24

Llego a casa completamente contrariado. La entrevista de trabajo ha sido un desastre. Me pregunto qué me ha llevado a presentarme para un puesto de electricista cuando no tengo ninguna experiencia, ninguna formación. Pensé que el contrato temporal me permitiría adquirir nociones en ese ámbito, nociones que, por otra parte, necesito para emprender las reformas que nuestra casa necesita, al tiempo que ganaba dinero… Buscaban a alguien cualificado, no un aprendiz, me han dicho. En fin, una pérdida de tiempo.

No quiero inscribirme en la agencia pública de empleo para evitar que el servicio jurídico de tutelas descubra mi nueva condición de desempleado, y eso complica la búsqueda. Encontrar trabajo en la zona es casi como buscar una aguja en un pajar. Todo se hace de manera informal, mediante contactos, por el boca a boca, y yo no conozco a nadie.

En estado de alerta, me deslizo tras el portal de zarzas para acceder a nuestro dominio secreto. La serenidad del lugar me tranquiliza poco a poco. La tierra está fría bajo los dedos de mis pies y, sin embargo, su contacto me reconforta. Me detengo unos segundos para conectar plenamente con ella cerrando los ojos. Una corriente de energía asciende lentamente en mi interior. Mi cabello se mece con suavidad al viento fresco de la noche. Aquí y ahora, todo va bien. Abro los ojos. Me siento más seguro. No debo perder el valor. «La vida no abandona a aquellos que siguen su propia leyenda», como suele decir Aziliz.

Las carcajadas de mi sobrina, que escapan de la casa, acaban por distraerme.

—No, Noé, lo estás haciendo mal, ¡tienes que adelantar el otro pie, así!

—¡Este rollo es complicado, reconócelo!

Los dos se vuelven hacia mí cuando abro la puerta de par en par.

—¡Gab! Estoy intentando enseñarle la gavotte —me explica con una sonrisa enorme—. ¡Así podrá venir a bailar con nosotros la próxima vez!

Por un instante intento imaginar a Noé en medio de la multitud reunida en una pequeña sala de fiestas… No lo consigo… La ojeada dubitativa que me lanza mi primo corrobora mis dudas. No obstante, he de reconocer que tampoco me lo habría imaginado nunca fuera de nuestro apartamento, cuando vivíamos en París. Así que, ¿por qué no en un festival bretón? Todo es posible. No enseguida, claro, sino cuando se haya familiarizado con los humanos. ¿Puede que acabe dedicándose a construir casas? En cualquier caso, cabe ahondar en esta reflexión. Por el momento, Aziliz le ha soltado las manos para tomar las mías y, con gesto autoritario, me ha colocado su izquierda en mi hombro y la mía a la altura de su cintura.

—Vale, ahora vamos contigo, Gab. ¡Es imprescindible que sepas bailar el scottish la próxima vez! Ya verás, es muy sencillo, ¡yo lo aprendí en una sola noche!

—A mí me ha dicho lo mismo de la gavotte —me suelta Noé con una mueca, al tiempo que se deja caer con pesadez en el sofá, contentísimo de dejar de hacer de cobaya.

Mélusine, que se ha despertado asustada por la caída de Noé a unos centímetros de ella, se precipita hacia la escalera para saltar al altillo con un maullido de reprobación.

—Por cierto, Gab, ¿te parece bien que venga Émeline este fin de semana?

—Sí, pero no puede quedarse a dormir, la casa es demasiado… no es lo bastante…

—¡Es demasiado fría! —zanja Noé.

Mi primo tiene razón. No deseo hacer sufrir a la amiguita de Aziliz por la precariedad de nuestra vivienda. La chimenea nos proporciona un asomo de calor durante el día, pero no por la noche.

—Y, de todos modos, no hay cama para ella.

—Ya me lo has dicho, Gab. Habrá que ir a buscarla por la mañana a su casa, y su padre la recogerá por la noche… ¿Vale?

—Está bien.

Me sonríe, satisfecha.

