Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 25 de marzo de 1993. No pudo hablar, pero no le importó. Tampoco se dejó defender por otros, le quitó importancia.
—En mi sueldo, que no es mucho —dijo—, se incluye aguantar estas cosas. No sufran por mí.
Felipe González atendía a la invitación del rector de la Universidad Autónoma de Madrid, que organizaba un ciclo de debates y conferencias sobre la transición democrática. El aula magna estaba llena, y cientos de alumnos seguían el acto por los pasillos mediante la megafonía. En el camino de la puerta a la sala se oyeron abucheos y pitos, poca cosa en comparación con lo que estaba por llegar. Nada más sentarse en el escenario y cumplidos los saludos de protocolo, un grupo de estudiantes se levantó y, acompañados de otros que golpeaban las ventanas desde fuera, empezaron a gritar:
—¡Chorizo! ¡Corrupto! ¡Esa, esa, esa, hablemos de Filesa! ¡Guerra, guerra, guerra, hablemos de Juan Guerra! ¡Corrupto! ¡Felipe, dimisión!
—Pero ¿de qué quieren que dimita? —dijo, divertido.
Si la escena lo perturbaba, lo disimulaba bien. Parecía incluso halagado, como quien vive una sorpresa que quiebra la monotonía de los días. En los breves tramos de silencio, Felipe recordó que participó en una algarada parecida en los años sesenta, cuando los estudiantes de Derecho de Sevilla reventaron una conferencia de Manuel Fraga. La leyenda insiste en que fue allí, corriendo ante los grises que disolvieron la protesta a palos, donde conoció a Alfonso. Le hacía gracia ocupar el lugar del ministro de Franco. Aquello era también un síntoma de triunfo, cambio y normalidad democrática. O eso se decía.
Quizá fue la falta de costumbre de verse hostigado en una charla —no quedaban tan lejanos los días en que le gritaban que querían un hijo suyo, y aguantar el ceremonial de los actos de Estado era muy aburrido—, o quizá fue su desprecio por aquellos alumnos repeinados, tan canónicamente de derechas, tan distintos de los antifranquistas de hacía treinta años. Tal vez sólo estaba de buen humor, por eso contestó por alegrías. Le parecía una protesta artificial, diseñada por la prensa de los populares, que no iba a ninguna parte. Con un sosiego sobrenatural, aplacó a las fieras con promesas contundentes:
—Quiero que el asunto se aclare hasta sus últimas consecuencias. En el momento en que se pida el suplicatorio, que espero tenga cierta fundamentación, se concederá, como reclaman los propios parlamentarios para facilitar la aclaración cuanto antes. Pero les diré más. Ahí no acaba la responsabilidad. Independientemente de las responsabilidades que existan, si existen, desde el punto de vista judicial, el PSOE asumirá la suya. Los responsables serán responsables políticamente, más allá de la calificación jurídica. Y, como responsable, estoy dispuesto a asumir la mía.
El caso Filesa era un asunto feísimo de financiación ilegal del PSOE. Según se empezaba a saber, parte de la campaña electoral de 1989 se había pagado con comisiones y mordidas de empresas a cambio de contratos públicos, en una trama compleja que implicaba a varios dirigentes del partido. Felipe González alegó que él no se ocupaba de esos temas, que eran competencia del PSOE (mientras él estaba atento al gobierno, sin pisar la calle Ferraz), que se enteró de todo por la prensa y que, por supuesto, apoyaría todas las investigaciones y quería que se llegase hasta el fondo. Otros jefes, como el presidente de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, fueron menos directos y más militantes:
—Yo no justifico a quienes hacen negocios dudosos a favor del partido —dijo en una entrevista—, pero los distingo de quienes los hacen para enriquecerse.
Es decir, había ladrones y ladrones. El ladrón bienintencionado, un Robin Hood mal entendido, robaba por el bien común. No era eso lo que defendía Felipe, pero tampoco salió a desautorizar a los jefes que decían esas cosas. En general, dijo muy poco, y casi todo lo dijo aquella mañana en la Universidad Autónoma, entre gritos de chorizo y dimisión. Pronto tendría que decir más.
Unas semanas más tarde, asediado por las noticias del escándalo y por la escalada salvaje de las cifras del paro, que alcanzaron los tres millones en muy poco tiempo, convocó nuevas elecciones, adelantándolas unos meses. Desdiciéndose una vez más, se presentó como candidato. Era la quinta vez que abortaba la retirada. Por responsabilidad, se diría y diría a otros. Porque no podía cargar el gobierno sobre otras espaldas cuando eran las suyas las que se señalaban. José María Maravall, el responsable de la campaña —aunque Alfonso Guerra también se atribuye la autoría—, se tomó en serio la soledad del candidato y diseñó un plan más personalista que en el 77. Apenas se veían las siglas del partido o alusiones a otra cosa que no fuera la cara cansada de Felipe, que posaba resignado. Hasta el lema era perezoso: «Por el progreso de la mayoría». Ya habían usado la palabra progreso en el 89, pero entonces no sonaba estancada. Aquella mañana en la Autónoma, ante los estudiantes furiosos, estaba a punto de tomar la decisión, por eso hablaba con desparpajo: se veía en campaña.
Desde una de las sillas del aula magna, silencioso e inexpresivo, ni a favor ni en contra, como le exigía la Constitución, Felipe de Borbón, príncipe de Asturias y alumno de esa facultad, contemplaba al presidente y tal vez lamentaba, sin que la decepción se le subiera al rostro numismático, que había perdido el tiempo, que en aquel ciclo de conferencias no se aprendía nada sobre la transición democrática y, además, no contaba para la nota final.
Antena 3 Televisión, avenida de Isla Graciosa, s/n, San Sebastián de los Reyes, Madrid, 24 de mayo de 1993, 22.00. Llegó José María Aznar con su comitiva y las cámaras lo retransmitieron en directo, subrayando lo histórico de la escena. Salió el presidente del Partido Popular del coche negro y estrechó la mano de Antonio Asensio, el jefe de Antena 3, que lo esperaba en la puerta de los estudios. En el vestíbulo le señaló una pantalla que mostraba el plató donde iban a debatir, y le indicó su mesa, a la derecha del moderador, Manuel Campo Vidal. El ambiente estaba a mitad de camino entre una cumbre de Estado y una boda de copete, con trescientos señorones y señoronas que habían formado una caravana de taxis desde Madrid y habían recorrido unos veinticinco kilómetros de la carretera de Burgos para asistir al primer debate presidencial de la historia de España. La mayoría ni siquiera ubicaba San Sebastián de los Reyes en un mapa de la Comunidad de Madrid. Una vez allí, descubrieron que tendrían que ver el debate en un salón grande a través de unas pantallas: los partidos habían acordado que no habría público en el plató. Los anfitriones consolaron la decepción de los invitados con jamón de bellota y vino abundante.
—Con lo que nos ha costado llegar aquí —decían—, donde Cristo dio las tres voces.
En aquellos terrenos casi a pie de sierra se había montado una de las tres cadenas privadas de televisión que rompieron el monopolio estatal tras la nueva ley de 1988 y contribuyeron, más que casi cualquier otra cosa, a que los españoles se sintieran modernos. Quebrar el monopolio costó doce años, desde que la Constitución proclamase la libertad de prensa. Para emitir en el espacio radioeléctrico se necesita una licencia administrativa. Cualquiera puede imprimir un periódico, pero las ondas son del Estado, y para usarlas hay que recabar su permiso y cumplir unas condiciones. La UCD y el PSOE demoraron todo lo que pudieron —y un poco más— la legislación que regulaba la explotación económica del aire y los trámites para la concesión de frecuencias. En 1989, los espectadores daban uso al resto de los botones del mando a distancia, que apretaban compulsivamente, aturdidos entre tanto programa simultáneo y tantas tetas.
Antena 3 era al principio un conglomerado de muchas empresas periodísticas (fundamentalmente, La Vanguardia y el Abc), pero acababa de cambiar: el Grupo Zeta, editor de Interviú, se había hecho con la mayoría de las acciones y había renovado la parrilla de arriba abajo, fichando a estrellas veteranas de Radiotelevisión Española, como Manuel Campo Vidal, Mercedes Milá o Jesús Hermida. Aspiraba a convertirse en la verdadera tele de referencia de España, algo así como la TF1 francesa. Por eso se empeñaron en organizar un debate electoral que no podía celebrarse en una cadena pública que cada día estaba más desprestigiada por servir a la propaganda del gobierno. Su competencia, Telecinco, de capital italiano, hacía una televisión despendolada y casi pornográfica (abiertamente pornográfica, si se considera la frase con la que el director, Valerio Lazarov, explicaba a los realizadores el estilo con el que debían filmar las coreografías de los cuerpos de baile: «Más cerca, quiero que el espectador huela a coño»). Para marcar distancias, Antena 3 aspiraba a conquistar a los españoles de bien mediante el aburrimiento. No le habían dejado otro hueco para competir.
Llegó Felipe González unos minutos después de Aznar, y se repitió la misma secuencia: recepción de Asensio, parada en el vestíbulo y paseíllo por las instalaciones. Aznar, pequeño y con bigote, caminaba un poco envarado. Felipe, más natural, se encorvaba un tanto, pero se le notaba más suelto. Presumía de veterano, aunque era tan novato como su rival en esos líos televisivos. Para el presidente, ir a la tele era como para otros darse un baño en una piscina familiar. Se lo debía casi todo a ese medio. En la tele se hizo famoso; con una frase en la tele ganó las elecciones del 82, y con un discurso en la tele ganó el referéndum de la OTAN. Por eso estaba convencido de que aquella noche sería un trámite más.
