Dedicado a D. A. S.
en recuerdo de los días pasados cerca de Fidra
1
En el que se cuenta cómo acampé junto al mar,
en el bosque de Graden, y vi una luz en el pabellón
De joven fui un gran solitario. Me enorgullecía quedarme al margen y estar a mi aire, y puede decirse que no tuve ni amigos ni conocidos hasta que conocí a la que acabó convirtiéndose en mi mujer y en la madre de mis hijos. Tan solo con un hombre tuve algún trato: con el caballero R. Northmour, de Graden Easter, en Escocia. Nos habíamos conocido en la universidad y, a pesar de no tener mucho en común ni gozar de demasiada confianza, compartíamos ciertas semejanzas de carácter que nos permitieron relacionarnos sin dificultad. Nos creíamos unos misántropos, aunque luego he pensado que quizá fuéramos solo hoscos. Y apenas podía hablarse de camaradería, sino de coexistencia entre dos seres insociables. El temperamento extraordinariamente violento de Northmour le hacía casi imposible relacionarse con nadie más que yo, e igual que él soportaba mis hábitos taciturnos y me dejaba ir y venir a mi antojo, yo toleraba su presencia sin complicaciones. Creo que nos teníamos por amigos.
Cuando Northmour se licenció y yo decidí dejar la universidad sin hacerlo, me invitó a pasar una larga temporada en Graden Easter, y así fue como llegué por primera vez al escenario de mis aventuras. La mansión Graden ocupaba una franja desolada de terreno a unos cinco kilómetros del mar del Norte. Era tan grande como un cuartel, y, como la habían construido con una piedra blanda y fácil de erosionar por la brisa marina, por dentro era húmeda y propensa a las corrientes de aire y por fuera estaba casi en ruinas. Era imposible que dos jóvenes se alojaran con comodidad en una casa semejante. Sin embargo, en la parte norte de la finca, en medio de un sinfín de colinas herbosas y dunas batidas por el viento había, entre el mar y un bosquecillo, un pequeño pabellón o belvedere de diseño moderno que se ajustaba a la perfección a nuestras necesidades; y en aquel retiro Northmour y yo pasamos cuatro tormentosos meses invernales, casi sin hablar, leyendo mucho y sin vernos más que a la hora de las comidas; sin embargo, una noche de marzo estalló entre nosotros una disputa que hizo necesaria mi partida. Recuerdo que Northmour me habló en tono desabrido y supongo que mi respuesta debió de ser también bastante sarcástica. Saltó de la silla y me agarró, tuve que luchar, no exagero, por mi vida, y, solo tras ímprobos esfuerzos, pude dominarlo, pues era casi tan fuerte como yo y parecía poseído por el mismo demonio. A la mañana siguiente nos saludamos como si no hubiera pasado nada, pero a mí me pareció mejor marcharme y él no trató de disuadirme.
Transcurrieron nueve años antes de que volviese a visitar aquellos parajes. En esa ocasión viajaba con una carreta entoldada, una tienda de campaña y un infiernillo: de día iba de aquí para allá junto a la carreta y, de noche, siempre que era posible, dormía como los gitanos en una cueva en las montañas, o en el lindero del bosque. Creo que visité así casi todas las regiones abruptas y desoladas de Inglaterra y Escocia, y, como no tenía ni amigos ni parientes, no recibía mucha correspondencia y carecía de domicilio fijo, aparte de la oficina de los abogados donde cobraba mis rentas dos veces al año. Me gustaba mucho aquella vida y estaba convencido de que me haría viejo recorriendo caminos y moriría por fin en alguna cuneta.
Mi única preocupación era encontrar lugares despoblados donde poder acampar sin miedo a que me molestasen; de ahí que, al pasar cerca de la comarca, recordara de pronto el pabellón de las dunas. En cinco kilómetros a la redonda no pasaba por allí ningún camino. La ciudad más próxima, un sencillo pueblo de pescadores, estaba a diez o doce. Aquella franja de terreno desolado se extendía junto al mar a lo largo de unos quince kilómetros, con una anchura que oscilaba entre los cinco y los tres. En la playa, que era la forma de acceso natural, abundaban las arenas movedizas. De hecho, podría decirse que no hay mejor escondite en todo el Reino Unido. Resolví pasar una semana junto al mar en el bosquecillo de Graden Easter, y, tras una larga jornada, llegué allí al atardecer de un tormentoso día de septiembre.
Ya he dicho que la región está cubierta de arenales y esas dunas fijas, más o menos cubiertas de hierba, que los escoceses llaman links. El pabellón se erigía en un lugar llano y, justo detrás, empezaba el bosque con un seto de saúcos apiñados por el viento; por delante, unas cuantas dunas medio desmoronadas se interponían entre él y el mar. Un saliente en la roca había formado un bastión que retenía la arena, de modo que formaba un promontorio en la costa entre dos bahías poco profundas; más allá de la línea de la marea, la roca sobresalía en el agua y formaba un islote de pequeñas dimensiones y forma muy extraña. Las arenas movedizas cubrían una gran extensión de terreno durante la bajamar, y eran temidas en la región. Cerca de la orilla, entre el islote y el promontorio, se decía que podían tragarse a un hombre en cuatro minutos y medio, aunque tanta precisión tal vez no estuviera del todo justificada. En la zona abundaban los conejos y era también refugio de las gaviotas, cuyos chillidos se oían por doquier en el pabellón. Los días de verano la vista era deslumbrante e incluso alegre, pero al atardecer de un día de septiembre de mucho viento y con las olas rompiendo junto a las dunas, el lugar no evocaba más que naufragios y marinos muertos. Un barco que se balanceaba en el horizonte y los restos de un pecio semienterrado en la arena a mis pies contribuían a completar aquella sensación.
El pabellón, que había sido construido por el último propietario, el tío de Northmour, una especie de diletante algo necio y despilfarrador, no acusaba el paso del tiempo. Tenía dos pisos de altura, era de estilo italiano y estaba rodeado por un jardín en el que no habían prosperado más que unas pocas flores silvestres; con los postigos cerrados parecía, no una casa deshabitada, sino una que no hubiera sido habitada nunca. Obviamente Northmour no estaba allí, y era imposible saber si habría ido, como tenía por costumbre, a rumiar su malhumor en el camarote de su yate o a hacer una de sus raras y caprichosas apariciones en sociedad. El lugar traslucía una soledad que impresionó incluso a un solitario como yo: el viento aullaba en las chimeneas con un sonido extraño y quejumbroso, y cuando empujé mi carro para internarme en la linde del bosque experimenté la misma sensación de alivio de quien entra en una casa.
El bosque de Graden lo habían plantado para proteger los cultivos de detrás, y para contener el avance de la arena que empujaba el viento. A medida que uno se internaba en él desde la costa, los saúcos iban dando paso a otros recios arbustos de madera nudosa y retorcida por una vida dura: aquellos árboles estaban acostumbrados a resistir las largas noches de tormenta invernales, y a principios de la primavera ya se les volaban las hojas y empezaba el otoño en el bosque. Hacia el interior, el terreno formaba un pequeño altozano que, junto con el islote, servía de punto de referencia para los marineros. Cuando el altozano quedaba al norte del islote, los barcos debían virar al este para evitar los bajíos de Graden y los remolinos Graden. Un riachuelo corría entre los árboles en la parte más baja, y las hojas muertas y el barro que arrastraba hacían que se embalsara aquí y allá y formara charcas de agua estancada. Había varias edificaciones en ruinas dispersas por el bosque; según Northmour, eran albergues eclesiásticos que, en otro tiempo, habían servido de refugio a piadosos ermitaños.
Encontré un hueco donde manaba un manantial de agua pura y, después de limpiarlo de zarzas, planté en él la tienda y encendí un fuego para prepararme la cena. Dejé al caballo atado un poco más lejos en un calvero donde crecía la hierba. Las paredes de mi refugio no solo ocultaban la luz de la hoguera, sino que me protegían del viento, que era frío y soplaba con fuerza.
Aquella vida me había hecho recio y frugal. Tan solo bebía agua y casi nunca comía nada que no fueran gachas de avena; necesitaba tan pocas horas de sueño que, aunque me levantaba al despuntar el día, con frecuencia me quedaba despierto contemplando las noches oscuras o estrelladas. Por eso, aunque me dormí agradecido hacia las ocho de la tarde, volví a despertarme antes de las once, en plena posesión de mis facultades y sin la menor sensación de cansancio o fatiga. Me levanté y me senté junto al fuego, a observar los árboles y las nubes que se acumulaban y perseguían tumultuosamente en el cielo, y escuchar el viento y las olas en la orilla; hasta que por fin, harto de no hacer nada, salí de mi refugio y anduve hacia el borde del bosque. La luna creciente, envuelta en niebla, iluminaba vagamente mis pasos, y su luz se fue haciendo más brillante a medida que me acercaba a las dunas. Al mismo tiempo, el viento, cargado de partículas de arena y del olor de sal del mar abierto, me golpeó con fuerza y me hizo agachar la cabeza.
Cuando volví a levantarla para ver por dónde seguir, reparé en que había una luz en el pabellón. No estaba quieta, sino que pasaba de una ventana a otra, como si alguien estuviera inspeccionando las habitaciones a la luz de una lámpara o una vela. La estuve observando unos segundos con enorme sorpresa. A mi llegada la tarde anterior, la casa estaba claramente deshabitada y ahora era evidente que estaba ocupada. Al principio pensé que tal vez se hubieran colado unos ladrones y estuvieran saqueando los abundantes y bien surtidos armarios de Northmour. Pero ¿qué habría llevado a unos ladrones hasta Graden Easter? Además, todos los postigos estaban abiertos y tales caballeros acostumbran más bien a cerrarlos. Descarté la idea y pensé en otra posibilidad. Debía de ser Northmour quien había llegado a la casa y estaba aireando e inspeccionando el pabellón.
Ya he dicho que no nos teníamos verdadero afecto, pero me había acostumbrado tanto a la soledad que, aunque lo hubiera amado como a un hermano, habría evitado su compañía. Así que me di la vuelta y eché a correr y sentí una gran satisfacción cuando me vi de nuevo a salvo junto al fuego. Había esquivado a un conocido; podría dormir otra noche tranquilo. Por la mañana, podría o bien escabullirme cuando Northmour estuviese fuera, o hacerle una visita tan breve como quisiera.
Sin embargo, cuando amaneció, la situación me pareció tan divertida que olvidé mis primeras reticencias. Northmour estaba a mi merced: decidí gastarle una broma, aunque sabía de sobra que no era hombre con quien se pudiera bromear sin correr riesgos; y riéndome por anticipado, me aposté entre los saúcos al borde del bosque, desde donde se dominaba la puerta del pabellón. Habían vuelto a cerrar los postigos, circunstancia que recuerdo que me extrañó un poco, y la casa con sus paredes encaladas y sus persianas venecianas parecía muy pulcra y habitable a la luz de la mañana. Pasaron varias horas y ni rastro de Northmour. Yo sabía que era muy perezoso por las mañanas, pero al acercarse el mediodía empecé a perder la paciencia. A decir verdad, había dado por sentado que esa mañana desayunaría en el pabellón y empezaba a tener un hambre canina. Era una pena dejar pasar la oportunidad de burlarme de él, pero prevaleció el apetito más vulgar y salí a regañadientes del bosque.
A medida que me acercaba, el aspecto de la casa me fue llenando de aprensión. Parecía no haber cambiado desde la noche pasada, y yo contaba, sin saber muy bien por qué, con encontrar algún indicio externo de que estaba habitada. Pero no: los postigos estaban atrancados, no salía humo por la chimenea, y la puerta principal estaba cerrada con llave y candado. La conclusión lógica y necesaria era que Northmour había entrado por la puerta de atrás, así que comprenderán mi sorpresa cuando, al rodear la casa, descubrí que la puerta trasera estaba cerrada como la otra.
Enseguida volví a pensar en mi teoría de los ladrones, y me culpé por no haber hecho nada la noche anterior. Inspeccioné las ventanas del piso de abajo, pero no encontré ninguna que hubiera sido forzada; comprobé los candados de las puertas, pero los dos estaban cerrados. El problema ahora era saber cómo habían accedido los ladrones —si es que eran ladrones— al interior de la casa. Debían de haber entrado, pensé, por el tejado del cobertizo donde Northmour guardaba su instrumental fotográfico, y desde allí, o bien por la ventana del estudio, o por la de mi antiguo dormitorio.
Seguí su supuesto ejemplo y, después de subir al tejado, comprobé los postigos de las dos habitaciones. Ambos estaban cerrados, pero no quise darme por vencido, hice un poco de fuerza y conseguí abrir uno de ellos, aunque me arañé el dorso de la mano. Recuerdo que me llevé el rasguño a la boca y me quedé allí medio minuto lamiéndomelo como un perro y contemplando distraído las dunas desiertas y el mar, y que, en ese rato, reparé en una goleta que había unas pocas millas al nordeste. Luego abrí la ventana y trepé dentro.
Recorrí toda la casa, y nada podría expresar mi extrañeza. No había señales de desorden, sino que, por el contrario, todas las habitaciones estaban muy pulcras y limpias. Había leña en las chimeneas, que estaban listas para encender el fuego; tres dormitorios preparados con un lujo nada propio de Northmour, con agua en los aguamaniles, y las camas hechas; mesa para tres en el comedor y un amplio surtido de carnes frías, caza y verduras en los estantes de la despensa. Estaba claro que esperaban invitados, pero ¿por qué iba a tener invitados Northmour, que tanto odiaba la sociedad? Y, sobre todo, ¿por qué habían hecho a hurtadillas todos los preparativos en plena noche?, ¿y por qué estaban los postigos atrancados y las puertas cerradas?
Borré cualquier rastro de mi visita y volví a salir por la ventana más sereno y preocupado.
La goleta seguía todavía en el mismo sitio, y por un momento se me pasó por la cabeza que pudiera ser el Red Earl y llevara a bordo al dueño del pabellón y a sus invitados. Pero la proa del barco apuntaba en dirección opuesta.
