7. España en progreso (1989-1993)

 

 

 

 

 

Palacio de la Moncloa, Madrid, 16 de diciembre de 1988, 13.30. Los ministros salieron y en la sala del consejo quedaron el presidente y Narcís Serra. La escena tenía un aire escolar: el alumno al que el profesor le pide que se quede un momentito después de clase. ¿Era un premio o un castigo? Felipe encendió un puro y se tomó su tiempo.

—Mira, Narcís, no me tienes que contestar ahora y yo tampoco te lo voy a proponer ahora. No hace falta que apele a tu discreción. En fin, es impresionante lo que has conseguido. No hay ningún otro catalanista en la historia de España que haya hecho lo que tú has hecho. Nombrarte ministro de Defensa ha sido uno de mis grandes aciertos, no lo puede contestar nadie. Supongo que lo natural, por aquello de los prejuicios y de las expectativas, pero también por tradición histórica, era que un catalán hubiese llevado bien Comercio o el tema de las autonomías, pero nadie se esperaba que reformase el ejército, y mira dónde estamos, mira lo que has hecho. Creo que hemos mandado un mensaje muy poderoso, y a lo mejor es hora de ser consecuentes. Me quiero ir, Narcís. No voy a ser tan irresponsable para irme de repente, pero me tengo que ir y hay que empezar a preparar el terreno, en el partido y fuera del partido. Me gustaría que, llegado el momento, fueses tú el candidato a la presidencia del gobierno. No hace falta que contestes ahora, no vamos a hacer ningún anuncio, aún no sé cuándo serán las elecciones, tan sólo quiero compartir estas reflexiones contigo y que pienses si te ves donde estoy yo y si lo quieres.

 

 

A lo largo de 1989, varios periodistas tuvieron en sus grabadoras la exclusiva de su carrera, pero se la guardaron para sí, cediendo al chantaje o la presión de Rosa Conde, la ministra portavoz del gobierno. En las entrevistas, Felipe González empezó a contar que no se iba a presentar a las elecciones. En ocasiones, lo decía de forma genérica, dando a entender que se refería a las próximas elecciones, las de 1990. Otras veces decía que las siguientes elecciones serían las últimas. Rosa Conde, como portavoz, asistía a esas entrevistas, y siempre, al terminar, acompañaba a la salida al periodista y le decía que no podía publicar eso. Invocaba a su responsabilidad y describía el caos político que un anuncio así desataría en un momento tan delicado para el país, justo cuando le tocaba presidir la Comunidad Económica Europea por primera vez y España se jugaba su prestigio internacional. Si en el camino del despacho hasta la salida de la Moncloa no convencía al reportero, Conde recurría a sus jefes, al dueño del medio de comunicación, a quien fuera. Hay tantos periodistas que me han contado esta historia, lamentando que se les hundiera la exclusiva que podría haber cambiado la historia y haber salvado al felipismo de sus años terribles, que a veces creo que es uno de esos mitos o alucinaciones colectivas tan recurrentes en la historia de cualquier país. Sufrir la censura de Rosa Conde era una forma de consagración profesional para los cronistas políticos de finales de la década de 1980, como recibir un porrazo de los grises en el lomo lo era para un antifranquista. En sus recuerdos, tal vez alguno haya confundido su deseo con los hechos.

Una mañana, le tocó escuchar la frase a Miguel Ángel Aguilar, director de la agencia EFE, que se marchaba de la Moncloa feliz, imaginando cómo luciría el titular en las primeras páginas de los periódicos del día siguiente. A Conde le bastó aludir al carácter estatal de la agencia para que el texto se difundiese sin esa frase y pasara como una entrevista oficialista del montón, con más pena que gloria.

A Alfonso Guerra le aterraba esa manía de Felipe de contarle a todo el mundo que se iba. Entre los jefes del partido se abrió una conspiración para guardar el secreto y, a la vez, convencer al gran jefe de que tenía que quedarse. Unos pocos, los amigos más fieles, dentro y fuera del partido, se preocuparon por el futuro personal y familiar de Felipe. Tras siete años en la Moncloa, no tenía adónde ir. Felipe no tiene un duro, se decían entre ellos. Había que conseguirle una casa y un trabajo, no podían permitir que se quedara a la intemperie. Él insistía en que era abogado, que ese era su oficio, que la política había sido una pasión demasiado larga y que la abogacía siempre estaba allí, a la espera, pero nadie se imaginaba a Felipe González de vuelta a un bufete laboralista de Sevilla que ya no existía (todos sus socios eran políticos; alguno había presidido incluso la Junta de Andalucía). Tampoco era verosímil que se sentase a negociar un expediente de regulación de empleo ni mediase en una huelga. ¿Con qué autoridad moral, después de tantos cierres? ¿Le iban a contratar la UGT de Nicolás Redondo o las Comisiones de la huelga del 14 de diciembre? Felipe era abogado de una rama del derecho que ya no podía ejercer. Su vida tenía que ir por otros caminos que nadie había pensado. Lo raro era que esto sólo preocupaba a sus amigos. Cuando le preguntaban qué pensaba hacer si no se presentaba, se encogía de hombros y daba otra calada al puro, lo que inducía a muchos a sospechar que todo era un ardid.

Los peor pensados —fuera del partido, sobre todo entre los periodistas censurados por Conde— suponían que Felipe intentaba desviar la atención de los demonios que empezaban a ennegrecer su historia. En 1989 coleaba la huelga, que le había hecho «mucho daño», según había confesado de su puño y letra en aquella nota oficial. Su amiga Pilar Miró sufría todavía el acoso a cuenta de las facturas de los malditos trajes que había cargado al presupuesto de RTVE. Y, en septiembre, el juez Baltasar Garzón terminó de tramitar el sumario contra los policías José Amedo y Michel Domínguez, acusados de organizar y dirigir el GAL.

Unos meses antes, el 8 de marzo, Pedro J. Ramírez fue despedido de Diario 16, periódico que dirigía desde 1980, por insinuar que había hilos directos entre Felipe González y los atentados del GAL. La empresa no quiso dar cobertura a especulaciones sin pruebas, y el periodista salió con portazos y gritos, llevándose tras él a un montón de redactores y colaboradores —entre ellos, Francisco Umbral—, a quienes prometió un nuevo periódico, con el mismo espíritu del anterior, pero más libre, sin deudas con el gobierno. Se asoció con Alfonso de Salas, hermano de Juan Tomás, el dueño de Cambio 16, y fundó El Mundo, que empezó a editarse en octubre, una semana antes de las elecciones, con una clarísima línea antisocialista. Sus accionistas creían que había un hueco muy amplio en la opinión pública que se sentía decepcionado y que era hostil a Felipe; un sector popular al que no representaba la prensa conservadora y del que podían ser portavoces. Como aperitivo y prueba de que no estaban equivocados, en mayo salió el libro, ya mencionado, La ambición del César. Un retrato político y humano de Felipe González. Lo firmaban José Luis Gutiérrez y Amando de Miguel. El primero era un cronista político muy prestigioso que ejercía en Diario 16 —sería su director en 1992, en la agonía del periódico— y firmaba a veces con el seudónimo de Erasmo. El segundo era uno de los sociólogos y ensayistas más relevantes de aquel momento. Ambos fueron antifranquistas y ambos fueron felipistas. A ambos se les desinfló la fe con el correr de la década. Las columnas de Gutiérrez, siempre lúcidas y bien informadas, tenían una textura áspera, como la arena de la playa que aparece en el maletero del coche en pleno invierno, ese pringue de unos días azules cuya memoria sólo sirve para subrayar el frío del presente. A veces recordaban la prosa de Mariano José de Larra, un fatalismo sin indulgencia o un moralismo sin exclamaciones.

