6. Ruptura democrática (1988)

 

 

 

 

 

Bola del Mundo, Navacerrada, Madrid, 14 de diciembre de 1988, 00.02. Diez segundos antes de la medianoche, los trabajadores de Radiotelevisión Española congregados en el vestíbulo del edificio de Torrespaña empezaron una cuenta atrás.

—Diez, nueve, ocho.

El acuerdo era aplaudir y abandonar los estudios, dejando la emisión a su suerte, sin trabajadores al cargo.

—Siete, seis, cinco.

La directora, Pilar Miró, no había pactado unos servicios mínimos ni había cambiado los turnos. No tomó ninguna medida especial, tras semanas de discusiones con los sindicatos y de peleas en la Moncloa con Felipe y la portavoz del gobierno, Rosa Conde.

—Cuatro, tres, dos.

El telediario de la medianoche se abría con una declaración de la cadena en la que se anunciaba que la programación no se vería afectada por la huelga general y que la televisión pública seguiría informando y entreteniendo como cualquier otro día. Cuando los empleados de TVE cantaban el número dos, en el control central de la Casa de la Radio, en Prado del Rey, dos técnicos bajaban la regleta de la mesa y enmudecían la emisión de todas las estaciones de Radio Nacional.

—Uno, cero.

Al lanzar la careta del telediario, el técnico de sonido pulsó el botón de mute y el busto de la periodista Olga Barrio articuló palabras en silencio durante once segundos larguísimos, tras los cuales la señal se fue a negro. Un grupo de trabajadores había saboteado los cables de las antenas de la Bola del Mundo, en Navacerrada, que emitían la señal de TVE a los repetidores instalados en toda España. Fue una operación digna de la resistencia francesa: las antenas estaban en una montaña de 2.265 metros. A mediados de diciembre, con nieve y viento, aquel boicot requería habilidades alpinistas.

En su despacho de Prado del Rey, Pilar Miró se abrazó a su jefe de informativos, el periodista Jesús Martín. Sin reprimir el llanto, dijo:

—No nos merecemos esto, Jesús, joder, no nos lo merecemos.

Pilar Miró fue la primera y única directora de cine al cargo de la tele. Socialista orgullosa y sin reservas, había aceptado el puesto por insistencia de su amigo Felipe González, que desde el escándalo de José Luis Balbín estaba muy preocupado por cómo se dirigía Radiotelevisión Española y se había empeñado en sacarla de la influencia de Alfonso Guerra. Fue el primer enfrentamiento político entre los dos amigos. Como casi siempre, ganaría Felipe. El presidente le ofreció el trabajo a Pilar Miró por primera vez en 1984, cuando la realizadora llevaba poco más de un año en la dirección general de cinematografía, donde revolucionó por completo la industria del cine español. Pilar era frágil, la habían operado del corazón en 1982, y sentía que le quedaba poco tiempo para filmar las películas que se había propuesto hacer y que la política no le dejaba. Se excusó ante Felipe, que se lo pedía casi como un favor personal, y se marchó a Santander, a rodar una adaptación libérrima del Werther de Goethe. Cuando la película se estrenó en 1986, ya no encontró más argumentos para oponerse a los deseos de Felipe.

Los guerristas y el director casi cesante, Calviño, se revolvieron con toda su saña contra el capricho de González. ¿Cómo iba a ser independiente y ecuánime una televisión dirigida por una amiga del presidente, a petición personal de este? Aquello era salir de Málaga y entrar en Malagón, decía el propio Calviño sin el menor pudor, apurando las últimas balas que le quedaban. Felipe entendió que le estaban echando un pulso y que, si se afligía, le aflojarían, así que sacó todo el pecho presidencial e impuso su voluntad sin matices. Parecía entonces una buena idea, pero Pilar Miró no entró en Prado del Rey como la salvadora elegante y democrática de una cadena podrida de censuras y propagandas, sino como la valida de un Felipe González todopoderoso. Los hombres de Guerra lograron que pareciera un acto déspota. El despacho de Miró se cubrió del polvo de una batalla entre socialistas y no había sala ni corredor en todo Prado del Rey donde no le pusieran zancadillas. El carácter de la directora general, fulminante, nervioso y mandón, no le facilitó las amistades.

