Un rayo de luz dorada se cuela por el tragaluz para posarse como la caricia de un ángel sobre el cuerpo desnudo de Enora. Contemplo sus formas suaves y plenas: ¡está tan hermosa cuando duerme! Bajo del altillo tratando de evitar que los peldaños de la escalera crujan demasiado. Es temprano todavía. Noé duerme fuera, en el sofá. Pongo agua a calentar para el té y saco el pan y la miel de nuestra primera cosecha. Las abejas nos han mimado. Si nuestras pequeñas obreras continúan fabricando a este ritmo frenético, el año que viene podremos vender su néctar en los mercados cercanos. Sonrío al imaginar a mi primo atendiendo el puesto con Aziliz. Sentado en el umbral de la puerta sin dejar de sorber el té, abro mi cuaderno y registro el avance de las reformas y mis proyectos, la ampliación de la cabaña, sobre todo, para que Enora y yo tengamos una habitación aislada… ¿Y después? Me invade una sensación de vacío.
Los peldaños de la escalera crujen, lo que significa que Enora se ha despertado. Me vuelvo y la miro cuando desciende. Contemplo sus pequeños pies descalzos, con los dedos perfectamente perfilados, sus esbeltas piernas y sus muslos, que adivino bajo el camisón liviano, y los finos rasgos de su rostro, descansado y relajado tras una noche de buen reposo. Se une a mí bajo el vano de la puerta.
—¡Buenos días, príncipe! —me dice, con la voz velada todavía por el sueño.
—¿Has dormido bien, amor mío?
—De maravilla… ¿Y tú? ¿Pareces pensativo?
Le sonrío. Imposible esconderle nada.
—Estoy bien. Es solo que… me preguntaba qué podría hacer…
Enora me mira a los ojos con intensidad, lo que me alienta a ahondar en mi pensamiento.
—Sí, lo que de verdad me gustaría hacer con mi vida. Noé y Aziliz han encontrado su sitio, su cometido. Yo, realmente no…
—¿No te sientes bien aquí?
—¡Sí, claro! Si algo sé es que estoy en el lugar adecuado, y con las personas adecuadas —digo, y deposito un beso apasionado en sus labios—. Me pregunto qué puedo ofrecer yo al mundo…
—El abuelo te diría que posees la respuesta en tu interior…
—Ah, seguro. Efflam me diría algo por el estilo… Salvo que hace mucho que la busco…
—¿Tienes alguna idea? —me pregunta apuntando con el mentón el cuaderno que sostengo.
—Ah, he apuntado todo lo que se me pasaba por la cabeza en este cuaderno, pero no creo que contenga la respuesta…
Enora guarda silencio un momento, absorta en sus pensamientos.
—Quizá tú tienes alguna idea... —le digo.
—¿Te he dicho ya que me encantaba tu nombre? —me pregunta ella a modo de respuesta.
—¿Gabriel?
—Sí, me gusta mucho por lo que significa. Gabriel es el nombre del arcángel mensajero, el anunciador. Quizá podrías empezar a profundizar por ahí.
Tiene la barbilla apoyada entre las manos y me mira fijamente con los ojos brillantes.
—Veamos, ¿qué mensaje tienes para ofrecer al mundo, amado mío?
Sus palabras me atraviesan de repente como una flecha. Las cosas se alinean en mi interior a una velocidad increíble y me llenan de claridad.
—¡Eso es, Enora! Voy a contar una historia. Mi historia, nuestra historia. ¡Todo, absolutamente todo! Lo que he vivido con Noé y Aziliz, y también contigo y con tu abuelo. Eso es lo que debo hacer: ¡decirle al mundo que en las situaciones más desesperadas se ocultan a veces los regalos más hermosos! Voy a contarle al mundo cómo he conseguido cumplir la promesa que le hice a mi hermana: he logrado ser feliz.
El rostro de Enora va cambiando a medida que hablo.
—¿Fue Clara quien te regaló ese cuaderno? —me pregunta.
—Sí, ¿te lo había dicho ya?
—No… Pero, ¿lo ves?, tu hermana ya conocía tu respuesta…
Hemos terminado de desayunar. Enora se ha ido con Aziliz a casa de Efflam para llevarle un tarro de miel, y Noé se ha instalado al pie de la gran haya para clavar tacos en unos tablones. Los martillazos no me molestan. Sentado delante del pequeño escritorio del altillo, enciendo el ordenador y abro un documento de Word. Cierro los ojos, inspiro hondo y conecto con mi corazón. Las palabras fluyen, me desbordan. Solo quieren salir, vienen a mí con una facilidad desconcertante. Mis dedos se mueven sobre el teclado…
Los mayores trastornos de la vida se producen en el anonimato. Un tsunami llega a la orilla horas después del temblor de tierra que lo ha generado; sea cual sea su amplitud, sea cual sea la transformación radical que deje en nuestra existencia, en el instante preciso en que ocurre, absolutamente nada cambia. La onda de choque se propaga a su propio ritmo y no nos afecta en absoluto hasta que nos alcanza. Durante este lapso de tiempo, los humanos se mueven, sufren, se aman. Viven sin pensar en el final que se les viene encima. Durante esta prórroga singular, la vida continúa como si tal cosa… hasta que llega el impacto.