17

Un sinfín de telarañas se entrelazan, parecen constelaciones de motivos complejos, y brillan a la luz del crepúsculo que se cuela por la vieja ventana floja. A excepción de este cosmos arácnido, el espacio, constituido por una sola habitación de alrededor de treinta metros cuadrados, está completamente vacío. Es posible que hayamos encontrado nuestro edén, pero está todo por hacer. Me fijo con satisfacción en una toma eléctrica deteriorada a mi izquierda. Al menos no tendremos que tirar decenas de metros de cable. Tras largos minutos de observación desde el vano de la puerta, entro por fin y piso el suelo de tierra batida. Por encima de mí, con las piernas colgando en el vacío, Noé me sonríe con aire embobado desde el altillo en el que está sentado. Sus ojos brillan como estrellas, centelleantes de alegría, un resplandor que no he visto desde hace mucho en su mirada. Subo por una escalera tambaleante para unirme a mi primo.

—¡Chisss! No hagas demasiado ruido, aún no se han despertado —susurra—. No hay que asustarlos.

Lo miro sin comprender. Señala a mi espalda con el mentón.

—Creo que son murciélagos …

Me doy la vuelta. Colgados de los troncos desbastados que forman la estructura de la casita, algunos murciélagos descansan no lejos del tragaluz.

—La casa ya está habitada, por lo que veo.

—Sí, pero creo que están de acuerdo en que la compartamos —me anuncia él con una gran sonrisa.

—¿Cómo, están de acuerdo?

—Sí, lo noto. Todo irá bien, no te preocupes…

Prefiero eludir el tema por el momento. ¿Vivir con murciélagos en casa? ¡Menuda idea! Además, ¿cómo puede saber él lo que piensan al respecto? De pronto me sorprendo preguntándome acerca de Noé. ¿Y si fuese el segundo ángel al que aludió mi hermana? ¿El que se supone que habla con los animales? De la dimensión angelical de Aziliz, sí estoy seguro desde el principio, pero ¿de la de Noé? No, abandono de inmediato esta hipótesis. Como yo, mi primo es un peregrino en busca de luz, de ninguna manera una fuente de luz. Al menos no todavía. Con todo, parece haberse encendido una llama en él. En este instante, nos une una intensa complicidad. Hemos emprendido el camino de los principiantes, nos perdimos, desorientados por nuestros temores y nuestra resignación. Al final, aquí estamos, los dos, al pie de nuestro sueño de adolescencia.

—Es aún mejor que lo que habíamos imaginado, ¿verdad, primo? —murmura Noé, como si me leyera el pensamiento.

—¿Mejor que Rivendel, quieres decir?

Se encoge de hombros.

—Bueno, sí… Para empezar, está en el mundo real, y además, ¡es nuestro! ¡Ni siquiera hemos empezado a hacer obras y ya es genial!

Como cuando éramos pequeños, le paso un brazo por los hombros y apoyo la cabeza contra la suya.

—Tienes razón, primo, es aún mejor… ¿Y sabes qué nos espera ahora?

Me interroga con la mirada unos instantes.

—¡Pizza! —exclama con el mismo calor en los ojos que un horno de pan.

—¡Exacto! Venga, tenemos que marcharnos si queremos volver a la furgoneta antes de que sea de noche.

—¿No dormiremos aquí? —me pregunta con aire sorprendido.

—¿Aquí, esta noche? Es algo precipitado, ¿no?

—¡Diablos! ¿Y qué, señor Galabriel? Al fin alcanzamos la tierra prometida, ¿y quiere que nos retiremos en nuestro momento de gloria? ¿Que regresemos a nuestro campamento provisional cuando nos aguarda el santuario de los dioses? No puede hablar en serio… —me suelta con una elocuencia épica.

Los argumentos se agolpan en mi cabeza para explicarle que su propuesta carece de sentido común, pero me limito a sonreír con resignación. Sé reconocer una batalla perdida de antemano. El lado pragmático de las cosas no puede competir con el deseo de toda una vida que se cumple.

—Muy bien, señor Nominolwë —cedo—. Aprovechemos la última luz del día para ir a buscar lo que necesitamos.

—¡Eso es hablar con franqueza! Vamos, compañero, ¡en marcha!

