EL DIAMANTE DEL RAJÁ

 

 

HISTORIA DE LA CAJA DE SOMBREROS

 

 

Harry Hartley había recibido la educación típica de un caballero, primero en una escuela privada hasta los dieciséis años, y luego en una de esas grandes instituciones por las que Inglaterra es, con toda justicia, famosa. En esa época manifestó una notable antipatía por los estudios y, como el único de sus progenitores que seguía con vida era débil e ignorante, le permitió consagrar su tiempo a cuestiones frívolas y puramente mundanas. Dos años más tarde quedó huérfano y casi en la miseria. Tanto por su naturaleza como su formación, Harry era incapaz de dedicarse a ningún propósito activo e industrioso. Sabía cantar cancioncillas románticas con un discreto acompañamiento de piano, era un caballero gentil pero tímido, le gustaba jugar al ajedrez; y la naturaleza lo había arrojado a este mundo con el físico más atractivo que imaginarse pueda. Rubio y sonrosado, con ojos de paloma y una amable sonrisa, tenía un aspecto agradable, tierno y melancólico y unos modales sumisos y acariciadores. Pero, dejando eso aparte, no era el hombre más idóneo para capitanear un ejército o regir los asuntos del Estado.

Un golpe de suerte y el uso de ciertas influencias le valieron a Harry, en aquel luctuoso momento, el puesto de secretario personal del general de división sir Thomas Vandeleur, condecorado con la Orden de Bath. Sir Thomas era un hombre de sesenta años, vocinglero, bullicioso y dominante. Por algún motivo, algún servicio cuya naturaleza había dado mucho que hablar y había sido desmentida muchas veces, el rajá de Kashgar le había regalado a dicho oficial el sexto diamante más grande del mundo. Aquel presente sacó de la pobreza al general Vandeleur, lo convirtió en un hombre rico y le permitió pasar de ser un soldado poco conocido y apreciado a uno de los personajes más celebrados de la sociedad londinense: el propietario del diamante del rajá era bien recibido en los círculos más privilegiados y no tardó en encontrar una dama joven, guapa y de buena cuna, que estaba deseando que el diamante fuese suyo, aunque el precio para lograrlo fuese casarse con sir Thomas Vandeleur. Se decía que, igual que los opuestos se atraen, una joya había atraído a la otra: ciertamente, lady Vandeleur no solo era una gema límpida, sino que además se exhibía al mundo en un carísimo engaste y las autoridades en la materia la consideraban entre las tres o cuatro mujeres mejor vestidas de Inglaterra.

Las obligaciones de Harry como secretario no eran particularmente onerosas, pero cualquier trabajo prolongado le producía aversión: le dolía tener que ensuciarse de tinta los dedos, y los encantos de lady Vandeleur y sus vestidos lo llevaban a menudo de la biblioteca al tocador. Trataba a las mujeres con la mayor gentileza, le encantaba charlar de moda, y nada le satisfacía más que criticar el color de una cinta o ir a hacer un recado a casa de la sombrerera. En suma, la correspondencia de sir Thomas empezó a retrasarse lamentablemente mientras la señora tenía una doncella más.

Por fin el general, que era uno de esos jefes militares con muy poca paciencia, se levantó de su asiento presa de un violento ataque de ira, y le indicó a su secretario que ya no necesitaba sus servicios con uno de esos gestos elocuentes que no son habituales entre los caballeros. Por desgracia, la puerta estaba abierta y el señor Hartley cayó de cabeza por las escaleras.

Se levantó un tanto maltrecho y profundamente ofendido. La vida en casa del general se ajustaba exactamente a sus gustos: alternaba, sin tener verdadero derecho a hacerlo, con gente de alcurnia, trabajaba poco, comía bien y sentía una tibia satisfacción en presencia de lady Vandeleur, a quien llamaba para sí por un nombre más cariñoso.

Justo después de haber sido ultrajado por la bota militar, corrió al tocador a contar sus penas.

—Sabes muy bien, mi querido Harry —replicó lady Vandeleur, pues le llamaba siempre por su nombre de pila, como a un niño o a un sirviente doméstico—, que nunca haces lo que te pide el general. Yo tampoco, me dirás. Pero eso es diferente. Una mujer puede lograr el perdón por un año de desobediencia con un único y hábil acto de sumisión; además, nadie está casado con su secretario personal. Sentiré perderte, pero, puesto que no puedes quedarte en una casa donde te han insultado de ese modo, te diré adiós; te prometo que regañaré al general por su comportamiento.

Harry se quedó muy abatido, las lágrimas brotaron de sus ojos y se quedó mirando a lady Vandeleur con aire de tierno reproche:

—Señora —dijo—, ¿qué es un insulto? Siempre he tenido en poco a quienes no saben perdonarlos. Pero apartarse de los amigos, romper los vínculos del afecto…

Fue incapaz de proseguir, pues le embargó la emoción y acabó por prorrumpir en llanto.

Lady Vandeleur se le quedó mirando con una expresión curiosa.

«Este pobre idiota —pensó— cree haberse enamorado de mí. ¿Por qué no convertirlo en criado mío y no del general? Es buena persona, servicial y entiende de ropa, y además así no se metería en líos. Es demasiado guapo para que alguna acabe enredándolo.»

Esa noche habló con el general, que estaba ya un poco arrepentido de su vehemencia, y transfirieron a Harry al departamento femenino, donde le pareció rozar el cielo. Iba siempre vestido con insólito refinamiento, llevaba flores delicadas en el ojal y sabía entretener a las visitas con tacto y delicadeza. Se enorgullecía de servir a una mujer tan bella, recibía las órdenes de lady Vandeleur como pruebas de su favor, y le gustaba exhibirse ante otros hombres que lo despreciaban y se mofaban de él por su condición de doncella y sombrerera masculina. También era incapaz de considerar su existencia desde un punto de vista moral. La maldad le parecía un atributo esencialmente masculino, y pasar sus días con una mujer tan elegante, dedicado principalmente a supervisar sus adornos y puntillas, era como vivir en una isla encantada en medio de las tormentas de la vida.

Una agradable mañana, entró en el salón y empezó a organizar unas partituras encima del piano. Lady Vandeleur, al otro extremo del aposento, estaba hablando un tanto airada con su hermano, Charlie Pendragon, un joven prematuramente envejecido y quebrantado por la vida disipada, que era cojo de una pierna. El secretario privado, a quien nadie prestó atención al entrar, no pudo evitar oír parte de la conversación.