El acoso a Pilar Miró alcanzó su clímax en la época de la huelga general. Alguien de la tele denunció que la directora se había gastado varios millones de pesetas en trajes del diseñador Jesús del Pozo que había cargado al presupuesto de la cadena. Miró adujo que eran gastos de representación, pero las normas de la empresa no contemplaban esas partidas. Un diputado popular, Luis Ramallo, hizo del escándalo su bandera y lo llevó ante los jueces. Meses después de la huelga, Pilar Miró dimitió para poder defenderse. Devolvió el dinero y, tras varios procesos, fue absuelta de todos los cargos en 1992. Para entonces no le quedaba casi nada del entusiasmo político que la llevó a asesorar la imagen de Felipe para la campaña de 1982. Muchos compañeros del partido que tenía por amigos dejaron de saludarla cuando se la cruzaban en un acto o en una fiesta en la casa de Boyer y Preysler. Felipe González, que tanto la cortejó para que asumiera el cargo, también volvió la vista a otro sitio. El día de la huelga, la directora sentía con razón que no se merecía aquello. Los sindicalistas de RTVE no se rebelaban contra el gobierno ni en nombre de los trabajadores de España, sino por el placer de ver llorar a la directora general. Pilar Miró ya sabía que estaba sola, pero aún no sabía cuánto.

Los técnicos colaboracionistas con la dirección estuvieron rápidos y redirigieron la señal de Torrespaña a otros repetidores. Madrid y las dos Castillas siguieron en negro, porque las ondas llegaban directamente de Navacerrada, pero en el resto del país se recuperó la pantalla un minuto después, aunque no con el telediario, que se había suspendido. Por no dejar la carta de ajuste, emitieron lo primero que tenían a mano: un documental sobre el arte románico de la provincia de Palencia. En Radio Nacional también se recuperó la antena, pero para emitir música.

En una España adicta a la única televisión existente —al margen de los canales autonómicos—, el fundido en negro y la carta de ajuste anticiparon la enormidad de lo que venía, y tal vez animaron a muchos indecisos a quedarse en la cama. El gobierno había perdido su mayor arma de propaganda, ya no podía fingir que no pasaba nada. Quien cortó los cables de la Bola del Mundo aupó la huelga general a su triunfo avasallador.

El 14 de diciembre de 1988 no sólo tuvo lugar la primera huelga general de la democracia española, sino la primera puramente sindical. Hasta entonces, las huelgas de este tipo habían sido revolucionarias, esto es, políticas. Su objetivo era derrocar al gobierno o a un régimen, o a ambos. Aquel diciembre, los sindicatos no querían la cabeza de Felipe González, sino forzarlo a negociar una nueva regulación laboral. Pararon ocho millones de trabajadores (el 94,86 por ciento), no hubo actividad de ningún tipo, más allá de las urgencias hospitalarias y de los taxistas, que se organizaron para atender servicios de primera necesidad, y las calles de todo el país guardaron silencio. Tampoco hubo violencia: unos cincuenta heridos leves, entre sindicalistas y policías, 159 detenidos y 49 cortes de tráfico. Cifras irrelevantes, dignas de un día de vacaciones. En la nota que el gobierno difundió al día siguiente, transmitida por Rosa Conde, pero escrita por Felipe González, se decía: «Ayer hubo una huelga general que fue un duro golpe para el gobierno».

