Calle de Antonio Cavero, 37, Madrid, 28 de octubre de 1982, 13.00. Julio Feo se echó la bufanda al cuello —con ese descuido tan coqueto que con los años se haría famoso entre los covachuelistas de la Moncloa—, se puso la chaqueta y, con las llaves del coche en la mano, salió de casa. Saludó en la puerta a los policías y caminó despacio por aquel vecindario de chalets sin lustre. Apenas se cruzó con nadie hasta el sitio donde había aparcado, unas calles barrio adentro. Habían convenido que un trasiego de coches en la puerta llamaría la atención de los periodistas. Arrancó y se dirigió a la otra punta de Madrid, a buscar precisamente a un periodista, el único al que se permitiría ser testigo de aquella tarde y contarlo en un periódico.
José Luis Martín Prieto esperaba impaciente en la esquina de la cita y, cuando Julio lo recogió, le pareció que viajaban muy lejos, a la ultraperiferia. Tantas vueltas dio el conductor para despistarlo que Martín Prieto no sabía si aquello quedaba al norte, al oeste o al este. Llevaba demasiados kilómetros en el cuerpo. Había cubierto toda la campaña de Felipe, incrustado en su autobús con una pequeña banda de cronistas. Al dictar los textos a la redacción de El País cada noche, le costaba saber si estaba en Cuenca o en Badajoz. Su inmersión en la caravana política había sido tan honda que empezaba a acusar cierto síndrome de Estocolmo: Felipe y su equipo le parecían ya amigos, y eso era peligroso. Al escribir, debía esforzarse mucho por mantener las distancias.
Nada más entrar en el chalet, un basset hound robusto y simpático le recibió como si fuera de la casa, olfateándolo con toda confianza.
—Se llama Pelayo —dijo Julio Feo, quitándose la bufanda y acariciando al animal, que bajo sus manos parecía un complemento de moda.
Andaban por la casa la hija de Julio, su asistenta, Piluca Navarro (secretaria de Felipe), José Luis Moneo (médico personal de Felipe, imprescindible en toda la campaña para controlarle la dieta y mandarlo a dormir), Juanito Alarcón con su mujer y, por supuesto, Felipe con Carmen Romero. La prensa creía que el candidato estaba en su casa de la calle del Pez Volador o en el cuartel electoral del PSOE, que dirigía Guerra, o en la sede del partido. Nadie sospechaba que se escondía en el chalet de Julio Feo, adonde llegó después de votar, dando esquinazo a los fotógrafos. Allí esperó los resultados sin más contacto con el exterior que dos líneas de teléfono directas: una con el despacho del ministro del Interior, Juan José Rosón, y otra con el de Alfonso Guerra en el cuartel electoral. Por lo demás, había whisky y licores —champán no, que estaba muy caro por la inflación—, buena comida y sofás amplios para echar la siesta.
A Martín Prieto le concedieron el privilegio de pasar el día junto a Felipe sin ninguna barrera ni presión: que contase lo que le diera la gana. Durante la campaña había escrito un ramillete de crónicas que ya formaban parte del mejor periodismo político nunca escrito en España y que son hoy una de las fuentes más ricas para quien quiera conocer aquella época. La que escribiría aquella tarde, justo antes del cierre de los colegios electorales, se titula «Felipe González espera tranquilo en casa de un amigo» y merecería también un sitio de honor. Con una prosa muy limpia, más anglosajona que latina —cosa muy rara en el periodismo español, que se desparrama por el lado barroco—, transmite algo asombroso: la calma doméstica que antecede al mayor cambio de la historia de España. Si Martín Prieto no hubiera dejado ese testimonio, sería muy difícil creer que Felipe González pasó el día de su gran victoria sesteando, fumando cigarros canarios, dejando que dos peces de hielo se derritieran en el whisky, acariciando a Pelayo y jugando a cosas de niños con la hija de Julio Feo. El documento tiene también el valor de ser único y definitivo: nunca más habrá crónicas tan cercanas de Felipe. A partir de ese día, una nube de gabinetes y secretarias lo protegerá del contacto directo con los plumillas.
Poco después volvió Juanito Alarcón, que había salido a buscar a Pablo Juliá, el fotógrafo que ilustraría la crónica de Martín Prieto. Juliá era el fotógrafo de El País en Sevilla, pero sobre todo era amigo de Felipe. Se conocieron en 1967, cuando este era ya un abogado laboralista que andaba trasteando con el PSOE, y aquel, un chaval que estudiaba Filosofía y Letras y rondaba las asambleas. Juliá había llegado a Sevilla desde su Cádiz natal y era más pobre que los estudiantes del Buscón de Quevedo, pero le daba igual. Jugaba a la política sin tomársela tampoco muy en serio. Era comunista, aunque no del PCE, mucho más a la izquierda, y le gustaba incordiar a Felipe llamándolo burgués y socialdemócrata. Lejos de enfadarse, este ejerció de tal con su amigo. Una tarde se enteró de que Pablo vivía en la pensión Vergara, un agujero mohoso del barrio de Santa Cruz, y lo sacó de allí para instalarlo, con Juanito Alarcón, en uno de los pisos que su padre tenía por Sevilla y reservaba para sus hijos. Sin que se diera cuenta, le pagaba parte de la matrícula en la facultad (dame mil pesetas —le decía—, que voy a arreglar la matrícula de Carmen [Romero] y de paso pago la tuya, y Pablo no sabía que la matrícula costaba mucho más de mil pesetas, que abonaba Felipe) y le llevaba ropa sin herir su orgullo (este jersey no le gusta a mi cuñado, mira a ver qué tal te queda a ti, sería una pena que no se lo pusiera nadie).
En aquellos años, Felipe fue más que un amigo para él, casi un mentor y, por supuesto, un protector. Por eso es Juliá quien aporta los mejores y más contundentes testimonios de la honradez felipista. Un día, Felipe se pasó por el piso para comer algo con sus dos amigos, y estos sacaron unas latas de perdiz escabechada. Por cómo se miraron, Felipe entendió:
—Las habéis robado, ¿verdad?
Como estudiantes pobres de izquierdas, robaban cosas todo el tiempo y acallaban la culpa diciéndose que robaban al franquismo, que eran actos de sabotaje contra una dictadura. Felipe se enfadó muchísimo con ellos:
—Un socialista no roba, coño. A nadie, no se roba nada a nadie.
Ya entonces Pablo Juliá era socialista, aunque un poco desganado. Duró en el partido lo que duró la clandestinidad. En 1976, en vísperas del primer congreso en España, Alfonso Guerra le propuso como liberado, es decir, a sueldo del partido, para que pudiera dedicarse por entero a la política. A Felipe no le pareció bien. Invitó a su amigo a comer y le dijo:
—Pablito, tú para esto no sirves. Dedícate a las fotos, que tampoco se te dan muy bien, porque yo hago fotos mejor que tú. No vales para la política, eres demasiado ingenuo, tú no aguantas lo que hay que aguantar aquí.
Pablo perdonó la brutalidad de las palabras felipistas, a la que estaba acostumbrado, asintió y se convirtió en uno de los pocos amigos sevillanos de los tiempos de la clandestinidad que no hicieron carrera política. También, en uno de los pocos amigos antiguos cuya amistad nunca se ha visto nublada por la ambición ni los conflictos de intereses. Una amistad que se mantiene hoy y que, el 28 de octubre de 1982, le abrió la puerta del chalet de Julio Feo para hacer historia con su cámara.
Unos años antes, en 1974, Pablo había firmado una de las estampitas más famosas de la historia del PSOE: la foto de la tortilla, recuerdo de una merienda campestre a las afueras de Sevilla con Felipe González, Alfonso Guerra, Luis Yáñez, Manuel Chaves, Carmen Hermosín, Carmen Romero y otros jóvenes comanches del PSOE, todos prestos a asaltar Suresnes. La foto se titula en realidad Naranjas, pues es lo que están merendando. Antes de eso, en 1968, hizo uno de los mejores retratos que jamás se le han hecho a Felipe: en su casa del barrio de Bellavista, en verano, un jovencísimo González se apoya en el capó de un coche. Lleva una camisa de cuadros de manga corta y fuma lo que queda de un purito, casi una colilla. No parece darse cuenta de que lo están retratando. Atento a algo fuera de cuadro, sonríe a medias con los ojos entrecerrados.
Es raro sorprenderlo tan al descuido. Aquel día en casa de Julio Feo, Pablo consiguió de nuevo arrancarle un par de sonrisas íntimas. El gran jefe socialista está recostado en un sofá. En la derecha sostiene una copita, y con la izquierda abraza a Vanessa, la niña de la casa, con la que ha estado jugando. Esta, al ir a poner la mesa, preguntó:
—¿Cuántos seremos?
—Doscientos en el Congreso y ocho para comer —dijo Felipe.
En la mesa, el candidato tomó la medida de la discreción con la que afrontaba su nueva vida:
—Me he tenido que librar de toda la Internacional Socialista. Ni Brandt, ni Mitterrand, ni Soares, ni nadie. Ha costado convencerlos de que no hay que celebrar mucho, que hay que ser discretos. El cabrón de Rosón me ha pedido que controle la calle esta noche. Qué morro tienen. Ya han dimitido, tenemos que hacer su trabajo, como si estuviéramos gobernando.
No sólo renegaba del champán por el precio, sino por miedo a que su descorche incitase a los militares a responder con fuego real. El país aún tenía en los huesos el frío del golpe. Nadie lo sabía en el chalet, salvo Felipe: la inteligencia militar había desarmado un intento para la víspera. Tenían un plan para reventar las elecciones con una operación muy sangrienta que incluía asesinatos de políticos y la toma del palacio de la Zarzuela, para que el rey no pudiera repetir su discurso del 23 de febrero. Cada poco tiempo, sorprendían un complot, lo cual era bueno y malo a la vez. Bueno, porque su detección significaba que los militares sediciosos eran cada vez menos importantes y tenían menos capacidad operativa; malo, porque seguía habiendo demasiado golpismo en los cuarteles. Felipe había prometido una celebración sobria, nada que ver con los festejos de masas del triunfo de Mitterrand en París en mayo de 1981. Todos los líderes socialistas internacionales que llevaban arropándole desde Suresnes aceptaron quedarse en casa y mandar telegramas de enhorabuena sin exagerar los signos de exclamación.
Tras el chasco de 1979, no se esperaban sorpresas en el recuento. Alfonso había hecho bien sus cálculos y la campaña fue un éxito sin matices, lleno tras lleno en todas las provincias. Julio Feo hizo valer su tesis de que las elecciones estaban ya ganadas desde 1979 y que el trabajo de la campaña consistía en no perderlas. La experiencia electoral de otros países indicaba que el candidato favorito se iba desgastando con la exposición en la campaña. Al segundón le suele ir bien salir a dar mítines, porque puede remontar en ellos su intención de voto, pero quien parte con ventaja debe cuidar mucho su imagen para no perder votantes en el camino. Era muy difícil sumar más escaños de los previstos por los sondeos, pero una mala campaña podía hacer que perdieran muchos. Por eso, el trabajo consistió en apuntalar al Felipe experimentado, al Felipe heredero de una tradición democrática, al líder capaz de sacar el país adelante. En un coloquio en Televisión Española, días antes del comienzo de la campaña electoral tras la convocatoria de las elecciones, el director de Cambio 16, José Oneto, le preguntó sobre el lema, «Por el cambio».
—¿En qué consiste ese cambio? —dijo.
Felipe se lo pensó un poco, quizá de verdad, buscando unas palabras que no había negociado con su equipo, y contestó con un segundo lema:
—Que España funcione.
Podía haber dejado la respuesta ahí, pero ya había cogido impulso y no supo reprimir la explicación que la redondeaba. Tras un par de paseos por los cerros de Úbeda, citó a su amigo Olof Palme:
—Unos portugueses le dijeron que deseaban que en Portugal dejase de haber ricos. Palme les dijo: «Yo quiero que en Suecia deje de haber pobres». Yo les digo a ustedes: yo quiero que en España deje de haber miseria. Yo no estoy contra nadie. Lo que quiero es que deje de haber marginación.
Ya estaba, lo tenían. El candidato clavó el mensaje que querían oír unos españoles hartos de que nada funcionase, acomplejados por un atraso endémico y desencantados con una democracia que no terminaba de notarse en la vida cotidiana. A partir de ese instante, Felipe sólo tenía que pasear la frase por España como un atleta porta el fuego olímpico. Que España funcione. Todo el esfuerzo consistía en que la frase no se apagara. Y no se apagó. La llevaron prendida hasta el chalet de Julio Feo, en el número 37 de la calle Antonio Cavero de Madrid, donde calentaba la sobremesa mientras Pablo Juliá hacía fotos y Martín Prieto anotaba en su cuaderno.
A las nueve menos cuarto, cuarenta y cinco minutos después del cierre de los colegios, sonó el teléfono de la línea segura con Guerra. Lo cogió Julio Feo. La voz de Alfonso al otro lado dijo:
—Pásame con el presidente.
—¿Qué pasa? —dijo Felipe.
—Presidente —anunció Guerra, subrayando por segunda vez el cargo, con la hipérbole de actor clásico que cultivó siempre—, el Partido Socialista Obrero Español ha obtenido doscientos dos diputados.
Carmen, Julio y los demás, que estaban pegados al teléfono, oyeron a Alfonso y saltaron de alegría, con gritos y lágrimas. Todos se abrazaban, brincaban y daban vivas, pero Felipe colgó sin inmutarse. Los demás, desconcertados por la tranquilidad imperturbable del jefe, se tranquilizaron también. Julio confesó, casi en susurros, que tenía en la nevera unas botellitas de champán, pese a las prohibiciones, y sugirió que tal vez era ese el momento de abrirlas.
—Nada de champán —dijo Felipe—. Si acaso, una copita de vino, para brindar. Pero rápido, que hay que prepararse para esta noche.
La foto para la historia no la hizo Pablo Juliá, que siempre ha trabajado en un registro más importante, el de la intrahistoria. El testimonio que ilustraría las enciclopedias y los manuales de historia de bachillerato fue obra de César Lucas. Antes de la medianoche, Alfonso y Felipe se asomaron a la ventana de una suite del hotel Palace y saludaron a una multitud discreta que coreaba el nombre de Felipe. Los dos amigos se dan la mano, levantando los brazos, unidos en un gesto triunfal. No es gran cosa. Un icono austero para una noche en la que muy pocos se emborracharon.
He escrito los dos amigos y he escrito bien. En el cierre de esa campaña de 1982, en un gran mitin en Sevilla, Felipe se refirió a Alfonso como «mi amigo del alma, mi amigo de siempre». La mayoría de los exégetas, los públicos y los privados (es decir, los que cuentan anécdotas del presidente con el ruego de que no se sepa que las han divulgado ellos), sostienen que nunca fueron amigos, y que su relación fue política, no íntima. Atribuyen la confesión del mitin a la exaltación del momento, pero yo creo que se equivocan. Esa foto es el retrato de dos amigos en el momento más dulce de su amistad.
Los entusiastas socialistas apiñados entre la plaza de las Cortes y la de Neptuno se disolvieron pronto, y los empleados del Palace no tuvieron que esforzarse mucho en controlar el jolgorio de los salones. Nadie destrozó las suites ni hubo que llamar a la policía para poner orden. Tampoco aparecieron los temidos piquetes fascistas. La noche terminó de forma muy discreta, en el edificio de El País en la calle Miguel Yuste, en una cena tardía con el director del periódico, Juan Luis Cebrián, el dueño, Jesús de Polanco, algunos periodistas y algún que otro columnista famoso, como Francisco Umbral, que recordó a Felipe «de melena y botas, sin corbata, y se sentó con las piernas cruzadas, a fumar un puro de Fidel». Escribió este retrato mucho después de aquella cena, cuando Umbral ya no trabajaba para El País ni para el felipismo, sino al contrario. «Del balcón del Palace al comedor de El País —concluyó—, dos ámbitos del liberalismo histórico».
Un nuevo poder se aposentaba en los interiores de Madrid y dibujaba rutas entre redacciones, palacios de gobierno, salones de intelectuales y juntas de accionistas. Aquella noche nació una simbiosis destinada a cambiar el paisaje español. El periódico que aspiraba a representar la España democrática se declaraba, como más de diez millones de votantes, felipista. Dos periodistas de El País acompañaron a Felipe en su clímax político, y el mismo periódico se encargó de darle de cenar y de brindar con él, ya quizá sin melindres, a carcajada llena.
En el edificio contiguo se imprimían los ejemplares que anunciaban su victoria, y el ruido de las rotativas amortiguaría los aplausos de los brindis, por si molestaban a los espadones. El titular de la primera página era insípido, a tono con el aire discreto que buscaban todos: «El Partido Socialista, con 201 escaños [sic, eran 202, pero el último escaño se asignó cuando el periódico ya había cerrado la edición], consigue la mayoría absoluta para gobernar la nación». Diario 16, auspiciado por Cambio 16, donde Felipe había encontrado sus primeros amigos en la prensa, fue mucho más celebrador: a toda página y en mayúsculas, se leía «PRE-SI-DEN-TE».
Julio Feo y Juan Tomás de Salas, el dueño del Grupo 16, tenían sus diferencias desde los tiempos en que aquel trabajaba en una oficina paredaña con la redacción de Cambio, y estaban acostumbrados a pedirse favores que luego no se hacían. Por ejemplo, Julio apalabraba una portada para su candidato, y luego lo sacaban en páginas interiores, dándole la portada a Fraga o a cualquier otro. O al revés: desde la redacción pedían a Julio una exclusiva, y luego este se la daba a otro medio. Quizá eso fraguó una distancia que llevó a Felipe a acercarse a El País, que caía entonces en manos de la familia Polanco, después de unos primeros años de accionariado muy dividido, con representantes de muchos intereses económicos y políticos. Tampoco hay que olvidar que Enrique Sarasola, amigo íntimo del ya presidente, era uno de los fundadores de Cambio. El PSOE no podía alejarse de ese núcleo de poder periodístico y acercarse a otro sin que saltasen las alarmas de traición.
A cinco columnas, la portada de El País se ilustraba con una foto apaisada del nuevo presidente abriéndose paso entre el público y los fotógrafos al bajar de la tribuna en el Palace. La mano de un entusiasta que lo saluda le tapa media cara. Todo había cambiado, pero convenía fingir que todo seguía igual.
Palacio de la Moncloa, Madrid, 2 de diciembre de 1982, 19.30. Los madrileños presumen de vivir en una capital inventada por un rey que no la habitó y prefirió gobernar su imperio desde un monasterio en las montañas. Sabedor de que no es bien querido, el gobierno de España se esconde de un pueblo que se envanece de los franceses que degolló y de los reyes que mandó al destierro. La historia dice que los parisinos acabaron con más reyes y tiranos que los de Madrid, y no por ello Mitterrand y sus primeros ministros se refugiaron en el campo. Quizá los gobernantes franceses sean menos cobardes que los españoles, y ponen el cuello, además del cargo, a disposición de la plebe.
El número 10 de Downing Street, el Palazzo Chigi, la Cancillería Federal, el hotel Matignon y el palacete adjunto al palacio de São Bento no sólo están en el corazón de Londres, Roma, Berlín, París y Lisboa, sino que ordenan la ciudad en torno a sí, justificando su condición de capital. Madrid es la única metrópoli europea con un gobierno en el exilio. El único poder a la vista son los ministerios, sobre todo los nuevos de la Castellana. Por eso el poder no se expresa en España con la épica de Shakespeare, sino con la miseria pícara de un covachuelista de Galdós.
