HISTORIA DE LA CASA

DE LAS PERSIANAS VERDES

 

 

Francis Scrymgeour, empleado del Banco de Escocia, había cumplido los veinticinco años de edad en un ambiente de vida tranquila, doméstica y honorable. Su madre había muerto cuando él era joven, pero su padre, un hombre probo y sensato, le había proporcionado una excelente educación académica, y lo había acostumbrado a tener hábitos frugales y ordenados en casa. Francis, que era de temperamento dócil y afectuoso, aprovechó bien tales ventajas y se consagró en cuerpo y alma a su trabajo. Un paseo los sábados por la tarde, una cena de vez en cuando con sus parientes, y una excursión anual de quince días por el norte del país o incluso por el continente europeo, constituían sus principales distracciones. No tardó en ganarse el favor de sus superiores y disfrutaba ya de un salario de casi doscientas libras al año, con la perspectiva de un aumento que duplicaría aquella suma. Pocos jóvenes había más satisfechos, y menos aún que fuesen tan voluntariosos y trabajadores como Francis Scrymgeour. A veces, de noche, después de leer el periódico, tocaba un poco la flauta para entretener a su padre, por cuyas muchas virtudes sentía un profundo respeto.

Un día recibió una nota de un conocido bufete de abogados en la que le solicitaban el favor de entrevistarse con él lo antes posible. La carta llevaba el sello «Personal y confidencial» y se la remitieron al banco en lugar de a su domicilio, dos circunstancias poco frecuentes que le hicieron atender a aquella petición con la mayor urgencia. El socio más antiguo del bufete, un hombre de modales austeros, le dio solemnemente la bienvenida, le pidió que tomara asiento y procedió a explicarle el asunto con la precisión propia de un veterano hombre de negocios: una persona cuyo nombre debía quedar en el anonimato, pero de quien el abogado no tenía motivos para dudar —un hombre, en suma, que gozaba de buena posición social—, deseaba concederle a Francis una pensión anual de quinientas libras. El capital debía ponerse bajo el control del bufete y dos depositarios cuya identidad tampoco podía revelarle. Aquella generosidad conllevaba ciertas condiciones, pero el abogado era de la opinión de que su nuevo cliente no encontraría dichas estipulaciones ni excesivas ni deshonrosas, y repitió esas dos palabras con insistencia, como si no deseara comprometerse a nada más.

Francis preguntó por su naturaleza.

—Las condiciones —dijo el abogado— no son, como he recalcado ya dos veces, ni excesivas ni deshonrosas. Aunque, eso sí, no puedo ocultarle que son un tanto atípicas. De hecho, el asunto se aparta mucho de nuestras normas y sin duda lo habríamos rechazado de no ser por la reputación del caballero que nos lo confió, y permítame añadir, señor Scrymgeour, por el interés que ha despertado en nosotros su persona, debido a un gran número de informes y referencias elogiosas sin duda merecidas.

Francis le rogó que fuese más concreto.

—No imagina cuánto me inquietan esas condiciones.

—Son dos —replicó el abogado—, solo dos; y la suma, como recordará, es de quinientas libras al año…, libres de gravámenes, olvidaba decírselo, libres de gravámenes. —Y el abogado arqueó las cejas con entusiasmo—. La primera —prosiguió— no puede ser más sencilla. Deberá estar usted en París la tarde del domingo día quince; allí encontrará, en la taquilla de la Comédie Française, un billete de admisión a su nombre. Tan solo se le pide que ocupe el asiento señalado toda la función.

—Ciertamente habría preferido que fuese un día laborable —replicó Francis—. Pero, después de todo, por una vez…

—Y en París, señor mío —añadió en tono tranquilizador el abogado—. Yo también me tengo por una persona religiosa, pero pensándolo bien, y tratándose de París, no lo dudaría un instante. —Los dos se rieron cordialmente—. La otra condición tiene mayor importancia —prosiguió el abogado—. Se refiere a su matrimonio. Mi cliente, movido sobre todo por su bienestar, desea aconsejarle absolutamente en la elección de una esposa. Absolutamente, entiéndame bien —repitió.

—Seamos más explícitos, haga usted el favor —replicó Francis—. ¿Acaso tengo que casarme con una mujer, soltera o viuda, blanca o negra, que esa persona invisible ha escogido para mí?

—Mis instrucciones son garantizarle a usted que la edad y la situación social son de primordial importancia para su benefactor —replicó el abogado—. En cuanto a la raza, le confieso que no había pensado en esa dificultad y no se me ocurrió preguntarlo, pero si quiere puedo tomar nota y responderle a la mayor brevedad.

—Señor —dijo Francis—, todavía está por ver si todo este asunto no es un inmenso fraude. Las circunstancias son inexplicables, casi diría increíbles, y hasta que no lo vea más claro y haya un motivo convincente, le confieso que deploraría verme implicado en esta transacción. Apelo a usted para que me proporcione más información. Debo saber qué es lo que hay en el fondo de todo esto. Si usted lo desconoce, no sabe cómo averiguarlo, o no está autorizado para decírmelo, cogeré mi sombrero y me volveré al banco por donde he venido.

—Lo desconozco —respondió el abogado—, pero creo saber cómo averiguarlo. Detrás de todo este asunto tan extraño está nada menos que su padre.

—¡Mi padre! —gritó Francis con desdén—. Es un hombre honrado, conozco su manera de pensar y sé muy bien el dinero que tiene.

—Malinterpreta usted mis palabras —dijo el abogado—. No me refería al señor Scrymgeour, que no es su verdadero padre. Cuando él y su mujer se vinieron a vivir a Edimburgo, usted tenía ya un año y solo llevaba tres meses a su cuidado. Ha sido un secreto bien guardado, pero es la pura verdad. Nadie sabe quién es su padre, y le repito que creo que es él quien está detrás de las ofertas que me han encargado transmitirle.

Sería imposible exagerar la perplejidad que sintió Francis Scrymgeour al oír una información tan inesperada. Le pidió al abogado que tuviera en cuenta su confusión.

—Señor —dijo—, después de una noticia tan sorprendente, debe usted concederme unas horas para reflexionar. Esta tarde le comunicaré mi decisión.

El abogado alabó su prudencia y Francis, tras poner una excusa en el banco, dio un largo paseo por el campo y consideró cuidadosamente los distintos puntos y aspectos del caso. La agradable noción de su propia importancia le impulsó a ser tanto más meticuloso, pero el resultado estaba claro desde el principio. Su parte más materialista se inclinaba de un modo casi irresistible hacia las quinientas libras al año y las extrañas condiciones que conllevaban; descubrió que en el fondo de su corazón sentía una invencible repugnancia por el nombre de Scrymgeour, que hasta entonces nunca le había disgustado; empezó a despreciar los estrechos y prosaicos intereses de su vida pasada, y cuando acabó de decidirse, lo hizo animado por una inédita sensación de fuerza e independencia y nutrido por las esperanzas más felices.

No tuvo más que decirle una palabra al abogado y de inmediato recibió un cheque por dos trimestres atrasados, pues la pensión tenía fecha del uno de enero. Con ese dinero en el bolsillo se volvió a casa. El piso de Scotland Street le pareció miserable, su olfato por primera vez se rebeló contra el olor a caldo, y reparó en leves defectos en los modales de su padre adoptivo que le llenaron de sorpresa y casi de repugnancia. Al día siguiente, decidió, se pondría en camino hacia París.

En dicha ciudad, a la que llegó mucho antes de la fecha convenida, se instaló en un modesto hotel frecuentado por ingleses e italianos y se consagró a mejorar sus conocimientos de la lengua francesa; con tal objeto fue a clase dos veces por semana, conversó con los ociosos en los Campos Elíseos y asistió por las noches al teatro. Renovó todo su vestuario por uno más a la moda y se hacía afeitar y peinar a diario por el barbero de la calle vecina. Eso le daba cierto aire diferente y contribuyó a borrar su despecho por los años pasados.