—Es hoy o nunca —dijo la dama—. Lo haremos hoy de una vez por todas.

—Tendrá que ser hoy —replicó el hermano con un suspiro—. Pero es un paso en falso, un paso que será nuestra perdición, Clara, y del que nos arrepentiremos el resto de nuestras vidas.

Lady Vandeleur miró a su hermano fijamente a la cara con un gesto extraño en el rostro.

—Olvidas que algún día tiene que morir —dijo.

—Palabra, Clara —dijo Pendragon—, que me pareces la sinvergüenza más despiadada de Inglaterra.

—Vosotros, los hombres —respondió—, sois tan toscos que nunca entendéis una indirecta. Sois voraces, violentos, fatuos y carentes de distinción; y, sin embargo, os sorprende que una mujer haga alguna previsión para el futuro. No tengo paciencia con esas cosas. Despreciaríais en un banquero la estupidez que esperáis encontrar en nosotras.

—Probablemente tengas razón —replicó su hermano—, siempre fuiste más lista que yo. Y, en cualquier caso, ya conoces mi lema: «La familia ante todo».

—Sí, Charlie —dijo ella cogiéndole de la mano—, conozco tu lema mejor aún que tú. «¡Y Clara antes que la familia!» ¿No es esa la segunda parte? Desde luego, no se puede tener un hermano mejor, y te quiero mucho.

El señor Pendragon se levantó, un poco confundido por aquellos halagos familiares.

—Será mejor que no me vean —dijo—. Comprendo mi papel a la perfección. No le quitaré el ojo de encima al Gato Amaestrado.

—Sí —replicó ella—. Es un tipo servil y podría echarlo todo a perder.

Ella le lanzó un beso rozándose delicadamente la yema de los dedos, y el hermano se retiró por el tocador y las escaleras traseras.

—Harry —dijo lady Vandeleur volviéndose hacia el secretario en cuanto se quedaron solos—, tengo un encargo para ti esta mañana. Pero tendrás que coger un coche: no quiero que mi secretario se llene de pecas. —Pronunció estas palabras con una afectación y una mirada de orgullo semimaternal que alegraron mucho al pobre Harry, que manifestó su satisfacción por tener la oportunidad de servirla—. Se trata de uno de nuestros secretos —prosiguió ella astutamente—, y debe quedar entre mi secretario y yo. Sir Thomas se enfadaría mucho, ¡y si supieses lo harta que estoy de sus escenas! ¡Oh, Harry! Harry, ¿no sabrías tú qué es lo que os hace a los hombres tan violentos e injustos? Aunque, claro, ya sé que no, pues eres el único hombre del mundo que es ajeno a tan vergonzosos arrebatos; eres tan bueno, Harry, y tan amable; al menos puedes ser amigo de una mujer; ¿y sabes una cosa? Creo que los demás palidecen a tu lado.

—Sois vos —dijo Harry galantemente— quien sois amable conmigo. Me tratáis como…

—Como una madre —le interrumpió lady Vandeleur—, trato de ser una madre para ti. O, al menos —se corrigió con una sonrisa—, casi una madre. Me temo que soy demasiado joven para ser tu madre. Digamos una amiga…, una amiga querida. —Hizo una pausa lo bastante larga para que sus palabras causaran su efecto en los sentimientos de Harry, pero no lo bastante para que él pudiera responderle—. Pero todo esto está de más —prosiguió—. Encontrarás una caja de sombreros a la izquierda del armario de roble; está debajo de la combinación rosa que llevé el miércoles con mi vestido de encaje de Malinas. Llévalo enseguida a esta dirección —y le entregó un papel—, pero no lo sueltes bajo ningún concepto hasta que te den un recibo de mi puño y letra. ¿Comprendes? ¡Contesta, por favor…, contesta! Es muy importante, y necesito que prestes atención.

Harry la tranquilizó repitiendo sus instrucciones al pie de la letra; ella se disponía a contarle más cuando el general Vandeleur irrumpió en la habitación, rojo de ira, y sosteniendo una larga y complicada factura del sombrerero en la mano.

—¿Queréis mirar esto, señora? —gritó—. ¿Tendríais la bondad de observar este documento? Sé muy bien que os casasteis conmigo por mi dinero, y espero poder permitiros tantos lujos como cualquiera de mis colegas, pero por Dios que pienso poner fin a este vergonzoso despilfarro.

—Señor Hartley —dijo lady Vandeleur—, creo que ya sabéis lo que tenéis que hacer. ¿Puedo pediros que os pongáis manos a la obra enseguida?

—Alto —dijo el general, dirigiéndose a Harry—, tengo algo que deciros antes de que os marchéis. —Luego se volvió otra vez hacia lady Vandeleur—. ¿A qué recado habéis enviado a este joven tan encantador? —preguntó—. Dejad que os diga que desconfío de él tanto como de vos. Si tuviese un ápice de dignidad, le avergonzaría seguir en esta casa. ¡Me gustaría saber qué es lo que hace para ganarse el sueldo! ¿Qué encargo le habéis hecho, señora, y a qué vienen tantas prisas?

—Creí que teníais algo que decirme en privado —replicó la señora.

—Hablasteis de un recado —insistió el general—. No tratéis de engañarme en mi presente estado de ánimo. Estoy seguro de haberos oído decir algo de un recado.

—Si insistís en poner a vuestros criados al corriente de nuestras humillantes discusiones —replicó lady Vandeleur—, tal vez sería mejor pedirle al señor Hartley que tomara asiento. ¿No? —prosiguió—. Entonces podéis iros, señor Hartley. Confío en que recordéis todo lo que habéis oído en esta habitación, puede que os sea de utilidad.

Harry huyó enseguida del salón, y mientras corría escaleras arriba oyó la voz del general, que se desgañitaba en una arenga altisonante, y la voz más fina de lady Vandeleur, que respondía con gélidas réplicas en cada pausa. ¡Con cuánta cordialidad admiró a aquella mujer! ¡Qué habilidad para evitar las preguntas improcedentes! ¡Qué seguridad para repetir sus instrucciones bajo el fuego enemigo! Y, por otro lado, ¡cuánto detestaba a su marido!

