Estaban a finales de noviembre de 1456. La nieve caía sobre París con rigurosa e incansable persistencia; de vez en cuando el viento hacía una incursión y la esparcía formando vórtices voladores, otras veces reinaba la calma y descendía, copo a copo, callada, morosa e interminable, desde el negro cielo nocturno. Los menesterosos, que alzaban la mirada bajo las cejas húmedas, se preguntaban de dónde caería todo aquello. Maese Francis Villon había planteado una disyuntiva esa tarde desde la ventana de una taberna: ¿sería solo que el pagano Júpiter estaba desplumando unos gansos en el Olimpo?, ¿o estarían los santos ángeles mudando la pluma? Él no era más que un pobre licenciado, prosiguió, y, como el asunto tenía que ver en parte con la divinidad, no se atrevía a pronunciarse. Un viejo cura bobalicón de Montargis que estaba entre los presentes invitó al joven tunante a una botella de vino para celebrar aquella broma y las muecas que la acompañaron, y juró por su barba blanca que él también había sido un pícaro irreverente cuando tenía la edad de Villon.
El aire era áspero, cortante y casi gélido, y los copos grandes, húmedos y pegajosos. La ciudad entera estaba cubierta por un sudario. Un ejército podría haberla cruzado y ni una sola pisada habría delatado su presencia. De haber habido algún pájaro rezagado en el cielo, habría visto la isla como una gran mancha blanca, y los puentes como delgados tablones blancos, tendidos sobre el negro trasfondo del río. En lo alto, la nieve se posaba entre la tracería de las torres de la catedral. El viento había llenado muchas de sus hornacinas y las estatuas lucían un largo bonete blanco sobre sus grotescas o santas cabezas. Las gárgolas se habían transformado en enormes narices postizas con la punta torcida. Las volutas eran como almohadas puestas de pie e hinchadas por un lado. En los intervalos en que no soplaba el viento, se oía un sonido apagado de goteo en los alrededores de la iglesia.
El cementerio de San Juan no se había librado de la nevada. Todas las tumbas estaban cubiertas; los altos y blancos tejados de las casas lo rodeaban formando solemnes hileras. Los ciudadanos honrados llevaban mucho tiempo en la cama tocados con sus gorros de dormir igual que sus domicilios y no se veía una sola luz en el barrio, salvo el débil resplandor de una lámpara que colgaba en el coro de la iglesia y hacía danzar las sombras de aquí para allá con sus oscilaciones. El reloj estaba a punto de dar las diez cuando pasó la patrulla con sus alabardas y una linterna, frotándose las manos, y no vio nada sospechoso en el cementerio.
Sin embargo, había una casita, apoyada contra el muro del cementerio, cuyos ocupantes seguían despiertos, y con intenciones nada buenas, en aquel barrio de durmientes. Nada parecía indicarlo desde fuera, salvo la cálida humareda que salía por la chimenea, una mancha de nieve fundida en el tejado y unas pisadas medio borradas que había junto a la puerta, pero dentro, tras los postigos cerrados, maese François Villon, el poeta, y algunos de los rufianes con quienes se relacionaba últimamente disfrutaban de la noche y se pasaban unos a otros la botella.
Una pila de brasas encendidas difundía una luz fuerte y rojiza desde el arco de la chimenea. Delante de ella estaba esparrancado don Nicolás, el monje de Picardía, con los hábitos arremangados y las piernas gruesas y desnudas expuestas al calor de la lumbre. Su silueta oronda dividía en dos la habitación y la luz del fuego escapaba solo a ambos lados de su rechoncha persona y por un pequeño charco que tenía entre los pies. Su rostro tenía el aspecto rubicundo y amoratado de los aficionados a la bebida, estaba cubierto por una red de venas congestionadas, que, en condiciones normales, eran de color púrpura, pero ahora tenían un tono más bien violeta pálido, pues, aunque estaba de espaldas al fuego, el frío le remordía por el otro lado. Llevaba la capucha echada hacia atrás, formando una extraña excrecencia a ambos lados de su cuello de toro. Y, con las piernas abiertas de aquel modo, dividía huraño la habitación en dos con la sombra de su corpulenta figura.
A su derecha, Villon y Guy Tabary se apretujaban junto a un trozo de pergamino: Villon componía una balada, que pensaba titular «Balada del pescado asado», y Tabary balbucía su admiración a su lado. El poeta era un despojo humano: moreno, bajo y delgado, con los pómulos hundidos y el cabello fino y rizado. Sus veinticuatro años lo llenaban de animación febril. La codicia había formado arrugas alrededor de sus ojos y las sonrisas malévolas habían deformado su boca. Su rostro tenía una expresión entre porcina y lobuna. Era una cara elocuente, aguda, fea y mundana. Movía sin parar las manos pequeñas y prensiles de dedos nudosos en una especie de violenta y expresiva pantomima. En cuanto a Tabary, de su nariz aplastada y sus labios babosos emanaba una imbecilidad complaciente y admirada: se había hecho ladrón, igual que se podría haber convertido en el más honrado de los burgueses, por culpa del imperioso azar que rige los destinos de los gansos y los asnos humanos.
Al lado del monje, Montigny y Thevenin Pensete jugaban a un juego de azar. Al primero lo rodeaba una especie de halo de erudición y buena cuna, como el de un ángel caído; era un hombre esbelto y elegante, aunque de rostro un tanto oscuro y aguileño. El pobre Thevenin estaba muy animado: esa tarde había dado un golpe en el faubourg Saint Jacques y, por si fuera poco, llevaba toda la noche ganándole a Montigny. Una sonrisa vacua iluminaba su rostro, su calva rosada brillaba rodeada por una guirnalda de rizos rojizos y su protuberante barriga se estremecía cuando se agachaba para recoger sus ganancias.