Por fin, el sábado por la tarde, fue a la taquilla del teatro en la rue Richelieu. Nada más decir su nombre, el taquillero le entregó su reserva en un sobre con la tinta de las señas todavía fresca.

—Acaban de entregarla hace un momento —dijo el taquillero.

—¿Ah, sí? —preguntó Francis—. ¿Y puedo preguntarle qué aspecto tenía ese caballero?

—Su amigo es fácil de describir —replicó el empleado—. Es viejo, fuerte y apuesto, con el pelo cano y una cicatriz de sable que le cruza la cara. Una persona así es inconfundible.

—Desde luego —replicó Francis—, le agradezco su amabilidad.

—No puede haber ido muy lejos —añadió el taquillero—. Si se apresura, puede que todavía le dé usted alcance.

Francis no esperó a que se lo dijeran dos veces: corrió precipitadamente desde el teatro hasta el centro de la calle y miró en todas las direcciones. Había varios hombres con el cabello cano, pero aunque los adelantó a todos, ninguno tenía la cicatriz de sable. Pasó casi media hora buscando por las calles vecinas, hasta que reconoció por fin el absurdo de proseguir la búsqueda, y decidió dar un paseo para calmar sus nervios agitados, pues la proximidad del encuentro con el indudable autor de sus días había conmovido profundamente al joven.

Quiso la casualidad que subiera por la rue Drouot y luego por la rue des Martyrs; y en este caso la casualidad se portó mejor con él que todas las previsiones del mundo. Pues en la avenida vio a dos hombres que conversaban muy serios en un banco. Uno era un hombre joven moreno y agraciado, vestido de seglar, pero con un imborrable aire clerical; el otro respondía hasta el último detalle con la descripción que le había dado el taquillero. Francis notó que el corazón se le aceleraba en el pecho, supo que estaba a punto de oír la voz de su padre y, dando un amplio rodeo, se sentó sin hacer ruido al otro lado del banco, aprovechando que los otros estaban demasiado absortos en la conversación para reparar en nada. Tal como había supuesto Francis, estaban hablando en inglés.

—Sus sospechas empiezan a fastidiarme, Rolles —afirmó el de más edad—. Le digo que estoy haciendo cuanto está en mi mano: nadie puede reunir tantos millones tan fácilmente. ¿Acaso no le he acogido, pese a ser un desconocido, por pura buena voluntad? ¿Es que no está viviendo usted a mi costa?

—Vivo de sus anticipos, señor Vandeleur —le corrigió el otro.

—Llámelo anticipo, si quiere, y diga que lo hago por interés en lugar de por buena voluntad, si así lo prefiere —replicó en tono enfadado Vandeleur—. No tengo por qué medir tanto las palabras. Los negocios son los negocios; y deje que le recuerde que el suyo es bastante turbio para que se dé tantos aires. Confíe en mí, o déjeme en paz y búsquese a otro, pero, por el amor de Dios, termine ya con sus jeremiadas.

—Empiezo a conocer el mundo —replicó el otro—, y veo que tiene usted muchos motivos para engañarme y ninguno para actuar con honradez. Yo tampoco tengo por qué medir mis palabras: sabe muy bien que lo que quiere es quedarse con el diamante…, no trate de negarlo. ¿Acaso no ha falsificado ya mi firma y registrado mi cuarto en mi ausencia? Comprendo la razón de tanta tardanza: está usted a la espera, es usted un buscador de diamantes, y confía en que antes o después, por las buenas o por las malas, acabará haciéndose con él. Se lo advierto, déjelo ya; si me sigue presionando se llevará usted una sorpresa.

—Esas amenazas son impropias de usted —replicó Vandeleur—. Y no crea que yo no sé amenazar. Mi hermano está aquí, en París, la policía está sobre aviso, y, si sigue importunándome con sus lamentos, yo también le prepararé una sorpresita, señor Rolles. Pero la mía será definitiva. ¿Lo comprende o prefiere que se lo diga en hebreo? Todo tiene un límite, y usted ha acabado con mi paciencia. El martes a las siete: ni un día, ni una hora, ni siquiera un segundo antes, aunque su vida dependiera de ello. Y si juzga que no le conviene esperar, por mí puede irse al infierno.

Y, con esas palabras, el dictador se levantó del banco y partió en dirección a Montmartre, moviendo la cabeza y balanceando con furia su bastón, mientras su compañero se quedaba donde estaba con aire muy abatido.

La sorpresa y el horror de Francis no tenían parangón, sus sentimientos habían recibido un golpe terrible, la ternura esperanzada con que había ocupado su sitio en el banco se había transformado en asco y desesperación: el viejo señor Scrymgeour, pensó, era un padre mucho más amable y honorable que aquel intrigante violento y peligroso, pero conservó la presencia de ánimo y salió al instante en persecución del dictador.

La indignación de aquel caballero le hacía andar muy deprisa, e iba tan absorto en sus airados pensamientos que ni una sola vez volvió la vista atrás hasta llegar a la puerta de su domicilio.

La casa estaba al final de la rue Lepic, y desde ella se divisaba todo París y se disfrutaba del aire puro de las alturas. Tenía dos pisos, con las persianas y las contraventanas verdes, y todas las ventanas que daban a la calle estaban herméticamente cerradas. Las copas de los árboles asomaban por detrás de la tapia del jardín, que estaba protegida por chevaux-de-frise. El dictador se entretuvo un momento mientras se hurgaba los bolsillos en busca de la llave, luego abrió una puerta y desapareció en el interior.

Francis miró en torno suyo: el barrio era muy solitario y la casa estaba aislada en medio del jardín. Era como si la persecución fuese a concluir allí bruscamente. Sin embargo, una segunda inspección le hizo reparar en una casa muy alta que tenía un hastial con una sola ventana que daba al jardín. Fue a la puerta principal y vio un cartel donde se ofrecían cuartos sin amueblar en alquiler; al preguntar resultó que la habitación que daba al jardín del dictador era una de las que se alquilaban. Francis no lo dudó un momento: alquiló la habitación, pagó un anticipo y volvió al hotel a por su equipaje.

Aquel viejo de la cicatriz podía ser o no su padre, él podía o no estar sobre la pista correcta, pero sin duda estaba al filo de un emocionante misterio, y se prometió no abandonar su puesto de observación hasta haber llegado al fondo del asunto.

Desde la ventana de su nuevo apartamento, Francis Scrymgeour dominaba todo el jardín de la casa de las persianas verdes. Justo debajo, un elegante castaño de anchas ramas cobijaba un par de mesas rústicas donde se podía cenar en pleno verano. Por todas partes, excepto en una, una espesa vegetación cubría el suelo, sin embargo allí, entre las mesas y la casa, vio un sendero de grava que llevaba del porche a la puerta del jardín. Al estudiar el lugar entre las tablas de las persianas venecianas, que no osó abrir por miedo a llamar la atención, Francis no vio gran cosa que le permitiera deducir el carácter de sus habitantes, y lo poco que vio le indicó tan solo que se trataba de personas reservadas y amantes de la soledad. El jardín era casi conventual y la casa tenía aspecto de cárcel. Todas las persianas verdes estaban bajadas por fuera; la puerta del porche estaba cerrada; el jardín, por lo que pudo ver, estaba desierto a la luz del sol vespertino. Lo único que atestiguaba la presencia de algún ser viviente era una modesta voluta de humo que salía por la única chimenea.

Para no estar totalmente ocioso y darle un poco de color a su vida, Francis había adquirido la Geometría de Euclides en francés, y empezó a copiarla y traducirla encima de su baúl sentado en el suelo y apoyado contra la pared, pues carecía tanto de silla como de mesa. De vez en cuando, se levantaba y echaba un vistazo al recinto de la casa de las persianas verdes, pero las ventanas siguieron obstinadamente cerradas y el jardín vacío.