Los acontecimientos de aquella mañana no tenían nada de raro, pues estaba acostumbrado a servir a lady Vandeleur en misiones secretas, sobre todo relacionadas con la sombrerería. Él sabía muy bien que en aquella casa guardaban un esqueleto en el armario. Las insondables extravagancias y las desconocidas obligaciones de la mujer hacía tiempo que habían consumido su fortuna personal y amenazaban todos los días con engullir también la del marido. Una o dos veces al año, la ruina y el oprobio parecían inminentes, y Harry se pasaba el día recorriendo las tiendas de todo género de proveedores, alegando pequeños embustes y pagando anticipos a cuenta del total, hasta que pasaba la mala racha y la dama y su secretario recobraban el aliento. Pues Harry estaba entregado en cuerpo y alma a aquel bando en dos sentidos: no solo adoraba a lady Vandeleur y temía y despreciaba a su marido, sino que además compartía su afición por la vestimenta elegante y su único capricho era el sastre.

Encontró la sombrerera donde le habían dicho, se arregló con cuidado y salió de la casa. Lucía el sol, la distancia que tenía que recorrer era considerable y recordó con desánimo que la repentina irrupción del general había impedido a lady Vandeleur darle dinero para el coche. En un día tan caluroso era más que probable que se le estropeara el cutis, y recorrer todo Londres con una sombrerera bajo el brazo era una humillación casi insoportable para un joven de su carácter. Se detuvo a pensar. Los Vandeleur vivían en Eaton Place, su destino estaba cerca de Notting Hill, lo más fácil sería cruzar por el parque y evitar así las calles más populosas, y agradeció a su destino que todavía fuese relativamente temprano.

Deseoso de librarse de su carga, anduvo a paso más rápido de lo habitual, y ya se había adentrado un buen trecho en Kensington Gardens, cuando, en un lugar solitario entre los árboles, se encontró con el general.

—Disculpad, sir Thomas —observó Harry haciéndose amablemente a un lado, pues el otro le cortaba el paso.

—¿Puede saberse adónde vais, señor? —preguntó el general.

—A dar un paseíto entre los árboles —replicó el muchacho.

El general golpeó la sombrerera con el bastón.

—¿Con eso? —gritó—. ¡Sabéis muy bien que estáis mintiendo!

—La verdad, sir Thomas —repuso Harry—, no estoy acostumbrado a que me hablen en ese tono.

—No comprendéis vuestra situación —dijo el general—. Sois mi criado, y un criado sobre el que albergo las más graves sospechas. ¿Cómo sé que en esa caja no lleváis la vajilla de plata?

—Contiene un sombrero de seda que pertenece a una amiga —dijo Harry.

—Muy bien —replicó el general Vandeleur—. Entonces dejadme ver el sombrero de seda de vuestra amiga. Siento gran afición por los sombreros —añadió en tono lúgubre—, y creo que ya habéis comprobado que soy un tanto categórico.

—Os ruego perdón, sir Thomas, lo siento muchísimo —se disculpó Harry—, pero se trata de un asunto personal.

El general lo cogió bruscamente del hombro con una mano y alzó el bastón de forma amenazadora con la otra. Harry se dio por muerto, pero en ese instante el cielo le envió un inesperado defensor en la persona de Charlie Pendragon, que apareció detrás de unos árboles.

—Vamos, vamos, general, conteneos —dijo—, vuestro comportamiento no es ni caballeroso ni varonil.

—¡Ajá! —gritó el general volviéndose hacia su nuevo antagonista—. ¡El señor Pendragon! ¿Acaso creéis, señor Pendragon, que porque tuve la desdicha de casarme con vuestra hermana he de permitir que me espíe y moleste un libertino arruinado y deshonrado como vos? Mi trato con lady Vandeleur, señor, me ha quitado las ganas de conocer al resto de su familia.

—¿Y acaso pensáis, general Vandeleur —replicó Charlie—, que cuando mi hermana tuvo la desdicha de casarse con vos perdió todos los derechos y privilegios de una dama? Admito, señor, que hacerlo solo le sirvió para descender de posición social, pero para mí sigue siendo una Pendragon. Mi obligación es defenderla de cualquier ultraje, y aunque os hubierais casado con ella diez veces, no permitiría que coartaseis su libertad ni que detuvierais por la fuerza a sus mensajeros personales.

—¿Cómo es eso, señor Hartley? —inquirió el general—. Al parecer, el señor Pendragon opina como yo. También él sospecha que lady Vandeleur tiene algo que ver con el sombrero de seda de vuestra amiga.

Charlie vio que había cometido una torpeza imperdonable y se apresuró a corregirla.

—¿Cómo, señor? ¿Decís que sospecho? No sospecho nada. Pero cuando veo a alguien que abusa de la fuerza y maltrata a sus subordinados, me tomo la libertad de intervenir.

Al decir esas palabras le hizo una seña a Harry, pero el joven fue demasiado obtuso o estaba demasiado ofuscado para comprenderla.

—¿Cómo he de tomarme vuestra actitud, señor? —preguntó Vandeleur.

—Como gustéis, señor —replicó Pendragon.

El general volvió a alzar el bastón y trató de golpear a Charlie en la cabeza, pero este, a pesar de su cojera, evitó el golpe con el paraguas y cargó contra su formidable adversario.

—¡Corre, Harry, corre! —gritó—. ¡Corre, estúpido!

Harry se quedó petrificado un momento, al ver tambalearse a los dos hombres en un fiero abrazo; luego se dio la vuelta y puso tierra de por medio. Al volver la vista atrás vio al general postrado bajo la rodilla de Charlie, aunque haciendo esfuerzos desesperados por invertir la situación; los jardines parecían haberse llenado de gente que acudía de todas partes al lugar de la pelea. El espectáculo prestó alas al secretario, que no dejó de correr hasta que llegó a Bayswater Road y se metió al azar en una callejuela poco frecuentada.

Ver a dos caballeros a quienes conocía maltratándose tan brutalmente impresionó mucho a Harry. Deseó olvidar lo que había visto y sobre todo deseó poner la mayor distancia posible entre él y el general Vandeleur, y en su ansia por hacerlo olvidó por completo adónde se dirigía y anduvo tembloroso y sin rumbo. Cuando recordó que lady Vandeleur era la mujer de uno y la hermana de otro de aquellos gladiadores, su corazón se llenó de compasión por una mujer a la que la vida había puesto en una situación tan complicada. Aunque tampoco su propia situación en casa del general parecía muy halagüeña, a la luz de aquellas violentas discrepancias.