José María Aznar era un inspector de hacienda del Estado que acababa de cumplir cuarenta años, los mismos que Felipe cuando llegó a la Moncloa, y había sido presidente de la Junta de Castilla y León entre 1987 y 1989, mérito sobrado para que Manuel Fraga, antes de retirarse para siempre a sus castillos gallegos, lo señalara como el jefe natural del nuevo partido de derechas que sustituía a Alianza Popular. Disputó las elecciones de 1989, pero nadie esperaba una victoria de un recién llegado. Eran momentos de rearme, había que levantar un partido sobre las bases de una montaña de fracasos y peleas. Todos sabían que en España había muchos votantes conservadores y algún que otro liberal que ansiaban un partido grande que reuniera a todas las familias ideológicas, sobre todo a las más ingenuas, las de la gente de orden y vermú después de la misa. Todos lo sabían, pero nadie acertaba con la fórmula. El año 1989 dio a Aznar una oportunidad para ensayarla en el Congreso de los Diputados, con un grupo parlamentario lleno de caras jóvenes y nuevas, ajenas a los años finales del franquismo y libres de deudas con la dictadura. Al menos, en apariencia. Aprovechó el altavoz para montar una estructura de partido y darse a conocer a la opinión pública, debate tras debate. Tenía cuatro años por delante, no había prisa.
Felipe no sentía por él ningún respeto. Le parecía un individuo ridículo, con un bigote fuera de tiempo y un gusto terrible para los trajes. Le irritaba el tono de su voz, la dicción monocorde de maestrillo claretiano y su risa sin armónicos. Que la derecha cayera en manos de un pimpollo así, sin experiencia ni artes retóricas, debía de ser un síntoma más de la decadencia conservadora. Fraga se hacía viejo y no había encontrado a nadie. Todos sus sustitutos habían caído, uno tras otro, más por deméritos suyos que por méritos socialistas. El pan sin sal de Antonio Hernández Mancha o el impertinente Jorge Verstrynge no cuajaban ni le duraban mucho a Felipe en los combates cuerpo a cuerpo. Se había malacostumbrado a no tener rivales, ni por la derecha ni por la izquierda. Una de las razones de su desidia —esa queja cansada y esas ganas de irse— era que no le costaba esfuerzo ir al parlamento y despachar de carrerilla los discursos previsibles de la oposición. Se lo habían puesto muy fácil, y aquel Aznar aún no había echado los dientes.
Manuel Campo Vidal llevaba un bigote de señor, un bigote ya proverbial en la tele española, un bigote que intimidaba al bigotito de Aznar. Con traje y peinado parecidos, el periodista parecía la versión acabada del político, lo que debería ser si lo hubiesen armado en condiciones. Campo Vidal apenas disimulaba la emoción de día de Reyes que dominaba a su cadena. Jugaban a ser norteamericanos, llevaban tiempo estudiando los debates de Estados Unidos y aún no se creían que algo así estuviera pasando en España. Hacía apenas tres años, allí sólo había solares y naves vacías en un pueblo de la carretera de Burgos. Esa noche, eran el centro del país. El debate se retransmitía, además de por Antena 3, por ocho cadenas de radio, Venevisión de Venezuela y dos cadenas de Buenos Aires.
—Quisiera empezar preguntándoles por su idea de España —dijo Campo Vidal.
Le tocó en suerte el primer turno a Aznar, que miró con un aplomo insólito y ensayado a la cámara y esquivó mágicamente la bala. Fue directo a la economía. No le preocupaban las ideas de España, sino lo concreto, los tres millones de parados, los que temían por su trabajo, los que veían subir los precios. Parecía un sindicalista, pero con sosiego. Se dirigió a los espectadores con telegenia aprendida —compensando la ausencia de la ingénita— y recitó un montón de datos sin avasallar, con orden y claridad. Culpó al gobierno de la situación desastrosa de la economía, pero se quedó ahí. Al contrario de lo que hacía en el parlamento, no se recreaba en las acusaciones y pasaba a la frase siguiente, que incidía en la solución. España necesita un gobierno que deje de destruir empleo y no cierre empresas, decía. Era cuidadosamente propositivo, se vendía como un candidato solvente, que se hacía cargo de la gravedad de la situación y se mostraba dispuesto a remangarse y remar.
Si Felipe no hubiera estado tan distraído, habría reconocido en su rival la misma actitud y la misma estrategia con las que ganó en 1982: el líder sensato, el hombre capaz de poner orden en el caos. La única diferencia era que Aznar tenía que ensayarla y esforzarse por mantenerse en el papel, mientras que a él le salía solo.
Llegó el turno de Felipe. Empezó con cansancio y suficiencia. Sin mirar ni a la cámara ni a Aznar, se ciñó a la pregunta —¡horror: nunca hay que ceñirse a la pregunta si se quiere dominar un discurso!— y se reivindicó a sí mismo recurriendo a los sueños viejos de los progresistas españoles. No mintió. Simplemente, no entendió el momento. Habló de una España que vivía en paz y en libertad y que se modernizaba a toda máquina, y todo gracias a los gobiernos socialistas. Esa era la España que él quería y esa era la España que venía construyendo desde 1982, como los españoles de buena fe tendrían la generosidad de reconocer. Y si era cierto que se vivía una crisis —y no se podía negar—, no era menos cierto que era una crisis coyuntural, pasajera y que afectaba a toda Europa. Echarle la culpa al gobierno de eso, cuando el gobierno había creado una sanidad y había reforzado las pensiones y los seguros de desempleo para que los españoles no sufrieran tanto como antes, era como echarle la culpa de la lluvia o del viento.
Todo se lo dijo a Manuel Campo Vidal, como si Aznar no estuviera en la sala y aquello fuera una entrevista.
—Lo último que necesita España es palabrería vana, señor González —replicó Aznar—, aunque sabemos que de eso anda sobrado.
Y volvió a descargar un montón de cifras y porcentajes ante el gesto desdeñoso del presidente. Le recordó que la peseta se había devaluado tres veces y que el paro en España era muy superior al de Alemania, Francia o Reino Unido. Daba estocadas secas y certeras, mirándolo a los ojos, sin perder nunca la posición del interlocutor.
—Jamás un gobernante español democrático —dijo— ha tenido el caudal de apoyo y entusiasmo que usted ha tenido, en términos de progreso y modernidad, y lo ha despilfarrado.
¿Dónde estaba el hombrecillo con voz de flauta que decía simplezas en el escaño? Era evidente que lo habían preparado muy bien, como a él lo entrenaban cuando Julio Feo lo llamaba purasangre. Aznar lo obligaba a bajar al campo de lo concreto, del aquí y del ahora, donde Felipe no tenía armas para defenderse. Allí no servía presumir de década roja, nadie se acordaba ya del pebetero en llamas, no tenía forma de quitarse de encima la montaña de pruebas del desastre económico. No se había preparado aquella noche. Confiaba, sí, en su palabrería vana y en su magia de chamán. Creía que le bastaba.
El director de campaña de Aznar, un periodista de Valladolid de veintinueve años llamado Miguel Ángel Rodríguez, había invertido mucho en adiestrar a su candidato, porque lo había apostado todo a esa noche. Sabían que era la única oportunidad de imponerse antes de las elecciones. El punto débil de Felipe, según estudió Miguel Ángel, eran los datos. El presidente apabullaba con retórica y con anécdotas, pero era vago en la exposición de datos. Si se enfrentaba a una batería imponente de realidades estadísticas, sus defensas oratorias caerían como los muros de Jericó. Por eso armó a Aznar con munición abundante de decimales y tantos por ciento. Desasistido de las carpetas y del susurro de sus ministros, agarrado a un cuaderno en blanco, Felipe sólo acertaba a defenderse con una alusión a las pensiones y a la protección social, pero eso no bastaba. No podía desmentir la catástrofe que dibujaba su enemigo y, cada vez que aludía a su trabajo ya hecho, al cambio de 1982, parecían frases vacías, propaganda. Mientras Aznar hablaba del futuro, él sólo tenía pasado. La conclusión del espectador estaba clara: el tiempo de Felipe era el ayer.
Incrédulo de sí mismo y de Aznar, interrumpía con grosería, dando pie al otro candidato a presumir de civismo («yo no le he interrumpido, señor González»). Si alguna vez se le escapaba una mirada a su contrincante, era de rencor y sarcasmo, sin esa ironía traviesa que encandilaba otras veces. Al final, casi suplicaba un reconocimiento. Lo hacía como reproche, pero sonaba a petición de clemencia:
—Sería generoso que la oposición reconociera algunos de nuestros aciertos y que la gente de bien entiende y agradece.
—¿La gente de bien es la que le vota, señor González? Quienes no le votan ¿no son gente de bien?
Cada turno se hundía más. Fueron noventa minutos de tortura que no consiguió remontar. Ese señorito rancio del que susurraba chistes en el escaño cuando intervenía en el parlamento dominó con aplomo toda la velada.
De vuelta al palacio, cruzando el norte de Madrid en una noche cálida de primavera en que la dehesa olía a majuelo, a retamas y a rosas silvestres, Felipe se juró que nunca más bajaría la guardia con ese bicho. A su lado, José María Maravall, su viejo ministro de Educación, le repetía el estribillo de la campaña: no debía hablar del partido ni de los juicios pendientes, todos los mensajes debían centrarse en la sanidad, las pensiones y los escudos sociales contra la crisis que la derecha desmontaría si alcanzaba el gobierno. Maravall era un intelectual fino que escribiría muchos ensayos sobre el poder, la corrupción y las mentiras. Sus razonamientos eran impecables, pero Felipe no tenía cuerpo para atenderlos. Prefería bajar la ventanilla y aspirar los olores del campo. Sorprendido, se sintió fuerte. El cansancio se había diluido como un dolor de cabeza ante una aspirina. Algo bueno podía sacar de lo que acababa de ocurrir. Tal vez recuperase el entusiasmo. La idea de sudar la victoria era muy agradable.
Club de golf La Quinta, avenida de Tomás Pascual, s/n, Marbella, Málaga, 13 de agosto de 1994, 12.00. Francisco Umbral no llevaba bufanda cuando se puso en pie para recitar los versos que había compuesto aquel día pegajoso de verano andaluz. Con su voz impostada, máscara sobre máscara, leyó: «Los Dalton están llorando / al pie de una rotativa / porque Jesús de Polanco / sólo publica mentiras. / Los Dalton están llorando / llenos de pena cautiva, / mientras Jesús de Polanco / les cantaba una guajira. / Polanco es un hombre malo, / como una cooperativa, / Pablo Sebastián y Aurora / sacan navaja bandida, / escriben una columna / y se cortan la pilila. / Luego pasan al ataque / pidiendo papel y tinta / y cuentan lo de Cebrián / con la prosa en carne viva».
