Estudios El hormiguero, calle de Alcalá, 516, Madrid, 26 de mayo de 2021, 22.07. Comienza El hormiguero, el programa más visto de la televisión española, un espectáculo hiperactivo y estroboscópico al que los invitados van a divertirse. Es decir, van a bailar, saltar, ser manteados, regados, embreados, fumigados y chamuscados por una caterva de personajes anfetamínicos. Aguantan la humillación con sonrisas blanquísimas porque no hay mayor publicidad en España que salir unos minutos allí. Aunque a un observador desinformado le costaría mucho creerlo, los protagonistas están recibiendo un gran honor, pues al programa sólo acude la aristocracia de la fama. El invitado de esa noche es Felipe González. Hace muchos años que no aparece en la franja de máxima audiencia.
Algunos amigos intentaron disuadirle. Felipe, no vayas, le dijeron. La televisión ha cambiado mucho, no es un programa para ti, no te van a dejar hablar. Es mejor que acudas a otro sitio más serio. Eso no es periodismo, es circo. Felipe los apartó con un gesto de la mano. Deberían saber que sus decisiones son siempre definitivas.
Los políticos y los periodistas se maliciaban si esa reaparición sería el preludio de otro regreso. Una semana antes de la entrevista, en un reservado de un restaurante de Madrid, varios escritores de periódicos le preguntamos a un político del gobierno si temía el efecto de la reaparición de Felipe.
—Qué va —dijo—, al contrario: nos beneficia.
El político vino a decir —más con gestos y puntos suspensivos que con palabras— que el anciano Felipe, tan ajeno a los códigos del presente, haría el ridículo. Se pondría en escena la brecha entre su generación y la España contemporánea, y todo su prestigio rodaría por el suelo para no levantarse jamás.
A las diez y siete minutos de la noche, el presentador Pablo Motos anunció a Felipe González, que entró en la pista del circo cruzando una cortina, con paso calmo pero erguido, sonrisa amplia pero sin enseñar los dientes, y la mano derecha levantada en saludo al público, que aplaudía como en los viejos mítines. Vestía muy sencillo, una camisa azul claro y una chaqueta oscura de solapas estrechas, sin corbata. El pelo, totalmente blanco, enmarcaba una cara a la que la vejez sólo se asomaba en las bolsas de los ojos y en algunas arrugas del cuello. El cutis terso y moreno transmitía vigor. Ni la entrada ni la apariencia eran las de un anciano apabullado por los focos y la fanfarria.
No hubo tartazos, ni melodías de feria, ni bailes, ni parodias acrobáticas, ni chistes de guión. Durante cincuenta y siete minutos y quince segundos, el chamán amansó a la fiera de la tele. Unos restos de aquellos polvos mágicos que embrujaron a los españoles en 1982 flotaron en el plató y sometieron al presentador, a las cámaras, a los realizadores y a los tres millones y medio de espectadores, no todos ellos partidarios. Muchos, sin duda, eran hostiles. Al menos la mitad se asomó a la emisión por el morbo de ver a un monstruo. La otra mitad, quién sabe.
Fueron cincuenta y siete minutos y quince segundos sin interrupciones, sin publicidad y sin entrevista, porque aquello no fue tal. Felipe se entrevistaba a sí mismo. Se reclinaba en el asiento, cruzaba las piernas, contaba chistes y se dirigía al público, plebiscitario y verbenero. El presentador apenas le daba pie, aunque le tuteaba, lo que sonaba un poco raro a quienes habían olvidado que toda España le tuteaba. Sólo le llamaban por su apellido quienes querían faltarle al respeto.
Una entrevista a una figura histórica debe estar llena de pasado, pero González apenas lo visitó. Como el entrevistador no era capaz de guiar la conversación, el entrevistado se quedó en el presente y en el futuro, que eran los únicos tiempos verbales que le importaban, y diseminó unas gotas de pasado en forma de anécdotas, como un aliño. Estaba tan tranquilo que rompió la cuarta pared y aludió un par de veces a Rocío, señalando la grada:
—Me decía antes Rocío, hablando de su generación…
Como si el público supiera quién era Rocío, Rocío Martínez-Sampere, la directora de su fundación y su mano derecha, si es que los próceres tienen tales cosas. Aquí, más que mano, era muleta. No se apreciaba, porque los maestros de la escena disimulan muy bien, pero Felipe se apoyaba en sus ojos para no perder el paso. No se dirigía ni al presentador ni a la audiencia. Su interlocutora era Rocío. Por eso, a veces, se le escapaba su nombre.