Mientras un primer ministro inglés o un canciller alemán ven desde sus ventanas un trozo de ciudad, un presidente del gobierno español sólo ve pinos. Su residencia está escondida incluso dentro del recinto de la Moncloa: es el último edificio, al fondo de todo, donde no llegan las visitas. La realidad entra en el palacio por el ruido de los coches que corren por la carretera de La Coruña o por la M-30. Al rey Juan Carlos le pasaba lo mismo, pero peor: se instaló en el palacio de la Zarzuela, que más que palacio es un chalet grande (como la Moncloa) en mitad de los montes. Por esta manía de jugar al escondite, ni los gobernantes españoles contemplan su capital mientras gobiernan, ni los ciudadanos se hacen una idea de cómo es un palacio de gobierno del que sólo ven paredes y puertas en las fotos oficiales. Sé bien lo eficaz que es su aislamiento. He sido su vecino, estudié cinco años a menos de doscientos metros de la puerta de la Moncloa. Me he emborrachado muchas veces en los campos de Cantarranas de la Universidad Complutense, que rozan la verja del palacio, y nunca noté su presencia. Es una obra maestra del camuflaje, colocada con mucho cuidado fuera de cualquier vista.
Adolfo Suárez trasladó la presidencia del gobierno a ese paraje de la Ciudad Universitaria de Madrid que fue línea de frente durante la guerra. Antes, el despacho del presidente estaba en el número 3 de la Castellana, en lo que hoy es el ministerio de Política Territorial. Allí se conserva la sala donde se reunía el consejo de ministros de la Segunda República, con los mismos muebles. Suárez trabajó en ese edificio hasta que la policía le avisó de que un francotirador estuvo apuntando a su ventana desde un edificio vecino. Se mudaron a la Moncloa para esconderse y trabajar protegidos por dos destacamentos de la policía y de la guardia civil. Gobernar España exige desde entonces aislarse de ella.
A diferencia de otros palacios, la Moncloa no fue residencia de reyes hasta 1802, cuando Carlos IV la heredó de la duquesa de Alba, la maja de Goya, su última propietaria noble. El edificio estuvo en la corona hasta 1868, cuando una revolución se lo apropió para el Estado, que construyó en los terrenos una escuela agraria. Luego se fue viniendo abajo por falta de uso, hasta que la batalla de la Ciudad Universitaria del otoño de 1936 lo dejó hecho cascotes. Franco levantó en la década de 1950 un palacio nuevo que no se parecía al original, y lo rodeó de jardines. Suárez apenas lo reformó, y a Calvo-Sotelo, que fue presidente durante veintiún meses, no le dio tiempo ni a pensar si aquello le gustaba o no. Cuando los González-Romero llegaron en diciembre de 1982, tras dejar su piso undécimo de la calle del Pez Volador, desde el que se veía casi todo Madrid, respiraron hondo y trataron de encontrarle el lado bueno. A los niños les resultó más fácil, y Felipe tenía demasiado en la cabeza para preocuparse por la domus, pero Carmen tuvo que hacer con toda la longitud de sus tripas un corazón artificial gigante. Sólo así se notaba el pulso en esa nueva vida de vigilancia y atenciones.
Antes de mudarse, en el silencio del piso de Pez Volador, dejó claro que no pensaba ejercer de primera dama y no acompañaría a Felipe en los actos, a no ser que fuera imprescindible. También seguiría enseñando en el instituto y trabajando con Nicolás Redondo en la UGT, donde era una dirigente activa de la federación de enseñanza. Llegó al palacio dispuesta a preservar una carrera y una personalidad separadas de su marido, pero a los cinco minutos de instalarse allí se dio cuenta de que cumplir su plan sería mucho más difícil de lo que pensaba. El mundo quedaba muy lejos, al otro lado de esos jardines que parecían más frondosos de lo que eran, y para mantener el contacto con lo de afuera necesitaría toda su fuerza de voluntad.
Más desubicados todavía estaban los cargos que formaban el gobierno. Mientras negociaban el traspaso de poderes con el equipo de Calvo-Sotelo y los funcionarios fijos adscritos al palacio, descubrieron su precariedad. Salvo pompa, allí faltaba de todo. Sobraban edecanes y ujieres para abrir puertas, servir mesas y llevar notas de un despacho a otro en bandejitas de plata. Incluso había un funcionario al que apodaban la Ser, como la radio, porque su cometido era anunciar a voces la presencia del presidente. Cada vez que entraba o salía de un sitio, gritaba: «El presidente ha entrado en su despacho» o «El presidente ha salido del consejo». Como en un guión de Rafael Azcona, abundaban los personajes recién salidos del imperio austrohúngaro, pero faltaban oficinas, mobiliario, líneas de teléfono, telecomunicaciones e incluso seguridad.
La Moncloa estaba aislada, pero no protegida, aunque de eso tardaron en darse cuenta. En marzo de 1984, el diputado vasco Ricardo García Damborenea pidió una entrevista con el presidente, que lo recibió en su despacho. Al terminar la charla, le dijo:
—Por cierto, presidente, llevo un treinta y ocho en el bolsillo.
Desde la llegada al gobierno, muchos se habían preocupado por la fragilidad aparente del palacio, pero nadie se había atrevido a ponerla a prueba entrando con un arma y llegando a la vera misma del presidente sin que nadie lo notase. Aquello abrió una crisis enorme de la que se encargó Julio Feo, secretario de Presidencia, que diseñó un plan de seguridad de arriba abajo, con arcos detectores de armas y muchos más controles en la puerta.
Todos los socialistas destinados en el palacio se sorprendieron de lo pobre y endeble que era la sede del poder ejecutivo español. Para Guerra, parecía una dirección provincial de deportes, comparación que da cuenta de lo muy en serio que se había tomado el vaticinio de Mitterrand en Suresnes. Otro con menos apego al poder lo habría comparado con un apeadero ferroviario o una escuela de pueblo, pero los jóvenes socialistas, baqueteados en dos elecciones generales y con quince mil concejales repartidos por España, ya sólo pensaban en términos administrativos. Su mundo estaba hecho de subsecretarías, comisiones y embajadas.
Para que España funcionase, debía funcionar primero el gobierno, y este necesitaba un sitio operativo, suficiente y digno para acometer sus tareas. En 1982, la Moncloa constaba del palacio, que era a la vez residencia del presidente y sala del consejo de ministros, y dos edificios heredados de la época en que aquello era terreno de los ingenieros agrónomos: uno era el almacén de semillas, y el otro, el laboratorio donde se analizaban. El primero es hoy el edificio Semillas, donde instaló su despacho Alfonso Guerra; el segundo se llama edificio del Portavoz del Gobierno, pero en época de Felipe se llamaba Oficina de Información. Es allí donde el presidente y los ministros atienden a la prensa tras los consejos. Felipe construiría un edificio más, el del Consejo, para separar las funciones de gobierno de la residencia. Los dos edificios restantes que forman el llamado complejo de la Moncloa se levantaron más tarde (la sede de la vicepresidencia) o se integraron después, al vaciarse de otros usos (el llamado edificio INIA, sede del Instituto Nacional de Investigación Agraria, hoy ministerio de la Presidencia).
Los orígenes agrícolas de la Moncloa han inspirado muchas metáforas fáciles sobre la fertilidad y el sembrado de la política, no todas mal traídas. La cuestión agraria ha sido en la historia española más importante que la cuestión social, o ha sido la verdadera cuestión social. Desde los ilustrados del siglo XVIII hasta los debates políticos y filosóficos del XX, todo el pensamiento español se ha centrado en el campesino y sus problemas. Para los conde de Aranda, Floridablanca, Campomames y Cadalso, modernizar España era invertir en sus regadíos y transformar sus secanos en vergeles. Los regeneracionistas, con Joaquín Costa a la cabeza, se obsesionaron con ello y contagiaron el estribillo a los pedagogos krausistas que nutrieron de ideas los primeros años del PSOE de Pablo Iglesias. Por muy obreros que presumieran ser, los fundadores no ignoraban la raíz campesina de España: la federación más fuerte de la UGT fue durante un tiempo la de trabajadores de la tierra, y una de las tareas urgentes que los socialistas acometieron durante la Segunda República fue la reforma agraria, que empezó con unos decretos de Largo Caballero.
Entre los males eternos de España, el campo ocupaba el primer lugar en todas las enumeraciones reformistas, y Felipe González se había pasado la campaña electoral citando a Lucas Mallada, un regeneracionista de segundo orden, a la sombra de Costa, cuya obra más famosa, publicada en 1890, se titula Los males de la patria y la futura revolución española. Felipe la citaba con efectismo, subrayando tanto su conexión con esa tradición de pensamiento reformista como el hecho de que con su gobierno terminarían los lamentos y empezarían las obras para remediar los males. Que la sede del gobierno ocupase un lugar dedicado a modernizar la agricultura conectaba el proyecto de Felipe con el de aquellos ingenieros del siglo XIX. Que el nuevo presidente fuera el primero de la historia que sabía distinguir de un vistazo una vaca retinta de una morucha o una rubia gallega, y decir cuántos litros podía dar cada una al ordeñarlas, perfeccionaba la metáfora hasta el último ribete. Por supuesto, Felipe sembró un huerto junto al palacio cuando se le pasó la manía de la petanca. Ya entonces, bien podría haber grabado a la entrada de la Moncloa aquello de Virgilio, patrón pagano de los agricultores: «Parva propria magna, magna aliena parva» («Lo pequeño, si es propio, es grande; lo grande, si es ajeno, pequeño»). O al revés, si se considera la cantidad de poder que manejó.
Casi nada de esto existía el jueves 2 de diciembre de 1982, cuando, pasadas las siete y media de la tarde, Alfonso salió del despacho y cerró la puerta, dejando la habitación en penumbra. Felipe abrió el que ya era el cajón de los puros y encendió un habano. Estaba a solas por primera vez en todo el día. Carmen y los niños llegarían al día siguiente. Se recostó en el sillón y pasó las yemas de los dedos por el borde de la mesa. Adolfo Suárez le había contado su leyenda: era el escritorio del general Ramón María Narváez, el Espadón de Loja, siete veces presidente del consejo de ministros con la reina Isabel II. Sobre sus maderas nobles y recias, ambos se habían entregado a sus amores. Eso dicen las malas lenguas historiográficas. El Espadón le sacaba treinta años a la reina, a la que casaron con un primo homosexual, como era costumbre en la época.
No iba a ser Felipe el primer socialista que se compadeciese de la suerte de una borbona, pero había que reconocer que aquellas soledades eran muy espesas para una niña a la que coronaron con trece años. No sé si el presidente, tan aficionado a la historia de España, sabía entonces que hubo un izquierdista afín al PSOE que ya se compadeció a fondo de aquella reina. Benito Pérez Galdós la visitó en París, a finales del siglo XIX, y la entrevistó en su palacio de exilio. El escritor, que aprendió a odiar la monarquía en los últimos tiempos del reinado de aquella, cuando conoció el Madrid embarrado y furioso de la década de 1860, se compadeció de una anciana que aún lloraba por la infancia que no tuvo. Le dedicó uno de los libros más generosos de los Episodios nacionales, titulado La de los tristes destinos, e inauguró un género literario que pocos han seguido: la compasión política. Fue el único que trascendió la copla y las burlas sobre la ninfomanía isabelina para comprender la soledad de una niña triturada por la historia.
No creo que Felipe hubiese leído ese episodio. Y, si lo leyó, no estaba en disposición de apreciarlo. Aún se le aparecían en las volutas de humo del cigarro las palabras de Omar Torrijos, el pobre Omar, que se estampó en un avión el año anterior: si te afliges, te aflojan. Podía imaginar a la reina Isabel con las faldas y las enaguas por la cintura, las piernas abiertas apuntando al artesonado, mientras el Espadón cumplía su cometido de macho liberal sin quitarse el uniforme. Aquella primera noche en la Moncloa no iba a ir más allá del chiste. Necesitaba reírse a solas un rato. Ya vendrían noches solemnes, de cita de Shakespeare y de Memorias de Adriano.
Tres horas le había costado a Alfonso explicarle su organigrama de la Moncloa, que Felipe escuchó sin añadir ni quitar gran cosa, agradecido en silencio por que su amigo hubiese aceptado la vicepresidencia. Se hizo de rogar mucho. Era coqueto Alfonso, lo sabía desde la primera vez que se cruzaron en la universidad de Sevilla. Había que celebrarle la figura y el genio, rondándolo como a una novicia oculta tras la verja de un palacio del barrio de Santa Cruz. Alfonso, como Felipe, siempre amenazaba con irse. Aquella vez había un lío de amores de por medio, por eso le hacía gracia despachar con él sobre la mesa de Narváez. Guerra se había enamorado de una chica fina de Sevilla con casa en Roma y se había compuesto una vida furtiva de hoteles y viajes por Europa, incompatible con la vicepresidencia. También estaba cansado, no se veía en el gobierno, decía, él era más de partido, animal de fondo. Felipe, que nunca derrochaba halagos y era cáustico hasta con los que más quería, se desvivió por hacerle comprender que era indispensable, que habían llegado hasta allí juntos y que juntos debían seguir. No hicieron falta muchas palabras, pero sí muchos gestos. Durante aquel despacho de la primera tarde en la Moncloa, ninguno de los dos aludió al asunto. Nunca lo hacían. Su amistad consistía en sobreentenderse.
Tampoco hablaron de Miguel Boyer ni de Carlos Solchaga. Alfonso disentía de algunos de los nombramientos de ministros de Felipe, y este estaba al tanto de las disensiones, aunque no las pusiese en palabras. Guerra sentía celos de Boyer. No le gustaba la influencia que tenía sobre el secretario general. Detestaba que lo llevara a almorzar con banqueros y le susurrase al oído blanduras socialdemócratas de niño de papá que invierte en bolsa. Tampoco le gustaba el espíritu veleta de Miguel, que se fue del partido tras el congreso de 1976 porque sintió que le quedaba demasiado a la izquierda, y regresó en 1979, cuando el PSOE abandonó el marxismo. Podía conceder que, al menos, Boyer tenía pedigrí de izquierdas y había estado en la cárcel. Ahora que salían antifranquistas por todas partes, Alfonso valoraba mucho a los pocos que podían acreditar que lo fueron, y Boyer se había jugado el tipo, no como el tal Solchaga, que no había salido de los despachos de los bancos y se había afiliado, como tantos otros, cuando ya no había moros en la costa.
Boyer y Solchaga tenían mucho poder en el gobierno. El primero comandaba un ministerio que eran tres: Economía, Hacienda y Comercio. El segundo llevaba Industria y Energía. Entre los dos se proponían transformar de arriba abajo la economía española, con una seguridad y una soberbia que intimidaban. Para Guerra eran un contrapoder insoportable, porque Boyer era el único ministro con interlocución directa con el presidente. Todos los demás debían pasar por el despacho de Guerra si querían hablar con Felipe. Más allá de los celos personales, los planes de Boyer no eran populares en el PSOE ni, por supuesto, en la UGT, que sólo había colocado a un dirigente, el abogado laboralista Joaquín Almunia, en la cartera de Trabajo. Una conquista muy menor. Nicolás Redondo temía que Felipe y Alfonso se merendaran a un Almunia demasiado joven, que no sabría imponer los intereses de clase en el gobierno. Redondo se desesperaba cuando no lograba hablar con Felipe, lo que ocurría cada vez con más frecuencia.
—Hay que ver —se lamentaba el sindicalista vasco—, hay que ver cómo nos ha salido este chaval, con todo lo que nos debe, el muy cabrón.
Nicolás no era el único compañero de Suresnes que se sentía apartado de la gran fiesta socialista de 1982. De los tres vascos que descubrieron a Felipe en el comedor del hotel Larreta de Bayona en 1969, sólo uno, Ramón Rubial, estaba contento con su despacho de presidente del partido (un cargo que en el PSOE es honorífico y tutelar). El tercer conspirador del Larreta, Enrique Múgica, rabiaba en su casa, sin creer que nadie lo llamase por teléfono para ofrecerle el ministerio que merecía. Desde antes de las primeras elecciones, Múgica era el enlace entre los socialistas y el ejército. Siguiendo la tradición británica, se tenía a sí mismo por ministro en la sombra. Llevaba demasiados años cultivando amistades uniformadas y memorizando rangos para que, al final, el ministerio de Defensa lo ocupase el pollopera del alcalde de Barcelona, Narcís Serra, que ni siquiera había hecho la mili y no distinguía a un sargento de un teniente coronel. Nunca se había sentido tan traicionado. Escribió una carta a Felipe pidiendo unas explicaciones que no se le concedieron.
A Múgica le habría bastado con leer la prensa o charlar con algún compañero de confianza para entender los motivos de su caída: durante la investigación del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 se descubrió que pocos días antes había almorzado en Lérida con el general Alfonso Armada, cerebro de la insurrección. Todo el complot le había pasado por la cara y no lo vio porque estaba ocupado chupando los caracoles que le servía el general. Un político que compadreaba con golpistas no podía dirigir el ejército. Felipe lo descartó en cuanto tuvo noticia de aquel almuerzo, pero no se lo dijo —nunca decía nada a nadie— y, hasta el día en que se anunciaron los nombres de los ministros, el pobre Múgica confiaba en ser uno de ellos. Los años de amistad antifranquista, los viajes a Toulouse y las noches de Suresnes debían pesar más que una comilona con militares. Que Felipe no lo entendiera así hirió de muerte su orgullo y levantó una brisa de rumores en el ala izquierda del partido: cuidado con Isidoro, que no tiene amigos, no se acuerda de nadie, va a lo suyo.
No había pasado aún una noche en la Moncloa y ya se resentían muchos huesos ajenos por la presión de su poder. Si te afliges, te aflojan. Pasó otra vez la mano por la mesa centenaria que había sobrevivido a la lujuria borbónica y a tantas revoluciones, guerras y golpes. Había que ser como esa mesa, no aflojarse, ignorar los gritos de Nicolás Redondo cuando Piluca, la secretaria de Felipe, le decía que no podía ponerse y le pasaría el recado. Había que resistirse a dar explicaciones al pobre Múgica y dejar que la cabeza de Alfonso soltara un poco de vapor para no explotar por la envidia. Todos debían saber, si no lo habían aprendido antes, que no había llegado a ese despacho para afligirse ni para aflojarse. Lo que venía era demasiado duro para perderse en ñoñerías y en narcisismos.
En las semanas anteriores, durante el interregno llamado traspaso de poderes, el PSOE había visto los papeles que el gobierno de Calvo-Sotelo nunca le enseñaba. Boyer pidió una reunión urgente con Felipe y le informó de que la situación económica era mucho peor de lo que se imaginaban. El gobierno saliente llevaba demasiado tiempo sin hacer nada y todos los índices andaban disparatados, con proyecciones catastróficas. Si no se intervenía con urgencia y decisión, la ruina estaba al caer. Miguel propuso devaluar la peseta inmediatamente, sin esperar al primer consejo de ministros, y subir la gasolina un veinte por ciento. Sólo así se frenaría la especulación sobre la divisa española, que estaba afectando a las exportaciones, y se evitaría un derrumbe fiscal.
—Hay que hacerlo ya, presidente. Mejor esta semana que la que viene.
Felipe asintió. Había entregado a Boyer el poder económico para que lo ejerciera sin pedir permiso.
Aquella tarde de diciembre —noche cerrada y fría en Madrid, con el despacho iluminado por una lámpara de pie y la ceniza a punto de llenar un cenicero macizo que reinaba en el escritorio de Narváez— contenía el misterio del cambio. La historia de España estaba a punto de dar su mayor giro narrativo, más radical que los de las guerras y revoluciones. A aquella mesa que había decorado tantas épocas le faltaba sostener la gran transformación jamás vivida por el país.
