Imaginad dos coches que convergen hacia un cruce de manera sincronizada. Uno tiene prioridad, pero el joven que va al volante presenta una tasa de alcohol en sangre de 1,8. El otro lo conduce un usuario regular de esa carretera secundaria, acostumbrado a no cruzarse con nadie, que va demasiado rápido para poder frenar a tiempo cuando descubre que no está solo. Cuando los vehículos colisionan, tenemos a dos conductores culpables. El accidente da lugar entonces a un contencioso de seguros. Ah, también tiene como efecto una pierna rota, chapa abollada, un hombre con quemaduras de segundo grado en toda la mitad izquierda de la cara y un montón de chatarra que bloquea la carretera. Esto no me interesa demasiado; por lo menos hago lo que puedo para no pensar en ello. El contencioso, ese es mi trabajo. He de demostrar que, legalmente, nuestro asegurado es menos culpable que el otro, con el fin de que la compañía desembolse lo mínimo. Después de todo, alguien tiene que ocuparse de este tipo de cosas. No todos podemos ser artistas, médicos de alguna ONG o investigadores en la lucha contra el cáncer. Releo el informe que relata los hechos contractuales mientras empollo el Código Civil. Al principio, mi trabajo en Seguros Oxfa debía limitarse a unas prácticas de tres meses; eso fue hace más de cuatro años. Mi proyecto inicial consistía en convertirme en abogado. Quería luchar contra los abusos de las multinacionales, proteger el medio ambiente, cambiar las cosas. Sí, aunque, en la vida real, los abogados trabajan a sueldo para las multinacionales con el fin de defender los intereses de estas y buscar resquicios legales que les permitan cometer los peores abusos evitando cualquier tipo de sanción; en la vida real, no hay nadie que les contrate para defender la naturaleza. La naturaleza no es rentable. No habla, calla, deja hacer. Puedes verter un petrolero entero en el Canal de la Mancha o atiborrar sus entrañas de residuos radiactivos, el mar no dirá nada, y los pocos humanos a los que les interesa solo cuentan con sus lágrimas para oponerse a las sociedades ciclópeas y a sus bufetes de abogados. En nuestro mundo, el dinero lo puede todo. Lo permite todo, y justifica todos los medios para conseguirlo: la miseria, el hambre, incluso la destrucción de nuestro planeta… El día en que lo comprendí, y me refiero a comprenderlo de verdad, en profundidad, en las entrañas, no como una mera idea en mi cabeza, supe que todo estaba perdido. Y yo no podía hacer nada para cambiar las cosas. Mi idea de salvar el mundo era una quimera. Entonces tiré la toalla. No se puede parar un tanque con las manos vacías… Fue durante las prácticas en Oxfa, al final de mi tercer año de carrera. Por eso, cuando me ofrecieron un contrato indefinido, dije que sí. Había que dar de comer a Noé y, en un mundo sin esperanza, todas las profesiones son estúpidas.
Cuando Boris, mi superior, me llama, levanto la vista con aprensión. Su voz tiene un matiz de pena, una dulzura inusual que chirría a mis oídos.
—Tienes una llamada, Gabriel. Es tu madre.
—¿Por qué me llama aquí? Estoy ocupado…
—Escucha, deberías atenderla. La desvío a tu mesa.
Se va sin más. Al cabo de unos instantes, suena el teléfono. Acerco la mano para descolgar, me tiembla. Madre mía, pero ¿qué me pasa?
—Hola, ¿mamá? ¿Por qué me…?
—Gabriel… —Se le quiebra la voz—. Ha ocurrido algo. Clara…
¡Clara! El sueño me vuelve a la memoria con una precisión inmisericorde. No lo entiendo. No quiero entenderlo.
—Ha tenido un accidente. Ella, Ludo y Aziliz.
—Está…
Se instala un silencio prolongado. Escucho los sollozos de mi madre. No sé desde cuándo no la oía llorar…
—Sí… Ocurrió anoche, en la autopista. Intenté avisarte, pero tenías el móvil apagado.