—¿Doble o nada? —preguntó Thevenin.
Montigny asintió con severidad.
—«Hay quien prefiere las cenas solemnes» —escribía Villon—. «Pan y queso en bandeja de plata.» O… o… ¡ayudadme, Guido!
Tabary soltó una risita.
«O perejil en un plato dorado», garabateó el poeta.
Fuera el viento arreciaba: empujaba la nieve a su paso y a veces elevaba la voz en un grito victorioso y gemía en tono sepulcral por la chimenea. La noche era cada vez más fría. Villon, frunciendo los labios, imitó el sonido de las ráfagas con una especie de silbido que casi parecía un gemido. El monje de Picardía detestaba aquel inquietante talento del poeta.
—¿No oís cómo repiquetea la horca? —preguntó Villon—. Están bailando una danza diabólica ahí arriba. ¡Bailad cuanto queráis, muchachos, pero no penséis que así vais a entrar en calor! ¡Caramba! ¡Menuda ráfaga! ¡Seguro que ha dado con alguien en el suelo! ¡Un níspero menos en el nisperero! Don Nicolás, ¿creéis que hará frío esta noche en la rue de Saint Denis?
Don Nicolás guiñó los grandes ojos y simuló estrangularse a la altura de la nuez. Montfaucon, el gran y siniestro patíbulo de París, estaba junto a la rue de Saint Denis, y la broma le había impresionado. Tabary estalló en carcajadas al oír lo del nisperero, nunca había oído nada tan gracioso, se llevó las manos a los costados sin parar de reír. Villon le propinó un capirotazo en la nariz que convirtió su risa en un ataque de tos.
—Dejaos de risas —exclamó Villon—, y pensad en algo que rime con «pescado».
—Doble o nada —insistió obstinado Montigny.
—Nada me complacerá más —repuso Thevenin.
—¿Queda algo en la botella? —preguntó el monje.
—Abrid otra —le espetó Villon—. ¿Cómo pensáis llenar ese corpachón y esa cabezota de jabalí con unas pocas botellas? ¿Y cómo aspiráis a ascender al cielo? ¿Cuántos ángeles creéis que habrá disponibles para subir a un solo monje de Picardía? ¿O es que os tenéis por un segundo Elías y pensáis que enviarán un carruaje a buscaros?
—Hominibus impossibile —replicó el monje mientras se llenaba la copa.
Tabary estaba extasiado.
Villon volvió a atizarle en la nariz.
—Reíos de mis chistes si queréis —dijo.
—Ese era muy bueno —objetó Tabary.
Villon le hizo una mueca.
—Pensad en algo que rime con «pescado» —repitió—. ¿Qué sabéis vos de latines? Desearéis no saber nada cuando el Día del Juicio el diablo llame a «Guido Tabary, clericus», el diablo jorobado y de uñas ardientes. Y, hablando del diablo —añadió en un susurro—, ¡mirad a Montigny!
Los tres miraron a hurtadillas al jugador. No parecía muy contento con su suerte. Contraía la boca y se le había inflamado una de las aletas de la nariz. Tenía la negra, como dice la gente, y jadeaba bajo tan pesada carga.
—Parece que quisiera apuñalarle —murmuró Tabary con los ojos muy abiertos.
El monje se estremeció, se volvió y extendió las manos delante de las brasas. A don Nicolás le afectaba más el frío que el exceso de sensibilidad moral.
—Vamos —insistió Villon—, ¿qué dice la balada hasta ahora?
Y, marcando el compás con la mano, se la leyó en voz alta a Tabary.
Al llegar a la cuarta rima les interrumpió un breve y fatal movimiento de los jugadores. Habían acabado la ronda, y Thevenin estaba a punto de proclamar otra victoria cuando Montigny saltó sobre él con la rapidez de una víbora y le apuñaló en el corazón. El golpe hizo efecto antes de que pudiera dar un grito o mover un dedo. Su cuerpo tembló un par de veces, sus manos se abrieron y se cerraron, los talones rozaron contra el suelo, la cabeza cayó sobre el hombro con los ojos abiertos y el espíritu de Thevenin Pensete regresó con su Creador.
Los demás se pusieron en pie de un salto, pero todo concluyó en un santiamén. Los cuatro vivos se miraron unos a otros espantados y el muerto se quedó con la vista clavada en un rincón del techo con un rictus extraño y desagradable.
—¡Dios mío! —dijo Tabary, y empezó a rezar en latín.
Villon estalló en carcajadas histéricas. Se adelantó un paso, hizo una burlona reverencia delante de Thevenin y se rió todavía más fuerte. Luego se sentó de pronto en un taburete y siguió riéndose con amargura, casi a punto de desternillarse.
Montigny fue el primero en recobrar la compostura.
—Veamos qué es lo que lleva encima —exclamó, y vació los bolsillos del muerto con manos hábiles y dividió el dinero en cuatro partes iguales sobre la mesa—. Ahí tenéis lo vuestro —afirmó.
El monje cogió su parte con un profundo suspiro y una mirada furtiva al difunto Thevenin, que empezaba a caerse de la silla.
—Todos estamos metidos en esto —gritó Villon, tragándose la risa—. Pueden enviarnos a la horca a todos los presentes… por no decir los ausentes.
Hizo un gesto en el aire con la mano derecha levantada y sacó la lengua y ladeó la cabeza para imitar la apariencia de un ahorcado. Luego se embolsó su parte del expolio y dio unas patadas en el suelo para reactivar la circulación.