Al salir de la casita, busco a Aziliz, que ha desaparecido cuando he subido al altillo. Rodeo la casa, echo una ojeada por encima del muro bajo, barro el prado con la mirada. No la veo por ninguna parte.

—Habrá vuelto a la granja —se adelanta Noé, que percibe que empiezo a ponerme nervioso.

—Eso espero —digo apretando el paso.

—Bueno, ¿adónde vais?

Me paro en seco y doy varias vueltas sobre mí mismo para localizar de dónde proviene la vocecilla. Al fin se me ocurre levantar la cabeza. A una decena de metros del suelo, sentada sobre una gruesa rama del haya e iluminada por la última luz del día, Aziliz nos mira con ojitos de lechuza.

—Pero ¿qué haces ahí arriba? ¿No es un poco peligroso, cariño? ¡Podrías caerte!

—Francamente, Gab, si te preocupa este tipo de cositas, ¡estarás toda la vida estresado! Es muy fácil escalar el árbol. Solo tienes que subir, ¡no hay ningún peligro!

—No, gracias… Bueno, vamos a buscar el sofá y las mantas, y luego volvemos…

—¿Dormiremos aquí? ¡Qué bien! ¿Queréis que os ayude?

—No, ya nos apañamos, pero deberías bajar de ahí antes de que oscurezca.

Aziliz alza los ojos al cielo, exasperada.

—¡Sí que me tienes por torpe! Lo creas o no, sé cuidar de mí misma. De verdad, tienes miedo de todo.

Asiento con la cabeza. Sus palabras han vuelto a dar en el clavo. ¿De verdad tengo miedo de todo? ¿Cómo explicarle que tengo el deber de cuidar de ella, de protegerla? El deber… ¿Qué legitimidad tengo para imponer límites a mi sobrina? ¿Y qué límites? ¿Los de mis miedos o los de los suyos? Estas preguntas me dan vueltas en la cabeza mientras nos dirigimos a la casa de labor. Acabamos de salir del bosque cuando oigo unos pasitos, ahogados por la vegetación, que corren detrás de nosotros.

—Al final he decidido venir con vosotros —nos explica cuando nos alcanza—. Se me ha olvidado deciros que cojáis una escoba y un recogedor, no sé si habéis visto el polvo que hay… Además, estoy segura de que no habríais pensado en las velas. ¡No vamos a comer a oscuras!

Se coloca entre Noé y yo, y nos toma de la mano. Me pregunto quién cuida de quién, a fin de cuentas…

Me desplomo aliviado sobre los cojines de cuero. Estoy sudado, me duelen los riñones, pero ya está, ya estamos. Atravesar el bosque alumbrándonos con el móvil para traer el sofá hasta aquí ha sido una verdadera carrera de obstáculos. Aziliz ya ha puesto una pizza en una gran sartén tapada sobre el hornillo de gas. Ha encendido las velas que ha colocado en las cuatro esquinas de la casa e intenta retirar la mayor parte del polvo… Noé se ha quedado fuera, observando los murciélagos que salían volando por el tragaluz y efectuaban su danza en el claro de luna. Un apetitoso olor a pan caliente escapa de la sartén y perfuma la estancia. El aroma atrae a Noé, que abandona los murciélagos para acompañarnos.

—¡Qué bien huele!

—La primera estará lista en un momento —digo yo al levantar la tapa—. Ven, Aziliz, ¡ya limpiaremos mañana!

—¡Voy! De todas formas, hay tanto polvo que tendré para horas… Me habría gustado que esto estuviese un poco más limpio, si dormimos aquí.

—Eso lo ha decidido el señor Nominolwë. No teníamos otra opción…

Noé, concentrado en la comida, no contesta a mis palabras.

—Corto esta en tres y, ¡listos!, metemos otra directamente a cocer —dice mientras saca la pizza del cartón.

—¡Espera! Aún hay un montón de polvo en suspensión, la pizza podría acabar sabiendo a tierra —responde Aziliz.

—Propongo que cenemos fuera —digo cogiendo la sartén.

—Y ¿por qué no dormimos fuera? —añade Aziliz—. Hace buen tiempo, y está más limpio.

Miramos los dos con gesto de interrogación a Noé. Él se encoge de hombros.

