«Los metros son el rebaño de los dioses», leemos en el Satapatha Brāhmana. Tal era el presupuesto, por mucho que hoy resulte difícil de entender. Cuando pensamos en los metros nos representamos el tenue esbozo de un ritmo, no mucho más que eso. Sin embargo, no era así para los visionarios védicos, para los r.s.i que compusieron el Ṛgveda. Ellos pensaban que si se quería saber lo que era un metro había que remontarse a los dioses e incluso superarlos: ascender hasta Prajāpati, el Progenitor, aquel ser indefinido y privado de nombre propio –o dotado de un nombre que era apenas un pronombre interrogativo: Ka, ¿Quién?–, aquel ser ilimitado del cual los dioses mismos surgieron. El Padre había nacido ya con el «mal», pāpman, ese mal que era la «muerte», mṛtyu.
«Mientras Prajāpati estaba creando, Muerte, aquel mal, lo engatusó.» Por eso los dioses nacieron mortales, habitados por el temor de la muerte. «Prajāpati construyó el fuego; seguía siendo cortante como una navaja; los dioses, aterrorizados, no se acercaban; después, envolviéndose en los metros, se acercaron, y de estos metros extrajeron su nombre. Los metros son un poder sagrado; la piel de antílope negra es la forma del poder sagrado; él se pone zapatos de piel de antílope; envolviéndose en los metros él se acerca al fuego, para no herirse.» Los «metros», chandas, son las vestes en que los dioses «se envolvieron», acchādayan, para acercarse al fuego y no quedar desfigurados como por el filo de una navaja. De esta forma, los dioses intentaron sustraerse a la muerte. Así los hombres –cuyo pensamiento es siempre: «Debo hacer lo mismo que hacen los dioses»– los imitaron. Cuando la Taittirīya Sam. hitā dice: «Envolviéndose en los metros él se acerca al fuego, para no herirse», se refiere a todo oficiante, a todo hombre. Vista con ojos actuales, es decir por hombres no habituados a los ritos ni al fuego, esta frase evoca irresistiblemente aquello que obra –consciente o no– en cada poeta, en cada escritor. Hay al menos un poeta acerca de cual puedo afirmar que esto era estrictamente verdadero: Joseph Brodsky. Cuando Brodsky hablaba del metro, y del peligro que implica la pérdida de la noción de lo que es un metro, su voz parecía la de alguien que hablara de una amenaza mortal, con la precisión y la sobriedad, pero también con el pathos, que una situación tal exige.
Ahora bien, ¿por qué adjudicar a los metros esta importancia vital, tan grande que los mismos dioses tuvieron necesidad de ellos para protegerse? Todo lo que existe está compenetrado por dos potencias invisibles –«mente», manas, y «palabra», vāc–, pareja de gemelos que tienen la característica de ser al mismo tiempo «igual», samāna, y «distinta», nānā. La obra ritual –es decir, cualquier obra– consiste, en primer término, en impedir que esta característica se anule en la pura indistinción. Por eso a «mente» y a «palabra» se asignan utensilios rituales ligeramente distintos: para una se deberá usar un cucharón, para la otra una cuchara de madera con el mango curvo. Deben ofrecerse dos libaciones distintas, que «son mente y palabra: por eso él separa mente y palabra la una de la otra; y así mente y palabra, a pesar de ser iguales, samāna, son sin embargo distintas, nānā». Hay empero un aspecto bajo el cual mente y palabra divergen drásticamente: la extensión. «Mente es mucho más ilimitada y palabra es mucho más limitada». Estas dos entidades pertenecen a dos niveles distintos de aquello que es, pero para actuar con eficacia deben aparearse, uncirse. Por sí solas, mente y palabra son impotentes, o al menos insuficientes para transportar la ofrenda hasta los dioses. El caballo de la mente debe dejarse enjaezar con la palabra, con los metros; de otra forma se perdería.
