5. Por buen camino (1986-1988)

 

 

 

 

 

—Te puedes quitar el chaleco, José Luis.

—Ni pensarlo, presidente, que no estoy en casa.

—Como si lo estuvieras.

—Mira, con chaleco, carambola a tres, fíjate.

La bola salió como un cañonazo y Felipe pensó que saltaba de la mesa, pero hizo una, dos y tres bandas, amansándose en cada golpe y completando una carambola elegante.

—No está mal, no está mal.

—Hoy no es tu día, presidente.

—Desde que vienes a verme, ninguno lo es. Estoy por devolverle a Paco la mesa.

—No jodas, con perdón. Antes, regálamela.

—¿Te cabe en casa?

—Hago sitio.

—No te ilusiones, creo que esto ya no se puede regalar, es del Estado, como el escritorio del Espadón de Loja.

—¿Es verdad que ahí se trajinaba a la borbona?

—Ahí pasaría lo que tuviera que pasar, José Luis.

—Qué discreción presidencial. Te toca. La tienes a huevo: ni a Felipe II se las ponían así.

—Era Fernando VII.

—¿Perdón?

—Que se las ponían así a Fernando VII. Felipe II no jugaba al billar, sólo rezaba.

—¿Te gusta que te las pongan así?

—No me gusta perder, pero me gusta menos que me dejen ganar.

José Luis Coll se había convertido en su contrincante favorito. Frecuentaba el palacio más que algunos ministros y tenía con el presidente una intimidad a dos bandas que envidiaban muchos covachuelistas y trepadores. En un reportaje de la revista ¡Hola! en el que los González-Romero enseñaban a España su feliz vida doméstica en la Moncloa, se contaba que se habían mudado con lo puesto, que sus cosas seguían en el piso de la calle del Pez Volador y que no habían redecorado nada, ni siquiera el despacho presidencial, del que Calvo-Sotelo se quejaba que apestaba a los Ducados que fumaba Suárez. La única aportación felipista era una mesa de billar. Desde entonces, el billar francés se puso de moda entre quienes tenían afición a preguntar qué había de lo suyo, querían colocar a un sobrino o tenían un negocio infalible que sólo necesitaba un empujoncito administrativo. Se había corrido la voz por Madrid de que la única forma de llegar a los oídos del presidente —y quién sabía si al corazón— era ganándole al billar.

Coll, el cómico bajito, pareja de Tip, miope y con una voz de lija que delataba años de pendencias, terminaba sus espectáculos con una promesa:

—La próxima semana, hablaremos del gobierno.

Fuera del escenario, muchos esperaban que hablase de Felipe, de lo que charlaban en esas noches de billar, pero Coll nunca soltaba prenda. Si había que creerle, no hablaba del gobierno ni con el presidente del gobierno.

Aquella mesa excelente fue un regalo de Paco Palomino, cuñado de Felipe, marido de su hermana mayor, la matriarca del clan González, que lo gobernaba desde su chalet de Dos Hermanas, el pueblo sevillano donde hasta las farolas tenían carnet socialista. Era un regalo de encierro, una ruta de escape para su mente obsesiva. Cuando el palacio se le caía encima y no se atrevía a volver a la planta de la familia a cenar con los niños, unas carambolas le desfruncían el ceño antes de dormir. La belleza matemática de las trayectorias liberaba una analgesia suave contra los pequeños dolores del poder.

—La gente cree que el billar es de gente arrastrada, Felipe. No le ven el lado aristocrático, no entienden que hay que jugar con chaleco y pajarita.

—Yo no llevo ni chaleco ni pajarita.

—Tú puedes llevar lo que te dé la gana, pero los plebeyos debemos ceñirnos al dress code. España sería mejor si el billar no fuera un vicio de malandros.

—Malandros, dices. Pareces venezolano.

—Es que una cosa es un malandrín, y otra, un malandro. Los malandrines le roban el queso a los ciegos en Salamanca. Los malandros te roban el casete del coche. Coño, el billar no es eso. Habría que hacer algo por cambiarlo, organizar torneos, que lo pasaran por la tele.

—¿Me estás pidiendo un favor, José Luis?

Coll sonrió, se inclinó sobre la mesa y se dispuso a golpear la bola.

—Carambola a tres, presidente, atento.

 

 

Tres meses después del referéndum, el PSOE ganó su segunda mayoría absoluta. No llegó a los doscientos diputados, se quedó en 184, pero Fraga también cayó, y la coalición de micropartidos que sustituía a los comunistas, Izquierda Unida, no llegó al millón de votos y se conformó con siete diputados insignificantes. Cuatro años de recesión, reconversión industrial, terrorismo y un referéndum que partió la sociedad en dos y resquebrajó los cimientos sentimentales del socialismo no habían hecho mella en Felipe, a quien los españoles seguían confiando el cambio con entusiasmo. Cualquier otro gobernante se habría ahogado con la mitad de esas marejadas.

Felipe empezó su segunda legislatura jugando al billar y reafirmándose en todos sus proyectos. «Por buen camino» fue el lema de la campaña, y por primera vez coincidía con la convicción del presidente y sus íntimos. Las otras Españas posibles, tanto a la derecha como a la izquierda, se habían abortado antes de nacer. No quedaba sino mantener el rumbo y, si algo se le daba bien a Felipe, mejor que el billar, incluso mejor que la política, era conducir.

 

 

Si no había viaje al extranjero, las nostalgias sevillanas se aliviaban los viernes en aquella sala que Carmen Romero apañó como una tasca andaluza, con una pared de azulejos cerrando la bóveda de ladrillo visto. Fue un sótano abandonado que descubrieron los hijos de Suárez una tarde de juegos. A Carmen le pareció perfecto para sacudir la solemnidad de los días y colar de matute unas alegrías golfas. Ella no era un animal político que se desahogaba jugando al billar mientras seguía hablando de política. Necesitaba un trozo de la vida de fuera. Si no podía disfrutarla en los bares como antes, la llevaría al palacio. Reformó un poco aquel sótano, añadiéndole unas botellas de vino, una mesa grande y unas poltronas para la sobremesa. Ceniceros y luces suaves, unas brasas para asar chorizos y una buena despensa de quesos y embutidos para regalar a los invitados picoteos de la dehesa, y la tranquilidad de reír y hablar sin miedo al desliz ni a la foto inoportuna. Habría fotos, muchas fotos, pero todas privadas y de grupo, un recuerdo al final de la cena.

Un día cualquiera, sin aviso, el representante de un actor o un agente literario recibían una llamada:

—El presidente estaría muy honrado de recibir a don Fulanito en palacio para una cena informal el viernes que viene.

A los amigos se los convocaba con menos protocolos: oye, vente a cenar a la bodeguilla, trae a tu mujer. Pero muchos eran llamados sin mediar relación alguna, por ser famosos o porque Carmen había leído su última novela. Al colgar, los ungidos se ponían nerviosos y se iban de compras o buscaban en el armario. La bodeguilla era un templo de consagración social. Cenar allí significaba que se era alguien. No cenar allí podía significar que, aun siendo alguien, se era alguien demasiado de derechas. Según se mirase, no ser invitado podía suponer otra clase de honor. Había quien presumía de no pisar la Moncloa como quien presumía de no faltar ni un viernes.

El invitado primerizo se vestía de boda, incluso estrenaba traje, y no entendía las miradas impertinentes que el chófer de la Moncloa le lanzaba por el retrovisor mientras lo llevaba al palacio. Las comprendía al entrar en la bodeguilla y encontrarse a una Carmen en vaqueros o con un vestido sencillo y a un Felipe remangado y con delantal, cuidando de una ristra de chorizos extremeños a las brasas, acalorado, sonriente y con una cerveza en la mano libre.