2
En el que se narra el desembarco nocturno del yate
Volví a mi madriguera para cocinarme un poco de comida, pues estaba muerto de hambre, y a atender al caballo, del que apenas había cuidado esa mañana. Cada cierto tiempo volví a la linde del bosque, pero no aprecié cambio alguno en el pabellón, y no vi un alma entre las dunas. La goleta de la bahía era el único indicio de vida que se divisaba. Al parecer, ponía proa a tierra o al mar indistintamente o se quedaba al pairo sin objeto aparente, pero al caer la tarde se fue acercando a tierra. Me convencí de que llevaba a bordo a Northmour y sus amigos y de que probablemente desembarcarían de noche, no solo por el secreto de los preparativos de la noche anterior, sino porque antes de las once la marea no habría subido lo bastante para cubrir Graden Floe y las demás ciénagas que protegían la orilla de los invasores.
El viento había ido amainando a lo largo del día y el mar también se había calmado, pero al atardecer volvió a empeorar. La noche se puso negra como la boca del lobo. El viento llegaba racheado del mar como descargas de artillería, de vez en cuando caía algún chubasco y las olas rompían con más fuerza con la marea creciente. Estaba en mi observatorio entre los saúcos cuando izaron una luz al mástil de la goleta y pude comprobar que estaba más cerca que la última vez que la había visto al caer el sol. Supuse que aquello debía de ser una señal para los compinches de Northmour en tierra y me interné entre las dunas en busca de una respuesta.
A lo largo del lindero corría un estrecho camino que constituía la vía de comunicación más directa entre el pabellón y la mansión, y, al mirar hacia ese lado, vi una luz, a menos de medio kilómetro de distancia, que se acercaba muy deprisa. Por lo mucho que se movía, daba la impresión de ser una linterna llevada por alguien que seguía las revueltas del camino y a quien, de vez en cuando, hacían tambalear, e incluso obligaban a detenerse, las ráfagas más violentas. Volví a ocultarme entre los saúcos y esperé ansioso el avance del recién llegado. Resultó ser una mujer, y, cuando pasó a menos de media vara de mi escondrijo, pude reconocer sus rasgos: el cómplice de Northmour en aquel misterioso asunto era la vieja niñera sordomuda que había cuidado de él en su infancia.
La seguí a corta distancia aprovechando los innumerables huecos y recovecos, oculto por la oscuridad y favorecido no solo por la sordera de la niñera, sino por el rugido del viento y las olas. Entró en el pabellón, se fue directa al piso de arriba, abrió una de las ventanas que miraban al mar y colocó en ella una luz. Inmediatamente después arriaron la luz del mástil y la apagaron. Ya había cumplido su misión y los de a bordo estaban seguros de que les estaban esperando. La anciana siguió con los preparativos: aunque todos los demás postigos siguieron cerrados, distinguí un resplandor que iba y venía por toda la casa y unas chispas que salieron por las chimeneas me indicaron que estaba encendiendo los fuegos.
Ahora estaba convencido de que Northmour y sus invitados desembarcarían en cuanto las ciénagas estuvieran cubiertas de agua. Hacía muy mala noche para emplear los botes, y sentí cierta alarma mezclada de curiosidad al pensar en los peligros del desembarco. Yo ya conocía la excentricidad de mi antiguo amigo, pero esto tenía unos tintes cada vez más lúgubres e inquietantes. Esa mezcla de sentimientos me llevó hacia la playa, donde me oculté en una hondonada que había a unos dos metros del sendero que conducía al pabellón. Desde allí podría observar a los recién llegados, y, en caso de que fuesen conocidos, saludarles en cuanto desembarcasen.
Poco antes de las once, cuando la marea todavía estaba peligrosamente baja, la linterna de un bote apareció muy cerca de la orilla; al fijarme divisé otro, todavía mar adentro, que las olas sacudían con violencia hasta ocultarlo a veces por completo. El tiempo, que estaba empeorando a medida que avanzaba la noche, y la peligrosa situación del yate en una costa de sotavento debían de haberles impulsado a intentar el desembarco lo antes posible.
Poco después, cuatro tripulantes del yate cargados con un arcón muy pesado y guiados por un quinto que llevaba una linterna pasaron muy cerca de donde yo estaba y llegaron al pabellón donde les esperaba la vieja para abrirles la puerta. Luego volvieron a la playa y pasaron por tercera vez delante de mí con otro arcón, más grande, pero al parecer no tan pesado como el anterior. Repitieron el viaje una tercera vez: en esta ocasión uno de los del yate llevaba una maleta de cuero y los otros un baúl de señora y una bolsa de viaje. Mi curiosidad aumentó. Si entre los huéspedes de Northmour había una mujer, supondría tal cambio en sus costumbres y semejante apostasía de sus teorías de la vida, que no podía sino llenarme de sorpresa. Cuando los dos vivíamos allí, el pabellón había sido un templo de misoginia. Y ahora iba a instalarse bajo su techo un miembro del sexo aborrecido. Recordé algunos pormenores, unos detalles de delicadeza y casi de coquetería que me habían sorprendido el día anterior mientras espiaba los preparativos en la casa: ahora estaba claro su propósito, y me reproché no haberlo imaginado desde el primer momento.
Cuando estaba ocupado en esos pensamientos, una segunda linterna se acercó desde la playa. La llevaba otro tripulante del yate a quien yo no había visto y que conducía a otras dos personas al pabellón. Eran sin duda los huéspedes para quien habían preparado la casa y, aguzando la vista y el oído, me dispuse a observarlos cuando pasaran. Uno era un hombre muy alto con un sombrero de viaje calado sobre los ojos y una capa escocesa abotonada hasta arriba y con el cuello levantado para que le ocultase la cara. Lo único que se podía colegir de su aspecto era su extraordinaria estatura y que andaba con paso vacilante y muy encorvado. A su lado, agarrada a él o sirviéndole de apoyo —no pude precisar si era una cosa o la otra—, distinguí la figura de una mujer joven, alta y delgada. Parecía muy pálida, pero a la luz de la linterna su rostro estaba tan desfigurado por las negras y cambiantes sombras, que lo mismo podía haber sido fea como un demonio o tan hermosa como resultó ser después.
Cuando estaban casi a mi altura, la chica hizo una observación que ahogó el ruido del viento.
—¡Chitón! —dijo su acompañante en un tono que me hizo estremecer y me dejó sobrecogido: parecía salido de un pecho embargado por un terror indescriptible, nunca he oído sílabas tan expresivas, y todavía hoy las oigo cuando paso alguna noche febril y mi imaginación rememora los viejos tiempos.
El hombre se volvió hacia la chica al hablarle y pude vislumbrar una barba pelirroja y una nariz rota que parecía haber sido rota en la juventud, y unos ojos claros que daban la sensación de brillar en su rostro bajo una fuerte y desagradable impresión.
Los dos pasaron de largo y cruzaron a su vez la puerta del pabellón.
Uno por uno o en grupos los marineros volvieron a la playa. El viento me trajo el sonido de una voz ruda que gritaba «¡Largad!». Luego, tras una pausa, vi acercarse otra linterna. Era Northmour, que llegaba solo.
Mi mujer y yo, un hombre y una mujer, a menudo coincidimos en preguntarnos cómo alguien podía ser, al mismo tiempo, tan apuesto y repulsivo como Northmour. Tenía el aspecto de un caballero cabal, su rostro evidenciaba su inteligencia y su valentía, pero bastaba con mirarlo una vez, incluso cuando estaba de mejor humor, para darse cuenta de que tenía el temperamento de un capitán negrero. Nunca he conocido a nadie tan atrabiliario y vengativo: en él se combinaban la vivacidad meridional con el odio tenaz y mortífero de los septentrionales, y ambos rasgos estaban escritos bien a las claras en su rostro como una especie de señal de peligro. Era alto, fuerte y dinámico; tenía el cabello y la tez muy oscuros; sus facciones eran agradables aunque distorsionadas por lo torvo de su gesto.
En ese momento estaba algo más pálido de lo normal, tenía el ceño fruncido y los labios apretados y al andar miraba con recelo a un lado y a otro, como un hombre acosado por las preocupaciones. No obstante, me pareció percibir en él un gesto de triunfo, como si hubiese hecho ya mucho y estuviese cerca del final de alguna empresa.
En parte por delicadeza —reconozco que un tanto tardía— y en parte por el placer de sorprender a un conocido, quise darle a conocer mi presencia cuanto antes.
Me puse de pronto en pie y le salí al paso.
—¡Northmour! —dije.
En toda mi vida jamás me he llevado un susto semejante: saltó sobre mí sin decir una palabra, algo brilló en su mano y trató de acuchillarme en el corazón con una daga. Le di un puñetazo y lo tumbé patas arriba. Ignoro si fue mi rapidez o su propia incertidumbre, pero el caso es que la hoja solo me arañó el hombro, aunque la empuñadura me golpeó con fuerza en la boca.
Huí, pero no muy lejos. Muchas veces había apreciado las ventajas de las dunas para emboscarse, avanzar y escapar de forma furtiva, y, a menos de diez metros de la escena de la pelea, volví a tumbarme entre la hierba. La linterna se había apagado al caerse. Sin embargo, ¡cuál no sería mi sorpresa al ver a Northmour echar a correr y entrar a toda prisa en el pabellón, y oírle atrancar la puerta entre el ruido metálico de los cerrojos!
No me había perseguido. Había salido huyendo. Northmour, a quien yo sabía implacable y audaz, ¡había salido huyendo! Apenas podía dar crédito a mis ojos, y eso que en un asunto tan extraño, donde todo era inverosímil, no podía uno asombrarse de nada. ¿Por qué habían preparado en secreto el pabellón? ¿Por qué había desembarcado Northmour con sus invitados de noche en plena tormenta y con las ciénagas apenas cubiertas de agua? ¿Por qué había intentado matarme? ¿Es que no había reconocido mi voz? Y, sobre todo, ¿por qué llevaba un cuchillo en la mano? Una daga o un cuchillo parecían un anacronismo en la época en que vivimos, y no es normal que un caballero que desembarca de su yate en una playa de su propiedad, aunque sea de noche y bajo circunstancias misteriosas, se pasee por ahí dispuesto a tener un mortífero encuentro. Cuanto más lo pensaba más me hundía en un mar de dudas. Recapitulé los elementos del misterio, contándolos con los dedos: el pabellón preparado a escondidas para los huéspedes; los invitados que desembarcaban con grave riesgo de sus vidas y poniendo en peligro el yate; el evidente, y en apariencia injustificado, terror que embargaba al menos a uno de los invitados; el que Northmour llevase un arma desenfundada en la mano; el que hubiese tratado de acuchillar a su amigo más íntimo; y, por último, lo más extraño de todo, que hubiese huido del hombre a quien había tratado de apuñalar y se hubiera refugiado, como un animal perseguido, tras la puerta del pabellón. Había al menos seis motivos distintos que movían a la sorpresa, todos igual de relevantes y que juntos formaban una trama coherente. Casi me avergonzó dar crédito a mis sentidos.
Mientras estaba allí sumido en la perplejidad, el dolor me recordó las heridas recibidas en la pelea, de modo que di un rodeo entre las dunas por un sendero lateral y volví al abrigo del bosque. De camino, la vieja niñera volvió a pasar a pocos metros de donde yo estaba, cargada todavía con su linterna, de regreso a la mansión de Graden. Eso añadía un séptimo motivo de sospecha. Al parecer, Northmour y sus invitados iban a cocinar y a hacer la limpieza ellos mismos, mientras la anciana seguía viviendo en el viejo cuartel vacío rodeado de jardines. Debían de tener mucho que ocultar si estaban dispuestos a sufrir tantas incomodidades.
Dándole vueltas al asunto, me dirigí a mi guarida. Para mayor seguridad, apagué los rescoldos del fuego y encendí la linterna para examinarme la herida del hombro. Era un rasguño sin importancia, aunque sangraba mucho, y me la curé como mejor pude (pues estaba en un sitio de difícil acceso) con una venda y el agua fría del manantial. Mientras lo hacía, maldije mentalmente a Northmour y me prometí averiguar su secreto. No soy hombre vengativo y creo que en el fondo sentía más curiosidad que resentimiento. Pero estaba decidido a llegar al fondo del asunto y para prepararme saqué mi revólver, extraje las balas, lo limpié y volví a cargarlo con mucho cuidado. Luego me acordé del caballo. Podía soltarse, o ponerse a relinchar, y delatar así mi presencia en el bosque. Decidí librarme de él, y mucho antes de que amaneciera ya lo estaba llevando por las dunas hacia el pueblecito de pescadores.
3
En el que se cuenta cómo conocí a mi mujer
Pasé dos días oculto entre las dunas y merodeando por los alrededores del pabellón. Me convertí en un experto en esas tácticas. Aquellos promontorios y hondonadas que se sucedían unos a otros se convirtieron en un velo impenetrable para mi emocionante, aunque tal vez deshonrosa, ocupación. No obstante, a pesar de contar con aquella ventaja, poco pude averiguar de Northmour y sus invitados.
Por la noche, al amparo de la oscuridad, la anciana les llevaba provisiones de la mansión. Northmour y la joven, a veces juntos, pero casi siempre por separado, paseaban una hora o dos por la playa junto a las arenas movedizas. Deduje que habían escogido aquel lugar a fin de ocultar su presencia, pues estaba abierto solo al mar. Sin embargo, a mí también me servía, pues las dunas más altas y accidentadas estaban justo al lado y desde allí, oculto en algún hueco, podía vigilar a Northmour o a la joven mientras paseaban.
El hombre alto parecía haber desaparecido. No solo no cruzaba nunca el umbral de la casa, sino que ni siquiera se asomaba nunca a la ventana, al menos que yo viera, pues de día no me atrevía a acercarme demasiado, ya que desde el último piso se divisaba la base de las dunas, y de noche, cuando podía acercarme más, las ventanas de abajo estaban atrancadas como para resistir un asedio. A veces, pensaba que el hombre alto debía de estar en cama, pues recordaba su paso vacilante, y en otras ocasiones pensaba que se había ido y solo Northmour y la joven seguían en el pabellón. La idea, incluso entonces, me desagradaba.