Solo mucho más tarde, por la noche, ocurrió algo que recompensó su continua vigilancia. Entre las nueve y las diez, le despertó de cierto estado de somnolencia en el que había caído el agudo tintineo de una campanilla: corrió a su observatorio justo a tiempo de oír un considerable ruido de cerrojos que se abrían y de pasadores que se descorrían, vio salir del porche al señor Vandeleur con una linterna y vestido con una elegante bata de terciopelo negro y un gorro de dormir a juego y luego lo vio dirigirse sin prisas a la puerta del jardín. El ruido de pestillos y cerrojos volvió a repetirse y, un momento después, Francis observó cómo el dictador acompañaba a la casa a la luz vacilante de la linterna a un individuo de aspecto ruin y despreciable.

Media hora más tarde, después de volver a acompañar a la visita a la calle, el señor Vandeleur dejó la lámpara encima de una de las mesas rústicas y terminó de fumarse un cigarro con mucha calma bajo el ramaje del castaño. Francis, oteando por un hueco entre las hojas, pudo observar sus gestos cuando sacudía la ceniza o aspiraba una profunda bocanada, y reparó en una nube que ensombrecía el ceño del anciano y un rictus que atestiguaba las hondas y probablemente penosas meditaciones en que se hallaba sumido. Casi había terminado el cigarro, cuando de pronto se oyó la voz de una joven que gritaba la hora desde el interior de la casa.

—Ya voy —replicó John Vandeleur.

Y, con esas palabras, tiró la colilla al suelo, cogió la linterna y desapareció debajo del porche por el resto de la noche. En cuanto cerró la puerta, reinó en la casa una oscuridad absoluta: por mucho que Francis forzó la vista no detectó ni un simple atisbo de luz detrás de las persianas, y dedujo, con mucha razón, que los dormitorios estaban al otro lado de la casa.

A primera hora de la mañana siguiente (pues se despertó pronto, después de pasar una incómoda noche en el suelo), vio algo que le hizo pensar en una explicación diferente. Las persianas se fueron subiendo, una por una, como si tuvieran un mecanismo en su interior, y revelaron unas persianas metálicas como las de los escaparates, estas se enrollaron a su vez por un mecanismo similar y, por espacio de una hora, las habitaciones quedaron expuestas al aire matutino. Pasado ese rato, el señor Vandeleur volvió a cerrar las persianas metálicas con sus propias manos y a bajar las persianas exteriores.

Mientras Francis se maravillaba ante tantas precauciones, la puerta se abrió y una joven salió a pasear por el jardín. No tardó ni dos minutos en volver a entrar en la casa, pero incluso tan poco tiempo le bastó para convencerse de que la chica poseía indudables atractivos. Aquel incidente no solo estimuló en sumo grado la curiosidad del joven, sino que sirvió también para hacerle recobrar los ánimos. Las inquietantes costumbres y la vida equívoca de su padre dejaron de obsesionarle: desde ese momento, abrazó a su nueva familia con ardor, y tanto si la chica había de convertirse en su hermana como en su mujer, se convenció de que era un ángel disfrazado. Hasta tal punto fue así que le sobrecogió el horror al pensar en lo poco que sabía en realidad y en la posibilidad de que se hubiese equivocado de persona al seguir al señor Vandeleur.

El portero a quien preguntó no pudo darle mucha información, pero la que le dio tenía un carácter dudoso y lleno de misterio. El vecino era un caballero inglés muy rico y por tanto muy excéntrico en sus gustos y costumbres. Poseía valiosas colecciones, que guardaba consigo en la casa y por eso había hecho instalar las persianas metálicas, complicados cerrojos y chevaux-de-frise en la tapia del jardín. Vivía solo, aunque de vez en cuando le visitaba algún extraño personaje con quien tenía negocios que tratar, y no había nadie más en la casa, salvo mademoiselle y una vieja criada.

—¿Mademoiselle es su hija? —preguntó Francis.

—Desde luego —replicó el portero—. Es su hija, y lo más raro es lo mucho que le hace trabajar. A pesar de todas sus riquezas, es ella quien va a comprar al mercado, y todos los días de la semana se la puede ver con la cesta debajo del brazo.

—¿Y qué sabe usted de las colecciones? —preguntó el otro.

—Señor —dijo el hombre—, son inmensamente valiosas. No puedo decirle a usted más. Desde que el señor Vandeleur se instaló aquí, nadie del barrio ha cruzado su puerta.

—Ya supongo que no —respondió Francis—, pero sin duda debe de tener usted alguna idea de lo que contienen esas famosas galerías. ¿Se trata de cuadros, sedas, estatuas, joyas, o qué?

—A fe mía, señor —dijo el tipo con un encogimiento de hombros—, que podrían ser zanahorias y aun así no sabría decirle. ¿Cómo quiere que lo sepa? Como habrá usted notado ya, esa casa es una fortaleza. —No obstante, cuando Francis regresaba decepcionado a su habitación, el portero volvió a llamarlo—. Acabo de acordarme, señor —dijo—. El señor Vandeleur ha estado en casi todo el mundo, y una vez le oí decir a la vieja que había traído consigo un montón de diamantes. Si es cierto, detrás de esas persianas debe de haber toda una exposición.

Mucho antes de que empezara la función del domingo, Francis ya estaba ocupando su asiento en el teatro. La butaca que le habían reservado era la segunda o tercera del lateral izquierdo y estaba justo enfrente de uno de los palcos bajos. Como el sitio había sido elegido especialmente, pensó que sin duda podría deducir algo de su ubicación, y juzgó por instinto que, de uno u otro modo, el palco que había a su derecha debía de tener relación con el drama en que, sin conocerlo, él mismo desempeñaba un papel. De hecho, estaba situado de un modo que sus ocupantes podían observarle cómodamente desde el principio hasta el final de la obra si así se les antojaba, mientras que, aprovechando su profundidad, podían ocultarse para evitar que él los viese a su vez. Se prometió a sí mismo no perderlo ni un solo instante de vista, y mientras inspeccionaba el resto del teatro, o fingía atender a lo que ocurría en el escenario, no dejó de mirar el palco vacío con el rabillo del ojo.

Había transcurrido ya más de la mitad del segundo acto, que estaba a punto de concluir, cuando la puerta se abrió y entraron dos personas que se ocultaron en el rincón más oscuro. Francis apenas pudo contener la emoción. Eran el señor Vandeleur y su hija. La sangre entró y salió de sus venas y arterias a sorprendente velocidad, le zumbaban los oídos, la cabeza le daba vueltas. No se atrevió a mirar para no despertar sospechas: su programa de mano, que leyó de arriba abajo una y otra vez, se tornó de blanco a rojo delante de sus ojos, el escenario le pareció enormemente distante y las voces y los gestos de los actores, absurdos e impertinentes.

De vez en cuando, se arriesgaba a echar una mirada en la dirección que más le interesaba, y al menos una vez creyó notar que sus ojos se cruzaban con los de la chica. Todo su cuerpo se estremeció con la impresión y vio los colores del arco iris. ¡Qué no habría dado por oír la conversación de los Vandeleur! ¡Qué no habría dado por tener el valor de coger sus gemelos de ópera e inspeccionar su actitud y su expresión! Por lo que sabía, allí se estaba decidiendo su vida entera, y él no podía intervenir, ni siquiera oír la conversación, sino que estaba condenado a quedarse allí sentado y sufrir con impotencia y ansiedad.