No sólo para el gobierno. Uno de los dos sindicatos, la UGT, también estaba dolido. Su secretario general y muchos de sus dirigentes celebraban una victoria que no deseaban, que los llevaba a un sitio donde no querían estar, mirando de lejos a los amigos. Si el divorcio entre los políticos y los periodistas fue discreto e incompleto, lleno de sexo clandestino y de reconciliación, el de los políticos y los sindicalistas fue digno de aquellos tiempos de barricada y canciones de guerra. Los reproches no se ventilaron en privado, mientras se retrataban dándose lumbre a los puros en los salones del Ritz: Nicolás Redondo se divorció ante España entera, sin guardarse una palabra.

El 19 de febrero de 1987, casi dos años antes, RTVE organizó un debate entre los dos jefes sindicales, Marcelino Camacho, de Comisiones, y Nicolás Redondo, de UGT, con el representante de los empresarios, José María Cuevas, y el ministro de Economía, Carlos Solchaga. Por primera vez desde la legalización de los sindicatos, no se había firmado la concertación social, los acuerdos entre patrones y trabajadores que se renovaban cada año con objetivos de subidas de sueldo, políticas laborales y otros compromisos. El gobierno había recomendado no subir los salarios más de un cinco por ciento, para mantener la inflación a la baja, y los empresarios se habían aferrado a esa recomendación. UGT y Comisiones pedían al menos un siete, pero no hubo manera de alcanzarlo, por lo que la negociación se rompió.

El debate era a cuatro voces, pero la moderadora, Victoria Prego, fue incapaz de mantener esa polifonía, que se redujo a un dúo de contrapunto entre el ministro Solchaga y Nicolás Redondo. Cuevas, con traje italiano a rayas, fumaba y sonreía con sorna, divertido ante la pelea. Marcelino Camacho, a sus casi setenta años, destemplado y frágil con un jersey de punto, se enfadaba de pura frustración. No estaba acostumbrado a que no se le hiciera caso.

—Aunque el señor ministro —empezó Redondo, chaqueta, gafas y un revuelto de papeles en la mesa— se empeña en que el único factor que puede frenar la inflación es la contención salarial, hay en el PSOE técnicos muy buenos que disienten y destacan otros factores sobre los que también se puede intervenir. Son compañeros del señor Solchaga los que dicen esto.

—Bueno, y de Nicolás Redondo, también.

Solchaga apostilló con una sonrisa que tal vez quería ser guasona e incluso un poco cómplice, pero apareció cruel y sardónica. No se le borró en todo el programa, y la tensaba al subrayar la soledad de Redondo:

—Es absurdo distinguir entre las opiniones de Carlos Solchaga y las del gobierno, porque, mientras permanezca en este cargo, son las mismas.

Fue la ya proverbial soberbia solchaguista —que, al haber dejado de rimar con la boyerista, relucía mucho más fuerte, como si compensase la ausencia del novio de Isabel Preysler— la que empujó a Nicolás a traicionar su primera declaración de intenciones. No quería acorralar al gobierno, sino a los empresarios. No quería, según dijo al principio, hacer el juego a la derecha y desgastar el cambio, pero Solchaga y él eran enemigos tan viejos y se sufrían tanto que no supo ser fiel a su razonamiento sin descomponerse. El reproche y la sugerencia eran muy claros: con la recuperación económica ya asentada, con el paro a la baja y la inversión y el consumo al alza, era el momento de aflojar el dogal a los trabajadores y paliar los efectos de la reconversión. Era el momento de tender una mano a todos esos prejubilados cincuentones que llenaban los bares de las ciudades sin industria. Era el momento de ofrecer a los jóvenes una perspectiva mejor que un contrato de prácticas. Había una forma de decir eso sin golpear al gobierno, con compañerismo, invocando a los padres comunes, a Pablo Iglesias, a la familia histórica. La UGT entendió que había que sacrificarse durante la crisis: ahora, el PSOE debía entender que tocaba honrar el obrerismo de su nombre. Así de sencillo. Pero delante tenía a un Carlos Solchaga de traje, repeinado con un notable exceso de laca, que se burlaba y lo trataba como a un analfabeto económico, como si fuese un cabestro incapaz de entender las magnitudes y los factores más elementales.