Tabary fue el último en servirse: cogió el dinero y se apartó al otro extremo de la habitación.
Montigny sentó a Thevenin derecho en la silla y sacó la daga dejando brotar un chorro de sangre.
—Será mejor largarse de aquí —dijo mientras limpiaba la hoja en el jubón de su víctima.
—Eso mismo pienso yo —replicó Villon tragando saliva—. ¡Maldita sea su estampa! —estalló—. Se me ha quedado atravesado en la garganta como una flema. ¿Qué derecho tiene nadie a tener el pelo rojo cuando está muerto?
Y volvió a desplomarse en el taburete y a cubrirse el rostro con las manos.
Montigny y don Nicolás se rieron en voz alta e incluso Tabary se les unió tímidamente.
—Es un llorón —dijo el monje.
—Siempre dije que era una mujer —añadió Montigny con desdén—. Y tú, ¿es que no sabes sentarte? —añadió dándole otra sacudida al cadáver—. ¡Apaga el fuego, Nick!
Pero Nick estaba muy ocupado robándole discretamente la bolsa a Villon, aprovechando que el poeta estaba tembloroso y abatido en el taburete donde tres minutos antes componía una balada. Montigny y Tabary reclamaron por señas su parte del botín, y el monje se lo prometió sin decir nada, mientras introducía la bolsa entre sus hábitos. En muchos sentidos, una naturaleza artística incapacita al hombre para la vida práctica.
Justo después de consumarse el robo, Villon se estremeció, se puso en pie y empezó a esparcir y pisotear las brasas. Entretanto Montigny abrió la puerta y escudriñó la calle con cautela. Todo estaba despejado: no había ninguna patrulla a la vista. Aun así, decidieron que sería más sensato salir por separado, y como Villon estaba deseando alejarse del difunto Thevenin, y los demás estaban todavía más ansiosos por deshacerse de él antes de que descubriera la pérdida del dinero, todos estuvieron de acuerdo en que él saliera primero a la calle.
El viento había triunfado y barrido las nubes del cielo. Tan solo unos pocos jirones, tan finos como la luz de la luna, seguían moviéndose a toda prisa entre las estrellas. Hacía mucho frío y, por un frecuente efecto óptico, las cosas parecían tener un contorno mejor definido que a pleno día. Un silencio absoluto reinaba en la ciudad dormida, que recordaba a un grupo de personas con capuchas blancas, o a unos Alpes en miniatura bajo las estrellas. Villon maldijo su suerte. ¡Si al menos no hubiera cesado de nevar! Ahora dejaría, allí donde fuera, un rastro indeleble tras de sí en las calles relucientes, un rastro que lo ataría a la casa junto al cementerio de San Juan, y sus propios pies trenzarían así la soga que lo relacionaría con el crimen y lo conduciría al patíbulo. La mirada del muerto cobró un nuevo significado. Chasqueó los dedos como para darse ánimos, escogió una calle al azar y avanzó decidido sobre la nieve.
Dos cosas le preocupaban: por un lado, el aspecto del patíbulo de Montfaucon en aquella noche ventosa y, por el otro, el aspecto del difunto con la cabeza calva y la guirnalda de rizos pelirrojos. Ambas cosas le helaban el corazón, y empezó a andar más deprisa como si pudiera escapar de sus desagradables pensamientos solo por la ligereza de sus pies. A veces miraba por encima del hombro con un súbito sobresalto, pero en las calles blancas no se movía ni una hoja, salvo cuando el viento se arremolinaba en un rincón y levantaba la nieve, que empezaba a congelarse, formando un surtidor de polvo brillante.
De pronto vio, muy por delante de donde él estaba, un grupo oscuro y la luz de un par de linternas. El grupo se movía y las linternas se balanceaban como si los hombres que las llevaban estuviesen andando. Era una patrulla. Y, aunque estaba cruzando perpendicularmente al sentido de su marcha, Villon juzgó que lo más inteligente era perderlos de vista lo antes posible. No estaba de humor para responder a sus preguntas, y era consciente de estar dejando un rastro muy claro sobre la nieve. Justo a su izquierda había un gran palacio con varias torres y un enorme porche delante de la puerta, recordó que estaba medio en ruinas y llevaba mucho tiempo deshabitado, así que con tres zancadas se refugió bajo el porche. Comparado con el resplandor de las calles cubiertas de nieve, estaba bastante oscuro y tuvo que andar a tientas con las manos extendidas. Por fin tropezó con algo que tenía una textura indescriptible: dura y blanda, firme y suelta a la vez. El corazón le dio un vuelco, retrocedió un par de pasos y contempló aterrado el obstáculo. Luego soltó una risita de alivio. Era solo una mujer, y estaba muerta. Se arrodilló junto a ella para asegurarse. Estaba helada y rígida como un palo. Un jirón de tela aleteaba al viento en su pelo, y se había puesto colorete en las mejillas esa misma tarde. Tenía los bolsillos vacíos, pero en sus medias, por debajo de la liga, Villon encontró dos o tres moneditas de las que la gente llamaba «blancas». Era muy poco, pero mejor que nada, y al poeta le conmovió profundamente que hubiera muerto antes de gastarse el dinero. Le pareció un oscuro y lamentable misterio, y paseó la mirada de las monedas que tenía en la mano al cadáver de la mujer, y luego otra vez a las monedas, moviendo la cabeza al pensar en lo enigmática que es la vida del hombre. Enrique V de Inglaterra, muerto en Vincennes justo después de conquistar Francia, y esta pobre mujerzuela abatida por un viento frío en el umbral de un potentado antes de poder gastarse un par de blancas… el mundo era cruel. Dilapidar dos blancas no le habría costado nada, y le habría dejado mejor sabor de boca, antes de que el demonio se llevara su alma y su cuerpo fuera pasto de los cuervos y los gusanos. Ojalá él pudiera gastar todo el sebo antes de que se apagara su luz y se rompiera la lámpara.