Como todo cambio, fue una obra colectiva. No tuvo otro sujeto que la sociedad española. Fue el pueblo —como entonces se decía, porque decir pueblo era hablar como Narváez, y después de ese cambio de 1982 ya nadie decía pueblo, porque no se hablaba como Narváez— el que protagonizó todo, pero quienes creemos en el azar celebramos que, en el instante decisivo, el poder estuviera en unas manos que no se afligían ni se aflojaban. Otro presidente más sentimental, de los que cogen el teléfono a los amigos de la UGT, reparten cargos por amistad o complacen los egos de sus socios más histriónicos, no habría servido.
Hay muchas escuelas de historiadores. En 1982 dominaban los marxistas y sus primos hermanos esotéricos, los estructuralistas, que no creían en el individuo, sino en las corrientes de la historia. Para ellos, las causas y las consecuencias se encadenan mediante una lógica que supera la contingencia de las personas: los gobernantes y los líderes son actores que interpretan un guión escrito por el filósofo Hegel. Nadie puede escapar de su tiempo. El proletariado triunfará porque está destinado a triunfar. Aunque fracase, acabará venciendo porque la historia así lo marca. Casi nadie seguía en 1982 la escuela historiográfica contraria, la de los grandes hombres, inventada por Thomas Carlyle. Pobre Carlyle, qué poco lo leyeron, con lo bien que escribía. Según esta doctrina, la historia no respondía a unas fuerzas incontrolables —eso que en las tragedias se llama destino—, sino a la voluntad de un puñado de personajes a los que la casualidad, la ambición y las circunstancias sociales habían encumbrado a un poder desde el que podían alterar la marcha de la historia. Carlyle pensaba en Napoleón, cuya vida tenía muy fresca.
La teoría de los grandes hombres reaparece de vez en cuando, envuelta en neojerga académica y disculpas epistemológicas —sigue siendo una herejía historiográfica—, para explicar lo que el destino no entiende. En 1982 nadie se atrevía a aludir a ella, pero en años recientes algunos historiadores ingleses (hay que ser inglés para expresar ciertos argumentos sin que suenen a fraude) se han empeñado en decir que no hay nada inevitable, y que, en la madeja inextricable de azares que provocan una guerra o la desaparición de un imperio, hay que tener en cuenta el carácter de los poderosos. Tal vez la guerra de 1914 no habría estallado si los ministros austriacos y serbios no se hubiesen llevado tan mal, ni los obreros de Petrogrado habrían reclamado todo el poder para los sóviets si no se lo hubiese pedido Lenin. El orgullo, la paciencia, el narcisismo o la discreción de quienes gobiernan influyen en el curso de la historia, no son adornos para hacer más entretenidos los libros.
Felipe González había recorrido España prometiendo un gran cambio a un pueblo que había confiado en él como nunca se había entregado a otro gobernante. Nadie había recibido un poder popular tan rotundo y extenso. Le habían entregado el país entero para que ejecutase ese cambio. Se lo habían dado a él. No votaron al PSOE, votaron a Felipe. Ningún otro candidato habría ganado como ganó él. Pero los diez millones de ciudadanos que le votaron no sabían que votaban a un tímido implacable. Habían visto al chamán, al tipo sosegado, al señor elocuente y sin pompa que hablaba un andaluz muy particular y parecía el amigo perfecto para pasar un domingo en el campo, como en la foto de la tortilla donde nadie comía tortilla.
Otro en su lugar, además de perder la noción de lo real, se habría resistido a romper la ilusión de todos esos millones de buenas personas que esperaban de él no sabían muy bien qué milagro de santo. Otro en su lugar le habría dicho a Boyer que esperase un poco, porque no podía anunciar, nada más llegar al palacio, que el cambio consistía en empobrecerse y en pagar más cara la gasolina. A muchos otros, a los mismos que hubieran llamado a Múgica por caridad y a Nicolás Redondo por lealtad, les habría quemado el cetro en las manos y habrían pedido, como los niños que no quieren ir al colegio, cinco minutos más de sueño, un poco más de verbena, que la realidad no destrozase tan pronto ese entusiasmo ingenuo de los mítines. Calvo-Sotelo, que no era un tipo popular y no podía decepcionar a nadie, pues nadie esperaba nada de él, fue incapaz de tomar decisiones duras: las manos se le hacían mantequilla si le daban a firmar un decreto. Pero Felipe, por su naturaleza, por haberse criado entre vacas con un padre lacónico y estajanovista, por haber entendido siempre que había compromisos que trascendían las amistades, era la persona que ese instante histórico necesitaba.
Palacio de Buenavista, Madrid, finales de diciembre de 1982. El camino desde la puerta del palacio hasta el despacho se hacía eterno con tanto taconeo, tanto firmes y tanto saludo. Cada ordenanza que se cruzaba se ponía a sus órdenes, y el ministro respondía con un gesto vago de la mano y unas palabras timidísimas que unos entendían como gracias, gracias y otros como descansen. Algún sargento sostenía que, en tales ocasiones, el ministro hablaba en catalán y decía no sé qué de collons, pero nadie le hacía mucho caso. Lo único evidente para todos era que el ministro quería llegar pronto a su despacho y ponerse a salvo de susórdenes y taconazos.
—Vaya panoli nos han puesto de ministro, mi sargento —comentó un cabo de comunicaciones, tras saludarlo con toda la marcialidad reglamentaria.
—Me cago en sus muertos, cabo, la próxima vez que le falte al respeto al ministro le voy a poner a hacer guardias en las Chafarinas hasta que me crezcan plumas de avestruz en los cojones.
—Sí, mi sargento, perdón, mi sargento.
En el palacio de Buenavista, antes ministerio y, desde hacía un año, cuartel general del ejército de tierra, los ministros eran intrusos. Más que como a jefes, se les honraba como a diplomáticos extranjeros. Eran autoridades civiles de visita, había que ponerse a su servicio y esperar que no se alargasen demasiado. Narcís Serra, que ya se sentía intruso en Madrid, tenía que esforzarse mucho para cumplir lo que le había pedido Felipe. A sus treinta y nueve años, escondía su timidez intelectual tras una barba espesa y unas gafas de miope. No tenía hecha la mili por tener los pies planos y no distinguía a un aviador de un marino. Además, era catalán, un barcelonés de la calle Muntaner que no descuidaba un solo rito catalanista, de la coca de Pascua a la rosa de Sant Jordi, pasando por los canelones de Sant Esteve, y fue un rojo del Felipe (el Frente de Liberación Popular) antes de ser un rojo de Felipe. Llevaba casi un mes en el cargo y aún no sabía por qué estaba allí. El presidente le había explicado cómo encajaba en su plan, que Serra apoyaba en todo, salvo en que no sabía por qué iba él a hacerlo mejor que cualquier otro. Si ese era el premio por haber sido el primer alcalde socialista de Barcelona y haber implantado la sucursal del PSOE en Cataluña, maldito el día en que se metió en ese fregado.
Le tocaba despachar con Álvaro Lacalle, motivo de su insomnio y de un ardor de estómago casi crónico. Por eso había ido temprano, para serenarse un rato antes de que el general de brigada diese con los nudillos en la puerta.
—¿Da usted su permiso, señor ministro?
—Pase, pase, don Álvaro. General, quería decir. Pase, general.
—No importa, ministro, es usted civil, no está obligado al reglamento. ¿Me permite sentarme?
—Por favor. ¿Quiere café, un refresco, algo de comer?
—No, gracias. Si le parece, podemos empezar.
—A su servicio.
—He estado trabajando en mi discurso. Aún no está terminado, no me dejan un rato tranquilo para escribir, pero querría que le echase un ojo al borrador, por si quiere comentar algo.
—¿Qué discurso?
—El de la Pascua Militar, ¿cuál va a ser? Vamos un poco retrasados con los preparativos.
—Muy bien, déjeme ver…
El borrador eran diez páginas mecanografiadas, con multitud de tachaduras y correcciones en los márgenes. Serra lo leyó en diagonal, guiándose por las palabras escritas en mayúscula, que eran muchas: Patria, Rey, Nación, Ejército, Armas, Constitución, Españoles, Unidad, Democracia y Valores Democráticos. En las correcciones a mano, añadía mayúsculas a palabras que se habían escrito en minúscula civil. Parece un texto en alemán, pensó Narcís, que se sentía seguro tras la barba y las gafas, pues reprimían los sarcasmos. El general Lacalle no notó nada. Rígido en la silla, con la vista fija en la pared, aguardaba la opinión del ministro.
—General, esto…
—Dígame, ministro.
Buscaba Narcís un tono de autoridad, pero la voz se le había metido dentro, más abajo del píloro, y sólo emergía un hilillo seseante que se confundía con el ardor de estómago. El general Lacalle oyó algo así:
—Nosesescursosquelreyo.
—¿Perdone?
—Quenobrascursosaparterreyo.
—¿Le pasa algo, ministro? No le entiendo.
—Digo que no habrá más discursos que el del rey y el mío, como ministro de Defensa.
Lacalle sintió un bofetón y le costó mantenerse en la silla. Cogió los folios que Serra había dejado en la mesa y se indignó en mayúsculas.
—No puede ser. Yo soy El Jefe de los Ejércitos, según La Escala de Mando. Me corresponde A Mí hablar En nombre Del Ejército durante La Solemne Pascua Militar.
—El orden de intervenciones ya está decidido. Hablará el rey, y luego yo. Nadie más.
—No Lo EntiEndO.
—Eso es todo, general. Puede retirarse.
Lacalle se despidió con el saludo reglamentario y cerró la puerta con delicadeza, pero a Narcís le sonó a portazo. A solas, se quitó la chaqueta y aireó un poco la camisa, que estaba empapada. Había aguantado el desafío de esa mañana. A ver cuánto tardaba en llegar el siguiente.
Mayúsculas aparte, la ilusión de Álvaro Lacalle de creerse el verdadero jefe del ejército no era del todo vana. Quien lo nombró presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el ministro ucedista Alberto Oliart, se esmeró en darle ese trato. En la blandura paralizante del gobierno de Calvo-Sotelo, se intentaba evitar otro golpe de Estado como el de Tejero por el método de la complacencia. Creía Oliart, como creía su presidente, que, si los militares estaban cómodos, las furias franquistas se irían calmando solas. Por eso metieron a España en la OTAN en mayo de 1982, como si fuera el jamón de una cesta navideña generosa: el gobierno quiere lo mejor para sus militares, que no les falte de nada.
Lacalle no era un ultra ni un golpista, pero comprendía a los sublevados y confiaba en que recibieran un trato misericordioso. Los periodistas que glosaban sus méritos en la prensa destacaban que le gustaba más una biblioteca que un casino militar. Había estudiado economía, al margen de su formación bélica, y había tenido cargos civiles, por lo que era mucho más razonable que los oficiales que envidaban a grande y a chica en el casino de la Gran Vía, pero también tenía un pedigrí guerrero: luchó como requeté voluntario en la guerra civil, en la que terminó como alférez provisional, y obtuvo los galones en Rusia con la División Azul. No renegaba de aquello, al contrario: se creía con méritos más que sobrados para mandar el ejército y llevarlo a la democracia sin avergonzarse de la gloria franquista.
En Oliart encontró un ministro perfecto, un político sin iniciativa ni dotes de mando que firmaba los documentos que él le preparaba. Lacalle se acostumbró a decidir todo, no sólo la rutina diaria, sino las líneas maestras y la política de defensa de España. Envalentonado, se puso a teorizar y diseminó por los cuarteles la teoría del poder militar autónomo.
Autonomía era la palabra de moda. Todas las regiones se estaban constituyendo en comunidades autónomas por la vía lenta, la del artículo 143 de la Constitución. De pronto, todo en España era autónomo: la universidad, el poder judicial, el banco central, la televisión (sic), el sistema sanitario, todo aspiraba a funcionar con autonomía, sin comisarios políticos ni subsecretarios del Movimiento en la presidencia de cada organismo. ¿Por qué no podía también ser autónomo el ejército? ¿Qué había de malo en que los militares se gobernasen a sí mismos sin la injerencia de civiles con los pies planos que murmuraban en catalán y nunca habían desmontado un cetme? Si España quería un ejército apolítico, la mejor manera de conseguirlo era ponerlo a salvo de los políticos.
Durante las siestas de Oliart, el general Lacalle había tenido tiempo de trabajarse el discurso de la autonomía militar. Había pulido sus sofismos con tanto esmero que ya no les quedaban rebabas franquistas. Si colocaba sus ideas en la Constitución, daba la impresión de que cabían. Por supuesto, era un truco de ilusionismo: un ejército autónomo de la autoridad democrática era una monstruosidad constitucional, pero la música sonaba bien en muchos sitios. La primera misión que Felipe había encomendado a Serra era imponer el poder civil y acabar con las ilusiones autonomistas de Lacalle y sus amigos. La misión larga, la que llevaría varias legislaturas, era coger esa organización anticuada, politizada, carísima e inútil para la defensa nacional y transformarla en un ejército moderno, profesional, bien dotado y que no perdiese su presupuesto en pagar nóminas de oficiales con más conocimientos estratégicos del mus que del arte de la guerra. En resumen, hacer un ejército que no diera miedo ni vergüenza, que no asustara a los españoles con levantamientos y que protegiera al país de cualquier enemigo exterior, no como aquella vez en el Sáhara, cuando una marcha de civiles desarmados provocó la retirada más deshonrosa e inverosímil de la historia militar universal.
Serra era metódico y se tomó la tarea con calma y por partes. Lo primero era asentar el poder.
—Si te afliges, te aflojan, Narcís —le dijo Felipe.
Lo esencial era no aflojarse, pero él tenía un concepto de autoridad muy flexible y sutil. Había ido a los escolapios de la calle Balmes, donde fue un buen alumno, con un gran sentido de la disciplina, y sus padres eran burgueses del Ensanche tirando a pequeños, con un buen pasar, pero sin fortunas en el banco. En casa se leía y había mucha tertulia política e intelectual en torno a la escudella de los domingos. Una de las pocas cosas que tenía en común con Felipe González era que su compromiso político no les dio disgustos con sus padres, a diferencia de lo que pasó con tantos otros, que dejaron de hablarse con los suyos. Había vivido en Barcelona toda su vida, en una Barcelona plácida de café y paseo de la que sólo se ausentó dos años para estudiar en la London School of Economics, que presumía de ser la universidad menos elitista del mundo inglés. Como político, tampoco había tenido que imponerse ante enemigos peligrosos, ni siquiera como alcalde —especialmente como alcalde: la ciudad lo adoraba—, ni como militante. De Narcís Serra podía esperarse una buena conversación de sobremesa o una argumentación trabajada, pero no podía imponer su voz quebradiza y carraspeante a oficiales que le sacaban treinta años, iban armados y habían hecho una guerra.
—Por eso te necesitamos, Narcís —dijo Felipe—, porque sólo alguien como tú puede hacerles entender de qué va esto. No cedas, no te aflijas, no te aflojes. No tienen que respetarte ni admirarte ni quererte como ministro, pero tienen que obedecerte.
Palacio de la Moncloa, Madrid, 16 de enero de 1983, 10.00. Al morder la tostada aquella mañana de domingo, se acordó de su amigo Pablo, que se la comía del revés, con el lado de la mantequilla hacia abajo, para no pringarse los bigotes. Ventajas de hombre afeitado: él podía morder con dignidad, si es que había algo digno en aquella soledad de la residencia de la Moncloa. No era buena señal que se acordase de los amigos. Las tostadas no tenían el efecto de la magdalena de Proust. Él no se recreaba en los años salvajes, no le apretaba el traje de presidente. ¿A qué se debían, entonces, esos arañazos por dentro del esternón? Volvió a la pila de periódicos, imponente en un domingo, y se resistió a admitir que le había afectado. ¿Se estaba afligiendo?
En una tira de Mafalda, Guille, el hermano pequeño, finge que lee un periódico, y Mafalda, por seguirle el juego, le pregunta qué dice la prensa:
—Me ponen por las nubes, como siempre —responde el canijo.
Hasta ese domingo de enero, leer los diarios era para Felipe una experiencia idéntica a la de Guille. No esperaba que siempre fuera así, en algún momento tendría que romperse el idilio, pero ¿tan pronto? Aquella montaña de papel disparaba mucho fuego amigo. No se trataba de las diatribas de un franquistón en una tercera de Abc, sino de El País y de Diario 16. Las primeras regañinas serias. Y lo peor era que no entendía de qué hablaban.
De algunas cosas sí estaba al tanto, pero le parecían críticas menores. Era normal que las decisiones de Serra en Defensa escocieran, o que hubiese líos con algunos nombramientos que salían rana, pero lo de la televisión le había tomado por sorpresa. Cogió el teléfono, pidió hablar con el portavoz, Sotillos, y le dijo:
—Búscame a Balbín y habla con él.
Pero Balbín no estaba en ningún sitio. José María Calviño, director general de Radiotelevisión Española, dijo que estaba enfermo.
—Enfermo, ¿no? Ya.
José Luis Balbín, director de informativos de TVE y del programa La clave, llevaba desaparecido desde el viernes, cuando la cadena suspendió la emisión programada. La clave era un debate de actualidad en directo que marcaba el tono de la semana y se había convertido en una especie de crónica dialogada de la transición. Primero se emitía una de esas películas que el franquismo había censurado y, después, un elenco de intelectuales, hombres públicos e incluso prohombres, discutía como si, en vez de espectadores, al otro lado de la cámara hubiera alumnos del Collège de France. La imagen de Balbín fumando en pipa en el centro del plató era para algunas familias tan tutelar como un diosecillo doméstico romano. No se podía borrar de la pantalla sin que saltasen las alarmas en todo el país. Algunos periodistas se preguntaban si ETA lo había secuestrado, y otros intentaban confirmar un secreto a voces en la profesión: que el gobierno había censurado el programa.
El País y Diario 16 pedían esa mañana la destitución de José María Calviño. El País ironizaba sobre la vocación teatral de Alfonso Guerra: «Balbín y Calviño se habrían dedicado estos días a interpretar los papeles estelares de El enfermo imaginario y Tartufo, dos obras de Molière, adaptadas en esta ocasión por Alfonso Guerra, con el fin de cubrir la agresión más estúpida, hipócrita y grosera perpetrada contra los principios que animan el Estatuto de RTVE». Diario 16, con el estilo más gritón de Pedro J. Ramírez, tiraba por el melodrama: «Es doloroso decir que el PSOE hace con la televisión todo lo contrario de lo que debería, cuando tanta ilusión se había puesto en su gestión. Pero los hechos son los hechos y la verdad es que, hoy, Guerra, Calviño y Balbín están matando, con su abuso y su incapacidad, la escasa libertad que quedaba en televisión y construyendo en su lugar otro instrumento de acción —de represión— política».
Como en las mejores tragedias históricas, la tormenta empezó en un vaso. Se cumplía el primer mandato de los nuevos ayuntamientos democráticos y, antes de las nuevas elecciones, en La clave plantearon un debate sobre cómo había cambiado el poder municipal en España, copado por la izquierda. En la nómina de invitados estaba Alonso Puerta, que había sido secretario general de la federación socialista madrileña y segundo de Tierno en el ayuntamiento de Madrid. En 1981 hubo un asunto feo a cuenta de unas adjudicaciones que Puerta no vio claras y, en las discusiones internas del partido, este acabó expulsado del mismo. Para entonces, Puerta era un disidente ruidoso que se había aliado con los restos del PSOE Histórico, refundado en las siglas de PASOC. Al alcalde de Madrid no le gustó que su enemigo tuviera un hueco en la televisión y, en una cena con José Luis Balbín, se lo dijo. Este, a su vez, se lo transmitió a Calviño.
