2. La libertad está en tu mano (1975-1979)

 

 

 

 

 

Calle de Matías Montero, 18 (hoy, calle del Maestro Ripoll), Madrid, 30 de abril de 1976, 19.00. Se hacía raro ver a Miguel Boyer en mangas de camisa, relajado bajo el sol de abril en el jardincillo de su chalet, cercado por una tapia de tres metros que anulaba el ruido y la mugre de Madrid. Acostumbrado a dormir casi de pie en el cubículo que el partido le había alquilado en los altos del Palacio de la Prensa, aquel jardín mínimo le parecía a Felipe una finca. El primer secretario del PSOE pasaba sus días entre un catre sin ventilar y el despacho ilegal del partido de la calle Jacometrezo, cruzando Callao. Sin familia, más solo que la una y pálido de neones de la Gran Vía. Miguel era de los pocos compañeros que lo sacaban de paseo y le daban palique tras las reuniones clandestinas, enseñándole una ciudad que se le resistía y que le había tomado por un viajante que pronto se daría la vuelta hacia la provincia. La mayoría de los socialistas madrileños evitaban la intimidad con el jefe sevillano, un poco altivos, desdeñando sus confianzas andaluzas, pero Felipe y Boyer se entendían desde los primeros tiempos, con admiración y algo parecido a la camaradería. Asqueado de las estrechuras del centro de Madrid, Felipe agradecía el privilegio de tomar una cerveza con un Boyer de camisa remangada al sol de abril. Sabía lo mucho que le costaba a su amigo quitarse el traje y la corbata.

Aquel viernes de abril esperaban invitados a cenar y estaban un poco nerviosos. No sabían qué se encontrarían ni qué consecuencias tendría la noche. Llevaban muchos meses moviéndose por la capital, tejiendo amistades en restaurantes y cafés, intimando con políticos opositores, periodistas y empresarios. El quién es quién de la villa andaba muy intrigado por esos rojos que de pronto aparecían en todas las salsas. A diferencia de los comunistas, vestían bien, la mayoría se afeitaban y sabían elegir una corbata. Esto lo aprendió Felipe de sus tiempos de abogado. El primer consejo que daba a sus defendidos la víspera de un juicio era vestirse y comportarse con exquisitez.

—El juez siempre es facha —decía—, no hay que confirmarle los prejuicios sobre los rojos.

A eso se dedicó tras Suresnes, a desmentir los prejuicios de esa España que seguía convencida, tras cuarenta años de propaganda, de que los rojos no llevaban sombrero. No hacía falta cubrirse la cabeza para salir a su encuentro, pues ya ni los fachas llevaban sombrero en 1976, pero sí saber qué ropa ponerse en cada ocasión y elegir bien el color de los zapatos.

Economista y alto funcionario, Miguel Boyer había dirigido el servicio de estudios del Instituto Nacional de Industria y desde hacía unos meses era ejecutivo de la mayor empresa pública de España, Unión Explosivos Río Tinto, trabajo que debía a Leopoldo Calvo-Sotelo. Por su carrera, conocía a fondo el entramado económico y financiero estatal, y por su familia política conocía a fondo el barrio de Salamanca y el todo Madrid. A primera vista, parecía un joven soberbio y ambicioso, un producto típico de la burguesía madrileña, flaco y rancio, amigo de los lujos más banales y ajeno a farras, verbenas y cantinas proletarias. Jamás compartiría un porrón con un minero asturiano, aunque podía enseñarle a distinguir un riesling de un chardonnay. Pero bajo el traje escondía muchas cosas incómodas para el mundo clerical de la calle Velázquez, como una cultura imponente y bibliófila, una pasión rarísima por Egipto y, sobre todo, un compromiso político feroz que lo llevó a pasar un tiempo en la cárcel de Carabanchel sin un solo rechiste, aguantando las noches de celda mejor que algunos héroes obreros. A Felipe le impresionaban su conversación y su sabiduría en asuntos económicos, casi tanto como los nudos de sus corbatas y la familiaridad con que trataba a marquesas y directores generales, a quienes llamaba con el nombre familiar que dan los pijos a su prole: a los Juan los llamaba Johnny, y a las doña Concepción, Cuca.

No eran los salones del París de Proust, pero un sevillano hijo de vaquero necesitaba guías para alternar con esa gente, y Boyer se ofreció a ser uno de ellos —hubo otros, como Enrique Sarasola o Juan Tomás de Salas, el fundador de Cambio 16, pero no eran del partido—, aunque él no era hijo legítimo del barrio de Salamanca. El pedigrí republicano de su familia y la de su mujer le hacían bastardo. Su suegro había hecho dinero como empresario, de ahí que viviera en la calle Velázquez y que regalase aquel chalet de El Viso al matrimonio Boyer, pero ambas familias tenían pecados políticos originales.

Miguel Boyer había nacido en 1939 en San Juan de Luz, pues su padre, colaborador destacado de Manuel Azaña, hubo de exiliarse una temporada, y Elena Arnedo, su novia de primera juventud y su mujer, era hija de un socialista histórico, Juan José Arnedo, y de una escritora feminista, Elena Soriano. Las dos familias se enriquecieron en la posguerra, y tanto Miguel como Elena disfrutaron de infancias despreocupadas en el Liceo Francés de Madrid, donde se conocieron. De puertas afuera, no se distinguían de cualquier clan de la calle Velázquez. De puertas adentro, crecieron en el mundo perdido de la república. No el de la república popular de tortilla de patatas, sino el de la república meritocrática, la del feminismo intelectual del Lyceum Club, la vanguardia de la Residencia de Estudiantes y el reformismo filosófico del Ateneo. En vez de misas y puestas de largo, tuvieron bibliotecas y sobremesas sobre la opresión de la mujer. El café, eso sí, lo servía una criada con cofia.

Esa tarde, Elena llegaría tarde. Tenía lío en la clínica donde trabajaba como ginecóloga. Se cambiaría en el despacho y se pintaría en el coche, dijo, lamentando no poder dedicar más tiempo a arreglarse y confirmar la fama de moderna que se había ganado. Fue una de las primeras chicas de la calle Velázquez que se atrevió con la minifalda, y sus modelos desafinaban en el vestuario cursi de sus vecinas, con el que aquella noche debía estar a tono.

Cuando la llamaron de casa para decir que los invitados estaban allí, aún le quedaba un rato. Dios, iba a llegar tardísimo, y aquellos tipos no entendían que la mujer de la casa no estuviera allí para recibirlos. Mucho menos comprenderían su militancia feminista y su compromiso como ginecóloga por el derecho al aborto. Elena Arnedo, fundadora del Frente de Liberación de la Mujer y activista de los derechos reproductivos, recibía en su casa a un ministro del gobierno que encarcelaba a las mujeres que abortaban y a las doctoras que las asistían. Bastante sacrificio hacía. No podían esperar que, además, desatendiera la clínica para llegar a tiempo a sus quehaceres de esposa. Que esperase lo que hiciera falta el gordo aquel.

Manuel Fraga le sacaba veinte años a Felipe, era casi calvo y nunca le sentaron bien los trajes de rayas con pañuelo en el bolsillo con los que vestía su retrato de prócer. Diez años atrás, el mundo entero lo había visto en bañador en la playa de Palomares, en una treta de propaganda para demostrar que las bombas nucleares que cayeron allí no habían contaminado el mar. Desde entonces, Fraga fue esa barriga sobre un bañador largo que salía torpe del agua hacia la arena. En el espejo, él veía a un dandi políglota, un padre de la patria, un Churchill de Lugo. Los demás veían a un gánster sin acento italiano, un tipo peligroso y soez ante el que no sabían si temblar o reír. Eligieron la tercera vía, la del silencio sumiso. Aquella noche lo acompañaba su director general de política interior, José Manuel Otero Novas, un miembro civilizado del grupo cristianodemócrata Tácito, cuya misión era templar gaitas si su patrón se ponía a dar voces.

—¿Quiere cerveza, fino, vino blanco, algún licor? Mi mujer debe de estar a punto de llegar.

—Ah, ¿que su mujer no está en casa?

Poco antes que Fraga había llegado Luis Gómez Llorente, maestro de Boyer, con traje negro y echando humo por su pipa. Fraga carraspeó antes de estrechar su mano y miró la pipa sin que Gómez Llorente dejara de moverla como un botafumeiro. Por una vez, Felipe agradeció la presencia del pesado de Luis, famoso en el partido por alargar las reuniones de la dirección con apostillas, ruegos, preguntas y párrafos de letra pequeña en los que constaban minuciosamente sus desacuerdos. Estaba bien tener en la mesa a una mosca cojonera y fumadora para incomodar un poco a Fraga.

Hasta hacía unos meses, don Manuel había sido embajador en Londres, pero no cultivaba esa finura que los anglosajones llaman small talk y sirve para entretener las esperas sin recurrir a la política, la religión o el fútbol. Los socialistas tampoco estaban acostumbrados a las gentilezas. A su manera, cada bando coincidía en llamar pan al pan y vino al vino, y no sabían qué hacer de pie en aquel salón, uno con su pipa, otros con sus cigarros y Fraga con su furia sorda antitabaquera, mientras la señora de la casa se dignaba aparecer.

—¿Qué pasa? ¿En esta casa no se cena o qué? —rugió el ministro gallego.

Elena llegó al fin, deshaciéndose en disculpas. En un minuto estuvieron todos sentados y se abrió la primera botella de vino, con la esperanza de que suavizase las palabras, pero Fraga no bajaba la guardia. Menuda casita tenían esos descamisados. Así que los rojos vivían a lo grande, en lo mejor de Madrid, cenando con vino francés y casados con tías buenas. ¿En qué momento se habían hecho con la ciudad? ¿Cuándo habían dejado de esconderse en las buhardillas y de dormir en la Dirección General de Seguridad, cubiertos por una buena manta de hostias? ¿Qué cojones estaba pasando en España?

—Vamos a ver, vamos a ver, señores, a ver si nos entendemos, porque hemos venido aquí a entendernos y a mí me gusta hablar claro, carallo. Yo no voy a discutir sobre el señor Arias Navarro ni sobre el gabinete, pero ya saben que están cambiando muchas cosas y estamos preparando una reforma política, porque esto no puede seguir así. La cuestión es ir poco a poco, sin atragantarnos. Aquí nadie quiere follones, ¿verdad? Estamos de acuerdo en que hay cosas que sí y cosas que no, y habrá que entenderse, pero dentro de unos límites razonables. Yo les vengo a proponer que vayamos en la misma dirección cuando la reforma se apruebe. Miren, yo sé que ustedes representan a una parte del pueblo, eso no se puede negar. A cuánta, no lo sé y es irrelevante, pero hay mucho rojo en España, como hay Dios, y habrá que darles algo, digo yo. Toda esa gente no va a estar a dos velas toda la vida, eso ya lo hemos aprendido. Los tiempos son los que son y en Europa no aceptarían otra cosa. Aquí somos todos europeos, ¿no? Pues habrá que joderse y ser europeo. Yo soy responsable y no vengo aquí a contarles milongas sobre el gobierno. Lo que tenga que resolver con el señor Arias lo resolveré con el señor Arias. Ahora bien, sí les digo que el señor Arias no va a estar ahí toda la vida. El señor Arias ha cumplido su tarea, la ha cumplido muy bien, pero no está llamado para liderar los nuevos tiempos. Esos, y que me perdone Dios, le vienen grandes. No andemos con paños calientes, todos sabemos que ni Arias ni los demás aguantan unas elecciones. No sacarían un carallo de votos. Aquí las derechas necesitan gente europea, gente que entienda la democracia, que sepa salir a pegar discursos y a entenderse con los españoles normales, y que se entienda también con los americanos y con los gabachos, que parece que les damos asco.