Mientras esas ideas cruzaban por su imaginación, se tentó mecánicamente la ropa en busca de la bolsa. De pronto, se le encogió el corazón y sintió cómo le recorría de pies a cabeza un escalofrío. Se quedó petrificado un instante y volvió a tentarse la ropa con un movimiento febril: por fin comprendió el alcance de la pérdida y el cuerpo se le empapó de sudor. Para los derrochadores el dinero es tan vivo y real…, ¡representa un velo tan tenue entre ellos y sus placeres! Solo hay un límite a su fortuna: el tiempo, y un derrochador con solo unas pocas coronas se siente como el mismísimo emperador de Roma hasta que las ha gastado. Para esas personas perder su dinero es el peor de los reveses y equivale a caer del cielo al infierno, del todo a la nada, en un suspiro. ¡Y más aún si ha arriesgado el cuello por él y podrían colgarle al día siguiente por esa misma bolsa, ganada a tan alto precio y tan tontamente extraviada! Villon soltó una maldición, arrojó las dos blancas al suelo, alzó el puño al cielo, pataleó y no se horrorizó de pisotear el pobre cadáver. Luego volvió sobre sus pasos en dirección a la casa junto al cementerio. Había olvidado el temor a la patrulla, que en todo caso hacía mucho que se había ido, y solo pensaba en su bolsa extraviada. En vano miró a izquierda y a derecha en la nieve: allí no había nada. Si no se le había caído por la calle, ¿la habría perdido en la casa? Le habría gustado ir a comprobarlo, pero le desazonaba pensar en su siniestro ocupante. Y, por si fuera poco, al acercarse, comprobó que sus esfuerzos por apagar el fuego no habían tenido éxito: al contrario, se había reavivado y una luz cambiante se colaba por las ranuras de la puerta y la ventana, con lo que creció su temor por las autoridades y el patíbulo de París.
Volvió al porche del palacio y buscó a tientas en la nieve el dinero que había tirado al suelo presa de una rabieta infantil. Pero solo pudo encontrar una blanca, la otra debía de haber caído de lado y se habría enterrado profundamente. Con solo una blanca en el bolsillo, sus proyectos de pasar la noche de juerga en una taberna se desvanecieron. Y no solo era que el placer se le escurriera burlón de entre los dedos, sino que la incomodidad y el dolor le afligieron mientras estaba en aquel porche. El sudor se había secado sobre su piel, y, aunque el viento había amainado, estaba cayendo una helada terrible y se sintió entumecido y mareado. ¿Qué podía hacer? A pesar de lo tarde que era y de sus escasas esperanzas, decidió visitar a su padre adoptivo, el capellán de Saint Benoît.
Corrió allí a toda prisa y llamó tímidamente a la puerta. No hubo respuesta. Llamó una y otra vez, y por fin oyó el ruido de unos pasos. Una ventanilla con barrotes se abrió en la puerta remachada de hierro y dejó salir un chorro de luz amarilla.
—Acercad vuestro rostro a la ventanilla —dijo el capellán desde dentro.
—Soy yo —gimoteó Villon.
—¡Ah!, conque sois vos, ¿eh? —replicó el capellán, y lo maldijo con varios juramentos nada devotos por molestarle a esas horas y le animó a volver al infierno de donde procedía.
—Tengo las manos amoratadas hasta las muñecas —imploró Villon—, no siento los pies, me duele la nariz del frío y estoy casi helado. Mañana estaré muerto. ¡Solo esta vez, padre, y por Dios que no volveré a pedíroslo!
—Tendríais que haber venido antes —respondió fríamente el clérigo—. Los jóvenes necesitan que les den una lección de vez en cuando.
Cerró la ventana y se retiró haciendo ruido al interior de la casa.
Villon se puso fuera de sí, golpeó la puerta con los puños y los pies y le gritó groseramente al capellán.
—¡Viejo zorro rastrero! —gritó—. Si pudiera echarte la mano encima te mandaría de cabeza al infierno ahora mismo.
Una puerta se cerró al final de un pasillo en el interior de la casa, con un sonido casi inaudible para el poeta. Se puso la mano en la boca con un juramento. Luego reparó en lo cómico de la situación y rompió a reír y miró aliviado hacia el cielo, donde las estrellas parecían burlarse de su desdicha.
¿Qué podía hacer? Todo parecía indicar que tendría que pasar la noche en las calles heladas. El recuerdo de la mujer muerta acudió a su memoria y le produjo un escalofrío: lo que le había ocurrido a ella al empezar la noche podría pasarle a él antes de que amaneciera. ¡Y él era tan joven! ¡Y tenía tantas diversiones por delante! Sintió su propio destino con tanto patetismo como si fuera el de otro e imaginó vívidamente la estampa de la escena cuando encontraran su cadáver por la mañana.
Repasó sus posibilidades mientras le daba vueltas a la blanca con el índice y el pulgar. Por desgracia, se había enemistado con varios antiguos amigos que en otro tiempo se habrían apiadado de él en esas circunstancias. Los había ridiculizado en sus versos, les había estafado y golpeado, y, sin embargo, al verse tan apurado, pensó que quedaba al menos uno que tal vez pudiera enternecerse. Era una posibilidad. Valía la pena intentarlo al menos, y decidió ir a verle.