Pero ¿cómo pueden uncirse la una a la otra dos entidades tan desproporcionadas? «Cuando uno de los compañeros de yugo es más pequeño, le dan una tabla de apoyo suplementaria (...) Por eso él da una tabla de apoyo a la palabra, y, como compañeros de yugo bien acoplados, ambos pueden llevar el sacrificio hasta los dioses.» Esta tabla de apoyo es un sutil recurso metafísico, y sólo gracias a él la ofrenda consigue llegar hasta los dioses. Recordar su origen ayudará a comprender por qué la palabra nunca está entera, sino siempre hendida y compuesta de varios elementos, amenazada por la inconsistencia, e incluso por la insuficiencia de su peso.
¿Y el metro? El metro es el yugo de la palabra. Como la mente, manas, no puede evitar disiparse en sus volubles movimientos, como un mono que salta de una rama a la otra, salvo que sea uncida (y toda disciplina de la mente, toda yoga, es ante todo un «yugo»), de esta forma la «palabra», vāc, la omnipresente, la que asedia, aquella que «sopla como el viento, invistiendo todos los mundos», acepta el dejarse ceñir por los metros, adornarse con ellos como si fueran vestidos abigarrados y desarrollarse en una escansión predeterminada de sílabas. Sólo de esta forma podrá alcanzar el cielo, como un ser femenino cubierto de plumas de pájaro. Y retornar, luego, del cielo a la tierra. Semejante agilidad, semejante familiaridad con los distintos mundos despierta una sospecha: quizás los metros no sólo conducen hacia donde están los dioses, sino que los metros mismos son dioses. Sólo en ese contexto no resulta sorprendente encontrarse con estas palabras: «Ahora, los dioses que rigen la vida son los metros, porque gracias a los metros todo lo que vive se sostiene aquí abajo.» Respecto a los treinta y tres Deva, los metros actúan de dos maneras: como súbditos y como soberanos: humildes y útiles como animales de tiro que, «cuando son uncidos, transportan cargas para los hombres, de la misma forma que los metros, cuando son uncidos, transportan el sacrificio hasta los dioses». Pero al mismo tiempo sólo los metros pueden acercarse al fuego sin herirse. Sólo a los metros, sobre todo, deben los dioses la gracia de haber alcanzado la inmortalidad. En una época erraban por la tierra, mirando el cielo. Sabían que allí arriba residía lo inmortal, pero no sabían cómo alcanzarlo. Entonces Gāyatrī, el ser femenino que es el más breve y el más eficaz de los metros, se transformó en syena, halcón o águila. De este modo consiguió raptar del cielo la sustancia indemne a la muerte: el soma. No había sido, sin embargo, el primer intento. Antes habían probado, aunque sin éxito, otros dos metros: Jagatī, perdiendo tres sílabas; después Triṣt˙ubh, que había perdido una. Cuando Gāyatrī reapareció, con el soma en el pico, su cuerpo estaba formado de sus cuatro sílabas más las sílabas perdidas por sus hermanas. La flecha de un misterioso arquero, guardián celeste, había desgreñado su plumaje y cortado una hoja de soma. Así, la pérdida y la herida anidaron en el seno del metro que debía curarlos. Desde entonces Gāyatrī, Triṣt˙ubh y Jagatī siguieron siempre al rey del Soma.
Un rey no puede presentarse solo. ¿Quién formaba entonces su cortejo? Los metros. «Como los dignatarios, los heraldos y los capitanes están alrededor del rey, así los metros se mueven como pajes en torno a ellos.» Como los ayudantes de K. en El castillo de Kafka, los metros van adonde el Soma va. El Soma sube a un carro que transporta las ramas de una planta que «está encima de la montaña». Pero el que sabe ve además, junto a aquel carro, el reverbero de los metros, similares a los rayos alrededor del sol.