—Quiere decir, don Manuel, que las derechas necesitan a gente como usted, ¿verdad? No como, digamos, el señor Areilza —interrumpió Luis Gómez Llorente, que había apartado los entremeses y llenaba otra pipa.

Fraga contempló cómo el profesor metía las hebras de tabaco en la cazoleta y las prendía con una cerilla, chupando al mismo tiempo y echando un humazo que subía hasta el techo. Otero Novas tocó suavemente el codo de su jefe, sacándolo de su silencio furioso. Este, volviendo la vista hacia Felipe, siguió:

—Miren, lo fundamental es que aquí no haya ni revolución ni pronunciamientos. De lo que se trata es de gobernar con sensatez, de demostrarle al mundo que sabemos ser civilizados. Se han creído estos franceses que nos vamos a matar otra vez por los campos, pero se van a enterar de que no. Para eso, todos tenemos que hacer un esfuerzo. El gobierno lo está haciendo. Yo lo estoy haciendo. Otero lo está haciendo, carallo, que lleva tiempo hablando de democracia. Falta saber qué esfuerzo van a hacer ustedes. Creo que puede beneficiarles mucho el plan que traemos, pero tiene un precio. Miren, yo voy a montar un partido grande donde quepan todos los conservatives, por hablar en términos anglosajones. Tengo a mi lado a los de Tácito, a los monárquicos, al Movimiento y a un montón de gente de bien y de orden que aspira a vivir en santa paz. Con ellos haremos una derecha moderna y europea, parlamentaria, naturalmente, con la que ustedes podrán llegar a acuerdos con facilidad. En la reforma que estamos planteando, ustedes serían la muy leal oposición. Una oposición todo lo dura que quieran, pero de ley, a la inglesa. Ustedes serán el partido de la izquierda razonable, de la gente de bien, los que comparten con las derechas el deseo de vivir en paz y en orden. Pero para eso tienen que ser serios y dejar de compadrear con los comunistas. Ese es el límite de lo razonable. Ustedes saben tan bien como yo que los comunistas no caben en España. Yo no puedo controlar a los militares si los comunistas andan por las Cortes y mandando. Por ahí no van a pasar, y exijo de ustedes la responsabilidad que ya han demostrado. A cambio, juntos formaremos un sistema de dos partidos. Estoy dispuesto a ofrecerle ser primer ministro, señor González, en un gobierno de concentración nacional. Y luego seguiríamos a la inglesa, con sensatez, con orden, con cabeza.

—No sé, don Manuel —dijo Felipe—. Una democracia tutelada no es una democracia. En última instancia, ha de ser el pueblo quien decida sus límites, no nos corresponde a nosotros.

—No diga tonterías, por Dios, que somos gente seria. Claro que la vamos a tutelar, si usted lo llama así. Aquí, o se tutela o cada cual hace de su capa un sayo y en dos días tenemos otra vez liada la marimorena. Es lo que hay, señor González, lo toma o lo deja. Aquí, el poder soy yo, y usted, por muchos amigos que tenga y muy buen vino que me sirvan, no es nada. ¿Me oye bien? Nada.

—Bueno, veremos quién es quién dentro de unos meses. A lo mejor tenemos los sitios cambiados en la mesa.

Con los segundos platos se hizo un intermedio en que los comensales arrancaron pellizcos de pan para llevarse a la boca y tener una excusa para no abrirla. Felipe era el único que contrapunteaba la riada palabrera de Fraga. Elena, Miguel y Otero Novas escuchaban con docilidad canina, y Gómez Llorente se ocultaba tras la pipa, fingiendo indolencia, como si nada de aquello le incumbiese.

—¿Qué le parece la merluza? —dijo Miguel, atacando con la pala del pescado—. Es gallega, de la lonja coruñesa.

Felipe agarró la botella y se sirvió una copa.

—Dígame una cosa que nos tiene intrigados, vicepresidente. ¿Qué cree que va a pasar con la pena de muerte?

—Qué carallo quiere que pase, pues que se queda como está.

—Para nosotros es una cuestión fundamental. No puede haber democracia con pena de muerte.

—Nos ha jodido. ¿Y qué son Francia, Inglaterra y Estados Unidos?

—En Inglaterra está casi abolida, en Estados Unidos sólo existe en algunos estados y en Francia se abolirá cuando gane Mitterrand.

—Ah, coño, y como Mitterrand hace eso, ustedes, como corderitos, detrás, que no se diga. Mire, España no es Francia, no me compare.

—Es que estamos intentando comparar y ser Francia. Creía que estábamos de acuerdo en lo de Europa.

—España tiene muchos enemigos y no nos podemos permitir renunciar a un instrumento eficaz contra ellos. Eso no se negocia, coño, no van a venir ustedes a dejarnos indefensos ante toda esa gentuza. ¿Ustedes leen la prensa? ¿Se han enterado de la cantidad de terroristas que hay aquí? A ver si van a ser amigos suyos.

—Oiga, don Manuel…

—Ni don Manuel ni leches. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. A ver si va a venir uno de buena fe a una cena y acaba de romería con rojos terroristas. Carallo, lo que hay que oír.

Luis Gómez Llorente expulsó una nube negrísima:

—Calma, señores, calma. Entienda que nos resulte incomprensible que un universitario como usted, todo un catedrático, defienda un instrumento jurídico tan brutal como obsoleto, que se ha revelado del todo ineficaz como medida coercitiva del delito. Usted lo sabe bien, no me puedo creer que se obceque de ese modo.

—Mire, caballero, por respeto a la señora de la casa, me voy a callar, pero, si usted me dice eso en la calle, se traga la pipa esa con la que lleva atufándonos toda la santa cena.

—Bueno, bueno, bueno, a ver si vamos a salir a bofetadas.

—No vamos a acabar así porque a mí se me ha terminado el tiempo. Buenas noches.

Fraga se levantó sin tocar la exquisita merluza coruñesa. Otero Novas, que llevaba la suya por la mitad, dejó los cubiertos con pena y miró a Elena Arnedo, como si fuera a pedirle que se la envolviera para llevar. Sólo acertó a decir:

—Estaba todo delicioso, señora, muchas gracias por la cena.

Elena sacó un cigarro y ni se molestó en responder. Liberada al fin de su papel de anfitriona, se reclinó en la silla y pidió un cenicero, sin levantarse mientras los invitados huían. Por suerte, era primavera, hacía calor y no llevaban abrigos. Podían largarse dando portazos sin que la criada buscase las prendas.

Desde el jardín, los tres socialistas oyeron el motor del coche oficial, que se encendió con mal genio, como irritado por el silencio de El Viso. Miguel ofreció un digestivo y buscó una frase ingeniosa para burlarse de Fraga, pero no encontró ninguna. Luis chupaba de nuevo su pipa.

—También tú —le dijo Felipe—, podías soltar la puta pipa de vez en cuando.

—Es un caso perdido, González —respondió—, venía con ganas de pelea.

—Ya, joder, pero nunca ayudas, Gómez, es que nunca ayudas.

Elena salió agitando una copita de brandi.

—Habéis estado de pena, chicos. Me he arreglado para nada.

—Va, mujer, tampoco digas eso.

—A esta bestia hay que bajarle los humos, y os ha visto modositos. Le tenéis que hablar en su idioma.

—No hables de los humos, Elena —dijo Felipe—. Hay que joderse, nos tiene que tocar el único franquista que no fuma.

 

 

Madrid en 1975 no era tan hostil como Lovaina, la ciudad donde Felipe se fue a estudiar al acabar Derecho a comienzos de los sesenta y cuyos cielos bajos y grises lo deprimieron tantísimo, pero se hacía áspera. Más que a su familia, acostumbrada ya a su hueco en la mesa y en la cama, echaba de menos la alegría sevillana. Los domingos en La Puebla del Río, las discusiones en la terraza del parque María Luisa, las tertulias en cualquier casa, las meriendas de tortilla y las jaranas golfas con flamencos y flamencas. Hasta los policías eran familiares en Sevilla, donde la clandestinidad apenas era un sobreentendido. Un amigo de aquellos años recuerda que Felipe llegó tarde a una reunión del partido en un piso de seguridad. Desde la ventana, los militantes vieron un taxi parado con las luces y el motor en marcha, del que no bajaba ni subía nadie. A punto estaban ya de abortar el encuentro y buscar refugio en los callejones, cuando vieron a Felipe apearse del taxi y entrar al portal canturreando. Subió las escaleras radiante: había convencido al taxista para que se afiliara al partido.

En Madrid no se podía predicar en los taxis ni confiar en la amabilidad de nadie. Pasaba las noches solo y, hasta que unas compañeras se empeñaron en montarle un equipo con secretaria, también se aburría solo en la oficina junto a la plaza de Callao, que, a efectos policiales, era el despacho del letrado González. Aunque Alfonso viajaba casi todas las semanas y se quedaba en un hotel, sus visitas no calmaban la nostalgia, porque con Alfonso no se alargaban las sobremesas ni se hacían travesuras. No era esa clase de amigo que irrumpía en su casa a la hora de la siesta —que Felipe se echaba en pelota y en la cama, para compensar lo poco que dormía de noche— y tomaba asiento en la alcoba para fumar y contar chistes hasta que oscurecía. Con Alfonso sólo había política. Se entendía como con nadie se entendió jamás, pero sus familias no cenaban juntas y no iban al cine ni compartían ningún otro interés que no fuera el partido. Si alguien recomendaba una película que le había gustado mucho a Alfonso, Felipe replicaba: entonces, vamos a ver la otra, porque menudo coñazo si le gusta a Alfonso. En los primeros meses de Madrid, era su único contacto regular con el edén perdido de Sevilla, lo que lo alejaba mucho más, pues la Sevilla de Alfonso era otra, estaba hecha de versos en asonante y no olía a vaca.

Los compañeros de Madrid, con alguna salvedad, como Miguel Boyer, que le presentó a banqueros y altos funcionarios, no se portaron bien con los sevillanos. Si Alfonso derrochaba pesetas del partido en hoteles cuando viajaba a la capital no era por un sibaritismo incompatible con la clandestinidad (los registros de los hoteles dejaban un rastro que la policía seguía bien), sino porque casi nunca le ofrecían un sofá ni una cama turca para dormir un par de noches. Tampoco invitaban a Felipe a comer un guiso casero en familia. La única forma de sobreponerse a la morriña era trabajar duro y almacenar reservas de entusiasmo para conquistar Madrid.