Tanto si aquella pareja eran marido y mujer como si no, tenía sobrados motivos para dudar de la cordialidad de su relación. Aunque no podía oír lo que decían y pocas veces distinguí con claridad sus semblantes, percibía incluso desde tan lejos una rigidez en su porte que revelaba cierta desconfianza o incluso enemistad. La chica andaba más deprisa cuando estaba con Northmour que cuando estaba sola, y yo imaginaba que, de haber sentido alguna inclinación el uno por el otro, habrían ido más despacio y no más rápido. Además, ella andaba siempre a un metro de distancia de su acompañante e interponía su paraguas a modo de barrera entre los dos. Northmour trataba de acercarse y la chica, al apartarse, seguía una trayectoria en diagonal que, de haberse prolongado mucho rato, los habría llevado hasta el agua. Cuando estaba a punto de ocurrir, la chica cambiaba de sitio y dejaba a Northmour entre ella y el mar. Por mi parte, yo observaba aquellas maniobras con aprobación y me reía para mis adentros.
A la mañana del tercer día, estuvo paseando sola un rato y yo reparé, con gran preocupación, en que rompía a llorar varias veces. Ya imaginarán que mi corazón estaba más interesado de lo que pensaba. Se movía con gracilidad y alzaba la cabeza con una elegancia inimaginable, cada uno de sus pasos era digno de ver y toda su persona parecía emanar dulzura y distinción.
Hacía un día muy agradable, casi sin viento; lucía el sol y el mar también estaba en calma. Había algo estimulante y vigoroso en el aire que, contrariamente a su costumbre, la tentó a dar un segundo paseo. En esta ocasión la acompañó Northmour y ambos llevaban un rato en la playa cuando vi cómo la cogía por la fuerza del brazo. Ella luchó por desasirse y soltó un grito que fue casi un chillido. Yo me puse en pie de un salto, sin pensar en lo delicado de mi situación, pero antes de que diera un paso, vi que Northmour se descubría y hacía una profunda reverencia, como si se disculpara, así que volví a ocultarme en mi escondrijo. Intercambiaron unas palabras, y luego, con otra reverencia, se marchó de la playa y volvió al pabellón. Pasó muy cerca de donde yo estaba y pude verlo con el rostro encendido, humillado y golpeando salvajemente la hierba con el bastón. No sin satisfacción, reconocí las huellas de mi puño en un gran corte y un considerable cardenal que tenía debajo del ojo derecho.
La chica se quedó un rato donde la había dejado, mirando hacia el islote y el luminoso mar. Luego, con un encogimiento de hombros, como quien se quita una preocupación de encima y hace acopio de energía, empezó a andar a paso rápido y decidido. Ella también estaba indignada por lo ocurrido. Había olvidado donde estaba. Y vi que iba directa a la parte más abrupta y peligrosa de las arenas movedizas. Dos o tres pasos más y su vida habría corrido un serio peligro, así que me deslicé por la falda de la duna que estaba casi cortada a pico y eché a correr hacia ella gritándole que se detuviera.
Así lo hizo, y se dio la vuelta. No había aprensión ni temor en su comportamiento y avanzó sin dudarlo hacia mí majestuosa como una reina. Salvo por el pañuelo egipcio que llevaba alrededor de la cintura, yo iba descalzo y vestido como un vulgar marinero, y probablemente me tomara por algún pescador del pueblo que había ido allí en busca de cebo. Al verla delante de mí, con sus ojos firmes y dominantes clavados en los míos, me embargaron la admiración y la sorpresa y me pareció aún más hermosa que antes. No imaginaba que nadie pudiera actuar con tanta audacia y conservar al tiempo un recato tan pudoroso y encantador, pues mi mujer conservó toda su vida una anticuada corrección en sus modales…, cosa excelente en una mujer, puesto que realza el valor de su trato más familiar.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Ibais directa al Graden Floe —le expliqué.
—No sois de por aquí —insistió ella—. Habláis como un hombre instruido.
—Me precio de serlo —respondí yo—, aunque vaya vestido de esta guisa.
Pero su mirada femenina había reparado en mi faja.
—¡Oh! —dijo—, vuestra faja os delata.
—Ya que habláis de delatar —contesté—. ¿Puedo pediros que no me delatéis? Me he dejado ver tan solo por causa vuestra, pero si Northmour supiera de mi presencia, podría ser muy desagradable.
—¿Sabéis con quién estáis hablando? —preguntó.
—¿No sois la mujer del señor Northmour? —pregunté a modo de respuesta.
Ella negó con la cabeza, mientras escrutaba mi rostro con embarazosa intensidad. Luego exclamó:
—Tenéis un rostro honesto. Haced honor a vuestro rostro, señor, y decidme qué queréis y de qué tenéis miedo. ¿Acaso pensáis que puedo haceros daño? ¡Creo que sois vos quien podríais hacérmelo a mí! Y, sin embargo, no parecéis mala persona. ¿Qué pretende un caballero como vos al merodear como un espía por este lugar desolado? Decidme —insistió—, ¿a quién odiáis?
—No siento odio por nadie —respondí—, ni tampoco le tengo miedo a nadie cara a cara. Me llamo Cassilis, Frank Cassilis. Llevo una vida de vagabundo porque así me place. Soy uno de los amigos más antiguos de Northmour, y, hace tres noches, cuando le saludé en estas mismas dunas, me apuñaló en el hombro con un cuchillo.
—¡Fuisteis vos! —dijo.
—Ignoro —continué yo, sin reparar en la interrupción— por qué lo hizo y lo cierto es que tampoco tengo mayor interés en saberlo. No tengo muchos amigos, ni pongo mucha fe en la amistad, pero nadie me echará de ningún sitio por el terror. Había acampado en el bosque de Graden antes de que él llegara y allí sigo. Si creéis que puedo ser un peligro para vos o los vuestros, la solución está en vuestra mano. Contadle que estoy acampado en Hemlock Den, y esta noche podrá apuñalarme tranquilamente mientras duermo.
Dicho lo cual, me quité la gorra y volví a internarme entre las dunas. No sé por qué, pero me parecía estar siendo víctima de una terrible injusticia y me sentía como un héroe y un mártir, aunque, de hecho, no tenía nada que alegar en mi defensa, ni siquiera una razón creíble que justificara mi conducta. Me había quedado en Graden por una curiosidad natural, pero indigna; y, aunque empezaba a vislumbrar otro motivo, no podía explicárselo a quien me había robado el corazón.
La verdad es que esa noche no pude dejar de pensar en ella; y, aunque su conducta y su situación eran de lo más equívoco, no pude convencerme de su falta de integridad. Habría apostado la vida a que estaba libre de culpa, y a que, aunque entonces todo me pareciera tan turbio, la explicación del misterio demostraría que había desempeñado un papel justo y necesario en los acontecimientos. Cierto que, por mucho que forzase la imaginación, no lograba inventar una teoría capaz de explicar su relación con Northmour, pero eso no me hizo dudar lo más mínimo de mis conclusiones porque estaban fundadas en el instinto y no en la razón, y puede decirse que esa noche me dormí sin quitármela de la cabeza.
Al día siguiente, volvió a salir sola a la misma hora, y, en cuanto las dunas la ocultaron del pabellón, se acercó al borde y empezó a llamarme en voz baja. Me sorprendió comprobar que estaba mortalmente pálida y, al parecer, bajo los efectos de una gran tensión.
—¡Señor Cassilis! —gritó—, ¡señor Cassilis! —Yo acudí en el acto y bajé de un salto a la playa. Una expresión de alivio dominó su semblante en cuanto me vio—. ¡Oh! —gritó con voz áspera, como quien acaba de quitarse un peso de encima—. ¡Gracias a Dios que estáis bien! Estaba segura de que, si no os pasaba nada, vendríais aquí. —¿No es sorprendente? La Naturaleza nos prepara tan sabia y rápidamente para una intimidad que ha de durar toda una vida, que mi mujer y yo habíamos tenido el mismo presentimiento al segundo día de conocernos: yo había deseado que viniera a mi encuentro, y ella había estado segura de encontrarme—. No os quedéis más aquí. Prometedme que no volveréis a dormir en ese bosque. No sabéis cómo he sufrido, la noche pasada no pude pegar ojo de pensar en el peligro que corríais.
—¿Peligro? —repetí—. ¿Peligro por parte de quién? ¿De Northmour?
—Claro que no —dijo—. ¿Pensabais que iba a decirle algo, después de lo que me contasteis?
—¿No se trata de Northmour? —insistí—. Entonces, ¿de quién? No veo que tenga que temer a nadie.
—No preguntéis más —replicó—, no puedo explicároslo. Pero creedme, y marchaos, creedme y marchaos de aquí cuanto antes, ¡es cuestión de vida o muerte!
Tratar de asustar a un joven impetuoso nunca ha sido un buen modo de librarse de él. Mi obstinación creció con aquellas palabras, y decidí que quedarme era una cuestión de honor. Su preocupación por mi seguridad no hizo sino confirmar mi resolución.
—No quisiera pecar de indiscreto —respondí—, pero si Graden es un sitio tan peligroso, quizá vos también corráis peligro al quedaros. —Ella me miró con un gesto de reproche—. Vuestro padre y vos… —proseguí, pero ella me interrumpió boquiabierta.
—¡Mi padre! ¿Cómo sabéis eso? —gritó.
—Os vi juntos el día que desembarcasteis —dije, y no sé por qué, pero esa respuesta, que por otra parte era cierta, nos pareció satisfactoria a ambos—. Pero no debéis temer nada de mí. Veo que tenéis alguna razón para ocultaros, y, podéis creerme, vuestro secreto está tan a salvo conmigo como si estuviese en Graden Floe. Apenas he hablado con nadie desde hace años, mi caballo es mi única compañía y el pobre animal ni siquiera está ahora conmigo. Como veis podéis contar con mi silencio. De modo que decidme la verdad, mi querida señorita, ¿corréis algún peligro?
—El señor Northmour afirma que sois un hombre honorable —repuso ella—, y me basta con veros para creerle. Solo puedo deciros esto: estáis en lo cierto, corremos un peligro terrible, y vos también al quedaros aquí.
—¡Ah! —dije yo—, ¿así que Northmour os ha hablado de mí? ¿Y qué opinión le merezco?
—Le pregunté por vos la noche pasada —respondió—. Fingí haberos conocido hacía tiempo y haberos hablado de él. No era cierto, pero no podía hacerlo de otro modo sin delatarme, y vos me habíais puesto en un compromiso. Os puso por las nubes.
—Y, si me permitís otra pregunta, ¿procede de Northmour ese peligro del que me habéis hablado?
—¿Del señor Northmour? —exclamó—. ¡Oh, no! Él también lo comparte al quedarse con nosotros.
—Y, siendo así, ¿me animáis a huir? —objeté—. No parecéis tener muy buena opinión de mí.
—¿Por qué ibais a quedaros? —preguntó—. Vos no sois amigo nuestro. —No sé lo que me pasó, pues no me había ocurrido algo así desde que era niño, pero me sentí tan herido por su observación que se me llenaron los ojos de lágrimas mientras continuaba contemplando su rostro—. No, no —dijo cambiando el tono de voz—. No quería ofenderos.
—La culpa ha sido mía —dije, y le ofrecí mi mano con una mirada implorante que debió de conmoverla, pues enseguida me tendió la suya, y lo hizo incluso con cierta vehemencia.
Yo la sostuve un momento y la miré a los ojos. Fue ella la primera en apartarse, y, olvidando sus peticiones y la promesa que había tratado de arrancarme, echó a correr a toda velocidad hasta que acabé por perderla de vista. En ese momento supe que la amaba y, lleno de alegría, pensé que mis pretensiones no la dejaban del todo indiferente. Ella lo negaría después muchas veces, pero siempre con una sonrisa, como si no hablara del todo en serio. Por mi parte, estoy seguro de que nuestras manos no se habrían unido así si no hubiera empezado ya a enamorarme. Y, todo sea dicho, tampoco es tan descabellado, pues ella misma admitiría después que empezó a amarme al día siguiente.
Sin embargo, ese día no ocurrió nada digno de reseñar. Volvió a ir a la playa y me llamó como el día anterior, me riñó por haberme quedado en el bosque, y, cuando comprobó que seguía obstinado en hacerlo, empezó a preguntarme por los detalles de mi llegada. Le conté la serie de coincidencias que me habían llevado a ser testigo de su desembarco, y cómo había decidido quedarme, en parte por el interés que habían despertado en mí los huéspedes de Northmour, y en parte debido a su ataque homicida. En cuanto a lo primero, temo que no fui muy sincero y le hice pensar que me había atraído desde el primer momento en que la vi en las dunas. Me alivia hacer esta confesión, incluso ahora que mi mujer está con Dios y sabe ya de la honradez de mis intenciones, pues mientras vivió, aunque me remordía la conciencia, nunca tuve el valor de desengañarla. En un matrimonio como el nuestro, un secreto tan pequeño como ese es como aquel guisante que no dejaba dormir a la princesa.
De ahí la conversación derivó hacia otros asuntos y le hablé de mi existencia nómada y solitaria; ella, por su parte, habló poco y se limitó a escuchar. Aunque conversamos con mucha naturalidad y, sobre todo al final, de asuntos que podían considerarse triviales, los dos estábamos conmovidos. Pronto tuvo que marcharse y nos separamos, como de mutuo consentimiento, sin darnos la mano, pues ambos sabíamos que entre nosotros ya no cabían ceremonias.
Al siguiente y cuarto día desde que nos conocimos, volvimos a encontrarnos en el mismo sitio, pero a primera hora de la mañana, con mucha familiaridad y, no obstante, mucha timidez por ambas partes. Cuando volvió a referirse al peligro que corría, y comprendí que esa era su excusa para venir a verme, yo, que me había pasado la noche pensando en lo que iba a decirle, empecé a explicarle lo mucho que apreciaba sus desvelos y que nadie se había preocupado nunca por mí, ni yo me había molestado en contarle a nadie mi vida hasta entonces. De pronto, me interrumpió y me dijo con mucha vehemencia:
—Sin embargo, si supierais quién soy, ¡ni siquiera os dignaríais hablarme!