Desconectado, para evitar los mensajes de cumpleaños. Desconectado también, quizá, para continuar una noche, solo una noche más, unas pocas horas, en un mundo del cual Clara no había desaparecido. Clara, mi hermana, mi luz. Sin duda el ser más puro que he tenido la suerte de conocer. El océano verde de su mirada no volverá a inundarme con su ternura. Su risa nunca me envolverá de nuevo con su alegría. Nunca.
—¿Cómo ocurrió…?
—Llovía muchísimo. Al llegar al cruce un camión perdió el control…
Un nuevo silencio. Estoy devastado.
—Clara iba en el asiento del copiloto, recibió el impacto de lleno… Murió en el acto. Ludo no ha superado la noche… Los cirujanos han hecho todo lo que estaba en sus manos.
—¿Y Aziliz?
—Ella está en coma.
—¿Se recuperará?
—No tiene nada, absolutamente nada. Es un milagro. Debería despertar dentro de poco. Me gustaría que estuvieses aquí.
Vuelvo a ver a mi hermana descendiendo hacia el valle de luz. Imagino a Ludo, cubierto con una sábana blanca en una sala también blanca reservada a aquellos por los que el hospital no ha podido hacer nada. Y luego pienso en Aziliz, pequeña mujercita de apenas diez años. Pienso en esa niña hecha un ovillo en una cama de hospital, que aún no sabe que sus padres han muerto.
—Voy —digo casi sin voz.
Tengo la impresión de que el trayecto en metro dura una eternidad. Me viene bien… Hay citas a las que preferiría no llegar nunca. Enciendo el móvil. La pantalla indica diez nuevos mensajes: nueve de mi madre, lógico, y uno… uno de Clara. Fue ayer, fue en otra vida, en otra existencia, en una época en la que mi hermana pertenecía a este mundo. Intentó llamarme, y yo no estuve ahí para escucharla, no estuve ahí… Las lágrimas acuden a mis ojos de repente. Me inundan el rostro con una fuerza sorprendente, ajenas al resto de los pasajeros, ajenas a todo, y dejo que fluyan con mi alma. Apago el teléfono con brusquedad, incapaz de escuchar las últimas palabras que me dedicó mi hermana. Mientras no las escuche, Clara siempre tendrá algo que decirme. La idea de una vida llena del silencio de Clara me resulta insoportable.
Tiene la mano suave y caliente. Sus largos cabellos dorados, desparramados por la almohada, forman un halo brillante en torno a su cabeza. Por momentos, me da la impresión de que me aprieta ligeramente los dedos. Mamá dormita en el sillón situado al otro lado de la cama. Se ha pasado toda la noche en vela a la cabecera de la cama de Aziliz. La observo. Incluso sumida en el sueño, sus rasgos permanecen marcados por las lágrimas y el sufrimiento. Ella, que en general derrocha tanta energía… Creo que nunca la había visto tan afectada. Devuelvo mi atención a Aziliz, mi florecilla, mi ángel, que pronto despertará y tendrá que afrontar la peor prueba de su vida. Estoy inmerso en un torrente de pensamientos cuando una voz femenina me interpela desde la puerta entreabierta.
—¿Señor Gabriel Toussaint?
Asiento con la cabeza.
—Lamento molestarlo, pero ¿podría dedicarme un momento? Sería más sencillo que lo hiciésemos antes de que se despierte la pequeña —me dice la desconocida con gesto afligido.
Intrigado, me reúno con la mujer, que ronda la cuarentena, en el vano de la puerta. Lleva un traje sastre. Es evidente que no forma parte del personal del hospital.
—Mis condolencias, señor Toussaint. —Hace una pausa antes de proseguir—. Me llamo Sandrine Martin, soy del servicio de tutelas. Estoy a cargo del expediente de Aziliz. Es su sobrina, ¿verdad?
—Sí… ¿De qué se trata?
—Mi misión consiste en determinar quién se encargará de su tutela inmediata, tras el fallecimiento de los padres.
—¿Se refiere a quién se va a ocupar de ella de ahora en adelante?
—Sí. Usted es tío y padrino de Aziliz. Además, no sé si está al corriente, pero, mediante declaración especial ante notario, su hermana le designó como tutor en caso de deceso, y, a menos que surja algún problema importante, esa será la decisión que se propondrá al consejo de familia que se ocupará del procedimiento.