El público, masculino en su totalidad —camisas sin remangar, chaquetas e incluso alguna corbata, pese al calor homicida—, aplaudió entre carcajadas, mientras el poeta, sin mover un músculo de la cara, siempre rígido, regresaba serio a su silla. Era el momento de las fotos, de dejar una prueba para la historia. Pero antes había que brindar.
—Por el sindicato del crimen —dijo alguien, alzando su copa.
—Por el sindicato del crimen —respondieron los demás.
Camilo José Cela acababa de ser nombrado presidente por veteranía y rango, pues era el único premio Nobel de los presentes. Andaban por allí Antonio Gala, Raúl del Pozo, Luis del Olmo, Manuel Martín Ferrand, José María García, Pablo Sebastián, Pedro J. Ramírez, José Luis Balbín, Antonio Herrero, Federico Jiménez Losantos, José Luis Martín Prieto y Luis María Anson, entre otros. Unos cuantos se apearían al poco tiempo, y otros siguieron en nómina sin participar en los ritos de esa nueva masonería periodística. El núcleo duro estuvo siempre formado por Pedro J. y Luis María Anson, directores de El Mundo y Abc, y el grupo se había ido formando en tertulias organizadas por este último en su despacho, una sala enorme en lo alto de la sede del diario, con vistas a la carretera de Aragón y a los tejados de Madrid. Lo del sindicato del crimen era un motete que les había colocado Juan Luis Cebrián un año atrás, cuando el exdirector de El País tuvo noticia de que varios periodistas famosos se reunían para coordinar sus ataques al gobierno por columnas y ondas. Escribió Cebrián: «Lo sucedido estos días en España, en donde una veintena de periodistas constituyen un verdadero sindicato de intereses —algunos lo llaman en privado el sindicato del crimen— dedicado en ocasiones a extorsionar empresas, sometido en otras al dictado de quienes le pagan y esclavos siempre de su vanidad y sus rencores, no es un tema fútil. Pone de relieve que las amenazas contra la libertad de expresión nacen en no pocas ocasiones en el seno de la propia profesión periodística, cuando abusa de esa libertad, prostituyéndola».
No quedaba claro, por tanto, si fue Cebrián quien los llamó sindicato del crimen o si se llamaban a sí mismos así, lo que, conocido el talante y el sentido del humor de varios miembros, suena verosímil. Oficialmente, se llamaban la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI) y su propósito era tumbar el gobierno mediante el hostigamiento coordinado, es decir, acordando de qué temas iban a tratar sus columnas y las portadas de sus periódicos, para crear una sensación de escándalo constante en la sociedad española. Según dijo Anson muchos años después, orgulloso de su trabajo conspirativo, temían que Felipe González gobernase treinta años. Estaban convencidos de que, sin un poco de ayuda, la derecha jamás vencería. Lo habían visto en las últimas elecciones: pese a que Aznar se reveló como un candidato ejemplar y recortó mucha distancia con el PSOE, Felipe había vuelto a ganar. Sin mayoría absoluta, eso era cierto. Se había visto obligado a pactar el apoyo parlamentario de los nacionalistas catalanes y vascos (que ya se lo otorgaban antes), pero había sacado incluso más votos que en 1989, aunque menos escaños. Ni la corrupción, ni los juicios por el GAL le pasaban factura. No había manera de demoler la montaña de votos que lo sustentaba.
Tuvo una sola noche de flaqueza, la del primer debate en Antena 3, pero hubo un segundo, y en él Aznar no tuvo nada que hacer ante un presidente que ya no se dejó sorprender, bien entrenado por dos jóvenes que se las daban de expertos en debates presidenciales de Estados Unidos. Uno de ellos, Miguel Barroso, era un periodista zaragozano que había trabajado en el gabinete de Maravall y por entonces estaba considerado un mago de la comunicación empresarial y política. Su trabajo de asesor en ese debate agrandó su aura dentro y fuera del partido. Hizo carrera como ejecutivo en la Fnac y se convirtió en una voz muy influyente en el socialismo, pero en la sombra. En la luz reinaba su esposa, Carme Chacón, la primera mujer que estuvo a punto de ser secretaria general del PSOE. El segundo asesor se llamaba José Miguel Contreras, también periodista. Entonces dirigía los programas de Telemadrid y tenía sólidas teorías sobre la influencia política de la tele. Con el tiempo, se convirtió en uno de los ejecutivos más poderosos del medio en España. Su trabajo fue impresionante, como demuestra el vapuleo que recibió el candidato Aznar, cautivo y desarmado desde la primera intervención, pero sería injusto concederles todo el mérito de la resurrección de Felipe, porque, como bien pudieron comprobar aquellas tardes de ensayos y teatro, Julio Feo tenía razón: aquel caballo sólo necesitaba un entrenador que lo guiase un poco, pero enseguida encontraba el camino de la meta. En cuanto se quitaba el traje y se remangaba la camisa en un mitin, o en cuanto salía cinco minutos por televisión, España volvía a entregarse a él.
Por supuesto, ni todos eran de derechas —había significados izquierdistas, como Balbín o Del Pozo—, ni todos estaban dispuestos a quemar su ética en las hogueras de susurros de la conspiración. Había muchos periodistas honrados en el sindicato del crimen, cronistas sin tacha que siempre habían antepuesto su oficio a cualquier otro interés, pero eran también francotiradores convencidos de que hacía falta subir el tono de crítica al gobierno. Estos encontraron en la AEPI un paraguas para cobijarse de la lluvia helada que caía desde los medios empotrados en el gobierno, donde ya no podían ejercer. Fueron los que antes se descolgaron, aunque siguieran escribiendo contra los socialistas, pero a su aire.
Abundaban también los resentidos por motivos personales, gente con sentimientos de agravio e historiales de peleas con el PSOE o con el Grupo Prisa y El País, sin que tales resentimientos nublasen su mirada, aunque la hacían más afilada y agresiva contra el poder. Martín Prieto, por ejemplo, conocido como MP, el autor de la crónica de Felipe en la casa de Julio Feo mientras esperaba el resultado de 1982, había sido subdirector de El País, un cronista afín al PSOE (Alfonso Guerra le presentó un libro en 1982) y una persona de confianza en el equipo de Cebrián, pero, cuando dejó de serlo, se convirtió en una voz destacada de la prensa conservadora. José Luis Balbín nunca perdonó su cese como director de informativos de Radiotelevisión Española en el primer gobierno socialista ni la desaparición de su programa La clave. Manuel Martín Ferrand odiaba a Polanco desde que Prisa compró en 1992 la cadena que dirigía, Antena 3 Radio, y lo desalojó de su despacho de la tele privada. Pedro J. Ramírez culpaba directamente a Felipe González de su despido de Diario 16. Decía que el presidente había presionado a su amigo De Salas para deshacerse de él y conseguir que dejara de escribir sobre el GAL. José María García había sufrido también la desaparición de Antena 3 Radio tras su compra por Prisa y sentía un intenso rencor contra Polanco, por quitarle un micrófono con el que hacía audiencias millonarias (que siguió haciendo en la competencia, la Cope). Pablo Sebastián, uno de los socios más activos de la AEPI, había sido periodista de El País de primera hora y presentador del telediario de Televisión Española bajo el mandato de Calviño a mediados de la década de 1980, con quien tuvo pleitos graves. Umbral, en fin, había salido de El País, según él, porque Pedro J. le hizo una oferta de muchísimo dinero, lo cual era verdad, pero se la hizo porque lo habían echado del periódico de Prisa por molestar reiteradamente en sus columnas a un personaje —que no era Felipe, ni tan siquiera político, ni tan siquiera español— que tenía poder para despedirlo.
Sin duda, había razones ideológicas, pero el deseo de venganza personal brillaba grasiento en la gomina de muchos sindicalistas del crimen. No era extraño, por tanto, que celebrasen el enfado de Cebrián e hiciesen suyo el sobrenombre mafioso que les regalaba.
No por sabida y publicada, la leyenda de este sindicato es menos confusa. Según Anson, que es quien más la ha contado, el colectivo funcionó como una conspiración de líderes de opinión que querían salvar la democracia de la propia democracia, demasiado obcecada en el libre ejercicio del sufragio y sorda a las diatribas de los sindicalistas. Pedro J. dice en una de sus memorias que Anson exagera y que aquello no pasó de ser una tertulia de amigos sin mayores efectos en la opinión pública, pero lo cierto es que han menudeado denuncias de presiones y actitudes que van mucho más allá del hecho de ponerse de acuerdo para escribir todos a una sobre el GAL.
Por ejemplo: en 1996, el presidente del Grupo 16, José Luis Domínguez, denunció que había sido coaccionado por la AEPI. En un almuerzo con Anson, Pedro J. y Pablo Sebastián, estos le instaron a que mantuviera a José Luis Gutiérrez en la dirección de Diario 16. Si lo despedía, ellos actuarían con beligerancia. Hay mil historias como esta, protagonizadas por periodistas que chantajeaban a figuras públicas o a empresarios, amenazando con airear sus trapos sucios, que tenían bien archivados. La década estaba dominada por guerras entre medios y periodistas, y de estos con políticos, que emulaban un chiste que gustaba mucho entre cronistas viejos y se contaba en las sobremesas. Recostado en la silla del dentista, justo antes de abrir la boca, el paciente agarra por los testículos al odontólogo y le dice: «¿Verdad que no nos vamos a hacer daño?».
