Efflam se queda boquiabierto por unos instantes. El brillo que baila en sus ojos emana un perfume de infancia mezclado con una sabiduría inmemorial.
—Vaya —dice por fin—, ¡nunca habría imaginado que el terreno del viejo Yann escondiera semejante joya! Vuestra cabaña es magnífica, y esa haya… ¡debe de tener al menos quinientos años! Es espléndida. Y el claro… Vibra con una energía… ¿Lo sientes? Estoy seguro de que está situada sobre un nudo telúrico…
El druida afianza muy erguido las piernas y cierra los ojos. Su cuerpo se adelanta inmediatamente hacia el árbol.
—Sí, es eso, el punto energético se encuentra debajo del árbol. Has estado inspirado, muchacho, al instalarte aquí con tu pequeña familia…
Al oír las palabras del viejo druida, una mezcla de alegría y orgullo crece en mi interior. Cierto, no puedo arrogarme el mérito por la belleza y las vibraciones del lugar, pero sus palabras me reconfortan.
—Ven, Efflam, te lo enseño.
—¡Encantado, muchacho!
Aviso a Noé antes de abrir la puerta de entrada, recién reparada. Ha disminuido de forma considerable su fobia a los desconocidos desde que emprendimos nuestro periplo, pero sigue sintiéndose incómodo cuando trata con extraños. Da unos pasos tímidos hacia la puerta, lo justo para observar a Efflam con tanta aprensión como curiosidad, sobre todo porque antes de irme le he dicho que iba a volver acompañado de un auténtico druida.
Efflam se queda en el vano de la puerta y se contenta con sonreírle con bondad. Tras varios segundos de «olfateo animal», mi primo baja la cabeza en una especie de saludo.
—Buenos… buenos días, señor —balbucea—. Bienvenido.
—Gracias por acogerme en tu casa —responde el anciano, que se inclina a su vez, con una mano apoyada en el corazón—. Me llamo Efflam.
—Yo soy Noé… Bueno, Nominoë, pero todo el mundo me llama Noé.
—Nominoë… Un nombre poderoso, de protector, de caballero… El primer rey bretón se llamaba así, ¿lo sabías?
Noé niega con la cabeza. En cuanto el druida ha hablado de caballero y de rey, a mi primo han empezado a brillarle los ojos. Efflam le tiende la cesta que ha traído.
—Algunas vituallas para las fiestas…
Con gesto vivo, Noé la toma al tiempo que farfulla un «gracias».
—No hacía falta, Efflam —añade a continuación.
—No es nada. Una botella de zumo de pera y saúco, y una pizza provenzal.
Una sonrisa ilumina ahora el rostro redondo de mi primo.
—Voy a ponerlo todo enseguida en la mesa. ¡Gracias! Noé se escabulle rápido fuera. Efflam me sonríe.
—Nos entenderemos bien, él y yo, lo percibo.
Después de ofrecerle el tour guiado por la propiedad, que se reduce a hacerle trepar al altillo para que descubra la creación de Noé y elogie sus habilidades manuales, salimos de la casa.
—¿Y dónde está la pequeña señora de la casa? —me pregunta Efflam entonces.
—¡Estoy aquí arriba, Efflam! Le enseño a Mélusine a trepar a los árboles. Ya bajo…
Mientras Aziliz se desliza de rama en rama para reunirse con nosotros, le cuento a Efflam que mi sobrina se pasa la mayor parte del tiempo posada ahí arriba y que incluso ha colocado una almohada en la horcadura de una rama gruesa para echarse la siesta.
Una decena de velas calientaplatos alumbran un antiguo panel de señalización que hemos colocado sobre un grueso tocón a modo de mesa. Las velas que Aziliz ha repartido un poco por todas partes, sobre las piedras del muro bajo y en las ramas inferiores del haya, dan al lugar un toque festivo. Esta es nuestra fiesta de inauguración, ahora que Aziliz ha acabado la limpieza general, yo he finalizado las reparaciones de primera necesidad, y Noé, la construcción del hogar para los murciélagos. Pese a que Efflam sea nuestro único invitado, su presencia inmensa y sus maravillosas historias llenan el claro y es como si encendieran las estrellas, una tras otra.
—¡Otra historia, Efflam! —pide Aziliz apenas nos recuperamos de las carcajadas provocadas por uno de sus recuerdos desternillantes de su época de estudiante en la facultad de Rennes.
—Se hace tal vez un poco tarde, ángel mío, y te recuerdo que dentro de dos días empiezas en tu nueva escuela.
