3. Cien años de honradez (1979-1982)

 

 

 

 

 

Sede del PSOE en la calle García-Morato (hoy, Santa Engracia), Madrid, 1 de marzo de 1979, 22.00. Los recuerdos se fabrican a la medida de la historia, por eso siempre llueve en los funerales, para no envilecer la tristeza con la banalidad del sol. Cuentan que hizo mucho frío el 1 de marzo de 1979. Javier Solana se puso una camiseta bajo la camisa y varios compañeros se hicieron con chaquetas y jerséis para aliviar un frío que les salía de dentro y tardaron mucho en quitarse. Con los años, conforme hagan y deshagan los recuerdos, sentirán cada vez más frío, y el frío de esa noche se proyectará sobre todas las noches anteriores de aquella maldita campaña.

A las diez, Felipe y Carmen ya sabían, con las proyecciones que Guerra hacía del primer escrutinio, que habían perdido las elecciones. Poco a poco se enteraron todos esos militantes que se daban calor en los pasillos y escaleras de García-Morato y todos los espontáneos que se amontonaron en la calle para celebrar una victoria que daban por hecha. Nadie podía creerlo. Ni siquiera los ganadores, la UCD gubernamental, que lo celebraron con discreción de señores, con un poquito de champán, en un brindis sin discursos. El resultado era muy parecido al de 1977. Sólo habían subido tres diputados, pero en realidad habían perdido tres, porque entonces Tierno se presentó aparte y ganó seis escaños, y dos años después, con todo el socialismo unificado, habían sacado menos parlamentarios que cuando concurrieron separados. La abstención había sido mucho más alta que en las constituyentes, pero con eso ya se contaba: una vez aprobada la Constitución, en diciembre de 1978, los entusiasmos políticos tenían que apagarse por fuerza. Para muchos, la democracia era la estación final de su lucha. Para otros, el muro de sus lamentaciones, el fracaso de la revolución. La fiesta de 1977 era resaca en 1979.

—Pero ¿cómo coño ha pasado esto? —se preguntaban por los pasillos de García-Morato, y se lo preguntaban bajito, para no molestar al jefe, que no salía de su despacho y se había sumergido en uno de sus ensimismamientos. Felipe tenía dos registros: o hablaba o callaba. En ninguno de los dos se le podía interrumpir. Su verborragia imponía, pero su silencio aterraba. La puerta de su despacho —que sólo se abría una rendija para que Julio Feo o algún colaborador muy íntimo entrase o saliese— era un agujero negro para los militantes y un signo de interrogación para los periodistas.

Había que reconocerle algún mérito a Suárez. Como las bestias heridas, dio tres o cuatro zarpazos letales. Jugó sucio, sabiendo que le quedaban pocas bazas. Era un enemigo formidable y nadie en el PSOE lo había infravalorado. De hecho, toda la campaña lo señalaba como el objetivo que había que abatir. El gran error estratégico de las primeras elecciones fue centrarse en Fraga, que no era nadie. Desde que el PSOE pilotaba la oposición, Suárez fue su único rival, pero costaba mucho presentarlo así después de tanto pacto de la Moncloa, tanta ponencia constitucional y tanta concordia democrática. La primera legislatura exigía renuncias y abrazos. Para colocar los cimientos y el andamiaje de una democracia se lo habían puesto demasiado fácil al gobierno, y Felipe había actuado más como socio que como opositor. Cuando llegó la hora de las elecciones, que se convocaron justo después del referéndum constitucional, tuvo que impostar una enemistad que no existía, y Suárez, tal vez más desesperado o menos escrupuloso, se aprovechó de la blandura ajena, endureció el gesto y sacó de paseo al fantasma más temido por las clases medias: el comunismo. Cuidado, señora, que vienen los marxistas.

En la larga noche de García-Morato, sin tocar un champán que nadie se atrevió a descorchar, otros, los menos, se tiraron a la autocrítica. Casi en susurros, pues no estaba la noche para darle vueltas al cilicio, reconocían que el lema fue terrible. «Cien años de honradez», decían las vallas, recordando que el PSOE, fundado en 1879, cumplía un siglo. Los comunistas tiraron de retranca antifranquista y pintaron en muchísimos carteles: «…y cuarenta de vacaciones», fijando para la historia el reproche —que los viejos socialistas siempre han protestado como injusto— de que el PSOE no combatió a Franco. ¿A qué venía subrayar la honradez cuando no había escándalos de corrupción? Hasta Fraga podía presumir de honrado. Menuda virtud. Era un lema perezoso y autocomplaciente, incluso soberbio. El lema de un partido que se daba por ganador antes de jugar.

El frío arreciaba, como escribió Rosa Montero en una crónica de aquella noche para El País, y de madrugada, cuando ya sólo había un puñado de fieles en García-Morato y nadie daba razón de Felipe, se impuso la teoría del frío. Como Napoleón, los socialistas culparon al general Invierno.

La campaña de 1977 fue una fiesta primaveral, pero la de 1979 sucedió en un febrero lluvioso y helador. Las plazas de toros llenas del 77 eran anfiteatros de paraguas en el 79, con asistentes que no podían aplaudir porque sostenían el mango con una mano para no mojarse. Empapados y temblando, el hechizo de Felipe no hacía efecto. Sólo querían que aquello acabase pronto para volver a casa. En algunos sitios pincharon y Felipe tuvo que esforzarse ante un grupo desangelado de militantes que maldecían la hora en que pidieron el carnet.

Seguro que no llovió tanto ni pincharon en tantas plazas. Si el resultado del 1 de marzo hubiese sido otro, hoy se hablaría de las tardes soleadas de febrero y de la dulzura templada de la noche del escrutinio. Yo también me recuerdo con gabardina y paraguas el día en que presenté aquel libro que nadie leyó.

