12

Imaginad a alguien que decide cambiar su vida de arriba abajo. Tendrá que planificar con una precisión implacable una transformación tan radical de su existencia. Para empezar deberá decidir dónde vivirá, en qué región, en qué lugar exacto, y después, qué tipo de vivienda desea: ¿casa, apartamento o cabaña? Por supuesto, la cuestión económica está directamente relacionada con su elección. ¿Cómo financiará la compra o el alquiler? ¿Con qué presupuesto cuenta? ¿Qué tipo de actividad desea desarrollar como fuente de ingresos? ¿Qué formación, preparación, inversiones requiere el nuevo proyecto? Deberá calcular su viabilidad, efectuar un estudio previo, prever las dificultades a las que tendrá que hacer frente. Un proyecto de tal magnitud ha de prepararse con anticipación y una minuciosidad extrema, en especial si el individuo en cuestión tiene personas a su cargo, un niño y un primo incapacitado desde el punto de vista social, por ejemplo.

Sí, lo sé, he hecho las cosas sin pensar, pero jamás me habría movido de mi piso parisino de un dormitorio de haberlas hecho en el orden correcto. Nuestra decisión de dejarlo todo comportaba tantos problemas irresolubles, tantas incógnitas, que la única solución razonable habría sido el inmovilismo, es decir, encontrar una nueva compañía de seguros, solicitar un puesto, reproducir la misma pauta… No era factible. Entonces, puestos a escoger entre dos imposibles, elegí cortar con toda racionalidad, dejarme llevar por una inconsciencia eufórica, dejando de lado mis dudas al refugiarme en la vaga idea, inspirada por Aziliz, de que todo se resolvería de forma natural a su debido tiempo. La primera parte funcionó: tuve el valor de partir, de abandonarlo todo por una quimera, un proyecto adolescente bañado por el género fantástico. La segunda no funcionó en absoluto. Solo en el mundo interior de las niñas soñadoras se resuelve todo como por arte de magia. En la realidad, los resultados que obtenemos son la consecuencia directa de las opciones que escogemos, de las acciones que llevamos a cabo. Preferí negar esta evidencia. Y aquí estoy, en calidad de líder de una pequeña tropa compuesta por una niña y un soñador antisocial, llenos de fe y de esperanza… y yo, yo los conduzco hacia un fracaso monumental. No sé por qué se me ocurre esto ahora, en medio de esta carretera llena de baches, pero lo cierto es que en este preciso instante la realidad elige venírseme encima con la violencia de un yunque arrojado desde un avión. La ansiedad que me embarga me causa tales estragos que me veo obligado a parar en el arcén. Me asfixio.

—¿Estás bien, Gab?

Intento sonreír. Imposible.

—Yo… creo que necesito descansar un poco —digo boqueando.

La fina lluvia que empaña el paisaje desde la mañana parece haber atravesado las paredes de la furgoneta para helarme hasta los huesos. Hemos perseguido nuestro sueño… y aquí estamos, dentro de este montón de chatarra, perdidos en medio de la nada, sin dinero, sin proyecto, sin futuro. No soy digno de ocuparme de Aziliz, no estoy a la altura. No hace ni un mes que está bajo mi tutela, ¡y mirad el desastre! ¡Mirad adónde la he traído! No tengo derecho de hacerle esto. Con Noé es distinto. Nuestra vida ya era un fracaso absoluto antes de la llegada de Aziliz. No nos hace falta que nadie nos recoja si caemos un poco más… Pero a ella, ¿quién va a recogerla? Otros sabrían cuidar mejor de ella, está claro. Mi madre o los padres de Ludo, si fuera necesario, pero yo no, sin duda. Yo no soy capaz. Dios sabe que lo he intentado, que quería hacerlo bien, pero eso no es suficiente. No, me niego a arrastrarla en la caída con nosotros. No puedo seguir así.

Se me quiebra la voz cuando les anuncio:

—No podemos seguir así. Tenemos que hablar. Hablar de verdad.

Pequeño milagro, la lluvia ha cesado en el momento en que hemos parado. En el horizonte incluso aparece un pedazo de cielo azul, pero no basta para subirme la moral. Me tiembla el cuerpo de frío y de emoción, y lucho por no romper en sollozos. Primero tengo que ir hasta el final, hablar con ellos. Acordamos buscar un sitio donde instalarnos antes de iniciar la conversación.