El libro tenía el tono de los amantes despechados y sólo se entendía desde el reproche a un Felipe que antepuso su poder a las promesas del cambio. Podría haber pasado por una tragedia de Shakespeare, pero a los autores les gustaba demasiado la caricatura, por eso el retrato se parece a las tiras cómicas de Gallego y Rey, que en 1988 recopilaron en dos tomos para componer una satírica Historia del felipismo que Diario 16 vendió por fascículos. Gutiérrez y De Miguel, contagiados o promotores de ese espíritu de rencor, no se tomaron en serio a su personaje, a quien despreciaban por vulgar, pedante y mal instruido, un andaluz que aún olía a establo y al que le venían grandes los conceptos jurídicos que sostenían la socialdemocracia.

Los autores quisieron aprovechar el viento antifelipista que empezó a soplar el 14 de diciembre de 1988. Escribieron: «Tras la huelga general, los primeros análisis sobre el declive del felipismo han hecho su aparición. Por primera vez se escribe con ese distanciamiento necesario para percibir, no ya que el socialismo ha degenerado en felipismo, sino que este movimiento ha llegado a su cenit y parece iniciar sus horas crepusculares. Los comentaristas se tornan en portavoces de un estado de opinión muy extendido. Mientras tanto, la era González constituye uno de los capítulos más espectaculares, intrigantes y enigmáticos de la historia política de los españoles de este siglo».

Era el cansancio, y no la cobardía, lo que animaba a Felipe a repetir que se marchaba cada vez que lo entrevistaban. Hasta con las elecciones convocadas, que anticipó unos meses y fijó en octubre, sin agotar la legislatura, seguía contando a quien quisiera escuchar, con entonación de Gardel, que adiós, muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos. En plena campaña electoral, recibió en la Moncloa a Susana Olmo, vieja conocida de mil noches parlamentarias, incluida la del golpe de Estado. Olmo trataba a Felipe desde las primeras elecciones, y era una de las pocas periodistas capaces de sacarle un titular casi espontáneo. No lo relajaba hasta el punto de hacerle bajar la guardia, pero sí de ser un poco generoso en la confidencia. En el momento adecuado, Olmo le soltó el tropo del cansancio del presidente, preguntándole qué había de cierto. Felipe respondió:

—Uno debería pretender que la renovación se produjera en tiempo razonable. Eso me lleva a conclusiones difíciles de expresar. Si los ciudadanos nos otorgan otra vez su confianza para gobernar, es razonable pensar que desde el punto de vista personal en lo que a mí me afecta será probablemente la última ocasión. No para el partido, puesto que ese proyecto puede seguir veinte o veinticinco años, democráticamente, con apoyo limpio. Pretendo que en el partido se abra un debate que permita una renovación. Está bien pensar que en los próximos años se le encargue a otro la responsabilidad del partido y también del gobierno que desempeña ese partido.

Al salir, se repitió la escena de otras veces. De camino a la salida, Rosa Conde halagó la amistad de Susana y evocó los años cómplices, los cafés tras la rueda de prensa de los viernes, todas aquellas noticias que le susurró en exclusiva, los favores sin cobrar, esas cosas. Pero aquella vez no dio resultado.

—Mira, Rosa, entiendo tus razones, pero esto es una noticia de primer orden, Felipe me lo ha dicho con la grabadora encendida, en el contexto de una entrevista, y mi obligación es publicarlo. Lo siento mucho, pero no puedes pedirme eso.

Conde siguió intentándolo, pero la empresa para la que trabajaba Olmo no era como las demás. La agencia Colpisa era la obra de Manu Leguineche, funcionaba como una cooperativa y servía sus textos a periódicos de provincias que no podían permitirse tener una delegación en Madrid. Un grupo de periodistas que presumían de independientes se habían juntado en su redacción para esquivar las censuras y presiones que vivían en el resto de los medios. No había en aquel tiempo un refugio más orgulloso de la libertad de expresión y la épica del viejo periodismo. Llamar a Colpisa para pedir que suprimieran una frase de una entrevista al presidente no era una buena idea. Aun así, Rosa Conde lo intentó, con tan mala pata que el revuelo corrió por los cafetines y los restaurantes de Madrid —¿te puedes creer que Rosa Conde anda dando toquecitos a los jefes de Colpisa?, reían al fondo de las barras y en los reservados—, hasta caer en los oídos de Felipe González, quien llamó a su portavoz hecho unas furias, como quien dice. Felipe tenía gripe y estaba en cama, pero pidió el teléfono para echar una bronca de toses y esputos:

—¿Cómo se te ocurre, Rosa? ¿Cómo se te ocurre censurar una entrevista que me han hecho? Yo soy dueño de mis palabras, no tienes ningún derecho, ninguno.

La entrevista se publicó el 14 de octubre, el mismo día en que un Felipe ya medio recuperado de los virus tenía previsto empezar la campaña electoral con un mitin en Alcázar de San Juan. En el partido temían lo peor, y el equipo a cargo de las encuestas miraba los resultados con la mano en la cara, observando entre los dedos, aterrados ante el descalabro que la revelación iba a provocar. Pero no pasó nada. Un Felipe cansado que no disimulaba su cansancio paseó por una España también cansada, que parecía entender su agotamiento y escuchaba sus razones con ojeras y bostezos simpáticos que significaban: lo sabemos, Felipe, lo sabemos, ¿cómo no ibas a estar harto?

En la calle Ferraz, el 29 de octubre de 1989, siete años y un día después de la primera victoria, muchos temían una derrota por incomparecencia de un candidato sin fuerzas y por desilusión generalizada de España, pero el recuento dibujó un país muy distinto: el PSOE conservó la mayoría absoluta por las justas, con 175 diputados. Perdió novecientos mil votos con respecto a 1986, justo los que había ganado Izquierda Unida. Como la derecha —refundada en el Partido Popular con un nuevo candidato, el presidente de Castilla y León, José María Aznar, que sustituía a Manuel Fraga— había sacado los mismos resultados, las cuentas eran muy sencillas: los desilusionados del PSOE se habían ido en masa a Izquierda Unida, pero todos juntos no sumaban ni el diez por ciento de los votos socialistas de 1986. Es decir, la desilusión hacía mucho ruido, pero apenas cascaba nueces. Era, además, una desilusión muy de izquierdas, inasequible a los cantos electorales de la derecha. La mayoría de España seguía confiando en Felipe y no concebía otro presidente.

Esto desconcertó mucho a quienes habían fundado El Mundo y a los líderes de opinión que repetían que la huelga había tocado y hundido el barco socialista. ¿Por qué seguían votándole? ¿Cómo podía sacar una mayoría así después incluso de anunciar que estaba de retirada? Pronto convertirían el desconcierto en conspiración, y algunos miembros del gobierno les iban a proporcionar muchos argumentos y tramas.

Entre los 175 diputados, se estrenaba una diputada por la circunscripción de Cádiz. El gaditano Pablo Juliá la fotografió esa noche en las calles desiertas de la ciudad, celebrando la victoria. Había concurrido en el tercer puesto de la lista por la provincia, tras Manuel Chaves y Ramón Vargas-Machuca. Muchos periodistas interpretaron la decisión de Carmen Romero como un gesto de insolencia hacia su marido. No sólo se negaba a ejercer de primera dama modosa, sino que aspiraba a tener una carrera política y una voz propias. No era un secreto que la Moncloa ahogaba a Carmen, no sólo en lo íntimo, sino también en lo político. Era una militante casi tan antigua como Felipe, lo había acompañado desde lo más profundo de la clandestinidad y era socialista cuando nadie sabía ni que existía el PSOE. Salvo Pablo Juliá, que la enfocaba con su objetivo en la noche luminosa de Cádiz, todos los amigos de la foto de la tortilla (la foto de las naranjas) eran en 1989 presidentes, diputados y ministros, mientras que ella ni siquiera había mantenido su cargo en la UGT, víctima del fuego huelguista entre el partido y el sindicato. No le bastaba con traducir a Anna Banti, no se conformaba con las clases y las tertulias literarias. Echaba de menos la política, esa pasión a la que había renunciado en beneficio de Felipe.