Por suerte, Nicolás Redondo también bajó a Madrid para dirigir la UGT como dios mandaba, con la esperanza de que dejase de ser cosa de vascos y asturianos. Se acomodó en la calle Hermosilla, mucho más holgado que Felipe, y exprimió a sus conocidos y a los contactos de media vida de lucha obrera para que aquel se fuera haciendo un nombre en la capital. Convocaba almuerzos cerca de su casa, en un restaurante clásico llamado La Corralada, de cocidos, guisotes y botellas de rioja. A una de esas comidas asistieron miembros de Cambio 16, la revista que quería ganarse a todos los progres y que más temía la dictadura, quizá el semanario político más influyente del país, más que Triunfo y Cuadernos, que sólo leían los intelectuales. Redondo acudió a la cita en compañía de José Félix de Rivera y de un tipo fibroso y expansivo llamado Enrique Sarasola, que aparentaba unos años menos de los treinta y ocho que tenía entonces.

Sarasola no era socialista, pero simpatizaba con la causa. Invertía en la revista casi a fondo perdido, pues sus negocios estaban en otra parte. De chico apuntó maneras de futbolista, pero prefirió hacerse rico con los negocios, para los que tenía un instinto excepcional. Empezó en Colombia, como empleado de una auditoría, y al poco tiempo manejaba una fortuna y una agenda intercontinental en la que no faltaban amistades grises tirando a oscurísimas. La conexión con Felipe aquel mediodía fue propia de un flechazo e inauguró una amistad que sólo interrumpió la muerte de Sarasola en 2002.

Con su amigo millonario, Felipe descubrió Latinoamérica, pero de ese hilo tiraré más tarde. Lo importante aquí es que lo salvó de un destino de funcionario enmohecido, lo sacó a pasear y lo llevó de la mano a los reservados de los restaurantes y a los despachos de la Castellana cuando Felipe aún no era Felipe y el cuerpo de Franco sufría una tortura quirúrgica en el hospital de La Paz, en justa correspondencia por las miles de torturas que patrocinó.

El 19 de noviembre de 1975, Enrique Sarasola fue a buscar a su amigo Felipe a Barajas. Volvía este de París, de charlar con Santiago Carrillo. Había pasado unas horas en la capital de Francia, en una escala de regreso de Mannheim, donde había participado en un congreso de la Internacional Socialista al que estuvo a punto de no acudir porque le negaban el pasaporte.

—Franco se muere —le dijo Sarasola, nada más montarse en el coche—, me dicen que es cuestión de horas.

Felipe asintió y no dijo nada. Sarasola sabía que no participaba de la euforia antifranquista. No le parecía que la muerte del dictador fuera a abrir la caja de la democracia. El régimen no se enterraría con su cadáver, pero tampoco sobreviviría sin su fundador. Lo había escrito unos días antes en uno de los primeros artículos que publicó en la prensa legal, en la revista Posible, que dirigía su amigo Alfonso Palomares. Hablaba allí de la necesidad de pactos, de una izquierda sensata que debía entender que el único horizonte pasaba por construir una democracia. Sólo con unidad y europeísmo, anteponiendo a cualquier utopía izquierdista el deseo de los españoles de integrarse en la sociedad de las naciones europeas, caerían los muros de la resistencia franquista. Por eso, aunque el antifranquismo sentimental hubiera puesto el champán a enfriar y soñase con descorcharlo en el instante justo en que se anunciara la muerte del verdugo, Felipe prefería la calma. Convenía quedar a la expectativa, no bajar la guardia ante las murmuraciones del búnker y anticiparse con sosiego a una reacción violenta del régimen. Era un momento muy peligroso.

—Carrillo cree que va a volver a Madrid en cuanto muera Franco y que lo van a recibir con un desfile en el aeropuerto, con toda la ciudad puño en alto.

—¿Y no va a ser así? —preguntó Sarasola.

—Ya veremos.

En la Internacional Socialista reunida en un castillo de Mannheim se seguía con pasión la agonía de Franco. Todos los demócratas del mundo esperaban la noticia de la muerte para romper a aplaudir. Willy Brandt recibió a Felipe como a un héroe. Todos los líderes socialistas lo abrazaban, pero, a solas, Brandt compartía la cautela de su amigo. Temían la reacción de los comunistas. ¿Y si un exceso de alegría provocaba una revolución? O peor: una reacción militar. Brandt recomendó a Felipe discreción y mantener abiertas todas las líneas de comunicación con los opositores. Sobre todo, con los comunistas. Había que transmitirles un sentido de la responsabilidad, que se mantuvieran sobrios. Por eso Felipe visitó a Carrillo en París antes de volver a España, y por eso aterrizó en Madrid inquieto y silencioso: el viejo cínico se veía ya como líder de los sóviets españoles, o algo así. Deliraba. No pintaba bien. Ojalá los comunistas del interior tuvieran más templanza.

Francisco Franco murió aquella madrugada y, aunque dicen que corrió algo de champán, lo descorcharon más en Francia y Alemania que en España, donde dominaron escalofríos de miedo e inquietud y sollozos sinceros en las filas interminables de españoles que pasaron por el féretro para despedirse de su caudillo. No era fácil mantener el tipo en medio de aquella fiebre. Sobre todo, cuando la fama empezaba a perturbar los días de Felipe.

 

 

Tras la muerte de Franco en noviembre de 1975 se abrió un breve periodo de euforia liberal conocido como el destape. Se fundaron cientos de revistas y se rodaron decenas de películas eróticas. La atención hiperexcitada de los españoles se repartía cada mañana en el quiosco entre las portadas de las revistas de porno blando y los semanarios políticos que titulaban sin los pelos de la censura en la lengua (en mayo de 1976, Interviú fusionó tetas y política para que los ciudadanos no tuvieran que elegir en qué gastaban la calderilla: al fin se podía disfrutar en una misma publicación de las dos pasiones que dominaban el ánimo del país, la pornografía y la democracia). En un ambiente así, el anonimato de Felipe era imposible, por muy clandestino que fuera su partido, y su nombre y su cara empezaron a ser una estampa corriente en la prensa. Aún no salía en la tele ni en la radio, pero los lectores de periódicos, hacia la primavera de 1976, estaban sobradamente informados de quién era ese socialista. Lo cual no le favorecía aún, pues su telegenia no se corresponde con una fotogenia —nunca ha dado bien en las fotos—, y la letra pequeña de sus discursos no llegaba del todo en moldes de imprenta, desvestida de su voz. El todo Madrid, en cambio, disfrutaba de sus dones mesméricos y pedía la vez para degustarlos en un restaurante. Comer con Felipe era de lo más chic.

En julio de 1976, como muchos opositores esperaban, el gobierno de Arias cayó y el rey maniobró con Torcuato Fernández-Miranda para colocar al que parecía un hombre de paja, Adolfo Suárez. Sacaba a Felipe diez años, pero parecían quintos: educado, ambicioso y provinciano, se presentaba como el interlocutor ideal. Muy mal tenía que darse para que se repitiera con él una escena como la de Fraga en casa de Boyer. Como mínimo, habría un campo común para entenderse.

Suárez sentía una curiosidad enorme por ese Felipe que estaba en todas partes, y corrió a concertar una cita con él. Que fuera el líder de un partido ilegal era lo de menos. Las cosas iban tan rápidas que no había tiempo para protocolos ni melindres. Mandó emisarios al partido y concertaron un encuentro en el agosto vacío de Madrid, con los periodistas en la playa y los periódicos sin papel ni noticias. Se gustaron. Se interesaron. Se probaron los trajes de presidente y líder de la oposición, y viceversa, y vieron que les quedaban bien. No parecían ni españoles. Se veían a sí mismos alternándose en una España parlamentaria y educada, sin fragas, carrillos u otros fósiles.

 

 

Calle Jacometrezo, Madrid, 19 de octubre de 1976, 9.30. Un tipo flaco, repeinado y sospechoso se presentó en la sede ilegal de la calle Jacometrezo y preguntó por Felipe González (no por Isidoro), que aún no había llegado. La compañera al cargo de la oficina estaba avisada y le hizo esperar en una salita. En su informe, el visitante la describirá como «una señorita de unos treinta, poco agraciada, con gafas». Probablemente fuera Carmen García Bloise, que había vuelto del exilio para ayudar a montar el partido en Madrid y hacerle la vida un poco menos incómoda al primer secretario. Cuando este llegó a la oficina, «un hombre joven del PSOE con aspecto de servicio de seguridad» lo acompañó hasta el despacho del jefe. «Felipe me recibe en camisa, sin corbata, en su despacho (tres por tres metros), modestamente acondicionado». Todo era sencillo, pero normal, sin alardes clandestinos. Incluso había una bandera del partido en la sala de juntas, amueblada con quince o veinte sillas que, cuando se ocupasen, forzosamente llamarían la atención de los vecinos, sabedores de qué ocurría en ese apartamento. Franco no llevaba ni un año muerto, aún no había parlamento ni gobierno democrático ni Constitución ni elecciones a la vista, pero el PSOE funcionaba a la luz de aquella mañana de otoño como si fuera legal.

El visitante era un agente del SECED, el Servicio Central de Documentación, la inteligencia militar española, precedente del actual Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Estaba allí para concertar una reunión entre su jefe y Felipe, a quien dejó una tarjeta para cerrar los detalles:

—Usted conoce seguramente quiénes somos y qué nos mueve: todos somos militares en activo, destinados en el Alto Estado Mayor e incrustados en Presidencia, aunque no somos la herramienta del presidente, como se dice por ahí. Él se lo explicará.

Cuatro días después, un coche recogió en un lugar acordado a Alfonso Guerra y a Felipe González y los llevó al hotel Princesa. Entraron por el aparcamiento sin pasar por el vestíbulo y subieron a una suite, donde los esperaban dos oficiales de paisano. Uno era José Faura, jefe de información del SECED. El otro, Andrés Cassinello, director de la agencia. Tenían cuarenta y cinco y cuarenta y nueve años, entre nueve y quince más que los socialistas, pero se consideraban de la misma generación, la que no vivió la guerra. Confiaban en que la edad fuera el campo de juego común, ya que nada más parecía unirlos. Antes de invitar a los entrevistados a sentarse, sacaron las pistolas de las cartucheras y las dejaron sobre la mesa. Para los militares, un gesto de buena educación, conversar sin armas. Para los civiles, una bravuconada que subrayaba quién mandaba y quién no; quién hacía las preguntas y quién las respondía.

Las tres horas que pasaron conversando fueron transcritas y guardadas en el Jano, un archivo creado por Carrero Blanco con información de opositores políticos que se ha convertido en una ballena blanca para investigadores y conspiranoicos, pues la leyenda dice que lo destruyeron. Este dosier sobrevivió porque adjuntaron una copia a la ficha policial de Felipe. Su lectura ilumina más sobre su pensamiento político y la situación del PSOE en 1976 que todas las entrevistas y artículos publicados ese año. Ahí están, mecanografiadas a doble espacio, con alguna que otra falta de ortografía, las palabras de cuatro tipos duros tanteándose, olisqueándose. Los sevillanos sabían que aquello podía ser sólo un intento de sacarles información. Los espías rebuscaban la pelambre del lobo bajo la pelliza de corderito que traían los rojos, pero tres horas de charla con tabaco y licores hicieron que olvidasen hasta las pistolas de la mesa. En el informe secreto dijeron que habían hablado «dentro de un clima de natural cordialidad».