—Como queráis. A mí, mientras haya pizza, todo me viene bien…

Su respuesta nos hace estallar en carcajadas. A pesar de todos los cambios en nuestra vida, algunas costumbres persisten…

Sentado en el sofá con las piernas cruzadas, cojo otra porción de pizza de un tronco, que hace de mesa improvisada, a la luz de las velas. Por encima de nuestras cabezas, las estrellas brillan de manera intermitente entre las ramas de la gran haya. Me siento perfectamente en mi sitio. ¿Y si la vida fuese tan simple como esto? ¿Qué puede faltarnos ahora? Se me forma un nudo en el estómago al pensarlo. La magia del momento aleja un poco mis viejas inquietudes, pero sé que resurgirán a la mínima ocasión. Recuerdo las palabras de mi hermana: «Prepararse para la desgracia es vivirla por duplicado». Entonces cierro los ojos e intento saborear lo mejor que puedo el instante y mi último bocado de pizza.

—Por favor, Noé, ¡no podemos dejarlos aquí dentro!

—¡Estaban antes que nosotros! ¡No tenemos derecho a echarlos sin más! —grita él.

Nunca había visto a mi primo en semejante estado. Acurrucado en el altillo, está rojo de ira, tiene los tendones totalmente contraídos y las venas parecen a punto de reventar. Intento razonar con él una vez más.

—¡Pero mira, maldita sea! ¡El suelo está cubierto de cagarrutas! ¿Quieres vivir aquí dentro? ¿Prefieres volver a quedarte en la furgoneta? Te aviso de que yo por lo menos no pienso vivir en medio de esta mugre.

Se ha echado a temblar. Su cólera se esfuma de golpe y se ve sustituida por las lágrimas.

—¿De… qué sirve…? ¿De qué sirve encontrar el paraíso, si… debemos echar a otros para vivir en él? —farfulla entre sollozos.

El argumento me toca la fibra sensible. Cuando éramos más jóvenes, soñamos con un mundo en el que se respetaría la naturaleza, en el que los humanos no se considerarían por encima de ella, sino como parte de la misma. Y hoy lo primero que me apresuro a hacer es expulsar a una colonia de murciélagos. Me doy cuenta de que actúo como los demás… En el fondo, ¿qué me legitima a mí para echarlos de aquí? ¿Es por el hecho de vivir aquí con el permiso de los propietarios? ¿Solo porque un trozo de papel especifica que este terreno pertenece a fulanito o menganito? Todo el planeta está dividido en parcelas que pertenecen exclusivamente a los humanos, como si ninguna otra especie tuviese derecho a un territorio propio. A lo sumo dejamos que los animales vivan… a condición de que no nos molesten. Me siento completamente impotente ante el dilema que se me plantea.

—No sé qué decirte, Noé. En el fondo tienes razón, claro, no tenemos derecho… Pero yo de verdad que no puedo vivir en una cueva de murciélagos, no es higiénico. Así que tú decides: ¿qué hacemos?

Noé se sume en sus reflexiones. Yo no veo ninguna solución, y la idea de renunciar a nuestro proyecto cuando casi hemos alcanzado el objetivo tendría un sabor amargo y supondría un golpe fatal para nuestro sueño. ¿Cómo volver a la casa de labor y al purgatorio cuando el paraíso se encuentra a un par de pasos? Abajo, Aziliz se afana con determinación en lo que llama «la gran limpieza de primavera» sin dejar de lanzarnos alguna que otra mirada ansiosa para intentar saber si la limpieza, al final, servirá de algo.

Tras largos minutos de silencio, mi primo retoma la palabra.

—Necesito una sierra, un martillo, tablones gruesos, cabrios… Y escuadras metálicas también… Un destornillador, tornillos y una cinta métrica —dice él con la voz apenas audible.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Sé exactamente lo que hay que hacer para cohabitar con ellos —contesta con firmeza—. Solo necesito que me compres todo lo que te pido para encargarme…

Solo entiendo a medias adónde quiere ir a parar.

—Sí, claro, puedo traerte todo eso, justo tenía pensado ir a la tienda de bricolaje mañana…

Aziliz lo ha comprendido todo. Se vuelve dando palmadas.

—¡Qué buena idea, Noé, un refugio para murciélagos! ¡Eres genial!