De camino, le ocurrieron dos pequeños incidentes que dieron un nuevo cariz a sus pensamientos. En primer lugar, se topó con el rastro de una patrulla, y lo siguió varios cientos de metros, aunque iba en dirección opuesta. Eso le animó un poco: al menos había confundido su rastro, pues seguía dominado por la idea de que le estaban siguiendo por todo París y que lo detendrían a la mañana siguiente, en cuanto despertara. El otro incidente le afectó de forma muy diferente. Pasó por una esquina donde, unos años antes, una mujer y su hijo habían sido devorados por los lobos. Con aquel tiempo, pensó, los lobos podrían volver a entrar en París, y un hombre solo en las calles desiertas podría salir malparado. Se detuvo y contempló el lugar con desagradable interés: en él se cruzaban varias callejas y las miró una por una, y contuvo el aliento para escuchar, por si oía los pasos de unas formas negras sobre la nieve o algún aullido cerca del río. Recordó que su madre le había contado la historia y le había mostrado aquel lugar cuando era niño. ¡Su madre! Si al menos supiera dónde vivía, al menos tendría un refugio garantizado. Decidió averiguarlo por la mañana; es más, iría a visitarla, ¡pobre mujer! Mientras lo pensaba, llegó a su destino: su última esperanza para aquella noche.
La casa, al igual que las que había al lado, estaba bastante oscura, y sin embargo, después de llamar varias veces, oyó movimiento en el piso de arriba, una puerta que se abría y una voz cautelosa que preguntaba quién andaba ahí. El poeta se identificó con un susurro y esperó, no sin ansiedad, el resultado. No tuvo que aguardar mucho. De pronto se abrió una ventana y vaciaron un cubo lleno de agua sucia sobre la entrada. Villon se había preparado para algo parecido, y se había refugiado todo lo posible en el porche, pero a pesar de todo se empapó tristemente por debajo de la cintura. Sus medias empezaron a congelarse casi de inmediato. La muerte de frío a la intemperie le seguía de cerca, recordó que tenía propensión a contraer la tisis, y tosió un poco a modo de prueba. Sin embargo, la gravedad del peligro le calmó los nervios. Se detuvo a unos cien metros de la casa donde lo habían maltratado de aquel modo y se puso a meditar con la nariz apoyada en el dedo. Solo se le ocurría un modo de conseguir alojamiento, y era por la fuerza. Había reparado en una casa, no muy lejos, en la que parecía fácil colarse, y, sin pensarlo dos veces, dirigió sus pasos hacia allí, distrayéndose por el camino con la idea de una habitación todavía caldeada y con los restos de la cena sobre la mesa, donde podría pasar el resto de la noche, y de donde se marcharía por la mañana con una valiosa bandeja de plata bajo el brazo. Incluso consideró los manjares y vinos que preferiría, y mientras pasaba lista a sus platos favoritos recordó el pescado asado con una extraña mezcla de horror y diversión.
«Nunca terminaré esa balada», pensó, y luego, volviendo a estremecerse al recordarlo, escupió en la nieve y repitió fervientemente:
—¡Maldita sea su estampa!
A primera vista, la casa en cuestión parecía a oscuras, pero mientras hacía una inspección preliminar en busca de un punto débil por donde asaltarla, Villon vio un débil resplandor detrás de una cortina.
«¡Demonios! —pensó—. ¡Hay gente despierta! ¡Algún estudiante o un santo, malditos sean todos! ¿Es que no pueden emborracharse y tumbarse a roncar como sus vecinos? ¿De qué sirven el toque de queda y esos pobres diablos de los campaneros que tiran de las sogas en los campanarios? ¿De qué sirve el día, si la gente se pasa la noche despierta? ¡Mal rayo les parta! —Al reparar adónde le conducía su lógica esbozó una sonrisa—. Cada cual a lo suyo, después de todo —se dijo—, y si están despiertos, por Dios que todavía puedo cenar de forma honrada por una vez y chasquear así al demonio.»
Fue directo a la puerta y llamó con mano firme. Las dos ocasiones anteriores había golpeado con timidez, como si temiera llamar la atención, pero ahora que acababa de descartar la idea de colarse allí furtivamente, llamar a una puerta le pareció un acto de lo más sencillo e inocente. Los golpes resonaron en la casa con una leve y espectral reverberación, como si estuviese vacía, pero el ruido no se había extinguido todavía cuando oyó unos pasos mesurados que se acercaban, descorrieron un par de cerrojos y abrieron la puerta de par en par, como si los de dentro no temieran a nada ni a nadie. Un hombre alto, enjuto y musculoso, aunque un poco encorvado, recibió a Villon. Su cabeza era enorme, pero de facciones refinadas: la nariz, gruesa en la base, se estilizaba al unirse a un par de cejas fuertes y honestas, la boca y los ojos estaban bien contorneados, y una espesa barba blanca y cuadrada rodeaba su rostro. Vista a la débil luz del candil, parecía tal vez más noble de lo que era en realidad, pero era un semblante más honrado que inteligente, fuerte, sencillo y virtuoso.
—Llamáis tarde, señor —dijo el anciano en tono cortés y tonante.
Villon hizo una reverencia y se deshizo en serviles palabras de disculpa; en situaciones así siempre sacaba al mendigo que llevaba dentro, y el hombre de genio agachaba confundido la cabeza.
—Tenéis frío —repitió el anciano— y debéis de estar hambriento. Pasad, pasad.
Y le animó a entrar con un noble gesto.
«Debe de ser algún gran señor», pensó Villon, mientras su anfitrión, dejando el candil en las losas del suelo de la entrada, volvía a correr los cerrojos.