—Informal, dijeron informal —recordaban al pasarse la mano por el traje. De eso se reía el chófer, de otro paleto que se creía el embajador de Prusia.

La mayoría eran visitantes esporádicos. A lo sumo, repetían una vez. Pocos eran asiduos. La cultura española estaba llena de gente deseosa de hacerse una foto con Felipe, pero en la bodeguilla cabían muy poquitos y había que turnarse. Sin embargo, cuando trascendía que un personaje había cenado allí —y casi siempre era el propio personaje quien se encargaba de que España se enterase, no hacía falta que los cronistas chismosos se lo sonsacaran a terceros—, quedaba marcado para siempre como felipista de honor, miembro de una orden aristocrática amorrada a las prebendas. El ojo público seguía atento sus andanzas, por si, semanas después de visitar la bodeguilla, el invitado recibía una sinecura, le daban un premio nacional o lo contrataban en la Expo de Sevilla.

Para algunos que no volvieron fue muy incómodo ese marbete, pues ni siquiera eran socialistas ni se beneficiaban en nada de aquella cena, que recordaban sin grandes penas ni glorias. Más de uno, quejoso, me confió que consistían en escuchar a Felipe, el cual se interesaba muy poco por las vidas de sus invitados. Tras los cafés y los licores, sentían que sabían sobre la Unión Soviética, los planes de la OTAN para la Alemania occidental o el futuro de Cuba mucho más de lo que deseaban saber, y no porque se les hubiera descubierto ningún secreto de alta política internacional, sino por puro atragantamiento. Por supuesto, muchos asistían encantados a la conferencia entre brasas y botellas de vino, pero otros volvían a casa de madrugada con cara de idiotas y dolidos porque el presidente no les había preguntado qué tal estaban e incluso parecía no recordar cómo se llamaban. Si se habían vestido de más, la humillación era insoportable. Oliendo a chorizo extremeño, con la pajarita descompuesta, el maquillaje corrido y el peinado deshecho, contaban los semáforos que quedaban hasta su domicilio, donde el chófer dejaría de mirarlos por el retrovisor con la media sonrisa de los criados que llevan tanto tiempo siéndolo que han empezado a creerse señores.

 

 

Florencia, Italia, en algún momento de 1987. Guardaba en el pecho el ánimo de un césar. Así se definía en las cartas que Carmen aún no había leído, pero que tendría más tarde en sus manos. Carmen Romero vivía con un césar que la obligaba a guardar en su pecho un ánimo que no cabía en él. Cinco años a su lado en el palacio, negándose a ejercer de primera dama, tragándose las pullas de la prensa cada vez que faltaba a un viaje o el jefe de protocolo tenía que rellenar su ausencia en una cena de gala. Ya no salía en el ¡Hola! ni concedía entrevistas si no se lo pedían por el bien de España, o del partido, o de la democracia o de lo que tocase salvar aquella tarde. Se había malacostumbrado, y había malacostumbrado a los niños —adolescentes furiosos ya los dos mayores— a que los camareros sirvieran la comida. Se había dejado llevar por esos pequeños lujos de Petit Trianon de los que su sindicalismo renegaba, y se odiaba cada vez que reconocía una inercia de señora del palacio. Mantenía su compromiso con la UGT, muy cerca de Nicolás Redondo, y pedía a los dos hombres, Felipe y Nicolás, que no la pusieran en medio de su fuego ni la utilizaran de correveidile. En la Moncloa, sería la señora de González, pero en la UGT era la compañera Carmen, que decidía lo que tuviera que decidir en su sindicato, aunque al secretario general del partido le escociera. A duras penas mantenía en pie las fronteras de su vida, siempre violadas por mil flancos, y sentía que necesitaba más aire en ese pecho que guardaba el ánimo de un césar.

Para ser simplemente Carmen Romero, sin atributos de poder, huyó a Italia unos meses, como hacían los nobles asténicos del siglo XIX. Huyó para estudiar, para tomarse en serio la literatura y no perderla en la palabrería de la bodeguilla ni en las tertulias de los escritores que le regalaban novelas dedicadas para el presidente y preferirían mil veces jugar al billar con él que debatir sobre la figura de Max Aub con ella. Fue a Italia a reencontrarse con la letra sin ruido y la lectura sin interrupciones. Tomaba algunas clases de filología, que allí llamaban italianistica, paseaba por las calles sin preocuparse por la escolta y, cuando se hartaba de los turistas en el puente del Arno o se aburría de los cuadros de los Uffizi, se sentaba a leer en el Giardino dei Semplici de la universidad, hasta que el cuerpo le pedía temple o el sol le negaba la luz.

Fue en un banco de aquel parque donde charló con la profesora Dolfi, que andaba intrigada por esa alumna española de cuarenta y un años, tan sonriente y curiosa, que no dejaba de reclamar lecturas. A Carmen le encantaba esa filóloga dos años menor que ella —aunque parecía mayor, quizá por su peinado de señora, tan conservador al lado de la melena progre de Carmen— y encarrilaba ya una carrera académica impresionante, la que le habría gustado hacer a ella si a su marido no se le hubiese dado tan bien la suya en la política.

—Voy a echar mucho de menos esto —dijo Dolfi tras un rato de charla insustancial.

—¿Te marchas?

—El curso que viene estaré en Trento, he sacado una plaza allí. Aquí no hay sitio para mí, ya ves. Soy florentina hasta el tuétano, nací aquí, he estudiado en esta universidad y no conozco otro sitio, pero para ser catedrática me tengo que ir al norte. Dios, cómo lo voy a echar de menos.

—Yo también lo echaré de menos. No soy florentina, soy de Sevilla, pero cuando vuelva a España me acordaré mucho de estos jardines y de estas tardes.

—¿Qué estás leyendo? ¿Puedo verlo?

—Estoy releyendo un libro que traje de España, Le donne muoiono, de Anna Banti.

—¡Banti! Ay, pobre, murió hace poco, muy viejita, cerca de aquí, por la zona de Carrara, vivía junto al mar.

—¿La conociste?

—Muy poco, apenas nada. ¿Te gusta?

—Me fascina. Esa teoría de que las mujeres no tienen memoria, quiero decir, que no tienen segunda memoria, como los hombres, me parece muy sugerente. Los hombres recuerdan lo que hicieron otros hombres, pero las mujeres estamos empezando siempre de cero, no recordamos lo que otras hicieron.

—Está bien, pero no es ese el libro bueno de Banti. ¿Has leído la biografía de Artemisia Gentileschi? Mañana te la traigo. Es un libro difícil, lo escribió dos veces, porque la primera versión se perdió en un bombardeo durante la guerra. Ahí es donde dio lo mejor de su escritura, es una novela única.

Basta de lágrimas, dice la primera frase de la Artemisia de Anna Banti. Basta de lágrimas, se dice la autora, sentada en la grava de un sendero del Boboli, antes de un amanecer de agosto de 1944, a las cuatro de la mañana, cuando los florentinos se atreven a salir de sus casas para contemplar los destrozos que los alemanes han hecho durante la noche. Basta de lágrimas, se repite junto a los escombros de su casa, donde ha perdido el manuscrito de su biografía de Artemisia, su amiga de hace tres siglos. Quién sabe cómo habría sido esa biografía que las bombas se llevaron. No importa, porque las páginas sin lágrimas que quedaron son magistrales. Mezclan a dos mujeres, una pintora barroca romana a la sombra de su padre, que le robaba la autoría de sus obras, y una escritora toscana del siglo XX, casada con un crítico de arte poderoso que acaparaba la fama y la atención de Italia. Al otro lado de las páginas, leía una filóloga andaluza sujeta de la mano de un presidente. Las tres guardaban en el pecho el ánimo de un césar.