Eran buenos tiempos para la prensa. Nunca se habían vendido tantos periódicos ni se había hecho tanto dinero. Tradicionalmente, el periodismo en España había sido un oficio de señoritos, porque muy pocos se hacían ricos con él, y sólo los niños de cuna meneá podían ejercerlo, sin cobrar o cobrando miserias, porque la manutención corría a cargo de la familia. Aunque Larra había cobrado más que la mayoría de las estrellas de la tele del siglo XX, su caso era muy excepcional. Hasta la transición democrática, los redactores eran profesionales esforzados y tirando a humildes, golfos que se gastaban la paga en los bares, dormían de día y daban sablazos a la hora de cenar. A partir de la década de 1980, esto cambió. Los sueldos mejoraron bastante y las posibilidades profesionales se multiplicaron en un paisaje de nuevos medios y viejos periódicos reformados que ingresaban mucho dinero y tenían accionistas poderosos y generosos. Nunca se había trabajado con tantos recursos y tanta libertad. En la década de 1990, con la apertura de las televisiones privadas, las guerras por la audiencia de las radios y la fundación de periódicos como El Mundo, la profesión entró en una orgía. Presentadores de Televisión Española que habían ganado un sueldo decente se hicieron millonarios, a algunos columnistas los fichaban como si fueran jugadores de fútbol y los locutores de radio de la mañana iban a la emisora con chófer. La puesta de largo de la AEPI fue en Marbella, la meca del lujo y de la beautiful people, porque Antonio Herrero, locutor estrella de la Cope, tenía casas allí y pasaba parte del año entre los ricos de Europa.
Esto sucedía en Madrid. En Barcelona y en el resto de España el oficio seguía siendo paciente y artesano, pero Madrid era más que una fiesta. Un martes cualquiera, a las tantas de la madrugada, una cuadrilla de periodistas ricos desafinaba en torno al piano del Toni 2 de la calle Almirante. Entre canción y canción de Manuel Alejandro, se jactaban de las reputaciones que habían quemado en la pira de sus columnas. Tenía razón Cebrián en su artículo cuando decía: «Las columnas de los diarios se utilizan en ocasiones como puñales que asesinan famas, conciencias, carreras y vidas privadas sin otra justificación, a veces, que la propia emulación personal del periodista, sus rencores o venganzas, aunque la historia no encierre ejemplaridad social, no tenga consecuencias para la comunidad y no resulte esclarecedora de nada que no sea las propias ínfulas del informador».
La crisis económica no les afectaba. El felipismo, tampoco. Pese al resentimiento profesional de algunos, el felipismo les venía muy bien. Como dijo Vázquez Montalbán de algunos intelectuales antifranquistas, contra Felipe vivían mejor. El gobierno no sólo les daba material informativo y argumentos, sino una superioridad moral. Independiente fue el adjetivo que eligieron para definirse en las siglas de la asociación. Eran ricos, poderosos y respetados gracias a la agonía del último gobierno socialista. Si hubiesen conspirado a favor de sus propios intereses, habrían calculado mucho mejor los ataques, para mantener a Felipe en un acoso constante, pero sin riesgo de derrumbe, pues, cuando el Partido Popular ganase, dejarían de ser bucaneros y se convertirían en eso que criticaban a Cebrián y a los escritores de la bodeguilla: unos paniaguados.
Por desgracia, no tenían que inventarse casi nada, pues los tribunales alimentaban las rotativas hasta hacerlas reventar. No había semana sin disgusto, en una secuencia que parecía programada adrede para convencer a todos los españoles de que estaban gobernados por una banda criminal.
El año 1994 fue el peor de todos los que pasó Felipe en la Moncloa. El juez Barbero instruía el caso Filesa, dejando claro que implicaba a muchos dirigentes del partido, casi cuarenta. En la investigación se descubrió también una trama de comisiones relacionada con las obras del tren de alta velocidad a Sevilla. Más grave era el caso Ibercorp, que implicaba a varios corredores de bolsa y empresarios que se habían aprovechado de informaciones privilegiadas cuando entraron grandes capitales en la economía española a partir de 1986. El grupo compraba y vendía empresas influyendo en sus cotizaciones y dando lo que en la época se llamaban pelotazos: compraban una compañía por un millón y la vendían al día siguiente por cien. El último pelotazo, una fusión del banco Ibercorp con una financiera, les salió mal. Los accionistas perjudicados descubrieron la jugada y la denunciaron como un fraude tributario. Entre los jugadores estaba Mariano Rubio, gobernador del Banco de España. Cuando El Mundo publicó la exclusiva en 1992, Felipe González lo llamó a su despacho y le pidió explicaciones.
—No he hecho nada, presidente, son calumnias.
Felipe insistió, y Rubio, hasta entonces un colaborador leal, amigo de Miguel Boyer, parte crucial de las reformas económicas de la década de 1980, le sostuvo la mirada y le negó que hubiera nada ilegal, ni tan siquiera inmoral.
Poco después, la investigación del juez demostró su implicación en varios delitos financieros. Rubio se había aprovechado de su posición en el Banco de España para enriquecerse con información privilegiada de los mercados. En 1994 era ya un cadáver político. En 1995 lo imputaron. En 1996 entró en la cárcel.
Todos los hagiógrafos de Felipe dicen que la traición de Rubio fue la más dolorosa de todas y la más inesperada. Dicen que creía de verdad en su inocencia. Hasta que las pruebas judiciales no lo desmintieron, vivió convencido de que las noticias eran una campaña difamatoria del sindicato del crimen.
El año maldito de 1994 concentró tanta basura que costaba creer que cupiese toda en sus trescientos sesenta y cinco días. El 29 de abril, el ministro del Interior, Antonio Asunción, llamó a la finca de Zamora donde se suponía que estaba Luis Roldán, exdirector de la guardia civil. Roldán llevaba destituido desde diciembre de 1993, después de que una exclusiva (de Diario 16, esta vez) lo implicase en un caso fenomenal de malversación de fondos públicos. Se habían abierto diligencias y, mientras el juez decidía si había motivos para imputarlo, Roldán pidió permiso para retirarse a un terreno que su mujer poseía en Zamora, y huir así del acoso de los periodistas. El ministro le concedió la venia, pero alguien olvidó colocar unos guardias en la puerta o, al menos, vigilar al sujeto de lejos. Cuando Asunción llamó a Zamora y le dijeron que don Luis no estaba y que nadie sabía adónde había ido, el ministro hizo dos cosas: poner en alerta a todos los policías de España y presentar su dimisión al presidente.
La fuga de Roldán duró casi dos años, y su detención en el aeropuerto de Bangkok parecía sacada de Mortadelo y Filemón. La historia consumió muchísimas horas y miles de páginas con detalles fascinantes —como el hecho de que Roldán era un mentiroso compulsivo que llevaba engañando a todos casi desde el colegio, o que robaba a manos llenas y sin disimulo del fondo de huérfanos de la guardia civil— y entretuvo a lo grande a la opinión pública, al tiempo que desmoronaba la poquita fe que en España se tenía por los servicios de espionaje.
El año 1993 terminó con la intervención de Banesto, el banco que dirigía Mario Conde, sumo sacerdote de los yupis e hijo de la beautiful people, y 1994 acababa con la orden por parte del juez de ingreso en prisión de este. Conde era el banquero joven, el ídolo de todos los cachorros de las urbanizaciones de la clase media que se matriculaban en ciencias económicas y empresariales. Se abrió paso entre los financieros chapados a la antigua e importó a España el estilo soberbio del bróker de Wall Street. Manirroto y exhibicionista, parecía el rey Midas de la banca. Las periodistas de moda, como Julia Otero, lo entrevistaban en la tele para admiración de aquella chavalería que puso a Dios por testigo de que nunca más pasaría hambre, y que siempre la saciaría en Zalacaín y dejando mucha propina. Los números, sin embargo, decían que Conde estaba llevando a la ruina a una institución de crédito venerable y centenaria que, hasta que cayó en sus manos, habían gestionado señorones aburridos, conservadores y muy aplicados en equilibrar las columnas contables del debe y el haber. El Estado intervino el banco para salvar los ahorros de sus clientes, justo antes de que estos volasen. El sacrificio de Mario Conde fue el final de lo que ya se conocía con naturalidad como la España del pelotazo.
Ante tal bombardeo, el presidente callaba o decía que no sabía nada y que era el primer sorprendido. No le constaban los robos. Le desconcertaba mucho que hubiese tanto golfo suelto. Lo atribuyó al fatalismo del poder, que se había hecho demasiado grande y disperso para controlarlo. Había demasiados cargos, demasiada gente que no había hecho el camino desde Suresnes, demasiado personaje deslumbrado por las luces del cambio. Por lo visto, le bastaba con su conciencia. Saberse limpio, un socialista impecable que había abroncado a sus compañeros de la clandestinidad por robar unas latas de perdiz escabechada en la Sevilla hambrienta de los años sesenta, le consolaba. Hasta los sindicalistas del crimen le presumían la inocencia en estos asuntos (no en otros, que implicaban sangre). El reproche era a su silencio, a ese liberal laisser passer. No se lo veía abroncar a ninguno de los corruptos que protagonizaban el año de los dolores de 1994. Le reprochaban falta de nervio, atonía, otorgar por callar. No bastaba con las dimisiones y las destituciones. Muchos, incluidos bastantes socialistas, esperaban algo más, un golpe en la mesa, un gesto teatral magnífico como los que hubiera hecho Alfonso en verso y rima consonante.
Volvieron los rumores sobre las depresiones de Felipe. Contaban por Madrid que estaba huraño, que pasaba mucho tiempo con los bonsáis, que ya no jugaba al billar con José Luis Coll. Sí era cierto que rehuía a la prensa y se apoyaba mucho en la amistad de Polanco y Cebrián, como si necesitase que le hicieran una barrera con sus cuerpos. Si concedía una entrevista, no se quedaba a charlar, salía corriendo para no decir una palabra de más. Una mañana, al final de un programa de radio retransmitido desde el palacio, se excusó diciendo que tenía que despachar con un embajador. Estaba ya marchándose, dando la espalda al equipo, cuando el locutor, que se acababa de servir un café en el cáterin, le preguntó si había leído un texto muy interesante de Jacques Julliard que explicaba bastante bien lo que pasaba en España, sin nombrar España. Felipe se volvió, picado de curiosidad.