Hemos llegado. Estamos en la linde de un bosque. Nos quedamos largo rato en silencio, sentados los tres en el sofá, con la puerta de atrás de la furgoneta abierta a las nubes negras que desfilan por encima de los árboles. Noé se mira los zapatos; Aziliz se ha echado a llorar, y yo ni siquiera he abierto la boca todavía. Al cabo de unos segundos que parecen horas, me lanzo por fin.

—No podemos continuar. Creía en eso como vosotros, pero es una locura. No es Rivendel lo que nos espera, es una vida enmohecida dentro de esta chatarra. No tenemos casa, ni dinero para pagar tres meses de alquiler siquiera… ¿Quién alquilaría una casa a gente como nosotros, sin ingresos, sin garantías? Sobre todo porque yo no sé hacer nada con estas manos… Lo único que he aprendido es a desenterrar jurisprudencia de litigios para ayudar a las multinacionales a ganar aún más dinero… Incluso si quisiera retomar ese trabajo, que no es el caso, solo en París podría hacerlo… He dado vueltas al problema en todos los sentidos y no veo otra solución: debemos parar aquí.

Las palabras me abrasan la garganta. Veo a Noé doblarse por la impresión, pero mi decisión tiene el efecto contrario en Aziliz: ella se endereza con energía.

—¡No podemos abandonar así como así! ¡En las búsquedas más importantes, los héroes siempre tienen dificultades, pero siguen creyendo en lo que persiguen y acaban llegando a donde querían ir! ¡Lo encontraremos, estoy segura!

—¿Y qué te imaginas? ¿Que nos van a dar una casa, así sin más? ¿Que vamos a descubrir un tesoro escondido en el tronco hueco de algún árbol viejo? En la vida real las cosas no son así.

—Solo tenemos que volver al lago del principio —propone Noé, algo reanimado por la historia del árbol del tesoro.

—No podemos. Pertenece a alguien. Por allí pasan tractores, y también cazadores en invierno, nos verán enseguida. Ya no existen tierras salvajes. Aquí todos los terrenos son de alguien.

—¿Y qué propones? ¿Regresar a París, al apartamento? ¿Que volvamos a lo mismo? —espeta Aziliz, enojada de pronto.

—No… Lo siento, angelito, pero debo rendirme ante la evidencia: no estoy a la altura para ocuparme de ti. Voy a pedirle a Mima que te cuide.

La noticia deja a mi sobrina paralizada. Se queda unos instantes con la boca abierta… hasta que estalla.

—¡Y decides lo que te parece sobre mi vida! Como las cosas no van tan bien como esperabas, como es un poco más difícil de lo previsto, ¡hala!, te deshaces de mí, ¡sin pedirme siquiera la opinión! ¡Sin saber qué quiero yo! Crees que sabes mejor que yo qué es lo que me conviene solo porque soy una niña ¿no?

—Aziliz…

—¡Cállate! ¡Cállate! —grita ella—. ¡No tienes derecho a hacerlo! ¡No tienes derecho a decidirlo todo por mí como si yo no existiese, como si no fuese más que un objeto! ¡No es justo! No es justo…

Su rabia se aplaca de forma tan repentina como ha surgido y la deja acurrucada, llorando en el sofá.

—Aziliz… Lo siento. Tienes razón, debería haber hablado antes contigo. Vamos a hablar ahora. Porque no es por ti, sino por mí. Tú eres perfecta, todo lo que podría haber soñado. Yo, en cambio, no soy capaz de cuidar de ti como debería. Mima sí sabrá hacerlo.

—Y entonces, ¿quién se ocupará de ti? ¿Y de Noé? Adoro a Mima, pero ella no me necesita, ella ha entendido la vida, cómo funciona, no como vosotros…

Sus palabras me producen el efecto de un electrochoque que me deja mudo. Se endereza. Su mirada ha recuperado la confianza.

—Escúchame bien, Gab, me niego a marcharme, así que busca otra solución —me anuncia con determinación.

Vacilo unos instantes.

—Pero ¡qué quieres que haga! He explorado todas las posibilidades, y no hay salida. En cualquier caso, ninguna salida a la que esté dispuesto a someterte.