Pero existe un riesgo en la vida de los metros. Las ceremonias son extenuantes. Los hombres, que son siempre los últimos en llegar, se encuentran con los metros ya exhaustos, agotados por el uso que los dioses han hecho de ellos: «Entonces la fuerza de los metros se agota, porque a través de los metros los dioses alcanzan el cielo. El canto es la embriaguez, mada: la embriaguez que está en la ṛc y que está en el sāman, es la linfa; esa linfa él ahora la mete en los metros y así restablece su fuerza; y con ellos, ya vigorosos de nuevo, celebran el sacrificio.» Si nos preguntábamos por qué es precisa la inspiración, aquí tenemos al fin la explicación. Esa «ebriedad» que nosotros llamamos inspiración es el único artificio al que se puede recurrir para reavivar los metros, sometidos al uso temerario que han hecho de ellos no los hombres sino los dioses mismos. Sin esa «ebriedad» los metros permanecerían inertes, como plantas que suplican ser regadas, ya reducidas a mudo testimonio de aquella empresa que, a través de la potencia de un cierto cuerpo de sílabas, había dado a los dioses la inmortalidad.
Si los dioses alcanzaron el cielo a través de una forma, mayor necesidad de la forma tendrán los hombres para alcanzar a los dioses. Sólo los metros pueden permitir a los hombres convertirse en seres que, a pesar de su condición mortal, saben servirse de las mismas formas que usaron los dioses. Los metros son nuestro témenos, la forma dentro de la cual comparecen todas las formas. Como a través de una niebla luminosa (¿acaso la misma que Bloomfield llamaba «Vedic haze», «niebla védica»?), todo esto resulta evocador incluso para un lector occidental, que ignora los rituales védicos. Es como si en ellos se hubiera desarrollado –y llevado hasta las últimas consecuencias– lo que en Occidente nutriría, más que el rito, a aquel ser extraterritorial y huidizo que llamamos literatura. Ahora empezamos a entender por qué, por ejemplo, la literatura se vincula con tanta frecuencia a la inmortalidad, en un sentido mucho más radical a aquel –en verdad mucho más modesto– de la memoria que se extiende hacia las generaciones futuras.
Sólo ahora entendemos por qué la literatura, en sus múltiples metamorfosis, parece no renunciar nunca a un único elemento: la forma. Aunque nunca lo reivindique de manera demasiado explícita, ni se preocupe por fundar su soberanía. Nos preguntamos, entonces: ¿cuál es el mito de la forma? Durante algún tiempo lo buscaremos en vano, convencidos sin embargo de que la forma, como cualquier otra entidad esencial, no puede carecer de un mito. Grecia sólo puede ofrecernos las Musas, que no son tanto figuras de la forma cuanto delicados esbozos de la potencia de la que emana toda forma: la posesión, aquel conocimiento compartido en Delfos por Dioniso y Apolo, que presupone la mente como cavidad, constantemente invadida por dioses y voces. Las Musas, que son ante todo las Ninfas rangées, vigilan que las formas tomen posesión de nosotros y nos hagan hablar según una regla que puede ser más o menos oculta, así como la música –según Leibniz– se rige por una matemática oculta. Pero si las Musas son las fuentes supremas y las vigilantes de la forma, ¿qué son las formas mismas? Otros seres femeninos: aquellos metros que se transforman en pájaros cuyo cuerpo está compuesto de sílabas.
Fueron los videntes védicos quienes las cantaron y las practicaron sin tregua. A ellos se remonta el culto de la forma, en su versión más pura, más abstracta, más penetrante. Y no se conformaron con ello, sino que prefiguraron todas las reivindicaciones de autosuficiencia –casi de autismo– de la palabra poética. Puesto que la elaboración y afinación de la palabra, su volverse saṃskṛta, «perfeccionada», es decir sanscrita, es perseguida en los himnos del Ṛgveda mediante toda clase de actividades –desde el enjaezado de los caballos y el carro hasta la unción, el almohazado, el tejido, la costura y la navegación–. Y puesto que los videntes védicos «asimilan y confunden aquello que comparan, en tanto no tienen la impresión de que la imagen sea una noción objetivamente heterogénea a la cosa que la ha suscitado», la práctica de los himnos introduce a una condición en la que todo lo dicho del objeto se aplica también a la palabra que lo nombra; por lo menos se observa «un deslizamiento incesante de uno a otro registro». Esto es así hasta el punto de que «se podría sostener que el Ṛgveda entero es una alegoría».