—Dice Julliard —explicó el periodista— que los escándalos de corrupción que afectan al gobierno francés tal vez impliquen a ministros y cargos concretos, y quizá sea cierto que el presidente no sabe nada. También en la Judea romana la muerte de Jesús fue culpa de sacerdotes y otros cargos, pero la Biblia y la historia recuerdan que sucedió en tiempos de Poncio Pilatos. Aunque Pilatos se lavó las manos y no fue quien decidió ni se le puede acusar en rigor de nada, salvo de exceso de higiene, todo lo que sucedió bajo su mandato se le atribuye. Por eso, termina Julliard, aunque las corruptelas tengan responsables concretos, la historia dirá que sucedieron en tiempos de Mitterrand, y será su nombre, y sólo su nombre, el que se asocie con la infamia.
Felipe sonrió, tomó del brazo al periodista y lo invitó a sentarse. Quería escucharlo, algo muy raro en él, un político torrencial que casi nunca dejaba hablar a nadie.
—Disculpe, presidente —dijo el periodista—, ¿no tenía prisa por despachar con un embajador?
—Deja eso y cuéntame. Con franqueza, ¿crees que esto quedará en tiempos de Felipe?
Hablaron una hora, casi en términos filosóficos, sobre la mala fama, la reputación y el honor.
—Yo no estoy preparado —reflexionó el periodista, animado por un Felipe que necesitaba escuchar pensamientos ajenos para ordenar los suyos— para que mi nombre sufra un escarnio público. No lo soportaría, me hundiría leer a diario mi nombre en medio de tantas acusaciones.
Felipe no respondió. Sonrió un poco y miró al suelo, de nuevo tímido.
—Se ha hecho tarde —dijo al fin—, gracias por la conversación.
Al marcharse, al locutor le pareció que el presidente se encorvaba un poco más, como si un peso nuevo le hundiese la espalda.
Audiencia Nacional, Madrid, 27 de septiembre de 1994. Las madres de Érguete («levántate», en gallego), que habían viajado desde las rías a Madrid para comprobar cómo los encerraban y tiraban la llave al Atlántico, no tenían fuerzas ni para indignarse. Se las habían dejado todas por la mañana, cuando gritaron asesinos y criminales a los narcos que entraban en la Audiencia Nacional para escuchar el fallo del tribunal. Las madres de Érguete llevaban cuatro años esperando ese día, y más de veinte sin dormir. Encabezaban una rebelión de batas y zapatillas, madres coraje que habían plantado cara a quienes nadie se atrevía a toser, a los jefes de los clanes. Los acusaban de matar a sus hijos con la droga que descargaban en la ría por la noche y de perderlos al emplearlos en sus negocios. ¿Qué chaval iba a estudiar para tener un trabajito y ganarse un sueldo si a los quince años podía agenciarse cien mil pesetas en una noche metiendo fardos en una furgoneta? Las madres llevaban más de diez años plantándose ante los restaurantes donde se embaulaban los centollos pagados con la droga, señalando sus negocios de blanqueo, denunciando sin descanso cada ilegalidad que sorprendían. A cara descubierta, cubriéndolos de vergüenza. Ellos no se atreverían a levantar la mano contra una madre que les enseñaba las fotos de sus hijos muertos.
Aquel 27 de septiembre de 1994, si no de fiesta, era un día de conclusión. Se cerraba el juicio por la operación Nécora que empezó en junio de 1990, la intervención más audaz y espectacular contra el poder del narcotráfico gallego. Una columna de guardias civiles viajó desde Madrid al mando del juez instructor, Baltasar Garzón. Los guardias gallegos no sabían nada porque muchos estaban comprados por los clanes. Detuvieron a los traficantes de noche, en sus casas, mientras cenaban con sus familias o disfrutaban de la velada sin la menor sospecha. Los metieron en furgones y los llevaron a Madrid.
¿Qué había pasado? Las madres se pasaban las informaciones de la sentencia, que acababa de anunciarse en el tribunal, y no se las creían. Las penas más duras eran para los donnadies, para los descargadores, camellos y gente de poca monta. Quince narcos quedaban absueltos. Absueltos. ¿Cómo era posible? A Oubiña, a Portabales y a Paz Carballo les habían impuesto penas ridículas, la mitad de las cuales ya las habían cumplido en régimen preventivo, y el jefe de los Charlines, uno de los mayores narcotraficantes de la historia de España, acusado de meter en Europa decenas de miles de kilos de cocaína, salía absuelto. ¿Y la montaña de pruebas contra ellos? ¿Y los cuatro años de instrucción del caso? ¿Para qué habían servido?
Pronto se supo la razón: el juez Baltasar Garzón había cometido tantos fallos que invalidó muchísimas pruebas de cargo. A los abogados de los narcos no les costó mucho trabajo impugnarlas, aduciendo errores de procedimiento. Los más desgraciados de la organización, que tenían peores abogados, cargaron con la mayoría de las condenas.
En su despacho del ministerio del Interior, el biministro Juan Alberto Belloch no sabía si reír o llorar. Por una parte, le indignaba casi tanto como a las madres gallegas que unos narcos durmieran esa noche en sus casas de Vilagarcía de Arousa o Cambados después de beberse todo el albariño de la comarca para celebrarlo. Pero, por otro lado, le encantaba que Garzón mordiese el polvo. Se le habrá derretido la gomina de la rabia, pensaba. Todo lo que fastidiase a Garzón alegraba al gobierno.
Belloch era juez y se sentaba en la silla que Garzón creía suya. Nadie se la había prometido, pero lo dio por supuesto una tarde de abril de 1993, cuando el presidente de Castilla-La Mancha, José Bono, organizó una especie de montería en la finca de Los Quintos de Mora de Los Yébenes, en Toledo. El invitado de honor era Felipe González, que aprovechó el día de campo para tantear a posibles candidatos ajenos al PSOE. No es que le hubiera gustado la experiencia de Semprún, el ministro de Cultura destituido en marzo de 1991, que unos meses después publicaría unas memorias de su paso por el gobierno donde se dedicaba, sobre todo, a caricaturizar a Alfonso Guerra. Pese a que no cuajó esa primera vez, Felipe quería seguir implicando a personajes independientes en el gobierno. O, al menos, en las elecciones. El error Semprún, pensaba, fue que lo impuso como capricho monárquico. En el futuro, para entrar en el gobierno, los versos libres tendrían que presentarse a las elecciones y conseguir un escaño. Así ya no serían tan libres, vendrían con rima y domados por la disciplina del partido, aunque no tuvieran carnet. Aquella tarde había invitado a varios personajes famosos de España, pero la estrella era Garzón, el juez instructor del caso GAL, el que había procesado a los policías Amedo y Domínguez.
A Felipe le sorprendía lo fácil que le estaba resultando seducirlo. Garzón no sólo parecía un poco ansioso por pasarse a la política, sino que se atrevía a exigir cosas. Quería ir en las listas por Madrid, nada de rellenar un hueco en no se sabía qué provincia. Quería ir el segundo tras Felipe.
—Eso no puede ser, Baltasar —respondió el presidente—, el segundo es Javier [Solana].
—Seguro que lo entiende.
Lo entendió, qué remedio. Solana siempre lo entendía todo. Aquella tarde, en Los Yébenes, Garzón sacó la promesa de que su nombre saldría en las papeletas justo debajo del de Felipe González y terminó por convencerse de que sería ministro.
Pero pasaron las elecciones, se formó el Congreso y Felipe se concentró en las reuniones con los nacionalistas para pactar la investidura. No estaba para Garzón, que acudía a su escaño sin ningún cometido especial, aburriéndose en las reuniones del grupo parlamentario y preguntándose por qué no sonaba el teléfono, si estaba bien conectado.
Cuando al fin se formó el gobierno, leyó atónito la prensa. Debía de haber algún error, pues su nombre no estaba, pero sí el de Juan Alberto Belloch, un juez de Bilbao al que detestaba y que se encargaba de Justicia (sin haber pasado por las elecciones, como hizo él). Llamó a la Moncloa, pero Felipe no se puso. Lo intentó con otros cargos del PSOE, con Solana, con quien fuera, y todos le pidieron paciencia. La política es complicada, hay que coordinar demasiadas voluntades, el presidente tendrá sus razones, etcétera. Al cabo de muchas protestas, Felipe aceptó hablar con él, escuchó sin inmutarse sus quejas y su lista de ofensas y le ofreció coordinar el plan contra la droga en el ministerio del Interior. Debía entenderse con Antonio Asunción y Rafael Vera, sobre todo con este último. Garzón casi se había calmado cuando recibió la última humillación: su despacho dependía de Interior, pero estaba en otro edificio. A los pocos días descubriría, además, que su cargo era casi decorativo. No tenía mando sobre los policías y no podía opinar ni conocer las operaciones contra el narcotráfico. Básicamente, su trabajo consistía en hacerse fotos, recomendar a los jóvenes que bebieran refrescos en vez de fumar porros y felicitar a los drogadictos de los centros de rehabilitación por lo bien que se portaban.
Aguantó porque creía que podía extralimitarse. Discutía a menudo con Vera e intentaba que le dieran poder, aprovechándose de sus contactos en la guardia civil y entre los jueces, pero sólo conseguía amargarse más cada día. Cuando Asunción dimitió tras la fuga de Roldán, creyó que su momento llegaba. Su objetivo era Interior, mandar en la lucha contra ETA, dirigir a los policías, encerrar a los malos. La plaza quedaba vacante y él estaba disponible, a dos calles, pero Felipe tenía otros planes. Belloch le había parecido un tipo muy competente durante los meses en los que estuvo en Justicia. Era ambicioso, como Garzón, pero transmitía menos presunción, aunque también la tuviera. Entre los jueces tenía fama de meticuloso y justo, y se había bregado en Bilbao, procesando a etarras en lo más duro de los años de plomo, pero también a guardias civiles acusados de torturas. Era un juez tan implacable como imparcial, y si de algo andaba necesitado el gobierno en esos momentos era de hombres justos con un historial de incorruptibilidad. Por eso, en una decisión que casi nadie entendió, Felipe lo nombró biministro. Fundió las carteras de Justicia e Interior y se las ofreció para que hiciese y deshiciese a su entera discreción.