Por fin, concluyó el acto. Cayó el telón, y la gente que le rodeaba empezó a levantarse de los asientos para el entreacto. Lo más natural era que siguiera su ejemplo; y al hacerlo, no solo era natural, sino necesario que pasara por delante del palco. Haciendo acopio de valor, pero sin dejar de mirar al suelo, Francis se acercó. Su avance fue lento, pues el anciano caballero que tenía delante andaba con increíble parsimonia y respiración fatigosa. ¿Qué debía hacer? ¿Debería saludar a los Vandeleur por su nombre al pasar a su lado? ¿Quitarse la flor que llevaba en el ojal y arrojarla al palco? ¿Alzar la vista y dirigirle una mirada larga y afectuosa a la dama que era o bien su hermana o su prometida? Al verse dividido entre tantas alternativas, rememoró su plácida vida en el banco y le asaltó la nostalgia del pasado.

Para entonces ya había llegado justo enfrente del palco, y aunque seguía sin saber qué hacer o si hacer algo, volvió la cabeza y alzó los ojos. Nada más hacerlo, soltó un grito de decepción y se quedó de una pieza. El palco estaba vacío. Aprovechando su lento avance, el señor Vandeleur y su hija se habían marchado silenciosamente.

Alguien a sus espaldas le recordó educadamente que estaba obstruyendo el paso, y él siguió avanzando maquinalmente y dejó que lo arrastraran fuera del teatro. Una vez en la calle, cesó la presión, se detuvo y el aire fresco de la noche le ayudó a recuperar el dominio de sí mismo. Le sorprendió comprobar que le dolía mucho la cabeza y que no recordaba ni una palabra de los dos actos que había presenciado. A medida que se disipó la emoción, la sustituyeron unas irresistibles ganas de dormir, así que llamó a un coche y volvió a sus habitaciones en un estado de fatiga extrema y un poco asqueado de la vida.

A la mañana siguiente, se apostó donde pudiera encontrarse con la señorita Vandeleur cuando fuese camino del mercado y, a las ocho en punto, la vio llegar por el callejón. Iba vestida con sencillez, incluso pobremente, pero el porte de su cuerpo y su cabeza tenía algo noble y flexible que habría prestado distinción a los vestidos más míseros. Incluso la cesta parecía un adorno por la gracia con que la llevaba. Mientras se ocultaba en un portal, Francis pensó que las sombras se apartaban a su paso y la luz del sol la seguía, y reparó por primera vez en que había un pájaro cantando en una jaula en el callejón.

Dejó que pasara de largo y luego salió y se dirigió a ella por su nombre desde detrás.

—Señorita Vandeleur —dijo. Ella se volvió y, al ver quién era, se quedó demudada—. Discúlpeme —prosiguió él—. Dios sabe que no pretendía asustarla y, de hecho, no debería usted temer nada de alguien que solo le desea lo mejor. Y créame que actúo movido más por la obligación que por propia voluntad. Tenemos mucho en común y no sé qué es. Debería estar haciendo muchas cosas, pero tengo las manos atadas. Ni siquiera sé qué pensar, ni quién es amigo ni enemigo.

La joven hizo un esfuerzo para hablar.

—No sé quién es usted —dijo.

—¡Ah, sí, señorita Vandeleur! Claro que lo sabe —replicó Francis—, incluso mejor que yo. De hecho es eso, sobre todo, lo que trato de aclarar. Dígame lo que sabe —le rogó—. Dígame quién soy, quién es usted y de qué modo se entrecruzan nuestros destinos. Ayúdeme a desvelar el misterio de mi vida, señorita Vandeleur…, solo una palabra o dos para guiarme, el nombre de mi padre si quiere…, y estaré contento y agradecido.

—No trataré de engañarle —replicó ella—. Sé quién es usted, pero no puedo decírselo.

—Dígame al menos que ha perdonado mi atrevimiento y esperaré con paciencia —dijo él—. Si no he de saber lo que quería, tendré que contentarme. Es cruel, pero podré soportarlo. Pero no añada a mis preocupaciones la idea de que me he ganado su enemistad.

—Usted solo ha hecho lo que era natural —repuso ella—, y no tengo nada que perdonarle. Adiós.

—¿Es un adiós definitivo? —preguntó él.

—No, ni yo misma lo sé —respondió ella—. Adiós de momento, si lo prefiere.

Y, después de decir esas palabras, se marchó.

Francis volvió a su habitación en un estado de gran conmoción. Esa mañana apenas avanzó nada con su Euclides y pasó más rato en la ventana que en su improvisado escritorio. Pero, aparte de asistir al regreso de la señorita Vandeleur y a su encuentro con su padre, que estaba fumándose un cigarro de Triquinopolis en el porche, no vio nada digno de reseñar en la proximidad de la casa de las persianas verdes antes de la hora de comer. El joven sació apresuradamente su apetito en un restaurante cercano y volvió, con la presteza de quien no ha saciado su curiosidad, a la casa de la rue Lepic. Un criado a caballo paseaba de aquí para allá a un caballo de monta delante de la tapia del jardín y el portero de la casa de Francis fumaba una pipa junto al umbral, absorbido en la contemplación de la librea y los dos corceles.

—¡Mire! —le gritó al joven—. ¡Qué animales tan hermosos! ¡Y qué traje tan elegante! Son del hermano del señor Vandeleur, que ha venido a hacerle una visita. Es un gran hombre, un general, en su país; y sin duda debe de haber oído usted hablar de él.

—Confieso —repuso Francis— que nunca antes había oído hablar del general Vandeleur. Tenemos muchos oficiales del mismo rango, y mis actividades han sido de índole exclusivamente civil.

—Fue él —insistió el portero— quien perdió el gran diamante de la India. Eso, al menos, tiene que haberlo leído usted en los periódicos.

En cuanto pudo librarse del portero, Francis corrió arriba y se asomó a la ventana. Justo debajo del hueco entre las hojas del castaño, los dos caballeros conversaban fumándose un cigarro. El general, un hombre de aspecto marcial y rubicundo, tenía cierto aire de familia con su hermano: algunos de sus rasgos se asemejaban, y tenía algo, aunque muy poco, de su porte desenvuelto y autoritario, sin embargo era mayor, más bajo y de apariencia más vulgar: su parecido era como el de una caricatura, y al lado del dictador daba la impresión de ser pobre y frágil.

Hablaban en tono tan bajo, inclinados muy interesados sobre la mesa, que Francis no pudo atrapar al vuelo más que una o dos palabras. Por lo poco que oyó se convenció de que la conversación giraba en torno a él y a su carrera: varias veces llegó a sus oídos el apellido Scrymgeour, fácil de reconocer, y aún con más frecuencia creyó distinguir el nombre de Francis.

Por fin, el general, presa de un ataque de ira, prorrumpió en violentas exclamaciones.

—¡Francis Vandeleur! —gritó poniendo el acento en la última palabra—. Francis Vandeleur, te digo.

El dictador hizo un gesto con todo el cuerpo, en parte afirmativo y en parte desdeñoso, pero su respuesta fue inaudible para el joven.

¿Era él el Francis Vandeleur del que hablaban?, se preguntó. ¿Estaban discutiendo cuál sería su nombre de casado? ¿O era todo aquel asunto un sueño y una ilusión fruto de su vanidad y suficiencia?

Tras otro intervalo de charla inaudible, volvió a producirse la discordia entre los dos hombres que hablaban debajo del castaño, y de nuevo el general alzó enfadado la voz lo bastante para que pudiera oírle Francis.

—¿Mi mujer? —gritó—. He roto con mi mujer para siempre. No quiero ni oír su nombre. Me asquea oír hablar de ella.

Y soltó una ruidosa blasfemia y golpeó la mesa con el puño.

A juzgar por sus gestos, el dictador trató de tranquilizarlo de modo paternal, y poco después lo acompañó a la puerta del jardín. Los dos se estrecharon afectuosamente la mano, pero en cuanto la puerta se cerró a John Vandeleur le dio un ataque de risa que sonó desagradable e incluso diabólica en los oídos de Francis Scrymgeour.