Yo le respondí que eso era una locura y que, por muy poco tiempo que hiciera que nos conocíamos, la consideraba ya una amiga íntima, pero mis palabras solo parecían aumentar su desesperación.
—¡Mi padre es un fugitivo! —exclamó.
—Querida —dije yo, olvidando por primera vez añadir «señorita»—, ¿qué me importa a mí eso? Aunque lo hubiera sido veinte veces, no cambiaría nada.
—¡Ah, pero el motivo! —gritó—, ¡el motivo! Es… —su voz desfalleció por un instante—, ¡una vergüenza para todos nosotros!
4
En el que se narra el extraño modo en que averigüé
que no estaba solo en el bosque de Graden
He aquí la historia de mi mujer, tal como la fui averiguando entre lágrimas y sollozos. Se llamaba Clara Huddlestone: me encantó ese nombre, aunque no tanto como el de Clara Cassilis, que empleó durante la parte más larga y —doy gracias a Dios— más feliz de su vida. Su padre, Bernard Huddlestone, había sido un banquero dedicado a los grandes negocios. Muchos años antes, sus asuntos se habían torcido y se había visto obligado a recurrir a métodos peligrosos y por fin criminales para salvarse de la ruina. Todo fue en vano: se vio cada vez más cruelmente implicado, y perdió su honor al mismo tiempo que su fortuna. En esa época, Northmour estaba cortejando a su hija con asiduidad, aunque ella nunca le había dado esperanzas, y Bernard Huddlestone recurrió a él en aquel extremado momento. No era solo la ruina y la deshonra, ni tampoco una mera condena legal, lo que aquel desdichado había atraído sobre sí. Por lo visto habría sido un alivio que lo mandaran a la cárcel. Lo que temía, lo que le impedía dormir por las noches o hacía que se despertara aterrado, era que se produjese un atentado inesperado, secreto e ilícito contra su vida. De modo que decidió enterrar su existencia y escapar a una de las islas del sur del Pacífico, y planeó fugarse en el yate de Northmour, el Red Earl. El yate los recogió con gran secreto en la costa de Gales y volvió a desembarcarlos en Graden, mientras se abastecía y aprovisionaba para tan largo viaje. Clara estaba convencida de que su mano era el precio del pasaje, pues, aunque Northmour no había sido ni desagradable ni descortés con ella, sí se había mostrado audaz de palabra y de hecho en varias ocasiones.
La escuché, no hace falta decirlo, con la mayor atención y le hice muchas preguntas respecto a los aspectos más misteriosos del asunto. En vano. Ella no tenía una idea definida de cuál pudiera ser el golpe, ni del modo en que fuese a producirse. El temor de su padre era sincero y lo tenía postrado físicamente. En más de una ocasión había pensado en entregarse sin más a la policía, pero había descartado la idea porque estaba convencido de que ni siquiera el sistema penitenciario británico podría protegerle de sus perseguidores. En los últimos tiempos había tenido muchos negocios en Italia, y con italianos residentes en Londres, y Clara suponía que estos últimos tenían algo que ver con la amenaza que se cernía sobre él. Le había aterrorizado la presencia de un marinero italiano a bordo del Red Earl, y se lo había reprochado amargamente a Northmour varias veces. Este había alegado que Beppo (pues así se llamaba el marinero) era un tipo estupendo y de toda confianza, pero desde entonces el señor Huddlestone no cesaba de repetir que todo estaba perdido y que era cuestión de días que Beppo fuese su perdición.
A mí todo aquello me pareció fruto de las alucinaciones de un espíritu conmovido por la desdicha: había sufrido grandes pérdidas en sus empresas italianas y por eso le resultaba tan odioso ver a un italiano y había asignado el papel principal de su pesadilla a un natural de aquel país.
—Lo que necesita tu padre —dije yo— es un buen médico y un calmante.
—¿Y qué hay del señor Northmour? —objetó tu madre—. Él no está agobiado por las pérdidas y sin embargo comparte su temor.
No pude sino reírme de lo que me pareció una prueba de su ingenuidad.
—Querida, tú misma me has contado la recompensa que espera conseguir. Debes recordar que en el amor y en la guerra todo está permitido, y, si Northmour fomenta el terror de tu padre, no es porque tema a ningún italiano, sino solo porque está enamorado de una inglesa encantadora.
Ella me recordó la agresión que sufrí la noche del desembarco, y ciertamente eso no supe cómo explicarlo. Por fin, decidimos que yo partiese de inmediato hacia el pueblo de pescadores, llamado Graden Wester, que consultara todos los periódicos que pudiera encontrar y tratase de confirmar por mí mismo si aquellas continuas aprensiones tenían o no alguna justificación. A la mañana siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, debía informar a Clara. En esa ocasión ya no trató de convencerme de que huyera, ni me ocultó que le resultaba reconfortante y placentero que yo estuviera cerca, y en cuanto a mí, no podría haberla abandonado ni aunque me lo hubiera pedido de rodillas.
Llegué a Graden Wester antes de las diez de la mañana, pues en aquellos tiempos era todo un andarín, y la distancia, como creo haber dicho antes, era de poco más de diez kilómetros: un paseo agradable sobre la blanda turba. El pueblo es uno de los más desolados de aquella costa, lo que ya es mucho decir. Tiene una iglesia en una hondonada, un mísero puerto entre las rocas, donde se han estrellado muchos barcos al volver de pesca, cuatro o cinco docenas de casas alineadas a lo largo de la orilla y dos calles, una que sale del puerto y otra que la corta en ángulo recto, y, en la esquina de ambas, una triste y oscura taberna que hace las veces de único hotel.
Yo me había vestido de un modo más en consonancia con mi posición social y lo primero que hice fue ir a ver al pastor en su casa junto al cementerio. Aunque hacía más de nueve años que no nos veíamos, me reconoció enseguida, y, cuando le conté que llevaba mucho tiempo vagando de aquí para allá y que no estaba muy al tanto de lo que pasaba en el mundo, me ofreció un montón de periódicos del mes anterior. Me los llevé a la taberna y, tras pedir algo para desayunar, me senté a estudiar «La quiebra de Huddlestone».
Por lo visto, había sido un caso flagrante. Miles de personas se habían visto reducidas a la pobreza, y una se había volado la tapa de los sesos al enterarse de la suspensión de pagos. Tan grande era el amor que sentía por mi mujer, que yo mismo me extrañé de seguir compadeciendo más al señor Huddlestone que a sus víctimas al leer aquellos detalles. Como es natural, habían puesto precio a su cabeza y, dado que el caso era inexcusable y había despertado la indignación pública, se ofrecían nada menos que setecientas cincuenta libras por su captura. Se decía que seguía teniendo una considerable suma de dinero en su poder. Un día se había oído hablar de él en España, luego había corrido el rumor de que seguía oculto entre Manchester y Liverpool, o a lo largo de la frontera de Gales, y un día más tarde un telegrama anunciaba su llegada a Cuba o Yucatán. Pero en ninguna parte se decía nada de ningún italiano ni se veía el menor asomo de misterio.
No obstante, en el último periódico, había una noticia mucho menos clara. Al parecer, los contables encargados de corroborar la quiebra habían dado con el rastro de una cantidad millonaria que figuraba por un tiempo, como surgida de la nada, en las transacciones del banco de Huddlestone y desaparecía luego con tanto misterio como había aparecido. Una única vez se hacía referencia a algún nombre y solo bajo las iniciales X.X. Sin embargo, estaba claro que la inversión se había hecho en un período de gran depresión hacía unos seis años. Corrían rumores de que un distinguido miembro de la familia real estaba relacionado con aquella suma. Se suponía que «el cobarde malhechor» —tal como recuerdo que le llamaba el editorial— había escapado con la mayor parte de aquellos fondos.
Todavía estaba rumiando aquellas noticias, y esforzándome por encontrar alguna relación con el peligro que corría el señor Huddlestone, cuando entró un hombre en la taberna y pidió un poco de pan con queso con un claro acento extranjero.
—Siete italiano? —le pregunté.
—Sì, signor —respondió.
Cuando le dije que era raro encontrar a uno de sus compatriotas tan al norte, él se encogió de hombros y replicó que iría a cualquier parte con tal de encontrar trabajo. Me resultó imposible concebir qué clase de trabajo pretendía encontrar en Graden Wester, y el incidente me inquietó de tal modo que aproveché que el patrón se acercó a traerme el cambio para preguntarle si había visto antes a algún italiano en el pueblo. Me explicó que una vez había visto a unos noruegos que habían naufragado al otro lado de los bajíos de Graden y a quienes había rescatado el bote salvavidas de Cauld-Haven.
—¡No! —exclamé—. Yo me refiero a italianos, como el hombre que le ha pedido el pan con queso.
—¿Quién? —preguntó—. ¿Aquel tipo tan moreno? ¿Ese era italiano? Pues es el primero que veo en mi vida, y no me extrañaría que fuera también el último.
No había acabado de hablar cuando alcé la vista y, al mirar hacia la calle, vi a tres hombres que conversaban muy serios a menos de treinta metros de allí. Uno de ellos era el que acababa de abandonar la taberna; los otros dos, a juzgar por sus rasgos apuestos y cetrinos y por sus sombreros, era evidente que pertenecían a la misma raza. Una multitud de niños del pueblo se arremolinaba a su alrededor gesticulando y farfullando para imitar su manera de hablar. Los tres parecían particularmente fuera de lugar bajo el cielo gris en aquella calle sucia y desierta, y confieso que mi incredulidad recibió un golpe del que no se recuperó. Podía hacerme tantos razonamientos como quisiera, pero el efecto de lo que había visto era innegable y empecé a compartir el terror por los italianos.
El día empezó a declinar antes de que fuera a casa del pastor a devolverle los periódicos y emprendiera mi regreso por las dunas. Jamás olvidaré aquella caminata. El tiempo se puso muy frío y tormentoso, el viento silbaba entre la hierba a mi alrededor y arrastraba de vez en cuando débiles chaparrones, y en el mar empezó a acumularse una inmensa montaña de nubes. Es difícil imaginar una tarde más desapacible, y, ya fuese por esas influencias externas, o porque mis nervios estaban ya alterados por lo que había visto y oído, mis pensamientos eran tan lúgubres como el tiempo.
Desde las ventanas más altas del pabellón se dominaba una considerable extensión de dunas en dirección a Graden Wester. Para pasar desapercibido era necesario andar junto al borde del mar hasta quedar a resguardo de los montículos más altos de la pequeña península, desde donde se podía cruzar, oculto entre los recovecos de las dunas, hasta la linde del bosque. El sol estaba a punto de ponerse, la marea había bajado y las arenas movedizas estaban todas al descubierto; yo iba absorto en mis desagradables pensamientos cuando de pronto me quedé atónito al ver las huellas de unos pasos en la arena. Discurrían paralelas a mi propio recorrido, pero por el centro de la playa y no junto a la orilla, y, al examinarlas, comprendí enseguida, por el tamaño y la tosquedad de las pisadas, que quien había pasado por allí hacía poco era alguien ajeno a mí y a los habitantes del pabellón. No solo eso, sino que, a juzgar por lo temerario del camino que había seguido, directo a la parte más peligrosa de las arenas movedizas, también debía de ser un forastero en la región y desconocer la mala reputación de la playa de Graden.
Paso a paso, fui siguiendo las huellas, hasta que, medio kilómetro más adelante, vi que desaparecían en el límite meridional de Graden Floe. Fuese quien fuese aquel desdichado había encontrado la muerte en aquel lugar. Una o dos gaviotas, que quizá lo hubieran visto desaparecer, daban vueltas sobre su sepulcro soltando sus habituales chillidos melancólicos. El sol había asomado entre las nubes en un último esfuerzo y teñía las arenas movedizas de un oscuro tono purpúreo. Me quedé un rato allí contemplando el lugar, estremecido y descorazonado por mis propias reflexiones y dominado por la impresión de la muerte. Recuerdo haberme preguntado cuánto tiempo habría durado la tragedia y si sus gritos se habrían oído desde el pabellón. En ese momento, cuando había tomado la resolución de irme de allí, recorrió la playa una racha de viento más fuerte de lo normal y vi, dando vueltas por el aire y arrastrándose por la arena, un sombrero blando de fieltro, de forma cónica, como el que había visto que llevaban los italianos.
Creo, aunque no estoy seguro, que solté un grito. El viento llevaba el sombrero hacia la orilla y corrí por el borde de la ciénaga para cogerlo. El viento cesó y depositó el sombrero un rato sobre las arenas movedizas, luego volvió a arreciar y lo arrastró a pocos metros de donde yo estaba. Lo cogí lleno de curiosidad. Estaba muy usado y parecía más deteriorado y raído que los que había visto ese día en la calle. El forro era rojo y tenía el sello del fabricante, que he olvidado, y el lugar donde había sido manufacturado: «Venedig» (eso no lo he olvidado todavía), el nombre que daban los austríacos a la hermosa ciudad de Venecia, que entonces, y mucho tiempo después, formó parte de sus dominios.
La impresión fue sobrecogedora. Me parecía ver italianos imaginarios por todas partes, y por primera vez en mi vida me dominó un pánico aterrador. Carecía de verdaderos motivos para asustarme, pero, aun así, admito que tuve mucho miedo y volví a regañadientes a mi campamento en el bosque.
Allí comí unas gachas frías que me habían sobrado de la noche anterior, pues no me atreví a encender fuego, y sintiéndome más reconfortado, aparté aquellos terrores de mi imaginación y me tumbé a descansar.
No sabría decir cuánto tiempo pasé dormido, pero me despertó de pronto un destello o luz cegadora que me iluminó la cara. Me despertó como un golpe. Me incorporé al instante, pero la luz desapareció tan rápido como había aparecido. La oscuridad era intensa. Y, como diluviaba y soplaba un fuerte viento del mar, el ruido de la tormenta ahogaba todos los demás.
