1. Prehistoria (1969-1974)

 

 

 

 

 

Como todas las buenas historias sobre España, esta también empieza en Francia. A quienes llevan tiempo contándola les gusta decir que comenzó en un teatro de la periferia de París, porque quienes la cuentan son los mismos clandestinos que la vivieron. Al protagonista indiscutible, el que le da su nombre, le gusta contar que todo se inició como sin querer una tarde de otoño en un teatro donde pocos sospechaban que sucediese nada importante. Le gusta decir que le tocó a él como podía haberle tocado a otro. Ni siquiera quería estar allí ni ser lo que fue. No forzó la historia, tan sólo se dejó llevar por su brisa, ciertamente fría y húmeda en la orilla del Sena, aquel mes de octubre de 1974.

El azar es lo más importante de cualquier historia. Si el protagonista no hubiera llegado a tiempo por una avería en el coche o le hubiesen detenido en la frontera de Irún antes de pasar a Francia, la historia de España sería muy distinta. Pero a mí no me interesan esos azares tan obvios. Yo quiero saber en qué momento el protagonista decidió serlo y puso toda su fuerza en ello. Es bonito pensar que nos mueve el viento, pero los caminos del poder están hechos de voluntad, y yo busco dónde y cuándo se fraguó esa voluntad.

El protagonista responderá que nunca. El destino le llevó sin quererlo a un trono que no había buscado, y le mantuvo en él pese a sus esfuerzos por levantarse. Contará su epopeya como una maldición. Qué más hubiera querido él que vivir una vida normal, la que su nombre plebeyo y sus orígenes menestrales parecían augurarle. Nunca fue un luchador, su destino era dejar pasar los años en un despacho, disfrutando de los placeres de la familia y reservando sus dotes de seducción para las cenas con los amigos. Sin embargo, las circunstancias… Ay, las circunstancias. Uno se mete en unas reuniones de esos grupos cristianos sociales de la universidad, por estar a tono con el espíritu de su tiempo y por alternar con chicas intensas y comprometidas y, casi sin darse cuenta, acaba en un partido clandestino. A poco que se deje llevar, le hacen jefe de ese partido y, si no está muy atento, termina presidiendo el gobierno, transformando un país y convirtiéndose en una figura histórica con página propia en las enciclopedias.

Ningún héroe confiesa que quería serlo, sobre todo si son políticos, obligados a impostar desprecio por el poder, pues este se resiste si huele el ansia. Podrían aprenderlo en Shakespeare si se tomaran la molestia de leerlo, como hacen sus consejeros áulicos, que meten en sus discursos tantas frases de las tragedias del escritor inglés que los oradores acaban confundiéndolas con pensamientos propios, a fuerza de repetirlos. Pueden decir, a lo Macbeth: si el azar me quiere rey, que me corone sin mi acción. O pueden hacerse los interesantes, como Ricardo III, que prefería huir cual barca impotente en alta mar, antes que verse hundido y ahogado en la espuma de su gloria.

Todos los héroes salen del mismo molde y viven en una democracia heroica perfecta. Las vidas de Gilgamesh, Aquiles, Hércules, Odiseo, Jesús de Nazaret, Buda, Alejandro, Julio César, el rey Arturo, el Cid Campeador, Bonaparte, Abraham Lincoln, Lenin, Gandhi, Maradona o Nelson Mandela tienen los mismos capítulos, que se despliegan en un esquema llamado el camino del héroe. Las biografías del protagonista de esta historia —la mayoría, escritas por periodistas— siguen con escrúpulo esas etapas (son doce, pero yo las resumo en seis: el nacimiento en un mundo normal y aburrido, la llamada a la aventura, el umbral o encuentro con el maestro, las pruebas de valor con los enemigos, la muerte y la resurrección). A veces, los apóstoles de esta historia se atienen a ellas con rigidez, olvidando que narran la vida de un hombre que se tiene por demócrata y descreído de dios. Una de esas biografías es tan fiel al camino del héroe que no se salta ni la parte que alude a la ayuda sobrenatural. Cuenta que, siendo el protagonista un niño, su madre visitó a una vidente que le dijo:

—Mire, señora, esté usted tranquila porque su hijo, ese que dice usted que va al colegio, va a ser un grande de España y del extranjero, no se olvide usted de esto.

Ante la incredulidad de la madre, la adivina insistió:

—Sí, no se le olvide a usted eso, va a ser un grande de España y del extranjero.

Según este guión, la ceremonia del teatro junto al Sena en octubre de 1974 sería el capítulo tercero, titulado el umbral. En él, el héroe acepta su destino, ayudado por un maestro o mentor. Quien mejor ha contado esto ha sido el ayudante de nuestro héroe, del que ya entonces era inseparable.

La acción transcurría en un teatro municipal y consistía en decidir el futuro de un partido ilegal e insignificante que muchos daban por desaparecido. Eran 3.586 afiliados entre exiliados y clandestinos, una nadería. Sin embargo, eran los 3.586 españoles más importantes para los partidos socialdemócratas de Alemania, Austria y Suecia, para los partidos socialistas de Francia, Italia y Portugal, para los partidos laboristas del Reino Unido, Noruega e Israel y para la poderosísima internacional sindical europea. Entre los amigos que bendecían aquel acto estaban los primeros ministros y presidentes del gobierno de las principales naciones de Europa, como el Reino Unido, Alemania, Austria o los países nórdicos, y algunos políticos de la oposición que pronto se convertirían en líderes mundiales, como Mário Soares o François Mitterrand.

La opinión pública española, si es que existe tal cosa en una dictadura, no se enteró de lo que pasaba en aquel teatro. La prensa no dio cuenta de la ceremonia, más allá de un suelto en El Alcázar y una entrevista en un diario andaluz que un juez secuestró. Ni siquiera la gente politizada, los que militaban en el musculoso partido comunista o agitaban las fábricas desde las comisiones obreras, tuvo noticia de aquello. Los 3.586 protagonistas, acostumbrados a no importarles a nadie, no se importaban ni a sí mismos e ignoraban que estaban haciendo historia.

En la tribuna de oradores se desempeñaba un señor muy atildado que estaba a punto de cumplir cincuenta y ocho años. Llevaba metido en la política desde la liberación de Francia, había sido ministro durante la guerra de Argelia y destacó como antigaullista fiero. Su cara y su voz eran parte de la vida de los franceses desde que tenían memoria, pero mucho más en ese momento, pues acababa de completar dos gestas que le convertían en la gran esperanza de la izquierda europea. En mayo de 1974 se había quedado a las puertas de la presidencia de la república, perdiendo por las justas frente a Giscard d’Estaing en la segunda vuelta. Era una derrota que sabía a prólogo de victoria. La otra gesta era la resurrección del partido socialista, que superó por primera vez al comunista desde la liberación.

Para algunos era triste que el futuro de la izquierda dependiese de un político tan viejo y con tantas vidas como François Mitterrand. Era el triunfo de la élite burguesa añosa, de la retórica de salón, de los trajes bien cortados y de quien distinguía un burdeos de un borgoña. Manchado por las bombas de Argelia y envilecido por las broncas de mayo del 68, Mitterrand aún no se había hecho perdonar su juventud a la sombra de Vichy y andaba por los restaurantes y las tiendas de lujo de París sin molestarse en fingir un pedigrí de resistente. Curioso país, Francia, donde el antifascismo lo abanderó un militar de derechas, y la resurrección del socialismo se debía a un presunto colaboracionista de Pétain con aires de intelectual soberbio.

No gustaba Mitterrand a los socialistas españoles. Lo tenían por frío, estirado y un poco xenófobo. Parecía que le daba asco ese contubernio de españoles llegado a las puertas de París en olor de carretera y hostal, aún con las legañas de las cabezadas del coche, después de esos viajes que hacían de un tirón desde sus casas. El protagonista había conducido más de dos mil kilómetros en varias etapas, con paradas en Madrid y Valladolid y desvíos a Portugal.

El disgusto era recíproco. El único interlocutor español al que Mitterrand trataba con hospitalidad y cariño era Enrique Tierno Galván, a quien tenía por verdadero líder socialista. Con él se entendía. Tierno era un profesor políglota y divertido con quien daba gusto tomar un buen coñac junto a la lumbre mientras citaban obscenidades eruditas de Rabelais. Los demás dirigentes del PSOE podían ser compañeros, pero nunca comensales ni contertulios, y mucho menos, amigos.

Mitterrand, pues, subió a la tribuna sin ganas, por cumplir el protocolo de anfitrión como líder del partido socialista que protegía desde 1939 los restos estragados de sus hermanos ibéricos. En aquel congreso iban a proclamar secretario general a quién sabía qué tipejo. A lo peor, un sindicalista vasco. A lo mejor, uno de esos jóvenes radicales con más palabrería que seso. Tendría que entenderse con alguien a quien despreciaba, y a Mitterrand le costaba mucho disimular el desprecio, si es que alguna vez lo disimulaba. En la platea, un gentío de andaluces, vascos, madrileños y exiliados que ya no sabían de dónde eran le escuchaba con disciplina socialista y un punto de emoción a su pesar. Después de todo, aquel francés era el faro de la izquierda europea, el líder que llevaban años esperando y un aliado providencial para cuando Franco bajase al fin al infierno que se había ganado. Convenía no enfadar a Mitterrand, que subió al escenario sin quitarse la bufanda, para proteger la voz.

Fue una arenga inspirada que hablaba del futuro. Con la esperanza señalando la muerte del dictador, lanzó su presagio. Dijo que estaba próximo el momento en que los socialistas españoles deberían asumir responsabilidades. Tal vez en dos, tres o cuatro años, no más. El papel del PSOE en la historia de España iba a ser decisivo, y en ese congreso estaban eligiendo a quienes protagonizarían la etapa siguiente. Tal vez Mitterrand pensaba más en sí mismo que en España, y proyectaba sobre aquellos 3.586 militantes clandestinos los sueños de grandeur que acariciaba ya con la punta de esos dedos tratados con manicura. Nadie daba un franco aquellos días por un partido que ni siquiera existía como tal. Tenían muchos amigos poderosos en los parlamentos y palacios de gobierno de Europa, pero en España no eran nada. ¿Cómo iba a creer Mitterrand que estaba hablando a los nuevos líderes democráticos de España? Aquello debía de ser pura condescendencia o una forma de coquetería de quien sí estaba a punto de entrar en el palacio del Elíseo.