Así que había pasado otro día sin que pudiera aclarar nada. Pero el joven recordó que al día siguiente era martes, y se prometió descubrir algo más: todo podía ir bien o mal, pero al menos estaba seguro de que conseguiría espigar alguna información interesante y, con un poco de suerte, llegar al fondo del misterio que rodeaba a su padre y su familia.

Al acercarse la hora de cenar, se hicieron muchos preparativos en el jardín de la casa de las persianas verdes. La mesa que divisaba en parte Francis entre las hojas del castaño se destinó a servir de mesita auxiliar, y en ella colocaron varias pilas de platos y los cubiertos para servir la ensalada; la otra, que estaba casi oculta del todo, la apartaron a un lado para que se sentaran en ella los comensales, y Francis pudo vislumbrar el mantel blanco y la cubertería de plata.

El señor Rolles llegó puntual; parecía un hombre suspicaz y hablaba poco y en voz baja. El dictador, por su parte, daba la impresión de estar muy animado: su risa, que era juvenil y agradable, se oyó a menudo en el jardín; por la modulación y los cambios de tono de su voz era evidente que estaba relatando anécdotas e imitando los acentos de diversas naciones, y antes de que el joven clérigo y él terminaran el vermú, se había disipado cualquier indicio de desconfianza y charlaban animadamente como un par de compañeros de colegio.

Por fin, hizo su aparición la señorita Vandeleur con una sopera en las manos. El señor Rolles corrió a ofrecerle su ayuda, que ella rechazó sonriente; y el trío cruzó algunas bromas sobre la circunstancia, un tanto primitiva, de que tuviera que servir la mesa uno de los comensales.

—Así estaremos más cómodos —se oyó decir al señor Vandeleur.

Un instante después, los tres ocuparon sus asientos y Francis no pudo ver ni oír nada de lo que ocurría. Sin embargo, la cena pareció transcurrir felizmente: se oía un continuo murmullo de voces y el ruido de cuchillos y tenedores debajo del castaño, y Francis, que tuvo que contentarse con mordisquear un panecillo, sintió envidia por la comodidad y tranquilidad de aquel banquete. El grupo paladeó los distintos platos y luego un delicado postre, con una botella de vino añejo que descorchó con cuidado el propio dictador. Cuando empezó a oscurecer, pusieron una lámpara sobre la mesa y un par de velas en la mesita auxiliar, pues hacía una noche estrellada y sin viento. Además salía mucha luz por la puerta y la ventana del porche, por lo que el jardín estaba bastante iluminado y las hojas centelleaban en la oscuridad.

Quizá por décima vez, la señorita Vandeleur entró en la casa, y en esta ocasión volvió con la bandeja del café que dejó sobre la mesa auxiliar. En ese instante su padre se levantó de su asiento.

—Del café me encargo yo —le oyó decir Francis.

Y un momento después, vio a su supuesto padre junto a la mesita iluminada por las velas.

Sin dejar de hablar por encima del hombro, el señor Vandeleur sirvió dos tazas del negro estimulante, y luego, con gesto de prestidigitador, vació el contenido de un frasco diminuto en la más pequeña de las dos.

Todo fue tan rápido que incluso Francis, que le estaba mirando a la cara, apenas tuvo tiempo de reparar en aquel movimiento antes de que lo hubiera hecho. Y al instante, y sin dejar de reír, el señor Vandeleur se había vuelto hacia la mesa con una taza en cada mano.

—Antes de terminarlas —dijo—, tendremos aquí al famoso perista.

Sería imposible describir la confusión y el desánimo de Francis Scrymgeour. Había visto con sus propios ojos cómo tramaban una mala jugada y se sentía obligado a intervenir, aunque no sabía cómo. Podía tratarse de una simple broma; ¿cómo quedaría él si fuese a advertirles en vano? O, en caso de no serlo, cabía la posibilidad de que el culpable fuera su propio padre, y entonces, ¿cómo no iba a lamentar haber sido la perdición del autor de sus días? Por primera vez, comprendió su situación como espía. Esperar sin hacer nada en esas circunstancias y con semejante conflicto de intereses librándose en su interior equivalía a sufrir la peor de las torturas. Se agarró a las láminas de las persianas, el corazón le latía a toda prisa y de forma irregular y sintió cómo el cuerpo se le empapaba de sudor.

Pasaron varios minutos.

Le pareció notar que la conversación decaía y perdía viveza y volumen, pero siguió sin reparar en ningún indicio alarmante o digno de mención.

De pronto, sintió el ruido de un vaso que se rompía, seguido de un sonido sordo y apagado como si alguien se hubiera desplomado sobre la mesa. Al mismo tiempo se oyó en el jardín un agudo chillido.

—¿Qué es lo que has hecho? —gritó la señorita Vandeleur—. ¡Está muerto!

El dictador replicó con un violento susurro, tan fuerte y sibilante que todas sus palabras fueron audibles para quien les espiaba desde la ventana.

—¡Silencio! —dijo el señor Vandeleur—, está tan bien como yo. Sujétalo por los talones mientras yo lo cojo de los hombros. —Francis oyó cómo la señorita Vandeleur estallaba en lágrimas—. ¿Has oído lo que te he dicho? —insistió el dictador en el mismo tono—. ¿O es que quieres vértelas conmigo? Escoge tú misma, señorita Vandeleur. —Se produjo otra pausa y el dictador volvió a hablar—: Sujétalo por los talones, tengo que meterlo en la casa. Si fuese un poco más joven, me las arreglaría solo. Pero ahora que me acechan los años y los peligros y mis manos están débiles, necesito tu ayuda.

—Es un crimen —replicó la chica.

—Soy tu padre —dijo el señor Vandeleur.

Aquellas palabras parecieron surtir efecto. Se oyó el ruido de unos pies que se arrastraban por la grava, una silla cayó al suelo, y luego Francis vio al padre y a la hija que se tambaleaban por el sendero y desaparecían debajo del porche con el cuerpo inanimado del señor Rolles sujeto por las rodillas y los hombros. El joven clérigo estaba pálido y flácido, y la cabeza se balanceaba a cada paso.

¿Estaba vivo o muerto? A pesar de las palabras del dictador, Francis se inclinaba a pensar lo segundo. Se había cometido un crimen terrible, una gran calamidad se había abatido sobre los habitantes de la casa de las persianas verdes. Para su sorpresa, Francis comprobó que todo el horror de aquel hecho no era nada comparado con la lástima que le inspiraban una chica y un viejo a quienes creía en gran peligro. Una oleada de generosidad inundó su corazón; él también ayudaría a su padre contra los hombres, el destino y la justicia: abrió la contraventana, cerró los ojos y saltó con los brazos abiertos sobre las ramas del castaño.

Una rama tras otra se le escaparon de entre las manos o se quebraron bajo su peso, luego se enganchó con una rama más gruesa por el sobaco y se quedó suspendido unos segundos, por fin se soltó y cayó pesadamente sobre la mesa. Un grito de alarma desde la casa le advirtió de que su entrada no había pasado desapercibida. Se recobró tambaleándose, y en tres pasos recorrió la distancia que le separaba de la puerta del porche.

El señor Vandeleur estaba inclinado sobre el cuerpo del señor Rolles en una pequeña estancia cubierta de esteras y adornada con vitrinas repletas de objetos raros y valiosos. Al ver entrar a Francis, se puso en pie tras llevar a cabo un momentáneo juego de manos. Fue cosa de un segundo y duró menos que un parpadeo; el joven no pudo estar seguro, pero le pareció que el dictador le quitaba algo al cura del bolsillo, lo miraba por una fracción de segundo y se lo pasaba hábilmente a su hija.

Todo ocurrió antes de que Francis pusiera el pie en el umbral. Instantes después, estaba de rodillas delante del señor Vandeleur.

—¡Padre! —gritó—. Deje que yo también le ayude. Haré todo lo que me pida sin preguntar nada. Le obedeceré con mi vida, tráteme usted como a un hijo y hallará en mí una devoción filial.