La decepción fue tan profunda como abrupta, pues esa vez los duendes adivinos de Alfonso Guerra no acertaron. Aquel jueves, Felipe comió con sus íntimos en un reservado del restaurante El Parrillón. Lo acompañaron Carmen Romero, Alfonso Palomares (periodista gallego, futuro biógrafo felipista y esposo de Ana Tutor, que sería secretario —en masculino, por capricho historicista de quien así la nombró— de Tierno Galván en la alcaldía de Madrid) y Juan Alarcón (Juanito, su chófer, un viejo amigo de Sevilla que, a decir de muchos, era quien mejor le conocía. Trabajó como conductor hasta las siguientes elecciones. No quiso seguir en la Moncloa, por miedo a morir en un atentado de ETA, y se volvió a Sevilla, donde lo colocaron de secretario de redacción en las oficinas de El País en Andalucía, lo que demostraba que las amistades de Felipe con la prensa afín iban mucho más allá de la retórica y de los intereses editoriales compartidos, pero eso lo contaré más tarde. Allí se jubiló Juanito, sin arrepentirse de su fuga de la política. Murió en diciembre de 2020, cuando yo empezaba a coleccionar testimonios para este libro. Por eso, una de las frases que más se repite en mis archivos es esta: «Qué pena, esto te lo habría contado mucho mejor Juanito, que lo sabía todo»). El camarero bromeó con una victoria que daba por descontada: la próxima vez, dijo, les llevo el menú a la Moncloa. Nadie en la mesa dudaba de ello. Por la tarde, Pablo, el hijo mayor de Felipe y Carmen, preguntó si al día siguiente tendrían que mudarse.

Julio Feo, uno de los muñidores de aquella campaña, fue condenado como culpable. No lo despidieron, pero tampoco lo llamaron para montar las elecciones municipales de abril, justo un mes después. Entendió la indirecta y se retiró a su casa de Mojácar a reflexionar. Allí, tal vez influido por el sol mediterráneo y las cañitas frescas con papas aliñás, concluyó que no estaba mal la derrota. Repasó las crónicas y los análisis políticos de la prensa y se dio cuenta de que el argumento dominante era que el PSOE había perdido las elecciones, no que la UCD las había ganado. Ni siquiera Suárez se sentía ganador, sino beneficiado por el fracaso ajeno.

—Esto es buenísimo —se dijo—, esto significa que ya hemos ganado las siguientes elecciones, porque se ha impuesto la idea en toda España de que no hay más alternativa que Felipe.

Quiso compartir sus pensamientos con alguien, pero en la casa de Mojácar sólo estaba su mujer, que ya se los había escuchado muchas veces. Ni Alfonso ni Felipe ni nadie del aparato los oyeron, por suerte para Feo, porque en esos días de marzo no estaban para paradojas ni sofismos. No nos jodas, Julio, le habrían dicho. O peor: no nos jodas más, Julio. El tiempo le iba a dar la razón y, cuando se reconciliase con sus compañeros y le encargasen el diseño de la campaña de 1982, la montaría sobre la premisa de que ya habían ganado las elecciones, dado que habían perdido las anteriores.

 

 

Torrecaballeros, Segovia, 2 de junio de 1979. A los niños les aburre enseguida tirar la bolita y acertar con esas masas de hierro que parecen bolas de presidio. No tienen fuerza ni puntería para lanzarlas bien, y no hay manera de que ganen a un adulto paciente. Prefieren el fútbol, al que tampoco ganan, pero corren y se cansan y les sienta bien. A Felipe, no. Un par de carreras vale, pero no más. Toda España se enteró de que era muy malo en ese deporte cuando, en noviembre de 1978, se organizó un partido entre periodistas y parlamentarios para celebrar la aprobación en octubre del texto de la Constitución en el Congreso y en el Senado. Se citaron en un campo de tierra de la ciudad deportiva del Real Madrid y a Felipe le tocó ser portero, vestido de rojo, el color del equipo de los políticos. Le metieron varios goles y ganaron los periodistas, pese a que el árbitro era el socialista Gregorio Peces-Barba, figura que desde entonces se tuvo por neutral y juiciosa. Algún plumilla pasó el resto de su carrera presumiendo de los goles que le marcó a Felipe.

No tenía trazas de futbolista. Tampoco de aficionado. Pese a ser del barrio del Betis y haber ido al colegio que queda junto a su estadio, nunca presumió de bético en sus guiños populares. El fútbol le importaba más bien poco. La petanca era mucho más interesante, una afición meditabunda y calmada que permitía pasar la tarde sin perder el hilo de una conversación infinita. Al elegir sus aficiones, Felipe siempre expresaba una contradicción entre lo pasional y lo laxo. Se abismaba en actividades que requerían un compromiso relativo, como si concentrarse en ellas fuera sólo una excusa para pensar mejor, no tanto una distracción de las preocupaciones, sino una manera de ordenarlas. Aquella tarde había echado unas cuantas partidas y los niños se impacientaban y pateaban un balón viejo. Se levantó un poco de viento serrano, anticipando una de esas noches frescas de primavera segoviana.

—¿Seguro que no quieres quedarte a dormir? —le insistieron los dueños de la casa.

—Seguro —dijo. Tenía que volver a Madrid. No sabía bien a qué. A preparar algún viaje, a escapar de los compañeros, a pensar en la retirada—. Venga, juguemos un poco al fútbol.