En el último congreso del partido se unió a los grupos feministas para reclamar una cuota del veinticinco por ciento de los cargos para las mujeres. Lo consiguieron, y el éxito le puso una sonrisa cuando los compañeros, cada vez más insistentes, la incitaron a comprometerse más. Sobre todo, por las mujeres, para que se las viera en ese partido de corbatas. El PSOE andaluz le propuso salir en las listas de Málaga, de Jaén o de Granada, pero se decidió por Cádiz, la provincia menos extraña, en la que más amigos viejos tenía. Si Felipe se iba, Carmen venía.

 

 

Congreso de los Diputados, Madrid, 1 de febrero de 1990, 17.05. Acostumbrados a la rutina de los plenos, los diputados se vuelven un poco escolares y las legislaturas se les escurren entre monotonías de lluvia tras los cristales. Por eso, en los días grandes, el parlamento parece el patio de un colegio antes de una excursión. Les cuesta quedarse en los escaños y palomean por los pasillos. La tribuna de prensa se desborda con cronistas de aluvión que acuden a lucirse y molestan a los habituales, que se han tragado las sesiones de los presupuestos sin rechistar y ahora tienen que compartir la gloria periodística con unas estrellas que no han pisado la cámara en todo el año. Calmado el alboroto, el hemiciclo deviene ruedo. Hasta los ujieres parecen monosabios, y los frescos del techo, nubes de Velázquez sobre el cielo de Las Ventas, porque los días grandes en el Congreso son casi siempre días de sacrificio ritual. Se celebra la muerte de un político.

Abreviando la ceremonia, el presidente Félix Pons dio la palabra al toro, que se levantó de su sillón azul del gobierno, a la vera de Felipe, y subió a la tribuna.

—Señor presidente, señoras y señores diputados —empezó Alfonso Guerra—, a lo largo del mes de enero se ha producido un auténtico diluvio de noticias, comentarios y declaraciones en torno a las actividades de una persona relacionada con el vicepresidente del gobierno que se han querido presentar como una manifestación del llamado tráfico de influencias.

Empezaba bien su discurso. Comedido, sin ira, centrándose en los papeles que llevaba escritos. Si no fuera inverosímil para el personaje, podría hablarse incluso de cierta humildad. Cuando se le ponía el gesto histórico y aparcaba el sarcasmo, el Guerra orador se elevaba a alturas de Churchill.

Despiezó los hechos que le habían llevado a comparecer aquella tarde para demostrar que no había caso. Unos periodistas del Abc acusaban a su hermano Juan de usar un despacho de la delegación del gobierno de Sevilla para entablar negocios sucios. Decían las informaciones que Juan Guerra —rebautizado como el hermanísimo, en recuerdo de aquel cuñadísimo con que se moteaba a Serrano Suñer: todos los insultos, empezando por felipismo, subrayaban que el PSOE era una dictadura, como el franquismo—, en calidad de secretario del vicepresidente, recibía a empresarios en busca de favores del gobierno. Un juez había abierto una investigación por un posible delito de tráfico de influencias y se trataba de dilucidar si Alfonso Guerra estaba al corriente de los manejos de su hermano y si era parte de ellos. Con calma y orden narrativo, como si fuera un abogado, el vicepresidente reclamó la presunción de inocencia para sí y para su hermano. Dijo que este había sido contratado por el partido en 1979 en calidad de asistente del vicesecretario, para ayudarlo con la agenda y la correspondencia los días en que Alfonso trabajaba en Sevilla. En diciembre de 1982, al llegar al gobierno, Guerra pidió que le pusieran un despacho en la delegación del gobierno en Andalucía para poder atender los asuntos oficiales los días de la semana que pasaba allí, pues nunca se mudó del todo a Madrid y vivió entre las dos ciudades. Su hermano frecuentaba aquel despacho como asistente del vicesecretario del PSOE, para recoger la correspondencia y llevar y traer papeles, pero no le constaba que lo usase para nada más. Todo se debía a una manipulación de la prensa y, como no tenía nada que ocultar, decía, la investigación judicial lo aclararía todo. Podría haberse quedado ahí, pero entendió que no le estaban juzgando y que un vicepresidente no puede subir a la tribuna del parlamento sólo para defender su inocencia. Por eso cerró con una reflexión política:

—Estamos en un país en el que la situación económica es favorable. Existe un grado muy aceptable de estabilidad política e institucional. No hay enfrentamientos sociales graves. El terrorismo está en retroceso. Se están recuperando los mecanismos del diálogo social y la política exterior aumenta cada día la presencia y el prestigio de España internacionalmente. Un país que ha hecho un gran esfuerzo por incorporarse al grupo de las naciones más libres y avanzadas y ahora se prepara para afrontar con éxito, junto con el resto de los pueblos de Europa, uno de sus desafíos más decisivos. ¿Está justificado en esta situación que esbozo que el tipo de debate político que se plantea desde algunos sectores sea el que es? ¿Tiene lógica que desde hace siete años se pretenda sistemáticamente, y siempre mediante acusaciones no demostradas, convencer al pueblo español de que sus gobernantes son poco menos que un grupo de delincuentes? ¿Qué tipo de malestar público, qué alarma social se pretende crear y con qué fines?

Tenía razón Guerra. El PSOE acababa de ganar unas elecciones que la prensa le daba por perdidas, y la única explicación razonable para su victoria era que la sociedad española vivía en paz y contemplaba con curiosidad y asombro la transformación del país, que ya no era una cuestión de porcentajes recitados con displicencia por el ministro Solchaga, ni de portadas de colorín de la beautiful people de Marbella, sino de kilómetros de autovías que sustituían los proverbiales baches ibéricos de las carreteras nacionales, campus universitarios y escuelas públicas construidas al calor de las reformas de 1983, y hospitales de una sanidad universal que por primera vez lo era de verdad, pero también una línea de trenes de alta velocidad y enormes planes urbanísticos que muy pronto cambiarían de arriba abajo Sevilla y Barcelona. Los yonquis y los quinquis, tan ubicuos al comienzo de la década, empezaban a retirarse de las plazas. Año tras año, el paisaje se aseaba. Las ciudades se volvían anodinas, perdían carácter, pero a cambio estaban más limpias y permitían que sus vecinos paseasen sin miedo a un tirón. Quizá no era el cambio que soñaban muchos de los que le pedían un hijo a Felipe en los campos de San Blas en 1977, pero era un cambio incontestable: la España de 1990 no se parecía ya a la de 1982, y las perspectivas de mejora en la frontera de 1992 —declarado horizonte de las maravillas en el que España dejaría atrás y para siempre su leyenda negra— eran luminosas. Una mayoría de españoles le concedía el crédito a Felipe, que podía presumir de haber cumplido la música de fondo de su campaña de 1982, cuando se proclamaba regeneracionista y daba por muertos los males de la patria. La única manera que la oposición tenía de debilitar los cimientos de su poder era sacar al balcón sus trapos sucios, cuestionar su honradez y denunciar su autoritarismo. El caso de Juan Guerra fue oportunísimo.

Alfonso Guerra volvió a su escaño azul entre aplausos de la mitad de los diputados y sonrisas de sorna de la otra mitad. Felipe no le dijo nada, pero los felipólogos pendientes de sus gestos interpretaron que aprobaba la intervención de su amigo.

El presidente de la cámara fue llamando a los portavoces parlamentarios, empezando por los del grupo mixto, entre los que estaba Alejandro Rojas-Marcos, del Partido Andalucista, que pidió su dimisión. Siguió Iñaki Anasagasti, de los nacionalistas vascos, partidario de mirar para otro lado y no dejar que los trapicheos de los hermanos estropeasen los negocios públicos, y Alejandro Rebollo, del CDS, que tampoco brilló. Las cosas no iban del todo mal. Guerra se crecía en su asiento azul. Con aquellos diputados mediocres, no tenía ni para empezar.