Carmen leyó aquel libro como leía en la universidad de Sevilla, cuando todo era nuevo y furioso. Artemisia Gentileschi, pintora romana de la escuela de Caravaggio, hija de un pintor bien situado, fue violada cuando tenía quince años (o dieciocho, según los documentos que se consulten) por un socio de su padre, Tassi. Mientras ambos trabajaban en las pinturas de un palacio, el violador la derribó, le puso la rodilla entre los muslos para que no los cerrase y le subió con mucha dificultad la ropa. Separó sus piernas con las dos rodillas y la penetró, mientras Artemisia le arañaba la cara y el cuerpo, hasta arrancarle un trozo del prepucio, sin disuadir al sátiro. Artemisia denunció la violación y hubo juicio y arrastró su deshonra de mujer violada y no paró de pintar retratos y cuadros magníficos de tema mitológico en los que las mujeres se quitaban con jabón el tacto viscoso de los hombres, como en Susana y los viejos, o se vengaban de ellos, como en Judit decapitando a Holofernes.

Banti conoció a Gentileschi a través de su marido, el crítico Roberto Longhi, experto en Caravaggio y en todo ese mundo del barroco romano. Longhi era un académico de la vieja escuela y sólo le interesaban las obras, no las vidas de quienes las pintaron, y tampoco le hacían gracia las proyecciones psicoanalíticas: no creía que Judit fuera la expresión del subconsciente vengativo de la pintora, sino un tema mitológico insertado en una tradición. Cuando Banti se obsesionó por Artemisia, de quien no se sabía gran cosa y apenas era una nota al pie en las historias del arte italiano, lo hizo por su vida, que narró dos veces con una pasión de amiga, sin prurito veraz ni distancia académica. Carmen supo desde la primera línea que leía una obra literaria y no una biografía, lo que significaba que Anna Banti no le hacía justicia a Artemisia, sino a sí misma. Toda esa verdad y esa pasión salían de dentro de la escritora para estrellarse en el fondo del pozo de la pintora.

La lectura de Carmen Romero irrumpió desde un jardín en ese diálogo entre mujeres florentinas, incapaz de mantener las distancias filológicas o conformarse con una curiosidad intelectual de salón. Para trascender la lectura se propuso traducir el libro al castellano. Al estudiar cada frase del toscano pulidísimo de Anna Banti, se ligaba a esa cadena de mujeres y rompía la maldición que la propia Banti enunció en el primer texto que leyó de ella, Le donne muoiono. Había una memoria que se fijaba en la imprenta y hablaba de todas las mujeres que guardaban en el pecho el ánimo de un césar —como le escribió Gentileschi a uno de sus mecenas— y no pudieron lanzarse a conquistar imperios porque sus maridos ya los habían sojuzgado mientras ellas cuidaban la casa.

Desde aquella biografía, los estudios sobre Artemisia Gentileschi avanzaron mucho, con documentos y obras que Banti no llegó a conocer. Cualquier estudioso del barroco tiene hoy una imagen mucho más completa de la pintora que la que tuvo la escritora, pero la traductora Carmen Romero sigue convencida de que nadie ha superado a Anna Banti, porque el mito de los personajes históricos se impone a cualquier repertorio de hechos. Artemisia habla con la voz de Banti, que en español habla con la voz de Romero. Basta de lágrimas, empieza el libro en su traducción, y uno no sabe cuál de las tres mujeres llora.

 

 

Palacio de la Moncloa, Madrid, junio de 1987. Había visto una foto de ese bosque o de otro parecido en un libro del maestro Saburō Katō, pero nunca había tenido un ejemplar delante. Decían que su momento era el otoño, cuando las hojas se vuelven púrpuras antes de caer. En primavera eran verdes, frondosos y estilizados, pero no deslumbraban. Los stewartias tienen un tronco muy definido, del que salen ramas finas que, en ese bosque metido en una maceta, parecían palillos chinos.

—No he trabajado nunca esta especie, presidente —dijo el paisajista—, pero lo primero es sacarla al jardín. No aguantará en este dormitorio, necesita exterior, aunque protegida del sol, para que no se le quemen las hojas.

—¿Te encargarías tú? No sólo de este, sino de la colección entera, la que voy a ir haciendo.

La vida de Luis Vallejo acababa de cambiar. Paisajista, hijo de paisajista (su padre plantó adelfas en las medianas de las autopistas españolas), era el único experto de España en bonsáis, un cultivo exótico del que casi nadie había oído hablar. Pronto, el nombre de Vallejo estaría en todos los periódicos y la palabra bonsái arraigaría en castellano, abriéndose un hueco en el diccionario, reina de su propia maceta.

Unos días antes, Felipe González se había presentado en su casa-taller del barrio de Mirasierra para pedirle consejo sobre el bosque que le acababa de regalar el primer ministro de Japón, Yasuhiro Nakasone, en una visita fugaz a España. En Japón sabían de la fascinación de Felipe por los árboles en miniatura, que conoció en un viaje oficial a China, admirando un granado que decoraba su habitación. Los bonsáis tenían todas las virtudes que Felipe buscaba en sus aficiones: requerían concentración, silencio, retiro, cierta obsesión y una atención maniática por el detalle. Luego estaba la belleza, esa mística escultora, esa forma de gobernar lo salvaje civilizándolo en una maceta.

—Hay quien piensa que el arte de los bonsáis es una forma de tortura, como lo de los pies de las geishas —comentaba Vallejo mientras paseaban entre los pinos de la Moncloa, en busca del lugar idóneo para el jardín—. El secreto está en equilibrar el tronco y las raíces, consiguiendo que el árbol se adapte a su espacio. Así no hay sufrimiento, sino adaptación. Sucede en la naturaleza, hay bonsáis por todas partes. Cuando llevo a mis alumnos de excursión a Guadarrama, les obligo a fijarse en las hayas y las encinas enanas que han crecido en el hueco entre dos rocas. Hay multitud de árboles que se adaptan a la tierra de la que disponen, y a los que no les ha quedado más remedio que crecer en macetas naturales. Arraigan como los olivos, y viven tanto como ellos. Hay pinos y negrillos centenarios que no miden más de medio metro e incluso menos.

El trabajo del jardinero de bonsáis consiste en acompasar las necesidades de la planta al espacio de la maceta. Los árboles silvestres o los que crecen libres en el suelo, aunque alguien los plante, acaban adaptándose al terreno y alcanzando la altura que las condiciones del viento, el sol, la lluvia y la calidad de la tierra les permiten. Los bonsáis se esculpen, son gobernados y, sin gobierno, mueren. No sé si Felipe, tan atento al aforismo y al símil, aceptó la metáfora. El presidente cuida la maceta del país y procura, con sus instrumentos de civilización, que la barbarie no rompa el tiesto, que las raíces no se sequen, que las flores no se agosten y que las plagas no envenenen la savia. Gobernar un país que no quiere ser un imperio, no aspira a tapar el sol de los demás países y se conforma con vivir los ciclos circulares de las estaciones, desde la caída de las hojas hasta los brotes verdes, y vuelta a empezar, también requería silencio, paciencia y soledad.