Lo primero que hizo Belloch fue llevarse consigo a Margarita Robles, una magistrada joven —una de las primeras mujeres que entraron en la judicatura española— que ya trabajaba con él en Justicia. Sustituyó a Rafael Vera en la secretaría de Estado de Interior, el segundo puesto en el escalafón ministerial. Como Belloch, Robles tenía fama de dura y justa y, como él, no militaba en el partido.
En la arenga que lanzó como bienvenida a su equipo y declaración de intenciones, el biministro dijo:
—Sólo lo ético es práctico.
La frase se filtró, y los periodistas, incluidos los del sindicato, la entendieron como una enmienda a la totalidad del legado de Barrionuevo y Corcuera. Sólo lo ético es práctico: nueva divisa contra el cinismo y los atajos. Belloch —se recordaba a menudo— había condenado a guardias por torturas.
Nada más tomar posesión, Margarita Robles viajó al País Vasco para enterarse de cómo funcionaba todo allí y proponer cambios. En el cuartel de Intxaurrondo de San Sebastián se reunió con el coronel Rodríguez Galindo, por entonces un líder veterano y muy valorado en la lucha contra ETA, que tenía en su hoja de servicios la dirección del operativo que descabezó a la banda en Bidart en 1992, el peor golpe que recibieron los terroristas en toda su historia. Robles, que aún no había cumplido treinta y ocho años, impostó autoridad en los pasillos de Intxaurrondo, llenos de guardias correosos y de tipos que respondían a un alias y cuyo cargo y cometido nadie tenía claros. Casi todo en el cuartel llevaba el sello de reservado.
—Coronel, como dice el ministro y creo que deben saber ustedes, vamos a tener cuidado a partir de ahora. Recuerde: sólo lo ético es práctico.
Galindo, virrey de Donostia, emperador de Intxaurrondo, facedor y desfacedor de entuertos innombrables que ni los agentes más oscuros se atrevían a pensar, infló el pecho para resaltar sus condecoraciones y le respondió:
—De acuerdo, señora, pero ¿de qué ética hablamos? ¿De la de entonces o de la de ahora? Se habrá dado cuenta ya de que el concepto de lo ético cambia mucho con el paso del tiempo.
(Un año después, un forense de la Universidad del País Vasco identificó los restos de dos cadáveres encontrados en Aguas de Busot, Alicante. Eran José Ignacio Zabala y José Antonio Lasa, miembros de ETA desaparecidos en Bayona en 1985. La investigación concluyó que ambos habían sido secuestrados en Francia por un comando del GAL, detenidos ilegalmente en Intxaurrondo y torturados en el palacio de la Cumbre de San Sebastián, para ser más tarde trasladados a un pueblo de Alicante, donde unos guardias los obligaron a cavar sus tumbas y los asesinaron, enterrando sus cadáveres en cal viva. Rodríguez Galindo fue procesado y condenado por estos hechos en 2000, tras quedar demostrado que él y el exgobernador civil de Guipúzcoa, Julen Elgorriaga, dieron las órdenes).
Lo segundo que hizo Belloch fue dejar de repartir los fondos reservados, para evitar otro caso Roldán. Esos fondos eran partidas secretas para pagar todos los gastos que un gobierno no podía justificar ni publicitar. De ahí había robado Roldán, pero con eso se compraba también el silencio de muchos infiltrados y chivatos. Cuando estos dejaron de recibir su paga, ya no tuvieron motivos para guardar los secretos. Así salieron muchas exclusivas sobre el GAL.
Antes de que Margarita Robles asumiera su cargo, Garzón hizo un último intento de figurar y se presentó en el despacho de Belloch, haciendo corazón de cada una de sus tripas. Le dio la enhorabuena sin efusiones y empezó a contarle, al estilo González, con subordinadas y sin pausas, su proyecto de reforma del ministerio. Belloch lo interrumpió en cuanto encontró un resquicio:
—Mira, Baltasar, no sigas, lo siento, no voy a contar contigo. Te dejo lo de la droga, si quieres, pero nada más.
Garzón no dio un portazo, pero salió del ministerio dando zancadas, rojo, humilladísimo. En su despacho de la droga pidió línea con la Moncloa, pero no se la dieron. El presidente no se podría poner en todo el día, lo sentían mucho. A la tercera llamada, gritó al teléfono:
—Habéis valorado muy mal mi peso político. Ojalá no tengáis que arrepentiros.
Dimitió a los pocos días, aunque sólo después de que Belloch dijera en público que aceptaría encantado su renuncia.
—Este Baltasar —dijo el biministro cuando recibió la noticia de su dimisión, en medio de un almuerzo con su equipo del ministerio— no pilla una indirecta.
Al día siguiente, Garzón se reincorporó a la Audiencia Nacional. Saludó a los conserjes, a los administrativos, a los secretarios y a los ujieres. Se sentó en su despacho y llamó a un ordenanza:
—Por favor, que me traigan todo el sumario del GAL, y avisa a mi equipo para que nadie haga planes para la cena. Vamos a pasar mucho rato leyendo.
Estudios de RTVE en Prado del Rey, Pozuelo de Alarcón, Madrid, 9 de enero de 1995, 21.00. Iñaki Gabilondo salió de maquillaje y se acercó al saloncito donde lo esperaban. Los tres hombres que fumaban en los sillones se volvieron y le hicieron un gesto de bienvenida. Eran Jordi García Candau, director general de la televisión, Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro de la Presidencia, y Felipe González, que fumaba un puro e intentaba fingir que estaba relajado. Los tres veían en silencio el telediario, e Iñaki se sentó con ellos sin molestarlos. El presentador daba paso a noticias del GAL, desmenuzando las diligencias del juez Garzón en la Audiencia Nacional y las exclusivas que publicaba El Mundo de Pedro J. Ramírez. Los policías Amedo y Domínguez habían acusado a varios altos cargos del ministerio del Interior de pagarles mucho dinero de los fondos reservados para comprar su silencio. No había otras noticias en España. Felipe seguía el telediario sin comentar nada, chupando el puro y exhalando el humo despacio.
—Es la hora, presidente —se atrevió a decir Gabilondo.
Felipe apagó el puro, asintió y acompañó al periodista hasta la puerta. Ya no tiraba tanto de tropos taurinos, pero la comparación con el paseíllo era inevitable. Si hacía veintiséis años se probó como un torero joven, un Juan Belmonte llegado de las dehesas de Sevilla a Francia para asombrar a unos exiliados cínicos, aquella noche sentía la bilis negra del callejón, ese minuto de soledad justo antes de echar a andar, cuando uno se palpa el cuerpo, se santigua y piensa en la madre y en la novia para espantar las cornadas.
Al otro lado de la puerta no esperaba un miura, sino todos los fotógrafos de España. Decenas de flashes y gritos de «presidente, mire aquí, por favor». Hasta el plató, sonrisas y silencios. Las cámaras cortaban cualquier conversación, lo cual era muy de agradecer. ¿Qué habrían hecho sin ellas en ese paseo larguísimo hasta el estudio? ¿Hablar del frío que hacía? Iñaki podría haberle contado sus vacaciones de Navidad en Nueva York. ¿Sabe, presidente, que me llamaron para hacer esta entrevista mientras estaba con mi mujer en Manhattan? A Felipe le gusta Nueva York, no sólo porque prefiera morir asesinado en ella que pasear tranquilo por Moscú, sino porque puede, simplemente, pasear, una actividad que tiene prohibida desde 1976. Podrían haberse preguntado por los hijos, por los amigos comunes, por los madrugones de Iñaki para ir a la radio, pero era mejor no decirse nada y sonreír a los fotógrafos que caminaban de espaldas, tropezándose con las papeleras y los extintores.
Cuando alcanzaron el plató y los productores desalojaron a los fotógrafos, el regidor los sentó para probarles el sonido y encuadrarlos con las cámaras. Muchos españoles, alentados por las chuflas del sindicato del crimen, creían que el locutor y el presidente eran amigos, como sin duda este lo era de todos los periodistas que trabajaban en el Grupo Prisa. Después de todo, tenían en común esa nobleza popular que consiste en ser conocidos por el nombre, no por el apellido, y lo que iguala también hermana. Para España, eran Felipe e Iñaki, no hacían falta más aclaraciones. Pero lo cierto era que se habían tratado poco y no se tenían demasiado aprecio, aunque se conocían de lejos, de los tiempos de Isidoro, cuando Gabilondo dirigía Radio Sevilla y se fijó en el lío que montaban en la ciudad unos abogados socialistas. Su relación era mucho más profesional que personal, y al periodista le convenía esa distancia. No podría hacer lo que estaba a punto de hacer si tuviera delante a un amigo.
—Bueno —dijo Felipe—, ¿hablaremos de algo que no sea el GAL?
—Depende de usted, presidente. Disponemos de media hora tan sólo. Si se ajusta y es breve en las respuestas, cabrán más preguntas.
Desde que un directivo de Radiotelevisión Española lo llamó a Nueva York, en plenas vacaciones, para ofrecerle una serie de entrevistas a grandes líderes, empezando por Felipe, Iñaki había pensado mucho en ese estreno. Sabía que era imposible entrevistar al presidente, había sufrido muchas veces su encanto y su estrategia evasiva. Sabía de su telegenia, de su poder de seducción, que anulaba a los periodistas más feroces y los reducía a cortesanos que asentían o reían sus chistes. Media hora era muy poco tiempo para domarlo. Le habían concedido una sola bala y tenía que dar en el blanco. Paseando por un Nueva York navideño, en vez de relajarse y disfrutar de las compras y las cenas con su mujer, planificaba su estrategia. Si le dejo hablar, decía, se va libre.
