Dudo un rato delante del puesto de las herramientas electroportátiles. El precio de los destornilladores varía entre unos veinte euros y doscientos. Escoger uno es un verdadero dilema ya que, pese a que nos faltan fondos, sé que las herramientas deben ser de buena calidad si no queremos perder la mayor parte del tiempo forcejeando con máquinas que te dejan tirado unas semanas después de que expire la garantía. De pequeño, hacía mucho bricolaje con Noé. Construíamos cabañas, ballestas, espadas, ábacos… Nos pasábamos gran parte del verano cacharreando en el taller del abuelo. Hoy esas manualidades infantiles no me son de gran utilidad para los trabajos que preveo. En la agenda: instalar una doble toma de seguridad que resulte fiable, dos apliques murales para iluminar la parte inferior de la casita, cambiar la bisagra que falla para poder volver a cerrar la puerta y poner un canalón de recuperación del agua de lluvia para no vernos obligados a subir a la casa de labor cada vez que haya que fregar los platos. A esto hay que añadir el material necesario para el proyecto de Noé. Solo con los materiales embutidos en el carrito, ya sube más de trescientos euros, cincuenta más que el presupuesto que fijé para la primera tanda de reformas, y aún no he cogido las herramientas. Si las elijo de buena calidad, gastaré tres veces más de lo que tenía previsto. Podría comprar baratijas, pero ¿a qué coste oculto para nosotros, para el planeta? Con la obsolescencia programada, el material quedará fuera de uso apenas unas semanas después de que venza la garantía… Como decía el abuelo, «somos demasiado pobres para comprar mierda».
—¿Sabes qué vas a coger? —me pregunta Aziliz al verme absorto en mis pensamientos delante de los destornilladores.
Suspiro.
—No sé por qué destornillador inclinarme…
—No tienes dinero suficiente, ¿es eso?
—Exacto.
—¿Por qué no le pedimos a alguien que nos preste las herramientas que necesitamos, para salir del apuro?
La miro sin responder. Acaba de encontrar la solución: Efflam… Salvo que me da vergüenza pedirle a un hombre al que no he visto más que una vez, por muy generoso que sea, que me preste sus herramientas. Dudo, le doy vueltas. Aparte del destornillador, necesito un buen taladro percutor. Es imposible perforar el granito para fijar la nueva bisagra sin él. Sin embargo, a doscientos cincuenta euros la máquina para hacer dos ridículos agujeros, sale caro el agujero. Es cierto que lo utilizaríamos más adelante, pero dado nuestro nivel de precariedad, no podemos permitírnoslo.
—Tienes razón, así lo haremos —acabo concediendo—. Ven, vamos a la caja, tenemos todo lo que nos hace falta por el momento. Ya volveremos si necesitamos algo más.
—¡Sí que estás bien equipado para ser un druida!
—Eso, muchacho, se debe más bien a mi faceta científica. Cuando era joven, quería saber cómo funcionaba todo. No solo los átomos y las estrellas, sino también los coches, los robots de cocina, ¡todo! Una vez llegué a desmontar pieza a pieza el pequeño Citroën que tenía por aquel entonces y luego lo volví a montar entero. Y también aquí hice yo todas las obras, así que tenía que estar bien equipado, como tú dices.
—En cualquier caso, gracias por prestarnos tus herramientas.
—Me alegro de que os sean útiles. Si supiésemos compartir un poco más lo que tenemos, no necesitaríamos agotar los recursos del planeta.
Salgo con Efflam de su taller cargando las herramientas, y encontramos a Aziliz sentada con las piernas cruzadas bajo un manzano. Tiene en brazos al gatito negro de pelo largo del que me había hablado Efflam en mi primera visita.
—¡Mira qué gatito más bonito, Gabriel!
—¡Ah, veo que has conocido a Mélusine! —celebra Efflam.
—Mélusine… ¡Me encanta el nombre!
—Es el nombre de un hada —añade el druida.
—Le pega.
Temo el momento en que le anuncie que el hada Mélusine busca un hogar, pero no lo hace. ¡Bendita sea su delicadeza! Probablemente no podría haber resistido los asaltos de Aziliz para que la adoptásemos.
—¿Una infusión quizá? —nos propone, en cambio.
Aziliz se ha sentado en el lugar que ocupé yo la otra vez. Ha respondido con toda sencillez a las preguntas que le ha formulado Efflam.
—Sí, es Gabriel quien se ocupa de mí, porque papá y mamá murieron en un accidente de coche —dice con su vocecita, y se le humedecen los ojos ante el recuerdo de sus padres.
—Debe de ser difícil para una niña tan pequeña como tú…
Ella baja la cabeza y acaricia con la mejilla el pelaje negro de Mélusine, a la que no ha soltado en ningún momento.