Cuando dijo: «Esta generación no pasará sin afrontar las responsabilidades del poder», el ayudante del héroe sintió un «topetazo en la mente», como él mismo confesó en sus memorias: «Nunca había considerado que nosotros, aquellos jóvenes rebeldes contra la dictadura, un día pudiéramos ser los investidos por la “púrpura” del Poder», escribió en el primer tomo de sus memorias. El entrecomillado de púrpura y la mayúscula de Poder son suyas y dan cuenta tipográfica de la impresión que el augurio de Mitterrand dejó en su alma.

Mitterrand, en su papel de mentor, maestro o incluso druida galo, iluminaba al héroe con su sabiduría y lo dejaba solo y responsable de su destino. Por eso casi todos los cronistas empiezan en Suresnes. Ese suburbio de París tiene una eufonía mágica para cualquier militante socialista. Representa el instante decisivo, el día en que Felipe González Márquez se convirtió en Felipe, y su fiel escudero Alfonso Guerra, el del topetazo y la púrpura, devino Alfonso.

Pero yo no me lo creo. La historia tiene otros principios.

 

 

Hotel Larreta, calle Bourgneuf, 40, Bayona, Francia, 14 de julio de 1969, 19.00. Aunque era fiesta nacional en Francia, para monsieur y madame Larreta aquel fue un día de mucho trabajo. Su pequeño restaurante, pastelería y hotel estaba lleno de españoles que trasnochaban mucho y madrugaban poco. El matrimonio había tratado a varias generaciones de refugiados, clandestinos y gente con pasaportes raros, que se pasaban entre ellos el nombre del hotel y lo usaban como cuartel general en sus viajes. Era un establecimiento modesto en una calle popular y angosta de la vieja Bayona. Los pasillos estrechos, el aparador de época y la caja registradora de los años treinta le daban un aire resistente que a los socialistas del otro lado de la frontera les recordaba a una España que no vivieron. Aquella tarde calurosa, las salitas viejas se ahumaban con los cigarros de unos vascos y unos sevillanos que acababan de conocerse y no podían dejar de hablar. Tenían tanto que decirse.

Los vascos se llamaban Enrique Múgica, Ramón Rubial y Nicolás Redondo. El primero era un abogado de treinta y siete años, de orígenes burgueses y modales refinados, que empezó militando en el partido comunista y se pasó a la UGT tras defender a varios obreros ante los jueces. Rubial era el mayor, un sesentón flaco de puro nervio, algo desgarbado y de nariz muy aguileña. Era un obrero de casta obrera, un cántabro destetado en los tornos y chimeneas de la ría de Bilbao, hijo y heredero de la muy masculina tradición socialista de Vizcaya. Ni sabía las veces que había estado en la cárcel desde la revolución de 1934, y no había sentencias ni destierros capaces de apagarle el entusiasmo. A esas alturas era la figura principal del PSOE y la UGT dentro de España. Trabajaba en un taller del barrio de Deusto, pero dedicaba casi todas sus horas a mantener viva la ilusión política. Nicolás Redondo, el tercer vasco del Larreta, tenía poco más de cuarenta y era el primer discípulo de Rubial. Hijo de un socialista bilbaíno y trabajador del metal, llevaba desde la adolescencia metiéndose en todos los líos de todas las fábricas vascas, lo que le hizo también merecedor de cárceles y destierros.

Los tres vizcaínos sumaban muchos años de sacrificio por la causa y compartían su condición de militantes del interior. Siempre habían trabajado en España, estaban al tanto de los conflictos obreros, se enfrentaban cada día a la represión y tenían bien tomado el pulso a las calles. No se hacían ilusiones heroicas de asaltar El Pardo ni se perdían en nostalgias de miliciano. Llevaban mucho tiempo hospedándose en el Larreta y recorriendo Francia para soportar los discursos de los dirigentes del exilio donde se encadenaban series eternas de chorradas sobre victorias, resistencias y batallitas de la guerra.

Múgica se había educado en el sometimiento leninista del PCE, y Rubial y Redondo cultivaban los valores tradicionales del socialismo de Pablo Iglesias: disciplina, honradez, discreción, ejemplaridad, austeridad y obediencia. Estaban convencidos de que la dirección del PSOE era incapaz de concebir una estrategia realista, pero su sentido del compromiso les impedía plantear herejías. Como militantes del interior, no tenían poder para oponerse a la autoridad de los exiliados en Francia y en México. Acataban sin rechistar las resoluciones y se conformaban con maldecir en las sobremesas del Larreta, compartiendo unas cajetillas de Gitanes cuando se les acababan los Ducados que traían de España.

Aquel 14 de julio de 1969 había sucedido algo impresionante. Una luz meridional se abrió entre las nubes vascas de la Pequeña Bayona —así se llama ese barrio— y cegó el comedor del Larreta con una verdad bíblica. Hasta Rubial, que se había deslumbrado ya con todas las luces del mundo, estaba emocionado. Habían conocido a un sevillano de veintisiete años, moreno y de pelo yeyé, que sonreía con todos los dientes desparejos y discurseaba con soltura de tribuno. Se llamaba Felipe González y había viajado con otro sevillano, Rafael Escuredo. Ambos eran abogados laboralistas, nadie en el partido ni en el sindicato los conocía y no tenían pedigrí republicano. Habían cruzado España en un R-8 propiedad de un literato llamado Alfonso Guerra y se habían plantado en Bayona el día de la reunión del comité nacional para decirle al secretario general, Rodolfo Llopis, que ellos eran el PSOE en Andalucía y no había más que hablar.

Desde 1939, la memoria del PSOE en Andalucía estaba en manos de Alfonso Fernández Torres, un viejo militante que presidió la Diputación Provincial de Jaén durante la guerra y purgaba sus años rojos trabajando como guarda en un garaje de la calle San Vicente de Sevilla, donde reunía y reclutaba a jóvenes abogados que salían de la facultad de Derecho con muchas ganas de bronca antifranquista. Así se formó un grupo muy básico al que se incorporó Felipe. Fernández Torres se llevaba muy mal con Rodolfo Llopis, el secretario general en el exilio y, en una de sus muchas discusiones, aquel fue expulsado. En su lugar, Llopis nombró a un tal Antonio Ramos, un abogado de Algeciras un poco turbio de quien se sospechaban relaciones con los contrabandistas del Estrecho.

Herido de muerte en su orgullo, Fernández Torres no contó a los jóvenes abogados laboralistas que lo habían echado del partido y siguió con sus reuniones como si tal cosa, hasta que el tipo de Algeciras se plantó en Sevilla y, mientras devoraba un platillo de aceitunas tras otro, les contó en un bar que el PSOE era él. Qué manera de comer aceitunas. Era difícil seguir sus razonamientos, puntuados con los huesos que escupía. Desde aquella tarde, lo conocieron como el tío de las aceitunas. Cuando se zampó el último plato y volvió a Algeciras, los sevillanos acordaron contactar directamente con la dirección del partido en el exilio. Se enteraron de que había una reunión del comité en Bayona a mediados de julio y decidieron plantarse allí para contar quiénes eran y qué estaban haciendo en Sevilla. Así fue como Escuredo y González cruzaron España en el R-8 que les prestó Guerra, pasaron la frontera, se registraron en el Larreta y llamaron a la puerta del Club Nautique, donde estaba reunida la plana mayor socialista y nadie los esperaba.

Felipe tomó la palabra cuando se la dieron y largó un discurso que remeneó el tuétano de aquellos exiliados, acostumbrados a la oratoria de cartón. Ese moreno agitanado, al que los vascos pronto llamarían Moro, usaba un lenguaje de otro planeta. Encadenaba las frases sin titubeos, con una seguridad impropia de un pimpollo. Decía que la dirección del exilio estaba desconectada de la realidad de España, que los dirigentes vivían paralizados por la nostalgia de un país perdido y la sordera ante las voces que hablaban desde la España presente y viva. Habló de un «exceso de acumulación ideológica» en el PSOE, una expresión que sugería sedimentos y agua estancada. Los asistentes se volvieron con discreción hacia Rodolfo Llopis y los miembros de la ejecutiva, que escuchaban muy serios y tiesos, convertidos en estatuas de barro, restos arqueológicos sin etiquetar. En definitiva, concluyó Felipe con un acento sevillano muy marcado que aliñaba de frescura cada frase: si el PSOE quería ser algo en la lucha democrática, debía dar voz y poder a los militantes del interior, porque la España de 1969 no era la de 1931, y a Franco no se lo derrotaba con ritos masónicos ni citas de discursos de Pablo Iglesias ni ejércitos del Ebro, que una noche el río pasaron, ay Carmela, ay Carmela.

Al terminar el comité, los vascos hicieron un corrillo y acordaron conocer mejor a ese torero. Múgica corrió al Larreta para buscarlo, y luego llegaron Rubial y Redondo y montaron una tertulia. No había mucho tiempo, pues los sevillanos regresaban al día siguiente. Felipe tenía a su novia Carmen esperando para casarse y había prometido llegar a tiempo. Eso también los maravilló. Ellos se habían perdido todas las bodas, los bautizos y no pocos funerales. La causa lo ocupaba todo. Rubial recordó el mar que se veía desde la celda del Dueso, donde pasó los años que podría haber dedicado a la familia. Ese Felipe estaba hecho de otra pasta. Era capaz de vivir y militar al mismo tiempo, no renunciaba a nada.

Entre botellas y cigarros, le dijeron que estaban con él. Quizá fuera la primera vez que alguien se lo decía con ese entusiasmo sincero cuyo eco resonaría tantas veces en los años por venir. Felipe, estamos contigo. Hay que acabar con la hegemonía del exilio, hay que romper con ellos y montar un partido nuevo que represente a la España de hoy, no a la república de ayer. Los vascos sabían que esa tarea los desbordaba, pero parecía hecha a la medida de ese moreno desgreñado. Había que mantener el contacto, tenían mucho que hablar y trabajar. Se citarían en Bilbao, en Sevilla, en Madrid, donde fuera.

Aquel chaval agitanado tenía una última cualidad que los desconcertaba y que terminó de seducirlos: era inmune al elogio. Si le daban coba, respondía con silencios o monosílabos. Estaba tan seguro de sí mismo —pensaban los vascos— que no necesitaba la aprobación de sus compañeros ni de sus mayores. En la distancia corta, hablaba con franqueza y cierta brutalidad masculina, con mucho joder y mucho coño. Si no fuera por el acento, podría pasar por un obrero de los altos hornos de Sestao. Múgica estaba acostumbrado a los comunistas plomizos, y Redondo y Rubial trataban a diario con sindicalistas prácticos, resueltos y de pocas palabras. El descubrimiento de aquella tarde en Bayona los deslumbraba. No sólo habían encontrado a un orador arrojado y brillante que dominaba el lenguaje contemporáneo, sino a un compañero de verdad.