Su amigo Pedro agradeció el gesto, pero no se sumó al partido. Sirvió más bebidas y se sentó en una silla de enea junto a la puerta. Los niños y Felipe corrían por la hierba, se caían, se levantaban y se reían, y Pedro Altares agradecía la dimisión que le había devuelto a su amigo, aunque, como ciudadano y como periodista, la deploraba. Estaba de acuerdo con ese editorial durísimo que Javier Pradera había escrito en El País en el que decía que el futuro de un PSOE grande, europeo y democrático pasaba irremediablemente por la jefatura de Felipe, pero también era estupendo verlo correr tras el balón sin más propósito que el propio balón. En aquel año del desencanto, Altares estaba descubriendo que no podría ser amigo de verdad de un político tan poderoso, sobre todo si este llegaba a presidente. Lo que era bueno para él no lo era para su oficio ni para España. El romance tuvo sentido mientras vivía el dictador y durante los debates constitucionales. Terminados estos y puesta en pie una democracia —frágil, bombardeada, cuestionada, provisional y amedrentada por espadones, pero sorprendentemente vigorosa, pese a todo—, las amistades entre políticos y periodistas se iban a agrietar. El partido del año anterior no era el comienzo de una concordia, sino el final de una fiesta. Al menos, así lo sentía él. Por mucha generosidad que pusieran, si los políticos y los periodistas se comprometían a fondo con sus tareas, tendrían que separarse en algún tramo del camino, pensaba. Un día, el periodista publicará algo que molestará al político. Otro, será el político quien se callará o mentirá, o apelará a la amistad para conseguir un trato de favor. Los lazos se aflojarán y muchas amistades se perderán en el cielo limpio de Segovia como un globo mal atado a la mano de un niño.

Pedro Altares, director de Cuadernos para el Diálogo, tótem vivo del periodismo político español, ya sabía que la cuerda se había desanudado. Aún podía ver a Felipe. De hecho, aún estaba a tiempo de dar un salto y atrapar el cordel. Su retirada había sido una corriente de aire que se lo devolvía, pero no se hacía ilusiones: sabía que era temporal. Nadie creyó su huida. Volvería en cuanto la minoría crítica reconociese el fracaso de su golpe y el partido recuperara su unidad. Volverá para ser presidente, se decía el periodista. Era cuestión de dejar escampar los truenos. Unas cuantas partidas de petanca, lo que dura un verano.

 

 

Con el congreso extraordinario de mayo de 1979, el partido digirió el fracaso de las elecciones de marzo, tan sólo aliviado por el bicarbonato de las municipales de abril, cuando las coaliciones entre socialistas y comunistas ganaron en la mayoría de las grandes ciudades: Tierno Galván en Madrid, Narcís Serra en Barcelona, Martínez Castellano en Valencia o Sainz de Varanda en Zaragoza representaban el nuevo poder socialista. Se les escaparon Sevilla y Bilbao, pero tuvieron Vigo, Gijón, Cádiz, Málaga y casi todos los núcleos obreros. El nuevo mapa reflejaba la penetración urbana y popular de un PSOE que, en dos años, había pasado de ser un club de debate intelectual a una organización de masas con militantes en cada barrio y en cada pueblo. Por eso fue tan decepcionante el congreso, donde el partido se peleó por una palabra que sonaba a otro tiempo y a otro país: marxismo.

Felipe propuso, a través de Alfonso, lo que la izquierda radical de entonces conocía como un Bad Godesberg, por el escenario del congreso en que el Partido Socialdemócrata Alemán renunció al marxismo como doctrina en 1959. Felipe quería lo mismo para el PSOE veinte años más tarde en un partido que, salvo un tiempo de fervor revolucionario con Largo Caballero en los años treinta, nunca había sido doctrinario. Los tipógrafos madrileños que lo fundaron en 1879 no eran teóricos políticos, y el enviado de Marx que los asesoró en nombre de la Asociación Internacional de Trabajadores era el marxista menos marxista de toda la historia del marxismo: Paul Lafargue, yerno del filósofo, francés mulato nacido en Cuba y autor de un texto casi herético titulado El derecho a la pereza. Como francés y cubano, fue el encargado de organizar a los compañeros socialistas de España y Portugal, y se convirtió en su enlace con las grandes corrientes revolucionarias de Europa. Por eso, los socialistas de Pablo Iglesias asimilaron a su manera lo de la lucha de clases y la dictadura del proletariado. Cuando en Rusia ganaron unos marxistas muy doctrinales, el PSOE envió a Moscú una delegación que regresó con la cabeza gorda de tanta praxis y tanta superestructura. Muy pocos se dejaron vencer por la verborrea soviética. La mayoría se mantuvo en sus charlas de ateneo, hablando de despensas, escuelas y esas cosas más familiares y tangibles.

Borrar la palabra marxismo de los estatutos del PSOE suponía, en el argumento de Felipe, volver a los orígenes de un partido que siempre se había preocupado más por representar a la mayoría de la población que por ser fiel a unos principios ideológicos inmutables. Para sus opositores, liderados por Luis Gómez Llorente, Pablo Castellano e Ignacio Bustelo, era una traición al corazón obrero y un golpe de timón derechista. Por eso presentaron su propia candidatura a la dirección, para desbancar a los que Castellano llamaba comanches. Parecía una lucha ideológica entre derechas e izquierdas. En los pasillos, en cambio, se presentaba como lo que en verdad era: un asalto al poder de una minoría que, hasta entonces, había defendido posturas más conservadoras que las de Felipe y Guerra, pero aprovechaba el debate sobre el marxismo para aferrarse a la bandera roja, recuperar los nombres de Largo Caballero y Negrín, y derribar a los felipistas.

Su triunfo fue derrotar la ponencia en la que se tachaba el marxismo. Ante su fracaso, Felipe retiró su candidatura a la secretaría general, dejando el partido colgado de un abismo, pues los rebeldes sólo tuvieron el veinte por ciento de los votos. Habían puesto un freno al jefe, pero estaban muy lejos de reunir la fuerza suficiente para tumbarlo.

