.
—Pero, señor, si eso es cierto —replicó Van Tromp en un tono muy distinto—, soy yo quien tengo que pedirle explicaciones.
—Exacto. En eso consiste la conspiración —replicó Naseby—. ¡Oh! —añadió—. Soy un hombre de mundo. Les tengo calados a todos.
Van Tromp empezó a comprender.
—Insiste usted mucho en lo de que ha venido aquí como padre, señor Naseby —dijo—, pero parece olvidar que ambos compartimos esa condición. No alcanzo a comprender, ni siquiera por asomo, que un hombre, y fíjese que no he dicho un caballero, pueda insultar a otro como lo ha hecho usted desde que entró en esta casa. Ahora entiendo sus insinuaciones y las desprecio tanto como le desprecio a usted. Tengo entendido que fue usted una especie de fabricante; yo soy un artista, he visto días mejores, he frecuentado sociedades donde a usted no le recibirían, y cenado en sitios donde usted pagaría con gusto una libra por verme cenar. Desprecio eso que llaman la aristocracia del dinero, señor mío. Me niego a ayudarle a usted y rechazo su ayuda. Ahí tiene usted la puerta.
Y el almirante se plantó allí, como si estuviera rodeado de un halo.
En ese momento fue cuando entró Dick. Llevaba un rato esperando en el porche con Esther inmóvil a su lado. Había extendido el brazo para impedirle la entrada y ella lo había permitido sin sorprenderse, y aunque daba la impresión de estar escuchando, apenas parecía comprender lo que oía. Dick, por su parte, estaba tan pálido como la pared, los ojos le ardían y los labios le temblaban de rabia cuando abrió la puerta de pronto, hizo pasar a Esther con ceremoniosa galantería y se caló el sombrero como quien está a punto de dar un salto.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó.
—¿Es este su padre, señor Naseby? —preguntó el almirante.
—Sí —replicó el joven.
—Pues le felicito —repuso Van Tromp.
—¡Dick! —gritó su padre interrumpiéndole—, no es demasiado tarde, ¿verdad? He llegado a tiempo de salvarte. Vamos, vamos…, vayámonos de aquí.
E hizo ademán de ir a acariciar a Dick.
—¡Quítame las manos de encima! —gritó Dick, no por animosidad, sino porque tenía los nervios destrozados después de tantas desdichas seguidas.
—No, no —dijo el anciano—, no repudies a tu padre, Dick, he venido aquí a salvarte. No me repudies, muchacho. Tal vez no haya sido amable ni considerado contigo, puede que haya sido demasiado duro, pero no ha sido por falta de afecto. Recuerda los viejos tiempos. Siempre fui amable contigo, ¿no es cierto? Cuando eras niño y tu madre estaba con nosotros. —El señor Naseby se interrumpió con una especie de sollozo. Dick se quedó mirándolo perplejo—. Vamos —prosiguió su padre con un susurro—, no debes temer las consecuencias. Soy un hombre de mundo, Dick; y ella no puede exigirte nada…, nada, créeme. Sabremos ser generosos, Dick…, les daremos una jugosa cantidad, al padre y a la hija, y se acabó.
Trató de arrastrar a Dick hacia la puerta, pero él se resistió.
—Será mejor, señor, que no se atreva a insultar a esta dama —le advirtió su hijo tan sombrío como la misma noche.
—¿Es que no vas a elegir entre tu padre y tu amante? —dijo el padre.
—¿Cómo la has llamado? —gritó Dick en voz muy clara.
La paciencia y la ecuanimidad no se contaban entre las virtudes del señor Naseby.
—La he llamado tu amante —gritó—, y lo mismo podría haberla llamado…
—Eso es una mentira cobarde —replicó Dick muy despacio.
—¡Dick! —gritó el padre—. ¡Dick!
—No me importa —dijo el hijo, haciendo acopio de fuerzas contra su propia voluntad—. Lo que he dicho es cierto.
Se hizo una pausa.