Yo diría que debió de pasar medio minuto hasta que recobré plenamente la conciencia. De no ser por dos circunstancias, habría pensado que me había despertado una especie de pesadilla. En primer lugar, la puerta de la tienda, que había cerrado cuidadosamente al irme a dormir, ahora estaba abierta; y en segundo, noté un olor a aceite y a metal caliente con tanta claridad que descartaba cualquier teoría de que pudiera tratarse de una alucinación. La conclusión era obvia: me había despertado alguien que me había acercado una linterna sorda a la cara. Había sido solo un destello y nada más. Había visto mi cara y se había marchado. Me pregunté el objeto de un comportamiento tan extraño y solo se me ocurrió una respuesta. El hombre, quienquiera que fuese, había creído reconocerme y no lo había hecho. Quedaba otra pregunta sin resolver, y admito que me asustaba responderla: de haberme reconocido, ¿qué habría hecho?
Pronto aparté de mí mis temores, pues comprendí que me habían visitado por error, y me convencí de que un peligro terrible amenazaba al pabellón. Hacía falta valor para salir de la tienda e internarse en la negra e intrincada espesura que rodeaba mi refugio, pero me abrí paso a tientas hasta las dunas empapadas por la lluvia y batidas por el viento, con el temor de toparme en cualquier momento con algún enemigo oculto. La oscuridad era tan completa que lo mismo habría podido estar rodeado por un ejército sin darme cuenta, pues el rugido de la tormenta era tan fuerte que de nada servían la vista y el oído.
El resto de la noche, que se me hizo interminablemente larga, lo pasé patrullando por los alrededores del pabellón, sin ver a un alma ni oír otro ruido que el que hacían el viento, el mar y la lluvia. Una luz que se filtraba por una rendija de los postigos del piso de arriba me hizo compañía hasta el amanecer.
5
En el que se cuenta una conversación entre Northmour,
Clara y el que esto escribe
Nada más despuntar el día, abandoné el campo abierto y volví a mi escondrijo entre las dunas, a esperar allí la llegada de mi mujer. La mañana estaba gris, desapacible y melancólica; el viento amainó antes de amanecer y luego siguió soplando a rachas desde la costa, el mar empezó a calmarse pero continuó lloviendo sin parar. En las dunas no se veía ni un alma, aunque yo estaba convencido de que estaban llenas de enemigos ocultos. La luz que me había iluminado de pronto la cara mientras dormía y el sombrero que había arrastrado el viento desde Graden Floe eran dos señales bien elocuentes del peligro que amenazaba a Clara y a los habitantes del pabellón.
Debían de ser las siete y media o casi las ocho cuando vi abrirse la puerta y aquella amada figura corrió a mi encuentro bajo la lluvia. Antes de que atravesara las dunas, me reuní con ella en la playa.
—¡Me ha costado mucho venir! —exclamó—. No querían que saliera con esta lluvia.
—Clara —la interrumpí—, ¡no estás asustada!
—No —respondió con una sencillez que llenó de confianza mi corazón; pues mi esposa era la más valiente y la mejor de las mujeres: la experiencia me ha enseñado que ambas cosas no se dan siempre juntas, pero en ella se combinaban la fortaleza con las virtudes más hermosas y encantadoras.
Le conté lo sucedido, y, aunque sus mejillas se volvieron visiblemente pálidas, no perdió el control de sí misma.
—Ya ves que estoy bien —le dije para terminar—. A mí no quieren hacerme daño, pues de lo contrario me habrían matado anoche.
Ella me puso la mano en el brazo.
—¡Y yo no tuve ningún presentimiento! —se reprochó.
El tono de sus palabras me llenó de satisfacción. La rodeé con el brazo y la acerqué hacia mí, y, antes de que nos diésemos cuenta, sus manos estaban sobre mis hombros y mis labios en su boca. No obstante, hasta ese momento, no habíamos intercambiado ninguna palabra amorosa. Todavía hoy recuerdo el roce de su mejilla, que estaba húmeda y fría por la lluvia, y más de una vez volví a besársela cuando se estaba lavando la cara, en recuerdo de aquella mañana en la playa. Ahora que se me ha ido y debo terminar solo mi peregrinaje, recuerdo nuestro amor y la sinceridad y el afecto profundo que nos unieron y la pérdida me parece trivial en comparación.
Debimos de quedarnos así un rato, pues el tiempo pasa rápido para los enamorados, antes de que nos sobresaltara el sonido de una carcajada. No se trataba de una alegría natural, sino que parecía ocultar un sentimiento mucho más desagradable. Los dos nos volvimos, aunque yo seguí sujetando a Clara por la cintura y ella tampoco se apartó de mi lado: a pocos pasos de distancia estaba Northmour, con la cabeza gacha, las manos a la espalda y las aletas de la nariz pálidas de rabia.
—¡Ah, Cassilis! —dijo al verme la cara.
—El mismo —repuse muy poco impresionado.
—¿De modo, señorita Huddlestone —prosiguió lenta pero acerbamente—, que así es como demostráis vuestra fidelidad a vuestro padre y a mí? ¿Así es como valoráis la vida de vuestro padre? ¿Estáis tan encaprichada de este caballero que estáis dispuesta a despreciar la ruina y el decoro y no tenéis en cuenta ni las precauciones más elementales…?
—La señorita Huddlestone —empecé a interrumpirle yo, pero Northmour se volvió y me espetó secamente:
—Tú cierra el pico. Estoy hablando con la chica.
—La chica, como tú la llamas, es mi mujer —repliqué, y ella se acercó aún más, como dando a entender que confirmaba mis palabras.
—¿Tu qué? —exclamó—. ¡Mientes!
—Northmour —respondí—, ya sé que tienes mal genio y no me asustan tus palabras, pero te sugiero que hables más bajo, pues estoy seguro de que no estamos solos.
Miró en torno suyo y fue evidente que mi observación había calmado en parte su enfado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Yo dije solo una palabra:
—Italianos.
Soltó un terrible juramento y nos miró de hito en hito.
—El señor Cassilis está al tanto de todo —dijo mi mujer.
—Lo que quiero saber —estalló— es de dónde diablos ha salido el señor Cassilis, y qué demonios hace aquí. Dices que estáis casados, no te creo. Y, si lo estuvierais, Graden Floe no tardaría en divorciaros: cuatro minutos y medio, Cassilis. Tengo un cementerio privado para mis amigos.
—El italiano tardó un poco más —respondí.
Me miró un momento con desánimo y luego me pidió, casi con educación, que le contase lo que sabía.
—Me llevas demasiada ventaja, Cassilis —añadió.
Por supuesto, atendí a su petición y él escuchó entre maldiciones mientras le contaba cómo había llegado a Graden, que había sido yo a quien había tratado de asesinar la noche del desembarco y lo que había oído y averiguado de los italianos.
—Bueno —dijo cuando terminé—, ha llegado la hora, de eso no hay duda. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer?
—Pienso quedarme a echaros una mano —dije.
—Eres valiente —repuso en un tono muy peculiar.
—No tengo miedo —afirmé.
—¿Así —prosiguió— que tengo que creer que estáis casados? ¿Y vos lo confirmáis, señorita Huddlestone?
—Todavía no —respondió Clara—, pero lo estaremos lo antes posible.
—¡Estupendo! —gritó Northmour—. ¿Y nuestro trato? Maldita sea, no sois ninguna estúpida, puedo llamar a las cosas por su nombre. ¿Qué hay de nuestro trato? Sabéis tan bien como yo que la vida de vuestro padre está en juego. No tengo más que darme la vuelta, marcharme, y antes de que anochezca le habrán cortado el cuello.
—Cierto, señor Northmour —replicó Clara con gran valor—, pero vos nunca haríais tal cosa. Hicisteis un trato indigno de un caballero, pero lo sois, pese a todo, y jamás abandonaríais a un hombre a quien habéis ofrecido vuestra ayuda.
—¡Ajá! —exclamó él—. ¿Pensáis que os prestaré mi yate a cambio de nada? ¿Pensáis que arriesgaré mi vida y mi libertad por simple caballerosidad? Y además supongo que querréis que haga de padrino en la boda. En fin —añadió con una extraña sonrisa—, tal vez no estéis tan equivocada. Pero preguntadle a Cassilis. Él me conoce. ¿Soy un hombre de fiar? ¿Soy íntegro y con escrúpulos? ¿Soy amable?
—Me consta que habláis mucho y creo que a veces de manera irreflexiva —respondió Clara—, pero sé que sois un caballero, y no os tengo miedo.
Él la miró admirado con aprobación, y acto seguido se volvió hacia mí.
—¿Pensabas que te la cedería sin más, Frank? —preguntó—. Te lo advierto, ten cuidado. La próxima vez que nos peleemos…
—Será la tercera —le interrumpí con una sonrisa.
—Sí, es cierto —dijo—. Lo había olvidado. Bueno, a la tercera va la vencida.
—Te refieres a que la tercera vez tendrás a la tripulación del Red Earl para ayudarte.
—¿Le habéis oído? —preguntó volviéndose hacia mi mujer.
—Oigo a dos hombres hablando como cobardes —repuso ella—. A mí me avergonzaría hablar o pensar así. Y ninguno de los dos creéis una palabra de lo que estáis diciendo, lo que es todavía más estúpido y absurdo.
—¡Es un auténtico lince! —gritó Northmour—. Pero todavía no es la señora Cassilis. No diré nada más. El presente no está hecho para mí.
Entonces mi mujer me sorprendió.
—Os dejo —dijo de pronto—. Mi padre lleva demasiado tiempo solo. Pero recordad esto: debéis ser amigos, pues ambos sois amigos míos.
Luego me explicó el motivo que la impulsó a dar aquel paso: pensó que, mientras estuviera allí, seguiríamos peleándonos, y supongo que estaba en lo cierto pues, en cuanto se marchó, adoptamos un tono casi confidencial.
Northmour se la quedó mirando mientras se alejaba entre las dunas.
—¡Es la única mujer del mundo para mí! —exclamó con un juramento—. Mira su modo de comportarse.
Yo aproveché la oportunidad para conseguir algo de información.
—Oye, Northmour, estamos en un buen aprieto, ¿verdad?
—Confío en ti, muchacho —respondió mirándome a los ojos—. La verdad es que corremos un peligro terrible. Créeme o no, pero temo por mi vida.
—Dime una cosa —insistí—. ¿Qué buscan esos italianos? ¿Qué quieren del señor Huddlestone?
—¿No lo sabes? —exclamó—. Ese granuja tenía fondos carbonaro en un depósito, doscientos ochenta mil, y, por supuesto, lo perdió todo en la bolsa. Iba a producirse una revolución en el Tridentino, o en Parma, pero ahora se ha frustrado y Huddlestone está en el ojo del huracán. Tendremos suerte si logramos salvar el pellejo.
—¡Los carbonari! —exclamé—. ¡Que Dios le ayude!
—¡Amén! —respondió Northmour—. Y ahora escucha: ya sabes que estamos en un buen lío, y francamente, me alegra contar con tu ayuda. Si no puedo salvar a Huddlestone, al menos quiero salvar a la chica. Instálate con nosotros en el pabellón, aquí está mi mano: seremos amigos hasta que el viejo esté muerto o a salvo. Pero —añadió— después volveremos a ser rivales, y te lo advierto…, ándate con cuidado.
—¡Hecho! —dije yo, y le estreché la mano.
—Y ahora vayamos cuanto antes a nuestro bastión —dijo Northmour y abrió la marcha bajo la lluvia.
6
En el que se narra cómo conocí al hombre alto
Clara nos abrió la puerta del pabellón, cuyas defensas me sorprendieron por su robustez y seguridad: una barricada sólida, y aun así fácil de quitar, afianzaba la puerta contra un posible ataque del exterior; y los postigos del comedor al que me hicieron pasar sin más preámbulos, y que estaba tenuemente iluminado por una lámpara, parecían si cabe más protegidos. Los paneles estaban reforzados por una serie de barras y travesaños, asegurados a su vez por todo un sistema de puntales y riostras anclados en el suelo, en el techo o en la pared de enfrente. Era una obra de carpintería sólida y bien diseñada, y no pude ocultar mi admiración.
—Yo soy el artífice —dijo Northmour—. ¿Recuerdas las planchas del jardín? ¡Ahí las tienes!
—No te conocía esas habilidades —respondí.
—¿Tienes armas? —prosiguió, señalando a una colección de rifles y pistolas muy bien ordenados que estaban apoyados contra la pared o sobre el aparador.
—Gracias —respondí—, he ido armado desde nuestro último encuentro. Aunque, para serte sincero, no he comido nada desde ayer por la tarde. —Northmour sacó un poco de carne fría, de la que di cuenta enseguida, y una botella de borgoña, que con lo empapado que estaba no dudé en abrir. Siempre he sido un hombre frugal por principios, pero no tiene sentido llevar los principios demasiado lejos, y en esa ocasión creo que me bebí casi tres cuartas partes de la botella. No obstante, mientras comía, seguí admirando los preparativos para la defensa—. Podríamos resistir un asedio —dije por fin.
—Sí… —masculló Northmour—, quizá uno muy corto. No es que ponga en duda la fortaleza del pabellón, pero el peligro es doble. Si se produce un tiroteo, por muy desolada que sea la región, alguien lo oirá, y en ese caso…, todo se reduce a lo mismo: o encarcelados por la ley o asesinados por los carbonari. No hay otra elección. Es una complicación tener a la ley en contra, es lo que le digo siempre al caballero de arriba. Y él está de acuerdo conmigo.
—Y, a propósito —pregunté—, ¿qué clase de persona es?
—¡Oh! —replicó—, es un tipo bastante sórdido. Por mí pueden retorcerle el cuello todos los demonios de Italia mañana mismo. Ya imaginarás que no me he metido en esto por él. Hice un trato a cambio de la mano de la señorita, y pienso conseguirla.
—Eso ya lo veremos —respondí—. Pero ¿cómo se tomará mi intrusión el señor Huddlestone?
—Déjalo en manos de Clara —repuso Northmour.