—¿El procedimiento?
—En general dura de cuatro a seis meses, tras los cuales presumiblemente se convertirá usted en el responsable legal de su ahijada. No obstante, debe saber que no está obligado a asumir esa responsabilidad. Si la rechaza, pueden ocupar su lugar otros miembros de la familia. Siempre es posible transferir la tutela a otro pariente cercano… Con su consentimiento, claro.
Destrozado por el dolor por la pérdida de mi hermana, no he dedicado un solo segundo a pensar en qué sería de mi sobrina.
Con incredulidad, durante un momento prolongado, me quedo sin palabras, escrutando a la funcionaria, que está claro que espera una reacción por mi parte.
—Es que… nunca he tenido que cuidar de un niño. No… no sabría qué hacer…
—Lo entiendo. ¿Necesita unas horas para pensarlo o quiere que contactemos con el resto de los miembros de la familia enseguida para saber quién aceptaría encargarse de la niña, a la espera que se pronuncie el juez tutelar?
La magnitud de la noticia me desconcierta. Responsable legal de mi sobrina… Eso significa que viviría conmigo. Y con Noé. Que le haría la comida, la llevaría a la escuela. Que la criaría… De pronto me viene a la memoria el recuerdo del bautizo de Aziliz. Vuelvo a ver a Clara, que me mira a los ojos diciendo: «El padrino es quien se hace cargo del niño si… si les ocurre algo grave a los padres. Ahora se olvida con frecuencia el antiguo sentido de este papel, y la ceremonia actual no tiene ningún valor ante la ley. Solo quería que fueras consciente de ello antes de la celebración, y que me digas si estás de acuerdo». Yo tenía apenas dieciocho años y dije que sí. Dije que sí porque, por aquel entonces, me sentía capaz de subir montañas, de cambiar el mundo.
La funcionaria me observa en silencio, sigue esperando mi respuesta. En ese instante, en ese preciso instante, noto que Aziliz se despierta a mi espalda. Vuelvo la cabeza hacia su cama de inmediato. Enseguida clava sus ojos esmeralda en los míos, como si estuviesen imantados. Las palabras de mi hermana resuenan entonces en mi cabeza con una claridad increíble: «Te he enviado a un ángel, la reconocerás enseguida. Estará ahí para ti como tú estarás ahí para ella». Contesto a mi interlocutora sin apartar los ojos de mi sobrina:
—Clara me pidió que estuviera ahí para ella. No hay nada que añadir. Disculpe mi vacilación, la emoción… Me haré cargo de ella, por supuesto. Era la voluntad de mi hermana.
A pesar de la gravedad de la situación y las aciagas circunstancias, en el momento en que pronuncio esas palabras me invade una alegría inmensa. La sensación se aplaca muy rápido. Me vuelvo una vez más hacia la funcionaria.
—Ahora, si me disculpa…
—Sí, por supuesto. Volveré pronto para acordar una cita con el fin de evaluar si no hay ningún inconveniente, ya sea económico o de otra índole, para que adquiera esta responsabilidad.
Apenas escucho su respuesta, porque mi atención se centra ya por completo en Aziliz. Siento tristeza, pena, pero también alegría de verla ahí, entre nosotros, y se me saltan las lágrimas. Ella también llora. Lo ha adivinado. No sé cómo lo sabe, pero lo percibo. Me inclino hacia ella y le cojo la manita con toda la delicadeza del mundo.
—Buenos días, angelito, mi sol —murmuro—. ¿Qué tal estás?
—Creo… creo... Abrázame… —susurra ella con la voz trémula.
Me deslizo a su lado y la estrecho entre mis brazos. Hunde la cabeza en mi pecho y rompe en sollozos desgarradores. Permanecemos así una eternidad, o dos. Mi madre también se ha despertado, pero no se atreve a interrumpir lo que intuye que es un momento sagrado. Un tiempo de aceptación de la muerte, del otro, del increíble cambio que esto anuncia en nuestras vidas. No pronunciamos una sola palabra. No hace falta.