—Dick —dijo por fin el anciano, en un tono tan trémulo como si estuviera en plena galerna—, me marcho. Te dejo con tus amigos, el señor…, con tus amigos. Había venido a ayudarte y me voy como un hombre hundido. Hacía años que lo veía venir, y ahora ha sucedido. Nunca me has querido. Me has llevado a la tumba. Puedes estar orgulloso. Ahora me despido. ¡Que Dios te perdone!
Y con esas palabras se marchó, y los tres oyeron los cascos de su caballo mientras descendía por el camino. Esther no había hecho ni un solo gesto en toda la entrevista, y siguió guardando silencio ahora que todo había terminado, pero el almirante, que había avanzado y retrocedido varias veces, ahora se adelantó muy decidido.
—Eres un hombre valiente —le dijo a Dick—, pero, aunque no me gusta que los padres se entrometan, creo que has sido un poco duro con el viejo. —Luego añadió con una risita—: Empezaste, Richard, con cuchara de plata y ahora estás con el agua al cuello, como todos. Trabajo, trabajo, no hay nada como el trabajo. Tienes buenos modales y eres hábil, si te aplicas puedes llegar a ser millonario.
Dick se estremeció. Cogió a Esther de la mano y la miró con tristeza.
—Así que esto es el adiós —dijo.
—Sí —respondió ella.
No había expresión en su voz y no le devolvió la mirada.
—Para siempre —añadió Dick.
—Para siempre —repitió ella maquinalmente.
—He pagado un alto precio —prosiguió—. Con el tiempo, creo que podría haberte demostrado que soy digno de ti, pero no he tenido ocasión de demostrarte lo mucho que te quiero. No ha podido ser. Lo he perdido todo.
Soltó su mano, sin dejar de mirarla, y ella se volvió para salir de la habitación.
—Pero ¿qué demonios significa esto? —gritó Van Tromp—. ¡Esther, vuelve aquí!
—Déjela marchar —dijo Dick, y observó cómo se iba con emociones encontradas, pues había caído en ese estado en el que los hombres sienten el vértigo del infortunio, paladean los golpes del destino, y se apresuran hacia cualquier cosa decisiva que pueda librarles de la incertidumbre, aun a costa de su propia ruina. Es una de las muchas formas menores del suicidio.
—No me quería —dijo volviéndose hacia el padre.
—Eso temí —respondió—, cuando la sondeé. ¡Pobre Dick, pobre Dick! Y, sin embargo, creo que en eso nos parecemos. Hemos nacido para ver felices a los demás.
—Olvida que ahora soy pobre —replicó Dick con cierto desdén.
Van Tromp chasqueó los dedos.
—¡Bobadas! Esther tiene de sobra para los tres.
Dick lo miró un poco sorprendido. Jamás se le había ocurrido pensar que aquel parásito inútil, manirroto y extorsionador pudiera ser, después de todo y a pesar de todo, íntegro en su fuero más íntimo, y sin embargo así era.
—No —dijo Dick—, debo marcharme.
—¿Marcharte? —gritó Van Tromp—. ¿Dónde? No dé ni un paso más, señor Naseby. ¡Usted se quedará aquí!, y, en fin, hará algo práctico, presentarse a algún empleo como secretario privado…, y cuando lo obtenga, váyase si quiere. Pero, entretanto, señor, nada de falsos orgullos, debes quedarte con tus amigos y abusar un poco de papá Van Tromp, que tantas veces abusó de ti.
—¡Dios mío! —gritó Dick—. Al final resultará ser usted el mejor de todos.
—Dick, muchacho —replicó el almirante guiñándole el ojo—, fíjate bien en mí y verás que al menos no soy el peor.
—Entonces, ¿por qué…? —empezó Dick, e hizo una pausa—. Pero Esther… —volvió a empezar para volver a interrumpirse—. El hecho es, almirante —ahora pudo decirlo claramente—, que Esther me pidió que me fugara con ella y me ha costado mucho traerla de vuelta.