Nervioso en su despacho de Prado del Rey, Calviño pidió línea con la Moncloa. La secretaria le puso con el director del gabinete, Roberto Dorado, quien le dijo que Alonso Puerta no podía salir por la tele.
—Pero Balbín no da su brazo a torcer —dijo Calviño—. Dice que él escoge a los invitados, que para eso es el jefe de informativos.
—A ver —dijo Dorado—, esto ya lo hemos hablado con el vicepresidente, y lo mejor sería suspender el programa.
Tras colgar, Calviño llamó a su despacho al director de la cadena, Antonio López, y le dijo:
—Manda a Balbín unos días fuera, a donde él quiera. Arréglale las dietas. Que se vaya a Alemania, a ver cómo hacen allí los telediarios, lo que sea. Hay que suspender La clave y tenemos que decir que su director está indispuesto. Que llamen a los invitados para desconvocarlos.
La intervención de Alonso Puerta habría pasado con más pena que gloria en un programa sobre cuestiones municipales que no parecía destinado a romper los audímetros, pero la desaparición de Balbín y los rumores fundadísimos de que Alfonso Guerra había impuesto su poder sobre la televisión fueron un golpe imprevisto para muchos. ¿Ese era el cambio? ¿Tenían razón los cínicos que citaban la novela El gatopardo? ¿Habían cambiado todo para no cambiar nada? Las quejas decepcionadas de los periódicos amigos transmitían una desilusión tan sincera como incrédula.
No se ha podido demostrar que Felipe estuviese al tanto. Que buscara a Balbín ese domingo tras leer los periódicos indica que tal vez sea verdad que no lo sabía. Tampoco se sabe si fue Guerra quien suspendió el programa o un cargo de Moncloa más guerrista que Guerra y ansioso por complacer los deseos del jefe antes de que este los expresase, pero los hechos contrastados demostraban una injerencia muy grave del gobierno en la tele: había un director de informativos que recibía indicaciones del alcalde de Madrid acerca de los invitados de su programa, y había un director general que consultaba con los despachos de Moncloa la idoneidad de los contenidos que programaba.
La semana siguiente fue la más difícil desde que gobernaban. Tocaba dar explicaciones, pero no acertaban a entonarlas. Balbín apareció el martes por la noche y declaró que, en efecto, había caído enfermo, con gripe y taquicardias, y hubo que suspender el programa porque no había tiempo para que un presentador sustituto se estudiase el guión. Súbitamente, a las dos de la tarde, se repuso de milagro, pero el programa estaba ya suspendido, así que decidió aprovechar un viaje que tenía pendiente para estudiar los telediarios de la televisión alemana, y pidió un taxi a Barajas.
Los columnistas y los escritores de editoriales se rieron con ganas.
El jueves por la mañana, Alfonso Guerra bajó del Mercedes oficial en la plaza de la Lealtad y forzó la sonrisa cuando el portero le sujetó la puerta y el director del hotel lo acompañó, dándole la coba de rigor, por las alfombras y los pasillos hasta el saloncito donde lo esperaban las seis periodistas. Intentaba disimular el mal humor, que no venía de la molestia de dar explicaciones, sino de la oportunidad perdida. Le hacía mucha ilusión ese cónclave, y, por culpa de Balbín, de Calviño, de Tierno y de la madre que los parió a todos, lo iba a desperdiciar con un asunto tan feo que no le permitiría lucir palmito. Seis cronistas parlamentarias jóvenes, de entre treinta y cuarenta años (Pilar Urbano, Consuelo Álvarez de Toledo, Pilar Cernuda, Raquel Heredia, Julia Navarro y Charo Zarzalejos), habían fundado una especie de club que invitaba a desayunar a los políticos cada jueves en el hotel Ritz. Del coloquio salía una entrevista que cada una publicaba en sus medios. Se llamaban Los desayunos del Ritz. Para Guerra, era como dar un concierto solista en un salón de París. Cualquier otro jueves, habría entrado con el pecho inflado y una carretilla de estrofas escogidas de grandes maestros de la poesía española para adornar el discurso, pero esa semana tenía que guardárselas todas. Ya no iba a coquetear, sino a defenderse. Cualquiera que hubiese leído los periódicos de la última semana sabía que no le esperaba una sola pregunta amable, y eso que no era un grupo de periodistas hostiles. Alguna incluso era militante del partido y debía su trabajo a su carnet socialista. Tal vez, ese desayuno no era el momento de recordárselo, cuando le iba a preguntar por la censura en la tele, pero seguro que podía hacérselo saber con los ojos. Todo era cuestión de dramaturgia.
Se mantuvo firme y cortés en la negación:
—No sé nada.
—¿Cómo voy a intervenir en Televisión Española?
—No conozco al señor Calviño. Lo vi en el acto de toma de posesión, pero no he hablado con él en mi vida.
—Yo entiendo que esto puede creerse o puede no creerse. Dejo a su criterio que crean que lo que mejor les convenga.
—¿Qué son esos editoriales, epistolarios matinales, que simulan ser la opinión de todo un periódico cuando sólo es la de tres personajes?
Quieto, Alfonso, se dijo. Hasta ahí. Lo habían acorralado y se le había soltado la lengua sevillana. Había ido al Ritz a arreglar el lío, no a hacerlo más grande. Necesitaba una frase más ingenua, algo de Poncio Pilatos. Repasó el repertorio y recordó las discusiones con Felipe cuando intentaba convencerlo de aceptar la vicepresidencia. Carraspeó, sonrió todo lo que dieron de sí los labios y dijo:
—Yo, en el gobierno, estoy de oyente.
Al día siguiente, el titular destacó en negrita en todos los diarios, y no se perdió al envolver el pescado. Al contrario que casi toda la prosa periodística, la imagen de Alfonso Guerra como oyente perduró años. Guerra, el inocente. Guerra, el diletante, el que va a los consejos de ministros a aprender, el que pasea por el poder con la curiosidad y la impertinencia de un viajero romántico. Alfonso, el despegado, el lector de Machado al que de vez en cuando interrumpen la lectura para tratar con él cosas mundanas que no entiende, programas de televisión que no ve, directores generales que no le constan.
Las seis cronistas del Ritz agradecieron la frase. Pocas veces pescaban una tan buena.
Con el titular aún fresco en los quioscos se encaminó Felipe aquel viernes de enero a los estudios de la tele de la discordia para someterse a una entrevista de Ramon Colom, que estaba obligado a hacer algo insólito en la historia de la cadena: preguntar libremente al presidente del gobierno, sin guión ni insinuaciones ni cuestiones pactadas. El momento requería que Felipe recibiera al periodista a portagayola, recuperando los símiles taurinos de los tiempos ilegales de Francia. No le importaba. Felipe tiene un método para salir de estos lances sin cornadas: echar conferencias. Colom hizo un trabajo dignísimo, pero no lo sacó de la negación. No sabía nada de la suspensión del programa. ¿En qué cabeza cabía que el presidente se dedicase a tales trapacerías? Fue más allá, desenroscando esa prosa oral que empalma perífrasis, subordinadas y reiteraciones, para no dejar un segundo de silencio:
—Yo pienso, y lo he dicho muy recientemente, que el gobierno no debe interferir para nada en la labor de los medios de comunicación. Ni el presidente, ni nadie por debajo del presidente está por tanto legitimado para hacer ningún tipo de presión a los medios informativos y pido a estos que ejerzan su misión con libertad y responsabilidad, ya que de ellos depende la formación de una conciencia ciudadana. La crítica al gobierno es buena, sobre todo, si es seria y rigurosa, pero, si se convierte en una crítica de «abajo el que suba», no es un buen principio para garantizar la convivencia en paz y libertad.
Hasta el domingo, Julio Feo contuvo la respiración en su despacho. No se quitó la bufanda, por si acaso una corriente de desilusión le acatarraba. Sólo cuando abrió el sobre con los resultados de la encuesta sobre la entrevista se la desanudó y la dejó sobre la mesa. La mayoría de los españoles creía a Felipe, y su popularidad sólo había bajado seis puntos. Seguía siendo altísima, del cincuenta por ciento.
—Qué caballo, qué purasangre —se dijo—. Si aguanta esto, lo aguanta todo. España quiere a Felipe.
Plaza del Pueblo, Rentería, Guipúzcoa, 21 de julio de 1983, 18.53. Todo el pueblo junto, blusas y camisas, permanentes, pantalón de domingo y niños repeinados con ganas de gastar la paga de la abuela. Todo el pueblo en la plaza, en multitud uniforme de fiesta vasca, cubriendo cada baldosa y cada escalón de la iglesia. Los ojos vueltos al balcón del ayuntamiento, pendientes del chupinazo y de la banda municipal, lista para tocar «El centenario», la canción que inaugura las fiestas de la Magdalena. Hacía calor, aunque no tanto como en el resto de España, donde las familias se cocían en el caldo espeso de las fiestas patronales sin el alivio del mar. En Rentería no se ve el Cantábrico, pero se nota su frescor. Brillaba el sol, los bares estaban cargados de vino y la gente tenía ganas de emborracharse para fingir que no vivía allí, sino en un pueblo vasco ideal, con chacolí helado y la sidra que sobró de la última temporada. Si se quedaban en la plaza del Pueblo y sus calles viejas, podían fingir que Rentería no era esa excrecencia proletaria que los pocos guiris que caían por allí describían, sin horror al tópico, como dickensiana.
No todos —bien lo sabían— querían bailar «El centenario» y olvidar las penas. Algunos habían ido a la plaza a recordarlas y hacérselas recordar a otros. Allí estaban los de siempre, convocados por Herri Batasuna para impedir que el alcalde izara la bandera española, como había anunciado. El pueblo tenía alcalde nuevo desde hacía un par de meses. José María Gurruchaga era un profesor de primaria forastero —que, por serlo, se atrevió a encabezar las listas— que había arrasado en las municipales, sacando el cuarenta por ciento de los votos al frente de la lista del PSOE y robándole la alcaldía a los abertzales. Le preguntaron qué iba a hacer el día de las fiestas de la Magdalena, y el hombre, con una voz más bien baja, pues no era expansivo, dijo que lo normal, lo que había que hacer y lo que le correspondía como alcalde democrático: encender el cohete e izar las tres banderas oficiales, la del pueblo, la vasca y la española. En Herri Batasuna dijeron que ni hablar, que durante su mandato se había retirado la bandera de los perros invasores y que no iba a volver a ensuciar las fiestas, y convocaron una protesta.
En torno al ayuntamiento y rodeando la plaza había unos hombres con periódicos enrollados. Un abertzale se fijó en una cara familiar. Uno de aquellos tipos le sonaba. Claro que le sonaba, le sonaba muchísimo.
—¡Son policías! Han traído policías. ¡Fuera txakurrak! —Y le arrojó a la cara las monedas que llevaba en el bolsillo y una bolsa de huevos que había traído para estampar contra la bandera.
El aludido se revolvió y empuñó el periódico enrollado, que ocultaba una porra, con la que atizó en las piernas y el lomo a quienes se acercaban. Sus compañeros hicieron lo mismo. Una lluvia de huevos, cristales y monedas respondió a su ataque. Faltaban dos minutos para el chupinazo, y todo el mundo se pegaba en la plaza. Los niños, en vez de esconderse, recogían las monedas para redondear la propina de la abuela, curados ya de todo espanto. Vivían en Rentería, no merecía la pena esconderse por unas cuantas hostias.
El alcalde socialista pensó lo mismo.
—A la mierda —dijo—. Es la hora, a izar las banderas, estos cabrones no nos van a amedrentar. Aquí empiezan las fiestas por mis cojones.
Con ayuda de un concejal, sacó las tres banderas y corrió dentro del edificio, contra cuya fachada los manifestantes tiraban todo lo que encontraban. La banda no tocó «El centenario». En su lugar, las furgonetas de antidisturbios tomaron la plaza con botes de humo, dispersando a la multitud por las calles viejas, de donde salían gritos:
—Gora ETA-militarra!
—Gora ETA-militarra!
—¡ETA, mátalos!
—¡ETA, mátalos!
Aquella tarde pasó a la historia chica de España como la guerra de las banderas, un nombre mayúsculo para un suceso tan pequeño, en el que no murió nadie, aunque sí hubo muchos heridos y un señor se quedó ciego al recibir en la cara el impacto de un bote de humo. Frente a lo que pasaba a diario en el País Vasco, lo de aquella tarde bien podría haberse quedado en algarada folclórica, un suelto sin foto en la página par de sucesos local. Sólo desde las elecciones del 28 de octubre de 1982, menos de nueve meses antes, ETA había matado a veintidós personas, todas en el País Vasco o Navarra, cinco de ellas en San Sebastián y alrededores, muy cerca de Rentería. Hubo también secuestros largos y hasta una operación policial en Madrid que sitió un barrio entero, llevó a los agentes a entrar casa por casa en busca de un comando y acabó con un asalto de los geos a un edificio de Cuatro Caminos.
Tanto ETA militar como las escisiones de los terroristas que no aceptaron la rendición de ETA político-militar habían declarado abiertamente la guerra al gobierno socialista y querían encender una espiral de acción-reacción, lo que, en la jerga de la banda, significaba que querían que el gobierno endureciese la represión para presentarse ante el pueblo vasco como la verdadera resistencia. En este paisaje, la guerra de las banderas sonaba trivial, pero nadie la leyó así. Rentería era un símbolo, y la violencia de aquella tarde de julio de 1983 demostraba que, si había una guerra, el gobierno la estaba perdiendo.
El despliegue de policías de paisano con porras ocultas fue una medida del gobernador civil que se tomó, al parecer, de espaldas al alcalde. Se intentaba solucionar así la anomalía gravísima en que vivía el pueblo desde hacía casi un año, cuando cuatro policías nacionales fueron asaltados en un bar de carretera, mientras almorzaban. Un comando de ETA oculto en las colinas cercanas al bar, situado en una encrucijada rural al sur de Rentería, se lanzó sobre los agentes y los acribilló. Fue el último de una serie de ataques contra policías y guardias civiles, que incluyeron palizas y linchamientos alentados por la alcaldía de Herri Batasuna. Harto de abrazar a viudas, el gobernador civil mandó retirar los cuerpos de seguridad de Rentería. Cerró el puesto de la guardia civil y la policía dejó de patrullar sus calles. Los vecinos sólo tenían a mano una policía municipal que nunca cogía el teléfono ni se dejaba ver cuando los cristales se rompían a pedradas.
Al teléfono del alcalde llamaban muchos corresponsales extranjeros interesados en escribir crónicas sobre el Belfast español. Lo llamaban así, el Belfast español, lo que para el alcalde era un síntoma de que habían escrito la crónica antes de viajar. Después de Francia, esas barriadas a la vera de una carretera nacional 1 cargada de camiones que iban a la frontera eran el lugar más seguro para un terrorista de ETA. Antes de huir al santuario, paraban en Rentería y, antes de moverse por España, cuando venían de la muga, se quedaban en Rentería, donde recibían apoyo e instrucciones. Ningún movimiento escapaba al control de ETA, cuyos ojos espiaban atentos, entre los visillos, las porterías, los quioscos y cualquier atalaya con vistas a la calle.
A ojo estadístico, cuando José María Gurruchaga ganó las municipales de mayo de 1983, era uno más de los miles de alcaldes socialistas que coparon el poder de tantísimas ciudades españolas. Nadie podía extrañarse de que un militante socialista gobernase un lugar poblado por maketos, inmigrantes del interior de España que trabajaron como mano de obra en las fábricas de la zona. La UGT había sido fuerte allí, pero Rentería ya no era el proyecto de un falansterio, sino un pueblo que se encerraba en casa cada vez que los de las ikurriñas lo mandaban. Los vecinos expresaban su querencia socialista con el voto, en silencio, sin ganas de llevarla más allá. El PSOE controlaba el ayuntamiento, pero no tenía forma de gobernarlo, pese a su amplia mayoría de concejales: los funcionarios, la policía local y toda la sociedad servían a ETA. El alcalde Gurruchaga estaba solo.
Palacio del Elíseo, París, 20 de diciembre de 1983, 15.00. La última vez que compartieron mesa sin cámaras, micrófonos, turnos de palabra y abrazos fingidos para la prensa, el PSOE era un partido ilegal, y Mitterrand, un postulante al que Giscard d’Estaing miraba por encima del hombro. Fue en Latché, la casa de campo que François y Danielle Mitterrand tenían en los bosques de Soustons, en las Landas, a cuarenta kilómetros de Bayona. De aquel fin de semana, Felipe se llevó a Sevilla foie gras de oca artesano y productos franceses con los que convidó a merendar a los amigos. También la sensación de que podía contar con el socialista francés, con quien había tenido hasta entonces un trato frío. Se entendieron en Latché, aunque sus proyectos políticos fueran tan distintos. El gran jefe francés quería culminar el programa de la Comuna de París, nacionalizar la banca e instaurar un socialismo democrático de color rojo oscuro bajo un cielo azul providencial como el que adornaría su calva en los carteles electorales de 1981. A Felipe le bastaba con que España funcionase. Paseando por los bosques landeses, Mitterrand intentó convencerlo de que debía coaligarse con los comunistas, como iba a hacer él en Francia. Platicaron entre cigarros y vino, y se concedieron respeto mutuo. No se hicieron amigos, pero sí aliados. Sin ese fin de semana campestre, nunca habrían roto los bloques de hielo que los separaban y jamás se habría planteado esa otra reunión, ya con pompa palaciega, fotos oficiales y comunicados de prensa.
El requisito impuesto por la parte española fue que la entrevista se celebrase a puerta cerrada y sin nadie más en la habitación, ni siquiera traductores, pues Felipe hablaba muy bien francés, que era la lengua que usaba para charlar con sus amigos europeos, los Brandt, los Palme y demás. Eduardo Sotillos, el portavoz del gobierno, contó a la prensa que tratarían de temas agrícolas y de la postura de Francia sobre la entrada de España en la Comunidad Europea. Las crónicas del día siguiente dejaban claro que nadie creyó a Sotillos: aquel 20 de diciembre de 1983 los presidentes sólo podían hablar de ETA.
Cuando los fotógrafos se dieron por satisfechos y los ujieres cerraron las puertas, François ofreció algo de beber mientras Felipe encendía un puro.
—Tú dirás —dijo Mitterrand con las palmas de las manos abiertas, en señal de disposición absoluta—, tenemos tiempo para tratar de lo que sea. Empieza.
—François —Felipe cuidaba mucho el trato entre autoridades: sólo usaba el nombre de pila en situaciones de confianza; en público, siempre se dirigía a él como señor presidente—, como bien te habrá informado tu ministro, que se ha reunido varias veces con el mío, estamos muy preocupados por la situación de la frontera.
—Te escucho.
—Lo de Hendaya no puede volver a repetirse.
—Estoy de acuerdo, Felipe, es inadmisible que la policía española secuestre a gente en suelo francés.