—Disculpad que pase delante —dijo al terminar, y condujo al poeta al piso de arriba a una gran habitación, caldeada con un brasero de carbón e iluminada por una enorme lámpara que colgaba del techo.
Casi no había muebles, tan solo algunos platos dorados sobre un aparador, unos cuantos infolios y una armadura entre las ventanas. Hermosos tapices colgaban de las paredes: uno representaba la crucifixión de nuestro Señor y otro una escena pastoril junto a un arroyo. Sobre la chimenea había un escudo de armas.
—Tomad asiento —dijo el anciano—, y perdonad que os deje solo. Esta noche no hay nadie más en mi casa, y si queréis comer algo tendré que preparároslo yo mismo.
En cuanto su anfitrión se marchó, Villon saltó de la silla en la que acababa de sentarse y empezó a inspeccionar la habitación con el sigilo y la curiosidad de un gato. Sopesó en la mano los platos de oro, hojeó los libros e inspeccionó las armas del escudo y la tela con que estaban forradas las sillas. Apartó las cortinas y vio que las ventanas eran vidrieras con escenas de guerra. Luego se plantó en medio de la habitación, tomó aliento y, con las mejillas hinchadas, miró en torno suyo girando sobre sus talones para grabar hasta el último detalle de la habitación en su memoria.
—Siete platos —dijo—. Si hubiesen sido diez, habría corrido el riesgo. Una gran casa y un gran señor, ¡que Dios me ayude!
Y justo en ese momento, al oír los pasos del anciano que volvía por el pasillo, corrió a su silla y empezó a calentarse humildemente las piernas húmedas en el brasero.
Su anfitrión llevaba un plato de carne en una mano y una jarra de vino en la otra. Dejó el plato en la mesa y le hizo una seña a Villon para que acercara la silla, luego cogió dos copas del aparador y los llenó.
—Brindo por que vuestra suerte mejore —dijo rozando, solemne, la copa de Villon con la suya.
—Y yo por que lleguemos a conocernos mejor —respondió el poeta, con atrevimiento.
Un hombre sencillo se habría acobardado ante la cortesía del anciano caballero, pero Villon estaba acostumbrado, se había burlado de muchos grandes señores y los tenía por unos granujas como él. Así que dio cuenta de la comida con placer, mientras el anciano, recostándose en su asiento, le observaba con ojos fijos y curiosos.
—Tenéis sangre en el hombro, amigo mío —apuntó.
Montigny debía de haberle puesto encima la mano ensangrentada cuando salió de la casa. Lo maldijo de todo corazón.
—No la he derramado yo —balbució.
—No había supuesto tal cosa —repuso tranquilamente su anfitrión—. ¿Una riña?
—Bueno, algo parecido —admitió Villon con un escalofrío.
—¿Tal vez alguien fue asesinado?
—¡Oh, no, asesinado no! —respondió el poeta, cada vez más confundido—. Fue juego limpio…, un asesinato accidental. Yo no tuve nada que ver. ¡Que Dios me condene si miento! —añadió fervientemente.
—Un canalla menos, me atrevería a decir —observó el dueño de la casa.
—Bien podéis decirlo —asintió Villon, muy aliviado—. El mayor canalla de aquí a Roma. Estiró la pata como un corderito. Pero verlo fue muy desagradable. Supongo que vos habréis visto morir a muchos, ¿no es así, señor? —añadió mirando la armadura.
—A muchos —respondió el anciano—, he estado en la guerra, como imaginaréis.
Villon dejó el cuchillo y el tenedor que acababa de coger.
—¿Alguno era calvo? —preguntó.
—¡Oh, sí! Y con el cabello tan blanco como el mío.
—No creo que me importase mucho si lo hubiera tenido blanco —replicó Villon—. Él era pelirrojo. —Y volvió a ser presa de los escalofríos y la tendencia a la carcajada histérica, que ahogó con un gran trago de vino—. Me incomoda un poco pensarlo —prosiguió—. Yo lo conocía… ¡maldito sea! Y el frío hace pensar unas cosas…, o quizá sea lo que uno piensa lo que produce escalofríos, no estoy muy seguro.
—¿Tenéis dinero? —preguntó el anciano.
—Tengo una blanca —respondió riendo el poeta—. Se la quité a una mujerzuela que encontré muerta en un portal. La pobre desgraciada estaba tan difunta como mi abuela y más fría que un carámbano, y llevaba unas cintas prendidas en el pelo. En invierno el mundo es muy duro para las mujerzuelas, los lobos y los pícaros como yo.
—Yo soy Enguerrand de la Feuillée, señor de Brisetout, bailío de Patatrac —replicó el anciano—. ¿Puedo saber quién sois y a qué os dedicáis vos?
Villon se levantó e hizo una apropiada reverencia.
—Me llamo Francis Villon —dijo—, y soy un pobre licenciado de esta universidad. Sé un poco de latín y mucho de vicios. Puedo componer canciones, baladas, lais, virelais y rondeles, y me gusta mucho el vino. Nací en un desván y es más que probable que muera en el patíbulo. Permitidme añadir, señor, que, desde esta noche en adelante, soy también vuestro siervo más abnegado.
—No sois mi siervo —respondió el caballero—, sino tan solo mi invitado por esta noche.
—Un invitado muy agradecido —afirmó educadamente Villon, y brindó sin decir palabra por su anfitrión.
—Sois listo —empezó el anciano, dándose un golpecito en la frente—, muy listo, tenéis estudios, sois un erudito, y no obstante le quitáis una blanca a una mujer muerta en la calle. ¿No es eso un robo?
—Un robo habitual en la guerra, señor.
