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Al principio no había nada. Ni luz ni el más leve sonido. Fue antes de la oscuridad y el silencio, antes incluso del espacio y el tiempo; una nada infinita. De repente surgió todo. Al comienzo estaba muy confuso, pero estaba ahí, desde el primer instante: los electrones y otras partículas elementales que se unirían para dar lugar a átomos, que a su vez formarían estrellas, luego galaxias… Todo el universo apareció así, de golpe. Tal vez se trata del mayor misterio que existe. El vacío, la ausencia, lo entiendo. Es lógico, incluso, todo lleva a creer que no debería haber habido nada. Sí, pero lo hay… Quizá lo único que existe realmente se resume en mi pensamiento en torno a los orígenes del gran Todo y las sensaciones que experimento: la presión de mi cuerpo contra el asiento plegable, el olor a tabaco y sudor de la persona que tengo a la derecha, la luz clínica de los tubos de neón que iluminan el metro… Tal vez. No obstante, aun cuando todo se redujese a esta experiencia sórdida, bastaría para invalidar la hipótesis de la nada. Hay quien dice que en eso consiste la creación divina. Que estén en lo cierto o se equivoquen no cambia nada. El milagro es que haya algo. Que ese algo sea obra de Dios o no es secundario.

Hasta donde me alcanza la memoria, siempre he intentado comprender, dar un sentido a todo esto. De tenerlo, yo no se lo he encontrado nunca… Hoy hace justo veintisiete años que vago por esta cosa incoherente que denominamos existencia. Si hago balance de mi vida, aquí, en mi asiento plegable, no estoy del todo seguro de si firmaría por dar una vuelta más en el tiovivo. Sí, aunque no estoy solo en la ecuación... Recorro con la mirada a la gente que se agolpa en el vagón. La mayoría tiene la vista clavada en el móvil, están desconectados del mundo exterior. No les llama la atención la mujer joven que llora de forma discreta, encorvada en su asiento, o el indigente que les agita un vaso de plástico delante de la nariz. La existencia es el mayor milagro posible, y las personas se empeñan en huir de ella. No las juzgo. Con este cuestionamiento en bucle dentro de mi cabeza, hago como ellos. Estoy en mi burbuja interior. ¿Qué otra cosa se puede hacer al constatar que toda esta gigantesca maquinaria, salida del Big Bang, del despliegue del espacio-tiempo y de la fusión estelar, conduce a esto: una escena cotidiana y ordinaria del metro parisino? Una voz monótona anuncia la llegada a la estación de Nation: «Última parada, se solicita a todos los viajeros que abandonen el vagón». Me bajo como los demás. Como todo el mundo. Como siempre.

Una vez en el vestíbulo de mi edificio, abro el buzón sin saber muy bien por qué. ¿Acaso percibo de manera inconsciente la presencia de un paquete? O, simple y llanamente, ¿es porque hace más de una semana que no recojo el correo? Hay un paquete, en efecto. Al final Clara se ha salido con la suya: me felicita por mi cumpleaños. El hecho de celebrar un año más en el desierto que es mi vida me parece un contrasentido, así que prefiero pasar. Es la razón por la que no he encendido el móvil en todo el día, para evitar las llamadas invasivas y alegres de los que aún imaginan que hay algo que festejar. Tampoco tengo ningunas ganas de escuchar los mensajes del buzón de voz. Los borraré mañana sin escucharlos. En cuanto al paquete de mi hermana, que tengo entre las manos, pese a todo no voy a tirarlo. Con un suspiro, desgarro el papel de estraza. Descubro un cuaderno nuevo con la tapa cubierta por completo de hojas de árbol de tonos rojos y anaranjados, secadas y barnizadas. Es precioso. En la primera página, una nota de ella…

Hola, hermanito:

¡Quería desearte un día maravilloso!

Ya está, solo me apetecía hacerte un pequeño regalo, así, sin motivo. Sin ninguna relación en absoluto con el hecho de que sea tu cumpleaños, no te preocupes.

Bueno, en realidad, sí, lo reconozco. Hace veintisiete años que entraste en mi vida, y necesito celebrarlo. Aprovecho para avisarte de que te llamaré por la noche, aunque sé que no te gusta demasiado, espero que este año me contestes…

Mientras tanto, que sepas que este es un cuaderno mágico, en el que podrás anotarlo todo: tus sueños, tus dudas, tus vagabundeos. Estoy segura de que te ayudará a ver con claridad y a transformar tu vida.

Un beso muy grande,

CLARA

Clara… Esto es muy propio de ella. No sé si debo estar furioso o enternecido. Pero ¿cómo voy a montar en cólera con el ángel encarnado que es mi hermana? Cierro el cuaderno y, con una sonrisa en los labios, me dirijo al ascensor.

Apenas he franqueado la puerta blindada de mi apartamento cuando me recibe el estruendo de un combate épico. ¡Acero contra acero, ira de los elementos, rugidos de los guerreros! Noé está en trance, de pie sobre el sofá. Profiere gritos de guerra y batalla contra hordas de monstruos virtuales con ayuda de su joystick encantado. El cartón grasiento de la pizza para llevar que ha pedido preside la mesa, apilado encima de los envases de los últimos días. El resto de la habitación está lleno de ropa sucia, montañas de libros y cómics abiertos. Las figuritas y botes de pintura saturan la encimera de la cocina. El mundo de Noé se reduce a este salón caótico. Noé, mi primo, mi mejor amigo… En realidad, su verdadero nombre es Nominoë, pero todo el mundo le llama Noé. Por más que su increíble leonera me mine la moral, ya atacada por una jornada de trabajo tan agotadora como insípida, no se lo reprocho. A Noé siempre se lo perdono todo, es lo que hay. No se puede esperar nada de un ser machacado por la vida. Solo se le puede aceptar y amar; bueno, o evitarlo. Yo elegí bando. Ya hace más de siete años que lo acogí aquí, justo después de los grandes dramas que lo destrozaron. Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho? Lo recogí una noche de invierno, todavía lo recuerdo… Se presentó en casa, hirsuto, azorado, y se desplomó en el gran sofá de cuero gastado del salón. No se ha movido de ahí desde entonces.