 

 

Redacción de El País, calle de Miguel Yuste, 40, Madrid, 19 de mayo de 1979. La planta de opinión de El País siempre ha sido la más silenciosa. En el resto de la redacción atronaban los timbres de los teléfonos, el teclear galopante de las máquinas de escribir y los gritos procaces que cruzaban unas habitaciones saturadas de machos con camisas remangadas y alguna que otra mujer joven que tenía que ser más procaz que sus compañeros si no quería que se la comiesen. Nada de eso se filtraba a la sección de opinión, con sus despachos enmoquetados y sus secretarias diligentes. Había horas en que el único ruido perturbador era el que hacían las páginas de Le Monde o del Corriere della Sera cuando uno de los editorialistas las pasaba con cuidado. El trabajo de estos consistía en leer y estudiar. Más que un periódico, aquello era un monasterio, y Javier Pradera, el abad.

Un editorial es un texto colectivo sin firma que pretende expresar la opinión de un periódico, pero el del domingo 20 de mayo de 1979, titulado «Felipe González», es tan lúcido que cuesta concebirlo como el resultado de muchas enmiendas y reescrituras. Su coherencia y claridad sólo pueden haber salido de la cabeza despejada de Javier Pradera en un fin de semana de paz en la planta monástica de la redacción. El texto intentaba limpiar el pringue de desánimo que cubría a toda la izquierda española ante la perspectiva de un socialismo descabezado, sin su mesías. ¿Cómo iban a vencer si dejaban marchar a su único general? ¿Acaso sobrevivió la Hélade a Alejandro Magno? ¿Las Galias habrían sido romanas sin Julio César? ¿Nápoles sería hoy italiana si Garibaldi hubiese dimitido? ¿Habrían resistido los franceses a los nazis sin las arengas de De Gaulle por la BBC? ¿Qué diablos era el PSOE sin Felipe? Menos que nada, una asamblea de facultad, un claustro de profesores no numerarios.

Empieza el editorial de El País reprochando la irresponsabilidad del PSOE, que, en vez de comportarse como la fuerza de la oposición y la alternativa de gobierno de una democracia, sufre una regresión juvenil. «¿Por qué este radicalismo verbal, que se muestra ahora como el fruto de una inmadurez intelectual?», se pregunta. Como militante comunista bajo el franquismo, represaliado y frecuentador de asambleas, Pradera comprende esas pasiones, naturales en hombres de compromiso. No es culpa de los alborotadores, sino de quien no ha sabido dirigir las discusiones y darles una forma correcta de expresión. El peso muerto que amenaza al PSOE se llama Alfonso Guerra, y contra él se dirige El País sin eufemismos: «No resulta comprensible la resistencia del primer secretario a reconocer que los fallos en la organización de su partido se deben tanto a la inadecuación del señor Guerra para administrarlo como a vicios estructurales de su diseño, especialmente la negativa a admitir tendencias en su seno».

Aunque la sintonía entre Pradera y Felipe era entonces profunda —y lo sería más en los años venideros—, este alegato felipista no lo inspiraba el propio Felipe, pues le exigía algo que no estaba dispuesto a ofrecer en 1979: la cabeza de Alfonso Guerra. El texto decía que su forma de dirigir el partido, como secretario de organización, podría quebrarlo. No era un reproche moral, sino práctico: necesitaban una figura más flexible. Guerra era un buen jefe para capillas y sectas, no servía para una organización de masas con quince mil concejales y ciento veintiún diputados. Sacrificarlo era la única forma de mantener el PSOE unido, cuando más cerca estaba del poder. El último párrafo del editorial es rotundo: «El PSOE es hoy un partido indispensable para la estabilidad y el afianzamiento del sistema democrático en España. No sólo es el interés de los socialistas, sino el de todo ciudadano con sentido histórico del Estado, el que debe promover y consolidar la existencia de una alternativa política como la que el PSOE representa en este país. No creemos decir ninguna tontería si añadimos que esa consolidación pasa por la permanencia de Felipe González en la secretaría general. Pero él mismo precisa constituirse, aun a costa de sacrificar afectos personales, en el punto de síntesis de las diversas corrientes y tendencias dentro del socialismo. Y encabezar la necesaria recomposición de fuerzas dentro de la comisión ejecutiva y el comité federal que permita a los socialistas españoles asegurar su unidad mediante el reconocimiento de su diversidad y ahuyentar toda tentación tránsfuga en ningún sentido. La derrota sufrida ayer por el equipo de Felipe González en la votación de la ponencia política no debe arrojarle a la tentación del abandono».

Si Pradera no hubiera sido un intelectual tan serio y en la planta de opinión de El País se tolerase algo de sentimiento y melodrama, el editorial debería haberse titulado: «¡Por favor, Felipe, no te vayas, te lo pedimos de rodillas!».

Cuando se publicó, Felipe ya se había ido. Su discurso de despedida estaba un poco más cerca de un bolero que de un editorial de Pradera:

—Nunca he sido un junco que mueve el viento en la dirección que sopla —dijo ante sus compañeros.

Con unas notas de rencor, sin ahorrarse reproches, aludió varias veces a la ética y a la moral. Era un disparo directo al corazón de quienes se sentían ideológicamente puros, los Castellano, los Gómez Llorente, los Bustelo. Les respondía: el puro soy yo, no me vais a retratar como un Maquiavelo sevillano, yo no estoy aquí por el poder. En sus propias palabras:

—Yo no estoy en la política por la política, sino por un impulso ético, que no suena demasiado revolucionario, que no suena demasiado demagógico, pero que es lo que mueve a Felipe González a hacer política.