—Los trabajadores llevan diez años sacrificándose —dijo Redondo—, desde los pactos de la Moncloa. Diez años. Ahora que la situación económica es mucho mejor, vemos que el gobierno recompensa los beneficios empresariales mientras exige contención salarial a los trabajadores. ¿Cómo puede ser tan cicatero con los trabajadores y tan generoso con los empresarios?

Cuevas, por alusiones, se carcajeó y dio una calada al cigarrillo rubio. Camacho protestó otra vez por no poder hablar, mientras revolvía un montón de fotocopias con el membrete de su sindicato, y Solchaga negaba sonriendo, como un padre altivo que menosprecia la rabieta de un niño.

—Carlos —dijo Redondo, sin ira, con la calma de las cosas que se han pensado mucho y están listas para verbalizarse en mármol—, te miro y no te distingo del señor Cuevas. Hay una cohabitación entre el ministerio y los empresarios. Te has equivocado de trinchera, de verdad, te has equivocado de trinchera.

Solchaga protestó diciendo que él no distinguía a Nicolás de Camacho, pero le salió una respuesta atiplada y muelle. La última palabra era de Redondo, no cabía réplica.

Meses después, en octubre de 1987, Nicolás Redondo y su segundo en la UGT, Antón Saracíbar, entregaban sus actas de diputados por Vizcaya en el Congreso. Se iban de la casa común y se preparaban para la huelga que, un año más tarde, consagraría su independencia política y rompería una familia de cien años.

Tenía razón Felipe González cuando, tiempo después, dijo que la huelga general del 14 de diciembre de 1988 se convocó por una estupidez, por más que los sindicalistas y los políticos de izquierdas se ofendiesen, al interpretar la frase como un gesto despectivo. El plan de empleo juvenil, cuya retirada exigían los dos sindicatos, no tenía peso para justificar un conflicto tan grande, que arrastraba a todo el país (de hecho, al gobierno no le costó nada retirar ese plan unos meses después, cuando se sentó a negociar con los sindicatos). Ni siquiera era la gota que colmaba un vaso. Fue tan sólo la excusa para un enfrentamiento que los sindicatos necesitaban para seguir vivos, la demostración de que no eran los brazos muertos de los partidos de izquierdas ni del gobierno. El argumento de fondo que movilizó a las masas estaba implícito en los reproches de Redondo a Solchaga: os habéis olvidado de los trabajadores. Cundía en España una sensación —levantada mediante imágenes de obreros en huelga y obreros muertos y obreros heridos entre el humo negro de las barricadas de neumáticos y las piedras y piezas de maquinaria de estiba y de siderurgia lanzadas contra las columnas de antidisturbios— de que unos pocos se estaban haciendo de oro, mientras el paro no terminaba de bajar ni llegaban los prometidos puestos de trabajo del futuro europeo. En abril de 1987, la revista satírica El Jueves, que tiraba cientos de miles de ejemplares, dibujaba en la portada a un montón de banqueros caricaturizados con traje y puro. Iban en una manifestación con chapas y pegatinas de apoyo al gobierno y al PSOE y gritaban: «¡Felipe, amigo, la banca está contigo!».