¿Pero una alegoría de qué? De sí mismo. El soneto «en -ix» de Mallarmé, definido por el autor como «alegórico de sí mismo», sería entonces como un estallido afilado de luz, que reverbera hacia el pasado hasta encontrarse con aquella colección de himnos considerada primordial y «no humana», apauruṣeya: el Ṛgveda.
Pero para aventurarse a reivindicaciones tan extremas y múltiples en relación con la palabra de los himnos, los videntes védicos debían tener una «base» sólida, pratiṣthā. Una base capaz de resistirlo todo: era la sílaba. Antes que de palabras, ellos fueron constructores de sílabas. Las sílabas eran su alquímica prima materia. Al prodigio por el que un hecho cualquiera se transforma, según Mallarmé, en su «casi desaparición vibratoria», la doctrina védica superpone otro: la evanescente sustancia sonora de la sílaba es celebrada como lo indestructible, como «lo no fluyente», a-kṣara. De todas las cosas se puede exprimir el jugo, un «sabor», rasa, dice el Jaiminīya Upaniṣad Brāhman. a.
Pero no de la sílaba, puesto que la sílaba es ya en sí misma el jugo de todo. Por eso subsiste, inmaculada, inagotable. Todo fluye de la sílaba. Sólo la sílaba hace que todo sea fluido, vívido. Frente a la barrera de la roca de Vala, los An˙ giras emitían sílabas, inmóviles. Fueron las sílabas de aquel canto las que hendieron la roca. De esa grieta irrumpieron al exterior las Vacas escondidas, las Aguas. Continúan fluyendo desde entonces. De no ser así el mundo quedaría rígido en la parálisis. Éste es el presupuesto de la métrica védica, que es silábica, no cuantitativa. Todo se forma a través de agregaciones de números entre estas moléculas sonoras. Existe un pasaje misterioso que dice que «esto para los hombres es un número, para los dioses es una sílaba». Pero ¿qué es una sílaba, aks.ara? Mientras que en las lenguas modernas «sílaba» no tiene otra connotación que no sea fonética, el sánscrito akṣara pertenecía al restringido grupo de palabras como brahman, en las que una deriva indomable de significados se impone sobre un hipotético significado originario. Hipotético porque debemos preguntarnos si tal significado es o puede pretender ser prioritario. El caso más evidente es brahman, en el que el significado primero podría ser «fórmula ritual» o «enigma», como sostienen Louis Renou y Lilian Silburn. Pero ya el diccionario de San Petersburgo enumeraba siete acepciones. En el caso de akṣara la prioridad del significado «sílaba» se muestra con nitidez, como se deduce de todo el himno 164 del primer maṇḍala –es decir, «círculo»– del Ṛgveda. Todos los comentarios de que disponemos concuerdan en este punto. Los antiguos etimologistas entendían akṣara como aquello que na kṣarati, «no fluye», con a privativa. Por una vez, los lingüistas modernos concuerdan con ellos. También Mayrhofer coincide, aunque agrega un paralelo con el griego phteírō, verbo del «corromper» o del «destruir», de donde «áphthartos, unvergänglich», es decir, «imperecedero». Este significado de akṣara pasa a ser dominante, cuando no exclusivo, a partir de cierto momento.
Sílaba es aquello que permanece ileso. Cuando la teóloga Gārgī desafió a Yājñavalkya en lo más alto, vibrante duelo de pensamiento del que ha quedado testimonio –ni siquiera la Grecia de los sabios y los sofistas nos ha dejado algo comparable–, el áspero, brusco vidente fue interrogado sobre lo que constituye la trama de las cosas, porque Gārgī era además una célebre tejedora. Por once veces Yājñavalkya dijo cuál es la trama sobre la que cualquier cosa se teje: el agua, los vientos, la atmósfera, los mundos de los Gandharva, los mundos del sol, los mundos de la luna, los mundos de las constelaciones, los mundos de los dioses, los mundos de Indra, los mundos de Prajāpati, los mundos del brahman. Llegados a este punto, desafió a su vez a Gārgī : «No preguntes demasiado, no sea cosa que te explote la cabeza.» Pero Gārgī era intrépida, y quería ir más allá. Dijo: «Aquello que, oh Yājñavalkya, está por encima del cielo, aquello que está bajo la tierra, aquello que está entre el cielo y esta tierra, aquello que se llama pasado, presente y futuro, ¿sobre qué trama está tejido?» Él respondió: «Sobre el éter, ākāsa.» Pero Gārgī aún no tenía suficiente: «¿Y el éter sobre qué está tejido?» Él contestó: «En verdad, oh Gārgī, sobre este akṣara (sobre la sílaba, sobre lo imperecedero) de la que los brahmanes afirman que no es espeso ni sutil, ni corto ni largo, ni llama ni líquido, ni coloreado ni oscuro, ni viento ni éter, ni adherente, sin sabor, sin olor, sin ojos, sin orejas, sin voz, sin mente, sin calor, sin aliento, sin boca, sin medida, sin interior, sin exterior. No come ni es comido.»
