Hace sesenta y cinco millones de años, un cuerpo celeste de cerca de diez kilómetros de diámetro se estrelló en la actual provincia mexicana de Yucatán. La fuerza del impacto, varios miles de veces la de Hiroshima, elevó rápidamente la temperatura de la atmósfera a cientos de grados y proyectó tanto polvo en el cielo que el sol no volvió a brillar en años, lo que acarreó un período de glaciación. Este cataclismo, comparable a un invierno nuclear, fue con toda probabilidad el causante de la desaparición de los dinosaurios y de millones de especies más. No obstante, transcurrieron los siglos, los milenios, y la naturaleza continuó desplegando una diversidad increíble hasta convertirse en lo que vemos hoy en día, o más bien lo que se podía ver hace algunas décadas, antes de que nuestro mundo comenzase a descarrilarse. Incendiad un bosque, carbonizad hasta el último tronco, irradiadlo, tarde o temprano habrá un brote que surgirá de nuevo aquí o allá, una colonia de insectos que se apropiará del terreno abandonado. Es, a decir verdad, la única esperanza que me queda, la única que me permito albergar: que la naturaleza sobrevive tras el inevitable cataclismo que arrasará a los humanos cuando estos hayan contaminado la última fuente, transformado el último árbol en papel, consumido la última gota de petróleo.
Siempre me ha fascinado la forma en que la vida perdura pese a los peores cataclismos. El desastre que se llevó a Clara y a Ludo debería haberlo arrasado todo. ¿Cómo puedo seguir levantándome e ir a trabajar como antes, como si nada hubiese cambiado? ¿Cómo puede superar esto una niña pequeña? ¿Cómo puede mi frágil Noé, a quien este accidente reaviva el recuerdo del que sufrió su madre, atropellada por un coche, encajar este nuevo golpe de la existencia? Es un absoluto misterio. Y, sin embargo, cuando vuelvo del trabajo y los descubro a los dos ataviados con disfraces improvisados de caballeros de antaño, pasándolo en grande con sus espadas de fortuna, solo puedo constatar el resurgir de los vivos. La sonrisa que brota de forma espontánea de mis labios, empañada casi de inmediato por la vergüenza del que no tiene derecho a ser feliz cuando la muerte acaba de golpear, es una prueba más de este resurgimiento. Aziliz lleva dos semanas viviendo aquí y, aunque todas las noches llora en silencio bajo la colcha imaginando que sus padres le dan las buenas noches, el piso nunca ha rebosado tanta vida. Ayer incluso me llevé la sorpresa, qué milagro, de constatar que Noé se había ocupado de la comida. Vale, sí, la pasta estaba demasiado cocida, sin sal y apelotonada en montones esponjosos. También cabe decir que la mitad de los tallarines acabaron en el fregadero en el momento delicado de la transferencia cazuela-colador-fuente, y que el tarro de salsa de tomate frío lo volvió todo incomestible. Sí, pero era la primera vez, la primera en siete años, que mi primo acometía una operación culinaria que fuese más allá de descongelar una pizza. Para honrar semejante proeza, me tragué mi ración sin rechistar, con una sonrisa en los labios, hasta el último bocado. Aziliz, muy sutil, hizo saber a Noé que a ella también le encantaba cocinar y que, la próxima vez, le gustaría ayudarle a preparar la comida. Mi primo estaba en la gloria.
—¿Por qué es así Noé?
Aziliz va al grano sin previo aviso, como tiene por costumbre cuando estoy solo con ella por la noche, en el momento en que la arropo en la cama.
—¿Así cómo?
—Bueno, nunca queda con amigos, no sale nunca. ¿Sabe cómo es la calle?
Me deja atónito.
—Y, aunque bromea conmigo y no para de jugar —continúa—, por dentro está siempre llorando. Sé que perdió a su mamá. Yo también estoy muy triste a veces, pero no hago como él.
Intento eludir el tema.
