Las primeras luces del alba dotan el campo de un halo de misterio cuando franqueamos la frontera de las Marcas Bretonas. El Ávalon surca la bruma matinal dejando a su paso una estela de asfalto. El ronroneo del vehículo arrulla a mi sobrina y a mi primo. Hace rato que han capitulado ante los asaltos de Morfeo. Dudo de despertarlos para indicarles que acabamos de pasar un cabo. Abandono la idea. El viaje está lejos de haber terminado, es inútil que desperdicien sus fuerzas. Aziliz está acurrucada como un gatito contra el hombro de Noé. La angustia que la niña ha experimentado al volver a subir a un vehículo después del accidente se ha ido disipando con el correr de los kilómetros. Ahora mismo duerme como una bendita. Saboreo este momento de soledad y silencio que precede a las vilezas del día. En estos instantes suspendidos entre el día y la noche, en los que la noche ya no es noche, y el día aún no es día, tengo la impresión de que todo es posible, como si el mundo hubiese vuelto a su estado virginal y todo estuviese por crear. Es la promesa del alba, que trae consigo la esperanza disparatada de que no hay nada sentenciado y solo depende de nosotros decidir cambiarlo todo. El disco solar asoma de pronto en el horizonte proyectando su luz rosada sobre los campos de trigo. Me pregunto por dónde comenzar nuestra búsqueda. ¿Por qué punta abordar este territorio inmenso? En cualquier caso, por aquí no, la naturaleza exuda humanidad: sin lugar a dudas, las pocilgas y los silos que nos rodean acabarían con el sueño que nos habita. No hemos hablado realmente de nuestro destino. Preferimos confiar en el viento y el anhelo de nuestros corazones para que nos guíen. De pronto eso me parece algo ingenuo. De lo único de lo que estoy seguro es que debemos huir del simulacro de tierra que rodea a la capital bretona. Debemos ir más lejos, adentrarnos en el corazón de las landas y los bosques misteriosos. Convencido de ello, decido que nuestra primera escala será Brocéliande. Sé que a Noé le va a encantar. Si es cierto que los elfos existieron alguna vez, es probable que vivieran allí. Mi primo no me contradecirá.
—¡Gira a la derecha, justo ahí!
—¿Por la pista de tierra?
—Sí, lo percibo.
Ni se me ocurriría oponerme a semejante argumento. Tras recorrer el campo durante buena parte del día, empiezo a confiar en la intuición de Aziliz. Gracias a su olfato, hemos descubierto varios sitios interesantes.
Lejos de estar a la altura de su imagen de bosque mítico de corazón insondable, Brocéliande está fragmentado en parcelas de campos, plantaciones de coníferas y de algún bosque realmente antiguo. La carretera que transitamos —más bien debería llamarla sendero— transcurre entre dos grandes plantaciones de maíz. Es tan estrecha que la cabina del Ávalon a veces roza los troncos que flanquean el camino de tierra, el cual no parece muy prometedor. Y sin embargo… una vez alcanzamos lo alto de la colina, descubrimos un valle pequeño que desciende hasta un pequeño lago de ensueño rodeado de robles musgosos y de avellanos. Aparco en la entrada de un claro, tranquilo porque en este espacio podré dar marcha atrás, luego me tomo un tiempo para observar el paisaje que nos rodea. Noé es el primero en saltar del vehículo.
—¡Podríamos instalarnos aquí! —exclama con una alegría infantil.
Aziliz asiente enseguida.
—¡Pues claro! Para empezar, viviremos un tiempo en el Ávalon, ¡luego construiremos una cabaña sobre pilotes en medio del lago!
—Y otra en ese árbol de ahí. —Noé echa más leña al fuego.
—Y allí pondremos las colmenas —añade ella señalando con el dedo un bosquecillo de castaños.
Se vuelven los dos al mismo tiempo hacia mí y me interrogan con la mirada para conocer mi opinión. No puedo evitar sonreír.
—Es un poco más complicado que eso… Para empezar, este terreno debe de pertenecer a alguien…
—Pero ni siquiera lo sabrá. ¡Está claro que hasta aquí no viene nadie! Siempre lo complicas todo…
—Aziliz tiene razón, Gabriel. Aquí nunca viene nadie, no nos molestarán…
—Bueno, aunque hagamos caso omiso de las dificultades que esto entrañaría, debemos visitar otros lugares antes de tomar una decisión, ¿no os parece? Es verdad que esto es muy bonito, pero ¡estoy seguro de que podemos encontrar algún sitio aún mejor!
El argumento cala.
—Es verdad, no tenemos prisa —concede Aziliz—. Debemos elegir con cuidado para no arrepentirnos de nada.
—Y siempre podemos volver aquí si queremos —concluye Noé, encogiéndose ligeramente de hombros.