La primera respuesta del dictador fue un deplorable estallido de blasfemias y juramentos.

—¿Padre e hijo? —exclamó—. ¿Hijo y padre? ¿Qué condenada comedia es esta? ¿Qué hace usted en mi jardín? ¿Qué es lo que quiere? ¿Y quién, en nombre de Dios, es usted? —Francis con aire sorprendido y avergonzado, se puso en pie y guardó silencio. Luego el señor Vandeleur pareció comprender y soltó una ruidosa carcajada—. Ahora lo entiendo —gritó—. Es Scrymgeour. Muy bien, señor Scrymgeour. Permita que le explique en pocas palabras cuál es su situación. Ha entrado usted en mi domicilio por la fuerza, o tal vez con engaños, pero desde luego no por invitación mía; y aprovecha usted un momento muy inconveniente, cuando uno de mis invitados acaba de sufrir un desmayo, para importunarme con protestas de cariño. No es usted hijo mío. Ya que tanto le interesa, es hijo natural de mi hermano con una verdulera. Me inspira usted una indiferencia que roza la repugnancia y, por lo que puedo juzgar de su comportamiento, veo que su inteligencia se corresponde a la perfección con su aspecto exterior. Le aconsejo que medite cuanto quiera en tan humillantes reflexiones y, entretanto, le ruego que nos libre de su presencia. ¡Si no estuviera ocupado —añadió el dictador, con un terrible juramento—, le daría a usted una buena paliza antes de echarlo!

Francis le escuchó profundamente avergonzado. De haber podido, habría escapado a toda prisa, pero como no tenía modo de salir de la casa en la que había entrado de un modo tan desafortunado, no le quedó más remedio que quedarse allí como un estúpido.

La señorita Vandeleur fue quien rompió el silencio.

—Papá, hablas llevado por la ira. Puede que el señor Scrymgeour se haya equivocado, pero su intención era buena.

—Gracias por hablar —replicó el dictador—. Me has recordado algunas cosas más que me parece imprescindible decirle al señor Scrymgeour. Mi hermano —prosiguió, dirigiéndose al joven— ha sido tan idiota como para concederle a usted una pensión; también ha sido lo bastante idiota y lo bastante presuntuoso para proponer una unión entre usted y esta señorita. Hace dos noches, ella pudo verle a usted y me alegra decirle que rechazó la idea con disgusto. Permítame añadir que ejerzo una considerable influencia sobre su padre, y que haré lo que esté en mi mano para que le despoje de su pensión y vuelva a enviarlo a su empleo de chupatintas antes de que acabe la semana.

El tono empleado por el viejo era, si cabe, aún más hiriente que sus palabras. Francis se sintió expuesto al más cruel, mordaz e insoportable de los desprecios, la cabeza le daba vueltas, se cubrió la cara con las manos y soltó un sollozo agónico. Pero la señorita Vandeleur volvió a salir en su defensa.

—Señor Scrymgeour —dijo, hablando con voz clara y suave—, no debe usted prestar atención a las desabridas palabras de mi padre. No me inspira usted ningún disgusto, al contrario: pedí una oportunidad para conocerle mejor. En cuanto a lo sucedido esta noche, crea que me ha llenado de lástima y de estimación por usted.

Justo en ese momento, el señor Rolles hizo un movimiento convulso con el brazo, que convenció a Francis de que solo estaba drogado y empezaba a recuperarse de los efectos del narcótico. El señor Vandeleur se inclinó sobre él y examinó su rostro un instante.

—¡Vamos, vamos! —gritó alzando la cabeza—. Ya está bien. Y, ya que tanto parece gustarte su conducta, señorita Vandeleur, coge una vela y muéstrale al bastardo la salida.

La joven se apresuró a obedecer.

—Gracias —dijo Francis, en cuanto estuvo a solas con ella en el jardín—, se lo agradezco con toda mi alma. Esta ha sido la tarde más amarga de mi vida, pero siempre tendré un recuerdo agradable de usted.

—He dicho solo lo que sentía a fin de hacerle a usted justicia —replicó ella—. He lamentado mucho que lo haya tratado tan mal.

Para entonces habían llegado a la puerta del jardín, y la señorita Vandeleur dejó la vela en el suelo y empezó a abrir los cerrojos.

—Una palabra más —dijo Francis—. No será esta la última vez que nos veamos… ¿verdad?

—¡Ay! —respondió ella—. Ya ha oído usted a mi padre. ¿Qué puedo hacer sino obedecerle?

—Dígame al menos que no es por su voluntad —replicó Francis—, dígame que no desea usted que esta sea la última vez.

—Desde luego que no lo deseo —repuso ella—. Me parece usted valiente y honrado.

—Entonces —dijo Francis— deme algún recuerdo suyo.

Ella dudó un momento con la llave en la mano, pues todos los pasadores y cerrojos estaban ya abiertos y solo le faltaba por abrir la cerradura.

—Si lo hago —dijo ella—, ¿promete usted hacer lo que le diga al pie de la letra?

—¿Es que lo duda? —replicó Francis—. Lo haría solo con que me lo pidiera.

Ella hizo girar la llave y abrió la puerta.

—Sea entonces —dijo ella—. No sabe lo que me pide, pero sea. Oiga lo que oiga —prosiguió—, y ocurra lo que ocurra, no vuelva usted a esta casa, corra hasta llegar a los barrios más iluminados y populosos de la ciudad y no baje la guardia ni siquiera allí. Corre usted un peligro mayor de lo que imagina. Prométame que no mirará lo que voy a darle hasta que haya llegado a un lugar seguro.

—Lo prometo —replicó Francis.

Ella puso algo en sus manos envuelto en un pañuelo y a la vez le empujó a la calle con más fuerza de la que habría podido imaginar.

—Y ahora, ¡corra! —le gritó.

Él oyó cómo se cerraba la puerta y el ruido que hacían los cerrojos al correrse.

—Palabra que lo haré —dijo—, ¡se lo he prometido!

Y echó a correr por la calle que lleva a la rue Ravignan.

No se había alejado ni cincuenta pasos de la casa de las persianas verdes cuando un grito diabólico quebró el silencio de la noche. Francis se detuvo automáticamente, otro viandante imitó su ejemplo; en las casas del vecindario vio a gente que corría a las ventanas. Una explosión no habría producido más sorpresa en aquel barrio desierto. Y, sin embargo, parecía ser obra de un solo hombre que rugía de ira y de pesar, como una leona a la que le han robado sus crías. A Francis le sorprendió y alarmó oír su nombre gritado al viento entre imprecaciones en inglés.

Su primer impulso fue volver a la casa; el segundo, al recordar el consejo de la señorita Vandeleur, continuar su huida aún más rápido que al principio; y estaba a punto de ponerlo en práctica, cuando el dictador pasó corriendo como una bala a su lado con la cabeza descubierta, dando voces como un energúmeno y con el cabello revuelto, y siguió corriendo calle abajo.

«Me he librado de milagro —pensó Francis—. No sé qué es lo que querrá de mí, ni por qué está tan alterado, pero está claro que su compañía ahora no debe de resultar muy agradable y que lo mejor que puedo hacer es seguir el consejo de la señorita Vandeleur.»

Y volvió sobre sus pasos con la intención de bajar por la propia rue Lepic mientras su perseguidor seguía por el otro lado. El plan estaba mal concebido y, de hecho, lo mejor habría sido que se hubiese sentado en el café más cercano a esperar que pasara el primer acaloramiento de la persecución. Pero, aparte de que Francis carecía de experiencia y estaba dotado de muy pocas aptitudes naturales para las pequeñas escaramuzas de la vida, tenía tan poca conciencia de haber hecho algo malo que no creía tener nada que temer más allá de una entrevista desagradable. Esa tarde había empezado su aprendizaje en conversaciones desagradables y era incapaz de pensar que la señorita Vandeleur no le hubiera dicho toda la verdad. Lo cierto es que el joven estaba herido tanto en su físico como en su orgullo, el primero estaba magullado y el otro traspasado de hirientes dardos, y reconoció para sí que el señor Vandeleur tenía una lengua venenosa.

