Rodeado de otros padres de alumnos, la espero delante de la escuela, un gran edificio de granito apenas más grande que el resto de las casas del pueblo.
Una llovizna desapacible persiste desde esta mañana para acompañar el comienzo del curso. Los alumnos de la única clase, en la que se agrupan todos, desde el parvulario hasta el final de primaria, aparecen al fin en el pequeño patio arbolado de la institución. Localizo a mi sobrina entre los demás niños. En cuanto me ve, se precipita hacia mí y salta a mis brazos, ante la mirada divertida de las mamás presentes.
—Bueno, ¿ha ido bien?
—Está bien —responde escondiendo la cabeza en mi cuello.
—¿Está bien? ¿Eso es todo? ¿Qué pasa, mi niña? ¿No te gusta la maestra? ¿O quizá tus compañeros?
—Sí... La maestra es amable, y los demás niños también. Es solo que… he pensado que no volveré a ver a mis amigas de París, y eso me ha puesto triste. Cuando me despedí de ellas antes de las vacaciones, no sabía que no volvería a verlas… No pensaba que cambiaría de escuela…
Siento sus lágrimas resbalando por mi cuello.
—Todo irá bien, angelito mío, todo irá bien —le digo mientras le doy palmaditas en la espalda—. Vamos a casa. ¿Sabes qué? Noé ha empezado hoy a construir un refugio para erizos y casi lo ha terminado.
—¿Tenemos erizos en casa? —pregunta ella sorbiéndose los mocos.
—Bueno, ¡ahora tenemos una casita para ellos!
La dejo en el estribo del Ávalon.
—Me gustan mucho los erizos —me confiesa al tiempo que pasa por encima del asiento del conductor para deslizarse hasta el del medio—. Estaría bien que una familia de erizos decidiese vivir con nosotros…
—¿Una familia entera?
Ahora sonríe.
—¡Sí, sería genial!
Arranco, tranquilizado al ver que su tristeza se ha disipado tan rápido. Con la llovizna, una luminosidad austera envuelve el campo que nos rodea y me doy cuenta de que este tiempo no me molesta. Incluso me gusta el tono gris de esta época del año…
Cuando llegamos al terraplén situado detrás del cobertizo, que utilizamos como aparcamiento, descubro con estupor dos vehículos estacionados. No tengo ni tiempo de perderme en conjeturas cuando advierto tres siluetas que salen de la casa de labor: un hombre joven y una pareja de quincuagenarios. Tras acompañar al hombre y a la mujer a su coche y estrecharles la mano, el joven se dirige hacia mí. Me bajo de la furgoneta y le pido a Aziliz que me espere ahí.
—Buenos días, ¿debe de ser usted el hijo de la señora Toussaint?
—Exacto… Buenos días, señor.
—Su madre me avisó de que se había instalado aquí temporalmente…
Me tiende una mano floja, que estrecho de forma mecánica.
—Gregory Le Gall, soy el agente inmobiliario encargado de la venta de su casa… perdón, quería decir de la casa de su familia.
Su irrupción repentina hace que crezca en mí una oleada de angustia que intento disimular como puedo.
—Bueno, ha hecho usted un trabajo formidable —continúa el agente—. No es lo que buscaban esos señores, pero no tema, ahora que lo han limpiado todo perfectamente, será más fácil encontrar un comprador. No quiero ocultarle que la basura a cielo abierto ahuyentaba a los clientes, pero el hecho de que lo hayan limpiado y hayan derribado los muros del interior lo cambia todo: ahora sus dimensiones han quedado a la vista y se le ve el potencial. ¡Me quito el sombrero por el trabajo! Se venderá rápido, puede decírselo a su madre. Cuente conmigo para reactivar las visitas. Bueno, debo dejarle, tengo una cita en la agencia —concluye echando un vistazo a su reloj—. Hasta pronto, señor Toussaint.