El canon de la buena entrevista dice que los primeros compases son de cortesía. Se preguntan banalidades para ganarse la confianza del entrevistado y ablandarlo, pero también para relajar a los espectadores y darles tiempo para que se incorporen a la conversación. Cuando se confirma la cordialidad, se lanzan las preguntas incómodas y se persigue el titular. En la radio, con más tiempo y menos corsé, podría plantearlo así, pero en media hora de tele, en un momento de emergencia, cuando todo el gobierno era señalado por un juez y parte de la prensa como responsable de crímenes contraterroristas, se requerían medidas excepcionales. Por eso renunció a todos sus modales de buen conversador y concibió el encuentro como un interrogatorio. La escenografía ayudaba: los dos hombres frente a frente, con unas luces un poco dramáticas. El plató, en su simpleza, era policial. Preguntaría breve y directamente. Era la única manera de que Felipe contestase. No le preguntaría ni qué tal estaba, para no darle pie a divagar durante diez minutos.
—Citroën y prevenidos —gritó el regidor en el plató. Anunciaba que se emitía el último comercial del bloque publicitario, y después entrarían en directo.
Los protagonistas se recolocaron las chaquetas y comprobaron que las corbatas cayeran rectas. Se irguieron en las sillas y esperaron la señal.
—Señor presidente, muy buenas noches.
—Buenas noches.
—Me va usted a permitir que le pregunte directamente. —Y aquí, el periodista hizo una pausa de apenas un segundo; una pausa en la que se le oyó respirar, inspiró fuerte, como aplazando el momento, y toda España entendió la pausa, que se vivió mucho más larga, como la de los paracaidistas antes de saltar, porque no había un solo espectador capaz de mirar a los ojos a un presidente y preguntarle lo que Iñaki le iba a preguntar—. ¿Organizó usted el GAL, señor presidente?
Felipe respondió demasiado deprisa, sin pausa, sin vértigo, sin dejar una rendija a la vacilación:
—Jamás se me hubiera ocurrido. Yo soy un demócrata de toda la vida, convencido de que sólo se pueden utilizar instrumentos democráticos para luchar contra el crimen.
Iñaki aceptó la jugada y también planteó la siguiente pregunta sin pausa, en un tono mucho más policial:
—¿Autorizó usted la guerra sucia contra ETA?
—Nunca autoricé ni nunca encubrí. Es más, he ordenado al ministro de Justicia e Interior que presente una querella contra quien hace una afirmación respecto del gobierno como la que hoy ha aparecido en la prensa.
—¿Toleró usted eso en algún momento, porque le resultaba útil para la guerra?
—Repito que en ningún caso. Ni lo toleré ni lo consentí, ni mucho menos lo organicé, obviamente.
—Felipe Alcaraz [dirigente de Izquierda Unida] decía hace un momento en el telediario: «Ya está claro, Felipe González es el señor X».
—Creo que tendrá que asumir su propia responsabilidad el señor Alcaraz y demostrarlo.
—¿Está usted muy enfadado?
—No, enfadado no estoy. Yo no suelo enfadarme. Lo que pasa es que tengo convicciones que son muy profundas y no estoy dispuesto a que las ponga en entredicho nadie, ni Felipe Alcaraz ni nadie, y mucho menos dos condenados por los tribunales de justicia en sentencia firme.
—¿Comprendió usted, entendió que naciera el GAL?
—En absoluto. Ha habido episodios de esos en la democracia, y yo nunca he dado ningún tipo de cobertura ni siquiera explicativa. Siempre he condenado cualquier acción que no sea una acción legal.
—En las últimas semanas han surgido muchas voces que han tratado de contextualizar lo ocurrido para comprenderlo, entre comillas. ¿Está usted entre los que están contextualizando lo que ocurrió en 1983?
—Yo no he hecho ninguna contextualización. La lucha contra el terrorismo es una lucha desigual, porque nosotros tenemos que utilizar los instrumentos de la ley y los terroristas utilizan todos los instrumentos para matar o para extorsionar, hasta el punto de que ha habido muchas víctimas del terrorismo, muchas: ochocientas sesenta y siete. Por consiguiente, estamos en una situación muy dura o hemos vivido y vivimos una situación muy dura de lucha contra el terrorismo, pero yo nunca he contextualizado esa lucha, que siempre he pretendido que sea una lucha democrática y una lucha transparente.
—Señor presidente, ¿y por qué sabe usted que no se va a descubrir nada que afecte al gobierno?
—Mire, recuerdo que me hizo una pregunta un periodista estando de visita en una residencia de ancianos exactamente diciéndome: «¿Y si se demuestra que el gobierno ha participado de alguna manera en la creación de los GAL?». Y yo contesté: «Mire usted, esa es una hipótesis imposible, porque nunca lo ha hecho y, por consiguiente, es imposible que algún día se pueda demostrar esto».
—¿La cúpula de la lucha antiterrorista forma parte del gobierno?
—La cúpula de la lucha antiterrorista son funcionarios, no son gobierno, pero son funcionarios que dependen del gobierno en toda la lucha contra el terrorismo, y me parece que siempre han cumplido con absoluta lealtad, con una gran fidelidad a la democracia.
—¿El director general de seguridad del Estado es Estado?
—Es Estado sin duda alguna. Claro, no se puede decir que sea el gobierno, pero, desde luego, es Estado, y me parece que ha prestado un gran servicio a la sociedad española.
—Usted, por tanto, no tiene absolutamente ninguna pista, ningún dato que pueda… Vamos, no sabe absolutamente nada del GAL, absolutamente nada.
—No, no. Yo sé lo mismo que sabe usted y lo mismo que sabe mucha gente porque se ha informado mucho.
—Pero no más.
—Pero ¿por qué voy a saber más? Ha habido investigaciones judiciales que siempre han sido investigaciones acompañadas del esfuerzo de la policía para esclarecer los hechos, y eso es lo que ha ocurrido con el GAL desde hace diez años u once años en que esta historia empieza. Por consiguiente, ha habido una participación de las propias fuerzas de la policía judicial en el esclarecimiento de los hechos. Por tanto, ¿qué es lo que tienen que saber los ciudadanos? Es que el gobierno no está detrás como se dice del GAL o como he oído decir a un señor que espero que asuma su responsabilidad, que espero que la asuma seriamente, diciendo que yo soy el señor X. Lo que tienen que saber los ciudadanos es que eso es falso, radicalmente falso, y como es falso vamos a reaccionar querellándonos contra quien lo afirme.
Lo negó todo, pidió presunción de inocencia y amenazó con querellas. El viejo chamán se había hundido en el interrogatorio. Nadie le creyó. Las encuestas de los días siguientes así lo reflejaron, constatando, además, un desplome de la intención de voto. Aquella noche, la televisión no lo salvó.
Entre los más de ocho millones de espectadores que vieron la entrevista en directo estaba Laura Martín, la viuda de la última víctima del GAL, Juan Carlos García Goena, el electricista al que dos pistoleros confundieron con un etarra y mataron con una bomba en 1987. No era una víctima oficial, porque la guerra sucia terminó en 1986 y no se reconocían crímenes posteriores, pero Laura se había empeñado en que toda España recordase a su marido. Aquella noche quedó convencida de que el GAL no era un asunto de policías y guardias, ni siquiera de funcionarios del ministerio, sino del propio gobierno. Esperaba que Felipe asumiera alguna responsabilidad. No penal, pues tampoco estaba claro que pudiera tenerla, pero sí política. Esperaba que reconociese que algo se hizo muy mal en aquellos años y que él debería haberlo sabido y parado, y que no saberlo también era grave. Le hubiera bastado con una declaración así, una disculpa y un compromiso para ayudar a resolver el caso abierto de su marido. Que no le dieran con la puerta en la cara cada vez que reclamaba información, que le contestasen las cartas, que reconociesen su dolor y reparasen el crimen, como se hacía con cualquier otra víctima.
Aquella noche, mientras sus hijas pequeñas dormían, se propuso llegar hasta el final. Quizá todo era un juego político. Por supuesto que Amedo y Domínguez se guiaban por su propio interés y estaba claro que un director de periódico y un juez los usaban en sus estrategias y venganzas. Cualquier persona informada más allá del ruido de la muy recurrente crispación lo sabía. Pero eso no borraba las huellas de los crímenes ni llenaba los huecos que dejaban los muertos en las camas. Detrás del resentimiento vengativo de tantos contra un gobierno que querían desalojar para ocuparlo ellos había un dolor real al que no se estaba haciendo caso. Hasta entonces sólo había pedido justicia para su marido, que descubrieran a los asesinos, los juzgasen y los condenasen. Ya no le bastaba con eso.
Centro penitenciario de Alcalá-Meco, Alcalá de Henares, Madrid, 17 de febrero de 1995, 01.28. Lo que más lo había impresionado eran las lágrimas de dos funcionarias. No le dijeron nada, tampoco le hicieron gestos, pero se quedaron mirándolo en el pasillo. Le conmovieron más que los compañeros en la calle Génova que intentaban acallar con sus aplausos los gritos de asesino de los que se apoyaban en la barrera de antidisturbios.
El viaje desde los bulevares hasta la cárcel suavizaba el ánimo. Desde el asiento de atrás, junto al guardia que lo custodiaba, contemplaba un Madrid que iba a lo suyo, como siempre. No había mucha gente. Algunos grupos salían de los restaurantes de la Castellana, y apenas tres paseantes solitarios cruzaban María de Molina, ya enfilada la carretera de Aragón. Agradecía salir de la Audiencia Nacional, levantarse de la silla donde había esperado el informe que justificaba su ingreso en prisión y perder de vista los fluorescentes blancos que le cansaban los ojos. Estaba bien contemplar las calles un rato, difuminadas por las luces azules del techo y la velocidad de una comitiva que se saltaba los semáforos. Por la tarde se había imaginado ese viaje como el momento de más angustia, pero era el más manso, el que menos hería las sienes.
Una vez que aceptó lo inconcebible, que Baltasar Garzón ordenaría su arresto y su encarcelamiento provisional, se serenó. Casi estuvo tentado de secar las lágrimas de esas dos funcionarias a las que entendía. Cómo no entenderlas. Dos funcionarias que creían en lo que hacían, que acarreaban sexenios de fe en la justicia y de trato leal con los uniformados. No podían verlo custodiado por quienes fueron sus trabajadores hasta hacía un año, a él, que había descabezado a ETA, que se había dejado los mejores años de su vida al servicio del Estado, tantas noches en vela, tantos fracasos, tantos funerales. Verlo caminar hacia la cárcel era insoportable.