Cassinello empieza agradeciendo la visita, que le permitirá tener una visión más real del PSOE que la obtenida por chivatos e infiltrados:

—En general, los que tienen facilidad para informar son los menos equilibrados. Así es muy fácil obtener información negativa de cualquier persona, pero es muy difícil obtener información equilibrada o positiva de las personas.

Los delatores siempre lo son por resentimiento. ¿Para qué servirse de ellos cuando se puede hablar tranquilamente con los jefes de verdad? Alfonso no interviene. Felipe, como es su costumbre, monopoliza la conversación y construye teorías generales a partir de sus anécdotas. Habla de la «operación» que han hecho en el PSOE para liquidar a la generación de Llopis y dice que la democracia española tiene que ser joven o no ser. Los que hicieron la guerra no valen.

—¿Crees que es más fácil entenderse con los jóvenes del otro campo? —pregunta Faura—. Que no tenga que haber una paz forzada, una paz que tengan que hacer los viejos de un lado con los viejos del otro.

—Absolutamente claro —dijo Felipe.

—¿Tú ves más fácil hablar con Martín Villa que Llopis con Arias? —pregunta Cassinello.

—Absolutamente claro, absolutamente claro.

—Imaginad cuatro capitanes generales y Llopis y Carrillo. Inconcebible, sus mentalidades son tan discordantes que no pueden ni sentarse a una mesa.

—Bueno, nosotros hemos eliminado su forma de hablar —dice Felipe—, porque hay dos formas de recorrer este camino, o utilizando la trampa del lenguaje, de la ocultación, o yendo por derecho y aclarar nuestras posiciones. Por supuesto, eso no quiere decir que uno diga siempre todo lo que piensa o todo lo que sabe, por prudencia política, sino que la claridad de la exposición conduce más fácilmente a un resultado, sea el que sea, que andar con los circunloquios clásicos de los hombres de la generación de la preguerra.

—Pero tú serás consciente de que nosotros venimos de un mundo donde la patria, el Estado y el gobierno eran lo mismo, y uno de los problemas que puede tener el gobierno ahora es separarlos y que los grupos políticos lo acepten, pero yo no creo que haya problema contigo.

—Conmigo es con quien menos —dice Felipe—, aunque como partido seguimos teniendo una mentalidad en cierta medida clandestina, y eso puede ser un problema al hablar con ciudadanos que no han tenido esa experiencia. Pero el punto fundamental de este encuentro es que tenemos una concepción del Estado semejante, así se lo dije a Suárez con toda franqueza. Para nosotros, España es España. Es importante resaltarlo desde el punto de vista político, porque España no puede ser el atributo de la derecha. Ni la patria ni el patriotismo son atributos de la derecha, ni de broma.

—Bueno —dice Faura—, yo eso lo veo en los artículos que más me emocionan, los de El País, que no son de la derecha. Ahora mismo son los únicos que defienden los valores permanentes de la patria, que están mucho más en vuestras manos que en las de los viejos santones de la derecha, que hacen discursos inútiles. Si desde el centro se articula una cosa así, será un patriotismo distinto al que dicen que defendemos los militares, que sólo es de bandera, bayoneta, asalto, conquista y guerra. En fin, cambiemos de tema. ¿Vosotros sois conscientes de lo dificilísimo que es pasar de una dictadura a una democracia?

—Absolutamente.

—Hay un viejo libro de Cambó —dice Cassinello— en el que dice que para salir de una dictadura a una solución democrática no hay más remedio que hacerlo desde la autoridad.

—Hay un coste.

—Eso. ¿Cómo valoráis ese coste y cómo veis lo que hace el gobierno?

—Mi opinión es que el gobierno no es lo bastante audaz o decidido para caminar hacia la democracia, y no lo es por un espíritu conservador, porque cree que se va a desplazar el péndulo del poder demasiado y puede que pierda el control de ese desplazamiento. Lo racional hoy es lo rápido, no lo precipitado. Me parecería estúpido lo precipitado. Nunca se puede pedir precipitación a un acontecimiento político, pero el ritmo histórico es infinitamente superior al de hace cuatro años. El país está cambiando de actitud social y política y hay que atemperar las acciones políticas al ritmo histórico, y creo que el poder, no digo ya el gobierno, sino el poder, no tiene en cuenta ese ritmo histórico. La alternativa democrática no se ofrece con limpieza. Suárez cree que, en épocas de crisis, el poder ejecutivo tiene que ser fuerte, pero, si no se apoya en un parlamento representativo, siempre será frágil.

—Pero vamos a ver, Isidoro o Felipe, vamos a ver, ¿no crees que todos, el gobierno y los demás, tenéis que jugar con lo que es y no con lo que debe ser? A la muerte del caudillo se vislumbra una meta deseable, pero se desconocen las posibilidades. A lo mejor no eres consciente del peligro de que una marcha desproporcionada, una acción demasiado sensible, una manifestación con los puños en alto o una «Internacional» pueden desatar una reacción que malbarate esa maniobra.

—Eso son gestos, la gran escenificación de la política. Eso da lo mismo. Lo que conviene ahora es convocar unas elecciones limpias para un parlamento que sea capaz de articular la vida política del país. Lo demás, cómo se llamen las instituciones y cómo se sustituyen unas por otras, da lo mismo.

—¿Y cuál es el obstáculo que ves ahora mismo en el gobierno?

—Pues que quiere garantizar la supervivencia de un poder autocrático no controlado por el parlamento, y por otra parte, quiere que las clases sociales que han dominado las últimas décadas sigan controlando todo, y las cuentas son facilísimas de hacer. Quiere un proceso que no sea limpio.

—¿Y si se garantiza la presencia de interventores de partidos políticos?

—Yo no hablo de esas garantías, sino de que el proyecto de reforma reconoce un ejecutivo no controlado por el parlamento, y entonces da igual que las elecciones estén garantizadas o no. Si eso sucede, iremos a las elecciones sólo para protestar y denunciar la farsa. Mire, nosotros no queremos atajos ni subterfugios: no nos presentaremos en coaliciones ni plataformas ni agrupaciones. Iremos como partido y con un programa de cambios para todos los aspectos del país, porque tenemos una idea de cómo deben ser las cosas, incluido el ejército.

—¿Y no sería un primer paso, una posibilidad de futuro?

—Este país va a la democracia como sea. El problema no es si va a llegar la democracia, sino cómo se va a llegar. Nosotros no queremos que nos metan en un frente popular ni ir a unas elecciones plebiscitarias ni para rellenar un hueco en las Cortes. Nosotros vamos con un programa y la voluntad de gobernar. Si el poder elige el terreno de juego, nos está forzando a ir con el puño en alto y «La Internacional», porque no deja hueco para expresarse con normalidad, y entonces se forman bloques, como el que quiere Fraga y su Alianza Impopular, donde se van a juntar todos los que quieren mantener sus privilegios. Y no rechazo eso porque me suponga un peligro electoral: Fraga no resiste la televisión, que va a ser importantísima en las elecciones. Cada minuto de televisión es un millón de votos, y Fraga no resiste un minuto contrapesado con alguien que sepa mantener la sonrisa y la calma. Es un momento muy delicado. Si el poder dice: aquí no se hace el congreso del Partido Socialista, naturalmente nos empuja a una radicalización, al ver que nos lanzan a la ilegalidad justo cuando estamos normalizando una relación política. Sería como si no hubiese muerto Franco.

—Mira, yo te comprendo y me parece lícito. A mí me sientan mal el puño en alto y «La Internacional», como a vosotros os pueden sentar mal el brazo extendido y el «Cara al sol», yo lo respeto. Pero tenéis que entender que se acerca el 20 de noviembre y que puede haber atentados cuando se debata el proyecto en las Cortes. En fin, con frialdad lo digo, ahora mismo es inoportuno plantear lo que dices.

—Claro que el congreso del partido va a irritar a los señores de las Cortes, los va a irritar, desde luego, pero los irritará hoy, mañana, pasado y siempre. Si no se celebra el congreso, se irritarán por otra cosa. Negarnos el congreso porque se vayan a irritar es injusto y no tiene sentido. Pero, en fin, incluso así, no hemos sacado los pies del tiesto, no hemos protestado desaforadamente, tan sólo hemos dicho que nos parece un error, pero no vamos a salir corriendo ni a sacar las banderas a la calle ni lo vamos a montar en Francia. Vamos a intentar hacerlo aquí, aunque nos echen.

—En la situación actual, impacta mucho más una solución seria que otra airada y crispada. Tenéis una clientela potencial sociológicamente moderada. Una postura crispada sería un suicidio para vosotros.

—Somos absolutamente conscientes. Si hacemos el congreso aquí, quintuplicaremos el número de militantes. Si lo celebramos fuera, nos quedamos como estamos. Eso es evidente. Nosotros pagamos un precio muy fuerte si lo llevamos fuera, pero el coste para el gobierno y la reforma política es más fuerte aún. El planteamiento que vemos ahora es este: si dentro de seis meses se convocan unas elecciones limpias, sólo hay dos posibles resultados, uno moderadamente progresista y otro moderadamente conservador. Entre el cincuenta y siete y el sesenta por ciento de los votantes se van a comportar como los de cualquier país europeo y van a apostar por la moderación. La balanza se inclinará por poco hacia el centro-derecha o hacia el centro-izquierda. Ahora bien, si las elecciones no son limpias y el gobierno se mantiene en sus trece, van a obligar a todos los partidos que quieren una democracia a agruparse en un frente para pedir que haya democracia. Eso sería desastroso, perderíamos la oportunidad feliz que tenemos ahora para sacar a este país de la situación en la que está con un coste social muy bajo.

Puede que Felipe tenga aquí mejor información que sus interlocutores, incluso que el gobierno. Cuando suelta esos porcentajes y hace esos vaticinios, no los fía a su intuición ni a las vibraciones que percibe cuando cruza la plaza de Callao cada mañana o al descifrar el estado de ánimo de los empresarios y los periodistas con los que almuerza en reservados del barrio de Salamanca. Quien habla aquí, aunque calle por respeto al gran jefe, es Alfonso Guerra, que comanda un instituto de técnicas electorales asesorado por los socialdemócratas alemanes. Guerra lleva un tiempo viajando por Europa, asistiendo a elecciones, aprendiendo cómo se monta una campaña y estudiando la demoscopia de vanguardia de la mano de los partidos que gobiernan en casi todos los países. Acaba de volver de las elecciones municipales de Bélgica, donde su equipo se ha empapado de encuestas, proyecciones, estrategias y sondeos. A esas alturas de 1976, Alfonso Guerra es uno de los españoles que más sabe de horquillas y decimales. Conoce la sociología electoral de un país sin elecciones, y el tiempo le dará muchas veces la razón a sus augurios, expresados con tanta precisión como soberbia. Su experiencia, y así se lo traslada a su jefe, le dice que en España sólo caben los moderados, y que los radicales de izquierda y de derecha tendrán que acomodarse en unos pocos escaños. Alfonso Guerra sabe en 1976 lo que no sabe casi nadie.

—Entonces —pregunta Cassinello— ¿crees que hay una diferencia grande entre el verbalismo revolucionario y la actitud realmente revolucionaria de todos esos grupos de izquierda?