Llevaba recorrida cierta distancia, absorto en aquellos pensamientos, cuando un leve roce con otro viandante le recordó la sombrerera que llevaba debajo del brazo.

—¡Cielos! —gritó—. ¿Dónde tengo la cabeza? ¿Y dónde me encuentro?

Enseguida consultó el sobre que le había dado lady Vandeleur. En las señas no constaba el nombre del destinatario. Harry tenía instrucciones de preguntar por «el caballero que espera un paquete de lady Vandeleur», y si no lo encontraba en casa debía esperar a que volviese. El caballero, añadía la nota, le entregaría un recibo escrito de puño y letra por la propia dama. A Harry aquello le pareció muy misterioso y sobre todo le extrañó la omisión del nombre y la formalidad del recibo. No le había parecido raro cuando ella lo dejó caer en el curso de la conversación, pero al leerlo fríamente y relacionarlo con las otras circunstancias, se convenció de que estaba metido en un asunto peligroso. Por un brevísimo instante llegó a dudar de la propia lady Vandeleur, pues aquellos manejos tan poco claros le parecieron indignos de una dama tan elevada, y siempre se sentía más crítico cuando no le confiaba sus secretos. Pero el dominio que ella ejercía sobre su espíritu era tan completo que descartó todas sus sospechas y se reprochó haberlas abrigado.

No obstante, su deber, su interés, su generosidad y sus terrores coincidían en una cosa: en librarse cuanto antes de la sombrerera.

Se acercó al primer policía que encontró y muy cortésmente le preguntó el camino. Resultó que no estaba lejos de su destino y una caminata de unos minutos le llevó a una callejuela donde había una casita recién pintada y pulcramente cuidada. El llamador y el timbre estaban muy bien pulimentados, macetas con flores adornaban los alféizares de las ventanas y unas espesas cortinas ocultaban el interior de los ojos de los transeúntes indiscretos. El lugar tenía un aspecto tranquilo y apartado, y Harry se dejó influir tanto por él que llamó a la puerta más cohibido de lo normal, y puso mucho cuidado en limpiarse las botas antes de hacerlo.

Una criada con cierto atractivo personal abrió enseguida la puerta y dio la impresión de mirar al secretario con mirada amable.

—Traigo un paquete de lady Vandeleur —dijo Harry.

—Lo sé —replicó la doncella con un gesto de asentimiento—. Pero el señor no está en casa. ¿Quiere dejármelo a mí?

—No puedo —respondió Harry—. Tengo instrucciones de no separarme de él, a no ser bajo ciertas condiciones, y me temo que tendré que pedirle que me permita esperar a su regreso.

—Bueno —dijo ella—, supongo que puedo dejarle esperar. Estoy sola, pero no parece usted de los que les hacen daño a las chicas. Pero asegúrese de no preguntarme el nombre del señor, porque no puedo decírselo.

—¿Ah, no? —gritó Harry—. ¡Vaya, qué cosa tan rara! Aunque últimamente voy de sorpresa en sorpresa. Hay una cosa que creo que sí puedo preguntarle sin parecer indiscreto: ¿es el dueño de la casa?

—Es un huésped y no lleva aquí ni ocho días —respondió la criada—. Y ahora una pregunta por otra: ¿conoce usted a lady Vandeleur?

—Soy su secretario personal —replicó Harry con modesto orgullo.

—Es guapa, ¿verdad? —prosiguió la criada.

—¡Oh, muy hermosa! —gritó Harry—. Es encantadora. ¡Y buena y amable, además!

—Usted también parece muy amable —repuso ella—, apuesto a que vale usted más que una docena de señoras Vandeleur.

Harry se escandalizó.

—¡Yo! —gritó—. ¡No soy más que un secretario!

—¿Lo dice por mí? —dijo la chica—. Porque yo soy solo una criada, y a mucha honra. —Luego, compadecida al ver la evidente confusión de Harry, añadió—: Sé que no quería decir eso. Me cae usted simpático, pero no me gusta la señora Vandeleur. ¡Oh, esas señoronas! —gritó—. Enviar a un caballero como usted con una sombrerera… ¡Y en pleno día!

Todo ese tiempo habían estado en el mismo sitio: ella en el umbral y él en la acera, con la cabeza descubierta por el calor y la sombrerera en la mano. Pero al oír aquellas palabras, Harry, que era incapaz de soportar unos elogios tan directos de su persona o las miradas alentadoras de las que iban acompañados, empezó a cambiar de actitud y a mirar a uno y otro lado, avergonzado. Al hacerlo, volvió la vista hacia el otro extremo del callejón y, con gran consternación, cruzó su mirada con la del general Vandeleur. El general, ofuscado por el calor, la prisa y la indignación, había estado recorriendo las calles en busca de su cuñado, pero en cuanto vio al delictivo secretario, cambió de intención, dio nuevos cauces a su rabia, se volvió y echó a correr hacia la callejuela entre gestos truculentos y vociferantes.

Harry empujó a la criada al interior de la casa y le cerró la puerta a su perseguidor en las narices.

—¿Es posible atrancar la puerta? ¿Quedará bien segura? —preguntó Harry mientras el eco de los aldabonazos hacía resonar la casa como una andanada.

—¿Por qué? ¿Qué le pasa? —preguntó la criada—. ¿Es por ese anciano?

—Si me coge —susurró Harry—, ya puedo darme por muerto. Lleva todo el día persiguiéndome, tiene un bastón estoque y es un militar destinado en la India.

—Vaya modales —gritó la criada—. ¿Y cómo se llama ese caballero?

—Es mi amo, el general —respondió Harry—. Quiere la sombrerera.

—¿No se lo había dicho? —gritó la criada con aire triunfal—. Ya le avisé de que no me fiaba de esa lady Vandeleur, y, si tuviera usted ojos en la cara, se habría dado cuenta de la clase de persona que es. Una fresca y una desagradecida. ¡Como si lo viera!

El general renovó sus ataques con el aldabón e, irritado por la espera, empezó a dar patadas y golpes en la puerta.