Las magulladuras le recordaron que no solo había salido a la calle sin sombrero, sino que su ropa había sufrido considerablemente en su caída por el castaño. En la primera tienda que encontró abierta se compró un sombrero de alas anchas y remedió como pudo el desorden de su vestimenta. El recuerdo de la chica, todavía envuelto en el pañuelo, se lo metió en el bolsillo del pantalón.

A pocos pasos de la tienda, notó un súbito empujón, una mano que lo cogía del cuello, un rostro furioso que se le acercaba y una boca abierta que bramaba maldiciones junto a su oído. El dictador, al no encontrar rastro de su presa, había vuelto también sobre sus pasos. Francis era un joven robusto, pero no podía competir ni en fuerza ni en habilidad con su adversario, y tras algunos vanos forcejeos se sometió resignado a su captor.

—¿Qué quiere usted de mí? —dijo.

—Hablaremos de eso en casa —replicó en tono inflexible el dictador.

Y siguió empujando al joven calle arriba en dirección a la casa de las persianas verdes.

Pero Francis, aunque había dejado de luchar, tan solo estaba esperando una oportunidad para librarse. Con un súbito tirón dejó el cuello de su abrigo en manos del señor Vandeleur, y volvió a emprender la huida a toda prisa en dirección a los bulevares.

Las tornas habían cambiado. Aunque el dictador era más fuerte, Francis, en plena juventud, era de pies mucho más ligeros y no tardó en perderse entre la multitud. Momentáneamente aliviado, aunque con una creciente sensación de alarma y preocupación, anduvo a toda prisa hasta que llegó a la plaza de la Ópera, tan iluminada por las farolas que parecía de día.

«Al menos esto le gustaría a la señorita Vandeleur», pensó.

Y, torciendo a la derecha por los bulevares, entró en el Café Américain y pidió una cerveza. Era demasiado tarde o demasiado pronto para la mayoría de los parroquianos y solo había dos o tres clientes, todos hombres, sentados aquí y allá en mesas separadas en el salón. Francis estaba demasiado ocupado con sus propios pensamientos para reparar en su presencia.

Sacó el pañuelo del bolsillo. El objeto envuelto en él resultó ser un estuche de tafilete con el cierre y los adornos dorados, que se abrió por medio de un resorte y mostró al horrorizado joven un diamante de tamaño gigantesco y extraordinaria brillantez. Las circunstancias eran tan inexplicables, y su valor obviamente tan inmenso, que Francis se quedó mirando el estuche abierto sin moverse y sin pensamientos conscientes, como quien sufre un repentino ataque de estupidez.

Alguien le puso suave, aunque firmemente, la mano encima del hombro, y una voz calmosa pero acostumbrada a dar órdenes le susurró estas palabras al oído:

—Cierre el estuche y adopte un gesto más natural.

Al alzar la mirada, vio a un hombre, todavía joven, de aspecto sereno y educado, vestido con suntuosa sencillez. Aquel personaje se había levantado de una mesa vecina y, llevando su copa consigo, se había sentado al lado de Francis.

—Cierre el estuche —repitió el desconocido— y vuelva a metérselo tranquilamente en el bolsillo, donde estoy convencido de que no debería haber estado nunca. Haga el favor de cambiar esa expresión de perplejidad y de actuar como si yo fuese un amigo a quien acaba de encontrarse por casualidad. ¡Vamos! Brinde usted conmigo. Así está mejor. Me temo, señor, que es usted un aficionado.

El desconocido pronunció aquellas últimas palabras con una sonrisa peculiar llena de significado, se arrellanó en el asiento y aspiró una profunda bocanada de tabaco.

—Por el amor de Dios —dijo Francis—, dígame quién es usted y qué significa todo esto. No sé por qué tengo que atender a sus insólitas indicaciones, pero lo cierto es que esta tarde he vivido aventuras tan asombrosas y la gente con quien me encuentro se comporta de un modo tan extraño que creo que o bien me he vuelto loco o estoy en otro planeta. Su rostro me inspira confianza, parece usted inteligente, bueno y experimentado; dígame, por Dios, ¿por qué me aborda usted de un modo tan raro?

—Todo a su tiempo —replicó el desconocido—. Ahora me toca a mí hacer las preguntas y lo primero que tiene que explicarme es cómo ha llegado a sus manos el diamante del rajá.

—¡El diamante del rajá! —repitió Francis.

—Si fuese usted, yo no hablaría tan alto —repuso el otro—. Pero sin duda lo que tiene en el bolsillo es el diamante del rajá. Lo he visto y tenido en la mano muchas veces en la colección de sir Thomas Vandeleur.

—¡Sir Thomas Vandeleur! ¡El general! ¡Mi padre! —exclamó Francis.

—¿Su padre? —repitió el desconocido—. No sabía que el general tuviera familia.

—Soy hijo ilegítimo, señor —replicó Francis ruborizándose.

El otro inclinó la cabeza con gravedad. Fue un gesto respetuoso de un hombre que se disculpa de igual a igual, y Francis se sintió aliviado y reconfortado sin saber por qué. La compañía de aquel hombre le sentaba bien, parecía tener los pies en el suelo, empezó a albergar por él un sentimiento de respeto, y se quitó maquinalmente el sombrero como si estuviera en presencia de un superior.

—Deduzco —dijo el desconocido— que sus aventuras no han sido precisamente pacíficas. Tiene usted el cuello de la camisa roto, la cara llena de arañazos, un corte en la sien; espero que disculpe mi curiosidad si le pregunto cómo se ha hecho esas heridas y cómo es que tiene en su bolsillo una propiedad robada de tanto valor.

—¡Debo contradecirle! —replicó acalorado Francis—. No estoy en posesión de ninguna propiedad robada. Si se refiere usted al diamante, no hace ni una hora que me lo dio la señorita Vandeleur en la rue Lepic.

—¡La señorita Vandeleur en la rue Lepic! —repitió el otro—. Me interesa usted más de lo que supone. Continúe por favor.

—¡Cielos! —gritó Francis.

Su memoria había dado un brusco salto atrás. Había visto al señor Vandeleur quitarle un objeto a su narcotizado invitado, y ahora estaba convencido de que dicho objeto era un estuche de tafilete.

—¿Ha caído usted en algo? —preguntó el desconocido.

—Oiga —replicó Francis—. No sé quién es usted, pero creo que puedo fiarme de usted; me he metido en aguas pantanosas, necesito consejo y ayuda, y ya que me lo pregunta, se lo contaré a usted todo.

Y brevemente le contó sus vivencias desde el día en que le llamó el abogado.

—Desde luego es una historia muy interesante —dijo el desconocido, cuando el joven concluyó su relato—, y está usted en una situación difícil y peligrosa. Muchos le aconsejarían que fuera usted a ver a su padre y le entregara el diamante, pero yo tengo otra idea. ¡Camarero! —gritó. El camarero se acercó—. ¿Quiere usted pedirle al encargado que venga a hablar conmigo un momento?

Francis volvió a notar, tanto por el tono como por su actitud, que era un hombre acostumbrado a mandar.

El camarero se fue y volvió al cabo de un instante con el encargado, que hizo una respetuosa reverencia.

—¿Qué puedo hacer para serviros? —preguntó.

—Tened la bondad —replicó el desconocido, señalando a Francis— de decirle mi nombre a este caballero.

—Tiene usted el honor —dijo el empleado, dirigiéndose al joven Scrymgeour— de compartir la mesa con su Alteza el príncipe Florizel de Bohemia.