Vallejo pidió ayuda a un arquitecto amigo, Antón Dávila, y juntos diseñaron una pérgola, un taller, un invernadero y un umbráculo. En muy poco tiempo, el jardín de los bonsáis de la Moncloa se convirtió en el más importante fuera de Japón, gracias al cuidado continuo del paisajista. Todo el mundo le regalaba bonsáis, y los dos grandes maestros japoneses, Masahiko Kimura y Saburō Katō, seguían con atención sus progresos y derrochaban consejos.

Pronto, esta obsesión hortelana fue motivo de burlas. En ese mismo año, el radiofonista Luis del Olmo empezó a emitir para toda España su magacín Protagonistas en la cadena Cope (después de unos años en que se emitió sólo para algunas emisoras) y uno de sus éxitos fue una tertulia de sátira política titulada «El Jardín de los Bonsáis». Un año después, Rafael Sánchez Ferlosio aprovechó este asunto para marcar distancias con un gobierno del que algunos escritores de derechas le consideraban muy amigo, tal vez porque era cuñado de Javier Pradera, un intelectual que sí vivía a la sombra de la Moncloa. En octubre de 1988, Sánchez Ferlosio publicó en El País un texto insólito y aún hoy difícil de entender titulado «El monasterio Hidaka y el arte del bonsái».

Contaba allí Ferlosio que en la Moncloa se había instalado el venerable monje taoísta de noventa y tres años Tokuda Mashahiro, «máxima autoridad viviente en el milenario arte japonés del bonsái», contratado por el presidente para hacerse cargo de su colección. El monje cobraba un estipendio de casi dos millones y medio de pesetas mensuales, que destinaba por completo a la restauración del monasterio Hidaka en la isla de Yeso (Hokkaido). Mashahiro sólo se alimentaba de arroz cocido y ocho jureles de la bahía de Cádiz (cuatro para comer y cuatro para cenar): «Por inocentes indiscreciones del personal de servicio de la Moncloa, hemos sabido que hoy es la propia doña Carmen [Romero] la que se toma el cuidado de bajar a diario a las cocinas para supervisar personalmente el arroz —del que sólo un paladar privilegiado como el suyo distingue el punto exacto que corresponde al gusto del venerable Tokuda Mashahiro—, de tal suerte que hay veces en que son hasta cuatro y hasta seis las cacerolas de arroz fuera de punto que van a parar enteras a los abollados platos de aluminio de los perros […]. En cuanto a los jureles, también es ella la que se preocupa de seleccionarlos uno a uno, y con tan exigente escrúpulo que, en ocasiones, son hasta tres o cuatro kilos de jureles los que desfilan por sus manos antes de reunir, a su satisfacción, los ocho que se precisan para el día». Terminaba diciendo que, influido por el monje, Felipe se había interesado por las doctrinas de Lao Tse, y citaba este pasaje: «Donde reside la claridad secreta / lo fuerte se aviene con lo blando y débil; / mas, así como el pez debe permanecer oculto en las honduras, / así las armas más eficaces del Estado son las que nunca se muestran a la luz».

El agregado cultural de la embajada de Japón en Madrid publicó un desmentido: no les constaba que el tal Tokuda Mashahiro, que no sabían quién era, estuviera en España, ni tenían la menor relación con el monasterio de Hidaka. El desconcierto de los lectores se pareció al del cuerpo diplomático japonés cuando, unos días después, Ferlosio confesó a un redactor del diario Ya, que buscaba a Mashahiro para entrevistarlo, que se lo había inventado todo para gastarle una broma a Felipe González. Como no explicó el propósito de la broma —porque las bromas no se explican, por definición—, hubo quien la entendió como crítica y hubo quien la interpretó como halago. Para unos, era una sátira del filisteísmo cultural en que el presidente, podrido de soberbia y poder absoluto, se había encastillado. Sánchez Ferlosio se burlaba de la nueva corte socialista, tan banal y mesiánica como cualquier monarquía.

Para otros, el disparo iba contra los críticos. Desde que trascendió la afición por los bonsáis, la prensa más hostil al felipismo, a derecha y a izquierda, publicaba verdades y mentiras sobre los lujos del presidente y cómo la Moncloa se sometía a reformas faraónicas para satisfacer los caprichos de su inquilino, al que sólo le faltaba tocar el arpa mientras incendiaba Madrid. El artículo de Ferlosio sería, según esta versión, una parodia de todas esas columnas escandalizadas y un guiño al amigo presidente, diciéndole que no había de qué preocuparse. Así lo interpretó el diario conservador Ya, que dedicó un editorial enfurecido al asunto, titulado «Envilecimiento de los intelectuales»: «Felipe González jamás podrá agradecer lo bastante a Rafael Sánchez Ferlosio el favor inmenso que este le acaba de hacer. A partir de ahora, si quisiera movilizar un helicóptero para transportar pimientos desde Murcia a Melilla para hacer una paella; si desease utilizar el Azor para ir de pesca con su cuñado; si aspirase a resolver económicamente el resto de su vida por medio de las influencias de su amigo Enrique Sarasola, nada de esto sería tenido en cuenta por nadie, porque ya existiría el precedente de las historietas inventadas por prestigiosos intelectuales sin el menor fundamento en la realidad». No creo necesarias las cursivas en prestigiosos intelectuales. No había riesgo de malinterpretar la ironía, pero, cuando un editorialista se enfada, todos los recursos tipográficos se le quedan pequeños.

Para mí, la broma de Ferlosio rezuma desencanto. Es un gesto de adiós que quiere compensar con un poco de azúcar humorístico el amargor de la distancia. Los textos ferlosianos de la época son en general muy críticos con el gobierno; algunos, incluso hirientes y crueles. No hay razones para pensar que este no lo sea también. Aunque quién sabe.

La fiebre de los bonsáis, que se contagió a la beautiful people e hizo de los árboles enanos un bien muy demandado en las mejores casas de España, inspiró muchas más diatribas. Fue un regalo para quienes siempre andaban a la caza de metáforas del cesarismo felipista. Umbral, que en 1988 ya estaba en Diario 16, despechado de El País, escribió que le daban asco los bonsáis, como todo lo oriental, y explicó la moda como síntoma decadente de una sociedad enana: «Nuestra democracia, que nació arborescente, es hoy una democracia de maceta». Juan Cueto, desde El País, se preguntaba: «¿Son los bonsáis una metáfora de la sociedad civil? O, lo que es igual, ¿son una elegante autocrítica al crecimiento de la fronda burocrática, a la espesa ramificación funcionarial, al engorde del Estado? ¿Tratan de implantar una ciencia o sólo es cultivo de paciencia? ¿Anuncian estos ejercicios de jibarismo vegetal la próxima reducción de cabezas molestas?». En el Abc, Jaime Campmany prefería el psicoanálisis viperino: «La afición de don Felipe por el bonsái es una traición que le hace su subconsciente. Se encuentra más seguro y más cómodo rodeado de miniaturas; o sea, los bonsáis José Luis Coll o Victoria Prego. […] El rosal socialista se ha convertido en un bonsái de sí mismo, y don Nicolás Redondo, que no tiene esta refinada pasión por lo mínimo que acomete ahora a sus antiguos compañeros, está con las manos en la cabeza mirando cómo se le empequeñece la planta ideológica».