—Es una suerte que esté sola en casa —observó la chica—. Su general puede aporrear la puerta hasta cansarse sin que nadie vaya a abrirle. ¡Sígame!

Con esas palabras llevó a Harry a la cocina, donde le animó a sentarse y se quedó a su lado muy cariñosa, con una mano sobre su hombro. El estrépito de la puerta, lejos de disminuir, iba en aumento, y con cada golpe el desdichado secretario se estremecía de pies a cabeza.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó la chica.

—Harry Hartley —replicó él.

—Yo me llamo Prudence —dijo ella—. ¿Le gusta?

—Mucho —respondió Harry—. Pero escuche por un momento cómo golpea la puerta el general. Acabará por entrar y luego, en nombre de Dios, ¿qué otra cosa me espera sino la muerte?

—Se altera usted demasiado y sin motivo —respondió Prudence—. Déjele que golpee todo lo que quiera, solo conseguirá arañarse los nudillos. ¿Cree que le tendría a usted aquí si no estuviese segura de poder salvarle? ¡Oh, no! ¡Siempre me porto bien con quienes me son simpáticos! Hay una puerta trasera que da a la otra calle. Pero —añadió mirándolo, pues Harry se había puesto en pie nada más oír la agradable noticia— no te la enseñaré a menos que me des un beso. ¿Lo harás, Harry?

—Pues claro —gritó, recordando su galantería, y no por lo de la puerta trasera, sino por ser tan buena y tan guapa.

Y le administró dos o tres cordiales muestras de afecto que ella le devolvió del mismo modo.

Luego Prudence lo condujo a la puerta trasera y puso la mano en el cerrojo.

—¿Vendrás a verme? —preguntó.

—Desde luego que sí —dijo Harry—. ¿Acaso no te debo la vida?

—Y ahora —añadió ella abriendo la puerta—, corre tanto como puedas, pues dejaré entrar al general.

Harry no necesitaba aquel consejo: el temor lo tenía tan oprimido que emprendió diligentemente la huida. Confiaba en que unos cuantos pasos le bastarían para escapar de aquel apuro y volver con lady Vandeleur sano y salvo y con su reputación intacta. Pero no los había dado todavía cuando oyó una voz de hombre que le llamaba por su nombre entre muchos vituperios, y al mirar por encima del hombro vio a Charlie Pendragon que le hacía señas con los brazos de que volviera. La sorpresa ante aquel nuevo incidente fue tan súbita y tan profunda, y Harry estaba ya tan nervioso, que no se le ocurrió otra cosa que acelerar el paso y seguir corriendo. Ciertamente, debería haber recordado la escena en Kensington Gardens y haber concluido que, si el general era su enemigo, Charlie Pendragon no podía ser más que su amigo. Pero estaba tan febril y asustado que no se le pasaron por la cabeza tales consideraciones y siguió corriendo a toda velocidad por el callejón.

Charlie, por el tono de su voz y los epítetos infamantes que le dirigió al secretario, debía de estar fuera de sí de cólera. También corrió a toda prisa, pero por mucho que lo intentó, las ventajas físicas no estaban de su parte, y sus gritos y las pisadas de su pie cojo sobre el pavimento empezaron a oírse más y más rezagados.

Harry volvió a albergar esperanzas. El callejón era muy estrecho y empinado, pero también muy solitario, y estaba rodeado a ambos lados por tapias de jardín cubiertas de follaje y, por lo que el fugitivo podía ver, no había ni un alma ni ninguna puerta abierta. La Providencia, harta de tantas persecuciones, le estaba ofreciendo una vía de escape.

Pero, ¡ay!, al pasar delante de una puerta de jardín que había debajo de unas ramas de castaño, la abrieron de pronto y dentro alcanzó a ver al repartidor de una carnicería en el sendero del jardín con una bandeja debajo del brazo. Apenas pudo darse cuenta antes de pasar de largo. En cambio, el hombre si tuvo tiempo de verle a él: evidentemente, le sorprendió mucho ver a un caballero corriendo a un paso tan poco habitual, así que salió al callejón y empezó a animar a Harry con gritos irónicos.

Su aparición le dio una idea a Charlie Pendragon, que, aunque estaba casi sin aliento, volvió a levantar la voz:

—¡Al ladrón! —chilló.

Y el muchacho de la carnicería se unió a la persecución en cuanto oyó sus gritos.

Aquel fue un momento amargo para el acosado secretario. Cierto que su terror le permitió aumentar de nuevo la velocidad y volver a sacarles ventaja a sus perseguidores, pero también era consciente de que estaba casi al límite de sus fuerzas y de que, si se encontraba con alguien que viniese en dirección contraria, su situación en un callejón tan estrecho sería ciertamente desesperada.

«Tengo que encontrar cuanto antes un sitio donde esconderme —pensó— o estoy acabado.»

Justo cuando acababa de pensarlo, el callejón dio de pronto una curva y le ocultó momentáneamente de sus enemigos. Hay circunstancias en las que incluso las personas menos decididas aprenden a comportarse con vigor y decisión, y los más cautelosos olvidan su prudencia y toman decisiones alocadas. Esta fue una de esas ocasiones para Harry Hartley, y quienes le conocían habrían sido los primeros sorprendidos al presenciar la audacia del muchacho. Se paró en seco, lanzó la sombrerera por encima de la tapia de un jardín, saltó con increíble agilidad, se agarró con las manos a la albardilla del muro y cayó de cabeza al otro lado.

Se recobró poco después, sentado junto a unos rosales. Tenía las manos y las rodillas ensangrentadas, pues el muro había sido protegido contra una escalada semejante con una generosa provisión de botellas rotas, y además estaba bastante magullado y la cabeza le daba vueltas. Al otro lado del jardín, que estaba muy bien cuidado y sembrado de flores de delicioso perfume, vio la parte de atrás de una casa. Era bastante grande y evidentemente estaba habitada, pero, en extraño contraste con el resto del terreno, tenía un aspecto insólito, descuidado y sórdido. El muro del jardín la rodeaba sin fisuras.

Observó maquinalmente los detalles de la escena, pero su imaginación siguió siendo incapaz de sacar una conclusión racional de lo que veía. Y, cuando oyó unos pasos que avanzaban sobre la grava, aunque se volvió en aquella dirección, no lo hizo pensando en huir o defenderse.