No creo que brindaran en el hotel Larreta, porque Felipe no era efusivo, pero sí cundió una sensación inaugural, casi pionera. Noventa años antes, unos tipógrafos habían fundado el Partido Socialista Obrero Español en una tasca junto a la Puerta del Sol de Madrid. Casa Labra, hoy reclamo turístico, era una taberna tan discreta y marginal como el hotel Larreta de Bayona. Ambas reuniones fueron clandestinas y en ambas había más ilusión que esperanza, pues sus protagonistas sabían que nadie estaba al tanto de su existencia.

A la mañana siguiente, muy temprano, Escuredo y González arrancaron el R-8 y rodaron por la carretera nacional 10 hacia la frontera de Behobia. Si los guardias del puente no ponían pegas, llegarían a Sevilla a tiempo para la boda.

 

 

Calle del Général Leclerc, 33, Albi, Francia, verano de 1969. La mejor forma de conllevar la militancia y la vida es confundirlas en una sola cosa. Por eso el viaje de novios de Felipe y Carmen consistió en conducir por el sur de Francia para asistir a reuniones políticas y conocer a los dirigentes socialistas. Rodolfo Llopis estaba muy intrigado por aquel sevillano insolente, así que invitó a la pareja a pasar una tarde con él.

El secretario general del PSOE desde 1944, presidente de la república en el exilio en 1947 y masón destacado del Gran Oriente Español en el Exilio y de la Gran Logia de Francia —lo que le daba el rango de heredero legítimo de la España republicana, socialista y liberal—, vivía en una casita de dos alturas del barrio de la estación de Albi, al final de una calle sin comercios formada por viviendas de ferroviarios. Allí habían ido a pudrirse los sueños de siglo y medio de ilustración y progreso españoles. Allí había pasado Llopis los últimos treinta de sus setenta y cuatro años.

En aquella casa aún flotaba el fantasma de Francisco Largo Caballero, el viejo presidente del PSOE y del gobierno republicano. Tras la capitulación de Francia en junio de 1940, Largo huyó con sus hijas del París ocupado y llamó a la puerta de su amigo Llopis, con quien había cruzado la frontera en 1939, tras la última sesión de las Cortes republicanas en Figueras, y vivía en lo que cínicamente se llamaba la Francia Libre o Francia Nono (non-occupée). Se creyeron a salvo de los nazis durante unas semanas, pero la nueva policía de Vichy no tardó en arrestarlos. Largo dio tumbos por centros y campos de detención, desprotegido por todos, sin más amparo que las gestiones diplomáticas que algunos compañeros hacían en México, el único país que se preocupaba por la suerte de los republicanos en Francia. A Rodolfo, al estar casado con una ciudadana francesa, tan sólo lo reubicaron en otro pueblo durante un tiempo, bajo vigilancia. Después de muchas idas y venidas, la Gestapo le echó mano a Largo, que tal vez fue torturado por el mismísimo Klaus Barbie en Lyon y luego en París, para acabar en el campo de Sachsenhausen, de donde fue milagrosamente liberado por unos soldados polacos en 1945. Murió menos de un año después.

Rodolfo y Georgette vivieron siempre con el recuerdo del compañero al que no pudieron proteger. Tan sólo lograron cobijar a una de sus hijas. Allí, en el umbral de esa casita ferroviaria de dos alturas, terminó un acto de la tragedia del socialismo español, y allí estaba a punto de abrirse uno nuevo, en tono menos grave y tras un interludio de treinta años.

Georgette Boyé y Rodolfo Llopis se habían conocido en Madrid en 1931, cuando él era director general en el ministerio de Instrucción Pública y organizaba una de las mayores reformas educativas de la historia de España, el decreto Llopis, que permitió construir miles de escuelas, crear un cuerpo nacional de maestros con salarios dignos y arrancar a las órdenes religiosas el monopolio de la enseñanza. Llopis era el brazo ejecutor de los ideales de la Institución Libre de Enseñanza, el discípulo que mejor entendió a Giner de los Ríos y a Bartolomé Cossío, y quien convirtió sus sueños reformistas y laicos en una política de Estado. Georgette era una joven profesora del Liceo Francés de Madrid, entusiasmada por la cultura y la literatura españolas y fascinada por el aire de fiesta mayor que la república había dado a las calles, el cual transmitía en las crónicas que redactaba para Le Populaire, el órgano de propaganda de los socialistas franceses. Comulgaba radicalmente con el espíritu pedagógico de Llopis y quería ser parte de ese cambio. Por eso se enamoró de aquel maestro diez años mayor que ella. Se casaron en plena guerra, en 1937, cuando empezaban a pintar bastos para su bando y convenía tener un plan de fuga a mano.

Poco después de la boda, Georgette se quedó embarazada y decidieron que la España de las bombas y el hambre no era el sitio adecuado para criar, por lo que la maestra pidió el traslado a Francia. Le dieron una plaza en el liceo Louis Rascol de Albi, donde vivía su padre, funcionario de los ferrocarriles. Por eso tenían la casita en el barrio de la estación, y por eso el exilio no fue tan traumático para Llopis, que sólo tuvo que subirse a un tren tras cruzar la frontera, bajarse en la estación de Albi y recorrer a pie doscientos metros hasta la puerta de su hogar, donde lo recibió Georgette con su hijo Rodolfo en brazos. A esa hora, miles de compatriotas se amontonaban en las playas de Argelès o gastaban sus últimos ahorros en una pensión, sin saber qué sería de ellos al día siguiente.

Salvados los trastornos de la ocupación y llorados los amigos que los nazis se llevaron, la vida de los Llopis fue calmada y previsible. Georgette daba clases en el liceo y Rodolfo volcó su talento organizativo, el mismo que había usado para revolucionar la primera enseñanza en España, en resucitar el PSOE, tarea que logró con paciencia, recosiendo todos los jirones que encontró entre la diáspora y la clandestinidad interior y negociando el apoyo de los compañeros franceses, que siempre atendieron con gusto a los hermanos españoles. En 1944 le nombraron secretario general de un partido que volvía a funcionar nominalmente, mediante agrupaciones en Francia, en el norte de África y en México y mediante un enlace con los compañeros del interior, que se organizaban en grupos muy pequeños, sobre todo en Asturias, en el País Vasco y en Madrid. Bajo su mandato, el PSOE renunció a la violencia y ordenó a sus militantes en España que fuesen discretos y precavidos, anteponiendo siempre la seguridad a la causa. No querían mártires. El objetivo era autopreservarse y mantener la organización a la espera de una restauración democrática.

Nadie cuestionó su jefatura, por lo que el partido empezó a parecerse a esa casa ferroviaria de Albi: algo anodino que funcionaba por inercia e ignorado por los viandantes, que caminaban con prisa hacia barrios más interesantes. Como el interior de la vivienda, el partido se iba pasando de moda y acumulaba polvo en algunos rincones poco ventilados. Las fotos de amigos muertos superaban ya las de los vivos, y las tardes se espesaban en el tictac del reloj de pared y el borboteo de la cafetera.

En esa calle del Général Leclerc aparcó a finales de julio de 1969 un Citroën Dyane 6 nuevo que llevaba más de mil quinientos kilómetros de rodaje desde que saliera de Sevilla unos días antes. Veintinueve años después de que los nudillos angustiados de Largo Caballero golpeasen la puerta de los Llopis en busca de refugio, cruzaban su umbral unos recién casados sonrientes y amabilísimos. Él era el abogado que había soliviantado en Bayona a todo el comité nacional. Ella se llamaba Carmen Romero, era filóloga e hija de un oficial del ejército del aire. También militaba en el partido y aspiraba a ser profesora, como Georgette, que se acababa de jubilar. Los anfitriones aún no sabían que aquellos jóvenes venían a demoler de un mandoble esa casita ferroviaria y toda la historia socialista que guardaba.

—Bueno, compañero Felipe, ¿cómo te llamas? —quiso saber Llopis, dando por supuesto que Felipe era nombre de guerra, lo que desmintió el aludido, un poco extrañado por la pregunta.

—Eso no puede ser —dijo Llopis—, no se puede ir por ahí con el nombre al aire, para que lo vea todo el mundo. Tienes que ponerte un alias. ¿Es que os creéis que Franco ha muerto? Vais por la vida como si fuéramos legales, hay que joderse.

Carmen propuso Isidoro, nombre común, devoto y castizo en Sevilla, pero un poco raro para las costumbres clandestinas, que reclamaban nombres más llanos y de pasar más inadvertido, como Juan o Mariano. Isidoro gustó a Llopis, tal vez porque lo proponía esa chica tan guapa, exotiquísima en el mundo macho de la política exiliada, y a Felipe lo mismo le daba, porque no pensaba usarlo. Había decidido ya desprenderse de todos los melindres de la ilegalidad y guiarse tan sólo por el sentido común. Sin embargo, aquello tuvo algo de ceremonia de bautizo. Llopis era masón y le encantaban las liturgias iniciáticas. Si hubiera tenido a mano un salón con suelo ajedrezado y unas cortinas rojas, habría ungido al compañero como merecía, pero se tuvo que conformar con un café.

—¿Has estado ya en Toulouse, Felipe? ¿Conoces la sede? Mi hijo vive en Toulouse, es un poco mayor que tú, andáis por la misma quinta. Es profesor, como nosotros, como los buenos socialistas, un educador del pueblo. Tú eres abogado, ¿verdad? Está bien eso, la UGT necesita abogados, pero no olvides que somos un partido obrero.

Felipe había estado en Toulouse, donde asistió a unas jornadas de las juventudes socialistas, cuyos dirigentes tenían sesenta años. En el exilio, las generaciones políticas no se renovaban, y quien lideraba las juventudes en 1939 seguía en el cargo en 1969. Felipe y Carmen habían estado en todas partes y habían conocido a todos los que había que conocer. Que aquellos recién casados dedicasen el viaje de novios a estudiar la estructura del PSOE en Francia debería haber puesto en alerta a Llopis mucho más que el discurso de Bayona, pues el gesto revelaba una voluntad ferocísima. Estaba claro que el matrimonio había decidido que esa iba a ser su vida y no veían nada más importante hasta donde alcanzaba la vista. Podrían haber invertido esas semanas francesas en probar quesos, visitar librerías y ponerse al día en la nouvelle vague, pero eligieron entender el partido. En términos militares, aquel fue un viaje de reconocimiento.