Me enorgullezco de mi estrategia. Me evita una polémica que habría vuelto a ponerme en el papel que detesto, de adulto realista que refrena a los utopistas y destruye sus sueños.
Por fin aparecen las primeras estrellas. Las vemos reflejadas en la superficie del lago que se extiende a nuestros pies. Hemos salido de la furgoneta y hemos instalado el sofá a unos pasos de la orilla. Con una eficiencia pasmosa, Noé ha encendido una hoguera sobre la que hierve a fuego lento una sopa de tetrabrik. Su regreso al mundo real está yendo mejor de lo que me había temido, aunque se haya angustiado varias veces a lo largo del día, sobre todo cuando nos hemos parado en el pueblo de Paimpol para comprar en una panadería. Al final, ha conseguido evitar verse superado por esos breves ataques de ansiedad. Ahora que está aquí, delante del fuego, lejos de toda agitación humana, parecen olvidados. Con los pies en la hierba y la cabeza en las estrellas, me siento perfectamente en mi sitio. La pregunta que me formula Aziliz me echa de este paraíso efímero.
—Y mañana, ¿adónde vamos? ¿Empezamos a buscar casa?
Retiro la sopa del fuego en silencio mientras busco una respuesta.
—¿Y cómo la compraremos, angelito? Con nuestro presupuesto no podemos ni alquilar una. Si, como crees, nos guía una buena estrella, va a tener mucho trabajo. Este mundo mercantil no tiene nada que ofrecer. Todo se adquiere con dinero, como sabes, y nosotros no tenemos mucho.
Me interrumpo con brusquedad al ver su rostro confundido. Debería haberme guardado estas reflexiones para mis adentros. Prefiero no pensar en el enorme abismo que produce en mí la precariedad de nuestra situación. Sobre todo no debo caer en ese precipicio.
—Deberíamos tomarnos algunos días para explorar —propongo—, como cuando estamos de vacaciones. Aprovechamos para vagar, descubrir la región, tomar nota de los lugares que más nos gustan… ¡Pasarlo bien, sin más!
—¡Por mí vale! Noé y tú habéis estado a menudo en Bretaña, ¿no? Debéis de conocerla bien.
—De hecho, la madre de Mima, o sea, tu bisabuela, tenía una casa cerca de la costa, en la zona de Lannion. Cuando éramos pequeños pasábamos allí todos los veranos, pero no conocemos nada del resto.
—¿Queréis vivir en la zona de Lannion?
—No. En nuestra imaginación queríamos dirigirnos al interior. No solo es mucho más barato, sino que, sobre todo, es mucho más auténtico. A orillas del mar, siempre hay un montón de turistas en verano, y casi todas las casas están vacías en invierno.
—Además, ¡queríamos vivir en un bosque! —añade Noé.
—Es curioso —digo como para mis adentros—, la Bretaña con la que siempre hemos soñado no es la que conocimos. Nuestra Bretaña es la de las landas, los megalitos escondidos en el fondo de claros, los pueblecitos alejados de todo en los que todo el mundo se conoce.
—Pinta muy bien vuestra Bretaña. ¡Me muero de ganas de encontrar nuestro sitio!
Tumbados los tres en el viejo sofá con la bóveda celeste como único techo, tenemos la impresión de fundirnos con el infinito. Es la primera vez que duermo al raso y me encanta perderme en esta inmensidad celeste. La respiración lenta y ligeramente sibilante de Noé me arrulla con dulzura.
—Cuando miro el cielo así —me susurra la vocecilla de Aziliz— y lo veo tan grande, pienso que siguen ahí, en alguna parte, mirando la noche, como yo…
No hace ninguna falta preguntarle de quién habla. El recuerdo de sus padres despierta en mí la duda que me asalta desde que partimos. ¿Estarían de acuerdo con mi decisión de dejarlo todo o me acusarían de loco, de inconsciente, de poner en peligro a su hija? Aziliz continúa:
—Sé que todos estos cambios te dan miedo, Gab, pero no tienes de qué preocuparte. Nos guía mamá, ¿sabes?, y ella no permitirá que nos ocurra nada malo.
—Me gustaría… Me encantaría que tuvieras razón…
—Y a mí me encantaría que pudieses sentir su presencia como la siento yo, para que no tengas más dudas. Y porque eso haría que te sintieras bien…
La cojo entre mis brazos. Tiene la mejilla húmeda.
—¿Por qué lloras si la notas tan presente?
—Porque nunca volveré a escuchar su voz murmurándome que me quiere ni volveré a sentir su mano acariciándome la frente. Y a eso no sé si me acostumbraré algún día…
La estrecho en mi pecho.
—Yo también la echo de menos, ¿sabes…?
—Lo sé.
Por encima de nosotros, parece que la luna creciente nos sonría. El astro de la noche nos promete que todo irá bien…