El recién llegado era un personaje grande, tosco y muy sórdido, vestido de jardinero, y que llevaba una regadera en la mano izquierda. A cualquiera que hubiese estado menos confundido le habrían alarmado las enormes proporciones de aquel hombre y sus ojos negros y amenazadores. Pero Harry estaba demasiado conmocionado por la caída para asustarse, y aunque fue incapaz de apartar la vista del jardinero, siguió totalmente impasible y permitió que se acercara, lo cogiera del hombro y le pusiera bruscamente en pie, sin ofrecer la menor resistencia.

Por un momento los dos se miraron a los ojos. Harry medio pasmado y el hombre lleno de ira y un humor cruel y desdeñoso.

—¿Quién es usted? —preguntó por fin—. ¿Por qué salta la tapia de mi jardín y pisotea mis Gloire de Dijons? ¿Cómo se llama —añadió zarandeándolo—, y qué ha venido a hacer aquí?

Harry ni siquiera pudo balbucir una explicación.

Pero, justo en ese momento, Pendragon y el chico de la carnicería pasaron al otro lado, y el ruido de sus pisadas y sus gritos resonaron en el estrecho callejón. El jardinero tenía su respuesta y miró a Harry con una desagradable sonrisa.

—¡Un ladrón! —dijo—. Y palabra que debe de irle muy bien, pues veo que va usted vestido como un caballero de pies a cabeza. ¿No le da vergüenza pasearse por ahí con semejante indumentaria entre personas honradas, muchas de las cuales se alegrarían de poder comprarla de segunda mano? Habla, granuja —prosiguió el hombre—. No me digas que no entiendes el inglés, porque quiero tener contigo unas palabras antes de llevarte a comisaría.

—La verdad, caballero —dijo Harry—, es que se trata de un terrible malentendido, y si viene conmigo a casa del señor Vandeleur en Eaton Place, le prometo que se lo aclararé todo. Ahora veo que hasta la persona más recta puede verse complicada en situaciones sospechosas.

—Muchachito —replicó el jardinero—, donde pienso llevarte es a la comisaría de ahí al lado. Sin duda, al inspector le encantará ir a dar un paseíto contigo hasta Eaton Place y tomar el té con tus ilustres amigos. ¿O prefieres ir directamente a casa del ministro del Interior? ¡Sir Thomas Vandeleur, nada menos! ¿Te piensas que no sé distinguir un caballero de un vulgar ladrón? Con ropa o sin ella, te tengo calado. Esa camisa debe de costar tanto como mi sombrero de los domingos; y seguro que ese abrigo no lo has comprado de segunda mano, y las botas… —Al mirar al suelo, el hombre interrumpió sus insultantes comentarios y se quedó mirando fijamente algo que tenía a sus pies. Cuando volvió a hablar, su voz sonó extrañamente alterada—. En nombre de Dios, ¿qué es todo esto?

Harry siguió la dirección de su mirada y contempló un espectáculo que le dejó mudo de terror y sorpresa. En su caída había ido a parar justo encima de la sombrerera y la había rajado de un extremo al otro: de ella había surgido una auténtica fortuna en diamantes que estaba ahora en parte pisoteada y en parte esparcida por el suelo en regia y brillante profusión. Había una magnífica diadema que a menudo había admirado en lady Vandeleur; había anillos, broches, pendientes y brazaletes e incluso brillantes sin montar tirados aquí y allá entre los rosales como gotas de rocío matutino. Una fortuna principesca yacía tirada por el suelo entre los dos hombres: una fortuna en la forma más apetecible, fiable y duradera, fácil de transportar en un simple mandil, hermosa en sí misma y que reflejaba la luz del sol con un millón de destellos del arco iris.

—¡Dios mío! —dijo Harry—, ¡estoy perdido! —Su imaginación rememoró todo a la velocidad incalculable del pensamiento y empezó a comprender sus aventuras de aquel día, a concebirlas como un todo, y a reconocer el triste embrollo en que se había metido por culpa de su carácter y su mala suerte. Miró en torno suyo, en busca de ayuda, pero estaba solo en el jardín, con los diamantes desparramados por el suelo y su temible interlocutor, y al escuchar no oyó más que el susurro de las hojas y el latido apresurado de su corazón. No es de extrañar que el joven se sintiese desalentado y repitiera con voz entrecortada su última exclamación—: ¡Estoy perdido!

El jardinero miró a todas partes con aire culpable, pero no vio a nadie en ninguna de las ventanas y pareció recobrar el aliento.

—¡Ten ánimo, idiota! —dijo—. Lo más difícil ya está hecho. ¿Por qué no dijiste desde el principio que había bastante para los dos? ¿Para los dos? —repitió—. Sí, ¡y para doscientos! Pero quita de ahí, que pueden verte, y ten la sensatez de enderezarte el sombrero y cepillarte la ropa. Con esa estampa tan ridícula que tienes ahora no podrías dar dos pasos sin que te detuvieran.

Mientras Harry seguía maquinalmente aquellos consejos, el jardinero se arrodilló, recogió a toda prisa las joyas y volvió a meterlas en la sombrerera. El roce con aquellos valiosos cristales hizo que un estremecimiento recorriera su cuerpo robusto, su rostro se transfiguró y sus ojos brillaron de concupiscencia: de hecho, daba la impresión de que estuviera demorando sensualmente su tarea y de que sopesara cada diamante que recogía del suelo. No obstante, terminó por fin de recogerlos, se metió la sombrerera debajo del guardapolvo, le hizo una seña a Harry y le precedió camino de la casa.

Cerca de la puerta se encontraron con un joven, moreno y muy apuesto, evidentemente investido con las órdenes sacerdotales, de aspecto entre tímido y decidido y pulcramente ataviado como corresponde a los de su clase. Al jardinero pareció disgustarle aquel encuentro, pero puso la mejor cara que pudo y se acercó al clérigo con un aire obsequioso y sonriente.

—Bonita tarde, señor Rolles —dijo—. ¡Una tarde preciosa, tan cierto como que Dios nos hizo a todos! Este es un joven amigo mío a quien le apetecía ver mis rosas. Me he tomado la libertad de traerlo porque pensé que a ninguno de los huéspedes les importaría.