Esa forma de citarse en tercera persona, rarísima en él, que siempre usó el yo sin complejos ni edulcorantes mayestáticos, es un destello de bolero despechado. Casi se adivina la silueta de un Felipe González gris, de espaldas, perdiéndose en una niebla ingrata. Si es un truco de magia, es de los buenos: el hechicero se desvanece y, mientras se funde, el público empieza a echarlo de menos y a lamentar el instante en que lo contrarió. El marxismo no le importaba a nadie a aquellas alturas. Nunca importó, ahora lo sabían. Querían decírselo, como Pradera desde la planta de opinión: Felipe, no te vayas. Pero Felipe ya estaba en Segovia jugando a la petanca con su amigo Altares y dejándose meter goles por sus hijos.

 

 

A finales de septiembre, un congreso extraordinario recibió a su jefe pródigo por una puerta grande abierta de par en par. Alfonso, lejos de ser decapitado, ascendió a vicesecretario general y asumió todo el poder en el partido, dejando a Felipe las manos libres para la tribuna parlamentaria y ese palacio de la Moncloa que se perfilaba al fondo. El secretario general socialista demostraba así dos cosas: que no se afligía por los editoriales de la prensa aliada —y, por tanto, no se aflojaba— y que no había proyecto ni estrategia sin su lugarteniente. Eso no se discutía: quien lo quisiera, debía saber que el poder de Alfonso era innegociable. Los opositores internos fueron apaciguados con una reforma del partido que reconoció la existencia de corrientes de opinión con capacidad jurídica. Así nació Izquierda Socialista, el grupo revoltoso de Pablo Castellano. Todo quedaba más o menos en orden. Se trataba entonces de marchar hacia el poder sin tropezar con los cordones de los propios zapatos.

Todos sus críticos y enemigos —y no pocos de sus entusiastas— ven en este episodio del verano de 1979 la prueba de una ambición digna de Macbeth. Dibujan a un personaje capaz incluso de hacerse a un lado para que sus enemigos se quemen al sol mientras él espera en la umbría de Segovia o meciéndose en una hamaca de la selva panameña. Una vez achicharrados (o apuñalados entre sí), el héroe regresa entre peticiones de disculpas y hurras de salvador. Aún no ha llegado a la Moncloa y ya se ha retirado varias veces: dimitió en 1973 de la ejecutiva formada en 1972, no tenía intención de presentarse en Suresnes en 1974, escribió una renuncia a Alfonso Guerra en agosto de 1977 y volvió a hacer mutis en mayo de 1979. Habrá más salidas, hasta que dejaron de impresionar, como en el cuento de Pedrito y el lobo. Tanta huida sonaba a estrategia plebiscitaria. Hoy lo llamaríamos chantaje emocional.

Felipe no se ha tomado muchas molestias en rebatir esto. Siempre ha sido tan perezoso como tajante en la réplica a las acusaciones personales. Quien quiera que me crea, y quien no, pues allá él, parece decir. Felipe estaba cansado desde que entró en la política, pero a la vez sentía que no podía romper su compromiso. La fatiga no era una razón suficiente para dimitir.

Julio Feo se refería a él como un purasangre, su caballo ganador. Tanto cundió la comparación que una de sus primeras biografías se tituló El caballo cansado. El largo adiós de Felipe González. La escribió el periodista Ismael Fuente en 1991, y para la portada escogieron una foto horrorosa de Felipe con la cara apoyada en la mano izquierda, más dormido que meditabundo. El libro cuenta la historia de alguien que no quiere estar donde está ni hacer lo que hace y no encuentra la manera de escaparse de la vida de poder y compromiso en la que se ha enjaulado.

A Felipe no le gustaba la imagen del caballo cansado. Tampoco la del purasangre, pero mucho menos la del césar dictador que empezó a cundir en la prensa de derechas a partir de 1985 (La ambición del César se titula un superventas de José Luis Gutiérrez y Amando de Miguel firmado en 1989, que recurre a la superchería de la fisiognómica para comprender al personaje a través de su cara). La metáfora del caballo cansado no contradice del todo la del tirano maquiavélico, por más que los antifelipistas nieguen el agotamiento e interpreten sus anuncios de retiro como estrategias ladinas para conservar el poder. Se puede ser ambicioso y estar cansado de la propia ambición. Se puede perseguir algo y renegar de ello una vez conseguido.

Este misterio de Felipe González —que sólo pueden resolver los muy partidarios o los muy opuestos, tomando partido por una de las dos teorías— se entiende mejor con otro animal. Julio Feo era un señor bien que puso de moda la bufanda progre entre la beautiful people y creyó que era más moderno e internacional vender un caballo, pero el cuadrúpedo que va con Felipe es la vaca. Se entiende que Feo declinase la metáfora con un mohín de asco y se centrara en lo equino.

Hijo de un vaquero cántabro del valle de Resines, criado en granjas y vaquerías, entre La Puebla del Río y el barrio de Bellavista, Felipe González nunca ha renegado del aroma a bosta ni del suero de la leche recién ordeñada. No sólo entiende de vacas, sino que le gustan, disfruta en su compañía (yo diría que bastante más que en la compañía de muchos políticos). Sabe cuándo una está preñada y de cuánto, cómo hay que tratarlas y qué cuidados precisan. A diferencia del caballo, la vaca es tranquila y paciente. No corre, prefiere deambular mientras pasta. Una vaca ambiciosa no galopa ni derriba el cercado, simplemente espera a que el mundo la acompañe. Si la trocha está despejada, avanza tranquila por ella. Si hay obstáculos, se para a pastar hasta que se pueda seguir.

Por supuesto que había cálculo en las retiradas sucesivas de Felipe. Tal vez no siempre, pero un político tan hábil no podía ser a la vez tan ingenuo. Muchas de esas apuestas podrían haber salido mal —órdagos, los llamaban los periodistas aficionados al mus, que, en aquella época eran todos, empezando por Manu Leguineche, que escribió un tratado sobre ese juego de naipes—, y ese era su gran valor político y la prueba de que había un sentido ético en ellas: sólo juega así de fuerte quien no teme perder. El compromiso ético al que aludió en su discurso de despedida de mayo de 1979, y al que recurrirá de continuo en los años por venir, es también una forma de dar sentido a una contradicción humanísima que sólo un rumiante con un estómago dividido en cuatro partes puede masticar y digerir.