—La guerra se libra en el campo del honor —replicó orgulloso el anciano—. En ella uno se juega la vida combatiendo en nombre de Dios, de los santos y arcángeles y de su majestad el rey.
—Pongamos que fuese verdaderamente un ladrón —insinuó Villon—, ¿no estaría poniendo mi vida en peligro y con un riesgo aún mayor?
—Por obtener un beneficio, pero no por honor.
—¿Beneficio? —repitió Villon encogiéndose de hombros—. ¡Beneficio! Cuando un pobre tiene hambre roba un poco de comida. Igual que hace el soldado en campaña. ¿Qué son si no esas incautaciones de las que tanto se habla? Si no son un beneficio para quien las hace, al menos suponen un perjuicio para quien las padece. Los soldados beben junto al fuego, mientras los ciudadanos pasan penurias para pagarles el vino y la leña. He visto muchos campesinos colgando de los árboles; sí, una vez vi a treinta colgando de un olmo, era una estampa lamentable, y cuando le pregunté a alguien por qué los habían ahorcado, me contó que porque no habían reunido bastantes coronas para contentar a los soldados.
—Eso son necesidades de la guerra que los de baja cuna deben soportar con entereza. Es cierto que algunos capitanes tienen la mano demasiado dura, en todos los rangos hay espíritus que no se dejan conmover fácilmente por la piedad, y también lo es que muchos soldados son peores que un hatajo de bandidos.
—Ya veis —replicó el poeta— que sois incapaz de separar al soldado del bandido, ¿y qué es un ladrón sino un bandido de modales más comedidos? Yo robo unas chuletas de cordero sin ni siquiera despertar a nadie, el granjero gruñe un poco, pero cena de lo que queda. Vos llegáis al glorioso son de las trompetas, os lleváis todo su rebaño, y de paso le propináis una buena tunda. Yo no tengo trompeta, soy un don nadie, un pícaro y un perro y merezco sinceramente que me ahorquen…, pero preguntadle al granjero a quién de los dos prefiere, averiguad a quién maldice en las noches frías.
—Considerad el ejemplo de nosotros dos —repuso su señoría—. Soy viejo, fuerte y noble. Si mañana me echasen de mi casa, habría cientos que estarían orgullosos de alojarme. Los pobres saldrían a pasar la noche en la calle con sus hijos si les insinuara que quería estar solo. ¡En cambio vos vagáis sin un techo donde dormir y le robáis unos céntimos a una mujer muerta que encontráis en la calle! No temo a nada ni a nadie, pero a vos acabo de veros temblar y empalidecer al oír una palabra mía. Espero satisfecho mi hora en mi casa, o, si el rey tiene a bien volver a llamarme, en el campo de batalla. Vos aspiráis al patíbulo, una muerte rápida y desagradable sin esperanza ni honor. ¿Acaso no hay diferencia entre ambas cosas?
—Y muy grande —admitió Villon—. Pero, si yo hubiese nacido señor de Brisetout y vos hubierais sido el pobre erudito Francis, ¿habría habido menos diferencias? ¿No habría sido yo quien se calentaría las rodillas en un brasero y vos quien buscaríais unas monedas en la nieve? ¿No habría sido yo el soldado y vos el ladrón?
—¡Ladrón! —exclamó el anciano—. ¡Yo, ladrón! Si supierais lo que decís, mediríais mejor vuestras palabras.
Villon extendió las manos en un gesto de inimitable desvergüenza.
—¡Si vuestra señoría me hubiese hecho el honor de seguir mi argumentación! —se excusó.
—Ya os hago demasiado honor tolerando vuestra presencia —observó el caballero—. Aprended a contener la lengua cuando habléis con hombres ancianos y honorables, o alguien menos considerado que yo podría reprenderos con más brusquedad.
Se levantó y empezó a andar por el extremo de la habitación lleno de rabia y antipatía. Villon volvió a llenar la copa furtivamente, se arrellanó en el asiento cruzando las piernas y reclinó la cabeza con el codo apoyado en el respaldo. Estaba ahíto y caliente, y no temía lo más mínimo a su anfitrión, a quien había juzgado tan bien como era posible tratándose de dos personalidades tan diferentes. La noche casi había pasado ya, y de modo muy agradable, después de todo, y estaba moralmente convencido de que partiría sano y salvo por la mañana.
—Decidme una cosa —dijo el anciano, deteniéndose—. ¿De verdad sois un ladrón?
—Me acojo a la sagrada ley de la hospitalidad —replicó el poeta—. Sí, señor, lo soy.
—Sois muy joven —prosiguió el caballero.
—Nunca habría llegado a ser tan viejo —respondió Villon mostrándole los dedos—, si no hubiese contado con mi ingenio y la ayuda de estos diez talentos. Han sido como un padre y una madre para mí.
—Aún estáis a tiempo de cambiar y arrepentiros.
—Me arrepiento a diario —dijo el poeta—. Hay poca gente tan proclive al arrepentimiento como el pobre Francis. En cuanto a lo de cambiar, dejad que alguien cambie mis circunstancias. Uno tiene que comer, aunque solo sea para seguir arrepintiéndose.
—El arrepentimiento nace del corazón —repuso con solemnidad el anciano.
—Mi querido señor —respondió Villon—, ¿de verdad pensáis que robo por placer? Odio tener que robar, como odio hacer cualquier otra cosa cansada o peligrosa. Me castañetean los dientes cuando veo un patíbulo. Pero tengo que comer, tengo que beber y tengo que relacionarme con alguien. ¡Qué demonios! El hombre no es un animal solitario… Cui Deus faeminam tradit. Hacedme despensero real, nombradme abad de Saint Denis, convertidme en bailío de Patatrac y os prometo que cambiaré. Pero mientras siga siendo el pobre erudito Francis Villon, sin un céntimo en el bolsillo, no tendré otro remedio que seguir siendo el mismo.