Subió a la tribuna Nicolás Sartorius, de Izquierda Unida, y allí empezó lo amargo. Los comunistas habían llevado el caso a los tribunales y eran los más beligerantes. Habían arrastrado a la derecha parlamentaria, que al principio prefería dejar las cosas en el terreno político y no meter a los jueces. Sartorius fue durísimo y exigió la dimisión del vicepresidente. Ya eran dos.

Se levantó entonces Miquel Roca, portavoz de los nacionalistas catalanes y uno de los padres de la Constitución. A Roca se le había puesto cara de prócer, recuperado ya de uno de los fiascos más grandes de la política europea, que llevaba su nombre, operación Roca. En 1986 se presentó a las elecciones de junio junto con el Partido Reformista Democrático (PRD), con la intención de reconstruir el poder de la UCD y levantar un gran partido liberal o democristiano al estilo alemán. Se llamó operación porque invirtieron en ella muchos banqueros y empresarios, fundando un partido al que no le faltaba moqueta en los despachos ni sedes con vistas en los barrios más caros de las capitales. Empapelaron España con la cara de Roca, superaron a casi todos los partidos en fanfarrias electorales, pero no les votó nadie. Muy digno, como quien se levanta y se sacude el polvo de la chaqueta tras caer de un décimo piso sin romperse un hueso, Roca continuó con los nacionalistas como portavoz en el Congreso, donde se mantuvo hasta 1995. Era un busto en bronce. Su calva pulida se reverenciaba como una estatua, y sus intervenciones en el Congreso sonaban a cantos y oraciones. Más que un parlamentario, era un pontífice constitucional, un recordatorio en carne de aquel momento ateniense de 1978.

Su discurso estuvo a la altura de la leyenda y expresó de forma muy elegante una creencia popular: donde las dan, las toman. Dijo:

—La mayor o menor ironía mordiente, el gracejo, el estilo de las medias verdades, de las descalificaciones ofensivas, de las acusaciones sin prueba, del exabrupto extemporáneo que usted ha practicado en más de una ocasión, ahora revierte contra usted con todas sus consecuencias. En tono coloquial, señor Guerra, a usted hay mucha gente que le tenía ganas. Pero es que, además, cuando uno va dando lecciones por la vida debe entender y aceptar que se le va a juzgar con el máximo nivel de exigencia. Al que más denuncia la falta de ética de los otros, más ética en su propio comportamiento se le va a exigir.

Le siguió Francisco Álvarez-Cascos, del Partido Popular, la nueva derecha desgajada de Fraga que, con una cohorte de jóvenes turcos engominados al mando de un inspector de hacienda llamado José María Aznar, se había propuesto hostigar sin tregua al gobierno. Pidió la dimisión de Guerra, claro, antes de que el portavoz socialista, Martín Toval, lo sustituyese para hacerle a su vicesecretario una loa que sonó a panegírico.

El cuerpo presente de Guerra no había dejado de tomar notas y de sonreírse. Durante las intervenciones, se había transformado en su Mister Hyde parlamentario. No podía evitarlo, como bien subrayó Miquel Roca. Alfonso Guerra-Jekyll podía ser Cicerón o Disraeli si se lo proponía, pero ante las alusiones directas se revolvía como un alacrán. Estaba en su naturaleza, nunca supo vestir el traje de estadista hasta el final de una sesión. En algún momento, se quitaba la chaqueta, se remangaba y repartía a cada cual lo suyo. Felipe miraba de reojo sus garabateos, sentía cómo le cambiaba la respiración y cómo el animal polemista poseía al político con ideales.

La grandeza de su primera intervención se desfondó en una ciénaga apenas empezó a hablar. Incluso el tono cambiaba. Era el Guerra veloz y cruel de los años opositores, el que zurraba a Suárez, el maestro de esgrima que daba siempre en el punto más doloroso. Habían puesto en cuestión su honradez, y no lo soportaba, porque, al final de los peores días de gobierno, la honradez era el único consuelo al que podía agarrarse. Tenía estocadas para todos, pero empezó por la derecha.

Comentó que la hermana de Manuel Fraga había sido acusada de participar en una estafa, sin que eso hubiera manchado a don Manuel, pero rebuscó en los cajones y encontró algo mejor: mirando al diputado Rodrigo Rato, le dijo que tenía cartas suyas en las que pedía concesiones de emisoras para la radio de su familia, Cadena Rato. ¿No era eso tráfico de influencias? Él creía que no, que formaba parte de las relaciones normales entre empresarios y políticos y que no había nada ilegal, pero tenían mucha cara los señoritos populares al acusar a los demás de tráfico de influencias cuando ellos frecuentaban cualquier despacho para sacar tajada. También habló de casos de corrupción en municipios donde gobernaban y de alcaldes de derechas encausados por relacionarse con quien no debían. Repasó los bancos populares y no vio un solo diputado libre de pecado para tirarle la primera piedra.

Siguió con Sartorius, de Izquierda Unida, que había hablado del culto al dinero tan propio de aquellos tiempos, un culto que, sin duda, había cegado al vicepresidente y a los dirigentes socialistas. Guerra presumió de no tener más ocupación que esa que ejercía aquella tarde. Nicolás Sartorius, en cambio, tenía otra actividad fuera del Congreso, una actividad legal y compatible, no había ningún reproche hacia ella, pero revelaba un culto al dinero al que era ajeno el vicepresidente, a quien le bastaba y le sobraba con la política. Podían revisarle los bolsillos todo lo que quisieran, pues jamás encontrarían una peseta sin justificar. Los diputados socialistas le aplaudieron, ya que era bien conocido el desprecio que Alfonso prodigaba a los del sector liberal de su partido y a quienes se sacaban el carnet a última hora con ansias de figurar en las listas.

Con quien más se ensañó fue con Rojas-Marcos, viejo enemigo sevillano, bestia negra de los socialistas desde los tiempos de la universidad. Alfonso le tenía por un señorito de cuna meneá, un hijo de lo más rancio de Sevilla. En la facultad se miraban el uno al otro por encima del hombro. Era un placer enorme tenerlo al fin en un escaño, cautivo y desarmado. Dijo:

—Creo que el señor Rojas-Marcos debiera ser algo más prudente, porque los de Sevilla nos conocemos. Nos conocemos de lejos. Yo conozco su trayectoria de hace muchos años y no quiero citarla. Debiera ser algo más prudente, porque tiene la costumbre de hacer unos alegatos públicos muy fuertes y luego, de alguna forma, cubrirse personalmente, cubrirse en privado. Cuando pasaron las últimas elecciones, se sumó a esa campaña que hubo en algún grupo de la cámara de intentar deslegitimar el proceso electoral, la base del sistema democrático. Dijo que había habido trampas en el proceso electoral y después yo recibí una carta en la que (parecía una carta de amor) me felicitaba por el impresionante triunfo electoral que habíamos conseguido.

Luego acusó a los andalucistas de chanchullear en el ayuntamiento de Sevilla, y no quería que le tirasen mucho más de la lengua.

Los felipólogos intuían una sombra de decepción y tristura en las cejas del presidente. Hierático en su escaño azul, no aplaudía a su amigo y se esforzaba por mantenerse inexpresivo. Algunos dirían que por razones de arbitraje o de sentido de Estado: no estaba allí como compañero, sino como encarnación de un gobierno cuya integridad se cuestionaba. Otros leían un sentimiento más personal. Felipe estaba dolido. No podía creerse que Alfonso se hubiera desatado con tanta furia, como si aquello fuera un mitin o una discusión de los tiempos de Suresnes. Felipe sí era abogado. Felipe sí sabía el efecto que una defensa así tiene ante un tribunal. Quien se defiende atacando y replica a una acusación con un memorial de agravios está perdido. Aquello no era un juicio, pero de muchos modos sí lo era, y el acusado acababa de perderlo. Felipe basaba su abogacía, cuando defendía a trabajadores en el despacho laboralista, en desmontar los prejuicios del presidente del tribunal. Para el juez, un rojo es un menesteroso al que se ha condenado antes de comparecer. La única oportunidad que tiene el reo es demostrarle al juez que se equivoca. Para eso tiene que afeitarse y ponerse un traje, peinarse bien y hablar con humildad y corrección exquisita, sin terminar un solo participio en ao. Guerra hizo eso en su primer alegato, pero en la réplica lo destruyó todo y reconfirmó los prejuicios. Quien estuviera viendo la sesión por la tele estaba viendo a un culpable.