—Bueno, dentro de dos días, ¡no mañana! ¡Por favor, Gab!
—La última, entonces, si a Efflam le parece bien…
El anciano se alisa la barba.
—Muy bien —declara—. La que voy a contar no me concierne a mí, pero ocurrió aquí mismo, en Loc-Envel, quiero decir.
—¿Es una historia de miedo? —pregunta Aziliz.
—Ah, no, ¡en absoluto!
Carraspea antes de deleitarnos con su talento para contar historias.
—He aquí los hechos como me los relató mi padre, a quien a su vez se los contó el suyo.
A principios del siglo pasado, el cura del pueblo, por aquel entonces de edad muy avanzada, decidió retirarse. Para ocupar su puesto, enviaron a un joven párroco, recién salido del seminario. La vieja ama de llaves del antiguo cura aprovechó la ocasión para dejar sus funciones e irse a casa de uno de sus hijos, con quien pensaba pasar sus últimos días. El joven contrató entonces a una mujer joven, bastante agradable a la vista, para sustituirla. Nuestro joven párroco, que tampoco estaba mal, ocupó su puesto en la curia de Loc-Envel. Todo iba a las mil maravillas según los parroquianos, y sobre todo las parroquianas, que acudían en gran número a confesarse.
Un día, el obispo de Tréguier, en su recorrido anual por las parroquias de la región, llegó a Loc-Envel. El joven cura lo recibió con todo el respeto debido a su cargo y le propuso que asistiera a uno de sus oficios, que nuestro obispo encontró enteramente satisfactorio.
El párroco invitó a continuación a su superior a cenar con él, y le mostró la casa parroquial mientras el ama de llaves preparaba la comida. Le enseñó el comedor y el pequeño salón, y luego lo condujo al primer piso. Allí había una habitación muy bonita, con una cama de matrimonio grande y recia cubierta con un edredón de franela y mullidas almohadas, además de una bonita mesa de madera de nogal, perfectamente encerada, sobre la cual reposaba un jarrón de porcelana con un ramo de flores silvestres.
—Hijo mío, mi querido hijo —exclamó el obispo con reprobación—, ¡cuánta opulencia para la habitación de un cura! ¿Y qué hay de su voto de pobreza?
—¡Oh, monseñor! —respondió el joven—, os confundís conmigo: esta no es mi habitación, sino la del ama de llaves. La mía se encuentra en la planta superior.
Precedido por el joven cura, el obispo se lanzó al asalto de una escalera empinada que llevaba a una buhardilla amueblada con una sencilla cama de hierro medio oxidado y un humilde jergón. En el cabecero de la cama colgaba un crucifijo. Junto a ella, un antiguo baúl encima del cual reposaban una biblia y un viejo candelero de latón.
—Esto sí que es más apropiado, en efecto —dijo el obispo, contento tras la inspección.
Un poco más tarde, los dos eclesiásticos se sentaron a la mesa para cenar. La joven ama de llaves llevó una sopera humeante y les sirvió con la ayuda de un magnífico cucharón de plata, que no escapó a la mirada severa de nuestro obispo.
—¿Piensa usted, hijo mío, que conviene que a un hombre de Dios le sirvan con un utensilio tan valioso?
—¡Ah! No se equivoque, monseñor; el valor de este cucharón es solo sentimental. Verá usted, es lo único que me queda de mi difunta madre… Solo lo he conservado y lo utilizo por su valor sentimental.
—Ah, si se trata de un recuerdo de familia, es diferente —concedió el prelado.
El resto de la cena transcurrió sin más incidentes destacables, y el obispo se marchó satisfecho.
La noche siguiente, a la hora de la cena, el ama de llaves irrumpió alarmada en el comedor.
—Oh, señor cura, ¡es terrible! ¡No encuentro el cucharón de plata! ¡Lo he buscado por todas partes! ¡Ha desaparecido!
Nuestro joven párroco no se preocupó demasiado. El cucharón tenía que estar en algún sitio, el ama de llaves acabaría encontrándolo. Pero pasaron los días sin rastro del cucharón. Había desaparecido de verdad. Contrariado e irritado, el cura decidió escribir a su superior. Tras varios borradores, expuso sus cuitas en los términos siguientes: «Monseñor, no digo que me haya robado usted el cucharón. Tampoco digo que no me haya robado el cucharón. Lo único que digo es que, después de que usted se fuera, el cucharón desapareció».