A Felipe no le pesaban los kilómetros. Conducía desde los dieciocho, cuando su padre le pidió que repartiese los encargos por Sevilla con la furgoneta de la vaquería. Luego se iba a la facultad, abrigado con una pelliza que realzaba su aspecto rústico. Alfonso Guerra decía que aquel muchacho olía a establo, lo que siempre me ha costado creer, porque otros no recuerdan ese olor. Tal vez Alfonso exagere, ejerciendo el legítimo arte de la hipérbole literaria, privilegio de todo buen contador de historias, pero también puede ser propaganda. A los felipistas les gusta mucho subrayar cualquier rasgo menestral del héroe, y Felipe no fue obrero, pero sí vaquero, y su olor a establo lo es de santidad, de héroe nacido en la pureza más inocente del pueblo. Cuando Alfonso escribió que, la primera vez que lo vio, Felipe olía a establo, narraba un encuentro con dios.

No sé si ayudar a su padre a acarrear cántaros y piensos consagró a González como hijo del pueblo, pero sí le hizo un conductor excelente e incansable, y esa habilidad le acercó al dominio del partido. Podía pasarse la vida en la carretera. Se plantaba en Francia desde Sevilla en un día, cruzando un país sin autovías, por rutas viejas, peligrosas y lentas. Así pudo hacerse ubicuo. A diferencia de otros compañeros, que no tenían coche, carecían de su aguante carretero o, simplemente, vivían atados a trabajos y obligaciones familiares que les impedían salir pitando a la menor ocasión, Felipe estaba siempre en movimiento. Su trabajo en el despacho laboralista era casi una tapadera. El peso de los casos y del trabajo de oficina lo llevaban Escuredo y los demás, y él disponía de libertad para ausentarse los días que fueran necesarios.

Por eso conocía muy bien Toulouse y se impacientaba en Toulouse, porque Toulouse era el muladar donde se pudrían las esperanzas democráticas de una generación que ya no entendía nada. En la plaza circular Wilson tomaban el sol los anarquistas. Viejos dirigentes de la FAI y de la CNT se enseñaban los callos que les había dejado el gatillo del rifle máuser en el frente de Aragón, y los comunistas, más hoscos y clandestinos, conspiraban en serio, pues eran los únicos que creían de verdad en la derrota de la dictadura. Entre unos y otros estaban los socialistas: mineros de Asturias, obreros de Barcelona y funcionarios de Madrid, todos con exceso de acumulación ideológica, como dijo Felipe en Bayona, congestionados por la lectura de los artículos de fondo de El Socialista. Se les reconocía por sus andares lentos y su melancolía de pedagogos al salir de la sede de la calle del Taur, un segundo antes de fundirse en gris entre el gentío que tomaba Ricard en las terrazas de la plaza del Capitolio, unos metros más abajo.

Si llevase una hache intercalada, la calle del Taur sería la metáfora burda perfecta, pero Taur no alude a la ludopatía. Es una forma antigua de nombrar al toro, lo que, entre españoles, también da juego, sobre todo a Felipe, que nunca despreció un símil taurino. Algunos dirigentes, también muy aficionados, habían descrito su discurso de Bayona como una entrada a portagayola, y Carmen García Bloise, hija de exiliados ugetistas, lo comparó con Curro Romero. Ahí estaba, un bravo matador sevillano, curtido en tentar la luna en las dehesas de Sevilla, presente ante la exquisita afición francesa para consagrarse.

El toro de la calle del Taur evoca a un animal mitológico que destrozó el cuerpo del primer obispo de Toulouse, san Saturnino de Tolosa, un cristiano que llegó a la ciudad en el siglo III y sufrió el martirio consecuente. Los romanos lo ataron a un toro que trotó y coceó furioso desde el Capitolio hasta el lugar donde hoy se levanta la basílica dedicada al santo, marcando el sitio donde el cristiano dejó de respirar. El trazado de la calle se corresponde con el recorrido de la bestia. Muchos siglos después, en el mismo lugar, el ayuntamiento de la ciudad cedió un viejo cine a los exiliados de un partido que compartía muchas cosas con san Saturnino de Tolosa. Allí se impusieron penitencias y sacrificios con la misma serenidad con que los sufrieron los cristianos de las catacumbas.

Hoy, la calle del Taur tiene un aire un poco destartalado, que, en 1969, debía de ser cochambroso. Aún abundan las librerías de viejo, pero de viejo gruñón. En las calles estrechas y hamponas no habría creperías ni restaurantes argentinos ni heladerías de auténtico gelato italiano, como en 2021. A según qué horas, alcanzar los números 69 y 71, domicilios oficiales del PSOE y la UGT, debía de ser una experiencia desaconsejada para maníacos y depresivos.

La vieja sede es hoy la filmoteca municipal y, aunque está muy reformada y llena de alusiones al cine de vanguardia, conserva casi toda la melancolía verbenera de aquellos exiliados. Es un edificio ecléctico en torno a un patio arbolado que recuerda a una corrala de Lavapiés. En los años cuarenta, el PSOE se reunía en la Sala del Senescal, a cien metros de allí, pero los socialistas franceses consideraron que la calle del Taur era mucho más madrileña, de romería, porrón y tortilla de patatas. El patio de los mítines se usa ahora como aparcamiento, pero siguen ahí los mismos plátanos que daban sombra a los oradores, y tanto los muros pintados de pardo suicida como las contraventanas de madera astillada evocan el aire ferroviario de aquel socialismo. No queda en la península un sitio tan republicano como ese patio. Al cruzar el arco, Felipe y Carmen tuvieron que sentir que viajaban en el tiempo y pisaban una España anterior a la guerra.

Aquellos plátanos eran lo único que no recordaba a la derrota. El resto, lo que con optimismo se llamaba Casa del Pueblo, era una colección de habitaciones frías y desportilladas en las que no había mucho que hacer. Sus ocupantes siempre estaban de paso y prácticamente las usaban una vez al año, para quitarles el polvo a los archivos, fingir que seguían existiendo y echar de menos a los muertos.

Tres calles más abajo, las chicas llevaban minifalda y se morreaban con novios que, con cierta luz y en escorzo, se daban un aire a Alain Delon. No había nada en aquella sede que interpelase a esa sociedad de 1969 que corría, bailaba y no entendía de masones o de pedagogos peripatéticos. Me gusta imaginar que Felipe se lo dijo a Carmen, al salir del portal de la calle del Taur y buscar un bistró barato para cenar. En cuanto llegaron a la plaza porticada y encontraron una mesa libre, decidieron que el partido debía existir ahí, en esa copa de vino y en esas risas, lejos de aquellos años treinta eternos que se reponían a diario, como en un cine de reestreno, en la calle del Taur.

 

 

Volvieron a casa unos días después, pero el cuentakilómetros del Citroën no dejó de subir en los meses siguientes. La amistad con Nicolás Redondo y los vascos se estrechó, y aparecieron también unos madrileños finos, delgados, muy aseaditos, de buena familia y con muchas lecturas marxistas en la biblioteca. También hubo encuentros con mineros viejos de Asturias, otro núcleo de resistencia socialista montado en torno al carisma revolucionario del compañero Otilio, con quien Felipe tuvo una relación íntima, casi de hijo adoptivo. Asomaron por ahí algunos catalanes que también se amigaron. González quemó muchísima gasolina para cultivar esas amistades y convencerlas de que había que imponerse al aparato del exilio. Todos habían estado en Toulouse, todos se habían deprimido al intentar cerrar en la sede una contraventana con los goznes oxidados, todos habían aprendido a no bostezar ante los parlamentos criptomarxistas de aquellos exiliados a quienes la artrosis ya no dejaba cerrar el puño para cantar «La Internacional».

En los pocos ratos que pasó en su casa de Sevilla y atendió las obligaciones del despacho laboralista, Felipe tuvo tiempo de asesorar a los trabajadores de Siderúrgica Sevillana, que arrastraban meses de conflicto laboral y habían confiado en la UGT para que los guiara en la lucha, lo cual era insólito, pues casi todos los líos obreros caían del lado de las comisiones controladas por los comunistas. La suerte quiso que uno de los líderes de los trabajadores fuese socialista y arrastrase a los demás a la estrategia ugetista, que se diferenciaba radicalmente de la de Comisiones. Mientras los comunistas postulaban el entrismo, esto es, entrar en la organización, infiltrarse en las estructuras legales del sindicato único de la dictadura para controlarlas, la pequeña UGT apostaba por la ilegalidad y la confrontación. Por eso el caso acabó en el escritorio de Felipe, que se convirtió en el abogado de los obreros, a quienes convenció de ir a la huelga.

Los abogados viajaron a Bélgica para pedir el apoyo de la Internacional Socialista, y las centrales sindicales de Europa se volcaron con el conflicto de Siderúrgica Sevillana, dándole un eco internacional. Aquello sacó a la UGT de su insignificancia. Los españoles que mejor leían los interlineados de la prensa censurada se enteraron entonces de que el viejo sindicato seguía vivo. Gracias a todo ese ruido, los sevillanos se vistieron de prestigio y autoridad. En menos de un año, habían pasado de ser unos jóvenes con greñas que se las daban de antifranquistas, en una ciudad que no le importaba a nadie, a convertirse en la referencia del partido en el interior. O, al menos, en el bastón de los vascos y los asturianos, que se apoyaban en los andaluces para coger impulso contra la dirección de Toulouse. Por eso, cuando Llopis convocó el congreso ordinario de agosto de 1970 (el undécimo en el exilio), los vascos, los asturianos y algunos madrileños reclamaron que el sevillano Isidoro defendiese una ponencia resumiendo cientos de horas de conversación y tabaco: iban a reclamar una dirección igualitaria entre representantes del interior y de Francia. Incluso pedirían que el secretario general residiese en España. El partido no podía seguir sometido a la voluntad de quienes llevaban treinta años sin cruzar los Pirineos.

 

 

Sede del PSOE en el exilio, calle del Taur, 69, Toulouse, Francia, 16 de agosto de 1970, 21.00. Felipe volvió a la calle del Taur, más toro que torero. Llegó embistiendo las maderas podridas del portón, como la bestia que mató a san Saturnino de Tolosa, cuyo papel iba a interpretar Rodolfo Llopis, aunque no lo sabía, y por eso acudió a la sede con la tranquilidad y la autoridad de siempre.