Un escritor de novelas juveniles me dijo una vez que el secreto de su éxito era evitar las interpretaciones intelectuales de sus narraciones. A veces, decía, el incendio de una casa sólo es el incendio de una casa. No alude a la violencia simbólica de la familia burguesa, ni es alegoría de la rabia juvenil, ni la metáfora de una pasión. A veces, un escritor escribe que una casa se quema porque una casa se quema, sin segundas. A veces, un presidente se aficiona por los bonsáis porque le emociona su belleza y le entretiene su cuidado. A veces, un presidente se aficiona por los bonsáis para escapar unas horas de toda la gente que quiere saber qué diablos significa que un presidente se aficione a los bonsáis.

 

 

Centro comercial Hipercor, avenida Meridiana, 350, Barcelona, 19 de junio de 1987, 15.25.

—Guardia urbana, dígame.

—¿Policía municipal?

—Sí, dígame.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

—Mire, le llamo en nombre de ETA. El Hipercor de la Meridiana va a explotar a las tres y media. Sobre todo, que se vaya la gente de los aparcamientos.

—¿A las…?

—A las tres y media, cuatro menos veinte.

—¿A las tres y media?

—Cuatro menos veinte. Que salga todo el mundo y, sobre todo, del aparcamiento, que no se mueva un coche. Gora Euskadi.

Domingo Troitiño —el mayor de los hermanos Troitiño, dos palentinos treintañeros de Tariego de Cerrato que emigraron de niños con sus padres a Euskadi y se entregaron con entusiasmo a la causa asesina— hizo dos llamadas más: una a Hipercor y otra a la redacción del diario Avui. Todas las llamadas se parecían en su ridiculez: un telefonista perplejo que buscaba un bolígrafo y pedía que le repitieran la hora, y un terrorista que daba las buenas tardes y parecía muy preocupado por la salud de quienes se disponía a matar. El diálogo merecería un hueco en una comedia de Dario Fo o de Beckett si cuarenta y cinco minutos después no hubiera explotado un coche cargado con treinta kilos de amonal y cien litros de gasolina en la primera planta del aparcamiento del centro comercial Hipercor de Barcelona, que a esa hora del viernes empezaba a llenarse de vecinos recién salidos del trabajo, dispuestos a hacer la compra semanal.

Justo encima del lugar donde los terroristas del comando Barcelona aparcaron el coche bomba estaba la carnicería, donde el carnicero Roberto Manrique atendía a un cliente. No oyó la explosión, porque le reventó los tímpanos, pero alcanzó a escuchar un chasquido seco, seguido de un temblor. Una grieta se abrió a sus pies y empezó a caer agua hirviendo de no sabía dónde. Ya no había carnicería, sólo cristales, cascotes y cuerpos sangrando.

Veintiún cadáveres se contaron al final del día. Los contaban los médicos, los policías, los políticos y los espectadores de televisión sin creer lo que contaban. Era la mayor matanza de ETA. Unos meses antes había matado a doce guardias civiles que viajaban en un autobús en la plaza de la República Dominicana de Madrid, pero aquella tarde de 1987 era la primera vez que atacaba a civiles sin discriminar. ETA había escalado una cima tan monstruosa que algunos etarras ni siquiera la entendían. Txomin Ziluaga, dirigente y diputado de Herri Batasuna, dijo que era hora de que ETA se tomase unas vacaciones. Txema Montero, eurodiputado y abogado batasuno, condenó el atentado. Ambos sufrieron represalias y expulsiones. Más de cien cargos de HB fueron expulsados por lamentar la masacre —a menudo, en privado y con la boca pequeña— e insinuar —más que afirmar a las claras— que ese no era el camino que querían seguir. Ni siquiera eran pacifistas: les parecía bien disparar y poner bombas, siempre que matasen a gente de uniforme. La discrepancia era muy matizada y cínica, pero ni aun así se toleró.

La versión oficial de ETA culpó al gobierno. Las tres llamadas de Domingo Troitiño demostraban, según los voceros que no se cansaron de airearlo en la prensa abertzale, que no había ninguna intención de hacer daño, que avisaron con tiempo para evacuar el centro y que fue el Estado, sabedor de que había una bomba, el que permitió la matanza para culpar a ETA y fomentar el odio de España contra la causa vasca. Insistieron tanto que afloró una pequeña teoría de la conspiración. Algunos periodistas de verdad, que no trabajaban en el periódico de ETA, se preguntaron por qué nadie ordenó evacuar el sitio nada más recibir la primera amenaza.

La investigación sobre el atentado descartó la mala fe, pero reveló una torpeza preocupante. No se evacuó Hipercor porque no había protocolos para ello. Las policías y los servicios de emergencia no estaban en contacto y no había canales eficaces para actuar con rapidez. No se sabía a quién avisar ni qué número de teléfono había que marcar ni quién tenía capacidad para ordenar qué. Aunque se tomaron en serio la amenaza, la policía estaba entrenada para responder contra ataques a comisarías y cuarteles. ETA nunca había puesto una bomba en un supermercado, no era su modus operandi, y tampoco era normal que actuase en Barcelona. El tiempo que les costó reaccionar a todas esas sorpresas fue el que le faltaba al temporizador del coche para detonar la carga. A partir de entonces, todas las policías, incluso los números del puesto más remoto de la guardia civil, fueron entrenadas para responder con inmediatez a este tipo de llamadas. Los recepcionistas de todos los medios de comunicación recibieron cursos para saber qué hacer cuando sonaba el teléfono y una voz hablaba en nombre de ETA. Se grababan las llamadas y se instalaron líneas directas de aviso a la policía hasta en el periódico más insignificante de España. Los terroristas no volvieron a coger a nadie por sorpresa, pero aquel 19 de junio la perplejidad de un país quedaba bien representada en la actitud del guardia urbano que levantó el teléfono y pidió, mientras se le caían los bolígrafos del cubilete, que le confirmasen por favor si la bomba estallaría a las tres y media o a las cuatro menos veinte.

La monstruosidad tenía unos contornos tan negros que borró los tonos de gris que separaban a los políticos. Cuando explotó la bomba, los nacionalistas vascos se negaban a colaborar con el gobierno en el antiterrorismo, y la oposición cuestionaba al ministro Barrionuevo por la guerra sucia del GAL. Desde Hipercor, se acabaron los matices, los peros y los no obstantes. El Partido Nacionalista Vasco (PNV), las derechas y las izquierdas parlamentarias se unieron con el PSOE en un frente común para aislar a ETA y apartarla del consenso democrático. En unos meses, esta estrategia se concretaría en los pactos de Madrid y de Ajuria Enea (el palacio del gobierno vasco en Vitoria), que dejarían a los partidos, sindicatos, periódicos y redes sociales de ETA completamente aislados de la vida institucional, sumergidos en su propio caldo. La banda perdió todo el encanto guerrillero que destilaba entre ciertas izquierdas, intoxicadas por la retórica revolucionaria de sus textos y aposturas.

Esa unidad llegó tarde para José Barrionuevo, el ministro que llevaba cinco años obsesionado con ETA, casi trastornado, encenagado entre operativos de la guardia civil, conversaciones en Argelia, secuestros y asesinatos del GAL y agentes condenados por torturas. Y funerales, y viudas, y generales que se cagaban en dios y pedían a gritos un estado de excepción. José Barrionuevo no era un socialista con pedigrí antifranquista, sino un inspector de trabajo en excedencia sin penas ni glorias militantes hasta que Tierno Galván lo nombró concejal de seguridad en el ayuntamiento de Madrid. Reorganizó la policía municipal, convirtiéndola en un cuerpo eficaz y moderno, a la altura de sus equivalentes en las capitales de Europa, y fue ese trabajo el que convenció a Felipe de que debía encargarse de Interior.