El 18 de octubre de 1983, tres geos y un inspector de la policía nacional siguieron por las calles de Hendaya a José María Larretxea, dirigente de ETA político-militar VIII Asamblea refugiado en Francia desde hacía una década. Vigilaron su domicilio y lo vieron salir y arrancar su moto, como cada día. Se mantuvieron a distancia hasta que alcanzó las afueras del pueblo y, en una carretera secundaria, embistieron la moto y derribaron al motorista. Entre los cuatro policías intentaron meterlo en el maletero del coche, pero Larretxea pesaba más de cien kilos y no podían con él. Para reducirlo, le echaron encima una granizada de patadas y puñetazos que llamó la atención de una patrulla de gendarmes. El proyecto de secuestro, que se había planeado en la jefatura de policía de Bilbao, acabó con los cuatro policías detenidos y un escándalo diplomático, que sólo se apaciguó con una tanda de reuniones entre ministros españoles y franceses y esa entrevista privada. Acababa de nacer el GAL.
—Ese es el problema, que no podemos perder a los terroristas en cuanto cruzan la frontera. Necesitamos que nos ayudéis. Nada de esto pasaría si nuestras policías se coordinasen y fuéramos juntos hacia el mismo sitio.
—Pero esto es una cuestión menor. Tú y yo no estamos para tratar sucesos ni resolver los problemillas de unos comisarios. Para eso tenemos ministros.
—No, François, no he venido a París para resolver hechos concretos, sino para explicarte qué significa el terrorismo de ETA, porque no lo sabéis, no tenéis ni idea, y yo necesito que el presidente de Francia me escuche, que comprendas la gravedad de lo que sucede.
—Está bien, cuéntame.
—Desde los años sesenta, ETA ha tenido en Francia su base de operaciones. Los habéis tratado como refugiados, confundidos con los opositores antifranquistas. No distinguíais a unos de otros, y tal vez durante la dictadura era comprensible, pero hace ocho años que somos una democracia y llevo más de un año en el gobierno. Nos entendemos bien, yo he estado en esa oposición antifranquista, me he beneficiado de la solidaridad de Francia, nos habéis acogido con generosidad. Qué puedo decir de la gratitud que los demócratas españoles tienen con el pueblo francés. Nunca podremos pagar la deuda. Por consiguiente, apelando a lo que une a nuestros dos partidos y al camino que hemos hecho juntos, debo decirte que os equivocáis con ETA, que su lucha armada no es democrática y que la policía francesa debería ser tan implacable con ellos como lo es la española.
—Estás siendo injusto, Felipe. Francia no protege a terroristas, pero tampoco puede perseguir a ciudadanos porque a España le molesten. Ser nacionalista vasco puede ser una cuestión de mal gusto, no te lo niego, pero en este país no es un delito.
—Coño, ni en España. A veces me pregunto qué os cuentan los embajadores, para qué los tenéis. Tu ministro del Interior no sabía que el País Vasco es una región autónoma. ¿Tú lo ignoras también, que tienes la casa en las Landas, a la vera misma? El País Vasco es una región autónoma gobernada por un partido nacionalista, el presidente es nacionalista. No perseguimos nacionalistas, François, es lo que no queréis entender, perseguimos terroristas. En Francia operan cientos de militantes de ETA buscados por crímenes de sangre. Sabemos que los jefes se reúnen en el País Vasco francés con absoluta libertad, y planean acciones, dan órdenes, forman a nuevos terroristas y obtienen dinero para financiarse. Tenemos informes detallados de inteligencia, sabemos dónde están y qué hacen, pero no podemos hacer nada porque no hay ni un gendarme ni un juez en Francia que tramite una petición de un juez español.
—Estoy dispuesto a avanzar en ese terreno, pero deben hablarlo los ministros, Felipe. Si es una cuestión de seguridad, de detalle, que se coordinen ellos.
—Deja que te enseñe algo. —Y abrió una cartera marrón de la que sacó unos dosieres.
—Creía que esto era una reunión sin papeles.
—Quiero que veas la lista. Mira, esto es sólo de este año, tengo una lista más completa, con víctimas de otros años, pero con la de 1983 será suficiente. El 2 de enero, Miguel Mateo Pastor, guardia civil: tiran varias bombas contra el convoy en el que viaja por la carretera y lo rematan con una ráfaga de metralleta. El 5 de febrero, una bomba puesta en un banco de Bilbao mata a tres empleados. El 12 de febrero tirotean a Joaquina Llanillo, de treinta y dos años, embarazada. En realidad, querían matar a su marido, que era detective, pero este sólo resultó herido. Salían de casa en Tolosa para ir a las fiestas de carnaval. El 25 de marzo ametrallan un convoy policial y muere el cabo Ramón Ezequiel Martínez. El 27 de marzo, el policía Aniano Sutil muere en San Sebastián mientras intentaba desactivar una bomba, que le explota en las manos. El 4 de mayo, en Bilbao, intentaron secuestrar a un teniente de la policía, Julio Segarra, en un aparcamiento. Mientras lo metían en el maletero, apareció un policía que no estaba de servicio, acompañado de su mujer embarazada. Como llevaba el arma, se enfrentó a los terroristas, que abrieron fuego contra él, su mujer y el teniente que intentaban secuestrar. Los tres murieron.
—Pero…
—Sigo. El 28 de mayo, los guardias Fidel Lázaro y Antonio Conejo mueren tiroteados mientras vigilan una oficina de correos en Pamplona. El 7 de junio, un pistolero entra en el bar Amaya de Azpeitia y dispara a quemarropa contra Francisco Machío, un desempleado de treinta y un años, mientras este se tomaba un vino en la barra. El 16 de junio ametrallan en Durango a Eduardo Vadillo, escolta de un teniente coronel. El 22 de junio, muere el guardia de Pasajes Juan Maldonado, con una bomba colocada en su coche. El 26 de junio, fallece Emilio Casanova, policía nacional, con una bomba colocada en el furgón policial donde viajaba en San Sebastián. Al día siguiente, 27 de junio, tirotean a Jesús Blanco, empleado del aeropuerto de Pamplona, en el portal de su casa. El 13 de julio, el policía Manuel Francisco García es tiroteado cuando volvía a su casa en Bilbao. El 23 de julio, Ramiro Salazar es acribillado en el concesionario de coches que tenía en Vitoria. El 31 de julio, Rafael Gil y Enrique Rúa, guardias civiles, son tiroteados en el puerto de Guetaria. El 5 de agosto, el policía Manuel Peronié muere mientras intentaban secuestrarlo en las fiestas de su pueblo, Oyarzun. El 5 de septiembre, Arturo Quintanilla es acribillado cuando se montaba en su coche después de cerrar el bar que tenía en Hernani. El 6 de septiembre, Francisco Javier Alberdi, comercial. También querían secuestrarlo y, al no poder, lo remataron en una calle de San Sebastián. El 16 de septiembre, el policía Pablo Sánchez es tiroteado en la estación de Urnieta mientras esperaba el tren para ir a trabajar. El 5 de octubre, el policía Manuel Benito: le dispararon en un bar de Portugalete cuando estaba fuera de servicio, tomando un vino con sus amigos. El 13 de octubre, el guardia Ángel Flores es tiroteado en la puerta de su casa en Rentería. El 15 de octubre, el guardia José Reyes: una bomba colocada en su coche lo mata mientras patrulla por Oñate. El 18 de octubre ejecutan al capitán de farmacia Martín Barrios. Este te lo sabes, ocurrió cuando lo de Hendaya, no hace falta que te explique más. El 20 de octubre, el panadero de Rentería Cándido Cuña, que tuvo la mala suerte de irse a tomar un vermú a su bar de siempre, donde le esperaban unos pistoleros. El 26 de octubre, Lorenzo Mendizábal, carnicero: le pegaron cuatro tiros mientras atendía el mostrador de su tienda en Irún, al ladito de la frontera. El 5 de noviembre, Manuel Carrasco, en Villabona, le pegaron un tiro mientras paseaba por la calle. El 9 de noviembre, el exlegionario José Ángel Martínez muere a tiros en un bar de Bilbao. El 12 de noviembre, el teniente de la marina Antonio de Vicente es tiroteado cuando volvía a su casa en Bermeo. El 26 de noviembre, José Antonio Julián, dueño de varias discotecas en Vitoria. Le dispararon mientras cerraba una de ellas. El 8 de diciembre… Mira, este me toca un poco más, porque lo mataron mientras jugaba al billar con sus amigos. A lo mejor ese día estaba yo también jugando al billar en la Moncloa, ya es puta casualidad: Francisco Javier Collado, vendedor de coches de Cegama. Al día siguiente, 9 de diciembre, matan de un tiro a Pablo Garraza, taxista de Rentería, y tiran su cadáver al lado del cementerio. Y ya acabo con los dos últimos, la semana pasada, el 15 de diciembre los dos. Uno en San Sebastián, donde se cargaron a tiros al policía Eduardo Navarro mientras patrullaba, y otro en Tolosa, en el que ejecutaron a un empresario, Francisco Arín, por no pagar el impuesto revolucionario.
—¿Puedo ver la lista?
—Es toda tuya.
—¿Esto sólo es de este año?
—Y, como puedes ver, todos los atentados han ocurrido en el País Vasco.
—Y la mayoría son policías.
—Con algún militar, sí.
—No lo puedo creer, Felipe.
—¿Sabes por qué se concentran tantos en el País Vasco? Porque es muy seguro para ellos. Ponen la bomba o pegan los tiros y salen corriendo. Cambian de coche y, en un par de horas, antes de que sepamos a quién hay que buscar, están en Hendaya. En Francia no se esconden, hacen una vida normal, incluso tranquila. En los pueblos vascofranceses los tratan como luchadores por la libertad, se sienten como héroes. Allí se recuperan, se rearman, esperan noticias y están disponibles cuando los jefes los llaman otra vez. Si no tuvieran refugio en Francia, atentar en el País Vasco sería mucho más difícil para ellos. ¿Sabes lo frustrante que es para mi ministro y para los jefes de la lucha antiterrorista saber que están allí, a dos pasos, cenando tan tranquilos en un restaurante de San Juan de Luz? ¿Sabes cómo se siente el jefe superior de policía que cada semana tiene que asistir a un entierro, sabiendo que el asesino podría estar en un calabozo en ese mismo instante si hubiera un gendarme al otro lado de la frontera que se tomara la molestia de arrestarlo? Por eso mi gobierno insiste tanto en que colaboremos, François.
—Son muchísimos muertos, Felipe, muchísimos. No entiendo cómo resiste tu gobierno.
—No es una situación cómoda. Sólo puedo decir esto en privado, pero no es fácil, y se está poniendo peor. Pregunta a tu ministro de Exteriores, consulta los informes de tu embajada: la sociedad española está harta, los militares están hartos, los policías están hartos.
—Lo entiendo, lo entiendo.
El asesinato del capitán de farmacia Alberto Martín Barrios coincidió con el intento de secuestro de Larretxea en Hendaya. Martín Barrios trabajaba en el dispensario de la capitanía de Bilbao. Un comando de ETA político-militar VIII Asamblea lo confundió con un agente del CESID. Lo secuestraron para sacarle información de inteligencia y, cuando descubrieron que sólo era un farmacéutico que, a lo sumo, podía revelarles las aspirinas y el bicarbonato que tomaba el capitán general, lo usaron para chantajear al gobierno con la liberación de presos. Como el gobierno no negoció, lo mataron. Este asesinato afectó mucho a la élite militar, que se dirigió al ministro Serra para pedirle, sin eufemismos ni medias palabras, que dejara que el ejército tomase la iniciativa en la lucha contra ETA. Durante unas semanas, esta idea cundió en más sitios, incluso en rincones insospechados. El 21 de octubre, Francisco Umbral titulaba su columna de El País «ETA / Ejército»: «El ejército es una cosa que sirve para la guerra, y en el norte tenemos una guerra». Diario 16, dirigido por Pedro J. Ramírez, abogaba por el terrorismo de Estado en un editorial: «Frente al siniestro engranaje montado en torno al santuario francés, el Estado español tiene legitimidad moral para recurrir a veces a métodos irregulares». Son citas de la prensa democrática y progresista, no de El Alcázar.
—Dime una cosa, François. Mira la lista otra vez, mírala bien. Y ahora, en vez de ver nombres españoles, imagina que son franceses, y que todas estas muertes han sucedido en 1983 en, qué sé yo, Alsacia. Imagina que hay un grupo armado con apoyo fuerte entre la población local, que le proporciona cobertura y recursos, y una base de operaciones en Alemania, donde nadie los persigue y pueden aprovisionarse de armas casi como si fueran al supermercado. Imagínatelo. ¿Qué panorama tendrías como presidente?
—Funesto.
—¿Qué pasaría en Francia?
Mitterrand dejó el dosier en la mesita y guardó un silencio teatral, quizá demasiado largo. Puede que no quisiera decir lo que iba a decir:
—El Estado se hundiría. Tanto si interviene militarmente como si intenta mantener la normalidad constitucional, la república entraría en una crisis impredecible que acabaría con ella. De verdad, no sé cómo tu gobierno aguanta ese grado de violencia, no sé cómo no se ha sublevado el ejército. Me recuerda a Argelia.
—¿Podemos contar con la ayuda de Francia?
—Sí, señor presidente, puede contar con la ayuda de Francia.
Casa del Pueblo, calle de Morronguilleta, 12, Rentería, Guipúzcoa, 20 de diciembre de 1983, 21.30. Mientras Felipe González cenaba en la embajada española en París, José María Gurruchaga y un par de compañeros trajinaban en la sede del PSOE de Rentería. Preparaban las cestas de navidad y adelantaban trabajo antes de las vacaciones. La calle estaba tranquila. A esa hora, en un día laborable de invierno, el pueblo se recogía tras las cortinas. Por eso, en cuanto oyeron voces en la calle, se pusieron en guardia. Cuando empezaron los golpes en la puerta, siempre cerrada por precaución, se levantaron de las mesas y, sin decirse nada, por instinto, se refugiaron en el fondo del local. Habían asaltado la Casa del Pueblo muchas veces, pero siempre de madrugada, cuando no había nadie. Parecía un grupo numeroso y eficaz. No les costó nada forzar la entrada. Eran jóvenes y se tapaban las caras con bufandas y pasamontañas. Iban armados con barras y palos con los que rompían todo lo que encontraban en los escritorios. Tumbaron las estanterías, destrozaron los cristales de los cuadros, esparcieron los papeles de los cajones y los pisotearon, partieron las sillas de madera contra las paredes, destruyeron a golpes las máquinas de escribir y la fotocopiadora. No hablaban, no gritaban consignas, ni siquiera parecían furiosos. Uno de los asaltantes encontró la caja de metal donde se guardaba el dinero de las cuotas, y otro se puso a cargar los jamones y las botellas de champán de las cestas navideñas. Gurruchaga y los demás se encerraron en el cuarto de baño e hicieron una barrera con sus propios cuerpos, pero la puerta era de un conglomerado muy endeble y se astilló en cuanto los encapuchados empezaron a golpearla.
—Hay que salir —dijo Gurruchaga—, y que sea lo que Dios quiera.
Abrieron súbitamente e intentaron alcanzar la salida aprovechando el desconcierto de los matones, pero no lo consiguieron.
—Este es —dijo un encapuchado, señalando al alcalde.
Dos de ellos apartaron a los compañeros y los empujaron contra la pared, evitando que auxiliaran a Gurruchaga, y el resto la emprendió a golpes con él. Le dieron en la cara y en la cabeza, en las costillas, en los lomos. El alcalde sentía los golpes, pero no el dolor. Se resistía a dejarse tumbar, aguantaba en pie por instinto, convencido de que, si caía al suelo, no saldría vivo. Se zafó del cerco con una embestida de toro y echó a correr hacia la salida. Giró a la izquierda y corrió hacia el norte, hacia el río, aullando en la carrera.
—¡Socorro! ¡Me quieren matar! ¡Socorro!
Los encapuchados le lanzaban lo que tenían a mano, pero no lo alcanzaban. Le caían cosas en la cabeza, piedras, qué sabía él, algo. Sangraba por algún sitio, tenía la cara mojada y no veía porque había perdido las gafas.
—¡Socorro! ¡Ayuda!
Se metió por la calle Viteri, donde había bares abiertos.
—¡Auxilio! ¡Me quieren matar!
Los parroquianos y los camareros se asomaron a las puertas, pero al ver a los perseguidores se quedaron en el umbral, quietos y en silencio.
—¡Socorro!
Aunque Gurruchaga corría casi ciego, sentía la parálisis cobarde de los vecinos. Cuatro de cada diez de esos desgraciados que miraban al suelo como si no pasara nada habían votado por él. Cuatro de cada diez lo querían como alcalde, aunque también asistirían a su muerte sin inmutarse. Luego, apurarían su vino, pagarían la ronda, se marcharían a casa, cenarían en familia (¿qué ha pasado hoy? Nada, mujer, lo de siempre) y verían un rato Estudio estadio antes de meterse en la cama.
Al llegar a la carretera, paró un coche. El conductor hizo ademán de abrirle la puerta, pero los perseguidores gritaron:
—Que nadie lo ayude. El que ayude a este perro ya sabe lo que le espera.
El coche aceleró, perdiéndose en las negruras del puerto de Pasajes, y los que venían detrás sortearon el bulto sangrante del alcalde, que ya no tenía resuello para correr. Los perseguidores tampoco. Gurruchaga siguió la carretera hacia San Sebastián y alcanzó la curva que llaman el Alto de Capuchinos. Allí, un tipo junto a un coche parado con el motor y los faros encendidos le gritó:
—José María, ven, José María, aquí, corre.
Gurruchaga aceleró el paso, creyendo que era uno de la banda, pero se dio cuenta de que no iba encapuchado, se le veía bien la cara bajo la farola. Aflojó la marcha y reconoció a un compañero de la UGT.
—Venga, José María, deprisa, que vienen, sube al coche, rediós.
El compañero lo llevó a San Sebastián, donde le curaron las heridas. Mientras tanto, la policía nacional, alertada por algún militante socialista, había tomado la Casa del Pueblo y dio un parte a la prensa, que se puso en marcha para incluir la noticia en las últimas ediciones. Cuando los periódicos vascos llamaron a la policía local de Rentería para reunir datos, un portavoz les respondió que no les constaba ningún incidente:
—Algo ha debido de pasar en la Casa del Pueblo, sí, pero nada grave.
Nunca pasaba nada grave.
El PSOE vasco y la UGT enviaron a la prensa un comunicado escrito con una rabia impropia de la retórica blanca de estas situaciones: «Los mal llamados defensores del pueblo han destruido nuestra casa, la de los trabajadores. Ya va siendo hora de otra cosa. Los socialistas estamos hartos. ¿Hasta cuándo soportaremos a estos fascistas? ¿Hasta cuánto soportaremos el clima de terror y chantaje? A nadie sorprendería una batalla campal en Rentería. Los jóvenes discípulos de Hitler hacen uso de sus métodos, apaleando a ciudadanos elegidos democráticamente por el pueblo. No dudamos de que el pueblo les pedirá cuentas y llegará el día del ojo por ojo y del diente por diente».
Mientras Felipe celebraba en silencio, sin brindis ni alardes, como era propio de él, que Mitterrand había empezado a entender el problema, miles de militantes y cargos socialistas vascos mascaban una rabia honda y reclamaban el ojo por ojo. En el palacio del gobernador de Guipúzcoa, en los cuarteles de la guardia civil de Intxaurrondo e incluso en las casas de algunos de los parroquianos que no se atrevieron a pasar del dintel de los bares, se cocía el mismo odio que había llevado a Francisco Umbral a pedir la intervención militar.