Tras repartir amenazas e insidias, Alfonso intentó recuperar la altura retórica de sus palabras y concluyó:

—Dicho esto, quisiera destacar que, políticamente, el desarrollo de este debate es muy esclarecedor para juzgar los comportamientos y las actitudes de los dirigentes de los diferentes grupos políticos. Es revelador que las críticas más rigurosas, más sensatas, correspondan prácticamente todas a partidos políticos que siguen comprometidos con el espíritu de convivencia y de respeto mutuo que aportamos todos desde los comienzos de la transición, a partidos políticos que saben y valoran lo que costó poner el sistema democrático en marcha, a organizaciones que estiman positivamente el significativo avance de nuestro país y de la sociedad española en estos años de democracia. Por otro lado, no es casualidad que las intervenciones más maliciosas, más descalificadoras, correspondan a partidos que quieren olvidar su propia historia pasada y reciente, pero los que no asumen responsablemente su propia historia lógicamente actúan irresponsable y desnaturalizadamente, asaltando sin miramientos lo que se les pone al paso, poniendo en peligro lo respetable y lo básico de un sistema democrático y de un Estado de derecho con tal de cobrarse cualquier botín, aunque en este caso el botín sea tan menguado como mi persona. Alentando este tipo de campañas políticas y de caza al hombre sólo recogerán el desprecio y la reprobación social, pero ni un solo voto. Como ha dicho anteriormente el representante del grupo socialista, este partido, el socialista, y este gobierno, el socialista, han aguantado ataques y asaltos en el pasado y han padecido, desde el año 1982, sucesivas campañas de desprestigio, pero, por encima de estos avatares, afortunadamente siempre ha contado con la confianza de la mayoría de los ciudadanos.

Ya sólo quedaba que volvieran a subir a la tribuna algunos aludidos, para recoger los cascotes, los cristales y la metralla. Sartorius resumió bien la tarde:

—Usted ha utilizado aquí una viejísima táctica, siniestra, por otra parte, la del calamar, que es echar cosas para salvarse, pero no ha justificado el meollo de la cuestión en los términos en que nosotros la hemos planteado.

Cerró Roca, con palabras de mármol:

—Señor vicepresidente, es un ejercicio de cinismo y de hipocresía alardear de que se saben tantas cosas de los demás y afirmar, al mismo tiempo, que no sabe una sola palabra de las actividades de sus familiares más cercanos.

El efecto de aquella tarde fue duradero. Los rumores que acotó el taquígrafo persisten en la política de España. La enumeración exhaustiva de miserias y sospechas cundió en la prensa y en los bares. Desde entonces, fue creencia común que los políticos se dedicaban al sablazo, a la colocación de sobrinos y a la mordida.

Al salir, las abejas cronistas volaron desde la tribuna de prensa hasta el pasillo y formaron un enjambre en torno a Felipe González, que no había pronunciado una palabra. Le preguntaron si Guerra iba a dimitir y si aceptaría la dimisión. Ninguno sabía que Guerra ya había dimitido y que Felipe le había rechazado la carta con un gesto desdeñoso. Entonces, en el pasillo, muy serio, dijo a los periodistas:

—Si quieren que el vicepresidente se vaya, lo tendrán fácil: tendrán dos por el precio de uno.

Aunque el amigo se había equivocado, no pensaba abandonarlo. Aquel fue uno de esos instantes de lealtad que hacen que hoy, tantos años después, haya tan poca gente que hable mal de Felipe. Hay colaboradores, ministros y compañeros que han sufrido su crueldad, que fueron destituidos o dimitidos o que pasaron de la bodeguilla y la mesa de billar a no verse nunca. Sólo los enemigos antiguos, los de los tiempos de Suresnes, los renegados de la clandestinidad, tienen palabras contra Felipe. Los de después, no. Pueden vivir resentidos, con heridas que nunca dejan de escocer, pero se cuidan mucho de manifestarlo en público. Quien trabajó junto a Felipe le guarda lealtad siempre, y eso es porque la inspira con frases como la que dijo aquella tarde de febrero de 1990 en el pasillo del Congreso. Algo irreparable se había roto con Guerra, pero habían recorrido todo ese camino juntos y no le iba a soltar la mano en la caída. Son muchos quienes insisten en que nunca fueron amigos, pero a mí me cuesta mucho entender este episodio sin recurrir a la amistad. La palabra, el cargo y la reputación sólo se entregan sin condiciones a los amigos.

Por la noche, en la Moncloa, Alfonso buscó a Felipe para agradecerle esas palabras que, a esas horas, se imprimían en las portadas de todos los periódicos.

—Presidente —le dijo, con la fórmula que reservaba para las ocasiones solemnes—, aunque te lo agradezco mucho, creo que es el momento de que aceptes mi dimisión. Todo este ruido no debe afectar al gobierno, no es el momento. El mejor servicio que puedo hacer ahora mismo es irme.

—Ni lo pienses —dijo Felipe.

Y ahí se acabó la conversación. No se dieron ni las buenas noches.

 

 

Dos semanas después se confirmó la derrota popular de Alfonso Guerra. La universidad de Turín celebraba un congreso sobre Antonio Machado e invitó al vicepresidente a participar en un coloquio con el profesor Oreste Macrí, editor de las obras completas del poeta. Se conmemoraban los cincuenta años de su muerte con un año de retraso. El teletipo que anunciaba el acto aterrizó sin querer en la mesa de José María Gallego, en la redacción de El País de la calle Miguel Yuste de Madrid. Gallego andaba preocupado porque se estaba haciendo tarde y no se le había ocurrido nada para la viñeta. El día estaba muy aburrido y no le sacaba punta. En una jornada más interesante, aquella hoja habría pasado inadvertida, pero en el tedio de la tarde fue una revelación. Llamó a su pareja artística y se pusieron a dibujar.

La primera viñeta era una placa donde se leía en italiano: «Anno Machadiano: 50 anniversario della morte di Antonio Machado. Torino». En la segunda viñeta, Alfonso Guerra recitaba ante un atril: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla…». En la última viñeta, un Guerra niño con pantalón corto sostenía sobre los hombros a su hermano Juan, junto a una tapia de la que asomaba un limonero. Juan llevaba un capazo y robaba limones gracias a la ayuda de su hermano Alfonso. No era una sentencia judicial, pero al público español se lo pareció.

 

 

Palacio de la Moncloa, Madrid, 1 de enero de 1991. En la mañana de año nuevo, Felipe dio un paseo por el jardín de los bonsáis, para asegurarse de que el umbráculo protegía los bosquecillos del relente de San Silvestre, ese viento serrano que llega helado desde el Guadarrama y puede matar de frío a los pequeños seres. Luis Vallejo estaba de vacaciones navideñas y, aunque había dejado instrucciones a los jardineros, el presidente no se fiaba.

Tras constatar que los ejemplares de hoja perenne más delicados habían sobrevivido al cambio de año, se encerró en el despacho, donde lo esperaban algunas carpetas que, por una mañana, podía apartar sin culpa. Cogió un papel pautado en cuadrícula y escribió en la esquina superior derecha un día equivocado: 1-1-90. Un error común, a todos nos cuesta acostumbrarnos a escribir el nuevo año, y nadie se habría dado cuenta si aquellos folios no se hubiesen convertido en un documento para la historia de España y no fuera necesario aclarar, por rigor historiográfico, que se escribieron el 1 de enero de 1991. Nos han llegado manuscritos, con la caligrafía funcional y difícil de Felipe, porque no fueron pasados a máquina por ninguna secretaria ni se enviaron a su destinatario por los caminos oficiales. Se los entregó en mano al día siguiente, como sucedáneo de una conversación que no se atrevía a empezar.