Dirigir una policía y una guardia civil llenas de fidelidades franquistas y enfermas de duelo y de rencor por los atentados de ETA no se parecía en nada a su trabajo municipal, pero Barrionuevo no se arredró. Formó una cúpula de tipos duros, se entendió bien con los generales y delegó en sus hombres fuertes de Euskadi. Lo que le faltaba de experiencia y conocimientos policiales lo compensaba con valentía y capacidad de trabajo. Siempre estaba en pie, no se afligía ni se aflojaba, pero los últimos atentados le habían abierto grietas muy hondas en el ánimo. Se sentía inútil, nada parecía suficiente. No importaba cómo atacasen, ni las operaciones secretas de las que no le constaba nada, ni la colaboración francesa: ETA siempre volvía a matar. Cortaban una cabeza de la Medusa y crecía otra enseguida. Desbarataban un atentado gracias a la información de un policía infiltrado y, a los dos días, estallaba una bomba o tiroteaban a un guardia. No había manera de frenarlo y, aunque sabía que el atentado de Hipercor era un síntoma de desesperación —los primeros zarpazos de una bestia acorralada que se dispone a hacer todo el daño que puede—, no lo soportaba ni un día más. Sabiéndose fracasado, dio el paso que llevaba amagando tanto tiempo y le entregó al presidente su dimisión.

—No me jodas, Pepe —le respondió Felipe en la Moncloa, paseando junto a las obras de la pérgola de los bonsáis—. Te entiendo, claro que te entiendo, y nadie más que yo agradece tu sacrificio y tu dedicación, pero no puedes dimitir el día después de Hipercor. No podemos decirles eso a los etarras y al mundo, sería una satisfacción, darían por buena la bomba. Aguanta un poco, Pepe, por favor. Sé lo que te pido, pero resiste en el puesto, sería catastrófico cambiar al ministro de Interior justo ahora.

Barrionuevo aguantó un año más. Veintinueve muertos más. Seis de ellos, niños. Treinta muertos, si se cuenta la última víctima del GAL.

 

 

Calle Atabala, 21-23, Hendaya, Francia, 24 de julio de 1987, 5.40. Ya clareaba el día, pero aún no se veía Hondarribia, al otro lado de la trinchera del ferrocarril y del estuario del Bidasoa. Si todo iba bien, pronto tendría los papeles arreglados y España ya no sería esa acuarela que se formaba al alba, antes de ir a trabajar, sino, de nuevo, el suelo que pisara, su vida. Abrió el coche, un Citroën Dyane 6 aparcado en la pequeña explanada frente a los apartamentos de la calle Atabala, prendió el contacto y su carne estalló en trozos, mezclada con los hierros de la carrocería y del motor. Laura estaba despierta, porque el embarazo no le dejaba dormir y seguía atenta desde la cama los rituales de su marido al levantarse, desayunar y salir despacio de casa. Se asomó a la ventana, incapaz de adivinar a qué podía deberse aquella explosión. Bajo las farolas que aún se resistían al amanecer, vio el cadáver desmembrado del padre de sus dos hijas (además de la que llevaba dentro) entre los restos de su coche.

Juan Carlos García Goena era un electricista de veintisiete años que se había refugiado en Hendaya en 1980 para librarse del servicio militar. Un pacifista militante que había agotado todas las triquiñuelas para librarse del ejército y acabó cruzando la muga, dado que Francia no entregaba a los desertores. Llevaba meses negociando su regreso con el ministerio de Defensa español y tenía ya medio arreglada su situación legal. Laura y él casi habían empezado a contar los días para volver a Tolosa.

Juan Carlos García Goena fue la última víctima del Grupo Antiterrorista de Liberación, y durante mucho tiempo no fue ni eso, porque, el día en que lo asesinaron, el GAL ya no existía. Costó mucho que lo incluyeran en la lista de crímenes, y mientras escribo esto, treinta y cinco años después, sigue siendo un caso abierto. Nadie ha sido detenido, procesado ni condenado, y sólo hay conjeturas sobre los dos terroristas que atentaron: un tal Carlos (quizá un guardia civil) y un tal Jean-Louis (quizá un policía francés). Son nombres de guerra, nadie ha descubierto sus identidades. Fueron ellos, o quizá otros, quién sabe, los que confundieron a García Goena con un miembro de ETA. Tal vez los despistó su condición de refugiado. Tal vez no les importaba quién era, les bastaba saber que era vasco y que vivía en Francia. Tal vez, simplemente, era un objetivo asequible, un desgraciado que trabajaba en una subcontrata ferroviaria y que se levantaba a la hora de los infelices para cambiar fusibles y arreglar catenarias, sin preocuparse por si alguien había pegado amonal en los bajos de su coche. Un etarra era más difícil de atacar. La historia del GAL está llena de chapuzas. En el grupo estarían los agentes más sucios, pero no los más listos.

El atentado estuvo a punto de malograr la colaboración entre Francia y España, que acababa de renovarse en un acuerdo y pasaba por horas muy bajas, pues Barrionuevo acusaba a su equivalente francés, Charles Pasqua, de cierto filibusterismo: les entregaban y expulsaban a muchos etarras, sí, pero a ninguno de peso. Casi todos los que apresaban eran peones, nunca cogían a los jefes ni desmontaban grupos operativos o que tuvieran información relevante. Detenían a la morralla para dar la impresión de que colaboraban, cuando, en realidad, no lo hacían. Pasqua le respondía que a la opinión pública y a los jueces no les entusiasmaba extraditar a refugiados y que, en un año, Mitterrand se presentaría a la reelección y no estaba dispuesto a perder ni un voto por un asunto interno español.

Los efectos más duraderos fueron morales. Laura Martín hizo del crimen contra su marido la causa de su vida y se convirtió en una activista incómoda para todos. No encajaba con las otras víctimas del GAL, que se dejaban mimar por los abertzales y acababan adornando sus discursos y pancartas. Laura condenaba cada crimen de ETA, se solidarizaba con cada familia en duelo, participaba en los actos de Gesto por la Paz y pedía a las otras víctimas del GAL que abrazasen a las de ETA, que no ahorrasen ni una palabra de desprecio hacia la violencia, que no había bandos, sólo asesinos. Fue una viuda coraje, pero en 1987 era sólo una viuda joven, una madre embarazada con dos niñas que no entendía quién podría odiar tanto a un chico que echaba mucho de menos su pueblo, pero estaba dispuesto a vivir en otro país para honrar su pacifismo y no ponerse un uniforme. Cuando transformó la perplejidad en rabia, y la rabia en compromiso, obligó a los españoles a contemplar la historia con otros colores, bastante menos claros.

 

 

Calle de Alfonso XI, 9, Madrid, 8 de julio de 1988, mediodía. «Así, medio siglo después de haber abandonado el barrio del Retiro —el parque, el museo, el jardín botánico, la iglesia de San Jerónimo, las calles residenciales, la tienda de Santiago Cuenllas, el hotel Gaylord’s—, después de dos guerras, el exilio, Buchenwald, el comunismo, algunas mujeres, unos cuantos libros, resulta que he regresado al punto de partida».