—Es complicado… Noé ha tenido una vida difícil...
—Cuéntame, ¿qué le pasó?
Sus grandes ojos verdes me miran fijamente con tanta ternura como determinación. Exactamente como los de su madre solían hacerlo. Espera el relato completo, sin omisión alguna. Necesita comprenderlo. Negarme no es una opción. Suspiro e inicio la triste historia del señor Nominoë.
—Hace siete años de aquello. Noé conoció a Noémie en la escuela de arquitectura en la que acababa de entrar. Ella era su musa y su lira, su alma gemela, su gran amor, estaba convencido de ello. Ella era su igual femenina, hasta en el nombre. Se enamoró perdidamente y le hizo la corte, como en las leyendas antiguas. Funcionó. Acabaron juntos. Yo nunca lo había visto tan feliz. Y entonces, al cabo de unos meses, ella lo dejó por uno de sus mejores amigos. Noé es un verdadero romántico. No se enfadó, no, pero no lo entendió. En su mundo no existe la traición. Se le armó un lío imposible en la cabeza. Me llamaba llorando, cada noche, hablábamos durante horas. Apenas dos semanas después, un conductor ebrio arrolló a su madre.
—¿También perdió a su padre?
—No, pero no lo conoce. Su padre dejó a su madre cuando se enteró de que estaba embarazada. Quizá por eso Noé siempre ha sido un poco especial, como si viviese en una realidad diferente de la nuestra. Después de este shock por partida doble, no volvió a ser el mismo. Eso lo destruyó. No intentó suicidarse, no, solo dejó de procurarse los medios para vivir. De un día para el otro, lo abandonó todo. Empezó a dejar de ir a las clases en la escuela de arquitectura, luego dejó el trabajo en la tienda de la esquina, dejó de hacer la compra, de lavarse, de alimentarse. Dejó de pagar el alquiler… De todos modos, ya no tenía dinero. Su madre no le dejó nada, aparte de la riqueza del amor que le había dado. Luego lo acogí yo aquí… Desde entonces, vive en el sofá.
Aziliz no me quita ojo. Una lágrima le resbala por la mejilla.
—Su mamá murió en un accidente de coche, como la mía. Pobre Noé…
Guarda un prolongado silencio mientras asimila la triste historia que le he contado.
—¿Y no ha salido nunca del apartamento desde que vive aquí? —me pregunta finalmente.
—Nunca.
—¿Y tú no le has dicho que tenía que salir?
Me encojo de hombros.
—Sí, al principio, algunas veces… Luego dejé de hacerlo. No veía sentido a obligarlo a enfrentarse a la dureza del mundo real.
Lamento mis palabras de inmediato. ¿Con qué derecho transmito mi amargura vital a una niña?
—Menuda tontería —sentencia ella—. ¿Cómo podría alguien ser feliz encerrado en este apartamento minúsculo? ¡Es como si estuviese en la cárcel!
Su reacción me deja pasmado, mudo.
—¡No tiene derecho a hacer eso! —prosigue ella al tiempo que con gesto enérgico se sube la colcha hasta la barbilla—. ¿Tú crees que su madre se alegra de ver en qué se ha convertido? ¿Y de saber que encima es culpa suya? No tiene derecho a hacerle eso…
Permanezco callado mientras ella continúa rezongando un momento por lo bajo, hasta que se le cierran los párpados lentamente. Conmocionado por sus palabras, salgo de la habitación sin hacer ruido.
Aziliz me mira incrédula manteniendo un trozo de pizza suspendido en el aire con indolencia.
—Experto jurista en conflictos de seguros, ¿a eso te dedicas?
—Contenciosos… En contenciosos de seguros.
—Pero ¡eso no sirve para nada!