«Querido Alfonso», empieza la carta. Es fácil escribir el querido, con una Q estilizada y un poco solemne. Lo difícil es seguir. Felipe duda cómo decirlo, porque tampoco sabe del todo lo que quiere decir y confía en encontrar las palabras en los meandros de las frases:

 

En algunos momentos he sentido la necesidad de que te cuente por escrito lo que pienso. Tal vez sea de que me cuente a mí mismo por qué en ninguna de estas ocasiones me impulsaba el deseo de darlo a conocer.

 

No va bien. La sintaxis renquea como un Citroën Dyane 6 por una carretera vasca cerca de la frontera a finales de los años sesenta, cuando las horas de volante desde Sevilla le empezaban a pesar en la espalda y en los ojos. Es mejor darse un par de golpes en la cara y decir las cosas de frente:

 

Llevo meses con un gran desasosiego. He pensado seria y serenamente en lo que hemos venido haciendo en los últimos 15 o más años y el saldo me parece muy positivo. También he pensado en lo que queda por hacer en esta década que comienza y veo razonablemente esperanzador el futuro de este país nuestro. Hace falta energía y coraje político para hacerlo, y no los encuentro en mí. Estoy extraordinariamente cansado, con un deseo hondo, aunque no acuciante como otras veces, de descansar. Tenemos que pensar en una salida política razonable, en un horizonte corto. No me gustan los síntomas de atonía, de ir tirando, que observo en la marcha general. Tampoco quiero pensar que la responsabilidad es de otros porque no es verdad. Es fundamentalmente mía.

 

Ha empezado incluyendo a su corresponsal en el futuro («tenemos que pensar») y ha terminado negándolo. Ya está dicho sin decirlo: a partir de aquí, y hasta el final —que espera que no se demore mucho—, va a seguir solo.

Se entretiene contando al corresponsal cosas que ya sabe, como que todo el gobierno está cansado y hace falta un recambio. Qué tontería, qué manera de aplazar lo inaplazable. Siguiente párrafo:

 

Antes de resolverlo tenemos que decidir sobre tu continuidad o no en el gabinete. No quiero mezclarlo en un paquete como creo haberte dicho en septiembre. También te dije que no estaba seguro sobre los efectos de tu salida. Siempre me he resistido a continuar sin ti algo que empezamos juntos.

 

Al fin. Tras escribirlo, el remitente libera una esclusa y ya no puede contener ese río que, a diario, contiene tras un muro de laconismo sentimental y verborrea política. Ahí va la confesión:

 

[Eres] de las personas, escasas para mí, en que la confianza personal se superpone al análisis político e incluso a la posibilidad de intuir lo conveniente para el proyecto por el que trabajamos. Y esta carga personal me ha venido golpeando desde que conversamos en septiembre de una manera extraña y preocupante.

Por primera vez desde que trabajamos juntos me asalta la duda sobre si «quieres» seguir o no en el gobierno. Siempre he estado convencido de que no lo deseabas y, por tanto, que tu continuidad se debía en gran parte a mi insistencia. Ahora que pienso que tal vez es políticamente oportuno, se atraviesa en mi mente esta duda personal. Durante años he sentido como egoísta obligarte primero y retirarte después en la tarea de gobierno. Por primera vez me ocurre lo contrario con el mismo sentimiento. Me gustaría despejar esta duda y saber si tu proyecto personal —como creo del mío— no está precisamente relacionado con el ejercicio del poder.

Esta es la paradoja más extraña de mi experiencia. Si en verdad hubiera estado equivocada —lo que a veces pienso de mí mismo— en cuanto a la actitud en lo personal ante la responsabilidad de poder, me gustaría saberlo. La razón es simple. Si fuese así y por tanto quisieras seguir, sencillamente no me sentiría con derecho a plantearte el tema de tu continuidad. Tendríamos que operar de manera diferente.

En cualquier caso, a lo que no estoy dispuesto es a traicionar mi confianza y mi amistad contigo. Por eso no quiero ni puedo callar mi pensamiento.

Siento haberme desviado en exceso de la consideración exclusivamente política, pero sin duda entenderás que te exprese en estas líneas la posición más difícil de mi experiencia de partido y de gobierno, no por el hecho en sí, que me parece menos trascendente, sino precisamente por la duda. Aparecida esta, sería desleal no expresártela.

 

Cuatro veces invoca la amistad en estos párrafos. En ocasiones, con esa palabra. En otras, hablando de lealtad, confianza y otros sustantivos del mismo campo semántico. También aparecen remordimientos y culpas propios de las amistades largas, las dudas sobre si hemos estado a la altura de nuestros amigos, la rendición de cuentas sobre quién ha puesto más en la relación. Pese a que la sintaxis no sea elegante y se enrosque demasiado en los alambres del discurseo político —un tono del que Felipe no puede escapar aunque lo intente—, nadie lee aquí otra cosa que la carta de un amigo a otro amigo. Y no a un amigo cualquiera, sino a uno de los más importantes, de los que marcan una vida.

Quienes niegan esa amistad sostienen que su relación era política, que Alfonso nunca cenaba con Carmen y los niños, y viceversa, que no les gustaban los mismos libros ni las mismas películas y que no compartían esa intimidad cotidiana de los domingos por la tarde. No se hacían confidencias, no se contaban chistes y no se pedían consejo sobre cómo lograr que los hijos se tomasen en serio el colegio, pero reducir la amistad a sus gestos convencionales es como negar un amor que no encaje en los versos de Romeo y Julieta. Alfonso y Felipe compartían una intimidad propia, inalcanzable para los demás. La carta termina con desgarro:

 

En septiembre te dije que notaba la falta de comunicación contigo. Esto me parecía y me parece más importante que cualquier otra consideración. No he sido capaz de superar la situación y el resultado es penoso. La única vía de confianza de que disponía, para decir lo que en cada momento pienso, la veo cerrada. El aislamiento, por ello, se ha hecho casi total. Difícil soportarlo.

 

Más arriba ha hablado de los quince últimos años. Son bastantes más desde las asambleas de la facultad de Derecho de Sevilla, casi treinta, y ambos andan ya por los cincuenta. No conciben la vida por separado porque nunca la han vivido así, por eso Felipe se abandona al vértigo del divorcio. La soledad le aprieta el pecho desde que está en la Moncloa. Pese a las sesiones de billar, a los paseos con Vallejo entre los bonsáis y a los viernes de la bodeguilla, se siente aislado y hondamente incomprendido. Sólo Alfonso —su mirada flaca y su sorna— cruza la frontera entre lo político y lo personal, porque entre ellos no existe tal diferencia. Difícil soportarlo, escribe. Si se marcha Alfonso (cuando se marche Alfonso), no quedará nadie en el palacio que diga por él lo que él no se atreve a decir, nadie comprenderá sus miradas ni leerá sus silencios. Hace tiempo que no se encuentra con sus ojos cuando los busca en el consejo o en cualquier reunión. Alfonso se hace extraño, y tal vez influyan en el extrañamiento todos los compañeros que le susurran su deslealtad y le subrayan sus ambiciones. En marzo, mientras la prensa hacía hogueras con las noticias sobre su hermano y el despacho maldito, salió una entrevista en un diario italiano que presentaba al vicepresidente como un intelectual y un hombre de teatro. En una alfonsada típica —tal vez crecido por los halagos de una periodista joven—, definió el funcionamiento del gobierno: «Yo estoy en la cocina y me dedico a cocinar; después, Felipe añade las especias y sirve los platos». El presidente se enfadó muchísimo cuando encontró el recorte en un dosier, y las excusas de Guerra (no dije eso, en realidad dije que yo trabajo en la cocina, fuera de la vista del público, y que el presidente da la cara, pero al traducir al italiano se perdió el matiz) no lo aplacaron.