Me dieron ganas de abofetearle por aquella grosera familiaridad, pero respeté la tregua igual que tengo que reconocer que la respetó él, y mientras duró el peligro ninguna nube ensombreció nuestra relación. Lo admito con toda sinceridad y, si lo pienso bien, me enorgullece también mi propio comportamiento, pues probablemente nunca haya habido dos hombres en una situación más exasperante e insidiosa.
En cuanto acabé de comer, procedimos a inspeccionar el piso de abajo. Uno tras otro comprobamos los travesaños de las ventanas, y de vez en cuando hicimos alguna leve modificación, los martillazos producían un ruido atronador en la casa. Recuerdo que le propuse hacer aspilleras, pero me contestó que ya estaban hechas en las ventanas del piso de arriba. Aquella inspección me puso los nervios de punta y me dejó un tanto abatido. Había dos puertas y cinco ventanas que defender, y, contando a Clara, no éramos más que cuatro para protegerlas de un número indeterminado de enemigos. Le expliqué mis temores a Northmour, quien me aseguró imperturbable que los compartía por entero.
—Antes de que amanezca —dijo—, nos habrán masacrado y enterrado a todos en Graden Floe. En mi opinión la suerte está echada. —No pude evitar estremecerme al pensar en las arenas movedizas, pero le recordé a Northmour que nuestros enemigos me habían perdonado la vida en el bosque—. No te las prometas tan felices. Entonces no estabas en el mismo barco que nuestro amigo de arriba. Recuerda mis palabras: acabaremos todos en Graden Floe.
Yo temblé al pensar en Clara, y justo en ese momento su voz nos llamó al piso de arriba. Northmour me mostró el camino y, una vez en el rellano, llamó a la puerta de lo que conocíamos como «la habitación de mi tío», pues el fundador del pabellón la había diseñado especialmente para él.
—Pase, Northmour, y usted también, señor Cassilis —dijo una voz desde el interior.
Northmour abrió la puerta y me dejó entrar a mí primero. Al hacerlo vi a la hija que entraba por una puerta lateral en el estudio que habían preparado para que fuese su dormitorio. En la cama, que estaba junto a la pared, y no de pie, como la había visto la última vez por la ventana, estaba sentado Bernard Huddlestone, el banquero estafador. A pesar de haberlo visto solo un instante a la luz vacilante de la linterna en las dunas, no me costó ningún esfuerzo reconocerle. Tenía el rostro cetrino y alargado, rodeado por una larga barba pelirroja y unas patillas. Su nariz rota y sus pómulos marcados le daban aspecto de mongol y sus ojos brillaban con una excitación febril. Llevaba un gorro de seda negra. Sobre la cama había una enorme Biblia abierta con unas gafas doradas encima y una pila de libros al lado. Las cortinas verdes le daban un tono cadavérico a sus mejillas; sentado allí, apoyado en las almohadas, su enorme estatura le obligaba a encorvarse y la cabeza le asomaba sobre las rodillas. Si no hubiese muerto por otra causa, creo que habría muerto de tuberculosis a las pocas semanas.
Me tendió la mano, larga, delgada y desagradablemente velluda.
—Adelante, adelante, señor Cassilis —dijo—. Otro defensor, ¡ejem…!, otro defensor. Cualquier amigo de mi hija es bienvenido, señor Cassilis. ¡Cómo han acudido a defenderme los amigos de mi hija! ¡Que Dios les bendiga y les recompense!
Le estreché la mano, claro, porque no tuve otro remedio, pero la compasión que esperaba sentir por el padre de Clara desapareció en el acto al ver su aspecto y oír el tono melifluo e irreal con el que hablaba.
—Cassilis es un buen tipo —dijo Northmour—, y vale por diez.
—Eso he oído —exclamó ansioso el señor Huddlestone—, es lo que me ha dicho mi niña. ¡Ah, señor Cassilis, ya ve que debo purgar mis pecados! Estoy muy mal, muy mal, pero espero estar igual de arrepentido. Todos debemos presentarnos ante el trono de gracia. Por mi parte, llego tarde, aunque confío en que con sincera humildad.
—¡Bobadas! —le espetó Northmour con rudeza.
—¡No, no, mi querido Northmour! —exclamó el banquero—. No debe usted decir eso, no me desaliente usted más. Olvida, mi querido amigo, que esta misma noche quizá estaré en presencia de mi Creador.
—Su inquietud movía al patetismo y noté cómo crecía mi indignación contra Northmour, cuyas impías opiniones conocía muy bien, y despreciaba de todo corazón, mientras él seguía tratando de desanimar al pobre pecador de su arrepentimiento.
—Vamos, Huddlestone —dijo—. Está siendo injusto consigo mismo. Es usted un hombre de mundo y ya se las sabía usted todas antes de que yo naciera. Su conciencia está curtida como el cuero…, pero olvidó usted curtir su hígado, y ahí, créame, radican todos sus males.
—¡Está hecho usted un granuja, un granuja! —dijo el señor Huddlestone, señalándole con el dedo—. Es cierto que no soy ningún puritano, y de hecho siempre los he odiado, pero jamás he dejado de temer a Dios. He sido un pícaro, señor Cassilis, no pretendo negarlo, pero eso fue después de morir mi mujer, y ya sabe que con los viudos es diferente: no diré que no sea un pecador, pero hay grados, o eso espero. Y, hablando de eso…, ¡escuchen! —Se interrumpió de pronto con la mano en alto, los dedos extendidos y el rostro lleno de terror—. ¡Solo es la lluvia, gracias a Dios! —añadió tras una pausa y con un alivio indescriptible.
Pasó unos segundos apoyado en las almohadas como alguien a punto de desmayarse, luego se dominó un poco y, en tono trémulo, empezó a agradecerme que quisiera defenderle.
—Una pregunta, señor —le dije cuando terminó—. ¿Es cierto que todavía conserva usted parte del dinero? —La pregunta pareció incomodarle, pero reconoció a regañadientes que todavía le quedaba un poco—. Lo digo porque ellos solo quieren el dinero, ¿no? ¿Por qué no se lo devuelve?
—¡Ah! —replicó negando con la cabeza—. No crea que no lo he intentado ya, señor Cassilis, ojalá pudiera, pero lo que ellos quieren es mi sangre.
—Huddlestone, eso no es del todo exacto —le interrumpió Northmour—. Debería añadir que les ofreció usted doscientas mil libras de menos. La cantidad no es baladí, es una bonita suma, Frank. Además, esos tipos piensan al estilo italiano, y creen, igual que lo hago yo, que pueden conseguir las dos cosas, la sangre y el dinero, sin mayores problemas.
—¿Lo tiene en el pabellón?
—Sí, y ojalá estuviera en el fondo del mar —repuso Northmour y luego soltó de pronto—: ¿Por qué pone usted esa cara, señor Huddlestone? ¿Teme que Cassilis pueda traicionarle? —El señor Huddlestone alegó que jamás se le había pasado tal cosa por la imaginación—. Mejor así —prosiguió Northmour en tono desagradable—. No sea que acabemos hartándonos de usted. ¿Qué es lo que ibas a decir? —añadió volviéndose hacia mí.
—Iba a proponer una ocupación para la tarde —respondí yo—. Dejemos el dinero, hasta la última moneda, a la puerta del pabellón. Y, si vienen los carbonari, suyo es al fin y al cabo.
—No, no —gritó el señor Huddlestone—, no lo es, ¡no les pertenece! Habrá que distribuirlo pro rata entre mis acreedores.
—Vamos, Huddlestone —le interrumpió Northmour—, no nos venga ahora con cuentos.
—Bueno, pero mi hija… —gimió aquel miserable.
—No se preocupe por su hija. Tiene dos pretendientes para escoger, y ni Cassilis ni yo somos precisamente unos mendigos. En cuanto a usted, no tiene derecho a un penique, y, o mucho me equivoco, o está ya en las últimas.
Ciertamente fue una manera de hablar un tanto cruel, pero el señor Huddlestone era un hombre que despertaba poca compasión, y, aunque le vi estremecerse y hacer muecas, mentalmente suscribí aquellas palabras y añadí otras por mi cuenta:
—Northmour y yo —dije— estamos dispuestos a ayudarle a salvar la vida, pero no a escapar con dinero robado.
Él se debatió un instante, como si estuviera a punto de dejarse llevar por la ira, pero acabó por imponerse la prudencia.
—Mis queridos amigos —dijo—, dispongan de mí o de mi dinero como mejor les parezca. Lo dejo en sus manos. Y ahora permítanme descansar un rato.
Y así lo hicimos encantados. Lo último que vi es que había vuelto a coger la enorme Biblia y con manos trémulas se estaba ajustando las gafas para leer.
7
En el que se cuenta lo que nos gritaron por la ventana del pabellón
El recuerdo de lo que ocurrió aquella tarde quedará grabado para siempre en mi memoria. Northmour y yo estábamos convencidos de que el ataque era inminente, y si hubiéramos podido alterar de algún modo el orden de los acontecimientos, habríamos preferido precipitar el momento crucial antes que demorarlo. Nos temíamos lo peor, pero éramos incapaces de concebir una situación más penosa que la tensión a la que estábamos sometidos. Aunque no sea un lector compulsivo, siempre me ha gustado leer, pero jamás había visto libros tan aburridos como los que hojeé esa tarde en el pabellón. Incluso hablar se hizo imposible a medida que transcurrían las horas. Uno u otro estábamos siempre a la escucha y escudriñando las dunas desde la ventana del piso de arriba, pero ni un solo indicio delató la presencia de nuestros enemigos.
Debatimos una y otra vez mi propuesta respecto al dinero, y si hubiéramos estado en plena posesión de nuestras facultades, estoy seguro de que la habríamos descartado por absurda, pero, dominados por la preocupación, nos agarramos a un clavo ardiendo y decidimos ponerla en práctica, a pesar de que equivalía a proclamar la presencia del señor Huddlestone en el pabellón.
Una parte del dinero estaba en metálico, otra en billetes y una tercera en cheques a nombre de un tal James Gregory. Lo cogimos, lo contamos y guardamos en un cofre propiedad de Northmour y redactamos una carta en italiano que atamos a una de las asas. Estaba firmada por ambos bajo juramento y en ella declarábamos que aquel era todo el dinero que había escapado a la quiebra de Huddlestone. Fue, quizá, la acción más insensata jamás llevada a cabo por dos personas supuestamente cuerdas. Si el cofre caía en manos distintas a las que estaba destinado, seríamos reos por confesión propia, pero, como he dicho, ninguno de los dos estábamos en condiciones de pensar con claridad, y ansiábamos que ocurriera algo, bueno o malo, que nos empujara a la acción y nos sacara de aquella agónica espera. Además, como ambos estábamos convencidos de que las dunas bullían de espías ocultos, teníamos la esperanza de que nuestra aparición con la caja pudiera conducir a un parlamento y, quizá, a algún tipo de acuerdo.
Eran casi las tres cuando salimos del pabellón. La lluvia había cesado y el sol lucía tímidamente. Nunca he visto a las gaviotas volar tan cerca de una casa ni acercarse tanto sin temor a las personas. Una pasó moviendo las alas justo sobre nuestras cabezas y nos chilló al oído.
—Esto sí que es un mal presagio —dijo Northmour, quien como todos los librepensadores estaba bajo la influencia de la superstición—. Actúan como si ya hubiéramos muerto.
Le respondí con una broma, aunque no las tenía todas conmigo, pues a mí también me había impresionado.
Dejamos el cofre a un metro o dos de la puerta, sobre una mancha de césped, y Northmour ondeó un pañuelo blanco. No hubo respuesta alguna. Empezamos a gritar en italiano que estábamos dispuestos a parlamentar para arreglar el asunto, pero nada, salvo las olas y las gaviotas, rompió el silencio. Cuando desistimos sentí un peso en el corazón y vi que incluso Northmour estaba más pálido de lo normal. Miró nervioso por encima del hombro, como si temiera que alguien se hubiera arrastrado sigilosamente hasta la puerta del pabellón.
—¡Diantres! —dijo con un susurro—. ¡Esto me saca de quicio!
Le respondí en el mismo tono:
—¿Y si, después de todo, no hubiese nadie en las dunas?
—Mira allí —replicó moviendo la cabeza, como si le diera miedo señalar.
Miré hacia donde me decía y, en la parte norte del bosque, vi una delgada columna de humo que ascendía en el cielo sin nubes.
—Northmour —le dije (seguimos hablando en susurros)—, es imposible aguantar más esta tensión. Prefiero morir cien veces. Quédate a vigilar el pabellón, yo iré a ver qué es ese humo, aunque tenga que llegar a su campamento.
Él volvió a mirar a su espalda con los ojos entornados y luego asintió con la cabeza.
Mi corazón latía desbocado cuando me encaminé hacia la columna de humo, y, aunque hasta ese momento había estado helado y tembloroso, sentí de pronto que una ola de calor me recorría el cuerpo. En esa zona el terreno era muy accidentado y podía ocultar fácilmente a más de cien hombres. Pero no en vano me había entrenado en esas artes y escogí los caminos más intrincados y me moví a lo largo de las dunas desde donde se divisaban casi todos los recovecos. Mis precauciones no tardaron en verse recompensadas. Al subir de pronto a un montículo un poco más elevado que las dunas cercanas vi, a poco menos de treinta metros, a un hombre que corría medio encorvado por el fondo de un barranco. Había hecho salir de su escondrijo a uno de los espías. En cuanto lo vi, le llamé a voces, tanto en inglés como en italiano, y él, al ver que había sido descubierto, se incorporó, salió de un salto de la hondonada y, como una flecha, se dirigió al lindero del bosque.
No tenía sentido seguirle, ya había averiguado lo que queríamos: que el pabellón estaba cercado y vigilado; así que volví sobre mis pasos hasta donde me esperaba Northmour junto al cofre.
—¿Pudiste ver cómo era? —preguntó.
—Estaba de espaldas —respondí.
—Entremos en la casa, Frank. No me considero ningún cobarde, pero ya no aguanto más esta situación —susurró.