El momento en que Yājñavalkya pronunció aquellas palabras fue definitivo para la historia del aks.ara: desde entonces aquel sustantivo neutro que significa «sílaba» aparecería en los textos como adjetivo que significa «imperecedero», tachando la sílaba. Pero en el origen ambos significados coincidían. ¿Cómo lo sabemos? Porque lo cuenta el Ṛgveda:
«Cuando surgieron las antiguas Auroras, entonces nació la Gran Sílaba (mahad akṣaram) en la huella de la Vaca.» «Huella» es pada, palabra cardinal del léxico enigmático del que está cuajado el Ṛgveda, y que significa «pie», «garra» e incluso «miembro, articulación» de un verso; en fin, «paso» y «huella». En cuanto a la Vaca, siempre según el léxico enigmático, es Vāc, Palabra, Vox. «Vāc es gāyatrī, porque Vāc canta (gāyati) y protege (trāyate) todo esto [el universo].» Ya desde su origen la sílaba es metro, como apunta otro himno por enigmas. «La Vaca salvaje mugió mientras forjaba las aguas fluyentes; se volvió de una pada, de dos pada, de ocho pada, de nueve pada, de mil sílabas en el lugar supremo. // De ella fluyeron los mares, de ella viven las cuatro regiones del mundo. De la sílaba que de ella fluye (kṣaraty akṣaram. ) vive todo esto (el universo).» «Lo no fluyente que fluye», kṣaraty akṣaram. : sobre estas dos palabras converge el enigma, como si de algo que no fluye dependiera toda la fluidez de la vida. La sílaba es el punto de encuentro entre la pura vibración y la forma, el metro.
La sílaba, el metro, la palabra: el círculo se agranda. Pero no se cierra. Para cerrarse es necesario que a la sílaba responda su contrapartida: el fuego. La sílaba es eficaz sólo si se dice delante del fuego y en contrapunto con él. Cada vez que se enciende el fuego, mientras el sacrificador frota ambos trozos de madera, se oye como trasfondo un canto, el sāman que da vigor, mientras «el hotr˙ se dispone a comenzar el recitado de los mantras apropiados, apenas un hilo de humo se levanta del trozo de madera que está debajo. Cuando la frotación fracasa y el humo desaparece, se detiene también el mantra, para comenzar de nuevo cuando el humo reaparece. Se puede decir que el mantra genera el fuego y que el fuego genera el mantra». Sólo la generación recíproca –como entre Puruṣa y Virāj, que es un metro y una diosa al mismo tiempo– puede dar cuenta de la relación entre los metros y el fuego. Gāyatrī es una veste que envuelve y protege de las lenguas afiladas de la llama. Pero Gāyatrī es asimismo un «tizón», samidh: «Gāyatrī, cuando es encendida, enciende los otros metros; y los metros, una vez encendidos, llevan el sacrificio a los dioses.» De Agni Jātavedas, Fuego Conocedor-de-lasCriaturas, se dice que brilla dentro de la sílaba, en ese lugar arcano por antonomasia que es «la matriz del orden, ṛtásya yónim».