—Por mi parte —replicó el reverendo señor Rolles—, no tengo objeciones, ni creo que a los demás les moleste semejante pequeñez. El jardín es suyo, señor Raeburn, debemos tenerlo presente, y ya que nos da la libertad de pasear por él, sería muy poco elegante que abusásemos de su educación e impidiéramos el solaz de sus amigos. Aunque, ahora que lo pienso —añadió—, creo que conozco a este caballero. Si no me equivoco, es el señor Hartley. Lamento ver que ha sufrido usted una caída.

Y le tendió la mano.

Una especie de orgullo femenino y el deseo de retrasar en lo posible la necesidad de dar una explicación impulsaron a Harry a rechazar aquella posible ayuda y a negar su propia identidad. Prefirió la amable compasión del jardinero, que al menos no le conocía, a la curiosidad y tal vez las sospechas de un conocido.

—Me temo que está usted confundido —dijo—. Yo me llamo Thomlinson y soy amigo del señor Raeburn.

—¿Ah, sí? —dijo el señor Rolles—. El parecido es asombroso.

El señor Raeburn, que había asistido sobre ascuas a la conversación, pensó que ya era hora de ponerle fin.

—Que tenga un paseo agradable, señor —dijo.

Y se llevó a Harry al interior de la casa, y luego a una habitación con vistas al jardín. Lo primero que hizo fue bajar la persiana, pues el señor Rolles seguía donde lo habían dejado entre perplejo y pensativo. Luego vació la sombrerera rota sobre la mesa y se plantó delante del tesoro con una arrobada expresión de avaricia mientras se frotaba los muslos con las manos. El espectáculo del rostro de aquel hombre bajo la influencia de una emoción tan rastrera añadió otra punzada de angustia a las muchas que ya sufría Harry. Parecía increíble que, después de llevar una vida tan ociosa y delicada, se encontrara de pronto en compañía de personas tan sórdidas y criminales. No tenía ningún acto delictivo en la conciencia, y sin embargo estaba sufriendo la más terrible y cruel de las condenas: el miedo al castigo, la sospecha de las personas honradas y la sociedad y la contaminación de sujetos viles y brutales. Sintió que con gusto daría la vida por escapar de la habitación y la proximidad del señor Raeburn.

—Y ahora —dijo este después de separar las joyas en dos partes casi iguales y apartar una para él—, en este mundo todo tiene un precio, y a veces muy agradable. Sepa, señor Hartley, si es que se llama así, que soy un hombre de temperamento pacífico y que mi buen natural no me ha traído más que problemas. Si quisiera podría quedarme con todas estas piedras, y usted no se atrevería ni a rechistar; pero creo que me ha caído usted simpático, pues no tengo corazón para pelarle de ese modo. Así que le propongo repartírnoslas, y estas —señaló los dos montones— son las proporciones que me parecen más justas. ¿Puedo preguntarle si tiene usted alguna objeción? No soy de los que se pelean por un broche más o menos.

—Pero, señor —gritó Harry—, lo que me propone es imposible. Las joyas no son mías, y no puedo compartir con nadie lo que es de otro, sean cuales sean las condiciones del reparto.

—¡Así que no son tuyas! —replicó Raeburn—. ¡Y no puedes compartirlas con nadie, eh! Pues es una pena, porque en ese caso no me dejas otra opción que llevarte a comisaría. La policía…, piénsalo bien —continuó—, piensa en la deshonra para tus respetables padres, piénsalo —prosiguió cogiendo a Harry por la muñeca—, piensa en las Colonias y en el Día del Juicio.

—No puedo evitarlo —gimoteó Harry—. No es culpa mía. Es usted quien no quiere acompañarme a Eaton Place.

—No —replicó el hombre—, de eso puedes estar seguro. Lo que voy a hacer es repartir contigo esas baratijas ahora mismo.

Y para subrayar sus palabras le retorció brusca y dolorosamente la muñeca al joven.

Harry no pudo contener un grito y la cara se le empapó de sudor. Puede que el miedo y el dolor aguzaran su ingenio, pero el caso es que en ese instante vio el asunto con otra luz, y comprendió que no tenía más remedio que acceder a la propuesta de aquel rufián, y confiar en que, cuando las circunstancias fuesen más favorables y se viera libre de toda sospecha, pudiera encontrar la casa y obligarle a devolver las joyas.

—Acepto —dijo.

—Así me gusta —se burló el jardinero—. Ya imaginé que acabarías por admitir qué es lo que más te conviene. La sombrerera —continuó— la quemaré con la basura, no vaya a reconocerla algún curioso, tú coge tus cosas y métetelas en el bolsillo.

Harry procedió a obedecerle mientras Raeburn le observaba y, avivada su avaricia por un brillante destello, cogía alguna que otra joya del montón del secretario y la ponía en el suyo.

Terminado el reparto, los dos se dirigieron a la puerta principal, que Raeburn abrió cuidadosamente para inspeccionar la calle. En apariencia, no pasaba por ella ningún transeúnte, pues cogió de pronto a Harry por la nuca, lo sujetó de modo que no pudiera ver más que el camino y los escalones de acceso a las casas y lo empujó por una y otra calle por espacio de un minuto y medio. Harry contó tres esquinas antes de que aquel matón lo soltara y, al grito de «Y ahora ¡largo de aquí!», lanzara de cabeza al muchacho con una patada certera y atlética.

Cuando Harry se recobró, aturdido y sangrando copiosamente por la nariz, el señor Raeburn había desaparecido. Por primera vez, la rabia y el dolor sobrecogieron por completo al muchacho, que rompió a llorar y se quedó sollozando en mitad de la calle.

Después de aliviar así sus emociones empezó a mirar a su alrededor y leyó los nombres de las calles en cuya intersección lo había abandonado el jardinero. Seguía estando en una zona poco frecuentada del oeste de Londres llena de villas con jardines, pero pudo ver a varias personas en una ventana que, evidentemente, habían sido testigos de su desdicha, y justo después una criada llegó corriendo de la casa y le ofreció un vaso de agua. Al mismo tiempo, un sucio vagabundo que había estado merodeando por el barrio se le acercó desde el otro lado.

—Pobre hombre —dijo la criada—, ¡vaya manera de tratarle! Pero mire, ¡si tiene las rodillas cortadas, y lleva el traje hecho una pena! ¿Conoce usted al canalla que le ha hecho esto?