—No sólo lo creo, sino que lo constato. Quieren comerse el mundo, pero no se comen nada, porque para eso hay que tener al pueblo detrás, y el pueblo no sigue a los radicales verbales. Pero hay un aspecto importante que el gobierno no ha apreciado, y es que los grupos más extremistas están orientados y controlados, y en parte ha sido gracias a la posición del Partido Socialista, que ha marcado pautas importantes.

—¡Y más solos que la una! —dice Alfonso.

—Hemos neutralizado el protagonismo de la Junta Democrática gracias a la Plataforma. Al integrarse ambas, desapareció el papel relevante que hace un año tenía un grupo político por todos conocido, que es hoy mucho menor. En un proceso, digamos, de normalización, un partido comunista lleva siempre las de perder, y uno socialista, las de ganar. Nosotros vamos hacia arriba, y ellos, hacia abajo, porque no es lo mismo mantener las catacumbas con los cuatro que manipulan que ir saliendo a la calle y dar un mitin y tener reuniones con unos y con otros, enfrentándose a lo que hay de verdad. La gente empieza a marcharse porque se dan cuenta de las manipulaciones.

—¿Y eso puede contribuir a mantener a Santiago Carrillo con su trágica historia?

—Ese es uno de los síntomas más claros de la temible torpeza en la que están.

—Vamos, yo comprendo que a vosotros os molestaría mantener en el poder al asesino de García Lorca, pero no me pidáis a mí que me trague al asesino de Paracuellos. Si él no lo hizo, al menos pudo tener una responsabilidad.

—Por auténtica torpeza. Carrillo creía que iba a ser el Berlinguer español y que iba a ocupar el espacio del Partido Socialista. Carrillo no es torpe, no tiene mucha imaginación, pero torpe no es, es un tipo astuto, con mucho juicio político, y era un planteamiento correcto viendo la esclerosis que se estaba produciendo en el Partido Socialista en el exilio. A partir del año 74 se convenció de que no había manera de ocupar ese espacio. En este país, el Partido Socialista, en un planteamiento democrático limpio, va a ser un partido probablemente del treinta por ciento de los votos, y el Partido Comunista va a ser de seis, siete o diez, y esto será así durante muchos años.

—Pero ¿cuántos partidos socialistas hay ahora mismo?

—No hay tantos —tercia Guerra—. Siglas hay muchas, pero si hablamos de partido, no hay tantos.

—Bueno —dice Felipe—, partido socialista y partido comunista sólo hay uno de cada, esta es la broma. Si entendemos partido por organización política que llega a todo el país, no hay más, el resto son plataformas, nombres raros, bromas de esa naturaleza que no son partidos.

—Está el Partido Socialista Popular —dice Faura—, que para mí tiene una honradez intelectual muy alta.

—Bah, es un club político.

—Ahí tengo yo a un pariente mío, diplomático.

—Sí, hay bastantes diplomáticos, pero en realidad…

—Tiene una gran imagen de honradez intelectual —insiste Cassinello.

—Sí, es curioso y paradójico, pero no es un partido. Se lo he dicho a Tierno en Lisboa, delante de Soares. La solución del socialismo es la unidad.

—Pero ¿podéis agrupar a toda esa gente? Aunque sólo sea para quitarnos trabajo a nosotros.

—Tenemos alguna responsabilidad en la división, por cómo planteamos la renovación del partido, pero el resto es culpa del PCE, y se lo he dicho a su gran jefe: estáis penetrando en las regiones con falsos partidos socialistas para jodernos, porque veis que crecemos de una manera desaforada y entonces nos salís con un Partido Socialista Aragonés o le metéis aire al andaluz. Eso no tiene importancia, lo único que me preocupa es Cataluña, pero en el resto del país no hay ninguna alternativa socialista que no sea la nuestra. Claro que el PSP tiene cierto prestigio intelectual en torno a Tierno, pero en unas elecciones libres no tiene nada que hacer. Mira, el único partido de toda la familia socialista que tiene una dirección que no ha creado el tampón de goma de las siglas es el nuestro. En los demás, todos los dirigentes son los socios fundadores. Tierno incluso se hizo un partido para él. Alejandro Rojas-Marcos, Vicente Ventura y Joan Reventós hacen sus partidos para ellos, son de un subjetivismo enorme, y son coyunturales. ¿Cuántos existían hace diez años?

—Dinos algo del PSOE Histórico.

—La inmensa mayoría se viene con nosotros, aunque siempre habrá una docena que traten todavía de enredar y manipular.

—¿Y el espectro ampliado a los grupos que se llaman socialdemócratas?

—Algunos desearían ser el ala derecha del partido. Otros no deberían ser nada, porque no son socialdemócratas, sino liberales camuflados.

—Hablas de Paco Fernández Ordóñez.

—Y de otros.

—¿No os inquieta que os quiten el sitio?

—El pueblo siempre tiene memoria histórica, por muchos años que pasen, y cuando la gente vaya a votar, cuando tenga que votar socialista, ese socialismo se identificará con las siglas del PSOE. Por mucha prensa que puedan tener la recién creada Federación de Partidos Socialistas o el Partido Socialista Popular, el que quiera votar socialista votará al PSOE, porque su tío, su abuelo o su primo fueron del PSOE, y esa memoria histórica está ahí.

—¿Por qué dices PSOE y nosotros decimos SOE?

—Yo casi siempre digo Partido Socialista.

Ellos nunca dijeron Partido Socialista, siguieron diciendo SOE cada vez que se vieron, siempre en hoteles, siempre con las pistolas en la mesa, siempre cordiales.

 

 

Resignada a una vida que no quería, Carmen Romero dejó Sevilla y se acomodó con los niños y su marido en un pisito de la calle del Pez Volador, en el barrio de la Estrella, un poco lejos del centro, un poco clase media, un poco anodino, un poco discreto. Tardó en mudarse porque buscó una plaza de profesora de literatura que no encontró, y tuvo que conformarse con enseñar idiomas en el turno de noche de un instituto de Carabanchel. No era su vocación ni su trabajo ideal, pero no quedaba tan lejos de sus pasiones literarias y le permitía mantener una vida autónoma, reservándose unas horas al día en las que podía no ser la esposa del político de moda.

En el otoño de 1976, Felipe ya era un famoso oficial. Lo reconocían por la calle, le daban palique, le pedían autógrafos y lo agasajaban en todas partes, pero aún no dominaba la televisión. Confiaba en ella, la esperaba con impaciencia. Sabía bien que su único rival en la pantalla era el presidente Suárez. Los demás, sobre todo Carrillo y Fraga, serían devorados por la cámara, que los presentaría al pueblo como los detritos que eran. Suárez, antiguo director de la tele, también lo sabía, por eso se cuidaba mucho de compartir su poder. Mientras el PSOE fuera ilegal, Felipe tendría que conformarse con las portadas de Cambio 16 y las entrevistas en blanco y negro de El País.

En diciembre, durante el congreso del PSOE, el primero celebrado en España y cubierto por la prensa como si fuera el de un partido normal, Carmen le robó todo el protagonismo a Felipe. Su cara sonriente en primer plano llenó la portada y la contraportada de Diario 16, en una entrevista a toda página titulada: «No soy celosa». Con el pelo corto y una blusa de cuadros atendió a Diego Bardón, un vivales de la edad de Felipe que se ganaba unos cuartos escribiendo de todo en ese periódico que siempre dio refugio generoso a vagos y caraduras. Bardón acabó sus días corriendo maratones y de torero. Cuando firmó esa contraportada, acababa de volver de París, de alternar con Fernando Arrabal y el grupo Pánico, es decir, de hacer el ganso. La entrevista, por desgracia, sólo tiene de patafísica la entradilla, donde Bardón da a entender que se ha colado a las ocho de la mañana en la habitación del hotel Meliá Castilla (donde se celebraba el congreso) para asistir al despertar del matrimonio y contemplar cómo Carmen se quedaba triste y sola tras el abandono del macho, que salía a cazar mamuts políticos. Tal vez escarmentada por esa experiencia, en el futuro, Carmen Romero sería más cuidadosa al aceptar entrevistas.

El titular disipaba la crónica rosa que envolvía a Felipe como una niebla. Tanto compadreo con el quién es quién de Madrid inspiró una leyenda de playboy millonario. Decían que era un señorito andaluz, hijo del bodeguero González Byass, que se paseaba por la Castellana en un Mercedes blanco. También decían que era el juguete sexual de la duquesa de Alba, lo que demuestra que el pueblo madrileño es conservador y reiterativo en sus difamaciones, pues desde Godoy y Goya siempre ha asociado a los parvenus con la titular de esa casa nobiliaria. Al negar sus celos, Carmen parecía confirmar el golferío de su marido. En la mente del español de 1976, no tener celos era consentir, y consentir significaba dar la razón a los difamadores, que el matrimonio atribuyó a los espías del gobierno: el teniente general Cassinello les dio las pruebas años después.

Si fue Suárez quien hizo circular los rumores, no entiendo su lógica. En un país machista y excitado tras cuarenta años de penitencia, donde las películas Fulanita y sus menganos, La guerra de los sostenes, Pepito Piscinas, Los hombres sólo piensan en eso, El alegre divorciado y Muslo o pechuga eran éxitos de taquilla, una imagen de mujeriego beneficiaba a un posible candidato. Frente a los catolicones con papada de la dictadura y a los eremitas de la extrema izquierda, casados con la revolución, la juventud velluda y flamenca de Felipe sólo podía inspirar simpatía. Muy pronto, en los mítines, las compañeras le gritarían: «Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo». Gracias a Diario 16, sabían que podían gritárselo con alegría, sin que la compañera esposa, tan moderna, sincera e intelectual, se inquietase un pelo. No tiene sentido que Suárez —que también jugaba a dejarse querer por las señoras— intentase hundir a su rival con una treta que ensanchaba su mito. Si quería desacreditarlo, debería haber dicho que lo vio salir de misa un domingo del brazo de Carmen Polo. O que, en vez de acostarse con la duquesa de Alba, lo hacía con el duque. En el homófobo 1976, eso sí hubiera sido un golpe bajo.

El 3 de diciembre, dos días antes del inicio del congreso, Julia Navarro —entonces, una puntillosa cronista política, antes de convertirse en novelista superventas— publicaba una entrevista a doble página en el diario Pueblo, órgano del sindicato vertical. Hasta la prensa del régimen se rendía a Felipe sin condiciones: «Hoy Felipe González es uno de los políticos de más reconocidos méritos en España y en el mundo. Ha recorrido los pueblos de la península ibérica, ha entrado en las grandes cancillerías europeas, ha sido el orador del congreso laborista de Blackpool (Inglaterra), ha visitado a Fidel Castro, Willy Brandt, Boumédiène, Mitterrand, ha dormido en las jaimas polisarias del desierto saharaui…».

En cada página le echaba un pulso a Suárez. Como dijo a los espías militares Cassinello y Faura, si no se legalizaban los partidos y no se convocaban elecciones libres inmediatamente, los iban a obligar a radicalizarse, y nadie podría reprimir los truenos que se desatarían entonces. La única posibilidad de salir con bien de esa transición pasaba por un PSOE moderado y fuerte. Machacaba el mensaje, lo diseminaba en todos los foros, no dejaba un oído sin predicar, pero le seguía faltando la única tribuna que importaba. ¿De qué servía enamorar al presidente, a los periodistas políticos, a los banqueros y a todos los chupatintas con traje de Madrid si no podía hechizar a los españoles?