Medio aturdido por lo que acaba de decirme, veo cómo arranca su 4×4 y se aleja. Comprendo entonces que, al limpiarlo, sin querer, hemos acelerado nuestro desalojo. Lágrimas amargas arden en mis ojos, lágrimas que contengo al escuchar la vocecilla de Aziliz a mi espalda.
—¿El señor con el que hablabas es el que va a vender nuestra casa?
Asiento con la cabeza. Incapaz de pronunciar palabra, abro los brazos, a los que enseguida viene a acurrucarse. Me encantaría poder tranquilizarla, consolarla, pero, una vez más, es ella quien me reconforta a mí.
—No te preocupes. El universo no nos ha guiado hasta nuestro hogar para obligarnos a marcharnos tan rápido. ¡No te preocupes, Gab, ya verás como todo se arreglará!
No puedo contener más el nudo de angustia que me oprime la garganta. Estalla en forma de sollozos cuando la manita de Aziliz me da palmaditas en la espalda como he hecho yo antes con ella, a la salida de la escuela.
Kernaël, 21 de septiembre
La casita ha cambiado mucho desde que llegamos, sobre todo desde que recibimos los obsequios de Efflam, a saber, tres sillas, una mesa y una alacena. También nos regaló una cama pequeña y un escritorio, que hemos subido al altillo, convertido ahora en la habitación de Aziliz, sin olvidar un viejo armario en el que lo guardamos todo: mantas, platos, cazuelas, vasos, cubiertos… todo tesoros recuperados de la granja del viejo druida. Las obras avanzan despacio por falta de medios, y de tiempo: en efecto, nos dedicamos sobre todo a recoger leña para alimentar la chimenea, tras haber gastado los últimos euros en deshollinarla. Ahora dependemos principalmente de la naturaleza, muy generosa en esta estación en lo que se refiere a castañas, manzanas y setas.
Envuelta en su chaqueta polar con capucha, y más tirada que sentada en la silla, Aziliz gira de manera maquinal la cuchara en el cuenco lleno de muesli y castañas. Fuera, le cuesta arrancar al día, y un frío matinal inclemente ha traspasado los muros de la cabaña. Noé, aún acostado en el sofá, se ha enrollado en el edredón. Embutido en varios jerséis superpuestos y sentado a la mesa delante de mi sobrina, releo lo que acabo de escribir en mi cuaderno.
—Es la hora, Aziliz —digo al tiempo que cierro mi diario.
Con los ojos todavía velados por el sueño, se levanta y deposita a Mélusine, que estaba acurrucada en su regazo, en el asiento de paja de la silla y luego coge la cartera. Al subir por el sendero con paso vivo, le pregunto:
—¿Esta noche duermes en casa de tu amiga?
Asiente con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba?
—Émeline —responde ella con la voz ligeramente tomada cuando llegamos a los límites de nuestro dominio secreto.
Así es como nos referimos al terreno que se extiende desde donde empieza el sendero hasta nuestro claro tras emprender la operación camuflaje a raíz de la entusiasta visita del agente inmobiliario. Como todo apunta a que este último desconoce la existencia de la pequeña cabaña, decidimos que debía continuar siendo así. Nuestra operación camuflaje consistió en crear un portal de ramaje, con zarzas y hiedra trenzadas, para disimular el inicio del camino forestal. El resultado está a la altura de nuestras expectativas. Imposible adivinar la existencia de un camino tras el muro de zarzas. Un hueco a modo de mirilla de follaje extraíble nos permitirá observar si el agente está ahí antes de hacer girar la puerta vegetal, que volvemos a cerrar de inmediato después de franquearla. La regla es no dejarla abierta bajo ningún concepto.
Nadie a la vista. Nos escabullimos para subir a la furgoneta, que está completamente helada. Tras varios intentos fallidos, el Ávalon acaba por izar las velas, listo para hacer frente a nuevas tempestades.