Bajo los plátanos de sombra se congregaban muchos socialistas del interior que no solían viajar a Toulouse. Había algunos jóvenes, caras nuevas de cutis terso, sin arrugas de exilio ni tiznes de la carbonilla que flota en las barriadas ferroviarias francesas. El maldito sevillano había pedido un voto particular al final del congreso, y todos esos pimpollos acudían a aplaudirlo. Llopis reaccionó con rapidez de animal político y reescribió los folios que llevaba con la memoria de gestión, el rito con el que el secretario general defiende su trabajo y pide la confianza del congreso para seguir dirigiendo el partido.

Él también fue joven, empezó a decir desde la atalaya de sus setenta y cinco. Él también se enfrentó a los viejos de su época. Era natural que la juventud, con sus ideas frescas y radicales, sacudiera la inercia de los viejos. Los jóvenes eran imprescindibles para que el partido siguiese vivo, había que celebrar siempre su entusiasmo. Ahora bien, dentro de un orden, y ese orden lo imponía la unidad del PSOE. Una cosa era proponer ideas nuevas, y otra muy distinta, faltar al respeto a las canas. Él nunca se atrevió a despreciar a Pablo Iglesias ni a Largo Caballero, bravos fundadores del socialismo. Pudo discutirles cosas, pero siempre los veneró y jamás los tuvo por trastos rotos —y quizá aquí se acordó de los ojos de perro abandonado de Largo cuando llamó a su puerta de Albi en 1940—. Había que encontrar un punto de acuerdo, un espacio político donde jóvenes y viejos pudieran trabajar juntos por las ideas que compartían. Los entendía, cómo no iba a entenderlos, si veía en sus caras el reflejo del joven maestro valenciano, un tal Llopis, que solicitó el carnet en 1917, pero ellos también debían entenderlos a ellos y respetar la herencia casi centenaria del partido.

Invocó el eterno retorno, lo cual fue una traición al socialismo, que concibe la historia en línea recta, siempre hacia el futuro, jamás circular. El progreso implica que las cosas no se repiten, por mucho que Marx dijera aquello de la historia como tragedia y farsa. Lo viejo no vuelve, tan sólo muere. Pero no fue ese su peor error, sino la condescendencia. Nada le irrita más a un adolescente que un señor mayor que atribuya su enfado a las hormonas, a la naturaleza humana o a la ley de vida.

A las nueve de la noche del cuarto día de congreso, con el cabreo bien cebado por el humo de cientos de cigarros, Felipe subió a la tribuna. En teoría era el compañero Isidoro, pero sólo para las actas y documentos. Era tal su desprecio por los ritos clandestinos que apartó la cortina y ocupó el escenario a cara descubierta. Desde 1944, Llopis obligaba a los militantes del interior a intervenir tras un telón que protegía su identidad. Para los exiliados, los compañeros de España eran unos pies parlantes, lo que complacía a los masones, siempre cuidadosos de sus ceremonias mistéricas, pero reducía el debate a una charla de probador de El Corte Inglés. Los del interior, doblemente interiorizados, sólo podían preguntar si les quedaba bien el traje, cuyo corte había diseñado el exilio. Al bolchevique Felipe aquello le parecía una prueba más de lo lejos que quedaba el mundo real de la calle del Taur. Encendido y crecido, aprovechó las sombras casi expresionistas del crepúsculo, que diluían el tono de la romería republicana, para sacar el hacha y hacer leña del viejo PSOE.

El fondo de la ponencia era banal, como todas las cuestiones organizativas: pedía que la comisión ejecutiva tuviera más miembros del interior que del exterior. Aunque la sede formal del PSOE siguiese en Toulouse, las decisiones políticas y la estrategia debían decidirse en España. Había muchas formas de plantear eso, y Felipe escogió la más cruel. Miró a los ojos a Llopis y personalizó todo el discurso, convirtiéndolo en un duelo personal. Jamás en la historia del partido se había visto algo así. Nunca un recién llegado había desafiado con tanta chulería y tan pocos eufemismos al secretario general. El público no sabía cómo reaccionar al oír en la tribuna lo que sólo se decía en corrillos y sobremesas. Qué barbaridades, qué groserías, quién se había creído ese niñato para hablarles así:

—Usted representa todo lo que la nueva Europa ya no quiere. Usted recuerda lo que nuestros compañeros socialistas quieren olvidar. Usted, que ha luchado por la democracia, ya no la representa.

Cuando se recompuso, Llopis respondió. Las réplicas y contrarréplicas duraron cinco horas. Muchos perdieron el apetito y no probaron los bocadillos de la cena. Algunos lloraron al ver su partido roto en dos pedazos, y disuelta en el griterío dogmático de una noche de agosto la lucha de sus vidas. La ponencia de Felipe recibió el ochenta por ciento de los votos, pero Llopis no perdió la secretaría general, lo que dejaba al partido en una situación de parálisis: el interior dominaba al fin los órganos de poder, pero las decisiones últimas seguían en manos de la vieja guardia. Algo había cambiado para siempre, aunque los dirigentes del exilio fingían que sólo había sido una disputa doctrinal. Al terminar, Rodolfo Llopis volvió a su casa, seguro entre sus fotos y el tictac de los relojes de pared, asiendo con sus manos ancianas las siglas de su vida.

 

 

En la casa del barrio de la estación de Albi las horas se repetían idénticas, y ni siquiera el sol, cada vez más breve conforme se acomodaba al otoño, transmitía urgencias. El tiempo allí no era arena, sino un engrudo que no se escurría por el desagüe. Cada curso, Georgette enseñaba las mismas lecciones en el mismo orden, y llegaba a casa cada tarde a la misma hora. Llopis no daba clases. Se dedicaba por entero al partido, del que no cobraba un franco, pero había metabolizado los ciclos de los cursos escolares y medía el tiempo entre verano y verano. No había prisa, porque casi nada cambiaba de un año a otro, y no concebía otra vida que no consistiera en esperar.

Acababa de celebrarse el congreso del partido. Ahora había que esperar un año para celebrar el del sindicato. En los años pares se reunía el PSOE. En los impares, la UGT. Eran la misma gente, sólo cambiaban de sitio algunas sillas. En los años pares mandaba él, como secretario general del PSOE. En los impares, Manuel Muiño, el mismo cargo de la UGT. Sólo cabía esperar, como siempre, a que llegara el año impar, cuando cada uno volvería a su asiento de la calle del Taur y la organización recuperaría su tono. En un año todo se templa, era cuestión de dejar actuar el sol de invierno y el viento frío del mediodía francés.

No se apreciaba desde las casitas grises y marrones de la calle Général Leclerc, pero el tiempo en España ya no era circular. La oposición crecía en militantes y decibelios que atronaban en todas partes, desde las bocaminas de Asturias hasta los campos del sur, reverberando en las aulas magnas de todas las universidades y ahumándose en las mascletás de grises a caballo en el centro de las ciudades. La dictadura respondía con juicios en Burgos y caras de perro de ministros mastines, mientras algunos figurones intelectuales se iban descolgando de la España una, grande y libre para compadrear, cada vez con más entusiasmo, con los demócratas. Ahí estaban el viejo camarada falangista Pedro Laín Entralgo, o el exministro Joaquín Ruiz-Giménez y sus Cuadernos para el Diálogo. El propio Llopis había conocido a algunos de ellos en lo que los franquistas llamaron el contubernio de Múnich de 1962, el primer intento de armar una oposición democrática amplia, con puentes entre el exilio y el interior y entre todas las ideologías, desde los cristianos demócratas y los monárquicos hasta los anarquistas, pasando por los nacionalistas. Allí trató Llopis, entre otros, a Dionisio Ridruejo, el líder espiritual de esa cabalgada hacia las playas de la democracia europea, que algunos emprendieron desde los riscos más altos del franquismo.

Llopis nunca le había negado una conversación a nadie y aceptaba que el PSOE participase en las tramas de alianzas, siempre que no implicaran la disolución o la pérdida de soberanía del partido. En su cartera gigante, con la que le caricaturizaban los compañeros, transportaba los restos del PSOE allí donde se los requería, pero no previó el acelerón de la historia. Los tiempos exigían mucho más que conversaciones y ponencias. Lo del congreso de 1970 no fue otra discusión de las miles que había ganado en una vida de militancia. Su forma de negar los hechos, que lo llevaba a actuar como si nada hubiese cambiado y controlase aún el aparato del partido, empeoró el ambiente. Cuando se abrieron las contraventanas de la calle del Taur para ventilar y poner orden antes del congreso de agosto de 1971 el aire estaba muy cargado. Sólo Llopis se sorprendió por lo que pasó entonces: los del interior se impusieron y sacaron del cargo al viejo Muiño, que había sido concejal de Madrid antes de la guerra. Por primera vez desde 1939, la UGT quedaba en manos de un afiliado que vivía en España, el vasco Nicolás Redondo.

Dicen los llopistas que el viejo republicano, ante el cadáver político de Muiño, vio el suyo y se preparó para su propio sacrificio, pero lo que hizo en el curso que fue del otoño de 1971 al verano de 1972 lo desmiente. Le ganó la terquedad. Se atrincheró en su casita de ferroviario y se negó a entregar las llaves del partido, en un sentido literal: cuando los miembros del interior del comité nacional quisieron reunirse en la calle del Taur, tuvieron que llamar a un cerrajero.

En mayo de 1972 el cartero dejó en la puerta de la casa de Général Leclerc de Albi un ejemplar del último número de El Socialista, que se imprimía en Francia, pero se redactaba en España tras una decisión del maldito congreso. Allí, de salida en la primera página, venía un texto con un título extraño: «Los enfoques de la praxis». Demasiado marxista y teórico para un periódico que solía resumir la prensa internacional, dar noticias de las luchas democráticas en España, reseñar las memorias de algún prócer republicano y recuadrar esquelas de los exiliados que sucumbían al aburrimiento. El texto era breve, agresivo, imperativo y venía recubierto en jerigonza leninista, más propia del PCE que del PSOE, pero contenía un párrafo que no admitía ambigüedades y cuyas letras se clavaron en los ojos de Llopis como perdigones: «Las oposiciones en el campo socialista deben recibirse con alegría, ya que son síntomas de la vida y fuerza del método dialéctico en el análisis de la realidad. Dentro ya del terreno de la acción, unos actúan en el nivel del pensamiento, discuten, proponen, maniobran; y otros actúan en el nivel de la lucha física, de la acción en los talleres y las calles. Así en nuestra propia organización se discute, se polemiza, se hace asuntos graves de lo que sólo es una cortina de humo (un ejemplo, las relaciones con otras fuerzas) que oculta el verdadero fondo de las diferencias; mientras otros militantes exponen su vida y su libertad en la acción diaria».