Había datos que desmentían esa sensación de derrota, pero Solchaga no era la persona indicada para divulgarlos. La compra de coches se había disparado, así como la de electrodomésticos y la de muebles, que respondía a una explosión del mercado inmobiliario. La industria cultural vivía días de gloria: se vendían libros sin tasa, los cines estaban llenos y muchos músicos de la movida eran ya cómodos millonarios. Había negocio para lo inútil, para todos esos caprichos que adornaban los salones y hacían menos tristes las casas. Los salarios reales (los que miden la evolución en el tiempo a precios constantes, es decir, teniendo en cuenta la inflación y la fluctuación de la moneda) se habían duplicado. A pesar de la reconversión industrial, a pesar del paisaje de ruinas de hierro oxidado, casas del viejo sindicato franquista y alcohólicos cincuentones, había una clase media expansiva con dinero para pequeños lujos burgueses. Además, la reforma universitaria que se aprobó en 1983, a los pocos meses de llegar al gobierno, estaba ya dando resultados: se abrían universidades nuevas y se ampliaban las viejas. Gracias al sistema de becas mejor dotado de la historia de España, la educación superior era al fin una posibilidad al alcance de todos, incluidos los hijos de esos obreros prejubilados que, años después, usarán sus doctorados en ciencias políticas y en sociología para explicar la reconversión de la década de 1980. También escribirán novelas y rodarán películas que sus padres, que no estudiaron, no pudieron escribir ni rodar. Quienes hoy lamentan el modo en que se rompió la tradición obrera y cómo los hijos de los obreros no pudieron serlo también porque dejó de haber fábricas no tendrían herramientas intelectuales para analizar y narrar ese fenómeno si el propio fenómeno no los hubiese encaminado a ellos hacia la universidad y a un mundo de cuellos blancos y oficinas acristaladas.

Todo esto convencía a Solchaga y a Felipe de que no había nada que pudiera romper la paz social. Sorteados los episodios más violentos de la desindustrialización, ya no quedaban saguntos ni gijones ni puerto reales, y la inversión pronto repercutiría en trabajos más cualificados para esos universitarios. No había causas objetivas para convocar una huelga general, y el plan de empleo juvenil, en efecto, no era una razón de peso. Tampoco la OTAN, una organización lejana y abstracta, bastaba para sacar a la calle a medio país contra ella. En 1986, los del no se oponían en realidad a las bases norteamericanas al tiempo que reafirmaban su identidad política, despidiéndose de ella. Había mucho sentimentalismo en las manifestaciones contra la OTAN, como lo hubo en la huelga de 1988. Ambos sucesos fueron catarsis nacionales, reacciones casi instintivas contra un gobierno demasiado frío, demasiado apegado a sus carpetas y demasiado confiado en sus razones.

El ruido de las manifestaciones y el silencio de las calles en huelga impedían apreciar aquel 14 de diciembre que la democracia española había superado una nueva fase, esta ya definitiva, y lo hacía sobre los sentimientos y las vidas de quienes la pelearon desde el antifranquismo. La televisión enseñó la pelea entre Nicolás Redondo y Carlos Solchaga, pero el contrincante real del ugetista era Felipe González. Juan contra Isidoro. Hacía diecinueve años, un 14 de julio de 1969, se conocieron en una sala del hotel Larreta y empezaron a marchar juntos. Refundaron el socialismo y lo convirtieron en la herramienta más poderosa para construir la democracia. Felipe era Felipe gracias a Nicolás, que se hizo a un lado en Suresnes. El poder los separó, hasta el divorcio fatal, en cuyos reproches ambos se acusarán de traicionar lo que fueron. Felipe también creía que a Nicolás le pudo la ambición y que actuó por despecho, por todas esas llamadas a la Moncloa que no atendió y por no asumir que orientar al partido era tarea de otros. Nicolás se sentía desairado, sí, y tenía a Felipe por un ingrato, pero su instinto también le decía que los tiempos de la unidad habían terminado y convenía buscar alianzas en otros sitios.

Aquel divorcio se vivió como trauma en la gran casa socialista y entre los españoles de izquierdas que lo contemplaron. Muchos felipistas son incapaces, aún hoy, de referirse a Nicolás Redondo sin un reproche. Alfonso Palomares, que fue presidente de la agencia EFE y escribió una biografía de Felipe en 2005, lo denigra cada vez que lo cita, apostillando que, bajo los gobiernos de Aznar, se convirtió en asiduo de la Moncloa y que fue dócil y amigo de la derecha. Quienes vivieron la separación no se recuperaron de ella. Las secuelas del trauma persisten y condicionan las relaciones. No se podía ser amigo de ambos, había que dejar claras las lealtades.