Plaza del Sol, puerto de Sagunto, Valencia, madrugada del 28 de diciembre de 1983. La comisaría, un edificio amarillo de tres plantas en el lado oeste de la plaza, había recuperado su autoridad. Durante horas, fue chiquita, una casa acobardada que suplicaba no más, por favor, no más tuercas lanzadas con hondas, no más adoquines, no más bolas con tachuelas. Los obreros le habían tirado con todo, y en la acera humeaban los restos calcinados de tres coches patrulla. La rabia también se enfriaba al compás del fresco de la noche, y poco a poco el pueblo se iba resignando, porque era el pueblo entero, todo Sagunto, el que aceptaba la derrota por sueño. Los helicópteros daban vueltas y bombardeaban haces de luz sobre las calles oscuras, las farolas rotas por las pedradas. Los refuerzos llegados de Valencia se montaron en las furgonetas y enfilaron la salida del puerto. Desde los estribos, algunos policías dispararon pelotas de goma y botes de humo contra las fachadas, como una venganza sin ganas. Un pequeño cordón se quedó en la plaza, rodeando la comisaría. Las últimas detonaciones se oyeron en la carretera del puerto. Los obreros no respondieron. No quedaban cristales por romper.
Lo negarán, comentaban de camino a casa. Dirán que no fueron ellos, que fuimos nosotros. O que fue un accidente. ¿A quién no se le dispara una pistola sin querer? Había mucha tensión, insistirán. Los policías tenían miedo, no sabían reaccionar, se vieron desbordados, etcétera. Lo que quieran, pero le habían metido un tiro. Decían que en la ingle, por poco lo dejaron sin huevos. Cuando llegó al hospital, aún tenía la bala dentro, en el culo, decían, o en un glúteo, por ser finos. Pobre Manolo, un electricista, un buen compañero que a lo mejor ya no podría trabajar. Lo despidieron a tiros.
Arrastrando los pies, los obreros se desperdigaron por el damero de casitas. Se decían con los gestos lo contrario de lo que gritaban en las asambleas. Pronto llevarían un año de guerra, y no estaban más cerca de ganar que cuando empezaron. Habían plantado cara, habían mantenido la producción cuando les ordenaron parar, habían demostrado que su firmeza era tan dura como los raíles de tren que salían de la fundición, pero había que empezar a pensar en el adiós. Habían disparado a un compañero, habían mandado helicópteros y camionetas de policías desde Valencia y les habían repartido estopa sin miramientos. A los enfermeros del sindicato se les habían acabado las vendas esa noche, y en la casa de socorro no dieron abasto para coser cabezas. Era el momento de asumir la derrota y de perder sin perder demasiado.
El puerto de Sagunto era un arrabal amontonado de casitas que sustituyeron a las chabolas de principios del siglo XX, cuando unos vascos fundaron el puerto y empezaron a montarse fábricas. Siempre fue triste, pero veinte años antes tenía cierta alegría proletaria, cuando la siderurgia funcionaba a toda máquina y miles de familias ganaban unos sueldos bastante generosos para lo que era normal entre los obreros españoles. Los saguntinos, gentes de toda España, mezcla de acentos y apellidos regionales, formaban una aristocracia proletaria que, a cambio de un trabajo inhumano que fundía los huesos y el alma, vivía razonablemente bien. Durante un tiempo, ese arrabal fue una comunidad amable y laboriosa, con niños repeinados que recitaban las tablas de multiplicar en escuelas nuevas y amas de casa que llenaban el carro en un mercado municipal pródigo. En cuanto llegaba el buen tiempo, los domingos comían en la playa de Canet, con sandía y vino con gaseosa. Había mundos mejores, pero aquel no estaba mal. Llevaban aún trazas de hambre en el estómago y muchos recordaban bien cómo había que lanzar la trilla contra el viento en la era.
Las cosas empezaron a torcerse diez años atrás, cuando la crisis del petróleo. El acero de Sagunto, decían, no era competitivo. Vendían la producción por debajo de su coste. Cada ejercicio agrandaba la ruina de la empresa. Se hartaron de oír esa palabra: competitivo. Ellos tampoco eran competitivos. Ganaban demasiado dinero, les decían los jefes, que no eran los dueños, porque aquello era del Estado, como todos los altos hornos. Esos jefes que se quejaban de lo obsoleto y caro que era todo pasaban un tiempo en Sagunto, el suficiente para decidir que no les gustaba, y se iban a otro destino, a decir a otros que cobraban demasiado y eran improductivos. Esos jefes, vaya, sí cobraban lo justo. Tal vez demasiado poco, pues es muy trabajoso decirle a un obrero que lleva veinte años fundiendo raíles de tren y ha templado con sus brazos la mitad de las vías de la Renfe que el chollo se le va a acabar.
El 28 de octubre de 1982, casi siete de cada diez votantes de Sagunto eligieron a Felipe. El PSOE volvió a ganar en las autonómicas y municipales de 1983, con más del cuarenta por ciento de los votos, aunque, para entonces, ya había empezado la guerra. Los obreros del metal luchaban contra un enemigo al que votaban en masa. Se volcaron con la candidatura de Joan Lerma, primer presidente de la Generalitat Valenciana, pero también estuvieron a punto de lincharlo cuando intentó dar un mitin en el cine Oma, y un escolta tuvo que abrirse paso disparando al aire. Esa esquizofrenia se expresaba en el propio partido. El alcalde de Sagunto, Manuel Carbó, era un obrero siderúrgico que fundó la UGT en el pueblo y apoyaba con toda su fuerza la lucha de sus compañeros. Tenía muy claras sus lealtades. El presidente de la diputación provincial, Manuel Girona —que también era de Sagunto, aunque estaba más cerca de la izquierda caviar y nacionalista—, no traicionó a sus vecinos ni a su pueblo y se enfrentó a su partido sin un gesto de duda. Frente a ellos, el servilismo de Joan Lerma —que sostuvo sin el menor remilgo los planes del ministerio de Solchaga de cerrar los altos hornos y se apuntaba de vez en cuando al discurso defensivo, según el cual los sindicatos se aliaban con la derecha contra el gobierno— sonaba mucho más vil.
Pocos sucesos ilustran tan bien la parálisis política y emocional que vivían los españoles en 1983 como la lucha de los metalúrgicos de Sagunto: la rabia y la esperanza se estampaban en el mismo muro socialista. Contra Felipe y a favor de Felipe.
Aunque la UGT se había levantado en rebeldía, el sindicato mayoritario de los altos hornos era Comisiones, y los delegados sindicales eran militantes del PCE, que tenía una buena base social en Sagunto, sobre el veinte por ciento de los votos. Los comunistas no participaban de la catatonia ugetista. Ellos tenían muy claro que el gobierno era el enemigo de clase y que el PSOE era un partido burgués, aunque hubiesen concurrido con él en el ayuntamiento, pero esta lucidez ideológica sólo afectaba a los líderes. La protesta era amplísima e implicaba a toda la sociedad. Nadie era ajeno a la lucha: desde el tendero hasta el párroco, pasando por los carteros, los funcionarios de aduanas del puerto y el dueño del merendero que preparaba arroces bajo un toldo los domingos. Salvo los policías de gatillo flojo de la comisaría amarilla, no había un saguntino que no se tomara la historia como una cuestión personal. Por eso no se podía politizar y ninguna soflama sindical borraba la esperanza de que Felipe los salvaría del propio Felipe.
En julio de 1984, Miguel Boyer y Carlos Solchaga culminaron la obra de sus vidas, la Ley 27 / 1984, de 26 de julio, más conocida como la ley de reconversión industrial. Año y medio de fatigas que condensaban lo que para unos era el trabajo más sucio del gobierno y, para otros, el servicio más noble y patriótico, la herramienta que permitiría que España funcionase. Treinta y ocho artículos, dos disposiciones transitorias, cuatro adicionales y cinco finales que ocupaban seis antipatiquísimas páginas del Boletín Oficial del Estado a dos columnas. Un texto relativamente escueto para una de las leyes más importantes de la historia de España, que se proclamaba casi sin querer, en verano (el rey la sancionó en Mallorca, de vacaciones), como si fuera un trámite sin importancia.
Para Boyer y Solchaga era un triunfo a medias. Su mera aprobación, en contra de la mayoría del PSOE y de toda la UGT, era un hito que no se habría logrado si Felipe no hubiese seguido un consejo que le dio Olof Palme una vez: en caso de conflicto en el gobierno, escucha a todos tus ministros, y luego da la razón al de Economía. Esto funcionaba en el noventa por ciento de las discusiones. Había un diez por ciento a discreción del presidente, que debía conceder una victoria al resto de los ministros para que no se sintieran siempre derrotados. El poder era ese diez por ciento, el regalo gracioso a quien no tenía razón.
El dúo económico había impuesto su plan, aunque sin el músculo suficiente. Para transformar la industria española hacía falta dinero, y Boyer y Solchaga llevaban desde octubre de 1982 convenciendo a las empresas y a los financieros de que debían hacer un esfuerzo, de que tenían que invertir y facilitar inversiones de los mercados extranjeros. Nadie les hizo caso. No consiguieron ningún capital privado. Tan sólo llegaron a un compromiso con la banca, a la que obligaron a crear un coeficiente de inversión. El resto de los fondos eran públicos y procedían de los organismos de crédito oficiales. Con ellos pensaban financiar, entre otras cosas, los costes de setenta mil despidos hasta el año 1990.
La reconversión no era una ley de choque. Se situaba a medio camino entre la revolución y el no hacer nada, y reconocía una realidad heredada de los años desarrollistas y agravada por las crisis: las grandes empresas públicas del INI, que congregaban toda la potencia industrial del país, eran una carga gravosísima para el Estado. Si no se soltaba, acabaría por hundirlo, llevándose toda la economía por delante. Astilleros, altos hornos, minas: nada de eso cabía en la España del futuro. El problema inmediato era que el PSOE había prometido ochocientos mil puestos de trabajo en su programa electoral, y un año y medio después aprobaba un plan para suprimir setenta mil. Para algunos socialistas, especialmente para Alfonso Guerra, aquello sabía a cicuta.
Los consejos de ministros de los miércoles eran cada vez más agrios. Solchaga y Boyer eran impertinentes y altivos, sobre todo con Guerra, de cuya boca salían saetas untadas en vitriolo. Empezaba a ser frecuente que el consejo de los miércoles coincidiese con los viajes de Estado de Felipe, por lo que Alfonso presidía en funciones, ocupando la cabecera de la mesa como si interpretase a Séneca. Esos consejos eran más tensos. Aunque Felipe no mediaba en las discusiones, su presencia obligaba a cierto decoro. Sin él, Guerra apuntalaba su autoridad de primus inter pares tirando de sarcasmos.
El gabinete estaba lleno de universitarios que dominaban las materias de las que trataban o se aplicaban a ellas con rigor, y no vencía el ministro más elocuente, sino el de la carpeta más gruesa. Pero esta tecnocracia no ahogaba los debates. En los turnos de palabra, Boyer aprovechaba para pedir más ímpetu en unas reformas económicas que el partido y el sindicato no se animaban a hacer. Tras uno de aquellos discursos, Guerra replicó:
—El señor ministro de Economía nos quiere roer los ojos, como el águila de Prometeo.
—El águila de Prometeo —respondió Boyer con la cabeza alta y muy despacio— roía el hígado, señor vicepresidente del gobierno.
—Sería el Prometeo de Kafka.
—Yo no puedo suscribir esa tontería: le estoy hablando de Hesíodo, si es que sabe usted quién fue.
No siempre quedaba en ridículo Guerra. Otras veces, acertaba con la cita y la clavaba en los lomos de Boyer como una banderilla, pero los hígados y los ojos de Prometeo quedaron para el anecdotario que se labra en mármol.
Aquella ley fue una derrota más dolorosa que cualquier pulla erudita de Boyer. Hasta su proclamación, Guerra podía pasearse por los comités de la UGT para desmentir a Solchaga, burlarse de Boyer y cantar saetas de Miguel Hernández antes de que sonase «La Internacional». Después de la ley, sólo le quedaban las nanas de la cebolla.
Se abría un horizonte de cientos de Saguntos: Vigo, Ferrol, Gijón, Puerto Real o Cartagena iban a sufrir lo que ya habían sufrido los obreros en Gales, en el norte de Francia o en el Ruhr: la sensación sobrante, el reproche de ser parte de un pasado que el futuro no podía digerir. Buen trabajo, muchachos, pero es hora de que recojáis vuestras pensiones y descanséis. Echad una quiniela, jugad al fútbol con los chavales, cultivad las aficiones. No os encerréis en casa, que la cabeza da muchas vueltas, y no dejéis pasar las horas muertas en el chigre o la taberna. Apuntaos a los cursos del paro, reciclaos, sacaos el graduado escolar. Aprended inglés, coño.
Todo eso decía la ley cuando se leían sus artículos en esas ciudades medianas que, sin sus obreros, no tenían otra cosa que hacer que escuchar la música de las tragaperras en el bar. A Bilbao y a Barcelona les iría un poco mejor, pues la tragedia se diluiría en su enormidad, pero el paisaje de los demás enclaves industriales se iba a transformar de arriba abajo. En la UGT olían ya la gasolina y el caucho quemado de las barricadas, y los obreros preguntaban a los liberados sindicales de qué lado de la calle se iban a colocar. El pueblo que menos de dos años antes le gritaba a Felipe en las plazas de toros que quería un hijo suyo —ese pueblo que, según la derecha, iba a tomar los palacios y expropiar las urbanizaciones— se encaminaba a la pira sacrificial. Sagunto sólo fue el prólogo.
Aeropuerto de Barajas, Madrid, 19 de mayo de 1984.
—Me gritaban tío bueno, Felipe, tío bueno. ¿Qué significa tío bueno?
Felipe miró a la traductora:
—Tradúceselo, anda.
—Tío bueno, bedeutet heisser Typ.
—Heisser Typ? —La carcajada le sacudió tanto el corpachón que los escoltas creyeron que el canciller se caía.
—No sé de qué te extrañas, Helmut. Estás para mojar pan.
La traductora se azoró y le susurró a Felipe:
—No sé si existe una frase hecha equivalente en alemán.
Helmut Kohl le tocó el brazo y le dijo en alemán que no se preocupase, que lo había entendido. Y siguió:
—Íbamos por una de esas calles maravillosas de Toledo, hacia la sinagoga, y Hanne se paró en el escaparate de una confitería. Ahí nos quedamos, como dos bobos, viendo esos pasteles que no nos atrevíamos a comprar. Los que estaban dentro de la confitería se asomaron, y empezaron a gritarme eso: «Tío bueno».
—España te quiere, Helmut.
—Gracias, de verdad, han sido unos días deliciosos.
—Espero que lo hayáis pasado bien. Era imposible corresponder a la visita del año pasado, pero hacemos lo que podemos.
—¿Te acuerdas de Berlín? Fue buena idea ir a Berlín, sí. No te lo agradeceré lo bastante, Felipe.
—Bueno, que tengáis buen viaje. Hannelore, vigila a Helmut, que está hecho un donjuán. Se va a llevar a una toledana de polizona.
Hannelore sonrió e hizo un gesto de apremio: necesitaba sentarse, quería subir al avión. Un poco avergonzados por su descortesía, los presidentes acortaron las despedidas y disolvieron los séquitos.
Mientras el avión de la República Federal de Alemania maniobraba en busca de la pista de despegue, Felipe celebró en silencio una amistad insospechada que, para muchos, traicionaba a Willy Brandt, a quien debía tantísimo. Había conocido a Kohl siendo presidente. Pese al incordio de hablarse con traductores —con Brandt hablaban en francés—, conectaron como pocas veces conectan dos hombres constreñidos por las corbatas y los besamanos del poder. Con Helmut todo era fácil. Tenía un lado sentimental de gran oso del Rin que propiciaba el abrazo. Para algunos, el poder es un peso que encorva y deforma el cuerpo. Para otros, es una cuestión de expresión corporal. Kohl había metabolizado el poder de Alemania, lo llevaba en la sangre, en las grasas y en las canas.
Le sacaba a Felipe doce años y apenas tenían nada en común. Helmut Kohl había vivido la guerra de niño, había sido reclutado por la Wehrmacht a los quince años, en plena derrota, y se había casado con una mujer traumatizada a la que unos soldados soviéticos violaron cuando tenía doce. De aquel crimen, a Hannelore le quedaron las pesadillas y una vértebra rota que nunca se curó y que fue causa de dolores crónicos y varias enfermedades. Cuando conoció a Helmut, ella tenía quince años, y él, dieciocho. Desde entonces no se habían separado. Hannelore acompañó a Helmut en todos los pasos de una carrera política plácida y conservadora, que consistía en escalar cargos, no en discutir con exiliados ni fundar democracias. No podían ser más distintos, Felipe y él, y la amistad de aquel con Brandt los distanciaba aún más, pero las amistades aparecen, no se planean.
Hasta entonces, la influencia internacional de Felipe, pese a ser intensa, no había salido de su campo ideológico. Era una voz importante en la Internacional Socialista, y durante un viaje por Colombia en 1977 un periodista bromeó, a cuenta de su popularidad allí: les recordamos que el señor González no se presenta a las elecciones colombianas. Desde 1982, sus pares extranjeros ya no eran sólo compañeros de partidos hermanos ni dictadores que no se aflojaban ni se afligían, sino los primeros ministros y cancilleres de los países de Europa, con quienes debía entenderse sin considerar las concordancias políticas.
La barrera más alta era la edad. Felipe tenía cuarenta y dos años en 1984. Era, con diferencia, el líder europeo más joven. El segundo, el italiano Craxi, le sacaba ocho. Los demás, una media de quince o veinte, desde los doce años que se llevaba con Kohl hasta los treinta y uno que lo separaban de Bruno Kreisky: Margaret Thatcher tenía diecisiete más; Olof Palme, quince; Mário Soares, dieciocho, y François Mitterrand, veintiséis. Todos eran políticos viejos, con biografías que ocupaban varios tomos y una experiencia del poder y de la democracia incomparables con la suya, pero también eran las únicas personas del mundo con las que podía entenderse.
La diferencia de edad forzaba cierto paternalismo. Sobre Felipe caían a menudo consejos en forma de aforismos acerca del arte de gobernar. En Berlín, Kohl le dijo:
—Se gobierna con millones de votos, pero se vive con un grupo muy pequeño de amigos leales.
En 1983, Felipe viajó a la Alemania occidental y aceptó la invitación de Kohl para visitar Berlín, con la oposición clara del ministro de Exteriores, Fernando Morán, que pensaba que un viaje así, a lo Kennedy frente al muro, podía interpretarse como una toma de partido de España por el bloque atlántico. Morán viajaba con frecuencia a Moscú para persuadir a los soviéticos de que España saldría pronto de la OTAN, tal y como el PSOE prometió en las elecciones, y se garantizaría su neutralidad en la guerra fría. Pero Felipe, tras unos meses en la Moncloa, ya no lo veía tan claro. El trato con Kohl le había cambiado tanto la perspectiva que se atrevió, por primera vez, a separar su traje de presidente de España del de secretario general del PSOE. Vestido con el de jefe socialista, dijo aquel famoso «OTAN, de entrada, no», cuando Calvo-Sotelo firmó la adhesión y la oposición de izquierda se revolvió en bloque, formando una ola que lo empujó a la Moncloa en octubre de 1982. Vestido de presidente, apoyó a Helmut Kohl, que había pedido un despliegue de 572 misiles estadounidenses en su país, en respuesta al despliegue de proyectiles soviéticos al otro lado del telón.
El primer pasmado fue Morán, ministro de Exteriores, que se enteró de ese apoyo en la rueda de prensa donde el presidente lo anunció. Los segundos pasmados fueron los compañeros socialdemócratas alemanes, que sólo aceptaban el despliegue si se repartía por varios países de Europa y no sólo por Alemania. Los terceros pasmados, Los Verdes, cabezas políticas de los movimientos pacifistas que marchaban por las capitales —también las españolas— contra el belicismo de la OTAN. Los cuartos pasmados fueron los compañeros del ala izquierda del PSOE, profundamente antiamericana y antiatlantista.