Desde que empezaron a no entenderse, Felipe vive en un suplicio y algunos felipólogos hablan otra vez de sus depresiones. El Felipe depresivo es un cliché para los cronistas políticos. Aunque nadie lo ha confirmado, porque los jardines de la Moncloa siguen siendo muy espesos para según qué mirones, todo el mundo cree que el presidente pasa semanas entregado a la melancolía negra. Los viejos periodistas, los que lo conocieron antes de 1977, lo tienen por un sentimental reprimido, un producto genuino de la educación católica del franquismo. Los padres claretianos de Sevilla hicieron con él un trabajo soberbio, tal vez porque venía muy templado por un padre lacónico que se entendía mejor con las vacas que con las personas.

Los aficionados a los bailes regionales atribuyen esas notas de carácter a la herencia cántabra. Alfonso es un sevillano contumaz y típico, pero en Felipe predomina lo montañés, dicen los folcloristas. Se lo calla todo, se parapeta tras una costra dura y sólo expresa sus sentimientos mediante gestos y objetos, nunca de palabra. Talla piedras y cultiva bonsáis que regala a sus amigos. Todos alaban su generosidad. Tal vez no salude ni dé las gracias, como el vaquero que se pasa el día en el prado, pero comparte todo lo que tiene. Su amistad con millonarios —dicen— no ha degenerado en una afición por el lujo, aunque le guste vestir buen paño y tome el pelo a los amigos que llevan corbatas feas o chaquetas arrugadas, sino por el poder, que es distinto. No tiene querencia por casi nada material y lo regala todo, salvo los puros que le mandaba Fidel. Hacía poco que se había propuesto dejar de fumar. Estaba en la frontera de los cincuenta y una mañana se levantó sintiéndose viejo y dócil con los consejos del médico. Llamó a Joaquín Estefanía, fumador de puros, y le envió un par de cajas de habanos a la redacción de El País.

—Disfrútalas, ya que yo no puedo —le dijo.

Una semana después, cuando volvió a fumar, lo llamó al despacho:

—Oye, Joaquín, esas cajitas que te di, ¿podrías mandármelas de vuelta?

Los puros eran lo único que anteponía a la amistad.

 

Creo que me interesa más la amistad que todo lo demás. ¿O tampoco será verdad en este trabajo en que estamos metidos?

Un abrazo,

Felipe

 

Una pregunta recurrente en las conversaciones que he tenido con sus amigos es si se puede ser amigo de Felipe González. Todos respondían que sí, poniéndose como ejemplos y pruebas incontestables, pero entendían por qué lo preguntaba. Tal vez porque ellos se lo habían preguntado alguna vez. La amistad presupone una igualdad de trato que la condición de Felipe complica mucho. Hay demasiadas regiones prohibidas, y el único personaje con salvoconducto para entrar en todas fue Alfonso Guerra.

El 1 de enero de 1991, Felipe González no sólo había decidido divorciarse de su amigo. También se reafirmó en otra decisión, anunciada en 1989, la de no ser candidato. No volvió a hablar con Narcís Serra, pero ya no tenía claro que debiera sucederle. Ni siquiera tenía claro si debía intervenir y nombrar delfines, como si fuese el rey Sol. Se retiraría tras el año mágico de 1992, tras la exposición de Sevilla y los juegos de Barcelona. Sería un momento hermoso para hacer mutis, diez años después, en otro país que apenas se parecería al de 1982. Una lástima que no abandonasen el escenario juntos, Alfonso y él.

Se preguntaba en la carta si cabía la amistad en esa vida. En ese trabajo, decía. Es una pregunta muy triste para hacérsela en soledad, ante un folio pautado en cuadrícula, una mañana de año nuevo silenciosa. Entiendo que no se atreviera a responderla.

Alfonso leyó muchas veces esa carta, también en soledad, y se reunió a solas con su amigo el 8 de enero. Hablaron toda la tarde y nadie tiene claro qué se dijeron. Guerra sólo pidió un privilegio: decidir cuándo y cómo anunciaba la dimisión. Quería hacerlo en un acto del partido, rodeado por compañeros, sin una mirada hostil ni el riesgo de un sarcasmo. Dramaturgo hasta el final, no se le escapaba un detalle de la puesta en escena.

Con él se acababa algo más que una etapa de la historia socialista. Alfonso Guerra era el último político literato, el final de una raza de melancólicos y exaltados que entendían el juego democrático a veces como una tertulia, a veces como el tercer acto de una obra de teatro (comedia o tragedia, lo que tocase). Aunque su trabajo fue imprescindible en la demolición del viejo PSOE republicano del exilio, y aunque transformó aquella organización de masones sentimentales en un instrumento de poder de vanguardia, con mercadotecnia y demoscopia, su corazón estaba mucho más cerca de Pablo Iglesias y de Largo Caballero. Por eso nunca rompió del todo con la UGT. Por eso sólo le dio la razón a Solchaga por disciplina y resignación de derrota. Se marchaba orgulloso y altivo, rebuscando en la biblioteca unos versos que adornasen el adiós sin recurrir al sol de la infancia ni a los días azules, de los que había abusado un tanto.

Su último legado fue la regulación de los regalos oficiales que tuvo que proponer el patrimonio del Estado, al descubrirse un vacío legal. Cuando recogió su despacho, entregó todos los regalos que había recibido en calidad de vicepresidente —él, que se iba con la insoportable sombra de la sospecha del despacho y su hermano; él, que se iba entre viñetas que lo llamaban ladrón—, y descubrió que no había un protocolo para ello, pues casi nadie los devolvía ni se obligaba a los políticos a hacerlo. Desde entonces, se quedan a cargo de Patrimonio Nacional. Gracias a él, que quiso partir casi desnudo, como los hijos de la mar.

 

 

Estadio Olímpico de Montjuïc (actual Lluís Companys), Barcelona, 25 de julio de 1992, 20.00. Los más maliciosos notaron que la fecha de inauguración de los juegos olímpicos era el día de Santiago, patrón de España, matador de moros y estrella nacionalista que ahumaba el país con un botafumeiro desde la otra punta de la península, pero en 1992 había tan pocos maliciosos que nadie los escuchó. Sonó «Els segadors», el himno catalán, cuando el actor Constantino Romero anunció por la megafonía del estadio que entraban los reyes de España. Todo el palco, lleno de presidentes del mundo, se puso en pie para recibirlos. Era un ardid para evitar que los nacionalistas catalanes silbasen el himno de España, como había sucedido unos años atrás, pero también una convicción compartida: ese himno pertenecía al Estado que aquel rey representaba en su cabeza borbónica tanto como la «Marcha Real».

La humedad pringosa de aquella tarde de julio iba a fundir lo catalán, lo español y lo barcelonés en un descomunal anuncio televisivo que vendería una España insólita a todo el mundo. El gobierno llevaba años preparándolo, con la anuencia de Pasqual Maragall, el nieto del poeta que escribió una oda desdeñosa a España (a Espanya) y que entonces ejercía del alcalde más entusiasta y sonriente de la historia de Barcelona, y con la oposición pasiva de la Generalitat, que apenas puso dinero, pero no dejó de torcer el gesto ante los excesos de españolidad. La fiesta estaba pagada, casi por completo, por el gobierno de la nación, que había decidido, con Felipe al frente, que aquella tarde sería la puesta de largo de una España democrática, plural, desacomplejada y próspera, que ya no hablaba sólo en castellano, cada vez fingía hacerlo más en inglés y no sólo se sacudía para siempre las negruras y los suspiros del sentimiento trágico, sino que celebraba sin rubor los tipismos de lunares y abanico, para gloria y gozo de turistas. No actuó Camarón, que había muerto veinte días antes, pero sí Los Manolos, un grupo de rumba catalana mucho más festivo y trenzado con el esprit du temps (los nacionalistas catalanes querían que actuasen grupos de rock en catalán). Tampoco estuvo Bigas Luna, el mistificador de lo ibérico. Le sustituyó Luis Bassat, el emperador de la publicidad, una persona que encarnaba el ansia superficial, alegre, comercial y desinhibida de aquella Barcelona que se sentía capital de Europa. Bassat era un vendedor y tenía claro qué mercancía promocionaba aquella tarde: Barcelona como sublimación de lo español, el caldero mediterráneo donde se cocían todas las alegrías hispánicas.