 

 

Congreso de los Diputados, carrera de San Jerónimo, Madrid, del 28 al 30 de mayo de 1980. Bajaron los reyes de un coche oficial que paró en la puerta reservada a los diputados. Saludaron al presidente, Landelino Lavilla, hombre galdosiano que parecía estar esperando la visita desde 1850, y una comitiva los acompañó al edificio de enfrente, que iban a inaugurar. En los diez pasos que separaban la parte vieja de la nueva —comunicadas por un pasillo en la primera planta— se sorteaban ciento treinta años de historia parlamentaria española. El Congreso de los Diputados siempre fue un edificio chato y sería invisible de no ser por los leones y la columnata clásica que se asoman a la carrera de San Jerónimo. Hasta la ampliación, inaugurada el 28 de mayo de 1980, no devino un poder democrático real, con volumen y peso en el centro de la capital. Había en el edificio nuevo una sala de prensa, espacio para archivos, despachos, salas de comisiones y muchas otras cosas que requiere la vida parlamentaria cuando esta no consiste en dormir siestas y votar sí a las órdenes de un dictador.

Se eligió un buen día para modernizar el Congreso: tras la recepción, los diputados entraron al salón de plenos y debatieron la primera moción de censura de la democracia, presentada por Felipe González contra Adolfo Suárez. No había ninguna posibilidad de ganarla, pero eso era lo de menos. Se trataba, como en el caso del edificio nuevo, de ofrecer un espectáculo parlamentario a la altura de una democracia sin complejos.

Cuesta creer que un debate larguísimo, con discursos de dos horas, despertase alguna pasión en el público, pero la democracia era aún una novedad. Las cadenas de radio emitían los plenos en directo, y la televisión, en diferido. A veces, sin resumir. La televisión pública no tenía competencia, así que nunca se sabrá qué parte de los espectadores respondía a un entusiasmo sincero y qué parte se resignaba a la dieta del monopolio. Lo importante era que sus señorías estaban en un plató, hablando sin mediación para millones de votantes. Los oradores no se interpelaban entre sí, sino que estaban pendientes de cómo sonaban fuera.

Pocas veces como en aquellas sesiones ha expresado Felipe tan bien esa ambigüedad entre ética y estrategia que sus enemigos le reprochan y sus partidarios le celebran. Alfonso Guerra, como portavoz parlamentario, se defendió en esos términos desde la tribuna:

—La moción de censura es un deber moral cuando la oposición considera que el gobierno no ha defendido los intereses de la nación ni los de los ciudadanos. En nuestro país, esta moción de censura ha sido ya útil como procedimiento de dinamización de la vida política, como forma de creación de una ilusión colectiva que ha terminado con el mito del desencanto político. Cuando los ciudadanos son informados de la verdad de lo que ocurre en esta cámara, demuestran interés por la política. Cuando se les secuestra la realidad, los ciudadanos contestan con la apatía. Una moción de censura es, por último, un impulso para la clarificación, para que cada partido, cada hombre y cada mujer en este país tomen posición de lo que ocurre políticamente. Gracias a la retransmisión de este debate, un buen número de españoles ha podido comprobar cómo el señor Suárez (hasta ese momento, un líder carismático de UCD) caía de las vitrinas y, desde el punto de vista político, se hacía pedazos en el suelo.

Deber moral y pedazos en el suelo no eran incompatibles en la retórica de Guerra. Ambos participaban del mismo juego cívico. Felipe, en su última intervención antes de las votaciones, hizo un alegato parlamentarista:

—Es importante que los debates sean frescos, permanentes, clarificadores; es enormemente importante que las instituciones parlamentarias funcionen como funcionan en esos países que se utilizan siempre como modelo de referencia, pero a los que no se hace caso a la hora de asumir responsabilidades. No se trata tanto de aparecer o no en televisión como de aparecer cuando el país lo demanda para seguir la acción de gobierno, para explicar éxitos y fracasos, para continuar dando al pueblo una inyección permanente de moral ante los fracasos.

Qué bien peinado sonreía Suárez desde el escaño. Qué bien acompañado parecía aquel hombre solitario que hizo del disimulo un arte. Lo habían abandonado todos y acababa de descubrir que nunca tuvo a nadie. Solo había llegado a la política y solo se iría unos meses después, cuando no pudiera disimular las grietas de la cara, esos pedazos en el suelo de los que hablaba Guerra. Pero Adolfo Suárez sonreía entero, ocultando los dientes que le torturaban con dolores que tampoco expresaba.

En una tarde de insultos inspirados, Guerra lo llamó el tahúr del Mississippi. Daba el tipo. Era fácil imaginarlo en la mesa del fondo de un casino, echando faroles y sacando los ases de la baraja. Algunos decían que llevaba pistola. No en el Congreso, pero sí que tenía una a mano y sabía usarla. Se pasaba de valiente, según algunos. Incluso quienes creían que para presidir esa España hacía falta carácter lo tenían por demasiado firme. Le faltaba un punto de blandura demócrata para ser Kennedy.