(Nota al margen: según me contó Felipe, cuando dimitió de la secretaría general del PSOE en 1997, Fidel Castro pidió un informe de su discurso de renuncia. Sus espías le mandaron una gavilla de papeles con el texto y varias crónicas periodísticas, pero Fidel lo tiró todo al suelo: «Ya sé lo que dijo, lo que quiero saber es cómo lo dijo». Por eso Felipe necesitaba la televisión, porque los españoles ya sabían lo que decía, pero no cómo lo decía).

El 10 de febrero de 1977, Suárez cedió y abrió el registro de los partidos políticos. Para todos, salvo para el Partido Comunista, aunque sus dirigentes ya vivían en Madrid y convocaban conferencias de prensa y llenaban las calles de militantes cívicos y serios, que respondían con paz a los tiros de los pistoleros fascistas, como demostraron tras la matanza de los abogados de Atocha el 24 de enero, uno de los días más sangrientos de aquellos años sangrientos. Ni siquiera el temple de los comunistas en los funerales y las manifestaciones de duelo ablandaron a Suárez, que pidió a Carrillo un poco de paciencia: la legalización llegaría pronto, pero antes debía preparar y controlar los cuarteles.

Frente a la disciplina monástica de los comunistas, los socialistas tuvieron unos días tontos de niño enrabietado. Entre los cientos de partidos que se registraron en febrero se incluyó el PSOE (Histórico), los irreductibles de Rodolfo Llopis. Felipe y Alfonso protestaron al ministro Fernando Abril Martorell:

—Es una putada, Fernando, cómo nos haces esto.

—Bueno, lo pidieron, y en el gobierno no podemos decir unos sí y otros no. Vale, sí, está lo del PCE, pero sabes que eso es especial.

—Coño, que se hubieran puesto otro nombre. Van con nuestras siglas, nos van a joder, la gente los va a votar creyendo que votan a Felipe.

—Venga ya, Alfonso. Son cuatro abuelillos que han venido de Francia. ¿Con qué cara les decimos que no? Se han chupado media vida en el exilio, déjalos, bastante desgracia tienen.

—Nos habéis jodido bien, pero bien. Habéis roto el ferplei.

—¿El qué?

—El juego limpio.

—Ya veréis como no pasa nada, no exageres.

Tal vez para calmar el disgusto y demostrar fair play, Felipe recibió una invitación para visitar Prado del Rey, la sede de Televisión Española. Ya no había motivo legal para no maquillarlo, iluminarlo, enfocarlo y meterlo en las casas de toda España. Eduardo Sotillos, entonces presentador del telediario, inauguró un género. Hasta entonces, no había entrevistas políticas, dado que, oficialmente, no había políticos a los que entrevistar. Ni el entrevistado ni el entrevistador estaban cómodos en sus papeles, aunque llevaban tiempo preparándolos. El primero tenía que demostrar eso que le atribuían los admiradores: carisma. El segundo debía modular sus preguntas entre el ataque y la cortesía, sin olvidar que rendía cuentas al gobierno.

El resultado fue tedioso. Visto hoy, Felipe suena monocorde y pesado, muy lejos del brillo de las distancias cortas, pero como no había precedentes con los que comparar el público respondió bien. La mayoría silenciosa, la que no militaba ni repartía pegatinas ni coleccionaba libros de Ruedo Ibérico, descubrió a un hombre tranquilo que hablaba con relativa claridad, aunque se enrollase un poco y se fuese por los cerros de las subordinadas. Incluso eso era bueno, pues transmitía reflexión y madurez. De los contenidos resonaron dos palabras: socialismo y libertad. Aclaró las diferencias entre comunistas y socialistas a una audiencia casi analfabeta en cuestiones políticas, para la que toda la oposición era roja, sin tonos oscuros ni claros. Sin libertades individuales y colectivas, dijo, no podría haber nunca socialismo. Esa era la distinción básica, que los comunistas no creían en la libertad.

Se podría haber dicho mejor, con más nervio y concisión, pero dicho estaba. Como le sucedió otras veces, no dio lo mejor de sí porque sentía que había ganado antes de salir al aire. Con unos rivales tan débiles, se podía permitir cierto relajo. Aun así, en el partido lo celebraron como si hubieran visto a Kennedy arengando a los berlineses. Grabaron el sonido del programa en un disco y lo usaron como propaganda electoral, enardeciendo los corazones socialistas, cada vez más numerosos. Incluso el entrevistador cayó rendido, como solía suceder y quedaba probado en las entradillas y perfiles de amor arrebatado que le dedicaban en los periódicos. Eduardo Sotillos, la cara del telediario, empezó a compadrear con los socialistas a partir de esa noche. En 1979 pidió el carnet del partido, y en 1982 se convertiría en el primer portavoz del gobierno de Felipe.

 

 

Polideportivo de San Blas, Madrid, 7 de mayo de 1977, 18.00. Desde aquella primavera del 31, en que el pueblo tomó la Puerta del Sol para bailar y emborracharse de clarete republicano, no se recordaba otra romería tan ingenua y unánime. Las fiestas del PCE, recién legalizado, se ganarían una fama merecida en los años por venir, pero entonces los comunistas aún eran militantes serios de cantautor y disciplina. Para divertirse, mejor los socialistas. Si hubiera que creer las crónicas que se publicaron al día siguiente, aquel sábado sólo hubo un mitin más de los muchos que se convocaban en un país hiperpolitizado que trataba a algunos líderes —sobre todo, a Felipe— como a estrellas del rock. Joaquín Prieto, por ejemplo, escribió para El País un texto sobrio centrado en los parlamentos de los protagonistas, sin apenas notas de ambiente, como si el público hubiera ido a escuchar los discursos.

En el polideportivo de San Blas, allí donde Madrid fundía en ocre descampado, en el lejano este de los feriantes, el PSOE montó un Woodstock político. La protagonista fue la masa, el pueblo. Todo Madrid acudió con espíritu verbenero —no el todo Madrid, el de los banqueros y periodistas en los restaurantes del barrio de Salamanca que cortejaban a Felipe, sino todo Madrid de verdad, el del sudor de metro y atasco—. Fue tanta gente que se agotó el papel de las entradas (a cincuenta pesetas) y tuvieron que abrir las puertas y dejar pasar. La prensa recordaría los discursos, pero los que asistieron recordaron la cerveza fría, las amistades exaltadas, los besos entre los pinos, las colas para afiliarse al partido, que eran las mismas que para comprar cerveza, y la cantidad de chicas que gritaban sin descanso «Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo». Muchos salieron de allí con el carnet socialista, como quien sale casado de Las Vegas.

Trece meses después de aquella cena con Fraga en casa de Boyer, en uno de esos mayos generosos que hacen de Madrid la mejor ciudad del mundo, antes de que se abra el infierno del verano, el PSOE reunió a sus huestes en el campo de San Blas para declararle la guerra a la derecha. Manuel Fraga y su Alianza Popular fueron el demonio de aquel día y de toda la campaña electoral que empezaba. El socialismo no se alzaba contra el gobierno, no era la oposición a Suárez, sino el único partido capaz de cortar la última cabeza gallega que le había salido a la Medusa del franquismo. Si Suresnes fue el triunfo del nuevo socialismo europeo, y el congreso de diciembre en el Meliá Castilla la consagración de Felipe como esperanza de la izquierda blanda española, San Blas fue su demostración de fuerza popular. Felipe se socializaba, se entregaba a la masa para su uso y disfrute. No soy celosa, había dicho Carmen, y bien dicho estaba, porque un gentío beodo que gritaba el estribillo electoral («socialismo es libertad») por la tierra campa del fin de Madrid decidió esa noche que Felipe era suyo y que se iba a comer a Fraga.

Muy pocos dentro del PSOE se escabulleron del baile. El profesor Luis Gómez Llorente prefería fumar en pipa a una distancia más que aséptica desde la que podía sentir la enormidad de su derrota. Fue el único dirigente que puso reparos a la campaña. Unos reparos largos, llenos de frases subordinadas, paréntesis, sin embargos y no obstantes, que desesperaban a los compañeros en las reuniones. Cuando Luis pedía la palabra, los demás sabían que no llegarían a casa a tiempo para la cena.

Meses atrás, Alfonso Guerra había reunido a un equipo en una oficina fuera de la sede del partido, para trabajar tranquilos, y diseñó la primera campaña electoral moderna del PSOE, inspirándose en las que había estudiado en los partidos europeos hermanos. Los alemanes, siempre con el consejo a flor de labios, lo convencieron de lo que ya estaba convencido: Felipe era todo.

—Qué suerte tenéis —le decían—: fabricar un líder como él nos costaría a nosotros muchos años de trabajo. Vosotros lo tenéis de forma natural.

Tras muchas discusiones, Guerra dio con un lema sencillo y polivalente que sintonizaba con el hambre de concordia de aquel tiempo: «La libertad está en tu mano». La frase se estampaba bajo un retrato de busto de Felipe sobre fondo sepia. Serio, sin corbata e iluminado por su lado izquierdo, como en un cuadro barroco, marcando unas sombras de contraste en el lado derecho. Es una de las mejores fotos electorales que se le han hecho. Transmite blandura y dureza a la vez. Retrata a un hombre común al que se puede tutear, joven y viejo a la vez. La luz es cálida y difusa, pero las sombras perfilan a un tipo duro que no se arredra por la bronca. Guerra quería que los españoles vieran en Felipe a un amigo fuerte en quien confiar para un abrazo y para plantar cara a los malos.

Luis dejó hablar a Alfonso, examinó todos los carteles y la propaganda que se habían diseñado y preguntó si González —era de los pocos que no le llamaban Felipe— iba a ser el único protagonista.

—Claro, Luis, es nuestro caballo, es popular, la gente lo quiere, seríamos gilipollas si no lo aprovechásemos.

—Ya, ya, soy consciente de las variables mercadotécnicas, y no creáis que permanezco insensible a ellas, pero esta campaña, me vais a perdonar, compañeros, pero esta campaña no representa el espíritu socialista ni creo ser el único de los aquí presentes que se siente incómodo ante su despliegue… ¿Cómo llamarlo? Pornográfico. Sí, pornográfico. No lo entendáis en su literal sentido sicalíptico, sino como metáfora, ¿verdad? Es cuanto menos paradójico que un partido que se proclama socialista, tal es el nuestro, incurra en lo que no puede definirse de otra forma que culto a la personalidad, al más puro estilo de Stalin. ¿De verdad os parece bien empapelar España con la cara de González, como si fuera un Mao español?