Lo escribió Jorge Semprún en sus memorias de ministro, Federico Sánchez se despide de ustedes, pero tal vez lo llevaba escrito desde aquella mañana, ante el portal número 12 de la calle de Alfonso XI, donde el coche oficial le había llevado desde el Palace para visitar un apartamento del ministerio de Cultura que podía convenirle como residencia oficial. Él estaba encantado de vivir en el Palace, pero Colette, su mujer, quería una casa en condiciones. El piso que le ofrecían resultó estar en el número 9, el edificio de enfrente de su casa familiar, un cuarto piso enorme y soleado, esquina con Juan de Mena, del que había salido con sus padres cincuenta y dos veranos antes hacia el exilio. El nieto de Antonio Maura y el hijo de un buen burgués republicano, al que se le deshizo el sueño democrático por el que clamaba en el Ateneo, regresaba a su infancia.

No era la primera vez que volvía a Madrid. Sus aventuras clandestinas como agente comunista en las décadas de 1950 y 1960, con el alias de Federico Sánchez, estaban bien documentadas por él mismo y formaban parte de la leyenda antifranquista más exquisita. Sobre todo, desde que su protagonista fue expulsado del partido en 1964 y empezó a crecer entre los disidentes una izquierda alérgica a las órdenes y al sacrificio monacal, una izquierda que encontraría su casa grande en el PSOE. Había vuelto, pues, muchas veces a España. Aunque no dejó París, desde la amnistía de 1977 regresaba a menudo para recoger premios y presentar libros, pero ningún regreso fue tan real como el de aquel verano de 1988 que evocaba otro verano de 1936 en un barrio que apenas había cambiado desde que el niño Semprún, doce años bien alimentados y mimados, salió con su familia del portal número 12 para montarse en un coche que lo condujo a su segundo país, Francia. Eran la misma luz, el mismo agobio, el mismo trajín de porteros y taxistas.

Aquella semana se parecía a la de 1936 en el vértigo: la vida cambiaba en minutos, sin tiempo para meditar. El lunes sonó el teléfono de su casa de París y una voz que decía ser la de Javier Solana, ministro de Cultura de España, le preguntó si tenía pasaporte español y los papeles en regla. Luego le pidió que se sentase, si no lo estaba ya:

—El presidente va a reformar el gobierno y quiere que formes parte de él para ocupar la cartera de Cultura. Puedes pensártelo, pero sólo esta noche, necesitamos una respuesta mañana por la mañana.

Al día siguiente, martes, aceptó el cargo, y la embajada le envió un billete de avión a Madrid para el miércoles. Un coche oficial lo esperaba en Barajas y lo condujo a la Moncloa, donde Felipe le ofreció una cena íntima en el comedor, no en la bodeguilla. Cuando lo llamó Solana, Semprún estaba dándole vueltas a un nuevo libro en el sosiego de su casa, pensando en otra vida.

Felipe y Federico Sánchez ya se conocían. Semprún estuvo en la casa del Pez Volador en 1982, semanas antes de las elecciones, y con aquella entrevista escribió un reportaje para Le Nouvel Observateur que fue rechazado por la revista. A Jean Daniel, su director, no le gustó que diera por seguro el triunfo del candidato socialista. No era serio referirse a Felipe González como presidente in pectore. Desde entonces, hablaban de vez en cuando, sobre todo a través del amigo común, Javier Pradera. Para Felipe, Semprún siempre fue un punto de referencia político e intelectual, una parte de la España que merecía un lugar de honor en la democracia. Todo el desdén que le inspiraba la generación que hizo la guerra, los Largo Caballero e incluso los republicanos, se transformaba en admiración por los semprunes y los praderas, los antifranquistas mayores, que se iniciaron en lo oscuro de la dictadura y combatieron a la vez el fascismo y el estalinismo. Ese era el linaje que sentía suyo, aquellos eran sus padres o sus hermanos mayores (Semprún le sacaba diecinueve años, y Pradera, sólo ocho). En aquella cena se le presentaba la ocasión insólita de volver las tornas y convertirse en figura tutelar de quienes lo habían tutelado:

—Habrá momentos apasionantes y habrá días grises, tediosos —le dijo—. Tendrás amigos, unos de verdad y otros falsos. Tendrás todo tipo de enemigos, es inevitable. No se te va a perdonar nada, no lo esperes. Esta sociedad es así, agitada todavía por provincianismos, rencores sociales, arcaísmos. Pero el día en que en tu primer viaje oficial veas a un jefe de la guardia civil cuadrarse ante Federico Sánchez te darás cuenta de lo que ha cambiado este país, sabrás lo que significa tu presencia en el gobierno.

Más allá de cerrar el círculo de la guerra y de la dictadura, la presencia de Semprún en el gobierno era una forma de marcar distancias con el PSOE. Semprún fue un experimento. Felipe quería saber cómo aguantarían el partido y la sociedad la entrada de figuras independientes en el consejo de ministros. Hasta entonces, todos los nombramientos eran de compañeros. Algunos venían de Suresnes. Con Semprún se imponía una nueva forma de gobernar, menos partidista y más francesa: a nadie se le había escapado la comparación con André Malraux.

Fue efectista, pero era un cambio tímido en un ministerio secundario. Felipe no daba golpes de timón, conducía con suavidad y mantenía el proyecto en su sitio. Aunque las entradas y salidas de ministros respondían a los conflictos de poder internos del partido y a las tensiones entre su autonomía como presidente, la del vicepresidente y la del resto de los poderes de la calle Ferraz, siempre prevalecían las líneas maestras del programa felipista. Incluso cuando tenía que sacrificar cabezas, como la de Miguel Boyer en 1985, se aseguraba de que las políticas que representaban siguiesen bien defendidas en el consejo, en ese caso con Solchaga, todopoderoso hacedor de la reconversión industrial. La economía, la reforma militar y la política contra el terrorismo mantuvieron una coherencia inconmovible y estuvieron controladas por el mismo sanedrín toda la década, sin importar las elecciones ni las crisis de gobierno. Cuando cambiaban las sillas, Felipe buscaba una figura que continuase el proyecto que empezó el otro. Así hizo con José Luis Corcuera, que sustituyó al quemadísimo Barrionuevo en la misma reforma que trajo a Semprún. Quizá para compensar lo que muchos interpretaban como un acto de soberbia cesarista —ungir a un intelectual sin carnet—, cerró la herida que llevaba seis años abierta con Enrique Múgica y lo nombró ministro de Justicia. Influyó el hermano de este, Fernando, que presidía el partido en Guipúzcoa y no tenía un perfil público, pero era una autoridad moral en el mundo socialista. Felipe lo tenía por un amigo leal.

Casi nadie entendió qué pintaba Semprún en el gobierno. Sentado en su despacho de la Casa de las Siete Chimeneas, sede del ministerio, se hacía el coqueto con la prensa. Le gustaba sentirse un intruso y alentaba a los periodistas a que lo retratasen así. Decía que su misión era reconstruir los puentes con la sociedad civil, y algo de eso había. Semprún no sólo conectaba con el antifranquismo más incuestionable —en un momento en el que el término felipismo se había apoderado del vocabulario político, uniendo a todos los que creían que el PSOE y el presidente habían traicionado el cambio—, sino que aportaba contenido ideológico y peso intelectual a un gobierno estragado por la beautiful people. Sólo Alfonso Guerra se dolía de la imagen frívola que diseminaban algunos ministros, y protestaba en vano. Cuando pidió en público que los socialistas no acudiesen a las fiestas de Marbella, muchos se burlaron de él: el vicepresidente pretende —decían— que los ministros veraneen en el pueblo con un botijo. Lo cual, dicho sea, no habría tenido nada de malo o indigno.