Antes de entrar en el plató, Rocío le había recordado unas frases de Miguel Aguilar en un artículo dedicado a la memoria de Javier Pradera y Jorge Semprún y titulado «El sol de Biriatou». Aguilar hace allí un alegato hermoso de la herencia ética de aquella generación: «Debe ser curioso para el hispanista pelirrojo de Iowa la admiración que despierta la generación que hizo la guerra civil, cuyos errores, comprensibles o no, perdonables o no, evitables o no, condujeron al enfrentamiento descarnado y a una masacre horripilante. En cambio, la generación que hizo la transición, sin duda culpable de errores tan o más abundantes que la precedente, logró el entendimiento, la concordia y un periodo de paz y prosperidad sin igual. Para no cosechar en la actualidad más que un fuerte desdén y ser considerada la fuente de todos los males que en la actualidad padecemos. Quizá el péndulo esté por iniciar un recorrido de vuelta, y empecemos a apreciar ser hijos de la transición más que nietos de la guerra civil. Ojalá, porque el pacto mancha menos que la violencia aunque no tenga tanto prestigio, y a menudo es más noble y más valiente».
El artículo es de 2012. Han pasado casi diez años y el péndulo aún no ha empezado a volver, por eso Felipe lo citaba, aunque distanciándose un poco. No sería elegante lamentarse en primera persona. Su pudor le impedía presentarse como víctima:
—Recordando la frase de un amigo, Rocío se pregunta (habla de su generación) por qué nos quieren obligar a ser los nietos de la guerra civil en vez de los hijos de la democracia.
Rocío Martínez-Sampere nació en 1974. Miguel Aguilar, autor del artículo, en 1976. Yo, en 1979. Podemos considerarnos compañeros de generación, pero su forma de vindicarse como hijos de la democracia es mucho menos metafórica que la mía. Para Rocío es una cuestión de compromiso y militancia socialista, que la ha llevado a ser custodia de la herencia felipista después de una vida dedicada al PSOE en Cataluña. El legado que maneja en su despacho de la Fundación Felipe González es parte de su vida. Milita en el Partit dels Socialistes de Catalunya desde 1993, el año en que asistió por primera vez a un acto del jefe, entonces en horas bajísimas. En mitad del discurso, se volvió a su compañero José Montilla y le dijo:
—Pepe, este tío es la hostia. ¿Cómo no me lo habías dicho?
Montilla la miró desde el abismo generacional que los separaba, como quien mira a un extraterrestre: ¿quedaba alguien en España que no supiera que Felipe era el gran seductor, el encantador de todas las serpientes? Era una verdad elemental para cualquier socialista veterano, pero para una joven de veinte años que acababa de cometer la insensatez, contraria a toda razón y a todo su Zeitgeist, de ingresar en el partido caduco de un gobierno sin crédito, era un descubrimiento. Rocío ha sido diputada y ha estado en todas las peleas catalanas. La memoria felipista se le confunde con la memoria doméstica, porque para una militante que ha entregado su vida a la causa toda cuestión política es íntima. No puedo, por tanto, compararme con ella.
Para Miguel es un asunto mucho más personal, pues es hijo de Juby Bustamante y de Miguel Ángel Aguilar, una pareja de grandes cronistas de la transición, que lo han narrado todo y han sido amigos de reyes y presidentes y testigos principales de muchos episodios de esta historia. Rocío y Miguel son hijos de la democracia de una manera muy literal. La han visto nacer y crecer en sus casas, extensiones naturales de comités de partido, parlamentos, redacciones, consejos de ministros, platós de televisión, editoriales, estudios de artistas y despachos de escritores. Por ejemplo, el «hispanista pelirrojo de Iowa» que aparece en el artículo que he citado era un chiste recurrente de la escritora Carmen Martín Gaite, madrina de Miguel. Con él aludía al típico universitario extranjero entusiasmado por España, parodia del alienígena incapaz de entender las costumbres terrícolas. Lo que para mí son paisajes pop y recortes de hemeroteca, para ellos son recuerdos familiares y chistes privados.