—¿En el faetón? —preguntó el almirante con la estupidez de la extrema sorpresa.
—Sí —respondió Dick.
—Pero ¿de qué demonios huía?
A Dick le resultó muy difícil responder a esa pregunta.
—En fin —dijo—, no me negará que es usted un poco disoluto.
—Siempre me he comportado con ella como un archidiácono, señor mío —replicó acalorado Van Tromp.
—Sí, pero bebe usted mucho —insistió Dick.
—Admito que, una vez, solo una, desde que llegué a este lugar, fui como una hoja arrastrada por el viento —repuso el almirante—. Pero, incluso entonces, no hice nada que no fuese adecuado en cualquier salón. Me gustaría que me dijese usted cuántos padres, laicos o clericales, se van a dormir a diario con la cara roja como un cangrejo y ojos de bacalao…, ¡y encima son aburridos, ni siquiera les alegra el dinero! No, si esas han sido sus razones para huir, que se vaya donde quiera.
—Verá —volvió a intentarlo Dick—, ella se había hecho ilusiones…
—¡Malditas sean sus ilusiones! —gritó Van Tromp—. He sido bueno con ella, soy su padre y me gusta. Además, había empezado a cogerle cariño y pensaba quedarme con ella para siempre. Pero te diré una cosa, Dick: puesto que ha jugado con tus sentimientos, ¡sí, no lo niegues!, y ya que su anciano padre no es de su gusto, que se vaya al demonio.
—¿Será usted al menos amable con ella? —dijo Dick.
—Jamás he sido desagradable con nadie —replicó el almirante—. Puedo ser firme, pero nunca desagradable.
—Muy bien —dijo Dick tendiéndole la mano—. Que Dios le bendiga y adiós.
El almirante juró y perjuró que no lo dejaría marchar.
—Dick —le dijo—, eres un egoísta; olvidas a tu viejo almirante. No irás a dejarlo aquí solo, ¿verdad?
De nada sirvió recordarle que aquella casa no era suya, pues su inteligencia no estaba hecha para esa clase de consideraciones, de modo que Dick se apartó de él por la fuerza y, gritándole adiós, echó a andar por el camino de Thymebury.
9
En el que reaparece, como deus ex machina, el amable editor
Debió de ser una semana más tarde cuando un caballero muy nervioso y mal vestido acudió a visitar por un asunto muy urgente al viejo señor Naseby, que estaba sentado malhumorado en su despacho.
—Tengo que pedirle que disculpe mi intromisión, señor Naseby —dijo—, pero he venido a cumplir con mi deber. Ya le habrán dado a usted mi tarjeta, pero tal vez no sepa, puesto que no lo indica, que soy el director del Thymebury Star.
El señor Naseby alzó la mirada indignado.
—No alcanzo a comprender —dijo— qué puede querer hablar usted conmigo.
—Solo quiero decirle una cosa…, tengo algo que comunicarle. Hace ahora unos meses…, disculpe que se lo recuerde, pero es absolutamente necesario…, tuvimos una desdichada discrepancia respecto a cierto asunto.
—¿Ha venido usted a disculparse? —preguntó el terrateniente con voz severa.
—No, señor, a hacerle notar cierta circunstancia. La mañana en cuestión, su hijo, Richard Naseby…
—No permito que nadie mencione su nombre.
—Pues a mí tendrá que permitírmelo —replicó el director.
—Es usted muy cruel —dijo el terrateniente.
Tenía razón, era un hombre hundido.
El director le describió la visita de advertencia de Dick, le explicó cómo había notado, por su mirada, que el joven había ido allí con intención de darle una paliza y que él se había librado solo porque había despertado su compasión —así lo expresó el director—, «solo porque desperté su compasión, señor. Y, ¡oh!, señor —prosiguió—, si lo hubiese visto usted hablar en su defensa, estoy seguro de que se habría sentido orgulloso de su hijo. Vamos, si hasta yo sentí admiración por el muchacho, y por eso mismo he venido a verle».