Concluyó la carta con una fórmula de cortesía que os ahorro y se la envió al obispo. Al cabo de unos días llegó la respuesta del obispo. La misiva decía: «Hijo mío, no digo que se acueste usted con su ama de llaves. Tampoco digo que no se acueste con su ama de llaves. Lo único que digo es que, si hubiese dormido en su propia cama, habría encontrado usted el cucharón».
Una enorme carcajada resuena al final de la historia. El lado travieso de Efflam me recuerda al de Merlín el encantador. Aziliz está contentísima, y Noé, muerto de la risa.
—Nunca habría imaginado que los druidas tuvieran tanto sentido del humor —le digo a Efflam mientras vuelvo a servirme zumo de pera y saúco.
—¿Cómo los imaginabas, entonces? —me pregunta él.
—No lo sé, más misteriosos, quizá…
—La búsqueda de la sabiduría siempre lleva a esta conclusión: todo es perfecto y todo es amor. El amor y la perfección se manifiestan en todo… En un copo de nieve, en el canto de un pájaro, en la risa de un niño, en el silencio de las piedras. La vida nos revela su perfección en una infinidad de formas y se renueva de manera constante.
—Tú, Efflam, sí que eres perfecto, con esas historias divertidas…
—Sí, pequeña hada, es mi forma de celebrar la vida.
—Y yo que pensaba que los druidas solo se dedicaban a cosas sagradas —digo al tiempo que alzo la vista para contemplar las estrellas…
—¡Y así es! Lo sagrado es lo que honra la vida, o la vida es lo único que existe. ¡Comerse un bocadillo o bromear puede ser tan sagrado como meditar debajo de un árbol! Todo depende de la intención que le pongas.
—¿Comerse una pizza es sagrado?
—¡Por supuesto, Nominoë! Se requiere un universo entero para hacer posible la existencia de una simple pizza, literalmente. Si modificas, aunque sea de manera infinitesimal, uno solo de los parámetros de nuestro universo, nada más de todo eso es posible. Cuando asimilas la magnitud de lo que eso significa, te colma una gratitud infinita por ese milagro que constituye la pizza, y la saboreas dando gracias a la Diosa por ese regalo celestial.
Se produce un silencio, como si un ángel acudiera a nuestra mesa y saboreara con nosotros estos instantes de bienestar. En la quietud que de pronto invade el claro, Mélusine emite un tímido maullido.
—Tú quieres irte a dormir, tienes sueño —susurra Aziliz.
Efflam aprovecha para levantarse.
—Para mí también es hora. He pasado una velada maravillosa, amigos míos, os agradezco este momento mágico.
Me levanto a mi vez y me ofrezco para acompañarle hasta la granja.
—Tienes un hogar magnífico —me dice Efflam en voz baja cuando atravesamos el bosque—. Solo hace falta acondicionarlo un poco más para la pequeña…
—Es algo complicado, en cuanto a la tesorería, en este momento.
—Me lo imaginaba… Pásate por mi casa antes de que Aziliz empiece el colegio. Con el tiempo he acumulado un montón de objetos en mi granja de los que tengo intención de deshacerme. Seguro que encuentras cosas que os serán útiles.
—Es muy generoso por tu parte, Efflam, pero ya nos has ayudado muchísimo con las herramientas. No puedo abusar de tu amabilidad…
Apoya una mano en mi hombro.
—El favor me lo harás tú a mí librándome de esos bártulos. ¿Estás disponible mañana?
Sonrío para mis adentros. Esta forma que tiene de poner las cosas tan sencillas…
—Cuenta conmigo, Efflam. Gracias.
—Soy yo quien te lo agradece a ti, muchacho.
Una vez delante de la granja, busco su coche con la mirada.
—¿Dónde has aparcado?
—No he cogido el coche…
—¿Has venido a pie?
Hace un gesto afirmativo. Enseguida le señalo el Ávalon.
—Te llevo a casa…
—Ni pensarlo, me sentará muy bien dar un paseo.
—¡Pero es de noche, Efflam!
—¿Y qué? ¿Hay algo más dulce que caminar a la luz de las estrellas en compañía de las lechuzas y los erizos? ¿Querrías privarme de ese placer? No te preocupes, no voy a perderme, conozco el lugar como la palma de mi mano.
Me quedo sin palabras cuando abre los brazos para estrecharme entre sus brazos.
—Pórtate bien, Gabriel, y que la Diosa te bendiga.
—Buenas noches, Efflam.
—¡Noz vat, muchacho! —me contesta a medida que se aleja.
Me quedo ahí, envuelto en el silencio de la noche, hasta que la silueta del viejo druida desaparece como por ensalmo entre las sombras fantasmagóricas del camino.