—Sí y no —responde—. Una parte de mí está muy triste, mientras que la otra sigue alegre. Me dice que los dos están aquí, conmigo, para siempre. A menudo los siento justo a mi lado, pero en el fondo sé que están bien donde están. Entonces intento ser feliz yo también, porque es lo que más les gustaría en el mundo…
El viejo druida coloca delante de ella un plato de galletas con caramelo; caseras, sin duda.
—Muestras una gran sabiduría para la edad que tienes —responde Efflam, impresionado—. Yo he tardado más de cincuenta años en comprender lo que me cuentas. Guarda bien esa riqueza en el fondo de tu corazón, Aziliz. Y no la pierdas bajo ningún pretexto, aunque algunos adultos te digan lo contrario.
Se vuelve entonces hacia mí.
—Y tú, muchacho, ¿cómo llevas el fallecimiento de tu hermana, si no soy demasiado indiscreto?
Me encojo de hombros tras imitar a mi sobrina, que mordisquea una galleta.
—Yo no tengo tu fe, Efflam, ni las sensaciones de Aziliz. Mi corazón espera que Clara prosiga su camino en su reino de luz, pero mi cabeza me dice que solo busco algo que me consuele. Me encantaría creer en la existencia de Dios como tú. En nuestra conversación anterior, parecías sobreentender que era la hipótesis más probable para ti, y eso me resulta muy sorprendente.
—Lo entiendo. Metemos muchos conceptos tras la noción de Dios, y esa palabra a menudo atañe a las heridas colectivas vinculadas a los abusos de las distintas religiones en el pasado, pero la cuestión de lo divino se resume en el fondo en la de la consciencia: ¿la creación tiene un origen consciente o no? Desde los ochenta, sabemos que, si modificamos de manera infinitesimal las reglas de una sola de las grandes fuerzas que rigen el universo, como la gravedad, nada más de todo lo que existe será posible: ni las estrellas, ni las galaxias, ni por descontado la vida… Hay que comprender de verdad que, desde el punto de vista de la astrofísica, el hecho de que la vida sea posible en el cosmos es un milagro absoluto. Matemáticamente, la probabilidad de que tales condiciones coincidan por casualidad es tan ínfima que puede considerarse nula. Aun así, esto no demuestra la verdad; cuando se unen la física y la metafísica, la razón debe hacerse a un lado ante el misterio.
—Entonces ¿crees en la existencia de Dios porque es la hipótesis más probable matemáticamente?
—Al principio, sí. Quería comprender la naturaleza del universo, por eso me hice médico. Poco a poco, la conclusión de que existía un designio divino se me hizo evidente. No obstante, el razonamiento intelectual que me ha llevado a esta conclusión perdió el sentido desde que percibo SU presencia, esa conexión en cada una de mis fibras que une todo lo vivo. Es como si fuese una célula minúscula del cuerpo inmenso que es el universo. Veo la gracia, la perfección de la creación por todas partes. Siento la presencia de la Diosa en todas las cosas. No creo en Ella, vivo en Ella, solo formo uno con Ella. Tengo la impresión de haber estado ciego todos estos años, como un pez que, a falta de referencias, dudaría de la existencia del océano.
Guardo silencio y engullo de forma maquinal otra galleta, perturbado por sus palabras.
Esta vez, la caja que me da Efflam contiene dos bonitas lechugas, unas ramas de tomates empapados de sol y un manojo de albahaca que perfuma de inmediato el Ávalon. A regañadientes, Aziliz tiende Mélusine a Efflam. La pequeña gata empieza a maullar cuando se encuentra en las manos del druida. Saco un brazo por la puerta para despedirme de él y me sorprendo diciendo:
—Que la Diosa te guarde, amigo mío, y gracias otra vez por las herramientas.
Sin pronunciar palabra, Efflam se inclina en señal de gratitud, sujetando a Mélusine contra su corazón con las dos manos.
—¿Podremos volver otro día? —me pregunta Aziliz cuando llegamos a la carretera—. Efflam es muy amable, sus galletas de caramelo salado están riquísimas, y su casa es superbonita. Y… me ha sentado tan bien dar mimos a Mélusine... Todo era cálido en mí, como cuando mamá me cogía entre sus brazos…
Paro con brusquedad en el arcén.
—¿Has olvidado algo, Gab?
Con una sonrisita, le respondo afirmativamente y doy media vuelta. Efflam continúa en el patio, con Mélusine aún en los brazos.
—Sabía que no tardaríais en volver —me dice sin más al tiempo que me tiende al animal.
El grito de alegría que resuena en el Ávalon me llega al corazón, y cuando la gata regresa a los brazos de su nueva dueñita se me saltan las lágrimas.