El 14 de enero de 1988, la revista ¡Hola! tituló en la portada: «Isabel Preysler y Miguel Boyer se han casado». Una foto sin gracia enseñaba a la pareja saliendo del registro civil de la calle Pradillo. El exministro, con un traje normal y corbata a rayas; la diva, con un abrigo oscuro, un bolso bajo el brazo y un moño discreto. Ni la foto ni el trámite hacían justicia al acontecimiento que simbolizaba el verdadero cambio de España. Boyer, el superministro que rediseñó la economía española, el brazo derecho de Felipe (el izquierdo, por afinidad, era Alfonso Guerra), el intelectual de pedigrí republicano que había luchado junto con su mujer, la ginecóloga Elena Arnedo, en todos los frentes de la democracia y el feminismo, se unía en matrimonio civil con la diosa de la aristocracia madrileña, exmarquesa consorte de Griñón, anfitriona de todas las fiestas y protagonista de todas las portadas de la prensa cotilla. La boda fundaba una nueva dinastía y consagraba el poder socialista, unido en sangre a la vieja nobleza que Isabel Preysler encarnaba como una paradoja, pues no dejaba de ser también una intrusa llegada de Manila.

El romance de ambos empezó con unas lentejas de Mona Jiménez, una salonnière madrileña que reunía a famosos y políticos en unas comidas en su casa de la calle Capitán Haya, donde servía lentejas con arroz. Allí se pusieron ojitos, y empezaron a hacerse los encontradizos en otros salones del Madrid bien donde ambos se dejaban caer tras asegurarse de que el otro había sido invitado. Boyer aún no era ministro, pero sí vecino de Preysler, que vivía con su marido en la calle Arga, en la misma colonia de El Viso, a diez minutos de su chalet. La vecindad propició los encuentros clandestinos a resguardo de un coche en las calles del barrio, y se les dio muy bien mantener un secreto a voces, conocido después en todo el gobierno y en parte de la prensa, que no trascendió al público hasta que Boyer no dejó el ministerio en 1985, en cuyo ático de la calle de Alcalá vivía como soltero desde que Elena lo echó de casa. Ni se divorciaron de sus respectivos ni se dejaron ver por Madrid, porque en el gobierno creían que no les convenía ese ruido en torno a los ministros, pero, cuando Miguel dejó el cargo, decayeron todas las precauciones y España entera asistió pasmada al romance apasionado entre el estiradísimo Boyer y la reina del glamour filipino.

Aunque hacía casi tres años que Boyer no era ministro, la boda afectaba a la imagen del gobierno y de los socialistas, cargando de razones a quienes los criticaban por arribistas fascinados por la banalidad del poder y del lujo, y desesperando a un Guerra que ya no sabía cómo explicar ciertas obviedades. ¿Qué podían decir a quienes los acusaban de haberse olvidado de las asambleas de la universidad, del olor a humedad del exilio de Toulouse y de la cerveza derramada en los campos de San Blas, hacía no tanto tiempo? Les servían la parodia en bandeja a todos esos columnistas que decían que al PSOE le daban asco los pobres o que llevaban tanto tiempo sin ver uno que ya no los reconocían. Semprún no devolvía el sentido desgastado al adjetivo obrero de las siglas, pero sí servía para recordar —sobre todo a los críticos silenciosos, los desencantados, los que creían que el gobierno tenía razón, pero podía tenerla mejor— que no se habían perdido por el camino, que sabían quiénes eran y de dónde venían y que la inteligencia seguía cimentando su ética. Y viceversa.

El presidente tenía otros motivos para sentirse seguro y experimentar con Semprún e ignorar las filípicas moralistas de Alfonso sobre el ser y el parecer. Los datos económicos de 1988 eran increíbles. Faltaba un tiempo para que se notasen en las casas, pero las carpetas que le enseñaba Solchaga eran dignas de una parábola bíblica: el estilo severo y liberal, combinado con la entrada en la Comunidad Económica Europea, estaba a punto de provocar el verdadero cambio. El sueño de una España próspera quedaba a la vuelta de la esquina. Los indicadores macroeconómicos eran muy buenos: desde 1982, el PIB per cápita había crecido un 13,64 por ciento. La inflación había pasado del 13 por ciento de 1983 a un soportable cuatro y pico, lo que había repercutido en los salarios reales, que en la industria y en los servicios casi se habían duplicado, de 472 pesetas la hora en 1982 a 847 en 1988. El salario mínimo también había pasado de 28.000 a 44.000 pesetas. Todo eso se traducía en mucho consumo. Cuando Felipe se instaló en la Moncloa había 680.921 coches en las carreteras. En 1988 había 1,4 millones, más del doble. La tasa de paro también bajaba, aunque más despacio de lo que todos quisieran.

El dato más impresionante, el que acabaría por transformar el país, era la explosión de empresas. En 1988 se constituyeron 45.778 sociedades anónimas, un récord absoluto. Nunca en la historia se habían fundado tantas empresas: el 65 por ciento de todas las que existían en España en 1988 se constituyeron ese mismo año, y todas juntas sumaban 540.000 millones de pesetas de capital, buena parte de él llegada del extranjero, donde los inversores consideraban a España una quimera del oro. El país seguía amenazado por los terroristas y no escaseaban los problemas sociales ni los conflictos, pero el proyecto socialdemócrata de Olof Palme de eliminar la pobreza estaba muy cerca. Boyer y Preysler no eran sólo la metáfora en papel cuché de un poder entregado al lujo, sino un horizonte de posibilidades. En febrero, Carlos Solchaga compareció ante los periodistas económicos para presumir de gráficos y porcentajes, y dijo una frase que lo acompañará hasta el epitafio:

—España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de Europa y quizá del mundo. No sólo lo digo yo: es lo que dicen los asesores y expertos bursátiles internacionales.

La cita se reprodujo millones de veces con una variante tergiversada, algo así como: «En España, quien no se hace rico es tonto».

La mar estaba en calma, el viento era propicio y la bodega rebosaba de manjares y vinos finos. Por primera vez desde 1982, Felipe podía gobernar con el sosiego de un hortelano de bonsáis. El lujo fue probar a Semprún, introducir en la orquesta a un solista y dejarle improvisar un rato sobre la partitura.

Reformado el gobierno, las Cortes terminaban sus sesiones y se despedían los consejos de ministros. Era hora de cerrar por vacaciones y salir de ese Madrid tórrido que en julio se secaba de gente como los pantanos de agua, pero Joaquín Leguina, presidente de la Comunidad de Madrid y jefe de la federación madrileña, le había pedido con urgencia una entrevista. Con cierto fastidio, pues ya intuía lo que iba a contarle, Felipe lo recibió en la Moncloa, ya sin chaqueta, con un pie fuera del palacio.

—Es por Nicolás, ¿verdad? —le dijo, antes de invitarlo a sentarse.

Leguina asintió:

—No razona, presidente. Comimos juntos hace poco y no pude meter baza, está cabreadísimo porque no habláis. Ha hecho muy buenas migas con el nuevo de Comisiones y está decidido a ir a la huelga. Nunca lo había visto así. Dice que, si no se retira el plan de empleo juvenil, van a la huelga general. Si hay algo que pueda hacer, cualquier mediación, cualquier cosa que podamos emprender desde el partido, me ofrezco…

—Bueno, Joaquín, no es momento de hablar de esto. Vámonos de vacaciones, que hace mucho calor y no va a cambiar nada hasta la vuelta. Vete tú también, descansa, olvídate unos días de todo esto y, cuando volvamos, que sea lo que tenga que ser.