Kohl le hizo entender las razones defensivas de Alemania y lo incitó a compartir su destino. Era aquel un momento delicadísimo de la guerra fría. Las conversaciones sobre desarme se echaban a perder y una URSS gerontocrática y herida en Afganistán apretaba el dogal a sus países tributarios, sobre todo Polonia y Alemania oriental. El tablero del mundo se veía muy distinto desde el despacho del presidente y con los ojos de otros presidentes.
—Presidente, ¿quiere asomarse al muro?
Se lo preguntó Guido Brunner, embajador de la República Federal de Alemania en Madrid, que le había acompañado en el viaje y lo guiaba por lo que quedaba del Reichstag. Sí, claro que quería asomarse, pero no mucho, por no propiciar una foto. Bastante lío se había montado ya. Brunner lo llevó a una ventana discreta y le enseñó los lienzos cubiertos de grafitis y las torres de vigilancia con soldados orientales. Qué tristura. Le recordó a los cielos bajos de Bruselas que tanto lo deprimieron cuando estudiaba el posgrado. Seis años antes, en su primera visita a Moscú, entonces como líder de la oposición española, dijo algo que, con el tiempo, los felipólogos interpretaron como el primer síntoma de conversión capitalista:
—Prefiero el riesgo de morir apuñalado en el metro de Nueva York que tener que vivir en Moscú.
Estaba orgulloso de la redondez de la frase. La citaban mucho, y con cada cita se reafirmaba en ella, cobraba ya forma de inscripción en mármol y divisa.
Muchos de sus compañeros y algunos de sus ministros preferían vivir en Moscú. Una mayoría de la izquierda sentimental se sentía más afín a Moscú que a Nueva York, pero él contemplaba el muro de Berlín desde el lado correcto, lo tenía clarísimo, y no podía engañarse haciendo equilibrios con los carcamales soviéticos, como hacía Morán. Entrar en Europa significaba permanecer en la OTAN, eran dos compromisos simétricos. Kohl lo entendía bien. Por desgracia, no era a él a quien tenía que explicárselo.
Cuando el avión oficial del canciller de la Alemania occidental despegó hacia el cielo limpio de Barajas, Felipe subió al coche y, en el camino hacia la siguiente cita de la agenda, repasó los detalles de lo que iba a anunciar: no —diría—, el Partido Socialista no prometió sacar a España de la OTAN, sino convocar un referéndum. Ahí estaba el compromiso democrático. No había promesas incumplidas, al contrario.
Embajada de España en Venezuela, avenida Mohedano, Chacao, Caracas, 7 de agosto de 1984. Rosa Montero era más famosa que la Coca-Cola, y tal vez la entrevistadora más original y popular de España, pero ni su fama ni su currículum bastaban para cumplir el encargo del periódico. Y eso que El País había jugado un poco sucio y le había asignado a Pablo Juliá como fotógrafo, con la esperanza de que Felipe González no le negaría una exclusiva a su amigo sevillano. O conocían poco al presidente o confiaban demasiado en las habilidades chantajistas de Juliá. Felipe aceptó que los acompañaran en el avión, pero, una vez en Venezuela, cada uno por su lado. Tras la cena de bienvenida del presidente Carlos Andrés Pérez, la familia González-Romero pensaba perderse en la selva, en busca de unos indios por cuya cultura sentía Carmen Romero mucha curiosidad. Y habría playa para los niños, y aburrimiento, mucho aburrimiento, todo el que no se permitía en la Moncloa. Serían unas vacaciones sin cámaras ni periodistas ni políticos. Para demostrarles que no tenían nada que hacer, Felipe leía ostentosamente un libro, reclinado en su butaca del avión, como restregando la portada por la cara de Rosa y Pablo: Contra los periodistas y otros contras, del —oh, paradoja— periodista austriaco Karl Kraus.
En la crónica que Montero escribió, Felipe aún no se había relajado y hablaba demasiado de política. No lo puede evitar, escribía la cronista, sueña con dormir todo el día en una isla, pero a las dos frases le salen la lucha contra ETA o las negociaciones para entrar en Europa. Lleva una gavilla de folios, porque quiere aprovechar el viaje para escribir algo. Ni memorias ni diario, le aclara a la periodista, quien transcribe:
—Las memorias son todas mentirosas. Lees las autobiografías de las gentes y te admiras: son siempre los demás los que se equivocan, nunca ellos. Pero, oiga, ¿no se ha acostado usted nunca sintiéndose un malvado? Yo sé que me he equivocado algunas veces, pero, como no me gusta reconocerlo públicamente, prefiero no escribir nunca mis memorias.
Muchos años después, le oí algo parecido, pero más matizado: ya no le importaba reconocer públicamente sus errores.
Al aterrizar, cumplió su amenaza. Un coche del gobierno de Venezuela los recogió en Maiquetía para llevarlos al palacio de Miraflores, y la pareja de reporteros se fue a un hotel.
—Os deseo mucha suerte —se despidió Felipe.
Empezaba entonces un juego del escondite por toda Venezuela para volver a Madrid con el premio de una foto y una entrevista exclusiva de las vacaciones presidenciales. Al fotógrafo se le ocurrió tantear en la embajada. Tal vez algún funcionario con la lengua floja, a cambio de unos whiskies, les daría una pista sobre el itinerario de Felipe, que podía perderse para la prensa, pero no para el servicio diplomático encargado de su seguridad.
Al llegar, el policía de la puerta los recibió con una sonrisa:
—Han dejado un sobre para ustedes.
Bajo el membrete de la embajada se leía «Para Pablo Juliá». Dentro, una nota manuscrita: «Querido Pablo: voy ganando, no lo vais a conseguir. Firmado: Felipe González».
Pero lo consiguieron. El rastro de la familia González-Romero era demasiado público, lo llamaban demasiadas veces desde España y acaparaba demasiada atención en Venezuela, donde había periodistas desplegados por todas partes. En la misión capuchina de Kavanayén, casi en la frontera con Brasil, Felipe se rindió en buena lid a la persecución de sus amigos y consintió hacerse unas fotos y que Rosa mandase unas líneas a Madrid. Su testimonio es precioso, porque es uno de los pocos documentos que retratan la mezcla de intimidad y oficialismo en que se había convertido la vida familiar del presidente. Escribió Montero en El País:
Carlos Andrés Pérez le telefoneaba casi todos los días, pero sin suerte: no le encontraba. Betancur llamó también mucho, pero con más habilidad o fortuna: le pilló siempre. A Felipe González le propusieron asistir a la toma de posesión del presidente ecuatoriano, en torno a la cual se ha montado una minicumbre política. Pero el presidente declinó la invitación y, para su alivio, no hubo mayores insistencias. Mientras tanto, en las cataratas de Canaima, enclave selvático al que Felipe González tenía que haber llegado el martes pasado, hacen guardia los periodistas, que a estas alturas deben estar florecidos por la doble influencia de la fecundidad de la selva y la larga espera. Pero cuando dejó la isla, el viernes pasado, Felipe González cambió de planes: en vez de alojarse en Canaima se trasladó cien kilómetros más al sur, a Kavanayén, una misión capuchina situada en la gran sabana, cerca ya de la frontera con Brasil. Allí, en ese rincón inaccesible conocido por los venezolanos como el mundo perdido, hay una casa presidencial, un modesto y bonito chalet que fue construido hace diez años, cuando el democristiano Rafael Caldera estaba en el poder. Montañas de formas imposibles, mesetas desoladas, valles conquistados por la selva: Kavanayén es un paraíso remoto en el que sólo existe la misión y un puñado de casas indígenas, la tribu de los pemones.
Un territorio olvidado que vivió un verdadero zafarrancho de combate para preparar la visita presidencial. Desde el día anterior empezaron a llegar las provisiones y unidades del Ejército venezolano. Los misioneros, que mantienen allí un internado de enseñanza primaria, se despepitaban intentando alojar a tanta gente. El padre Tirso, un santanderino de setenta y seis años, que lleva cincuenta y dos en Venezuela, corría de arriba para abajo, barbudo y estupendo, supervisando todo. El marchoso padre Julio, que tiene treinta y nueve años, arrimaba el hombro en las tareas duras, como la de acarrear literas. «¿Qué le parece a usted que me ponga el hábito para recibir al presidente?», preguntaba el padre Tirso, que viste comúnmente con camisa y pantalones.
Sin cámaras, periodistas ni políticos, se habían dicho. La familia González-Romero sólo se libró en aquellas vacaciones de los terceros, y ni siquiera.
Palacio de Congresos, Madrid, 16 de diciembre de 1984.
—Así pues, compañeros, no hay más cojones que estar en la OTAN.
La mitad del auditorio aplaudió a Pepote, entonces conocido ya como José Rodríguez de la Borbolla, segundo presidente andaluz socialista. La otra mitad se cruzó de brazos o silbó, pero por dentro reconocían que había sido una forma efectiva y catártica de terminar un discurso. No hay más cojones, repitieron, a modo de excusa. No era que ellos se hubieran vuelto proamericanos y belicosos. Las circunstancias venían así y había que aceptarlas. No había más cojones.
Ganaron los de los cojones, a pesar de los discursos contrarios que recordaban el compromiso histórico del PSOE con la paz y contra el imperialismo yanqui. Ni Pablo Castellano, portavoz de Izquierda Socialista, ni Nicolás Redondo, ni el alcalde de Madrid, Tierno Galván, todos ellos oradores más brillantes y persuasivos que Pepote, convencieron a los delegados del trigésimo congreso del PSOE de sacar a España de la OTAN. Ganó Pepote porque, por su boca, hablaba Felipe, y Felipe había dicho que no había sitio ya para sentimentalismos con acné, que gobernar era un trabajo de adultos y que los adultos se tragan la comida del plato sin rechistar. La ponencia que proponía salir de la alianza se rechazó por mayoría (394 votos en contra, 266 a favor y 26 abstenciones), lo que dividía el partido en dos bandos asimétricos y lo pringaba de desencanto. Se convocaría un referéndum que nadie quería convocar, para defender una postura que nadie quería defender. No había más cojones. O eso decía Pepote.
Hotel Ritz, plaza de la Lealtad, 5, Madrid, 18 de diciembre de 1984, 22.00. Parecía una boda, pero era un divorcio. Los salones del hotel, las corbatas de los señores, los trajes de las señoras, la pompa de plata antigua y las tarjetas con el nombre en las mesas redondas engañaban tanto como los discursos, cargados de palabras con frente y envés. Los mirones finos prestaban atención a cómo se decían, no al qué. Presidía el jurado Carlos Luis del Valle-Inclán, hijo de Ramón María y marqués de Bradomín. A los cronistas les habían dado el esperpento escrito.
Se juntaban bajo los cielos del Ritz dos familias doloridas. Apenas seis años antes se habían reunido en un campo de fútbol para jugar una pachanga de concordia, y hasta 1982 compartían sobremesas y madrugadas, novias y secretos. Los unos eran padrinos de los hijos de los otros, se regalaban puros y se ponían motes.
Venían de pasar unos días malos, a cuenta del recién clausurado congreso del PSOE. Para muchos comentaristas, había sido un paripé soviético en el que los apparátchiki felipistas habían impuesto sus tesis a un partido deslumbrado por su propio poder. El columnista de Abc Lorenzo Contreras lo había llamado «congreso del pesebre», porque la mayoría de los delegados eran también cargos públicos que, según Contreras, votaban a favor de la OTAN por la paguita o porque no les quedaban más cojones, como decía Pepote.
—Cree el ladrón… —dijo Felipe en la tribuna, el día que salió el artículo—. Este sí que es un pesebrista. Este sí que se vende por unas monedas y nos cuenta lo que quieren sus amos.
Tal vez fue el calor del congreso, que obligaba a dejar el traje de presidente en la Moncloa y volver a la chaqueta de pana del militante. Entre compañeros, ahumados por las brasas medio tibias de una clandestinidad aún cercana, olvidado de quién era, ladró como si estuviera en Suresnes. Pidió perdón un par de días después. Un perdón murmurado y sin temple: agitó la mano y dijo que ya estaba bien, que una mala tarde la tenía cualquiera.
Eran demasiadas malas tardes, aunque ninguna tan gruesa como aquella. Alfonso Guerra había tomado por costumbre criticar los «editoriales anónimos sin firma» de los periódicos (al vicepresidente le gusta que los anónimos lleven firma, se burlaban los periodistas) y no era raro que los comentaristas políticos se encontrasen en la mesa de la redacción una carta con membrete de la Moncloa en la que el presidente, siempre a título personal y jurando sobre la sagrada libertad de prensa, matizaba o discutía sus últimas columnas. A veces, la cortesía apenas disimulaba la rabia. Incluso entre los periodistas más afines, los que alguna vez brindaban en la bodeguilla y los que habían viajado en el autobús electoral de 1982, cundía la sensación de que Felipe leía y comentaba demasiado las críticas al gobierno. Si el presidente hubiera usado frases de boxeo en vez de taurinas, habrían dicho de él que era un mal encajador, y los púgiles que no encajan bien acaban cayendo, por muy buena pegada que tengan. Dicho en la lengua de Torrijos: si te afliges, te aflojan.
Aquella noche, dos días después del congreso del pesebre, Felipe González entregaba el premio Francisco Cerecedo al director de opinión de El País, Javier Pradera, y en nombre de Cuco, el que murió en brazos de Felipe una noche de 1977 en Bogotá, los periodistas y los políticos del gobierno fingían que seguían siendo tan amigos como cuando jugaban al fútbol en honor de la Constitución.
Pradera se tomaba el premio como un disparo en la pierna. Se lo había dado Eduardo Haro Tecglen, que se oponía al candidato predilecto del jurado, José Antonio Novais, con quien estaba enemistado desde los días en que ambos compartieron redacción en el diario España de Tánger. En el almuerzo donde fallaban el premio, Haro propuso a Pradera y todos aplaudieron. Al enterarse, el premiado se ciscó en los honores: era un premio que entregaba Felipe, por lo que, a ojos de España, era un premio que le daba Felipe. Peor que eso era tener que salir a la luz, hablar en el Ritz, que le pusieran nombre y cara. Lo estaban sacando de la clandestinidad por segunda vez. A Pradera lo conocían los escritores y los intelectuales, no el público. De hecho, costaba justificar un premio periodístico a un autor que tenía muy poca obra periodística, pues casi toda la había escrito anónima sin firma, como le disgustaba a Guerra. Desde su rincón de editor exquisito y editorialista puntilloso, cultivaba una relación compleja con Felipe, que lo buscaba para escuchar sus críticas, como hacía a veces con Rafael Sánchez Ferlosio, cuñado de Pradera. Pesaba mucho la afinidad literaria con Carmen Romero, que participaba en algunas tertulias de Madrid y lo apreciaba como el factótum cultural que era. Cenaban a menudo, se veían en Cádiz, en la playa, y conversaban sin tasa, hasta que algunos maliciosos empezaron a ver en el editor a un Rasputín venenoso que calentaba demasiado la cabeza del presidente y de su mujer.
Sin renunciar a su posición áulica, Pradera ejercía de Pepito Grillo desde las páginas editoriales, en comandita con el director, Juan Luis Cebrián. No sólo pedían la dimisión del director general de televisión, Calviño, acusado de ser el brazo ejecutor de Guerra en Prado del Rey, sino que cuestionaban la capacidad de algunos ministros, como el de Interior, José Barrionuevo, a quien se achacaban impericia y manejos turbios contra ETA. Tampoco perdían ocasión de burlarse de las pedanterías y anacolutos de Alfonso Guerra ni de colocarle banderillas al portavoz, Eduardo Sotillos, cuyos berrinches decepcionaban a Felipe, quien quería en el cargo a un buen fajador, alguien que no se afligiera ni se aflojase. Además, Pradera había atraído a las páginas de El País una nómina de escritores cuyas columnas a menudo eran solos de violín disonantes con la orquesta felipista.
Ese adjetivo, felipista —formado como parodia de franquista y usado al principio por los enemigos internos en las luchas del PSOE—, empezaba a ser común entre compañeros de viaje que se bajaron del autobús electoral, como José Luis Gutiérrez en Diario 16 o el propio Lorenzo Contreras, que en 1980 recibió el premio Pablo Iglesias de periodismo, consagración de la afinidad socialista en los tiempos ya lejanos y gloriosos de la oposición. Figuras populares y ecuánimes, como el director de Cambio 16, José Oneto, escribieron alegatos durísimos contra «la traición del cambio». El fuego periodístico no venía de la derecha, sino de todas partes. El caso Balbín, de enero de 1983, rompió el romance, y tanto las andanadas de Guerra como los manejos de Sotillos, que abría o cerraba las puertas de la Moncloa a los periodistas que según él lo merecían, marcaban el camino del divorcio. Como en las buenas familias, se disimulaba en lo posible, y sólo los españoles más enterados estaban al tanto de los rencores. Los demás, al leer las crónicas de la entrega del premio Francisco Cerecedo a Javier Pradera en el Ritz, ilustradas con fotos de puros y carcajadas, perseveraban en el lugar común de la camaradería entre el poder y los agentes del cuarto poder.
En el discurso de entrega, Felipe dijo de Pradera que era quevediano, lo cual podía referirse tanto al gusto literario del premiado como a una actitud fatalista y burlona ante la política. En su contestación, Pradera quiso ser ecuménico y ecuánime —virtudes más cervantinas que quevedianas— y abogó por la concordia entre políticos y periodistas. A los primeros les perdía la «propensión a la aberrancia». A los segundos, la «propensión a la megalomanía». A lo mejor quiso decir lo contrario: por aberrancia, palabra que se inventa, podría entenderse el gusto por la exageración y lo extravagante, lo que, salvando a Guerra y a algún otro, no se aplicaba a los políticos de la época, acusados más bien de grisura y sensatez. De Felipe gustaba lo mucho que se parecía al ideal de yerno de la clase media: inteligente, bien parecido y con carrerita de abogado para no pasar hambre. La única aberrancia de aquella noche la acaparaba un señor que presidía el jurado y se hacía llamar marqués de Bradomín. Por otro lado, la megalomanía parece un vicio más propio de gente con poder que de escribidores. Entre los periodistas —una profesión llena de dandis que estilizaban la coquetería más allá del trastorno mental— sí estaba bien vista cierta aberrancia.
Desde el presente en el que escribo me cuesta mucho compartir que esa falta de entendimiento fuera un problema y no un motivo de celebración. Lo anormal era la camaradería anterior, que sólo se explicaba por la causa histórica de que ambos, políticos y periodistas, habían salido juntos de las mismas catacumbas antifranquistas y arrastraban una historia común hecha de vacaciones y lazos familiares. Pero esa anomalía no soportaba una democracia. Políticos y periodistas no podían conservar su amor sin un dictador al que odiar juntos. La vida los había colocado en bandos contrarios tras pasar la juventud en el mismo. Por mucho que doliera, por mucho que los artículos y las interpelaciones parlamentarias supiesen a traición y puñal, ambos tenían que asumir quiénes eran y dónde estaban. Aquella cena en el Ritz demostraba que no lo llevaban bien y anticipaba que muchos jamás lo asumirían. Les perdía la nostalgia, añoraban las noches en que Cuco Cerecedo aparecía por el Oliver y todos salían tan guapos en las columnas del día siguiente, aún empapadas del alcohol con el que se escribieron.