La pantalla vuelve a atraer mi atención. Los orcos son ahora legión, llegan de todas partes y rodean al paladín élfico de armadura reluciente. Noé está cubierto de sudor. Probablemente no había previsto que fueran tantos. Con un grito gutural, utiliza sus últimos puntos de maná para lanzar un hechizo de los más poderosos. Una increíble onda de choque circular arroja al suelo a todos los enemigos a su alcance. Aprovechando el espacio liberado, se lanza hasta una colina cercana donde le espera el líder, un orco descomunal, cubierto de placas de metal oxidado y pieles de animal. Noé activa su poder, de una violencia imponente, su fuerza se ha multiplicado por diez. El coste es con todo elevado, a cada segundo se vacía un poco más de la escasa vida que le queda. Asesta golpes como un loco y corta la carne verde del monstruo con su espada de plata, poniendo al enemigo en la picota. Los esbirros de este último lo alcanzan, y le da igual. Ya no combate para sobrevivir. En este momento está tranquilo, sus dulces ojos de color avellana destellan con el resplandor de quien acepta su destino. Solo le queda una cosa por hacer: arrastrar a su adversario consigo a la nada. En el fondo, ahora mismo, ya no es un enemigo, sino un compañero de viaje. Descarga con brío una serie de golpes fulgurantes, luego alza la espada al cielo como en oración, antes de asestar la estocada fatal. La hoja atraviesa al orco hasta la empuñadura. La horda verde y vengadora le supera entonces en un abrir y cerrar de ojos. Le trae sin cuidado. El joystick resbala de las manos de Noé, que se vuelve hacia mí.

—Lo he conseguido —me anuncia con la voz todavía trémula por la emoción.

Fijo mis ojos en los suyos. Durante un fragmento de eternidad, accedo a su mundo interior de magia y leyendas. Asiento completamente serio.

—Lo has hecho. Le has derrotado.

Se baja del sofá, marcado por el contragolpe de la reciente confrontación: ¡los noventa y cinco kilos del primo Noé deforman los cojines! Lleva su camiseta preferida, la turquesa de «Soy un unicornio», gastada tras siete años de uso intensivo. Se la regalé por su primer cumpleaños en casa, sin sospechar que iniciaba una larga tradición de regalos en torno a la misma temática. Tiene el cabello, castaño rojizo, y la barba de diez días despeinados y perlados de sudor. Abro los brazos a la espera del impacto. Él me coge con fuerza, me levanta del suelo y me estrecha contra su enorme cuerpo con la ternura violenta que caracteriza sus abrazos.

—Galabriel, noble primo, ¡cómo me alegro de volver a verte!

—No tanto como yo, querido Nominolwë, no tanto como yo.

Galabriel y Nominolwë. Nuestros nombres de elfos.

—¿Qué tal te ha ido tu búsqueda? —me pregunta.

—Ah, bufff… Algunos malandrines aquí y allá, enigmas estudiados y reestudiados muchas veces y, como jefe, el famoso nigromante dictador de los recursos humanoides que con frecuencia intenta eliminarme.

—¡El vil bribón! —se enciende Noé—. ¿Y esta vez has acabado con él?

—¡No! No ha sido más que una escaramuza. Ha preferido retirarse antes de que el enfrentamiento se volviese demasiado serio.

—¡El muy cobarde!

—Entretanto, ¡no vengo con las manos vacías!

Noé arrampla con mi bolsa de la compra y vierte el contenido.

—¡Oh, no! Otra vez verduras… ¡Yo quería pizza!

—¿Cómo que otra vez verduras? Hace más de una semana que no compro.

—Precisamente, ¿por qué no continuar con una racha tan buena?

Noé podría alimentarse exclusivamente a base de pizza. Para ser sincero, yo también. Sin embargo, de vez en cuando recupero un residuo, un sucedáneo de consciencia. Un vestigio del pasado, de la época en la que creía que aún podíamos cambiar el mundo, tal vez salvarlo, incluso… A veces me da por llenar la bolsa de provisiones de tomates bio, cebolletas y calabacines en la tienda de la esquina. Con un suspiro, dejo la bolsa en el taburete de la barra y comienzo a despejarla para poder cocinar mientras Noé se deja caer en el sofá resoplando de forma ruidosa. Coge con gesto mecánico la edición completa de El señor de los anillos, que habrá visto ya una buena veintena de veces. Sonrío. No es en absoluto consciente de que hoy es mi cumpleaños, lo cual me viene muy bien. Mientras yo me pongo manos a la obra en los fogones y las cebollas empiezan a sellarse en el aceite de oliva de la sartén, en la lista de reproducción de mi ordenador arranca «Ode to My Family», de Cranberries, uno de mis temas favoritos. Aquí, en este mundo sensible y restringido, con el mismo compañero de siempre, me siento casi bien. Casi.

Feliz cumpleaños, Gabriel.