Adolfo Suárez venía de la provincia más provinciana, Ávila. La familia de su madre tenía algún posible en el pueblo de Cebreros, pero su padre era un viejo republicano que sobrevivió como un pícaro y enseñó a su hijo a no fiarse de nadie, ni siquiera de él. Sin más pedigrí que su ambición, el joven Adolfo se abrió paso entre el alto funcionariado del Movimiento. Impresionó con sus dotes aduladoras al ministro-secretario José Solís, que era lo más parecido que tenía el franquismo a un reformista. Solís lo apadrinó y lo acompañó en una carrera gris por los andamiajes administrativos del régimen, hasta que su pupilo se colocó en la dirección de Televisión Española. Desde allí desplegó las artes del disimulo, que incluían ciertos atributos de camaleón: sabía ser el mejor invitado en las fiestas de las masías del Ampurdán, donde compadreaban los jefes de correajes y camisas azules, y hablaba bien la lengua de los derrotados cuando le tocaba fumar en compañía de un crítico o de un opositor. Se inspiraba entonces en el gesto de su padre, el republicano viejo y desahuciado, y transmitía ese frío de exilio que los antifranquistas reconocían al primer vistazo.

Las peleas entre las familias del franquismo lo colocaron en la terna que el Consejo de Estado propuso en 1976 al rey para designar al presidente que sustituiría a Carlos Arias Navarro. Creyó Torcuato Fernández-Miranda que aquel pimpollo de Ávila sería un buen hombre de paja para gobernar él en la sombra, pero se equivocó, y Suárez se sacudió enseguida las espigas para convertirse en lo que siempre quiso ser: un hombre de Estado. Él solo, sin ayuda, había liquidado las Cortes de Franco, al proponer una reforma que las transformaba en un parlamento. Luego legalizó los partidos, promulgó una ley de amnistía para que pudieran regresar los exiliados y convocó unas elecciones que ganó con un partido de mentira, una coalición hecha de retales de funcionarios del Movimiento súbitamente transformados en demócratas de toda la vida y de abogados y notarios que le copiaban el peinado y las corbatas: la Unión de Centro Democrático.

Como presidente legítimo, sin sombras ya de leyes de la dictadura, consumió cientos de cartones de tabaco negro para encofrar esa sucesión de pactos que la historia llama transición. Los más famosos fueron los de la Moncloa, que se enuncian en plural porque hubo un acuerdo entre los sindicatos, los empresarios y el gobierno, y otro entre los partidos políticos. En el primero se llegó a lo que los economistas llaman un pacto de rentas: para afrontar el desplome económico provocado por la crisis del petróleo de 1973, los empresarios se comprometieron a reinvertir los beneficios en mantener la actividad de las empresas, mientras que los sindicatos renunciaron a pedir subidas de sueldo. En el segundo pacto se demolió parte de la legislación represiva del franquismo, que aún estaba vigente: se decretó una libertad de prensa efectiva, y se derogaron leyes que castigaban a las mujeres (por adúlteras, por ejemplo) o que atentaban contra la libertad sexual (por primera vez, los españoles pudieron comprar libremente anticonceptivos).

Suárez se entendió con Santiago Carrillo y con Felipe González. Con Manuel Fraga, menos, porque con Fraga no había quien se entendiese. Las conversaciones, risotadas y complicidades con los jefes comunista y socialista corrompieron poco a poco su imagen de jefe conservador. Sus votantes —esos españoles de bien, temerosos de Dios y del índice de precios al consumo, gente para la que era pecado tanto blasfemar como dejar de pagar una letra del coche— empezaron a sentirse traicionados. Los abogados ucedistas peinados a raya que se sentaban en los despachos de los gobiernos civiles y las direcciones generales comenzaron a plantearse que su presidente cargaba demasiado hacia la izquierda. Tal vez tenían razón los del búnker, y el hijo de un rojo acababa siendo rojo, como una fatalidad genética. Suárez se entendía tan bien con la izquierda que parió con ella una constitución neutra. Por primera vez en la historia de España, la ley fundamental no tenía más principios ideológicos que garantizar los fundamentos democráticos elementales. El texto no es militante. Por tanto, nadie puede apropiárselo.

Aunque fue un esfuerzo colectivo y todos los partidos de la ponencia constitucional aportaron lo suyo, renunciando cada uno a sus programas, el protagonismo de Suárez estaba fuera de toda duda. Fue quien más arriesgó, quien más empeño puso y quien más sufrió en el trance. En 1980 era presidente porque Felipe González no supo ganar las elecciones. Tenía razón Guerra: aquella tarde en el Congreso, al cerrar el debate de la moción de censura, los trozos de Adolfo Suárez se esparcían por el suelo. El presidente se había dejado todo en el camino. Sus compañeros de partido luchaban entre sí como hienas, ignorando su cadáver político, y sus votantes lo habían cambiado por Felipe. No saldría adelante aquella moción, pero la había perdido.

En aquel pleno no lo parecía. Había que acercarse mucho para percibir las grietas y darse cuenta de que el cuerpo del presidente sólo se sostenía por el traje. En cuanto le aflojasen la corbata, se descuajeringaría. Era su arte del disimulo lo que le mantenía con el pelo en su sitio, impecable, como era su disciplina de camaleón lo que acallaba el dolor de muelas que le atravesaba la boca en mitad de los discursos.

Leer aquellas jornadas en el Diario de Sesiones asombra a cualquiera que haya asistido a un pleno premasticado y guionizado del siglo XXI, pero escucharlas —y, sobre todo, verlas en las grabaciones de televisión— es una experiencia mucho más impresionante. La sonrisa de Suárez en su escaño mientras Santiago Carrillo le recuerda que una vez quiso formar un gobierno de coalición con él; las réplicas elegantes, casi siempre improvisadas, de todos los portavoces; las carcajadas llenas de civilización que salen de todos los escaños. Por supuesto que la moción fue un movimiento estratégico que obligó al gobierno a defenderse y puso a Felipe en el escaparate de la nación, como un tribuno sensato y concernido por los gravísimos problemas que Suárez, hundido en las arenas movedizas de su propio partido, no sabía atender. Pero también fue un rearme moral del parlamentarismo, el examen de reválida de una democracia que muchos percibían como retórica. Se vivían los tiempos del desencanto. La sociedad española —el pueblo español, como se decía entonces—, desfondada por el esfuerzo de parir una constitución, había dimitido del entusiasmo ideológico que siguió a la muerte de Franco y se enrocaba en un cinismo achulapado, justo cuando hacía falta un nuevo esfuerzo de ingenuidad para construir todas las instituciones.