—Desde luego —gritó Harry, un poco reconfortado por el agua—, y daré con su casa a pesar de sus precauciones. Le aseguro que pagará caro lo que me ha hecho.

—Será mejor que entre en casa a lavarse y arreglarse un poco —continuó la criada—. Mi señora le recibirá bien, no tema. Y mire, ya puestos recogeré su sombrero. ¡Dios mío! —gritó—, ¡pero si ha dejado usted la calle sembrada de diamantes!

Y así era: más de la mitad de lo que había correspondido después de que le desvalijara el señor Raeburn se le había salido de los bolsillos al caer rodando al suelo y estaba otra vez brillando por tierra. Dio gracias porque la doncella hubiese tenido tan buena vista, «dentro de lo malo, podía haber sido peor», pensó, recobrar aquellos pocos le pareció tan importante como la pérdida de los otros. Pero, ¡ay!, al ir a agacharse para recoger aquel tesoro, el vagabundo arremetió contra él, tiró al suelo a Harry y a la doncella de un empujón, cogió dos puñados de diamantes y huyó corriendo calle abajo con sorprendente agilidad.

En cuanto pudo volver a ponerse en pie, Harry salió dando gritos en persecución del ladrón, pero este tenía los pies muy ligeros y probablemente conocía bien la zona, pues por muchas vueltas que dio el perseguidor no pudo encontrar ni rastro del fugitivo.

Presa del más profundo desánimo, Harry volvió a la escena de su desgracia, donde la criada, que seguía esperándole, le devolvió honradamente su sombrero y el resto de los diamantes caídos. Harry le dio las gracias de todo corazón, y como ya no estaba de humor para economías, se fue a la parada de coches más cercana y pidió que le llevaran a Eaton Place.

La casa, a su llegada, estaba en plena confusión, como si hubiese ocurrido una desgracia en la familia; y los criados que se arremolinaron en el vestíbulo no pudieron, o tal vez no quisieron, contener la alegría al ver la figura andrajosa del secretario. Él pasó de largo con toda la dignidad que pudo reunir y se fue directo al tocador. Al abrir la puerta, se encontró con un espectáculo sorprendente e incluso amenazador, pues sus ojos contemplaron al general, a su mujer, y nada menos que a Charlie Pendragon, reunidos y hablando muy serios de algún asunto de importancia. Harry comprendió enseguida que no tenía mucho que explicar: evidentemente le habían confesado al general el fraude que habían urdido a costa de su bolsillo, así como el desdichado fracaso del plan, y los tres habían hecho causa común ante un peligro común.

—¡Gracias a Dios! —gritó lady Vandeleur—, ¡aquí lo tenemos! ¡La sombrerera, Harry…, la sombrerera! —Pero Harry se quedó mirándolos abatido y silencioso—. ¡Habla! ¡Habla! ¿Dónde está la sombrerera?

Y los hombres repitieron su pregunta con gestos amenazadores.

Harry sacó un puñado de joyas del bolsillo. Estaba muy pálido.

—Es todo lo que queda —dijo—. Juro por Dios que no ha sido culpa mía, y si tenéis paciencia, aunque mucho me temo que algunos se hayan perdido para siempre, podréis recuperar los otros.

—¡Ay! —gritó lady Vandeleur—, todos nuestros diamantes perdidos, ¡y yo debo noventa mil libras en vestidos!

—Señora —dijo el general—, podíais haber tirado todo al arroyo; podíais haber contraído deudas por cincuenta veces más, podíais haberme robado la diadema y el anillo de mi madre, y la Naturaleza habría prevalecido tal vez y me habría impulsado a perdonaros. Pero, señora, os llevasteis el diamante del rajá, el Ojo de Luz, como lo llamaron poéticamente los orientales, ¡el Orgullo de Kashgar! ¡Me habéis robado el diamante del rajá —gritó alzando los brazos—, y todo ha terminado entre nosotros!

—Creedme, general Vandeleur —replicó ella—, este es uno de los discursos más entretenidos que jamás os he oído pronunciar, y ya que vamos a arruinarnos, casi me alegro del cambio, ya que así podré librarme de vos. Me habéis dicho muchas veces que me casé con vos por vuestro dinero, dejad que os diga que siempre he lamentado amargamente haberlo hecho, y que si todavía estuvierais soltero y tuvieseis un diamante tan grande como vuestra cabeza, le desaconsejaría una unión tan desastrosa y poco recomendable incluso a mi doncella. En cuanto a vos, señor Hartley —continuó, volviéndose hacia el secretario—, ya habéis demostrado suficientemente vuestras valiosas cualidades en esta casa; nos habéis persuadido de que carecéis tanto de hombría como de sensatez y orgullo y solo veo una salida para vos: que os marchéis de aquí cuanto antes y, a ser posible, no volváis nunca. En cuanto a vuestro sueldo, podéis reclamarlo como acreedor tras la bancarrota de quien hasta ahora ha sido mi marido.

Harry apenas había comprendido el significado de tan insultantes palabras cuando el general le dirigió estas otras:

—Y entretanto —dijo aquel personaje—, acompañadme a la comisaría más cercana. Podéis engañar a un sencillo soldado, señor, pero la mirada de la ley sabrá leer vuestro deshonroso secreto. Si tengo que pasar mi vejez en la pobreza por vuestras taimadas intrigas con mi mujer, al menos me aseguraré de que no quedéis sin castigo; y Dios me negará una considerable satisfacción si no pasáis recogiendo estopa en una prisión el resto de vuestros días.

Y con esas palabras el general sacó a Harry a empujones de la sala y lo llevó escaleras abajo y por la calle hasta la comisaría del barrio.

 

 

Aquí (dice mi autor árabe) termina este deplorable asunto de la caja de sombreros. Pero para el desdichado secretario la aventura fue el inicio de una vida nueva y más varonil. La policía pronto se convenció de su inocencia, y, después de colaborar tanto como pudo en las investigaciones subsiguientes, incluso le felicitó uno de los jefes del departamento de detectives por la probidad y honradez de su comportamiento. Varias personas se interesaron por su desdicha, y poco después heredó cierta cantidad de dinero de una tía soltera de Worcestershire. Con eso pudo casarse con Prudence y se embarcó para Bendigo, o según otra fuente, para Trincomalee, muy satisfecho y lleno de esperanzas para el futuro.