En los alrededores del pabellón reinaba la calma y lucía el sol, incluso las gaviotas describían círculos más anchos y se las veía pululando por la playa y las dunas. Aquella soledad me aterrorizó más que un regimiento en armas. Solo cuando volvimos a atrancar la puerta pude respirar tranquilo y se alivió el peso que me oprimía. Northmour y yo intercambiamos una mirada decidida y supongo que los dos sacamos nuestras propias conclusiones al ver la palidez del otro.
—Tenías razón —admití—. Todo está perdido. Démonos la mano, muchacho, por última vez.
—Sí —replicó—. Te la daré, porque, tan cierto como que estoy aquí, que no te guardo rencor. Pero, recuerda: si por alguna suerte inesperada, logramos librarnos de esos tipos, acabaré contigo por las buenas o por las malas.
—¡Oh! —respondí—. ¡Me aburres!
Dio la impresión de tomárselo mal y anduvo en silencio hasta el pie de las escaleras, donde se paró.
—Veo que no lo entiendes —dijo—. No soy un tramposo, tan solo defiendo mis intereses. Aun a riesgo de aburrirte, Cassilis, no quiero andarme con tapujos. Hablo por mí y no para divertirte. Será mejor que subas a cortejar a Clara, yo me quedaré aquí.
—Y yo también —repliqué—. ¿Acaso me crees capaz de jugar con ventaja, aunque sea con tu consentimiento?
—Frank —respondió con una sonrisa—, es una pena que seas tan burro, pues eres todo un hombre. Debo de estar en las últimas, pues ni siquiera proponiéndotelo consigues irritarme. ¿Sabes que creo que somos los dos hombres más desdichados de Inglaterra? Hemos cumplido los treinta sin tener mujer ni hijos, ni siquiera un negocio que regentar…, ¡no somos más que unos pobres diablos! ¡Y ahora nos peleamos por una joven! ¡Como si no hubiera millones en el Reino Unido! ¡Ay, Frank, siento lástima por el que pierda la partida! Más le valdría, ¿cómo dice la Biblia?, atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar. Bebamos un trago —concluyó de pronto sin la menor frivolidad.
Sus palabras me habían conmovido y acepté. Él se sentó a la mesa del comedor y alzó la copa de jerez.
—Si me vences, Frank —afirmó—, me daré a la bebida. ¿Qué harás tú si ocurre lo contrario?
—Dios sabe —repliqué.
—Bueno —exclamó—, entretanto, brindemos: Italia irredenta!
El resto del día transcurrió en medio de una tensión y un tedio terribles. Puse la mesa mientras Northmour y Clara preparaban la comida en la cocina. Les oía charlar mientras iba de aquí para allá y me sorprendió descubrir que hablaban de mí todo el rato. Northmour hacía causa común conmigo y le reprochaba a Clara que pudiera escoger a alguien como marido que no fuéramos él o yo, hablaba de mí con afecto y no me criticaba a menos que se incluyera a sí mismo en las críticas. Eso despertó en mí un sentimiento de agradecimiento, que, combinado con la inmediatez del peligro que nos acechaba, hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Después de todo, pensé —y quizá fuese una idea ingenua y ridícula—, éramos tres personas decentes que íbamos a morir en defensa de un banquero ladrón.
Antes de que nos sentáramos a la mesa, eché un vistazo desde la ventana de arriba. El día empezaba a declinar, las dunas estaban desiertas, el cofre seguía intacto en el mismo lugar donde lo habíamos dejado unas horas antes.
El señor Huddlestone, vestido con un largo batín amarillo, ocupó un extremo de la mesa, Clara el otro, y Northmour y yo nos sentamos a los lados. La lámpara daba mucha luz, el vino era bueno y las viandas, aunque casi frías, excelentes en su género. Era como si hubiéramos llegado a un acuerdo tácito para evitar cuidadosamente cualquier referencia a la inminente catástrofe, y, teniendo en cuenta lo trágico de las circunstancias, formábamos un grupo más alegre de lo que habría cabido suponer. Cierto que, de vez en cuando, Northmour o yo nos levantábamos de la mesa y pasábamos revista a las defensas; y que, en esas ocasiones, el señor Huddlestone recordaba en cierto sentido su situación y alzaba la atemorizada mirada con el sello del terror grabado en su semblante. No obstante, se apresuraba a vaciar su copa, se secaba la frente con el pañuelo y retomaba el hilo de la conversación.
Me sorprendieron el ingenio y la información que poseía. Ciertamente, el señor Huddlestone no era un tipo corriente: había leído y observado mucho, era juicioso, y, aunque a mí nunca me resultó simpático, empecé a comprender por qué había tenido tanto éxito en los negocios y el respeto que había inspirado antes de su quiebra. Tenía, sobre todo, don de gentes, y, aunque solo le oí hablar en aquella ocasión tan desafortunada, me pareció uno de los conversadores más brillantes que he conocido.
Estaba contando con mucha gracia, y en apariencia ningún remordimiento, los manejos de un comisionista a quien había conocido en su juventud, y todos estábamos escuchándole con una extraña mezcla de alegría y vergüenza cuando nuestra pequeña fiesta tocó de pronto a su fin del modo más inesperado.
Un ruido como el de un dedo húmedo al deslizarse por el cristal de la ventana interrumpió la historia del señor Huddlestone, y al instante los cuatro nos pusimos tan blancos como la pared y nos quedamos mudos e inmóviles en nuestros asientos.
—Es un caracol —dije por fin, pues había oído decir que esos animales pueden hacer un ruido parecido.
—¡No nos vengas ahora con caracoles! —exclamó Northmour—. ¡Silencio!
El mismo ruido se repitió dos veces a intervalos regulares y luego una voz estentórea gritó a través de los postigos la palabra italiana «Traditore!».
El señor Huddlestone alzó la cabeza, los párpados le temblaron y un momento después se desplomó inconsciente debajo de la mesa. Northmour y yo corrimos a la armería y cogimos un fusil cada uno. Clara estaba de pie con la mano en la garganta.
Nos quedamos esperando, pues creímos llegada la hora del ataque, pero pasaron los segundos y, a excepción de las olas, todo siguió silencioso en los alrededores del pabellón.
—Deprisa —dijo Northmour—, subámoslo al piso de arriba antes de que vengan.
8
En el que se narra el final del hombre alto
Entre los tres, subimos como pudimos a Bernard Huddlestone al piso de arriba y lo tumbamos en «la habitación de mi tío». En ningún momento del dificultoso traslado recobró la conciencia y, cuando lo acostamos, no movió ni un dedo. Su hija le desabrochó la camisa y empezó a refrescarle la frente y el pecho, mientras Northmour y yo corríamos a la ventana. El tiempo seguía despejado; la luna, que estaba casi llena, había salido e iluminaba con claridad las dunas, pero, por mucho que forzamos la vista, no vimos que se moviera ni una hoja. Había unos cuantos puntos más o menos oscuros e inidentificables en la enorme extensión irregular: puede que fuesen hombres agazapados o simples sombras, era imposible estar seguro.
—Gracias a Dios que Aggie no tiene que venir esta noche —dijo Northmour.
Aggie era la vieja niñera. Northmour no había vuelto a pensar en ella hasta entonces, pero el que no lo hubiera hecho antes me sorprendió en él.
Otra vez tuvimos que esperar. Northmour se acercó a la chimenea y se calentó las manos en las brasas como si tuviera frío. Yo le seguí mecánicamente con la mirada y al hacerlo me quedé de espaldas a la ventana. En ese momento, se oyó fuera un débil estampido y una bala rompió el cristal y se incrustó en el postigo a escasos centímetros de mi cabeza. Oí gritar a Clara, y, aunque me refugié en el acto en un rincón de la habitación, ella corrió a mi lado para ver si estaba herido. Ante aquellas muestras de preocupación, recuerdo que pensé que no me importaría que me disparasen todos los días, y me dediqué a tranquilizarla con tiernas caricias ajeno por completo al peligro de la situación, hasta que la voz de Northmour me devolvió a la realidad.
—Una escopeta de aire comprimido —dijo—. No quieren hacer ruido.
Aparté a Clara a un lado y le miré. Estaba junto al fuego con las manos a la espalda y supe por lo sombrío de su semblante que estaba al borde de un ataque de ira. Había visto esa expresión la vez que me atacó, una noche de marzo, en la habitación de al lado, y aunque comprendí los motivos de su cólera, confieso que temblé por sus posibles consecuencias. Parecía mirar hacia delante, pero nos observaba por el rabillo del ojo, y su enfado crecía como una tempestad. Al pensar en la lucha que nos aguardaba fuera, no pude sino estremecerme al pensar en la posibilidad de un enfrentamiento fratricida en el interior de la casa.
De pronto, mientras observaba su expresión y me preparaba para lo peor, advertí un cambio, un destello, una especie de alivio, en su rostro. Cogió la lámpara que tenía al lado sobre la mesa y se volvió hacia nosotros muy excitado.
—Hay una cuestión que debemos aclarar —dijo—. ¿Piensan masacrarnos a todos, o solo van en busca de Huddlestone? ¿Te han tomado por él o es que te han disparado por tu cara bonita?
—Sin duda han debido de confundirme con él —repliqué yo—. Soy casi igual de alto y también soy rubio.
—Comprobémoslo —repuso Northmour, y se plantó delante de la ventana con la lámpara sobre la cabeza y se quedó allí, afrontando la muerte tan tranquilo, más de medio minuto.
Clara trató de correr a su lado para apartarlo del peligro, pero yo tuve el perdonable egoísmo de retenerla por la fuerza.
—Sí —dijo Northmour apartándose imperturbable de la ventana—. Está claro que solo quieren a Huddlestone.
—¡Oh, señor Northmour! —gritó Clara, pero no supo qué más decir: la temeridad que acababa de presenciar estaba más allá de las palabras.
Por su parte, él me miró, con la cabeza ladeada y un brillo triunfal en los ojos, y comprendí en el acto que había arriesgado su vida de aquel modo solo para atraer la atención de Clara y despojarme de mi protagonismo como héroe del momento. Chasqueó los dedos.
—El tiroteo no ha hecho más que empezar —dijo—. Cuando la cosa vaya en serio no tendrán tantos miramientos.
Entonces oímos una voz que nos llamaba. Desde la ventana, vimos la silueta de un hombre a la luz de la luna: estaba muy quieto, con el rostro vuelto hacia nosotros y un trapo blanco en la mano, y, aunque estaba a varios metros de distancia entre las dunas, nos pareció ver el reflejo de la luna en sus ojos.
Volvió a abrir la boca y habló sin parar por espacio de varios minutos en voz tan alta que se le habría oído hasta en el último rincón del pabellón, e incluso en el lindero del bosque. Era la misma voz que había gritado «Traditore!» a través de los postigos del comedor; esta vez hizo una declaración clara y completa: si entregábamos al traidor «Oddlestone» nos perdonarían la vida a los demás, de lo contrario no escaparía nadie para contarlo.
—Bueno, Huddlestone, ¿qué dice usted a eso? —preguntó Northmour volviéndose hacia la cama.
Hasta ese momento el banquero no había dado señas de vida, y yo, al menos, pensaba que seguía desvanecido, pero contestó enseguida, y, en un tono que yo no había oído nunca, salvo a los enfermos en pleno delirio, nos suplicó que no le abandonáramos. Fue el espectáculo más bochornoso y repulsivo que recuerdo.
—¡Basta! —gritó Northmour; abrió la ventana, se asomó a la oscuridad y, en tono exultante y sin tener en cuenta que estaba en presencia de una dama, vertió sobre el emisario una ristra de insultos abominables en inglés y en italiano y le pidió que se fuera por donde había venido.
Creo que nada alegró más a Northmour en ese momento que pensar que antes de que amaneciera todos habríamos muerto sin remedio.
Entretanto el italiano se metió la bandera blanca en el bolsillo y desapareció tranquilamente entre las dunas.
—Combaten de manera honrosa —afirmó Northmour—. Son soldados y caballeros. Ojalá pudiéramos cambiar de bando, Frank, tú y yo, y usted también, mi querida señorita…, y dejar que otros defendieran a ese ser que está ahí tumbado. ¡Vamos! ¡No se escandalice! Vamos a ir todos directos a la eternidad y digo yo que podemos hablar sin tapujos mientras tengamos tiempo. Por lo que a mí respecta, preferiría estrangular primero a Huddlestone y luego tomar a Clara entre mis brazos, así moriría contento y orgulloso. ¡Por Dios que no me iré de este mundo sin un beso!
Antes de que pudiera hacer nada por impedirlo, abrazó y besó varias veces a la muchacha, que hizo vanos esfuerzos por soltarse. Enseguida lo aparté lleno de furia y lo empujé contra la pared. Él soltó una larga y ruidosa carcajada y temí que la tensión le hubiera hecho perder el juicio, pues siempre le había visto reírse poco y en voz baja.
—Vamos, Frank —dijo cuando se calmó un poco—, te toca el turno. Aquí está mi mano. ¡Y adiós muy buenas! —Luego, al ver que yo seguía inmóvil e indignado y abrazaba a Clara contra mí, añadió—: ¡Pero, hombre, no me digas que te has enfadado! ¿Pensabas que íbamos a morir con la etiqueta de la alta sociedad? Le he robado un beso y me alegro, dale tú otro y estaremos en paz. —Sin tratar de disimular lo más mínimo mi desprecio, le di la espalda—. Muy bien, como quieras, toda tu vida has sido un remilgado y morirás siéndolo.
Y con esas palabras se sentó en una silla con el rifle sobre las rodillas y se entretuvo jugueteando con el cerrojo; no obstante, noté que su desmedida exhibición de alegría (la única que le conocí jamás) había dado paso a un humor hosco y taciturno.
Hasta tal punto habíamos olvidado el peligro que nos amenazaba, que los asaltantes podrían haber entrado en la casa y no nos habríamos dado cuenta. Pero justo en ese momento el señor Huddlestone soltó un grito y saltó de la cama.
Le pregunté qué ocurría.
—¡Fuego! —exclamó—. ¡Le han pegado fuego a la casa!