La diputada Romero no se libró de su papel de primera dama, que ejerció con un vestido blanco de poco escote y botones negros, realzando su cabellera morena con unos pendientes grandes. Parecía un personaje de Julio Romero de Torres. Felipe llevaba traje y no fumaba un puro porque la dignidad del protocolo se lo prohibía, pero parecía que llevaba uno imaginario en las manos. Fidel Castro, vestido de militar, también parecía fumar uno un metro más abajo, y Carlos Menem, muy cerca, en la misma fila, ponía pose de estanciero. Por allí se sentaban también, secándose el sudor, Mitterrand, Violeta Chamorro, Naruhito de Japón o el príncipe Vajiralongkorn de Tailandia.

Los reyes de España ocupaban el centro de un sistema de palcos con terciopelo rojo que recordaba a las justas medievales. Era tal la excitación, tan opíparo el ceremonial y tan acrítica la actitud, que, si el rey Juan Carlos hubiera bajado el dedo en uno de los actos, los mossos d’esquadra, como guardia pretoriana, habrían ajusticiado ahí mismo al artista aludido, aunque fuera Plácido Domingo o los actores de la Fura dels Baus o los tambores del Bajo Aragón. La masa lo habría festejado como en tiempos de Roma.

Lo que se sacrificaba aquel crepúsculo, casi en horario taurino, dejando que la noche avanzase sobre la escena, para simbolizar la muerte, era una España que no todos detestaban, la España madrastrona, la de los señores bajitos al volante de un seiscientos y la de los viejos analfabetos a lomos de una mula. El rito ofrecía a la civilización mundial, en presencia de sus líderes, el cadáver alanceado de un país de mierda, pariendo a la vez una comunidad bien afeitada, universitaria, limpia y europea.

Felipe había estrenado ese país nuevo unos meses antes, en abril, cuando inauguró la exposición universal de Sevilla, en un escenario mucho menos solemne que le permitió dar un discurso. Aquello fue más importante para él, pues era su ciudad y era Andalucía, transformada hasta las raíces por su empecinamiento. No hacía ni veinte años desde que conducía el Dyane 6 por las estrechuras del barrio de Santa Cruz, poniendo el coche a dos ruedas en las curvas y cargando la camioneta de su padre manchada de excrementos de vaca. No hacía ni veinte años desde que la policía lo iba a buscar a su piso de la calle Espinosa y Cárcel, y apenas veinticinco desde que empezaron a reunirse en un garaje de la calle San Vicente con un republicano triste que les hablaba del PSOE. En 1992, el PSOE de Andalucía tenía una sede en esa misma calle, una sede preciosa y blanca de varios pisos, nada que ver con un garaje. La Cartuja, un cenagal de mosquitos con un cenobio en ruinas, era un real de arquitecturas futuristas, y Madrid estaba a unas dos horas y media de tren de alta velocidad, un empeño que no entendieron los catalanes ni casi nadie. ¿Cómo lo iban a entender, si no conocían el polvo andaluz? ¿Qué sabían ellos de las arrugas morenas de los jornaleros, de las gitanas que se desenredaban el pelo en las calles sin asfaltar del barrio de Bellavista, de las viejas que leían la buenaventura en la plaza de España? ¿Qué sabían ellos de lo mucho que deslumbra el sol por el espejo retrovisor cuando sale por la espalda mientras se conduce medio dormido por la dársena del Guadalquivir hacia La Puebla del Río?

Llevar el tren a Sevilla antes que a Barcelona significaba cambiar el sentido de la historia, reordenar las prioridades y cumplir un destino. Era muy difícil verlo entre tanto edificio de cristal y tanta banalidad de feriante, pero la transformación de Sevilla y la redención de Andalucía eran parte de un sueño socialista muy antiguo. Puede que algunos vieran en el trato de favor un gesto de cacique, el típico y españolísimo agravio del gobernante en beneficio de su pueblo, pero destruir la brecha que marcaba Sierra Morena era una de las utopías más persistentes de todos los que en España han creído en el progreso y la igualdad. Desde los tiempos de las nuevas poblaciones, en el siglo XVIII, hasta la autonomía andaluza, pasando por las revueltas anarquistas, todos han querido allanar el escalón de Sierra Morena, que, más que sierra, es precipicio, el accidente que eleva la meseta y la separa de los valles béticos. En 1982, Andalucía era mucho más pobre que el resto de España. A partir de 1992, la brecha empezó a parecerse a una rampa que se podía subir y bajar sin esfuerzo. Cuando Felipe citaba a Lucas Mallada y los males de la patria diez años atrás, hablaba de eso.

Los socialistas podían argumentar con soltura su querencia andaluza sin disimular sus razones sentimentales. Para Felipe, fue mucho más emocionante inaugurar la exposición universal de Sevilla, pero la emoción no le nublaba el entendimiento y sabía que aquella tarde de Santiago de 1992 en Barcelona era más importante. Era allí, en aquel estadio, donde la España podrida, cañí, de azucarillos, aguardiente, navaja y clavel, moría entre arias de ópera y sonrisas de atleta.

No todo el mundo aplaudía. Los nacionalistas catalanes murmuraban contra algo que les sonaba demasiado ibérico y muy poco catalán, la carcunda protestaba por el despilfarro de los golfos rojos (llamaban la década roja a los diez años de gobierno socialista; Umbral titularía así un libro de crónicas publicado un año después), y una izquierda que se tenía por verdadera y traicionada, la que se quedó en el último grito de la última manifestación contra la OTAN, se lamió sus cicatrices nostálgicas y paseó perdida por las calles nuevas, donde no se cruzaba más que con yupis de traje y gomina. Eran los que se negaban a llamar Raval al barrio chino de Barcelona, los que suspiraban por una ciudad sin duda más pobre, peligrosa y sucia, pero rezumante de verdad, sin trampas de diseño. No sólo en Barcelona, por toda España maullaron los nostálgicos de ese país sacrificado al anochecer de aquel 25 de julio. Algunos tan sólo lloraban su juventud. Otros, simplemente, no se encontraron en el paisaje nuevo. Pero casi nadie negaba que la mayoría vivía mucho mejor en esa España que ya no reconocía ni la madre que la parió.

Cuando el arquero lanzó la flecha y el pebetero olímpico se encendió, Felipe, que ni siquiera aplaudió cuando ganó las primeras elecciones, se unió al resto del país en un aplauso ingenuo que contenía un suspiro de alivio. Todo había salido bien. ETA no había puesto ninguna bomba, los nacionalistas no habían boicoteado el acto, a ningún cantante le falló la voz ni tropezó un solo bailarín. El anuncio de España resonó convincente. El mundo compraba el producto tal y como se le presentaba, pero, apagados los aplausos y disuelto el público, a Felipe le tocaba volver en avión a Madrid para ocuparse de una realidad fastidiosa que iba a estropear sus planes de retirada: la economía se derrumbaba. Una mariposa había aleteado en Tokio en 1990, hundiendo el mercado inmobiliario y, por la magia incomprensible de las bolsas y la crueldad espesa de los barriles de petróleo quemados en la guerra de Irak, arruinaba a todos los países desarrollados, uno detrás de otro. Ya le tocaba a España, en el peor momento.