Los mayores trastornos de la vida se producen en el anonimato. Un tsunami llega a la orilla horas después del temblor de tierra que lo ha generado; sea cual sea su amplitud, sea cual sea la transformación radical que deje en nuestra existencia, en el instante preciso en que ocurre, absolutamente nada cambia. La onda de choque se propaga a su propio ritmo y no nos afecta en absoluto hasta que nos alcanza. Durante este lapso de tiempo, los humanos se mueven, sufren, se aman. Viven sin pensar en el final que se les viene encima. Durante esta prórroga singular, la vida continúa como si tal cosa… hasta que llega el impacto.
En el preciso instante en que tiene lugar, acabo de ordenar los informes del día en el cajón de mi mesa. Compruebo por última vez que esté todo en su sitio antes de abandonar la diáfana oficina en dirección al metro y a mi pequeño apartamento de un solo dormitorio. Un compañero que trabaja en la misma compañía de seguros que yo me alcanza justo cuando me dispongo a salir del edificio.
—¿Lo has visto? —me pregunta al tiempo que me enseña la pantalla de su móvil—. Météo France acaba de lanzar una alerta naranja en la mitad oeste del territorio. Parece que está soplando el viento con fuerza, ¡menudo mes de julio! En mi opinión, mañana vamos a estar hasta arriba de trabajo, habrá un montón de chapa abollada, cuando menos.
El anuncio me provoca una extraña punzada en el corazón, de la que me deshago encogiéndome de hombros. Mis pensamientos ya están lejos de aquí, y las consideraciones profesionales de mi colega me resbalan sin más efecto que esa curiosa sensación. Me limito a despedirme con la cabeza antes de encaminarme al metro.
—Hasta mañana, Gabriel —me dice mientras se monta a horcajadas en su moto.
En el preciso instante en que tiene lugar, Nominoë, tumbado cuan largo es en el sofá de cuero gastado, se despierta de la siesta. Su mente comatosa flota aún en la frontera confusa que separa el mundo de los sueños de la realidad, dejando vagar sus recuerdos más trágicos: el abandono por parte de su padre, la muerte de su madre, la traición de su único amor… Se frota los ojos, las ásperas mejillas, atrapa con pulso febril el mando, tirado por el suelo, activa con un clic la consola, que sigue encendida, y carga la última copia de seguridad. Aparece la pantalla de control de su avatar. Equipa a este último con un yelmo de plata y una espada bendita con reflejos irisados, y le hace entrar en un torreón, pues prefiere enfrentarse a los demonios virtuales del videojuego que a los que atormentan su alma.
Unos segundos antes de que todo esto tenga lugar, la niña está muy agitada. El vehículo se ve sacudido por sucesivas ráfagas de viento, y la carretera apenas resulta visible en medio del diluvio. Aziliz nunca ha pasado miedo con estas cosas, pero en ese momento la tempestad que se desencadena a su alrededor la aterroriza. Es más, siente que la embarga una tristeza increíble, un dolor en lo más hondo de su ser que hace que se le aneguen los ojos, aunque no entiende por qué. Las palabras brotan de sus labios sin premeditación.
—Mamá, papá…
La mujer del asiento del copiloto se da la vuelta.
—¡Oh, cariño! ¿Qué te pasa? —pregunta al ver el rostro de su hija empapado de lágrimas—. ¿Tiene algo que ver con la tormenta?
—No, bueno, no creo… Solo quiero que sepáis que os quiero muchísimo —declara con una solemnidad conmovedora.
Su madre sonríe con infinita ternura.
—Mi princesita…
En ese instante, en ese preciso instante, la luz de los faros del vehículo que llega de costado atraviesa de lado a lado el interior del pequeño turismo.