Cuando empecé a trabajar en este libro, almorcé con ellos en un restaurante junto al Congreso de los Diputados, cerca del despacho del padre de Miguel (que nunca ha querido alejarse del parlamento, por si se perdía un chisme). Era un sitio clásico de compadreo entre políticos y periodistas, lo que en castizo se llama un mentidero. Muchos comensales masticaban más pendientes de la conversación de la mesa vecina que de la suya. Para Miguel, estar allí era como almorzar en casa con su padre. Para Rocío, también, pese a que es de Barcelona. Para mí, aunque cada vez frecuento más esos sitios, todavía es una experiencia exótica. Por muy grata que sea la conversación y por mucho que aprecie la compañía, llevo un cuaderno de notas mental, como un antropólogo que documenta las costumbres de una tribu. Soy tan hijo de la democracia como Miguel y Rocío, pero cuando Felipe menciona esa filiación yo me siento más adoptado que biológico.
Mi familia natural me regaló una vida tranquila y periférica, sin más conexión con la política que las noticias del telediario y los comentarios de mi padre tras leer Diario 16 y dejarlo doblado en la mesa del comedor. Y, sin embargo, soy tan parte de aquello como Miguel y Rocío. Mi infancia coincidió con los años en que el país se transformó, y todos mis recuerdos se mezclan con la obra política de Felipe y los felipistas.
Entré al colegio cuando empezaba una de las mayores reformas educativas habidas desde que obligaron a todos los niños a aprender a leer y a escribir. Amenicé mis meriendas con los programas infantiles que diseñaron en la tele pública. Pregunté a mis padres por qué les hacía tanta ilusión que España entrase en Europa si España ya estaba en Europa, y me explicaron que en realidad no lo estaba, aunque los mapas dijeran que sí, y llevaba siglos queriendo estar. Intuí por primera vez el peso oxidado de las palabras pasión y desencanto aplicadas a la política, mientras aprendía el significado de las siglas OTAN. Gracias al sistema de becas y a las reformas universitarias de los dos primeros gobiernos de aquellos señores me convertí en el primer miembro de mi familia que se matriculó en una universidad, y gracias a la reforma profunda del sistema sanitario que hizo su primer ministro de Sanidad recibo los mejores cuidados médicos que se pueden recibir en el mundo (a ese ministro lo mataron de dos tiros en la cabeza cuando hacía tiempo que no era ministro, y las bombas, disparos y pasamontañas de los asesinos marcaron también la historia que me dispongo a contar). Crecí viendo las series que emitía en la tele una directora de cine que diseñaba las campañas electorales del presidente y encendí mis primeros pitillos con mecheros de propaganda de las olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla. Leí las novelas de los escritores que frecuentaban la bodeguilla de la Moncloa y me convencí de que quería ser periodista leyendo el periódico que sostenía a aquel gobierno.
Otras generaciones recibieron menos influencias. Los nacidos antes ya venían influidos por otras cosas, y los nacidos después crecieron en una España mucho menos ingenua, que empezaba a tratar con desdén los años del cambio. A mí me tocó vivirlo sin opinar ni intervenir. Si tiene razón la poeta Louise Glück —y la tiene— cuando dice que sólo miramos el mundo una vez, en la infancia, y que el resto es recuerdo, yo sólo he mirado el mundo que salió de esta historia. Soy un hijo del país que aquellos tipos empezaron a montar en Francia mientras en España se moría un dictador, como mis padres fueron hijos de un franquismo turístico, y mis abuelos, de una guerra.
En una conversación que aún no me toca narrar, Felipe me habló de un reproche que le hace su hija menor, María, nacida en 1978: «Tu generación le debe una explicación a la mía», le dijo una vez. La respuesta del padre fue abrir su archivo al público en una fundación. Me lo contó en una de sus salas, sentados en una mesa llena de archivadores que, para él, contienen el único pasado que importa. Yo no sé si se deben explicaciones ni estoy seguro de que me interesen, pues la relación que cada cual tiene con su vida no puede tomarse como teoría general, pero sí siento que mi generación ya es adulta y hace tiempo que debería haber dejado de culpar a los padres de nada. Pasamos los cuarenta, yo soy más viejo que Felipe cuando ganó las elecciones de 1982. Ya tenemos pasado, culpa y remordimientos propios, pero seguimos obsesionados con el pasado, la culpa y el remordimiento de los que hicieron la transición. Quizá sea hora de dejar de pedir explicaciones y empezar a narrar sin moralejas. Yo, al menos, no estoy dispuesto a escribir desde el rencor ni quiero que el dedo índice se me quede rígido de artrosis por señalar a quienes levantaron la democracia en la que me he criado. Sólo puedo hablar por mí, quién sabe qué dirán otros, pero yo no tengo cuentas que saldar, tan sólo quiero saber quiénes fueron y cómo se hizo esta España.