Apenas se reconoce en esta prosa de jefe provincial soviético al lector de Machado que la escribió. Aunque no iba firmado, a Llopis no le costó nada averiguar que Alfonso Guerra era el francotirador, el gallito que presumía de arriesgar la vida mientras los exiliados sesteaban en paz, discutiendo naderías. No sé cómo pudo dolerle más este ataque que otros que venía escuchando en congresos y comités desde hacía un tiempo. La intervención de Felipe en Toulouse fue mucho más agresiva, y no le disgustó ni la décima parte que ese texto. Quizá porque estaba fijado en tinta. Quizá porque, mientras lo leía, sabía que cientos de compañeros lo leían a la vez, como si fuesen las tesis de Lutero. Quizá porque tras esa publicación ya no podía fingir que controlaba el partido y quedaba claro quién dictaba la línea del órgano oficial, quién señalaba y quién acataba. Por eso Llopis ejerció el último poder que conservaba. Era prerrogativa del secretario general convocar el congreso. En circunstancias normales, esto no era más que una formalidad, pero como las circunstancias ya no eran normales, se negó a firmar la convocatoria. No habría congreso mientras esos malcriados no pidiesen disculpas y mostrasen el respeto debido a la autoridad y a la herencia de Pablo Iglesias.

Acostumbrados a empezar todo desde el principio, sin encomendarse a tradiciones, los jóvenes del interior convocaron el congreso por su cuenta, en agosto, como siempre. Rodolfo Llopis no reconoció la convocatoria, que llamó «sediciosa», y convocó otro congreso a finales de año. Concebía el PSOE como la obra de su vida, y confiaba en que los compañeros —y, lo que era más importante, la Internacional Socialista— le seguirían en este segundo exilio como le siguieron en 1944.

Por respeto al viejo pedagogo —que consumió los días del congreso de agosto de 1972 paseando por el centro de Toulouse con su carterón bajo el brazo, charlando con unos y con otros por esquinas y terrazas, sin poner un pie en la sede de la calle del Taur, pero dejándose ver a lo lejos—, los jóvenes turcos nombraron una dirección colegiada formada por catorce miembros, cinco del exilio y nueve del interior, entre ellos Nicolás Redondo, Ramón Rubial, Pablo Castellano, Alfonso Guerra y Felipe González. Nominalmente, el secretario general seguía siendo Llopis, pero ni Llopis ni los llopistas estaban en ningún sitio.

Ahora que la historia tiene sentido, las decisiones de esos comanches parecen lógicas, pero entonces eran muy arriesgadas. El PSOE no sólo se había dividido en dos partidos, sino que estaba muy lejos de ser la casa común de los socialistas españoles, distribuidos en varias sectas, todas ellas ínfimas, pero bien relacionadas en los pasillos de la socialdemocracia europea que por aquellos años dominaba los parlamentos y los palacios de gobierno. El profesor Tierno Galván estaba fuera de los dos PSOE, pero muchos lo tomaban por el heredero natural de Pablo Iglesias. Luego había socialdemócratas convertidos desde el falangismo, como Ridruejo, comunistas escindidos o expulsados en busca de siglas, sindicalistas de los movimientos cristianos —de los cuales venía Felipe— y un montón de federaciones y secciones que no formaban parte de la organización, aunque llevaban el adjetivo socialista en el sintagma. Parecen muchos, pero entre todos no sumarían cinco mil militantes y casi nadie en España estaba al corriente de su existencia. En 1974 había ciento quince afiliados en todo Madrid. La agrupación de Chamartín, que se haría famosa porque de ella salieron líderes importantes, como Miguel Boyer, tenía diez miembros, dos menos que los apóstoles. Todos, dentro y fuera del PSOE, aspiraban a representar el socialismo español, pero sólo un partido pertenecía a la Internacional Socialista. A falta de unas elecciones libres y democráticas, ese reconocimiento era la única fuente de legitimidad.

 

 

Quienes gustan de contar la historia como una sucesión de conspiraciones pasan por alto que la Internacional Socialista tardó un año y medio en decidirse por uno de los dos PSOE, y que sólo dio el paso cuando las circunstancias políticas españolas la obligaron. Hay en España mucha gente, incluso historiadores, convencida de que Felipe González sólo fue un títere de la socialdemocracia alemana. Según esta versión, Willy Brandt, ayudado por Olof Palme y Bruno Kreisky, utilizó a Felipe como agente para derribar a Llopis. Las teorías más divertidas dicen que el dinero no lo pusieron los alemanes, sino que llegó en pesetas desde los servicios secretos del franquismo, en una maniobra lampedusiana para cambiarlo todo sin cambiar nada, erigiendo a Felipe como el líder que permitiría a la oligarquía de la dictadura sobrevivir en una democracia presunta. En esta versión, Willy Brandt sería el agente de la República Federal de Alemania que actuaba en nombre del franquismo. Si así fue, ¿por qué titubeó y demoró tanto su apoyo?

Manuel Fernández-Monzón —un militar que trabajó en los servicios secretos en los últimos años del franquismo y los gobiernos de UCD, y llegó a tener un despacho en la agencia EFE junto a su director, Luis María Anson, como asesor en asuntos del ejército— contó en sus memorias que Felipe era un producto del almirante Luis Carrero Blanco, jefe de gobierno de Franco. La conspiración se explica así: el padre de Carmen Romero, la mujer de Felipe, era Vicente Romero, comandante del ejército del aire y amigo de Carrero. Enterado este de que el yerno de su amigo era un miembro de la dirección del PSOE, decidió promocionarlo, utilizando sus contactos alemanes, para que dominase la organización y la convirtiera en la gran fuerza opositora, neutralizando a los comunistas. La credibilidad de esta historia se basa en el conocimiento de Fernández-Monzón del espionaje español y en un ascenso sospechoso a general de brigada en la década de 1980 a propuesta del ministro socialista Narcís Serra. Algunos periódicos se sorprendieron por que el gobierno premiase a un tipo que había expresado simpatías públicas por los golpistas de 1981 y escribía diatribas ultraderechistas en el Abc, criticando las reformas militares de Serra. Quienes creen esta versión sostienen que así compró Felipe su silencio, pero debió de tasar el precio a la baja, porque en sus memorias el militar no se calla nada y llega a reproducir una frase de González cuando ya era presidente, con la que, al parecer, expresaba una deuda de gratitud: «No se preocupen ustedes, que no olvidaremos nunca a Carrero Blanco. Soy perfectamente consciente de ello».

Como tantas otras teorías, esta consiste en unir puntos mediante líneas especulativas que sortean enormes agujeros de información. Por mucho que corran de libro en libro, no juntarían los indicios necesarios para un juicio. Por ejemplo, no hay una prueba documental de esa frase de González ni más testigos que el propio Fernández-Monzón. Pero no hace falta acusar al general de inventarse conversaciones —o narrarlas sin contexto—, porque en esta conspiración falla la cronología más básica. Cuando Carrero Blanco murió asesinado por ETA, el 20 de diciembre de 1973, Felipe aún no era líder del PSOE y casi nadie creía que pudiera serlo. El candidato más plausible para sustituir a Llopis era Nicolás Redondo, secretario político de la UGT. Y no sólo eso, sino que la Internacional Socialista, donde los alemanes tenían un peso incontestable, aún no se había pronunciado sobre cuál de los dos PSOE era el verdadero, y andaba coqueteando con Tierno Galván. La Fundación Friedrich Ebert, el instrumento que el SPD alemán usaba para financiar a sus aliados en España, apoyaba en ese momento a Tierno. De hecho, Willy Brandt y Felipe González ni siquiera se conocían. Lo hicieron a finales de 1974 en Portugal, en un mitin del candidato socialista Mário Soares. Carrero Blanco llevaba entonces un año muerto.

Conspiranoicos de derechas y de izquierdas, cebados por el resentimiento de los políticos que se quedaron en el camino, como Pablo Castellano, han engordado el delirio de que Felipe fue la continuación del franquismo por otros medios. El descrédito que la transición tiene entre quienes nacimos en la década de 1970 resucita de vez en cuando estos brotes histórico-psicóticos, que cumplen dos funciones: reafirman el odio al felipismo y recubren de lógica un relato que hace aguas. Esta historia —y la historia, en general— es más verosímil como conspiración. Cuesta mucho creer los hechos desnudos: un partido desconocido que apenas había participado en la lucha antifranquista y que la mayoría de los españoles con memoria suponían extinto se convirtió en muy pocos años en un poder incontestable, con un control sobre el Estado superior al de los reyes absolutos. En muchos sentidos, un poder más eficaz que el del propio Franco. Sin una mano negra, este cuento es intragable.

Claro que hubo un apoyo alemán y europeo que no sólo compensó la escasez de militantes y la irrelevancia del PSOE en la oposición antifranquista, sino que marcó la diferencia con un PCE eurocomunista que ya no recibía riadas de rublos desde Moscú y tenía que financiarse por otras fuentes. Pero eso llegó después, no antes de la entronización de Felipe, que nadie supo profetizar y nadie planeó. Hasta el día de Reyes de 1974, la Internacional Socialista no emitió su sentencia, y lo hizo dividida, con muchos figurones apoyando a Llopis, que se pasó ese tiempo viajando por las capitales de Europa con su carterón bajo el brazo, en una campaña desesperada de relaciones públicas. Nada garantizaba que la dirección colegiada salida de Toulouse en 1972 fuera a ganar el pleito. Cuando lo hizo, la situación política y social de España era tan grave y volátil que casi nadie sabía por dónde seguir. A comienzos de 1974, el partido aún era una secta izquierdista con exceso de acumulación ideológica y mucho más pasado que futuro. Los jóvenes se habían hecho con sus llaves, pero no sabían para qué las querían. Por eso la tutela de los hermanos alemanes y franceses era tan importante.

Un dato más contra los conspiranoicos: Felipe y Alfonso habían dimitido de la dirección del PSOE en 1973 —por separado y alegando razones distintas—, hartos de la templanza de sus compañeros, especialmente de algunos madrileños, como Pablo Castellano, que más tarde lideraría la corriente interna de izquierdas, pero que entonces defendía la moderación frente al ímpetu revolucionario de los sevillanos. Nicolás Redondo, con Múgica, Rubial y algún andaluz, como Galeote, intentaban atraerlos de nuevo, pero González se refugió en el despacho laboralista, y Guerra en la librería que tenía en el centro de Sevilla, junto a la plaza de la Contratación.