Sólo una intimidad tan extrema, mezcla y superposición como la que se produjo entre la sílaba y el fuego, puede garantizar una provisional continuidad del mundo. Éste es el enigma último, tras los nombres cifrados: lo «indestructible» consiste en un sonido, sostenido por un débil soplo, y una llama devoradora, pronta a extinguirse apenas le falte el alimento. Lo indestructible es aquello que parece más fugaz. El continuo queda confiado a un soplo que corre permanente riesgo de agotarse y a una llama que una mano desconocida debe cuidar a cada momento. Pero precisamente para eso sirve el rito: para tejer el continuo. De otra forma, la vida se fracturaría en trozos desgarrados. Y para eso sirven ante todo los metros: para dar medida continua a la respiración. De otro modo, ¿cómo saber cuándo tomar aliento? El Satapatha Brāhmana contiene esta observación: «Si [el oficiante] tomara aliento en mitad del verso, se produciría una lesión del sacrificio»; significaría una primera derrota contra lo discontinuo, introducida como una cuña en medio del verso. Para evitarlo, es preciso recitar al menos los versos de la gāyatrī, que es el metro más breve, pero sin tomar aliento. Así se formará una célula –minúscula, inquebrantable– de continuidad en la extensión dentada de lo discontinuo.
Los metros, que se van dando el relevo como postas, inciden ante todo sobre el tiempo, haciendo que no se interrumpa. «Él recita los versos de modo continuo: así él da continuidad a los días y las noches del año, y así se alternan de modo continuo e ininterrumpido los días y las noches del año. Así él no deja ninguna vía de acceso para el maligno enemigo; pero de hecho él dejaría abierta una vía de acceso si recitara los versos de modo discontinuo: por eso los recita de modo continuo, ininterrumpido.» Aflora aquí, de modo muy evidente, la angustia principal del oficiante védico: el miedo a que el tiempo se rompa, a que el curso del día se interrumpa de improviso, a que el mundo entero caiga en un estado de dispersión irrecuperable. Este temor es mucho más radical que el miedo a la muerte. Es decir: el miedo a la muerte es una derivación de este temor. Podríamos decir, incluso, que es una derivación moderna. Pues viene precedida por un sentido de la precariedad tan alto, tan agudo, tan lacerante como para que la continuidad del tiempo parezca un don improbable, siempre al borde de quedar revocado. Por eso es vital operar inmediatamente con el sacrificio, definible como aquello que el oficiante tiende, extiende. Este tejido de la materia imprecisa, este texto primero que es el sacrificio, se debe «tender», tan-, para que se forme esa cosa conexa, sin desgarro, sin interrupciones, sin lagunas, en la que no pueda insinuarse el «maligno enemigo» siempre al acecho. Algo que, por su carácter de elaborada composición, se oponga al mundo, que aparece a nuestros ojos como una serie de entidades aisladas, pr.thak, de jirones, de interrupciones, de fragmentos en los que se reconocerán trozos del cuerpo desarticulado de Prajāpati. Triunfar sobre lo discontinuo: he aquí la meta del oficiante. La derrota de la muerte es sólo una de las muchas consecuencias de ello. Por eso la primera exigencia es que la voz del hotṛsea, en la medida de lo posible, sostenida, con una emisión constante del sonido. Así un día el metro gāyatrī se convirtió en el pájaro Gāyatrī y tuvo la fuerza de alzarse en vuelo hacia el cielo para conquistar el Soma, ese líquido embriagador y envolvente en el que el oficiante reconocía la expansión suprema de lo continuo.
Una inmensa distancia separa al akṣara del lógos occidental. Lógos es un discurso articulado, una concatenación de significados. Akṣara es una vibración irreductible, anterior al significado; es parte de éste, pero no se deja absorber por él. Cuando, más tarde, akṣara, la Gran Sílaba, sea identificada con un sonido, éste será om, que es una interjección, no un sustantivo. Om es «la sílaba que expresa el ascenso». Antes que cualquier afirmación sobre el mundo, el akṣara es una señal de ascenso al mundo. Ese instante tendrá preeminencia sobre cualquier significado que se le pueda atribuir al mundo en un momento posterior, así como el momento del despertar se distingue en el flujo de la consciencia. Aún hoy, «el grito ¡OM! es el sonido más frecuente que puede oírse durante el sacrificio». Un incesante sí envuelve cada gesto y cada palabra. Ese sí al todo de la existencia, que para Nietzsche debía coincidir con la revelación del eterno retorno, acompañaba siempre al rito védico, era su halo sonoro.