—Bueno, ¿por dónde íbamos? Noé, ¿puedes ponernos un scottish? Encontrarás alguno en la lista de reproducción «fest-noz». ¡Haremos de Gabriel el mejor bailarín del Trégor!

Erwan, el padre de Émeline, es un hombre larguirucho de rostro arrugado, que rebosa de fuerza y dulzura. Su melena corta y canosa flota en el aire nocturno.

—¡Tienen ustedes unas vistas preciosas! ¡Oh! El tejado necesitaría una restauración importante —me dice al tiempo que señala la estructura hundida.

No puedo sino reconocerlo.

—Por el momento, nos concentramos sobre todo en la casa de abajo. Es por aquí…

Erwan se sorprende al verme maniobrar con el muro de zarzas.

—No está mal, como portal…

—Ah, ha sido idea de mi sobrina. Le encantan los pasajes secretos…

Bajamos hasta el haya. Erwan emite un silbido de admiración al descubrir el lugar.

—¡Pero si tienen aquí un verdadero tesoro!

—¡Gracias! Y este tejado está en buen estado.

Se acerca y recorre este último con ojo experto.

—La pizarra está desgastada, pero si retiran el musgo con regularidad, aún aguantará cuatro o cinco años. Cuidado, algunas piezas están movidas. Corren el riesgo de que haya infiltraciones y, si eso sucede, la estructura se verá afectada. Deberían ocuparse de eso antes del invierno.

—Gracias por el consejo —digo, algo abatido por este problema imprevisto—. Tiene pinta de saber de qué habla.

—Más me vale, ¡es mi trabajo!

—Ah, ¿es usted carpintero?

—Sí, carpintero y techador.

—¡Papá! ¡Mira, estoy aquí!

Erwan levanta enseguida la cabeza hacia lo alto del haya. Observo su reacción con inquietud. Su carcajada me tranquiliza al instante.

—¿O sea, pulguita, que te gusta estar colgada en el cielo, como a tu padre?

Por fuerza, con la profesión que ejerce su padre… ¡De tal palo tal astilla! No tiene vértigo. Ha tenido un buen maestro… De repente, una idea me sacude las neuronas: «Tal vez… No, si se lo pido, voy a ponerlo en un compromiso… Deja de pensar por él. ¡Venga, lánzate!».

—Erwan, siento molestarle con una petición tan pragmática, pero… estoy buscando trabajo, preferiblemente en la construcción. ¿No necesitaría usted ayuda en este momento?

Me mira sin decir nada, un poco sorprendido por la pregunta.

—Bueno… —responde tras reflexionar un rato—, es posible. Tengo una obra, el tejado de una pequeña casa solariega, propiedad de una pareja de jubilados ingleses, que hay que rehacer antes de Navidad. Pero usted… Te tuteo, ¿vale? ¿Sabes algo de construcción?

—No mucho, pero querría aprender para ponerme con las reformas de aquí. Además, necesito trabajar. Puedes confiar en mí, me entregaré a fondo si me das la oportunidad.

—Déjame pensarlo, ¿vale? Te doy una respuesta rápido —me promete cuando su hija, con los pies de nuevo en el suelo, le salta a los brazos y lo cubre de besos—. ¿Has pasado un buen día, Émeline?

—¡Genial! ¡Me lo he pasado muy bien! Gabriel y Noé son muy majos. ¡Hemos instalado un nidal que ha construido Noé! Ahí arriba, en el árbol, ¿lo ves?

—¡Ah, sí! Bravo, pulguita. Está muy bien.

—Vuelve cuando quieras, Émeline —le digo, y le doy un beso.

El guiño que acompaña la sonrisa de Erwan intensifica su apretón de manos, viril y caluroso, y disipa la sensación de haberme mostrado demasiado oportunista.

—Vamos, pulguita, que nos está esperando tu madre.

—Si te parece bien, no os acompaño hasta el portal de zarzas. ¿Podrás volver a cerrarlo al salir?

—Tranquilo —me dice él, desde el sendero, con su hija—. Te informo rápido de lo del trabajo, Gabriel, kenavo!