La moción forzó a los diputados a pronunciarse ante las cámaras —las parlamentarias y las de televisión— acerca de todas las angustias que llenaban las portadas de los periódicos. En abril de 1980, la inflación superó los quince puntos y el desempleo pasaba del diez por ciento, pero el juvenil llegaba casi al cuarenta. La población española era muy joven. Los baby boomers de los sesenta acababan de hacerse mayores de edad y se encontraban de frente con la cola del paro. La delincuencia estaba disparada: en 1980 había más presos en las cárceles que en 1955, en pleno franquismo. Los centros de las ciudades estaban prácticamente tomados por los quinquis, delincuentes juveniles, casi niños, que robaban coches y atracaban farmacias. Eran tan ubicuos que protagonizaban una épica menor en las películas de José Antonio de la Loma, maestro fundacional del cine quinqui, y salían en coplas pop que glosaban sus gestas, al modo juglar.

Joaquín Sabina escribió una canción titulada «¡Qué demasiao!», que cantó Pulgarcito —un músico callejero al que tenía recogido en su casa— en un programa de la tele. La letra empezaba: «Macarra de ceñido pantalón, / pandillero tatuado y suburbial, / hijo de la derrota y el alcohol, / sobrino del dolor, / primo hermano de la necesidad». Se convirtió en la oda al delincuente que entonaba una clase media que lo admiraba en la distancia, pero sujetándose el bolso y poniendo el cepo antirrobo en el volante del coche. Los delincuentes no escuchaban a Pulgarcito, preferían las rimas sexuales de Los Chunguitos o el desgarro de Bambino, a la venta en las gasolineras que atracaban. Los chicos de los barrios obreros, siempre a un paso de lo quinqui, pero separados por un breve tramo de renta y un graduado escolar, rendían culto con plegarias a medio camino entre el estilismo intelectual del cantautor y la fiesta gitana. Cantaban a Obús («No distingue bien la Constitución, / la autonomía o pleno. / La verdad es para él / un cuento de chinos. / Un hábil puente y un empujón, / y su mundo echa a andar. / Un segundo de su vida, / una aventura más») o se postraban ante forajidos de ficción como Jim Dinamita, inventado por Burning, los trovadores de los presos multirreincidentes: «En La Elipa nací / y Ventas es mi reino, / y para tu papá, nena, / soy como un mal sueño. / A una guiri violé al salir del talego / y me llenó de plata por todo ello».

La atracción por la vida marginal llegó a las clases altas con la droga. Por el Madrid de la movida se mezclaban el lumpen y la joven burguesía, siempre dispuestos a compartir jeringuilla, aunque no gustos musicales. Abundaban figuras como Eduardo Haro Ibars, hijo de los periodistas Eduardo Haro Tecglen y Pilar Yvars, o Iván Zulueta, hijo de un empresario donostiarra, que estilizaron el mundo de la droga en el que se dejaron la juventud y la vida mediante poemas, libros y películas de arte y ensayo. Eso también era la normalización de España: el paisaje juvenil del centro de Madrid no se distinguía tanto del centro de Londres.

Como síncopa en una partitura, sobre esta melodía atronaba otra delincuencia, esta política, que en 1980 llegó a su cumbre: ciento treinta muertos en atentados (noventa y tres de ellos, obra de ETA), uno cada tres días. Fue el año más sangriento de la transición. Tampoco faltaban bardos para celebrar las hazañas de los terroristas.

El gobierno de Suárez, que no tenía mayoría absoluta, se encontraba atrapado entre la debilidad de la UCD, que se desmembraba en capillas y caudillos, ávidos de repartirse los despojos de su presidente, y una oposición que le apretaba por la izquierda. Tanto Felipe González como Santiago Carrillo habían aprendido de la legislatura constituyente que no les sentaba bien mostrarse condescendientes con el poder. Con la moción, Felipe no sólo recuperaba su papel de opositor duro, sino que se ofrecía al pueblo español como el líder necesario que entendía la situación grave del país. En su discurso sacó todos los temas de la crisis, de las colas del paro a los coches bomba, de los quinquis al índice de precios al consumo. No dejó de mencionar ni uno, eludiendo con elegancia las discusiones doctrinales sobre izquierdas y derechas o sobre socialismos y socialdemocracias en las que querían embarrarle los diputados de la UCD. Sabían que invocando el fantasma del comunismo tenían una escapatoria. Ni Felipe ni Alfonso mordieron los anzuelos antifascistas. Perseveraron en el papel de prohombres con la corbata bien puesta. Ética y estrategia, siempre unidas.

El propósito no era destronar a Adolfo Suárez, sino obligarlo a salir de la Moncloa y exponerse en la dialéctica parlamentaria, para enseñar después a toda España, a través de la televisión, sus pedazos por el suelo. El presidente no se despeinó ni perdió esa media sonrisa tan encantadora como cínica: incluso roto, parecía entero.

Suárez aguantó medio año más. Dimitió en enero de 1981, abriendo las puertas del Congreso a su noche más triste, la del golpe de Estado del tricornio y los disparos del 23 de febrero. Pero eso es historia de sobra conocida. Estas otras sesiones, que se cuentan entre las mejores del parlamentarismo español, se recuerdan mucho menos, por eso merecen más prosa. Si los disparos del teniente coronel Antonio Tejero la noche en que se investía presidente al sucesor de Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, sólo rompieron la escayola de la bóveda, sin derrumbarla sobre la democracia, en parte fue porque esta tenía ya cimientos fuertes, fraguados en tardes como las de la moción de censura de mayo de 1980.