Desde ambas atalayas, se dedicaron a disparar contra algunos madrileños, muy en especial contra Castellano, a quien tenían por templador de gaitas y demasiado dialogante con la oposición de derechas (no muchos años después, aunque parezcan siglos, lo expulsaron por salirse del PSOE por la izquierda y acabó ocupando el trono de Llopis en el PASOC —Partido de Acción Socialista—, el partido que recogió la herencia del PSOE escindido y se integró en Izquierda Unida, de donde no lo llegaron a echar, pero no por falta de ganas de muchos dirigentes. Tal vez este patrón indique que Castellano, más que tener ideas propias, siempre quiso tener las contrarias a la dirección de su partido).

Al poco de celebrar el fallo de la Internacional Socialista, la policía detuvo a Juan, nombre de guerra de Redondo, mientras preparaba una huelga en Vizcaya. El sindicalista entró resignado en la cárcel de Basauri, y Felipe le ofreció asistencia letrada. Los amigos se reunieron en la prisión, la mayor prueba de la teoría de la conspiración de Pablo Castellano, la más exitosa de todas las que se cuentan. Según Castellano, en aquellos encuentros carcelarios entre abogado y cliente no se discutieron estrategias de defensa ni se dieron consejos legales, sino que se planeó un coup d’État. Redondo propuso repartirse la organización: él seguiría en el sindicato y Felipe controlaría el partido. Para ello, el primero prometió al segundo el apoyo de los vascos y de los asturianos en el congreso siguiente, lo que garantizaba la mayoría de los votos. A esta conspiración, Castellano la llamó el pacto del Betis, y en ella el sindicalista tuvo el papel de tonto útil y facilitador de las ambiciones caníbales de los comanches sevillanos (comanche es también un hallazgo de Castellano, primer acuñador de clichés antifelipistas).

No hay registros de lo que Redondo y González hablaron en el locutorio de Basauri, y ambos desmintieron la hipótesis de Castellano, aunque esta es mucho menos disparatada que el resto de las leyendas. No deja de ser una especulación, y en realidad importa poco. Si el antifelipismo la ha propagado tanto es porque probaría el ansia predadora del futuro presidente y daría fe de sus malas artes.

Las cosas bien podrían haber sucedido como Castellano dice que sucedieron, pero eso no revela ningún cesarismo, pues la democracia y el poder quedaban entonces tan lejos que ambicionarlos era, sencillamente, un delirio. Me encanta imaginar a Nicolás Redondo, vestido de lady Macbeth, susurrando con acento de Bilbao a su Macbeth sevillano lo que tenía que hacer para convertirse en rey de Escocia: «Parécete a la cándida flor —declamaría—, pero sé la serpiente que hay debajo». Por desgracia, entonces el reino apenas era un club recreativo de Toulouse con las ventanas mal cerradas, cuyo rey ya había sido apuñalado sin sangre dos años atrás.

Otra grieta contra el pacto del Betis: hasta el final del verano de 1974 no estuvo claro que el PSOE pudiera convocar un congreso, por lo que cuesta creer que ya tuviera escrito su guión. Las afiliaciones habían crecido mucho, se habían fundado agrupaciones en Cataluña y, con menos ímpetu, se sumaban militantes sueltos y grupos minúsculos en varias ciudades de España. Los nuevos compañeros ya no cabían en la vieja sede de Toulouse. Había que buscar un escenario más amplio en algún lugar de Francia. Robert Pontillon, responsable de las relaciones internacionales de los socialistas franceses —y, por ello, interlocutor habitual con los españoles— y alcalde eterno de Suresnes, ofreció el magnífico teatro de su pueblo. La dirección del PSOE aceptó y convocó el congreso para octubre.

Los pedazos que quedaban de la dirección, miembros dimitidos incluidos, se reunieron en septiembre en un hotel ya desaparecido, el Jaizkibel, en el monte homónimo de Fuenterrabía. El plan era preparar el congreso y unificar posturas. Múgica, López Albizu y Redondo ejercieron de vascos anfitriones. Del resto de España asistieron tres sevillanos (Galeote, Guerra y González) y un madrileño, Castellano, que en minoría iba y en minoría quedó, marginado de cualquier alianza. El plan inicial era impulsar a Redondo como secretario general, pero el compañero Juan, recién salido de la cárcel, se negó, lo que abrió la trocha de las conspiraciones. El tiempo y el lugar eran propicios: un hotel aislado en la ladera de un monte mágico con las luces de la costa francesa enfrente. Hay quien asegura que Guerra y los vascos acordaron una de esas noches que Felipe sería el elegido. Otros, que lo único que se decidió en el Jaizkibel fue una declaración, redactada de puño y letra de Felipe González, que sería el programa político del congreso.

Los rabinos de la historia y de la política han analizado cada trazo de ese texto, uno de los pocos ejemplos de doctrina impartida por Felipe, que es un narrador oral cuya escritura se disemina en cuadernos y cartas privadas, donde un tachón es más expresivo que una metáfora. Es uno de los pocos líderes europeos de su tiempo que no se ha molestado en resumir su pensamiento ni su vida en un par de libros. La obra se titula Declaración de Jaizkibel o Declaración de septiembre, y hay que darle en parte la razón a Guerra cuando la glosó para sus memorias en 2004: «Treinta años después, viviendo en una sociedad democrática, con las instituciones conformadas libremente por los ciudadanos, sorprende el realismo de la propuesta de un partido clandestino, con escasos efectivos humanos. La orientación ya en 1974 era la correcta, pues muchas de las propuestas entonces planteadas se lograron consolidar en el debate constitucional de 1978».

Sorprende el realismo del análisis, pero las propuestas eran un poco más radicales que las que recogió la Constitución. El documento tiene dos partes. En la primera se analiza la situación política de España con un rigor, una concisión y un acierto impresionantes: resume los factores que descomponen la dictadura en la agonía de su líder e identifica los sectores de la sociedad que se han descolgado del franquismo y pueden ser aliados en el cambio democrático; reconoce tres actitudes posibles: los ultras, los reformistas y la oposición. En una finta dialéctica digna de Demóstenes, se distancia del análisis de los comunistas y acuña el concepto de «ruptura democrática». Esto es una especie de palo y zanahoria: sin perder de vista el objetivo de restablecer la democracia, evitarán una confrontación directa que pueda causar otra guerra civil. La música que sonaba de fondo era «Grândola, vila morena», el himno de la revolución de los claveles portugueses, sin la cual ni la oposición antifranquista habría encontrado fuerzas para alzarse, ni los funcionarios del régimen habrían sentido el miedo necesario para convertirse en demócratas.

La segunda parte del documento era un programa de exigencias inmediatas para un gobierno provisional posfranquista. En general, proponía un régimen de libertades como los de cualquier democracia europea de su tiempo, pero con una marca más socialista que socialdemócrata que no se reflejaría en la Constitución y que expresaba la actitud radical de Felipe y Alfonso, tenidos entonces por izquierdistas dogmáticos. Cuando llegase el desencanto, el ala izquierda de sus simpatizantes les reprocharía la traición a esos propósitos, pero no me voy a adelantar. Aún estoy en el hotel Jaizkibel, donde un abogado sevillano de treinta y dos años demostró en tres cuartillas manuscritas que comprendía su país mucho mejor que la mayoría de quienes se dolían de él en las terceras de Abc, en las cátedras y en los despachos de los ministerios. Se entiende la sorpresa de Guerra al revisar los viejos papeles de su juventud y darse cuenta de que los años de poder casi absoluto no mejoraron sus miradas ni los hicieron más incisivos de lo que fueron en aquellos días de septiembre de 1974, cuando apenas eran una tertulia de amigos en un hotel perdido de la frontera.

Había que tener mucho temple torero para hacer planes democráticos en aquellos días de final de verano. La dictadura hacía tanto ruido en sus estertores que parecía infinita e invencible. Un Franco comido por los temblores del párkinson penaba por la muerte de su valido, Luis Carrero Blanco, y daba carta blanca a su sucesor, Carlos Arias Navarro, un jurista dócil que se había hecho perdonar las simpatías republicanas de antes de la guerra —trabajó a las órdenes de Azaña cuando este fue ministro de Justicia— a fuerza de llevar a la muerte a cientos de opositores como fiscal en consejos de guerra. Era el director general de seguridad el día en que fusilaron al comunista Julián Grimau, que fue torturado en el mismo edificio de la Puerta del Sol donde Arias tenía su despacho. Se había ganado una fama merecida de represor, pero, al jurar el cargo de presidente del gobierno, sintió las grietas que se abrían en el suelo del régimen y se propuso rellenarlas de argamasa democrática.

Su programa se llamó el espíritu del 12 de febrero y fue celebrado por los más tibios como el primer intento de apertura. Ni los comunistas ni los socialistas lo creyeron: mientras la propaganda franquista presumía en sus periódicos de generosidad y manos tendidas —sobre todo, mediante una libertad de expresión aparente, que afectó ese año a los libros: las editoriales publicaron sin reproches administrativos a un montón de autores antifranquistas—, el brazo del verdugo apretaba el garrote vil hasta romperle las vértebras a Salvador Puig Antich, y cada huelga y cada manifestación recibían su correspondiente dosis de palos, balas y botes de humo. Los policías de la Brigada Político-Social trabajaban a destajo, como en los años más ásperos de la posguerra. En septiembre de 1974, mientras los socialistas conspiraban en Jaizkibel, el sector que llamaban del búnker, es decir, los cargos del régimen que abogaban por endurecer la represión y no transigir en ninguna reforma democrática, se había impuesto en el gobierno de Arias, y este se resignaba a interpretar de nuevo el papel que mejor se le había dado en su carrera, el de carcelero.

¿Quién podía pensar entonces en una transición a la democracia? ¿Quién creía que la dictadura se deshacía como una estatua de terracota? Nadie. Casi nadie. Un tal González y tres amigos suyos. Pocos más.