Francis se levantó aturdido y le hizo una agradecida reverencia al príncipe, quien le animó a volver a sentarse.

—Gracias —dijo Florizel, dirigiéndose de nuevo al empleado—, siento haberos importunado por tan poca cosa. —Y lo despidió con un gesto—. Y ahora —añadió el príncipe, volviéndose hacia Francis—, entregadme el diamante. —El estuche le fue entregado sin mediar palabra—. Habéis hecho bien —dijo Florizel—, vuestros sentimientos os han inspirado correctamente, y viviréis para alegraros de vuestros infortunios de esta noche. Un hombre, señor Scrymgeour, puede caer en muchas perplejidades, pero si su corazón es recto y su inteligencia despejada, saldrá de ellas sin deshonrarse. No os preocupéis más y dejad vuestros asuntos en mis manos, con la ayuda del cielo espero ser lo bastante fuerte para conducirlos a buen puerto. Tened la bondad de acompañarme a mi carruaje.

Con esas palabras, el príncipe se levantó, dejó una moneda de oro para el camarero y sacó al joven del café y lo llevó por el bulevar hasta donde le esperaban una modesta berlina y un par de criados sin librea.

—Este coche —dijo— está a vuestra disposición. Recoged vuestro equipaje tan pronto como podáis, y mis criados os llevarán a una villa en las afueras de París, donde podéis esperar cómodamente hasta que yo tenga tiempo de arreglar vuestra situación. Allí encontraréis un jardín agradable, una biblioteca bien surtida, un cocinero, una bodega y unos cigarros excelentes que os recomiendo encarecidamente. Jérome —añadió volviéndose hacia uno de los sirvientes—, ya me has oído: dejo al señor Scrymgeour en tus manos, sé que sabrás cuidar de mi amigo. —Francis balbució unas frases de agradecimiento entrecortadas—. Ya tendréis tiempo de agradecérmelo —dijo el príncipe— cuando vuestro padre os haya reconocido y estéis casado con la señorita Vandeleur.

Y, acto seguido, el príncipe se dio la vuelta y se fue paseando tranquilamente en dirección a Montmartre. Llamó al primer coche que pasó, le dio una dirección al cochero, y un cuarto de hora más tarde, tras despedir al cochero poco antes de llegar, estaba llamando a la puerta del jardín del señor Vandeleur.

Le abrió, con infinitas precauciones, el dictador en persona.

—¿Quién es? —preguntó.

—Debéis disculpar que os visite a estas horas —respondió el príncipe.

—Vuestra Alteza siempre es bienvenido —repuso el señor Vandeleur dando un paso atrás.

El príncipe aprovechó el hueco que quedó y, sin esperar a su anfitrión, se fue directo a la casa y abrió la puerta del salon. Allí encontró a dos personas: una era la señorita Vandeleur, con evidentes indicios de haber llorado y estremecida todavía de vez en cuando por algún sollozo; en la otra persona el príncipe reconoció al joven que, un mes antes, le había consultado sobre cuestiones literarias en la sala de fumadores de un club.

—Buenas tardes, señorita Vandeleur —dijo Florizel—, parecéis fatigada. Y vos sois el señor Rolles, ¿no es cierto? Espero que el estudio de Gaboriau os fuese provechoso, señor Rolles.

Pero el joven clérigo estaba demasiado enfadado para hablar, así que se contentó con hacer una envarada reverencia y siguió mordisqueándose el labio.

—¿A qué feliz circunstancia —dijo el señor Vandeleur, detrás de su invitado— debo el honor de vuestra visita?

—He venido a tratar un asunto —replicó el príncipe—, un asunto que os concierne a vos, y en cuanto lo hayamos resuelto le pediré al señor Rolles que me acompañe a dar un paseo. Señor Rolles —añadió con severidad—, permitid que os recuerde que todavía no he tomado asiento. —El clérigo se levantó con una disculpa, tras lo cual el príncipe se sentó en un sillón que había junto a la mesa, le entregó su sombrero al señor Vandeleur y su bastón al señor Rolles y, dejándolos así ocupados a su servicio, habló como sigue—: Como le he dicho, he venido a tratar de un asunto, pero si hubiera venido por placer, no podría haberme desagradado más vuestro recibimiento ni vuestra compañía. Vos, señor —dijo dirigiéndose al señor Rolles—, habéis tratado a un superior con descortesía; vos, Vandeleur, me recibís con una sonrisa, pero sabéis muy bien que vuestras manos no están limpias. No deseo que se me interrumpa, caballero —añadió en tono imperioso—, he venido aquí a hablar y no a escuchar, y exijo que se me escuche con respeto y se me obedezca al pie de la letra. Vuestra hija se casará cuanto antes con mi amigo Francis Scrymgeour en la embajada. Me honraréis ofreciendo una dote de no menos de diez mil libras. En cuanto a vos, os encomendaré por escrito una misión de cierta importancia en el Siam. Y ahora, caballero, respondedme en dos palabras si aceptáis o no mis condiciones.

—¿Me disculpará vuestra Alteza —dijo el señor Vandeleur— y me permitirá que le haga dos preguntas con el mayor respeto?

—Permiso concedido —replicó el príncipe.

—Vuestra Alteza acaba de decir que el señor Scrymgeour es amigo suyo. Creedme si os digo que de haber sabido que disfrutaba de ese honor lo habría tratado con el respeto debido.

—Planteáis vuestras preguntas con mucha habilidad —dijo el príncipe—, pero eso no os servirá de nada. Ya habéis oído mis órdenes y, si no hubiese visto a ese caballero hasta esta noche, no por ello serían menos tajantes.

—Vuestra Alteza interpreta mis palabras con su habitual sutileza —repuso Vandeleur—. Una cosa más: por desgracia, he puesto a la policía tras la pista del señor Scrymgeour, a quien he acusado de robo. ¿Deseáis que retire la acusación?

—Haced como mejor os parezca —replicó Florizel—. Es una cuestión entre vuestra conciencia y las leyes de este país. Traedme mi sombrero y vos, señor Rolles, devolvedme mi bastón y seguidme. Señorita Vandeleur, os deseo muy buenas tardes. Interpreto —añadió dirigiéndose a Vandeleur— que vuestro silencio equivale a un consentimiento sin reservas.

—Si no me queda otro remedio —replicó el anciano—, aceptaré, pero debo advertiros que no lo haré sin oponer resistencia.

—Sois viejo —dijo el príncipe—, pero la edad no favorece a los malvados. Vuestra edad es menos sabia que la juventud de otros. No oséis provocarme o descubriréis que soy más implacable de lo que imagináis. Es la primera vez que me habéis visto enfadado, procurad que sea la última. —Con esas palabras y haciéndole gestos al clérigo para que lo acompañara, Florizel salió de la habitación y se encaminó a la puerta del jardín; el dictador, siguiéndolos con una vela, les alumbró y volvió a descorrer los elaborados cerrojos con que trataba de protegerse de los intrusos—. Ahora que no está presente vuestra hija —dijo el príncipe dándose la vuelta en el umbral—, dejad que os diga que comprendo perfectamente vuestras amenazas, y que, como oséis levantar un solo dedo contra mí, atraeréis sobre vos una perdición súbita e irremediable.

El dictador no dijo nada, pero cuando el príncipe le dio la espalda hizo un gesto amenazador lleno de furia, y un momento más tarde daba la vuelta a la esquina y corría a toda prisa hacia la parada de coches más cercana.

 

 

(Aquí, dice mi árabe, el curso de los acontecimientos se aparta por fin de LA CASA DE LAS PERSIANAS VERDES. Una aventura más, añade, y habrá concluido EL DIAMANTE DEL RAJÁ. Ese último eslabón de la cadena se conoce entre los habitantes de Bagdad por el nombre de LA AVENTURA DEL PRÍNCIPE FLORIZEL CON UN DETECTIVE.)