Vuelvo a la entrevista de El hormiguero. Felipe se esforzaba por mirar a su interlocutor y simular una conversación, pero el instinto de animal escénico le orientaba hacia el público. Se crecía en el presente. Analizaba la actualidad y bromeaba sobre el gobierno y sobre el hecho de que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tuviera su misma edad, aunque él, Felipe, estuviese mejor. Coqueto siempre, atento a recoger esos aplausos que instiga como sin querer. Cuando hablaba de la peste del coronavirus, recurría a metáforas muy oportunas de dragones y dejaba en ridículo todos los discursos oficiales. Soltaba aforismos aquí o allá, algunos muy viejos, ya gastados en mil declaraciones y entrevistas, pero sonaban nuevos a la audiencia joven del programa, parte de la cual no había nacido cuando él dejó de ser presidente.
En una de las pocas preguntas que interrumpieron el flujo del monólogo, Pablo Motos colocó el asunto de los indultos. El gobierno acababa de recibir el informe desfavorable sobre los indultos a los políticos condenados por la declaración fallida de independencia de Cataluña. Felipe reflexionó sobre el indulto como figura jurídica, que está regulada desde el siglo XIX y exige a los indultados el arrepentimiento, una demanda cristiana que convendría suprimir.
—A la democracia no le importan la conciencia, la culpa ni la expiación de nadie —dijo.
Quizá fue la parte del programa que menos se entendió, pues contenía la verdadera brecha entre generaciones. Ese desprecio por el arrepentimiento era incomprensible para los jóvenes del público, sobrealimentados de moral posmoderna y adictos a los autos de fe de internet. El arrepentimiento es la clave de bóveda de la ética contemporánea, que exige a todas las figuras públicas pruebas de santidad y pureza de sangre. Para Felipe y su generación política, el fuero interno y las intenciones eran irrelevantes, sólo importaba la praxis, dicho en los términos marxistas en los que hablaban. No valen las palabras, sólo los hechos. Con hechos se defiende una vida. No se pierde el tiempo imaginando cómo podrían haber sido las cosas si se hubiese obrado de otra forma. Hay que aceptar lo que se hizo, incorporarlo al ser y cargar con ello.
Si aquel programa hubiera sido una entrevista, habría navegado por estrechos incómodos y tormentosos. Al no serlo, no aparecieron las dos cuestiones sobre las que Felipe nunca habla o habla a medias: el terrorismo de Estado y la corrupción. Tampoco citó a Alfonso Guerra, pese a que tuvo varias ocasiones. Una de ellas, al explicar cómo se enteraban de los resultados de unas elecciones antes de terminar el escrutinio, mediante un sistema de recuento de unas pocas mesas escogidas que les permitía extrapolar los votos a toda la nación. Se le olvidó decir que ese método lo inventó Guerra en las primeras elecciones de 1977, en una oficina de técnicas electorales que montó en Madrid para guiar la estrategia del partido, tras estudiar los sistemas de las democracias avanzadas.
Tampoco se tiró del hilo de la nostalgia, ese país donde no le gusta recrearse, pero se le cayeron algunas alusiones que, al ser dichas como sin querer, requerían la interpretación de un buen felipólogo. Cada vez que de su boca salían los nombres de Olof Palme, de Bruno Kreisky o de Willy Brandt, se levantaba un aire de añoranzas y penas hondas. Fueron sus amigos y mentores, quienes mejor le entendieron y quienes le hicieron ser lo que es. Evocando a Brandt («respetuoso y tímido, un sabio», dijo, en un exceso de adjetivos impropio de él), recordó que el periodista Cuco Cerecedo le llamó a él Morenito de Bonn en una serie de retratos de políticos de la transición donde les puso nombres de toreros y los perfiló como si fuesen diestros. Morenito, por su piel subida de melanina, y de Bonn, por la creencia común en la década de 1970 de que el PSOE era un instrumento de la política exterior de la Alemania occidental a través del partido socialdemócrata, que tutelaba al español con dinero, apoyo y consejos.