—La gracia de Dios es todopoderosa.
—Sería herético cuestionarla —afirmó Francis—. A vos os ha hecho señor de Brisetout y bailío de Patatrac, a mí solo me ha dado mi ingenio y estos diez dedos que tengo en las manos. ¿Os importa si me sirvo más vino? Os lo agradezco respetuosamente. Por la gracia de Dios que tenéis un reserva excelente.
El señor de Brisetout siguió paseando de aquí para allá con las manos a la espalda. Tal vez su espíritu siguiera inquieto por aquel paralelismo entre los ladrones y los soldados, quizá Villon le interesase debido a algún tipo de simpatía espuria o puede que estuviera confuso por aquellos razonamientos tan poco convencionales, pero cualquiera que fuese el motivo ansiaba convencer al joven de que volviese al camino recto y no se decidía a enviarlo de vuelta a las calles.
—Veo algo más en todo esto —dijo por fin—. Estáis lleno de sutilezas y el diablo os ha extraviado mucho, pero el diablo es un espíritu muy débil comparado con la verdad divina, y todas sus sutilezas se desvanecen ante una palabra honorable como las tinieblas al llegar el día. Escuchadme una vez más. Hace mucho que aprendí que un caballero debe vivir recta y caballerosamente por Dios, el rey y su dama, y, aunque he visto muchas cosas extrañas, he logrado regir mi vida por esa norma. No solo está escrita en cualquier historia noble, sino en el corazón de cada hombre que se tome la molestia de leerla. Habláis de vino y comida, y sé muy bien que el hambre es una prueba difícil de soportar, pero no os referís a otras necesidades: no decís nada del honor, de la fe en Dios y los hombres, de la cortesía, del amor intachable. Puede que yo no sea muy sabio, aunque creo serlo, pero me parecéis alguien que ha extraviado el camino y ha cometido un grave error en su vida. Atendéis a las pequeñas necesidades y habéis olvidado por completo las únicas que son verdaderamente importantes, como alguien que se quejara de un dolor de muelas en el Día del Juicio. El honor, el amor y la fe no solo son más nobles que la comida y la bebida, sino que estoy convencido de que nos son más necesarias y de que su ausencia nos produce más sufrimientos. Os hablo del modo que mejor podréis entenderme. ¿No estaréis descuidando, al ocuparos solo de tener la panza llena, otros apetitos de vuestro corazón, lo que os impide disfrutar de los verdaderos placeres de la vida y os hace continuamente desdichado?
A Villon le picó en lo vivo aquel sermón.
—¡Creéis que no tengo sentido del honor! —exclamó—. ¡Dios sabe que soy pobre! Es triste ver a los ricos con sus guantes cuando tú no tienes cómo calentarte las manos. Un estómago vacío es algo muy amargo, aunque vos habléis de ello con tanta ligereza. Si hubierais pasado tanta hambre como yo, quizá cambiaríais de idea. Sea como fuere, soy un ladrón, y a mucha honra, pero no un demonio salido del infierno, que Dios me perdone. Debéis saber que tengo un honor propio, y tan bueno como el vuestro, aunque no me paso el día jactándome de él, como si fuese un milagro divino. A mí me parece muy natural, y lo guardo en su caja hasta que lo necesito. Mirad, ¿cuánto tiempo he pasado con vos en esta habitación? ¿Acaso no me habéis dicho que estáis solo en la casa? ¡Mirad esa vajilla de oro! Admito que sois fuerte, pero también sois viejo y estáis desarmado, y yo tengo mi cuchillo. ¡Un solo golpe y tendríais mi acero en las tripas, y yo me pasearía por las calles con unas copas de oro! ¿Es que creéis que no lo he pensado? Y he descartado la idea. Ahí tenéis vuestras malditas copas, tan seguras como en una iglesia, ahí seguís vos, vivo y coleando, y aquí estoy yo, ¡dispuesto a marcharme tan pobre como vine con mi única blanca que vos despreciasteis hace un rato! Y pensáis que no tengo sentido del honor… ¡Que Dios me perdone!
El anciano extendió el brazo derecho.
—Os diré lo que sois —dijo—. Un bribón, amigo mío, un vil bribón y un vagabundo desvergonzado. He pasado una hora con vos. ¡Oh! ¡Creed que me avergüenzo por ello! Habéis comido y bebido en mi mesa. Pero ya me he hartado de vuestra presencia, el día ha llegado y el ave nocturna debe volver a su rama. ¿Queréis tener la bondad de marcharos?
—Como gustéis —replicó el poeta levantándose de la silla—. Creo que sois estrictamente honorable. —Vació pensativo su copa—. Ojalá pudiera añadir que también sois inteligente —prosiguió golpeándose la cabeza con los nudillos—. ¡Los años, los años! Con ellos el espíritu se vuelve rígido y reumático.
El anciano le precedió por pundonor, Villon le siguió silbando con los pulgares en el cinto.
—Que Dios se apiade de vos —le dijo el señor de Brisetout en la puerta.
—Adiós, abuelo —replicó Villon con un bostezo—. Y gracias por el cordero.
La puerta se cerró a sus espaldas. La mañana despuntaba sobre los blancos tejados. Un amanecer gélido anunciaba la llegada del día. Villon se desperezó animado en medio de la calle.
«Qué anciano tan obtuso —pensó—. Me pregunto cuánto valdrán esas copas.»