En los papeles de Jaizkibel de 1974, Felipe y Nicolás parieron el concepto de «ruptura democrática», que marcó la estrategia socialista en la transición e inspiró la Constitución de 1978. Expresaba un cambio tranquilo, una evolución sosegada hacia la democracia, dejando claro que esta era inevitable, pero aceptando que la negociación podía ser larga. Catorce años después, ese concepto definía también el asentamiento de la democracia en España, restañada mediante rupturas sentimentales. Todo el entusiasmo que ganó las elecciones de 1982 procedía de un grupo no muy grande de antifranquistas que compartían mucho más que unas ideas. Desde finales de la década de 1960, eran familia. Unos hacían política de partido, otros eran periodistas y otros sindicalistas. Hasta octubre de 1982, no había diferencias entre los tres grupos. Sentían que trabajaban por el mismo objetivo, cada cual en su ámbito, y sus vidas y tareas se confundían con una alegría muy verbenera. La transición fue áspera, violenta, gris y decepcionante, porque todos tuvieron que renunciar a sus planes de grandeza, pero también fue una cofradía noctívaga y promiscua de jóvenes mucho más sentimentales de lo que un cinismo ambiental ahumado con Ducados dejaba que admitieran. La democracia empezó gracias a su amistad, pero no habría sido posible sin su enemistad. Los hijos de la transición debemos la libertad en la que hemos crecido tanto al amor de esos amigos como a sus traiciones.

Los primeros en divorciarse fueron los periodistas, aunque lo hicieron de tapadillo y no todos, pues siempre hubo quien se negó a irse y quien mantuvo el romance en secreto, a pesar de que por fuera escribiese columnas airadas. En 1988 se divorciaron los sindicatos. Por eso el 14 de diciembre fue un día grande para la democracia, porque en él se consumaba el fin de unas amistades que fueron imprescindibles para el antifranquismo, pero eran imposibles para la democracia. Si todos los que se amaban en el final de la dictadura hubiesen perseverado en su amor ya avanzada la democracia, esta nunca habría devenido tal. Imaginemos a unos periodistas que nunca enfadaran a Felipe, en tributo a su amistad y a los buenos ratos pasados jugando al fútbol o al billar. Imaginemos a una UGT que nunca se hubiera aliado con Comisiones para hacerle una huelga, en tributo a la lealtad y a la amistad de los días de Suresnes. Con un panorama así, los españoles no viviríamos en una democracia.

Uno de los que mejor entendió esto fue Antonio Gutiérrez, el jefe de Comisiones que convocó la huelga junto con Nicolás. Unos meses antes había sustituido al queridísimo Marcelino Camacho, autoridad ética hecha de cárceles y exilios. Gutiérrez era un sindicalista joven de treinta y siete años, pero de pedigrí sindical muy largo. No arrastraba el sentimentalismo de los viejos y supo hacer con entusiasmo en Comisiones lo que Nicolás hizo a disgusto en UGT: separarlas del Partido Comunista. Entendió que un sindicato debía ser autónomo y ocuparse de sus asuntos sindicales, y eso pasaba por la independencia política. Analizando la huelga de 1988 —de cuyo éxito le corresponde la mitad del mérito—, escribió: «En cierto modo, el 14-D también supuso un paso más en la homologación con las democracias europeas avanzadas». Así fue. A largo plazo, la huelga general afianzó algunos derechos sociales que el gobierno no contemplaba (entre ellos, asociar las pensiones al índice de precios al consumo), inauguró una unidad sindical que ha sido la norma desde entonces y generalizó la negociación colectiva. Después de 1988, España se parecía más a una democracia europea en lo que al trabajo se refería.

Solchaga no se había equivocado de trinchera. Fue Nicolás Redondo quien se dio cuenta de que la suya no estaba en el partido ni en el gobierno, por muy insoportable que fuera el dolor que esa revelación le causaba. No serían los últimos corazones rotos a beneficio del país.