Desde la sílaba, insensiblemente, se entraba en los metros. Los metros védicos fueron el primer ejemplo de adoración de la forma. Se trataba, en efecto, de una pura forma, vacía, anterior a todo significado, aunque investida ella misma del más alto significado: «Oh Gāyatrī, tú tienes un pie, dos pies, tres pies, cuatro pies: tú no tienes pies (pad), porque no caes (no pereces, na padyase).»
Pero si el metro no perece, ¿qué le sucede a quien lo usa? Los dioses, cabalgando los metros, conquistaron el cielo, es decir la inmortalidad. ¿Y los hombres? Junto a los dioses «no nacidos» están los dioses que han alcanzado su estado «mediante las acciones». ¿No podrían los hombres haber corrido la misma suerte? «El inmortal tiene el mismo origen que el mortal», dicen los himnos. O sea que los videntes védicos dejaron abierta esta eventualidad. ¿Se ha concretado alguna vez? Al menos una, según un críptico testimonio que ha llegado hasta nosotros. Los Ṛbhu eran tres hermanos. Se llamaban Vāja, Ṛbhukṣan, Vibhvan. «Hijos del hombre», como todos. Pero se los reconocía por su mirada, porque tenían «ojos de sol», sūracakṣ asaḥ , como los dioses. En su nombre encontramos la r-, que designa aquello que está bien articulado; es decir, que pertenece al ṛta, al «orden» que es «verdad». El verbo heráldico de los Ṛbhu era takṣ-, «forjar», el mismo de la sílaba que forja los metros y las aguas. Fueron ante todo excelsos artífices: carpinteros, herreros. Pero los Asvin forjaron un carro con tres ruedas, que vagaba sin riendas por el cielo. Lo construyeron «con la mente, con el pensamiento», mánasas pári dhyáyā. Hicieron aparecer dos caballos para Indra. Pero contribuían también a la obra por excelencia, que es el sacrificio: «Para Agni y Ṛbhu forjaron fórmulas sacras (bráhma tatakṣuḥ)», que los hombres han usado después en el culto. Por eso los sacrificadores de hoy se consideran «hijos de los Ṛbhu».
Finalmente, con la fuerza de sus obras, conquistaron el cielo. No por haber sido devotos de la forma, sino porque practicaban esa devoción que es la forma: «Gracias a las artes con las que habéis dado forma a la copa, gracias a las invenciones por las que habéis creado la vaca a partir de la piel, gracias al pensamiento con el que habéis compuesto los dos caballos bayos, gracias a todo eso vosotros, Ṛbhu, habéis alcanzado el rango divino.»
Stella Kramrisch escribió acerca de ellos: «Los Ṛbhu son el arquetipo del artista.» No tenemos muchos más datos acerca de la vida que llevaron sobre la tierra: una vez, a partir de una piel crearon una vaca y reunieron «a la madre con el ternero». Cuando sus padres eran abandonados en el suelo, como «palos de sacrificio que se deshacen», infundían en ellos la juventud.