—Lo he juzgado mal —dijo el terrateniente—. ¿Sabe usted dónde se encuentra?
—Sí, señor, está enfermo en Thymebury.
—¿Puede usted traerlo aquí?
—Sí.
—Ruego a Dios porque me perdone —dijo el padre.
Y él y el director fueron a toda prisa al pueblo.
Al día siguiente, corrió la noticia de que el señorito Richard se había reconciliado con su padre y lo habían llevado a Naseby House. Según se decía, estaba enfermo y el señor Naseby lo cuidaba como una madre. En este caso, los rumores hacían honor a la verdad y, junto a la cabecera de la cama, ambos intercambiaron muchas confidencias, y las nubes que llevaban acumulándose varios años se dispersaron en pocas horas, nos gustaría pensar que para siempre. Siguieron muchas largas conversaciones que no tuvieron ningún efecto práctico, aunque sirvieron para que ambos se conocieran mejor, y por fin, un martes lluvioso, pudo verse al terrateniente que iba camino de casa de la joven.
El anciano caballero adoptó una expresión de autodominio, no del todo alegre, y entró en la casa en su visita de reconciliación con el aspecto de un cura que va a anunciar un fallecimiento.
El almirante y su hija estaban en casa y ambos miraron al visitante con más sorpresa que agrado.
—Señor —le dijo a Van Tromp—, me temo que he sido muy injusto con usted.
Se oyó un leve sonido en la garganta de Esther y la chica se llevó la mano al corazón.
—Cierto, señor mío, y le honra reconocerlo —replicó el almirante—. Estoy dispuesto a hacer las paces con usted, puesto que he oído decir que se ha reconciliado con mi amigo Dick. Pero permita que le recuerde que también le debe usted una disculpa a esta joven.
—Tendré la temeridad de pedirle algo más que perdón —dijo el terrateniente—. Señorita Van Tromp —prosiguió—, en la anterior ocasión estaba muy angustiado y no sabía nada de su carácter, pero confío en que pueda usted disculpar a un viejo que le ruega que lo perdone desde lo más hondo de su corazón. Desde entonces he oído hablar mucho de usted, pues tiene usted un ferviente defensor en mi casa. Ya imaginará que me refiero a mi hijo. Siento decir que no está precisamente bien y que no se recupera tal como habían esperado los médicos; tiene demasiadas preocupaciones y, para serle sincero, temo que, si usted no nos ayuda, acabaré perdiéndolo. ¡Perdónele usted! Yo también estuve enfadado con él y descubrí que estaba equivocado. Es solo un malentendido, créame, con un único gesto bondadoso puede hacernos felices a él y a mí, y también a usted misma.
Esther fue hacia la puerta, pero mucho antes de llegar prorrumpió en sollozos.
—Está bien —dijo el almirante—, conozco a las de su sexo. Permita que le felicite, señor Naseby.
El terrateniente estaba demasiado aliviado para enfadarse.
—Querida —le dijo a Esther—, no debe usted disgustarse así.
—Lo mejor será que vaya a verlo cuanto antes —sugirió Van Tromp.
—No me atrevía a proponérselo —replicó el terrateniente—, me temo que las conveniencias…
—Je m’en fiche —gritó el almirante, chasqueando los dedos—. Irá ahora mismo a ver a mi amigo Dick. Corre a arreglarte, Esther.
Esther lo obedeció.
—¿No volverá a… fugarse? —preguntó el señor Naseby en cuanto salió de la habitación.
—No —dijo Van Tromp—, pero se lo advierto, es una chica muy rara.
«No soporto al hombre de los abscesos», pensó el terrateniente.
Y por eso hay otra familia y un bebé recién nacido en Naseby Dower House y el gran Van Tromp vive instalado como un señor en la costa de Inglaterra, y por eso en Naseby House se reciben diariamente veintiséis ejemplares del Thymebury Star.