Northmour se puso en pie en el acto y los dos corrimos a la puerta que comunicaba con el estudio. La habitación estaba iluminada por una luz rojiza y siniestra. Nada más entrar, una llamarada se alzó delante de la ventana y el cristal se rompió con estrépito sobre la alfombra. Le habían pegado fuego al cobertizo adyacente, donde Northmour y yo revelábamos sus negativos.
—¡Esto no me gusta nada! —dijo Northmour—. Probemos en tu antigua habitación.
Corrimos allí al instante, abrimos la ventana y miramos fuera: la pared trasera del pabellón estaba cubierta de pilas de madera incendiada, probablemente empapada de petróleo, pues a pesar de la lluvia de aquella mañana, ardía muy bien. El fuego se había adueñado ya del cobertizo, que estaba envuelto en llamas cada vez más altas; sobre la puerta trasera ardía una hoguera al rojo vivo; el alero del tejado, que sostenían unas grandes vigas de madera, empezaba a humear. En ese mismo instante una humareda acre, caliente y asfixiante empezó a llenar la casa. No se veía un alma ni a izquierda ni a derecha.
—¡Bueno! —gritó Northmour—. Esto es el fin, ¡gracias a Dios!
Volvimos a «la habitación de mi tío». El señor Huddlestone se estaba calzando las botas; todavía temblaba violentamente, pero tenía un aire de determinación que no le había notado hasta entonces. Clara estaba a su lado, con la capa en la mano y una extraña mirada, como si se debatiera entre la duda y la esperanza respecto a su padre.
—En fin, muchachos —dijo Northmour—, ¿qué os parece intentar una salida? El horno está caliente. No nos conviene quedarnos a asarnos aquí, y, por mi parte, estoy deseando enfrentarme con ellos y acabar de una vez.
—No tenemos otra posibilidad —repliqué yo.
Y tanto Clara como el señor Huddlestone añadieron, aunque en tono muy distinto:
—No, ninguna.
Al bajar las escaleras el calor se hizo insoportable y el rugido del fuego llenó nuestros oídos, apenas habíamos llegado al pasillo cuando la ventana de las escaleras cedió y se coló por ella una llamarada que iluminó el interior del pabellón con un resplandor terrible y fluctuante. En ese mismo instante oímos la caída de algo sólido y pesado en el piso de arriba. Estaba claro que el pabellón entero había ardido como una caja de cerillas y ahora no solo se alzaba como una enorme llamarada hacia el cielo, sino que amenazaba con desmoronarse sobre nuestras cabezas.
Northmour y yo amartillamos los revólveres. El señor Huddlestone, que se había negado a coger un arma de fuego, se adelantó en tono autoritario.
—Que abra la puerta Clara —exclamó—. Así, si disparan una ráfaga, estará a salvo. Ustedes quédense detrás de mí. Es a mí a quien buscan, ha llegado el momento de expiar mis pecados.
Mientras estaba sin aliento a su lado, con la pistola cargada, oí que pronunciaba unas oraciones con un susurro rápido y trémulo, y, por horrible que pueda parecer, confieso que lo desprecié por acordarse de rezar en un momento tan crucial y desesperado. Entretanto, Clara, que estaba mortalmente pálida, pero seguía siendo dueña de sus actos, había desmontado la barricada que protegía la puerta principal. Acto seguido la abrió. El resplandor de las llamas y la luz de la luna iluminaban las dunas con un brillo confuso y cambiante y a lo lejos vimos una larga columna de humo resplandeciente.
El señor Huddlestone, con una fuerza insólita en él, nos dio a Northmour y a mí un golpe en el pecho con el dorso de la mano que nos dejó sin resuello y, antes de que pudiéramos reaccionar, alzó los brazos por encima de la cabeza como quien va a zambullirse en el agua y salió corriendo del pabellón.
—¡Estoy aquí! —gritó—. ¡Soy Huddlestone! ¡Matadme y perdonad a los demás!
Supongo que su repentina aparición intimidó a nuestros enemigos ocultos, pues, antes de que ocurriera nada, Northmour y yo tuvimos tiempo de recobrarnos, coger a Clara del brazo y salir en ayuda de su padre. Pero no habíamos cruzado el umbral cuando se oyó una docena de disparos y vimos varios destellos entre las dunas. El señor Huddlestone se tambaleó, soltó un grito extraño y estremecedor, levantó los brazos y cayó de espaldas en la hierba.
—Traditore! Traditore! —gritaron los invisibles vengadores.
Y, justo en ese instante, se desplomó parte del tejado ante el rápido avance del fuego. Un estruendo horrible acompañó su hundimiento y una enorme llamarada se alzó hacia el cielo. Debió de poder verse a más de veinte millas desde el mar, así como desde Graden Wester y desde la cima de Graystiel, la cumbre más oriental de las montañas Caulder. Bernard Huddlestone, cualesquiera que fuesen sus exequias, tuvo una soberbia pira funeraria el día de su muerte.
9
En el que se narra cómo Northmour cumplió su amenaza
Me resulta muy difícil contar lo que ocurrió después de tan trágico suceso. Al hacer memoria, todo me parece confuso, fatigoso e ineficaz, como los esfuerzos de un durmiente en una pesadilla. Recuerdo que Clara soltó un suspiro entrecortado y se habría dado de bruces en el suelo si Northmour y yo no la hubiésemos sujetado. No creo que nos atacaran, ni siquiera recuerdo haber visto a ninguno de nuestros atacantes, y me parece que abandonamos el cuerpo del señor Huddlestone sin mirarlo siquiera. Lo único que recuerdo es que corrí presa del pánico, a ratos cargando con Clara en mis propios brazos y a ratos compartiendo su peso con Northmour y discutiendo por la posesión de tan preciada carga. He olvidado por completo por qué razón fuimos a mi campamento en Hemlock Den y cómo llegamos allí. Lo primero que aparece con nitidez en mi memoria es que dejamos a Clara a la puerta de la tienda y Northmour y yo rodamos por el suelo mientras él trataba de golpearme en la cabeza con la culata del revólver. Me había herido ya dos veces y creo que si recobré de pronto la lucidez fue debido a la consiguiente pérdida de sangre.
Le sujeté por la muñeca.
—Northmour —recuerdo haberle dicho—, si quieres, mátame después. Pero socorramos antes a Clara.
En ese momento lo tenía encima. En cuanto pronuncié aquellas palabras, se puso de pie y corrió hacia la tienda y se puso a abrazar a Clara contra su pecho y a cubrir de caricias sus manos y su rostro inconsciente.
—¡Qué vergüenza! —le grité—. ¡Deberías avergonzarte, Northmour!
Y, aunque todavía estaba aturdido, le golpeé varias veces en la cabeza y en los hombros.
Él soltó a Clara y se volvió hacia mí a la luz de la luna.
—Te tenía vencido y te dejé escapar —dijo—, ¡y ahora me golpeas! ¡Cobarde!
—El único cobarde eres tú —repliqué—. ¿Acaso ella quería tus besos cuando estaba consciente? ¡No! Puede que esté muriéndose, y tú pierdes un tiempo precioso y abusas de su indefensión. Aparta y deja que la ayude.
Me miró pálido y amenazador, y luego, de pronto, se apartó a un lado.
—Ayúdala si quieres —dijo. Yo me hinqué de rodillas y le aflojé lo mejor que pude el vestido y el corsé, pero, mientras lo hacía, noté una mano en el hombro—. Aparta tus manos de ella —exclamó con rabia Northmour—. ¿Es que crees que no tengo sangre en las venas?
—Northmour —le advertí—, si no la ayudas y no me dejas ayudarla, tendré que matarte.
—¡Eso ya me gusta más! —gritó—. Y, de paso, deja que se muera ella también, ¿qué más da? ¡Apártate de la chica y pelea como un hombre!
—Habrás visto que no la he besado —repliqué incorporándome.
—Ni se te ocurra intentarlo —gritó él.
No sé qué instinto me dominó, es una de las cosas que he hecho en mi vida que más me avergüenzan, aunque, como acostumbraba a decir mi mujer, yo sabía que, viva o muerta, mis besos siempre serían bien recibidos: volví a hincarme de rodillas, le aparté el cabello de la frente y, con el mayor respeto, posé mis labios un instante sobre su ceño frío. Fue una expresión de afecto casi paternal, muy apropiada para alguien a punto de morir que se despedía de una mujer muerta.
—Y ahora, Northmour, estoy a tu disposición.
Sin embargo, vi con sorpresa cómo me daba la espalda.
—¿Es que no me has oído? —le pregunté.
—Sí —replicó—. Si quieres pelea, estoy dispuesto. De lo contrario, vete a salvar a Clara. A mí tanto me da.
No esperé a que me lo pidiera dos veces: me incliné sobre Clara y renové mis esfuerzos por reanimarla. Yacía tan pálida e inconsciente que temí que su dulce espíritu hubiera dejado ya su cuerpo, y el horror y la desolación más completos se adueñaron de mi corazón. La llamé por su nombre en el tono más cariñoso que pude; le froté las manos; le levanté la cabeza y la apoyé sobre mis rodillas, pero todo parecía en vano: sus párpados seguían cerrados.
—Northmour —dije—, ahí está mi sombrero. Por el amor de Dios, tráeme un poco de agua del manantial.
Al cabo de un instante estaba de vuelta con el agua.
—La he traído en el mío —dijo—. Espero que no me niegues ese privilegio.
—Northmour —empecé a decir mientras le lavaba la frente y el pecho, pero él me interrumpió brutalmente.
—¡Oh, cállate! —exclamó—. Es mejor que no digas nada.
Yo no tenía ningunas ganas de hablar, pues mi única preocupación era el estado en que se encontraba Clara, y proseguí en silencio con mis esfuerzos por reanimarla, y cuando el sombrero se vació, se lo devolví con una palabra: «Más». Probablemente hiciera varios viajes antes de que Clara abriera los ojos.
—Y ahora que ya está mejor —dijo—, supongo que no me necesitarás, ¿no? Buenas noches, Cassilis.
Y acto seguido desapareció entre los matorrales. Yo encendí un fuego, pues ya no tenía nada que temer de los italianos, que incluso habían respetado las escasas posesiones que había dejado en mi campamento y, aunque estaba destrozada por la tensión y la terrible desgracia de aquella noche, me las arreglé mediante la persuasión, los ruegos, el cariño y todo aquello de lo que pude echar mano, para que recobrara un poco las fuerzas y la presencia de ánimo.
Era ya de día cuando oí un brusco «¡Eh!» entre los arbustos. Me puse en pie, pero enseguida oí la voz de Northmour que añadía en tono más tranquilo:
—Ven aquí, Cassilis, y solo, tengo que enseñarte una cosa.
Consulté a Clara con la mirada y, cuando recibí su permiso tácito, la dejé sola y salí de nuestro refugio. Cerca de allí, apoyado en el tronco de un saúco, encontré a Northmour, quien nada más verme empezó a andar hacia el mar. Casi lo había alcanzado cuando llegó a la salida del bosque.
—Mira —me dijo deteniéndose.
Avancé un par de pasos más y salí de entre los matorrales. La luz fría y limpia de la mañana iluminaba la escena: el pabellón no era más que una ruina ennegrecida, el tejado se había desplomado, uno de los hastiales había caído y por todas partes las dunas tenían cicatrices de las aulagas quemadas. Un humo espeso seguía elevándose en el aire matutino y una pila de brasas ardientes llenaba las paredes desnudas de la casa como carbones encendidos en el horno. Cerca del islote esperaba una goleta y un bote tripulado por varios hombres se aproximaba a la orilla.
—¡El Red Earl! —grité—. ¡El Red Earl que llega con doce horas de retraso!
—Mírate los bolsillos, Frank. ¿Vas armado? —preguntó Northmour. Le obedecí y supongo que debí de quedarme muy pálido. Alguien me había robado el revólver—. Ya ves que te tengo en mis manos —prosiguió—. Te lo quité anoche, mientras atendías a Clara, pero ahora…, toma…, coge tu pistola. ¡No me des las gracias! —gritó levantando la mano—. No las quiero, es el único modo en que puedes disgustarme. —Empezó a andar a través de las dunas en dirección al bote, y yo le seguí a uno o dos pasos de distancia. Enfrente del pabellón me detuve a ver el lugar donde había caído el señor Huddlestone, pero no había ni rastro de él, ni siquiera una gota de sangre—. Graden Floe —dijo Northmour, y siguió andando hasta que llegamos a la playa—. Aquí nos separamos, si no te importa. ¿Quieres llevar a Clara a la mansión Graden?
—Gracias —respondí—, trataré de llevarla a casa del pastor en Graden Wester.
En ese momento, la proa del bote rozó la arena y un marinero saltó a la orilla con un cabo en la mano.
—¡Esperad un minuto, muchachos! —gritó Northmour, y luego añadió en voz baja—: Es mejor que no le digas nada de esto a ella.
—¡Al contrario! —exclamé—, pienso contárselo todo.
—No lo entiendes —respondió con mucha dignidad—. A ella no le extrañará lo más mínimo, sabía que lo haría. ¡Adiós! —añadió con una inclinación de cabeza. Le tendí mi mano—. Disculpa —dijo—, sé que es una tontería, pero no quiero llegar tan lejos. Nada de sentimentalismos, no quiero presentarme en vuestro hogar cuando sea un peregrino con el cabello blanco y todas esas idioteces. Al contrario: ruego a Dios no tener que volver a veros jamás a ninguno de los dos.
—En ese caso, ¡que Dios te bendiga, Northmour! —le dije de corazón.
—Oh, sí —replicó él.
Bajó a la playa, y el marinero que había desembarcado le ayudó a subir a bordo, luego el marinero desatracó la embarcación y saltó también a proa. Northmour se puso al timón: el bote tomó una ola y el crujido de los remos en los toletes se oyó claro y acompasado en el aire de la mañana.
Cuando salió el sol, estaban a mitad de camino del Red Earl y yo seguía en la playa observando su avance.
Una cosa más y habré concluido mi historia: años después, Northmour murió combatiendo a las órdenes de Garibaldi por la liberación del Tirol.