No sólo Felipe tenía un problema de encaje de las críticas. Los periodistas también se afligían ante los destemples del gobierno. En lugar de revolverse ante los ataques, apelando a su independencia y al artículo 20 de la Constitución, que consagra la libertad de expresión, solían responder con tibieza. Periodistas que habían sido procesados por militares durante el franquismo y que no se habían arrugado ante las censuras y las amenazas de cárcel parecían tolerar las reprimendas de un gobierno democrático. El propio discurso de Pradera, viejo comunista, un tipo valiente que se había jugado el cuello más de una vez bajo la dictadura, era una templanza de gaitas impropia de una democracia, pero las llamadas a la concordia no se leían sólo en la prensa amiga. También el Abc y los columnistas de derechas pedían decoro con la boca pequeña: el presidente se caracteriza por su sensatez —decían—, por lo que habrá que atribuir su reacción a un destemple momentáneo. Como en los divorcios consumados, los cónyuges sabían que todo estaba roto, pero se resistían a decirlo en voz alta y preferían irse a cenar al Ritz y brindar y mirarse a los ojos en busca de aquella chispa cómplice.
Colegio Público Alfandech, Tavernes de la Valldigna, Valencia, 18 de febrero de 1986, 11.15. A la hora del recreo, me senté con mi amigo al sol. Por lo que fuese, no teníamos el cuerpo para correr. Nos pasaba a veces. Yo no era un niño atlético y prefería los juegos sedentarios. No recuerdo cómo salió la palabra «OTAN» en una conversación entre dos mocosos de siete años. Veíamos el telediario, pasábamos demasiado tiempo espiando conversaciones de adultos, y el mundo se entrometía hasta en lo sagrado del recreo. Le dije a mi amigo que mis padres iban a votar que no.
—Pues eso —me explicó, muy preocupado— es que tus padres quieren robar la casa de mis padres.
—¿Qué dices?
—Dice mi madre que los que votan no sólo quieren quedarse con todo sin trabajar.
Al principio me extrañó y lo negué. Después, la idea de que mis padres se quedaran con la casa de mi amigo no me pareció tan mal.
Glorieta de Ruiz-Giménez o de San Bernardo, Madrid, 23 de febrero de 1986, 12.00. Había más fotógrafos pendientes del pelo de Edward P. Thompson que de la paloma que, con más pena que gloria, se perdió en el cielo de charanga de Madrid. El signo de la paz aleteaba veloz, como si huyese de la guerra que habían montado los pacifistas. Edward P. Thompson —ojos verdes y pelo blanco, espeso y en maraña, tabardo marrón una talla más grande, como si lo acabase de recoger del ropero de Cáritas— llevaba unos días en España, concediendo entrevistas, animando asambleas, gritando por el megáfono en un inglés de Oxford que nadie entendía, pero todos aplaudían. El viejo historiador recorría Europa apoyando a los antinucleares, y España era entonces el corazón de esa guerra pacifista. Con energía y modales de otros tiempos, como un brigadista internacional al que no le hubieran informado de que ganó Franco, soñaba con que triunfase el no a la OTAN en el referéndum, que la salida de España provocase la salida del resto de los países europeos, y que, en medio de la guerra fría, aflorase un bloque de pueblos sin armas nucleares, opuestos a la hegemonía de Ronald Reagan. Hegemonía, esa era su palabra. Había que romper la hegemonía. Madrid no fue la tumba del fascismo, pero podía ser la del atlantismo.
Tras las greñas indignadas y venerables del profesor Thompson, ochocientos mil ciudadanos marchaban para gritar «OTAN no, bases fuera». Era una de las manifestaciones más impresionantes de la democracia y la primera de consideración contra el gobierno socialista, aunque los organizadores no querían que se percibiese así. Los lemas y las pancartas disparaban contra la OTAN y los yanquis, demonios de consenso, evitándose las rimas con Felipe y con socialista. Aquello, decían, no era patrimonio de un partido ni formaba parte de una estrategia política, sino que respondía al enfado soberano y libre del pueblo español, harto de vivir como un peón del imperialismo americano. Cuanto más simples y directos fueran los lemas, mejor. No era momento de matices ni de purezas doctrinales. «OTAN no, bases fuera». Cuatro palabras, nada más.
—Esta es la última vez que se nos da la ocasión de volver a ser héroes —dijo un viejo antifranquista, todo chapas y pegatinas, retirado de la brega tiempo atrás.
No había grises ante los que correr y no se temían sirenas ni disparos bajo aquel sol de invierno, pero olía a juventud. Casi un millón de viejos prematuros, encanecidos de desencanto, se reencontraban con aquella revolución que cambiaron por una plaza de funcionario. Ahí estaban de nuevo, como en los días finales del dictador, soñando con una España sin dioses ni amos. Eran muchos, pero les faltaban más de la mitad de los compañeros. Aquella mañana de domingo no se enfrentaban las dos Españas, sino las dos izquierdas, la del poder y la de la calle.
Las greñas espesas del profesor Thompson contenían las multitudes que se abismaban al vacío de sí mismas. Podían ganar. Esa mañana de domingo demostraba que podían ganar. ¿Qué harían si sucediese? Ellos vivían para la derrota, se habían movilizado por justificar la melancolía de los años por venir, no tenían un plan para la victoria. Nadie sabía cómo sería una España no alineada. Algunos pensaban en una especie de Yugoslavia, una cabeza de puente de la sensatez en una Europa demencial. Quizá, el laboratorio de ese socialismo democrático que no pudo ser en América, pero a la mayoría no les alcanzaba la imaginación tan lejos. Les bastaba con ese sol de invierno y las greñas de un profesor. Un héroe quiere serlo un día, como cantaba David Bowie en una canción que compuso mirando el muro de Berlín. Una mañana de domingo basta. Los héroes tienen gestos, no planes de futuro.
Planes tenían los del sí, que llevaban tiempo armándose de argumentos para vencer una resistencia sentimental que los sociólogos consideraban insalvable. Los estudios de opinión encargados por el gobierno desde 1983 decían que los españoles no tenían muy claro qué era la OTAN ni para qué servía, ni creían que afectase en modo alguno a sus vidas, pero se oponían a ella con toda el alma. Las encuestas, hechas con ese escrúpulo científico que habían importado de Estados Unidos Julio Feo y sus amigos, constataban una mayoría sólida anti-OTAN que sólo podían romper los indecisos. Había un tercio de la población que, aun estando en contra, se mostraba dispuesto a dejarse convencer con argumentos prácticos o hechos consumados. Intuían que, ya que España entró en la OTAN, salir de ella en un referéndum sólo podía traer disgustos.
A lo hecho, pecho, se decían los del sí, que entendían el rechazo sentimental de los del no, porque también era el suyo. A ellos, como a Felipe, les gustaría otro camino para España, pero esa vía estaba perdida, se habían saltado la estación. Perder la OTAN —decían— significaba perder esa Europa con la que acababan de casarse en una ceremonia el año anterior, al firmar el tratado de adhesión a lo que entonces se llamaba el Mercado Común. Los del sí eran adultos que entendían a los niños del no. Ya nos gustaría, les decían, marchar con vosotros un domingo de invierno tras las greñas de un profesor radical de Oxford, con lo que nos gustan a nosotros las greñas de los profesores de Oxford. Ya nos gustaría quitarnos la corbata y fumarnos un porro de la paz como antes, pero hemos crecido, las cosas no funcionan así, hay que saber estar en el sitio.
Felipe se jugaba todo en el referéndum. Repetía a diario que una victoria del no lo abocaría a la dimisión y a unas elecciones que ningún político quería: la derecha de Fraga era débil y no podía ni soñar con un gobierno, el Partido Comunista estaba devorándose a sí mismo tras devorar a Carrillo y ni siquiera era capaz de beneficiarse de la protesta contra la OTAN, y el PSOE no concebía unas elecciones con otro candidato. Para los opositores, los avisos de Felipe eran un chantaje: ¿cuántos partidarios del no votarían sí para no perder al presidente?
No se recordaba un duelo tan intenso entre los intelectuales, esas figuras que parecían extintas después de 1982. Unos, enterrados en la bodeguilla; otros, anestesiados por el confort de una industria editorial que de pronto vendía millones de ejemplares y proporcionaba novelas apolíticas y modernas a una clase media harta de politiqueo. Cuando el compromiso parecía algo tan anticuado como las barbas y las guitarras con pegatinas, en las semanas anteriores al referéndum, los abajofirmantes reclamaron su hueco en los papeles con la fiereza de un Émile Zola. «J’accuse…!», se gritaban de columna a columna, de manifiesto en manifiesto. Los amigos se volvían enemigos, y los viejos cónyuges se miraban desde trincheras opuestas. Carmen Martín Gaite firmaba un manifiesto por el no, y su exmarido y padre de sus dos hijos muertos, Rafael Sánchez Ferlosio, firmaba otro por el sí. En el no estaban las gentes del cine progre: Luis García Berlanga, José Luis Garci, Imanol Arias, José Luis García Sánchez o Basilio Martín Patino. También la vieja intelligentsia comunista, muy descafeinada ya, del padre Llanos a Carlos Castilla del Pino, pasando por la abogada Cristina Almeida, sin olvidar a los cantautores periféricos, como Lluís Llach u Ovidi Montllor.
Los abajofirmantes del sí, comandados por Javier Pradera, a quien se atribuía la redacción de un manifiesto que no gustó nada al director de El País, Cebrián —aunque las malas lenguas atribuían su escritura al mismísimo Felipe—, y que abogaba por una postura más matizada y crítica, eran ricos en escritores. Además de Sánchez Ferlosio, ahí estaban Juan Benet, Julio Caro Baroja, Juan Marsé, Luis Goytisolo, Álvaro Pombo, Jaime Gil de Biedma, Jorge Semprún o Luis Antonio de Villena. También andaban por allí el arquitecto Oriol Bohigas, el escultor Eduardo Chillida o el pintor Antonio López. El pandemonio llamado cultura española estaba muy bien representado en ambos bandos, donde había personajes que discutían de día en los periódicos y por la noche compartían copas e incluso sábanas, sin dejar de discutir.
No había debate, porque los unos no se reconocían en las razones de los otros. Como sucede en España cada vez que la realidad se resume en dos posiciones absolutas, los otros no sólo estaban equivocados, sino que eran inmorales. A los del no se les acusaba de ingenuidad y de infantilismo peligroso, incluso de ser tontos útiles de Moscú, y a los del sí, de aburguesamiento pesebrista, de traicionar sus ideas a cambio de un sueldo o de un trozo de papel en un periódico.
El esfuerzo argumental, en cualquier caso, era para los del sí. La propaganda de Felipe, que se remangó e hizo campaña como si fueran unas elecciones, se centraba en Europa, para convencer a ese tercio de españoles que deseaban ser convencidos. España había logrado su sueño de siglos: romper la barrera de los Pirineos, demoler la leyenda de los dolores de la patria. Más de doscientos años de complejos con Francia acababan de disolverse en la tinta de un tratado que proclamaba que Spain ya no era different. ¿Estaban dispuestos a volver atrás? ¿Querían los contrarios a la OTAN, en nombre de un antiamericanismo pueril, volver a levantar los Pirineos? No sean ingenuos, decían, no se puede estar en Europa y renegar de su paraguas defensivo frente al Pacto de Varsovia. España ya ha tomado partido al ingresar en la Comunidad Económica Europea, la OTAN va en el paquete.
Con ochocientos mil manifestantes y un profesor de Oxford, los del no, que habían montado su oposición sin directrices políticas, desasistidos de un partido comunista sin cabeza ni brazos, creían que podían ganar. ¿Quién no se convence de su victoria cuando llena una ciudad de entusiastas? ¿Quién iba a pensar que en el sí había más votos de los que tenían el gobierno y sus paniaguados? No sólo tenían de su lado la razón, sino la fuerza.
Por eso la derrota fue tan dura. El sí se impuso al no por más de dos millones de votos. No ganaron a los puntos ni en la prórroga, sino por KO. Éramos muchos, se dijeron los perdedores, pero no éramos más que los que estábamos en la calle. Votaron los de las manifestaciones, las marchas y las asambleas, pero nadie más. No había votos silenciosos y domésticos. Eran muchos para las fotos, pero pocos para las urnas. Incrédulos, protestaron contra el resultado. Han hecho trampa, dijeron, y no se referían a un pucherazo. Bien sabían que la elección fue limpia. Hablaban de la propaganda, de cómo el gobierno había abusado de la televisión única, de cómo el presidente había aparecido en los salones de todos los españoles para seducirlos con su flauta de Hamelin. ¿Qué podían hacer los del no, con sus fotocopiadoras, sus radios ilegales, sus megáfonos y sus pegatinas? Felipe había jugado sucio, decían.
Tenían razón, Felipe no lo negaba. Hacía meses que se había arrepentido de la convocatoria, sólo la cumplía por honrar la palabra dada. No podía librarse de ella, por más que toda la diplomacia occidental y hasta sus enemigos políticos, como Fraga, le insistiesen a diario que la consulta no sólo era un suicidio para su gobierno, sino para el país entero. Un no abriría una crisis de repercusiones internacionales. Felipe les daba la razón en lo del suicidio, pero no podía desdecirse, era un compromiso democrático que debía cumplir. Ahora bien, no estaba dispuesto a perderlo. En cuanto el pánico empezó a correr por las redacciones, entre los empresarios y entre los compañeros del partido, sacó a pasear al viejo chamán. Habló por la tele y por la radio e hizo que su voz llegase a todas partes, porque mucho más importante que lo que decía era cómo lo decía. Hablaba a un país sentimental y desinformado, un país cansado de brega política al que le aterrorizaba volver a los años del qué será. No entendían el cambio de postura, de aquel «de entrada, no» a ese sí entusiasta, pero aún entendían menos el regreso a la pelea y a los cantautores, más de diez años después de Franco. Felipe tenía más de doscientos diputados, lo habían elegido para que los llevase a la Europa prometida, para que el país funcionara. Los convenció de que no había otra manera de conseguir eso. Lo hizo frase a frase, con seriedad, sin alzar la voz, como cuando citaba los males de la patria en los mítines del 82.
Algunos socialistas se convencieron de que estaban en guerra y todo valía. El 23 de febrero de 1986, Televisión Española emitió un concierto de Joaquín Sabina y su banda Viceversa en el cine Salamanca de Madrid. La retransmisión grabada fue normal hasta que subió al escenario Javier Krahe, momento en que el realizador cortó la emisión y pasó a publicidad durante los tres minutos que duraba la canción. La tonada de Krahe se titulaba «Cuervo Ingenuo», se había compuesto durante las protestas contra la OTAN y era una sátira de Felipe González. Desde la voz de un jefe indio llamado Cuervo Ingenuo, Krahe cantaba: «Tú decir que si te votan, / tú sacarnos de la OTAN. / Tú convencer mucha gente. / Tú ganar gran elección, / ahora tú mandar nación. / Ahora tú ser presidente / y hoy decir que esa alianza / ser de toda confianza, / incluso muy conveniente. / Lo que antes ser muy mal, / permanecer todo igual / y hoy resultar excelente. / Hombre blanco hablar / con lengua de serpiente. / Cuervo Ingenuo no fumar / la pipa de la paz con tú, / por Manitú, por Manitú».
En las estrofas siguientes critica la reconversión, la violencia policial y el gasto militar, para dibujar al final esa traición ideológica que se había convertido en un lugar común entre la izquierda antiatlantista: «Tú mucho partido, pero / ¿es socialista, es obrero / o es español solamente? / Pues tampoco cien por cien / si americano, también. / Gringo ser muy absorbente».
La canción no se emitió, pero la censura fue denunciada y el poco crédito que tenía José María Calviño como director de una tele al servicio de la propaganda del gobierno se pudrió en la picota de las manifestaciones contra la OTAN. Como suele suceder con las censuras en los países democráticos, hubo un efecto rebote: una canción que tal vez habría pasado inadvertida en un concierto —por mucho que el país hirviera en aquellos días de campaña— se convirtió en un pequeño himno antifelipista. Se supo después que la dirección de la televisión presionó al representante de Krahe para que tocara otras canciones durante la grabación del concierto. Hasta el momento de salir al escenario intentaron cambiar el repertorio. Fue el empecinamiento del cantautor, apoyado por quien lo invitaba al escenario, Joaquín Sabina, el que la mantuvo en pie. El disco que recogió aquel concierto —con la actuación de Krahe— fue uno de los más vendidos de la carrera del cantante.
¿Se arrepintió Felipe de aquellas trampas? No lo sé, pero el servilismo escandaloso de José María Calviño fue recompensado unos meses después con su cese como director de Radiotelevisión Española y su sustitución por una directora de cine temperamental, poco acostumbrada a las genuflexiones y enemiga de cualquier forma de censura, pues la había sufrido a fondo, y no bajo la dictadura.
En 1980, tres años después de la derogación legal de la censura y más de un año desde que la libertad de expresión se consagrase como derecho fundamental, el gobierno de Suárez puso una cinta de cine a disposición del ejército para que decidiera sobre su legalidad. La película narraba una historia real sucedida en el pueblo de Osa de la Vega a comienzos del siglo XX, cuando dos hombres fueron juzgados y condenados por un crimen que no cometieron. Al gobierno le asustaron las escenas en las que la guardia civil torturaba a los reos, demasiado explícitas, y creyó que podían incurrir en un delito de calumnias al ejército. Los militares tuvieron secuestrada la película más de un año y su directora, Pilar Miró, fue sometida a un proceso militar. Finalmente, El crimen de Cuenca se estrenó en 1981, pero con la calificación S, es decir, fuera del circuito comercial normal, en el reservado para el porno. El escándalo —una censura militar en plena democracia— hundió un poco más en el cieno a Adolfo Suárez y a Leopoldo Calvo-Sotelo. Por eso, toda España entendió que Pilar Miró, como directora de Radiotelevisión Española, no permitiría las cacicadas en las que incurría Calviño. Su nombramiento era un mensaje claro, tal vez una forma retorcida y mayestática de arrepentimiento por tantas censuras groseras.
De lo que sí se arrepentía Felipe, y lo repetirá muchas veces en los años por venir, fue del propio referéndum. Fue un error mayúsculo conducir al país a ese estado de tensión y poner en peligro todo lo construido desde la Constitución por una consulta que no afectaba a los derechos fundamentales y que podía resolverse en unas elecciones ordinarias. Tal vez, desde esa perspectiva, le costaba menos trabajo moral justificar ciertas malas artes.
—Paco, ya puedes estar tranquilo —le dijo la noche del 12 de marzo de 1986 a Francisco Fernández Ordóñez, el ministro de Exteriores que, desde julio de 1985, sustituía a Fernando Morán, tras un rediseño del gobierno que se llevó también por delante a Sotillos, para aplauso de la prensa—. Ya puedes estar tranquilo —le dijo después de recibir los primeros resultados del referéndum, cuando ya estaba clara la victoria, antes de que se hiciese pública.
Como aquella otra noche de octubre de 1982, no hubo champán ni festejos. En la soledad de su despacho, sobre la mesa del Espadón de Loja, le dedicó un recuerdo a Olof Palme, a quien habían asesinado el 28 de febrero de ese año en Estocolmo.
Hablando de sus influencias, comparándose con un pintor, Felipe dijo una vez:
—Mi pintura no se parece a la de Mitterrand, sino a la de Olof Palme mezclado con rasgos de Willy Brandt y Helmut Schmidt.
Mientras se quedaba afónico en la tele, tratando de ganar un referéndum contra el sentimiento de su país y contra la inercia de su propia tradición ideológica, pensaba en su maestro y en quien siempre tuvo por un amigo. Una ausencia más. Se le empezaban a acumular.