En el cielo, Indra y los Asvin acogieron como amigos a los Ṛbhu. Tenían mucho en común. Pero también los otros dioses se mostraron magnánimos, reservándoles a ellos la tercera libación, el sacrificio. Todo lo cual era muy peculiar porque, una vez alcanzada la inmortalidad, los dioses se habían mostrado siempre malévolos y pérfidos con los hombres. Ponían su mayor empeño en borrar las huellas de sus sacrificios sobre la tierra, para que los hombres no pudieran imitarlos. Pero la peripecia de los Ṛbhu no podía concluir con aquel final feliz in coelestibus. Hubiera sido demasiado lineal, demasiado nítido, demasiado unívoco, y las historias de los artistas no son así. Paradójicamente, al alcanzar el cielo, los Ṛbhu no habían realizado todavía su verdadera obra. Aquello sólo había sido una preparación. Ahora comenzaba el peligro. Un día, los Ṛbhu llegaron, «después de mucho vagar, a la casa del sacrificador Savitr˙». Dios oculto, Savitṛes el impulsor, el Agohya, «aquel a quien no se le pude ocultar nada». Fue Savitṛquien dio a los Ṛbhu el sello de la inmortalidad. En su casa durmieron durante doce días, en una prodigiosa suspensión del tiempo, cuando el solsticio de invierno. A aquel sagrado letargo se debe el que, sobre la lejana tierra, la hierba haya vuelto a crecer. Los despertó un perro, el Perro celeste. Pero, sobre todo, fue en casa de Savitṛque los Ṛbhu, artífices humanos, conocieron a Tvaṣt˙r˙, el Artífice divino, celoso guardián del soma.
Entraron entonces en la fase más misteriosa de su vida. Todo lo que sabemos acerca de ella es fragmentario y carece de explicaciones. Esto fue lo que sucedió: la copa en la que los dioses y Tvaṣt˙ṛbebían el soma era única. Era lo único. Los Ṛbhu la miraron, la estudiaron. Después «reprodujeron cuatro veces aquella copa del Asura [Tvaṣt˙r˙], que era única».
¿Cómo lo consiguieron? Midiéndola con precisión: usando su arte, que era māyā, la «magia medidora», según la luminosa traducción de Lilian Silburn. Tvaṣt˙ṛabrió enormemente los ojos cuando vio «aquellas cuatro copas, que resplandecían como días nuevos». Dijo: «Queremos matar a quienes han contaminado la copa divina del soma.» No está claro lo que sucedió a continuación. Se perciben también sombras femeninas. Se dice que Tvaṣt˙ṛse refugió junto a las consortes de los dioses. De los Ṛbhu se dice que «condujeron a la muchacha a lugar seguro, bajo otro nombre». Pero no sabemos quién era esa muchacha. La única certeza es que aquellas cuatro copas resplandecientes, imitaciones perfectas de la copa única, arruinaron para siempre las relaciones entre los dioses y aquellos primeros artistas, aquellos primeros hombres que compartían con ellos la inmortalidad. Los Ṛbhu habían llegado demasiado lejos, al lugar en que crecen juntos y luego se separan el fetiche y el reflejo. Mientras lo único persiste, el simulacro permanece prisionero en su seno. Pero cuando las copas se multiplicaron, se derramó desde el cielo la imparable catarata de los simulacros, en la que el mundo vive desde entonces. Cosa que, obviamente, no podía ser del agrado de los dioses. Si la copia significa la extinción de lo único, en la estela de la copia aparece la muerte. Los primeros simulacros son las imágenes y las apropiaciones de los muertos. Esto significaba un retorno a aquel tiempo remoto en que también los dioses habían hollado la tierra, como simples mortales. Y no tenían ninguna intención de recordarlo.
Quien en el cielo evoca la copia ejecuta un acto muy grave. Un acto cuyas resonancias alcanzan también a la tierra. ¿Por qué lo hicieron, entonces? No lo sabemos. Cuando Agni, su amigo, se lo preguntó, los Ṛbhu le contestaron: «No hemos profanado la copa, de noble origen. Hemos hablado sólo de la formación de la madera, hermano Agni.» Parecían decir: nos interesaba sobre todo una cuestión técnica. Respuesta en la que puede reconocerse a una artista.
Sin embargo, los dioses no los perdonaron. Incluso sus amigos, incluso Agni con los Vasu, incluso Indra con los Rudra o Visvedevāh los apartaron del soma exprimido por la mañana, al mediodía y por la noche: «Aquí no beberéis, no aquí.» Prajāpati observaba apartado, como siempre. Se dirigió a Savitr˙:
«Son tus discípulos, ¡bebe con ellos!» Savitṛasintió y a su vez invitó a Prajāpati a beber con los Ṛbhu. Solos con los solos. En cuanto a los dioses, decían que «sentían asco de los Ṛbhu por su olor a hombres».
Nunca se llega a ser suficientemente inmortal.