—Hombre, Gómez, me parece que exageras…

—Déjame hablar, compañero señor Guerra, que yo no he interrumpido a nadie y me corresponde el uso de la palabra. Hoy por hoy, el Partido Socialista es fiel a su historia democrática. No es lo mismo pedir el voto para unas siglas que para una persona perfectamente contingente. Las personas pasan, el partido queda. Somos muchos los que trabajamos, muchos los candidatos. Si nos entregamos acríticamente a un solo hombre, corremos el riesgo de dejar de ser socialistas y hasta republicanos, nos volveríamos monárquicos. No creo que sea esta la campaña que refleja lo que somos y lo que queremos ser. Me opongo a este personalismo, por mucho que respete la figura del primer secretario. Esto no tiene nada que ver con los acuerdos o discrepancias que tenga o pudiera tener con el señor González. Esto va de socialismo y de ética.

Perdió Gómez Llorente aquella discusión, pero no le importó demasiado. Unas veces se ganaba, y otras se perdía. La controversia era la razón de su militancia. Para eso fumaba en pipa, para echar humo sin interrumpirse apagando y encendiendo pitillos, que van más con los tipos de frase corta. Pero aquel 7 de mayo en San Blas se sintió solo y ajeno como nunca se había sentido. Aquella romería no era su PSOE. Aquellas chicas excitadas que reclamaban ser inseminadas por el nuevo macho progre no eran su PSOE. Lo que para sus compañeros parecía un tapiz de Goya con majos y majas celebrando el socialismo y la libertad para él era una pintura negra de la Quinta del Sordo: jorobados, enanos y monstruos sin dientes salían de la caseta donde repartían carnets, presumiendo de número de afiliado y dos cervezas más en el gaznate. El sueño de una España civilizada se cubría de polvo de extrarradio.

Ya de noche, con los cuerpos reventados de verbena y bocatas de chorizo, recibieron a los oradores como la plebe del Coliseo aplaudía a la familia imperial. Se asomaban a la tribuna algunos compañeros de viaje, como José María de Areilza, el rey destronado de la derecha razonable que no pudo ser, y la cantante Massiel. Era San Blas el escenario perfecto para que los iconos pop del franquismo se diesen una ducha democrática. Salió Bettino Craxi, que acababa de hacerse con el partido italiano en mitad del fuego cruzado entre los marxistas de las Brigate Rosse y los fascistas de Ordine Nuovo, y le aplaudieron con entusiasmo contenido. Salió Mário Soares, primer ministro portugués, y le abuchearon un poco, porque ya se habían olvidado de los claveles y era el único orador de la noche que dirigía un gobierno —por tanto, el único que tenía ya algún cadáver en el armario y más reproches que esperanzas—. Luego salió François Mitterrand y los aplausos fueron unánimes y más entusiastas, dejando la noche alfombrada para la aclamación felipista.

—No habrá libertad —dijo Felipe— hasta que el pueblo decida cuántos y cuáles son los partidos. Todos deben ser legalizados, y no habrá libertad hasta que esto sea una realidad. Queremos que la libertad que se respira en este campo sea la de todos los hombres y todos los pueblos de España.

A Gómez Llorente, desde la distancia, se le ocurrió alguna réplica cruel. Libertad para aplaudir. Libertad para aclamar al líder. Libertad para decir que sí. Empezó a elaborarla, pero era muy tarde, estaba cansado y prefirió concentrarse en las volutas de humo, que parecían frases de un discurso que nunca pronunciaría.

 

 

Las elecciones se celebraron el 15 de junio, y hasta esa fecha no hubo en España otro tema de conversación que la política. Sólo se abrió un paréntesis cuando el Atlético de Madrid empató a uno con el Real Madrid en el Bernabéu el domingo 15 de mayo, una semana después de la fiesta de San Blas, consiguiendo así los puntos que necesitaba para ganar la liga. Quedó segundo el Barça, por un punto, y un Real Madrid desastroso se hundió hasta el puesto noveno. En plena campaña electoral, esto no era deporte, sino augurios de cambio. El equipo llorón, el del arrabal del río Manzanares, ganaba la liga; el Barça, alma del catalanismo, quedaba subcampeón por las justas, mientras el Madrid, símbolo de la hombrada y mascarón de la dictadura, chapoteaba en el ridículo. Era imposible no ver un presagio en el fútbol. El poder cambiaba de manos en una primavera hermosa de alegrías y verbenas para quienes llevaban la cabeza gacha desde 1939.

Si algo sorprende hoy es que la fiesta no acabase con disparos. La violencia política de esos meses de 1977 era insólita para un país en paz, aunque en favor de los españoles haya que decir que no era una excepción ibérica. En Italia se vivían los años de plomo, con el cadáver más o menos reciente de Pasolini y el próximo de Aldo Moro. En Alemania, la Fracción del Ejército Rojo alcanzaba el clímax de su historia: en abril asesinaron al fiscal general de la República Federal de Alemania y pusieron en jaque al gobierno socialdemócrata de Helmut Schmidt. En el Reino Unido, el IRA y sus escisiones ponían bombas en Londres y en las grandes ciudades, mientras en la Irlanda del Norte militarizada se vivían las consecuencias de los troubles de 1972. Aunque los españoles interpretaran todo lo que les pasaba con códigos nacionales, convencidos de que Spain era different y de que el franquismo y la guerra pesaban más que cualquier otra cosa, basta ampliar el foco para entender que el terror era la norma en la política europea, un mal de época, la resaca sin curar de otro mayo, el del 68. En la comparación con Europa, la violenta España no parecía tan violenta, aunque lo peor estaba por llegar. Pese a la matanza de Atocha de enero y al goteo continuo de guardias civiles y policías tiroteados en Euskadi, la primera mitad de 1977 fue relativamente pacífica. Tras las elecciones, arreciarían los pistoleros y las bandas terroristas de ultraderecha, y ETA se enredaría en una escalada que amontonaría un muerto cada tres días, pero la violenta transición fue menos violenta en la primavera de 1977, y quizá eso ayudó a que muchos salieran a bailar y a pedirle un hijo a Felipe. En todas partes podía armarse un quilombo, de cualquier gentío podía salir un pistolero y cualquier coche podía estallar, pero la mayoría se creyó que llegaba la libertad sin ira, como cantaba la canción de Jarcha que anunciaba las elecciones en la tele, y no se quedó en casa mirando por los visillos.

El embrujo de Felipe no apaciguó a los gánsteres, pero sí ablandó a muchos jóvenes de extrema izquierda que tenían al PSOE como la vanguardia de la burguesía monopolista capitalista. El 1 de junio hubo un mitin enorme en Zaragoza, en la plaza de toros. Felipe no era allí el mesías de la izquierda, ni el PSOE la fuerza dominante. La inteligencia progre del lugar se dividía entre el PCE y el Partido Socialista de Aragón, donde militaban José Antonio Labordeta y otros popes con tirón. El grupo del PSOE, comandado por Willy García Pérez, un profesor de Ingeniería que reclutaba compañeros entre sus estudiantes, ni siquiera tenía fuerza para colocar un letrero con sus siglas en su sede zaragozana: el casero les obligó a quitarlo cuando se les ocurrió adornar el balcón. Su actividad en 1977 se reducía a un acto modesto en el Casino Mercantil. Zaragoza estaba tan politizada y efervescente como el resto de España, pero los socialistas no habían sido invitados a la fiesta. Les costó muchísimo alquilar la plaza de toros y negociar los permisos. Fue una apuesta de todo o nada por Felipe. Sólo él podía sacarlos de la semiclandestinidad en la que aún vivían.

Como en todos los mítines, se temía la llegada de provocadores, casi siempre militantes de extrema izquierda que abucheaban al orador y montaban algo de bronca que no pasaba de un par de empujones, pues todos los grandes partidos tenían servicios de orden entrenados y eficaces. A Zaragoza llegó un grupo de jóvenes anarquistas de la CNT, tan radicales como meticulosos, dispuestos a boicotear el discurso de Felipe. Llegaron temprano, para encontrar sitio cerca de la tribuna y dejarse ver por los fotógrafos y las cámaras de televisión. Aplaudieron y gritaron «socialismo es libertad» como el resto del público, para no despertar sospechas, y escucharon a los teloneros como si les importara lo que decían. El candidato de la provincia era Ángel Cristóbal Montes, un profesor de Derecho que presumía de talento oratorio y parecía el hijo de Tierno Galván, un poco más estirado y menos erudito. Sus palabras calentaron a los anarquistas: era ese tipo de burgués altivo que detestaban, el marxista de cátedra pagado de sí mismo. Cuando Felipe alcanzó el micrófono y movió los brazos para agradecer los aplausos y pedir que parasen, en ese gesto ambiguo entre la gloria y la modestia, la muchachada acratoide había acumulado muchas reservas de odio y estaba lista para soltarlas en un estallido dadá. Entonces acabaron los aplausos y la música. Felipe dejó correr unos pocos segundos, midiendo el poder del silencio. Una tos por aquí, un piropo desde el fondo del tendido y algún silbido de ánimo, y Felipe empezó a hablar.

Quizá en un país más cínico, acostumbrado a los trucos de escuela retórica, la sensación no habría sido tan honda, pero, en una España tan ingenua y mareada por las novedades, la maquinaria mitinera del PSOE conquistaba a las almas más hostiles. Nada se improvisaba. Los militantes locales no tenían vela. Todo les venía impuesto por el equipo de Madrid, hasta la ropa que debían llevar. Un equipo comandado por Guerra, en el que brillaban genios del marketing como Julio Feo, había diseñado al detalle una estrategia centrada en mítines cortos y efectistas. En total, no debían durar más de noventa minutos. Los candidatos y jefes locales tenían limitados sus discursos a cinco o diez minutos, sin superar entre todos los cuarenta y cinco. Cuando era posible, Felipe llegaba a la plaza tras el último orador local y, si las circunstancias de seguridad lo permitían, cruzaba un pasillo entre el público para cambiarse abrazos con las primeras filas y calentar a la parroquia. Una vez en la tribuna, daba un discurso de media hora, no más. Media hora con alusiones locales, alguna anécdota personal, tres o cuatro pullas a la derecha, un par de guiños a la izquierda, aplausos, música y mutis.

Aquellos anarquistas esperaron a que el discurso avanzase un poco para arrancarse, pero descubrieron —incómodos— que aquel tipo no decía malas cosas. Incluso tenía cierto sesgo antifascista, no era complaciente con los fachas, al contrario. Siguieron escuchando, ya relajados, asintiendo de vez en vez. Uno de ellos empezó a aplaudir cuando el resto de la plaza lo hizo, pero paró en seco ante la censura de sus compañeros. Se miraron, pactando el momento en que se levantarían para reventarlo todo, pero no se decidían. El segundo aplauso no fue censurado. El tercero fue sincero, fundido con el aplauso general. Al terminar, todos en pie, ya no eran anarquistas. A la salida del mitin, casi noqueados, perdidos por las calles viejas, acordaron pedir el carnet del PSOE.

Uno de esos anarquistas sería años más tarde presidente de Aragón y se llamaba Javier Lambán. Como él fueron muchos quienes bajaron del monte donde se creían partisanos y se tumbaron, dóciles, en los suaves lechos del socialismo y la socialdemocracia. Así crecieron los socialistas por su flanco izquierdo, devorándolo y amansándolo. Los camaradas que resistieron, con cera en las orejas, inmunes al canto de Felipe, llamaron a los que se fueron traidores y arribistas. Lo hicieron desde la insignificancia de unos partidos jíbaros o desde la butaca dulce del desencanto. Tal vez fueron traidores, pero era difícil ser arribista en la primavera de 1977, cuando el PSOE y Felipe sólo eran promesas en un mar de siglas. Los ambiciosos llegaron después, cuando el partido tenía un poder que ambicionar. Entonces, quien daba la cara por una bandera sólo podía aspirar a que se la partieran.