—Entonces hay que pedir ayuda.

La miro sin comprender.

—Mamá siempre me ha dicho que podemos pedir ayuda al universo cuando nos perdemos en la vida. El universo está ahí, en todas partes, y nos oye. Lo es todo y lo sabe todo, conoce y encuentra siempre la mejor solución.

Me contengo para no desmontar su creencia. No aceptará marcharse, irse a vivir con mi madre, si no intento poner en práctica su solución.

—Muy bien —digo—, intentémoslo con el universo. Pero yo no lo he hecho nunca, así que tienes que explicarme cómo funciona.

—Pues vale —Aziliz se acomoda bien derecha en el sofá—, concentrémonos en nuestra petición y demos las gracias al universo por ayudarnos, por guiarnos en la dirección correcta.

—Vale, probemos…

Me tomo el tiempo de instalarme con la espalda bien recta antes de cerrar los ojos. Me siento completamente ridículo implorando al Gran Todo para que nos encuentre un lugar donde alojarnos, un rincón de paraíso en el que por fin seamos felices, pero le sigo el juego.

—Hola, universo. Si nos escuchas, llévanos al lugar que nos espera —pido.

Apenas he terminado de pronunciar la frase empieza a sonarme el móvil. La coincidencia me perturba un poco. Me lo saco del bolsillo, miro la pantalla y leo «Mamá». Descuelgo.

—Hola, Gabriel. Hace tiempo que no tengo noticias vuestras, y quería saber qué tal iban las vacaciones con Aziliz.

—Eh… ¿las vacaciones? Eh, bien, bien, van bien… Espera, que Aziliz me está haciendo señas.

Tapo el micro para que mi madre no oiga las palabras de mi sobrina.

—Dile la verdad, dile que no estamos de vacaciones. Cuéntaselo todo —susurra Aziliz.

La interrogo con la mirada.

—Llama en el momento en que pedimos ayuda al universo. Es ella quien nos va a ayudar… Ya verás.

Me encojo de hombros. Llegados a este punto, más me vale seguir el juego hasta el final. De todos modos, si mi madre tiene que acabar haciéndose cargo de la custodia de Aziliz, debo contarle en qué berenjenal me he metido. Inspiro hondo y le explico, algo avergonzado, la situación.

—En realidad, no estamos de vacaciones, mamá…

Acabo de colgar el teléfono y el corazón me palpita de forma ruidosa. Mis dos compañeros esperan temblando de emoción. Han comprendido parte del tenor de la conversación con mi madre, pero quieren conocer los detalles que se les han escapado.

Tras un momento de auténtico asombro, y de inquietud después de haberle expuesto la magnitud de los daños, mi madre ha recuperado su confianza natural en la vida. Enseguida me ha hablado del viejo caserío en ruinas que pertenecía a un tío suyo, ya fallecido. «Lleva en venta más de un año, pero de momento no hay comprador, lo que no me sorprende, dado el estado de la granja. Está completamente destartalada. Tal vez podríais instalaros allí por un tiempo, hasta que se venda. Al menos será mejor que vivir en una furgoneta, ¿no crees?».

Hemos encontrado un hogar. Un hogar provisional y en ruinas, pero al menos nos proporciona un techo bajo el que dormir.

—¿Y bien? —pregunta Noé, con los ojos brillantes.

—Prefiero avisaros antes de que os hagáis ilusiones: es una granja completamente en ruinas, y si se presenta un comprador, tendremos que hacer las maletas en tres meses.

—No pasa nada, ¡nos da igual! —exclama Aziliz reanimada—. Es allí adonde debemos ir. ¡Todo saldrá bien! Por cierto, ¿dónde está?

—En Loc-Envel, un pueblo muy pequeño del sur del Trégor…

—¿Trégor? Suena encantador—constata Noé, con chiribitas en los ojos.

—¿Y cuándo iremos a Loc-Envel? —pregunta Aziliz.

Me tomo unos segundos para reflexionar. No nos retiene nada, nadie nos impide hacerlo. Somos libres como el viento, y esa casa desierta nos aguarda. Quedan unas horas antes de que caiga la noche, el tiempo justo para llegar a Trégor antes del ocaso.

—¡Ya! Vamos ahora mismo.