Así empezaba la chanza de Cerecedo, publicada en la primavera de 1977, poco antes de las elecciones constituyentes: «Felipe González Márquez, Morenito de Bonn; Sevilla, 1942. Uno de los casos de éxito más rápido del ruedo ibérico. Procedente de la escuela sevillana, llegó a triunfar a la capital de las Españas con una pintoresca cuadrilla que mezclaban los oshús y los ¡digo! en medio de las más complicadas disquisiciones teóricas de la fiesta. Componían un grupo alegre y confiado que no pudo menos que despertar la ternura de un matrimonio germano-austriaco sin hijos, admiradores de la fiesta nacional, el señor Brandt y la señora Kreisky, que viéndolos desvalidos, pero con futuro, iniciaron inmediatamente los trámites para la adopción».
Parecía que Felipe recordaba la caricatura como algo desagradable cuyo escozor habían calmado los años. Podrían interpretarlo así incluso los espectadores mayores que vivieron bajo los gobiernos de Felipe y recordaban la hostilidad con la que trataba a veces a algunos periodistas que le criticaban, con quienes podía ser brutal. Al contrario. La alusión a Francisco (Cuco) Cerecedo era una de las más íntimas y más a corazón abierto de todo el programa.
Cuando escribió esos retratos taurinos, Cerecedo tenía treinta y siete años, dos más que Felipe, y era el cronista político de moda, una de las plumas más irónicas, salvajes, impredecibles, cultas y divertidas de España. Disparaba desde las columnas de Diario 16 y formaba parte de los jóvenes francotiradores que intimaron con Felipe porque lo vieron llegar a Madrid y hacerse con la ciudad. Compartían una misma pasión por Latinoamérica y por la vida viajera, aunque a Cerecedo, más que el periodismo, le interesaba la revolución. Mientras llegaba el momento de asaltar el poder, preparaba el terreno escribiendo sin parar en los papeles y sacando noticias de la barra del café Oliver de la calle del Almirante, donde se juntaban la farándula, la política y el periodismo. Unos meses después de lo de Morenito de Bonn, que fue muy celebrado, acompañó a Felipe, ya jefe de la oposición parlamentaria y claro presidenciable, en un viaje a Colombia, como parte del séquito de prensa. Allí, mientras se tomaban unas copas en el bar del hotel de Bogotá, le reventó un aneurisma cerebral y cayó fulminado a los pies de Felipe, que lo sostuvo inerte.
Toda la comitiva volvió a Madrid en un vuelo de Iberia que transportaba el cadáver de Cuco. Miguel Ángel Aguilar, que entonces era director de Diario 16 y viajó a Bogotá para repatriar el cuerpo del periodista estrella de su periódico —y, sobre todo, de su amigo—, evocaba la cara serena y firme de González en la pista de Barajas, mientras descargaban los restos del amigo para meterlos en el coche fúnebre.
Cinco años después, nada más ganar la presidencia, González apadrinó el premio de periodismo Francisco Cerecedo, que distingue cada año la trayectoria de una figura importante y de cuya organización se encarga desde entonces Miguel Ángel Aguilar. Lo entrega el rey de España, lo que, teniendo en cuenta las pasiones políticas de Cerecedo, no se sabe si es un homenaje o un chiste. Cuando Felipe citó a Cuco en la entrevista de 2021, tal vez recordó para sí el ruido del avión recién aterrizado o el peso muerto del amigo derrumbado sobre él. Varias veces dijo en el programa que, a su edad, todo se llena de ausencias, y aquella fue una de las primeras. Solo en el plató, solo ante la historia, solo ante una audiencia que no entendía las alusiones a sus penas, lo que quedaba del presidente aquella noche de mayo de 2021 era una soledad que se imponía a las sintonías, a los rótulos y a los movimientos de cámara.
Por mucho y muy bien que se explique, aunque seduzca con su lengua de chamán y encuentre una metáfora perfecta para cada problema complejo, nunca podrá hacerse entender, porque casi todos los que una vez le comprendieron son hoy ausencias. Felipe no tiene iguales, su vida no puede compararse con otras. Si los demás siempre son un misterio, incluso para los más íntimos, él es un agujero negro. Por eso no se puede escribir sobre Felipe. Hay que conformarse con hacerlo en torno a él, echando vistazos en cada órbita a esa España a la que atraía y repelía a la vez.