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El sofá vuelve a ocupar su sitio bajo la bóveda estrellada. Efflam se ha unido a nosotros para celebrar mi cumpleaños y deleitarnos con sus divertidas historias, y con una deliciosa tarta de frutos rojos. Sé que da gracias a la Diosa por haber permitido mi unión con Enora, su nieta. Con mi amor entre los brazos, el estómago lleno y el corazón ligero, contemplo la alegre danza de las llamas en el horno para pizzas. Noé me hace una seña discreta. Me levanto, dejando unos instantes a Enora entre su abuelo y Aziliz.

Después de deslizar otra pizza en el horno, Noé me arrastra hasta la cabaña.

—¿Hay algún problema? —pregunto.

—No, en absoluto. Solo quería darte tu regalo…

—¿Ahora?

—Quería que estuviéramos tranquilos.

Sin esperar, me tiende un largo paquete envuelto en un pañuelo de lino. Lo cojo, sorprendido por el peso, y retiro lentamente la tela.

—Pero ¡si es tu espada!

Es magnífica. Una réplica de Anduril, la espada de Aragorn en El señor de los anillos. Recuerdo que se gastó todos sus ahorros cuando acababa de entrar en la escuela de arquitectura. Se la compró a un artesano forjador en una feria medieval. La hoja era de verdad, de excelente acero, no una mera imitación. Su mayor tesoro.

—No puedo aceptarla —le digo entregándole el arma.

—No, debes tenerla tú.

La emoción de su voz detiene mi gesto.

—Pero…

—Escúchame… Nunca te he dado las gracias. Tras la traición de Noémie, y del accidente de mamá, toqué fondo. No me quedaban fuerzas para vivir, pero tú me rescataste, cuidaste de mí y todo… No era de verdad consciente de lo que has estado haciendo por mí durante todos esos años… Era… Era como un zombi, un muerto viviente… Ahora he resucitado. Los erizos, los herrerillos, los murciélagos, las abejas… Incluso Aziliz. Su casa no me la deben a mí, te la deben a ti. Sin ti, Gabriel, yo no estaría… Ya no estaría en este mundo.

Se echa a llorar, y no puedo evitar imitarle. Con un gesto enérgico, me paso la mano por las mejillas.

—Así que —continúa—entregándote mi espada te doy las gracias por haber hecho todo eso por mí…

Le estrecho entre mis brazos después de dejar la espada encima de la mesa.

—Oh, Noé… Lo que me dices me emociona tanto… Sé que tú habrías hecho exactamente lo mismo por mí…

—Sin duda, solo que eres tú quien lo ha hecho.

Nos quedamos largo rato abrazados antes de separarnos.

—Te quiero, lo sabes, primo mío…

Me sonríe.

—Yo también te quiero, Gabriel.

—Bueno, ¿dónde ponemos la espada?

—¡Podríamos colgarla en esta pared, aquí!

—¡Genial, me parece muy bien! Solo tenemos que convencer a las chicas.

Suspiro resignado en señal de acuerdo. Por algún motivo que se le escapa, las mujeres nunca han entendido los fundamentos evidentes de la decoración interior. Escudo, arnés, confalón… ¿qué mejor para dar vida a una habitación? Apoyo una mano en su hombro.

—Volvamos con ellas. Tu pizza debe de estar lista, ¿no crees?

—¡Maldita sea, la pizza! —dice, y sale a toda prisa.