 

 

Teatro Jean Vilar, Suresnes, Francia, 13 de octubre de 1974. Antes de que Eiffel construyera su torre, la mejor forma de atalayar París era cruzar el Sena y subir a Suresnes, lo que fastidiaba mucho a los burguesotes que veían las carreras de caballos en Longchamp, a la verita misma del pueblo. Para ellos, Suresnes era pura mugre proletaria. Tal vez Eiffel levantó su espanto de acero para ahorrarles el paseo hasta allí. Las fábricas que usaban el río como desagüe no sólo hicieron de aquel suburbio una pesadilla de Balzac, sino un foco de socialistas. Si hay algo en Francia parecido a un falansterio es Suresnes. Desde 1919, una sucesión de alcaldes socialistas convirtió sus barriadas de miseria en viviendas de ladrillo aseadas y simétricas con cuatro pisos y algunos toques discretísimos de decoración cerámica. Escuelas, parques y centros sociales se diseminan con armonía geométrica por unas calles que aún hoy transmiten el mejor espíritu socialista. No ese socialismo bolchevique, feísta y alcoholizado, sino la sobriedad elegante de la Segunda Internacional, esa forma risueña de socialismo que Lenin detestaba.

De puro ingenuos, aquellos obreros eran muy combativos, y en una calle de Suresnes se rearmó el partido socialista francés durante la ocupación alemana, cuando el alcalde Henri Sellier —destituido por Vichy— reunió a los cuatro militantes que habían escapado de los nazis y montó una célula en un pisito a dos pasos del gran teatro que se inauguró en 1939, orgullo proletario. La atalaya de Suresnes fue uno de los pocos focos de poder socialista que no sucumbieron a De Gaulle ni al comunismo. En medio de ese orgullo de aldea gala se levantaba el teatro, ágora y faro de cultura popular donde se refugió durante unos años Jean Vilar, el gran revolucionario de la escena francesa, fundador del festival de Aviñón y director del Teatro Nacional Popular, cuya sede puso en ese edificio de Suresnes, que hoy lleva su nombre.

Pero en 1974, pese al entusiasmo de Robert Pontillon, viejo resistente y alcalde desde 1965, la comuna de Suresnes se pudría. Las fábricas cerraban, el paro crecía y los obreros que antes animaban charlas de ateneo y aplaudían las funciones experimentales del teatro municipal se entregaban a la melancolía del aguardiente y del vino malo que daban los viñedos pelados del pueblo. El líder socialista, Mitterrand, era uno de esos señoritos de París que sólo conocían Suresnes porque quedaba al lado del hipódromo de Longchamp, y los nuevos jefes del partido eran abogados y gente de manos finas que bostezaban cuando sus padres les contaban batallitas de la resistencia. No había en toda Francia un escenario mejor para inaugurar los nuevos tiempos del socialismo y enterrar el pasado de las casitas, el falansterio y el ateneo.

Alfonso Guerra fue el encargado de recibir a los invitados internacionales. Cuando el partido se reunía en Toulouse, esas visitas eran esporádicas, pero a París acudieron jefes de muchos partidos, y Guerra se encargó de agasajarlos como un embajador, empezando por Mitterrand. Acostumbrados a los ritos masónicos de Llopis, los socialistas de Europa esperaban una reunión de catacumbas con cuatro individuos flacos y destemplados, lo normal en un partido clandestino de una dictadura bárbara. Cuando se encontraron con un teatro lleno y un programa de debates amplísimo protagonizado por profesionales universitarios, muchos de ellos abogados, que se hacían entender en francés y tenían opinión sobre cualquier asunto, se entusiasmaron.

Por la pasión con que se discutía a gritos cualquier asunto doctrinal o de actualidad —desde la desindustrialización de la cuenca de Ruhr hasta la política de alianzas en el gobierno italiano o el panarabismo de Gadafi—, parecía que Franco no existía y que aquel partido era legal. Un peatón desinformado pensaría que se representaba una obra de teatro experimental, como las que dirigía Jean Vilar en los años cincuenta en ese mismo sitio, y no erraría mucho en su presunción. Antes que político, Alfonso Guerra siempre se sintió hombre de teatro y de letras, y aquella era una ocasión irrepetible para dirigir una gran función. Tal vez no tenía la fuerza del texto de Mariana Pineda, pero le sobraban golpes de efecto, clímax y giros en la trama. Guerra estaba en su salsa, entrando y saliendo de escena, coreografiando los debates y dirigiendo a los actores. Hasta lo acusaron de jugar con la megafonía, con despistes técnicos que dejaban sin voz a algún delegado protestón.

El planteamiento no podía ser más trágico, en términos teatrales: en un reino sin rey, el sucesor al trono renunciaba a ocuparlo. Nicolás Redondo, a quien los 3.586 militantes consideraban ya su jefe, se hizo a un lado e invitó al escenario a Felipe González para que leyera un informe de gestión. Tradicionalmente, esa era la tarea del secretario general en los congresos, pero la dirección del PSOE estaba colegiada, por lo que cualquier miembro podía, en teoría, encargarse del trámite. Algunos protestaron porque Felipe ya no pertenecía a la dirección, pero Alfonso los acalló con trucos de escenógrafo y Nicolás explicó que daba igual, que habían pasado muchas cosas desde 1972 y que nadie podía negar al compañero Isidoro su compromiso y su servicio a la causa.

Dueño de la escena, Felipe apenas miró sus notas. Al no haber gestionado nada, pues el partido llevaba sin bridas desde 1972, no tenía nada de lo que informar. Tomó el rábano por la punta de las hojas y aprovechó para desarrollar el análisis que había escrito en Jaizkibel. Habló de la enfermedad terminal del franquismo, de los errores de la oposición, de las alianzas y del futuro democrático al que Portugal se había adelantado. Qué razón tenía el compañero. Qué finura, qué forma de identificar a los amigos y a los enemigos. Por unos minutos, parecieron franceses antes de unas elecciones, negociando un programa electoral. Qué fácil y lógico se aparecía el futuro en los por consiguiente y las metáforas del orador. Bien iluminado, en el centro de la escena, el chamán Isidoro mesmerizó a los delegados. Antes de su intervención, muchos querían que siguiese una dirección colegiada, sin una cara al frente. Después del discurso, casi todos lo reconocieron como jefe.

Apenas un par de dirigentes se resistieron al embrujo. Pablo Castellano, por resentimiento. Llevaba tres años siendo la cara y la voz del partido dentro y fuera de España, siempre desde Madrid, en el corazón de la bestia franquista, esquivando a chivatos y policías de paisano. Cuando los corresponsales extranjeros querían saber algo del PSOE, le llamaban a él, y fueron sus gestiones diplomáticas las que convencieron a la Internacional Socialista de que debían darle la espalda a Llopis. El otro gran opositor era Enrique Múgica, que salió unos años antes del PCE, cansado del culto al líder y de lo que Lenin llamaba centralismo democrático, que no era otra cosa que acatar sin rechistar cualquier ocurrencia del que manda. El PSOE tenía una estructura democrática de verdad, con debates auténticos cuyo resultado no estaba escrito de antemano, y eso le gustaba. La intervención de Felipe no se parecía en nada a los parlamentos de pasionarias y carrillos, pero la fascinación que causó eso que pronto llamarían carisma le inquietaba, pues producía en el público la misma reacción acrítica que el autoritarismo comunista.

Castellano y Múgica, cada uno por sus razones, las que confesaban y las que no, se opusieron a la candidatura de Felipe, y lo hicieron a gritos, para romper el hechizo que embobaba a los delegados. De nada les sirvió: Isidoro obtuvo 3.252 votos de un total de 3.586, un mucho más que rotundo noventa por ciento. El nuevo PSOE se postraba sin condiciones ante un tipo del que dos años atrás no sabía nada. Quizá para terminar de digerir el trauma y el acelerón de la historia, los ganadores propusieron que Isidoro fuera primer secretario, y no secretario general, lo que respetaba la ausencia de Llopis y daba la impresión de mantener la estructura colegiada. A Felipe le gustaba esa fórmula porque sonaba a provisional.

Hoy es un lugar común decir que en Suresnes el PSOE dejó de ser un club de debate masónico de exiliados para convertirse en un aparato de poder. Es la tesis que defendió siempre Joaquín Prieto, uno de los periodistas que mejor conoció aquella historia y uno de sus analistas más finos y ecuánimes, pero a mí me cuesta creérmela, porque sólo funciona si se lee desde el presente y a través de los recuerdos de los protagonistas. Las vidas sólo tienen sentido cuando se han vivido, no mientras se viven. Creer que el Felipe González que bajó del escenario aquella tarde de octubre de 1974 era ya el Felipe González de 1982, o el estadista que firmó el tratado de adhesión a Europa en 1985, o el confidente grave e íntimo de la melancolía de Gorbachov cuando se le derrumbaba la URSS en los brazos, demuestra una fe en el destino más propia de los evangelios que de la politología.

Por mucho que Mitterrand recibiese a los delegados como jefes inminentes de la España democrática, y por muy animados, caóticos y libres que fueran los debates, bastaba alejarse un par de manzanas del teatro Jean Vilar y pasear por las calles del mercado para que toda esa conciencia histórica se desvaneciese. Ni una de las palabras pronunciadas en el teatro hizo eco fuera. La prensa no contaba nada y no había una charla de bar, desde allí hasta Gibraltar, a propósito de las polémicas que tanto les habían sofocado. Podían fingir que eran un partido legal y capaz de dirigir un país, pero esa ficción sólo funcionaba en el teatro. Fuera, las ilusiones se dispersaban como los espectadores que dejan de interesarse por Escocia tan pronto paran un taxi en la calle y pierden de vista la marquesina que anuncia Macbeth.

No es raro que Alfonso Guerra, apasionado por las puestas en escena y las palabras bien dichas, se dejase llevar por las galanterías de Mitterrand y adivinase su propio futuro, pero el Felipe que había redactado la Declaración de Jaizkibel, ese tipo sobrio que apartaba a manotazos los énfasis, las nostalgias y los versos, tenía que saber que aquello, siéndolo todo, no era nada. Si algo distinguió a González de sus rivales fue que siempre supo quién era, dónde estaba y con qué fuerzas contaba. Jamás se hizo ilusiones ni planeó batallas que no pudiera ganar. Aquello estuvo bien, pero, qué carajo: seguía siendo un abogado de Sevilla que conducía un Citroën por media Europa y dormía en catres de camerino en teatros de segunda de países extranjeros.

Antes de volver a España, un militante le entregó unas llaves.

—Son las llaves de la sede de la agrupación del partido en París —le dijo—. Es costumbre que las guarde el secretario.

Felipe las sostuvo en la mano, sin cerrar la palma. Las miró un segundo y levantó la vista:

—Y yo ¿para qué cojones las quiero?