 

 

Coclesito, Panamá, finales de agosto de 1977. Todo lo que sé de la aldea de Coclesito se lo he leído a Graham Greene: que su aeropuerto era una pista de tierra que sólo admitía aviones pequeños, que estaba cubierta de barro en la época de lluvias, que siempre hace un calor insoportable y que en los prados ganados por la tala maderera pastaban búfalos. Hoy, su único interés turístico está en la casa museo de Omar Torrijos, un monumento que cuenta la vida y obra del dictador cuyo nombre es ubicuo en Panamá. En 1977, era una cabaña de madera muy rústica, el capricho de su dueño, que lo era a la vez del país, un general de sombrero ancho y puro eterno que reinaba desde una hamaca y tenía un sentido muy peculiar de la hospitalidad, consistente en llevar a sus invitados a lo más hondo de la selva para admirar la madera y los búfalos y dormir borrachos de whisky al runrún de los insectos nocturnos. Allí estuvo Graham Greene, que narró las veladas. Allí estuvo también Gabriel García Márquez, que no narró tanto, y allí dormía Felipe González cuando no quería que lo encontrasen.

Con 118 diputados y 5.371.825 votos, casi el treinta por ciento del censo, el PSOE se convirtió en el segundo partido del país, un millón de votos por detrás de la UCD, pero 3,6 millones por encima de los comunistas. El resultado dio la razón a Felipe y pintó el paisaje que llevaba tiempo contándole al general Cassinello en sus charlas secretas: la democracia se armaba en un bipartidismo imperfecto, con dos grandes partidos que acaparaban casi el setenta por ciento del voto, dejando el resto para los extremos y los nacionalistas. De la sopa de letras socialista sólo sobrevivió, anecdótico, el PSP de Tierno, cuya absorción habría que negociar.

No habían aspirado a ganar. La fama de Felipe no bastaba frente a un gobierno que tenía a su servicio los medios de comunicación y un presidente, Adolfo Suárez, tan seductor como el propio Felipe. Sólo algunas tardes se dejaron llevar por el delirio y soñaron con tomar la Moncloa al primer asalto, pero el sanedrín felipista era de un realismo radical y siempre se movió en el horizonte de los cien diputados. Exhausto, Felipe se concedió el verano para meditar su retirada. Había devuelto el PSOE a su lugar y había ayudado a normalizar una vida democrática. Su trabajo político estaba hecho, había ido más allá de su compromiso. Por eso, en agosto escribió una carta, se la entregó a Alfonso en Sigüenza, donde los cuadros del partido se habían reunido para acordar una postura en el debate constitucional, que protagonizaría Guerra. Le pidió que leyera la nota a solas. Decía:

 

He decidido dejar la Secretaría General del Partido. En el próximo congreso no seré candidato. Espero que este plazo no sea superior a un año. La amistad que subyace —a veces imperceptible— en nuestra relación política me obliga a que seas tú el receptor de la decisión. No te engañe la brevedad de la nota. Lo pensé seriamente y he querido dejar constancia escrita y en ti de esta decisión. No sé en qué momento lo comunicaré a los demás responsables del Partido. Hasta ahora nadie sabe nada.

 

Y desapareció un tiempo al otro lado del mar, en el continente que empezaba a sentir su casa. Una casa sin pesares ni obligaciones, sans-soucis. Era un territorio donde sus pasos no eran tan públicos, donde no había que medir las palabras y donde encontró figuras paternales y viriles que se prodigaban en aquello que casi nadie podía darle en España: consejos. Desde sus primeros viajes con Enrique Sarasola hizo amigos en Colombia, en Venezuela y en Cuba, pero sobre todo en Panamá, donde el carisma inconsciente y avasallador de Omar Torrijos le produjo un efecto parecido al que causaba él en los campos de San Blas y en las entrevistas de televisión.

Fue Torrijos quien se empeñó en conocer a Felipe. Andaba negociando con el presidente Jimmy Carter un nuevo tratado sobre el canal y quería reclutar observadores y emisarios internacionales. Necesitaba figuras con peso para defender la posición panameña y demostrar a los gringos que no era un general tarado que tocaba el guitarrón, sino un estadista con amigos poderosos en todas las capitales. Usaba a los amigos comunes que tenía con Felipe como alcahuetas, pero este, concentrado en la campaña y muy consciente de su imagen pública, se resistía a compadrear con él. Sólo cedió a las galanuras tras las elecciones, con la misión de echar una mano en la negociación del tratado como excusa.

—Sé que usted no me quiere ver —le dijo Torrijos casi al pie del avión—, porque me considera un dictador, y tiene razón. Pero, verá, yo soy un dictador convicto, confeso y converso. Le puedo explicar todo lo que necesita saber de dictadores.

A partir de ahí, amigos para siempre, siendo siempre la muerte de Torrijos el 31 de julio de 1981 en un accidente de avión que para muchos no fue tan accidental.

En Coclesito, después de las reuniones, recepciones y entrevistas oficiales, Felipe cursó su doctorado en dictadores latinoamericanos. El general, como le llamaba Greene, era un dictador de tercera vía que admiraba la socialdemocracia y quería instaurarla con fusiles. Sus tratos con Estados Unidos no le permitían acercarse demasiado a Cuba, y su talante liberal lo oponía a los regímenes fascistas de Chile y Argentina. Lo suyo era una cosa un poco blanda, un despotismo sin ilustrar de todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Creía en la democracia para Panamá, pero para el Panamá del futuro, no el suyo. Mientras llegaban las elecciones libres, hizo de su república un refugio progre sui generis. Ciudad de Panamá estaba llena de pisos para exiliados argentinos, chilenos, peruanos, brasileños, paraguayos o de cualquier país con dictadores de derechas menos comprensivos que él. Era tan generoso en su política de asilo y tan raudo al poner los recursos del Estado panameño a disposición de cualquier causa justa que sus invitados olvidaban enseguida que su anfitrión era un sátrapa contra el que se habrían sublevado en sus propios países.

Una noche en Coclesito debatieron el caso de Laura Allende, la hermana menor de Salvador Allende. Pinochet la encerró dos años y luego la expulsó de Chile. Enferma de cáncer, suplicaba al tirano que la dejase volver para morir en el solar de su patria. Le mandaba cartas desde su exilio en La Habana, implorando un derecho de ciudadanía y una compasión imposibles. Laura, además de ser la hermana del mayor mártir del socialismo internacional y una mujer fragilísima de sesenta y seis años, había sido una política importante en el Chile anterior al golpe, dirigente socialista y una feminista destacada. La cuadrilla de Coclesito se instituyó en abajofirmante y acordó redactar una carta abierta o un manifiesto que forzase a Pinochet a compadecerse de la moribunda.

Tumbado en su hamaca, con los ojos entrecerrados por el humo del puro, Omar escuchaba la plática sin intervenir, se mecía a punto de dormirse. Unos proponían canalizar la carta a través de la Internacional Socialista; otros preferían una lista de intelectuales independientes; el de más allá pedía que no se olvidasen de la ONU…

—¿Y por qué no llamamos a Pinochet?

La voz venía de la hamaca. Todos se volvieron hacia Omar y callaron, por si les tomaba el pelo. Como anfitrión, era el único con derecho a burlarse de las causas sagradas, si así le apetecía. Esperaron la carcajada, pero esta no llegó.

—Soy el presidente de Panamá, ¿no? Y Pinochet es el presidente de Chile. Los presidentes de los países hablan, ¿no?

Y pidió un teléfono, habló con alguien de la capital y pidió línea con Santiago de Chile. Se recostó otra vez en la hamaca y esperó.

Al rato, el teléfono sonó, Torrijos descolgó, asintió un par de veces y dijo que le pasaran la llamada.

—¿Cómo le va, general? Me alegro de saludarlo. Por aquí todo bien, con los gringos jodiendo, ya sabe, pero bien, bien, estamos bien. Mire, yo le llamaba para pedirle un favor de dictador a dictador. Resulta que la señora Allende, que usted conoce…

De dictador a dictador, decía, y Felipe González, líder de la oposición y esperanza blanca del socialismo, no daba crédito. Le asombraba el desparpajo libérrimo con el que Omar Torrijos asumía todas sus contradicciones y las aprovechaba para sus estrategias y tácticas. Esa noche supo que el activismo sin poder era una pérdida de tiempo y de energías. El poder servía para conseguir objetivos, para llegar donde la retórica no alcanzaba. Sin poder no había transformación posible. Una vez conseguido, había que ejercerlo, y eso exigía un temple supremo. Levantar el teléfono y hablar con un asesino en la otra punta del mundo. Compadrear con él, si era necesario. Hacerle sentir el poder propio, no arredrarse, no encogerse jamás de hombros.

El carisma de Omar Torrijos se definía por el poder. No seducía por sí mismo, sino por la forma en que expresaba el poder con sus gestos, su sombrero, el humo del puro y la cadencia con que se balanceaba en la hamaca. Cada célula de Omar Torrijos era poder en potencia, siempre listo para ejercerlo.

A la mañana siguiente, en el desayuno, junto a un prado donde pastaban los búfalos de los que tanto se enorgullecía el general, hablaron de la firmeza que requiere el mando. Omar sólo le sacaba trece años a Felipe, pero no podía reprimir un paternalismo que proyectaba sobre todo lo que lo rodeaba. Le encantaba dar consejos y diseminar sentencias, y Felipe, tan desdeñoso con los paternalismos, los escuchaba con respeto y tomaba nota.

—Mira, Felipe, yo no sé de letras. Me gustan mucho Gabo y el inglés borrachín, Graham, pero no los entiendo. Mis papás eran maestros de pueblo y me metieron a estudiar, pero cuando llegamos al pretérito pluscuamperfecto dije: alto ahí, alto ahí, alto ahí. Esto no se entiende, yo no valgo, déjenme tranquilo. Y me salí. Pero no soy tonto, carajo. Un poco bruto, tal vez, pero no tonto, y te voy a decir una cosa que no deberías olvidar: no te aflijas jamás. Si te afliges, te aflojan. Que no te vean débil, no dudes, no tiembles. En cuanto te noten el miedo, estás perdido. Recuérdalo, Felipe: si te afliges, te aflojan. ¿Es muy pronto para un purito? Es de los que manda Fidel.

Felipe se acercó a la lumbre que le ofrecía su amigo y aspiró hondo. No quería seguir la conversación, sino pensar sobre lo que acababa de oír, dejarlo crecer por dentro, a ver dónde enraizaba. Estaba cansado y soñaba con dejarlo, pero en compañía de Omar, en mitad de la selva, volvió a sentirse con fuerzas. En España le esperaba una constitución, levantar casi de la nada un país, pelear cada artículo y cada coma. ¿Estaba dispuesto a no afligirse? Llegó a Panamá convencido de que ese trabajo sería cosa de otros. Desde aquella mañana ya no lo tenía tan claro.