Segunda aproximación (2018)

 

 

 

 

 

Colegio de Arquitectos de Madrid, calle de Hortaleza, 63, Madrid, 20 de septiembre de 2018, 19.30. Para celebrar los cuarenta años de la Constitución de 1978, El País reunió en un acto más o menos solemne a los dos presidentes más importantes de la izquierda y la derecha, Felipe González y José María Aznar. La sala no era muy grande y el público se componía de políticos, periodistas y gente de corbata y tacón alto que había recibido una invitación que le acreditaba como alguien. También yo, que no gasto corbata ni tacón, estaba invitado. El pueblo —o la ciudadanía, porque en 2018 sólo los nacionalistas más melodramáticos decían pueblo— podía seguir la charla en directo por internet, perdiéndose todos esos gestos con los que se dice la verdad. He visto un par de veces el vídeo que se retransmitió, y no honra lo que vi desde mi silla, rodeado por colegas del periódico que no disimulaban el fervor felipista. Pobre pueblo, que se tiene que conformar con las palabras, como si estas revelasen algo.

Si en el escenario hubieran colocado a más presidentes, la liturgia habría sido de conciliación y alabanza de la concordia, pero un diálogo siempre es un combate. Incluso cuando los dialogantes se dan la razón, el primero que cede parece el perro chico que se rinde y ofrece el cuello a las fauces del grande. No hay forma pacífica de entablar un diálogo, a no ser que uno entreviste al otro. A la sala oscura sólo le faltaban aromas a linimento y humo de puro. El escenario, si no por ring, pasaba por tatami. Apostar por uno de los luchadores, sin embargo, era idiota, pues la pelea estaba amañada: Felipe luchaba en su casa —entonces era consejero editorial de Prisa, el propietario del diario convocante—, rodeado de amigos y arropado por ministros socialistas. La árbitra, Sol Gallego-Díaz, directora del periódico, era también parcial, aunque interpretó una neutralidad exquisita. Aznar estaba casi solo y había aceptado la invitación como gesto de deshielo en una historia de hostilidades hondas con Prisa, que venían de sus tiempos de presidente. Ofrecerse en sacrificio ritual aquella tarde era su forma de demostrar que el armisticio iba en serio.

Empezó Felipe apropiándose de la expresión régimen del 78, usada entonces por la izquierda más izquierda para denunciar a la generación de la transición.

—Me siento muy orgulloso de que lo llamen régimen, porque supone que antes había otro régimen, que a lo mejor preferían.

Risas del público, sonrisa de Felipe, mirada a la sala. Aznar se sumó a ese orgullo.

—Me siento régimen del 78 —dijo sin mirar al público, parapetado detrás de un reloj enorme y carísimo que le abrazaba la muñeca.

Silencio, sudor, risa nerviosa.

La cosa siguió así durante una hora larga. Felipe no sudaba, apenas cambiaba de postura y despachaba sus ataques con la displicencia de un san bernardo ante un caniche. Hacia la mitad del combate, Aznar encontró un hueco para respirar y ganar tiempo. Contó que en el palacio de la Moncloa una placa recuerda que Franco reconstruyó el edificio en 1955.

—Tú lo recordarás mejor que yo, porque pasaste más años en esa casa. ¿Cuántos? Fueron catorce, ¿verdad?

—Más que en cualquier otra casa en la que he vivido. Se hicieron largos, no disfruté el inquilinato —respondió Felipe, abriendo la posibilidad de una broma compartida.

Aznar intentó aprovechar la ola de risas:

—Pues no había forma de que te fueras, y mira que te tirábamos pelotas, como tenistas, una y otra y otra, y no te marchabas.

Por un momento, pareció que Aznar se metía en el juego, pero Felipe se acomodó y guardó silencio, obligándolo a alargar un chiste agotado que reclamaba una réplica para no ahogarse. Y se ahogó. Se rió con una risa fea bien conocida y parodiada por mil imitadores. El sudor reflejó la luz de los focos, como señales de auxilio que nadie atendió. Con media sonrisa, manso, Felipe dejó que Aznar se hundiera, en castigo por surfear una ola ajena.

En el vídeo de la charla no se aprecia bien, porque el realizador cambiaba los planos con un ritmo muy civilizado, propiciando que el espectador atendiera al qué y casi nunca al cómo, pero yo no le quité ojo a Felipe, atento a cualquier gesto de misericordia. Le habría costado tan poco rescatar a su enemigo. Tres palabras y una sonrisa bastaban para corresponder la amabilidad desesperada que el otro derrochaba con torpeza. No las pronunció. No le concedió nada, se quedó todo el respeto de la sala para él, sin ceder ni una palmada de aplauso. Me pareció que disfrutaba un poco de la impericia del otro presidente, al que siempre despreció, no es un secreto. Pero aquella tarde de finales de verano de 2018, con ese calor madrileño tan guerracivilista, no iba de derechas e izquierdas, ni de duelos con armas oxidadas que ninguno de los dos usaba ya. Todo estaba perdonado, todo era historia antigua. El de Felipe era un disfrute atlético, nada rencoroso, prepolítico, casi infantil, como el del niño que le arranca las alas a una mosca. Una crueldad sin importancia ni propósito, pero muy reveladora. Pequeño cabrón, me dije, cómo gozas de tus travesuras.

Aznar evocó un escritorio de la Moncloa que regaló el general Narváez a Isabel II (o al revés, quién sabe). Según la leyenda, el militar celebró sexualmente sus victorias guerreras con la reina sobre aquella superficie de madera noble pensada para promulgar leyes. Felipe remató la anécdota, apostillándola como un historiador, lo que impacientó a Aznar, que protestó:

—En la Moncloa no me la contaste así, fuiste mucho más explícito.

Se abrió una promesa procaz que Felipe defraudó con elegancia. Aprovechó para llamar Isabelona a Isabel II y Espadón de Loja a Narváez, demostrando una familiaridad campechanísima con la historia de España, al tiempo que conservaba bien puesta la máscara retórica que Aznar intentaba quitarle, ansioso por enseñar al verdadero Felipe, el malhablado y brutal. Sin querer, salió el Felipe lector. Como les sucede a otros líderes, su dieta de libros está saturada de ensayos históricos. Tal vez no le interese mucho su propio pasado, pero sí el pasado del país.

Hasta entonces, yo suponía que su magia funcionaba por distracción, como la de todos los ilusionistas: encantaba con frases largas y envolventes que desarmaban poco a poco las defensas del público. Pero aquella tarde fue lacónico y venció igual. Como nunca he estado en un mitin suyo y sólo sé de su poder seductor por testimonio ajeno, imaginé que la base del conjuro era la palabra, y acudí esa tarde al Colegio de Arquitectos de Madrid con los oídos limpios y dispuestos a recibir con alegría el chorro de frases. Quería ponerme en la piel de sus burlados, como otros experimentan con las drogas para comprender qué le hacen al cerebro. No funcionó, quizá porque faltaba liturgia política y todo apestaba a simulación civilizada, pero sí comprendí lo del carisma y la atracción. Incluso en tono bajo y frase corta, aquel hombre impresionaba. Cómo no iba a enamorar a un país que parecía más áspero y violento que el de hoy, pero también era mucho más ingenuo. Si ahora sólo soy en parte inmune al encanto felipista, entonces habría estado indefenso, habría caído como todos los demás. Quizá peor.