Rafael Vera había sido interrogado por Baltasar Garzón durante cuatro horas y media. Negó todas las acusaciones y respondió con calma al resto de las preguntas, pero no sirvió de nada. Sabía que no iba a servir de nada. El juez le acusaba de haber pagado millones de los fondos reservados en rescates y de haber financiado el secuestro de Segundo Marey, uno de los grandes fiascos del GAL. Pronto supo que no volvería a casa. Garzón ya había metido en la misma cárcel a la que se encaminaba a su secretario personal, Juan de Justo, y a su antiguo director general de seguridad, Julián Sancristóbal. Sabía, porque hasta hacía muy poco era la segunda persona que más sabía en España sobre estas cosas, que él sólo era un escalón más en la estrategia de Garzón, que había empezado en diciembre de 1994 con Amedo y Domínguez, y, a partir de ahí, ascendería hasta alcanzar su objetivo, Felipe González. Una ficha llevaría a la siguiente, sin prisa pero sin pausa. Disciplinado, Vera se limitó a responder a las preguntas, reprimiendo la ironía que le acudía a la lengua a cada rato: vaya, vaya, Baltasar, qué poco te importaba el GAL cuando merendabas en la finca de Los Yébenes o cuando dabas esos mítines con Felipe.
El convoy cruzó el portón de Alcalá-Meco. Un guardia abrió la puerta del coche, lo llevó del brazo a la garita y empezó a explicarle los pasos del ingreso.
—No se moleste —dijo Vera—. He sido su jefe muchos años, estuve en la reunión en la que se diseñó este protocolo.
En 1995 cumplí dieciséis años. Aún no me dejaban votar, pero se me podía tomar por un ciudadano informado. Leía periódicos, escuchaba mucho la radio y había empezado a leer historia de España. Hugh Thomas, Gerald Brenan, Arturo Barea o Gabriel Jackson me eran tan familiares como las canciones de Iron Maiden que escuchaba. También jugaba a lo que años después fingiría hacer en serio: editaba fanzines y hacía un programa de radio en una emisora pirata del barrio, instalada en unos bajos de la asociación de vecinos. Tenía la llave del estudio y me dedicaba a divagar y a poner música pasada de moda cada sábado por la noche, hasta que me cansaba, con la libertad de quien sabe que no le escucha nadie. Era un adolescente raro y solitario, pero muy comprometido con el aquí y el ahora y con opiniones tan firmes como estúpidas sobre todos los asuntos de actualidad. Asistía al desmoronamiento del castillo felipista desde un lugar privilegiado, por marginal y oculto, bien cebado de rencor de clase. Desde aquel barrio periférico de aquella ciudad segundona, el quinto y último acto de la tragedia socialista parecía una película de serie B de policías y ladrones, del tipo Marbella, un golpe de 5 estrellas, esas que en el videoclub se anunciaban con un galancillo venido a menos, como Rod Taylor, y donde todos los actores posaban desganados.
Lo sentía lejano no sólo porque sucediese lejos, sino porque no guardaba ninguna relación con la espuma de los días. Todo ese melodrama —esa sensación de fin de época, esa decepción honda y esa irritación ceñuda de las noticias y las columnas de los diarios— se desvanecía en cuanto tocaba el único mundo real a mi alcance. Ni siquiera se contagiaba al resto de la programación de la tele o de las páginas del periódico, que, más allá de la crónica política, eran una juerga. La gente gozaba con Expediente X y retozaba en la frivolidad de Pepe Navarro, que ese año importó a España el género televisivo del late night y montó cada noche un circo golfo y escandaloso que daba mucho más que hablar que la última declaración de Amedo o de Roldán. Triunfaban músicos como Héroes del Silencio, mientras los grunges ensayaban poses nihilistas al recordar a Kurt Cobain, y se vendían novelas de Cela, que ganó el Planeta en 1994, de Pérez-Reverte, o se aguardaba la quinta parte de Caballo de Troya, que J. J. Benítez terminaba de escribir, despertando más expectación que algunos escándalos socialistas. Una de las pocas novelas políticas de 1995 fue Ardor guerrero, de Antonio Muñoz Molina, una excepción a un panorama que reflejaba un gusto exquisitamente apolítico, ensimismado, frívolo y ajeno a cualquier sentimiento de tragedia. La ordalía del gobierno socialista no resonaba fuera del consejo de ministros o de las redacciones.
Lo trágico llegaba sólo a través de la sangre, en una cadencia que recordaba lo más profundo de los años de plomo. El 23 de enero mataron en lo viejo de Donosti a Gregorio Ordóñez, teniente de alcalde del Partido Popular en la ciudad, mientras se tomaba unos pinchos con sus amigos. El 19 de abril, José María Aznar salió ileso de un atentado con bomba contra su coche. Le salvó el blindaje. El 8 de mayo, ETA secuestró a José María Aldaya, lo que inspiró un símbolo de desprecio cívico hacia el terrorismo: el lazo azul, que se prenderían en la solapa unos cuantos valientes en Euskadi, ante las propias narices de los terroristas, y un montón de ciudadanos de bien en el resto de España. El 11 de diciembre, un coche bomba estalló en una plaza del Puente de Vallecas, en Madrid. Murieron seis personas y diecisiete más quedaron heridas. La imagen de un hombre cubierto de sangre y cristales que trasladaba en brazos lo que parecía el cadáver de una joven o alguien muy herido se me apareció en las pesadillas y ha quedado en mi memoria como el emblema del horror terrorista. Nunca me había identificado tanto con las víctimas. Nunca había visto con tanta claridad una plaza como la mía en un barrio como el mío. El 17 de enero de 1996 secuestraron a un funcionario de prisiones, José Antonio Ortega Lara, y el 6 de febrero mataron en San Sebastián a Fernando Múgica, hermano de Enrique. Cuando se enteró Felipe, estuvo a punto de derrumbarse. Era un golpe directo al corazón del socialismo y de su biografía. Habían matado a una persona fundamental en la historia del partido, uno de sus arquitectos desde Suresnes y un amigo cuyos consejos siempre atendió. Apenas tuvo tiempo de llorarlo: el 14 del mismo mes, un pistolero disparó a bocajarro al expresidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente en su despacho de la universidad, entre clase y clase. Fue el último funeral al que le tocó asistir como presidente.
Toda esa muerte empujaba a la sociedad a una forma civilizada y sobria de asco, pero no la ponía de luto. No nació una canción-protesta, ni un cine comprometido, ni volvieron los pelmas con barba a hablar de marxismo en la televisión. Fuera de la Euskadi de los autobuses en llamas y los cócteles molotov, la España de 1995 era apolítica, frívola, un poco banal y narcisista. El Cojo Manteca que rompía farolas con la muleta en las manifestaciones de estudiantes de 1987 era una figura folclórica que evocaban los viejos. El último gran tumulto obrero fue el incendio del parlamento murciano en Cartagena en 1992, y ya casi nadie se acordaba del humo negro de las barricadas de neumáticos, tan persistente en los años de la reconversión. En 1995, todo se contenía en la ficción periodística. Nadie rompía cristales en protesta contra la corrupción o el GAL. Los jóvenes como yo nos enroscábamos en un capullo nihilista donde no entraba el ruido crispado de las rotativas. Incluso a mí, que devoraba los periódicos y me llevaba a la piscina municipal ensayos de hispanistas sobre la historia de España, me parecía que la crispación era un fingimiento entretenido, casi un ruido de fondo a la hora de la cena, en el telediario lejano.
No se vivía mal en aquel rincón de Europa que ya había perdido todos los complejos de filósofo regeneracionista. Si enfermabas, te atendían unos médicos excelentes, y había que ser muy zopenco para no entrar en una de las muchísimas universidades, dotadas con un sistema de becas amplísimo. El paisaje cambiaba a mucha velocidad desde 1992. Había autovías por todas partes y los viejos burgos podridos de provincias se habían transformado en ciudades coquetas con restaurantes que cada vez más gente se podía permitir. La España de 1995 no estaba en guerra ni se desmoronaba sobre sí misma, asaeteada por políticos corruptos, periodistas amarillos, policías sucios y terroristas. La España de 1995 era un país aburrido y soleado que no estaba mal, y buena parte del mérito correspondía a ese presidente agotado, que se defendía con obstinación y no se atrevía a irse porque había empeñado su palabra.
De entre todas las frustraciones que inflamaban la agonía política de Felipe, una de las peores era no poder reivindicar su contribución al cambio. Aquel país aguantaba sin inmutarse porque era fuerte, porque se había convencido de que la democracia trascendía con mucho al gobierno y se habían aposentado unas instituciones que no se vencían bajo el peso de quienes las pisaban. Cada vez que Felipe intentaba decir algo así, lo acallaban con risotadas de diputados de derechas o con sarcasmos de columnista. Basta de palabrería vana, señor González. Deje de mirar atrás. Vive usted en el ayer. Váyase, señor González.
Mediado el año, los nacionalistas catalanes que lo habían apoyado en la investidura se retiraron. A partir de entonces, el gobierno no tendría mayoría suficiente para aprobar leyes, ni tan siquiera presupuestos. Por eso, Felipe reunió a algunos ministros y jefes del PSOE y les planteó que se había acabado, que llegaba la hora de despedirse. Su intención era convocar elecciones anticipadas en marzo de 1996.
Casi todos los jefes del PSOE se negaron. Le pidieron que agotara la legislatura, que ya se las apañarían, que había que resistir hasta el final, pero Felipe los disuadió. Lo tenía decidido, sólo era cuestión de pactar una fecha. Llevaban desde la primavera de 1994 a la defensiva, no hacían más que responder a los escándalos que se publicaban a diario. No proponían nada, no sacaban grandes leyes, todo estaba parado por el acoso impenitente de un par de periódicos.
—Esta vez —dijo— no me presentaré. Habrá que buscar un candidato.