—Claro que sirve, es lo que intento explicarte, sirve para saber qué compañía pagará los gastos de…
—Pufff… He entendido tu historia, excepto que es una de esas cosas raras del mundo de los mayores. Los mayores siempre necesitáis complicarlo todo, aunque ¡vaya tontería! Si alguien está herido, se le cura; si ha perdido su casa, se le ayuda a reconstruirla, ¡y ya está! Hay un montón de gente que trabaja solo para saber quién debe pagar qué en lugar de hacer cosas de verdad, como reparar el tejado o curar las heridas. ¡Menuda tontería!
—Eres un poco joven para entenderlo…
Aziliz estalla.
—¡Los mayores siempre decís eso cuando os conviene! ¡Yo veo a la gente que vive en la calle! He leído un montón de cosas sobre las especies que desaparecen, sobre la contaminación del aire y de los océanos, sobre los niños que trabajan y todo… Si los mayores fuesen tan inteligentes, ¡se notaría! Y además, es muy fácil decir que no lo entiendo porque soy demasiado pequeña, pero ¡dime cómo se explica que se deje morir de hambre a la gente cuando en el mundo hay comida suficiente para todos! ¡El mundo de los mayores es estúpido, y en lugar de hacer que vaya mejor, la gente se pasa el tiempo queriendo explicar por qué es normal que todo sea un desastre! ¡Así es normal que sean infelices!
Me hundo en la silla. Nunca había sentido tanta vergüenza. Noé, por su parte, prefiere huir de la mesa para volver al sofá. Incluso renuncia al último trozo de pizza, señal inequívoca de su incomodidad. Yo intento aclararme.
—Perdóname. Tienes razón, no debería haber recurrido a tu edad para eludir la pregunta. Es verdad que mi trabajo no tiene una utilidad tan clara como el de los enfermeros o los agricultores, por ejemplo, y tienes razón, nuestra sociedad es, en muchos aspectos, aberrante y destructiva. Sin embargo, lo queramos o no, vivimos en este mundo. Tenemos que apañarnos con lo que hay. No puedo decirte que me encanta mi trabajo en Oxfa, ni mucho menos, pero hay que ganarse la vida, ángel mío…
—¿Ganarse la vida? ¡Si la vida ya la tenemos! —me responde ella, cada vez más consternada.
—Ganarse la vida es una expresión…
—Gracias, ¡ya lo sé! Aun así, es verdad. Mira, te levantas, apenas te vemos, te pasas el día allí, haciendo cosas de contencioso, luego vienes a la hora de cenar y después te vas a dormir. ¡Es un asco de vida! Si mañana tienes…
De repente se le empañan los ojos.
—… tienes un accidente, ¿de qué habrá servido todo eso?
Desconcertado, me veo del todo incapaz de responder a este balance tan brutal de mi existencia. ¿Se ha dado cuenta de la rabia de sus palabras? Se levanta y se abalanza sobre mí.
—¡Oh!, perdona, Gab, no quería herir tus sentimientos. Es solo que veo que estás siempre triste, y me da pena ver que no te gusta tu vida…
Siento sus cálidas lágrimas resbalando por mi cuello. Le acaricio el cabello.
—No te preocupes, mi pequeño ángel, no te preocupes. Pronto irá todo mejor. Además, tampoco es que tenga otra opción. Se lo prometí a tu madre, después de todo…
La conversación que mantuvimos anoche me da vueltas en la cabeza desde el amanecer. Este día es para mí un verdadero calvario. No consigo entrar en el estado de anestesia habitual en el trabajo. Lo absurdo de mi empleo me tortura sin tregua. Incluso las conversaciones superficiales con los compañeros de la oficina se han convertido en una auténtica tortura. Pero ¡¿qué estoy haciendo aquí?! A duras penas contengo unas ganas tremendas de romper con todo. ¡Así, sin más! Marcharme para no volver jamás. Aziliz dio en el blanco anoche, pero eso no quita que sea responsable de ella… Y de Noé también. ¡No puedo dejarlo todo sin más! ¿De qué viviríamos? ¿Quién llenaría de pizzas el congelador? ¿Quién pagaría el alquiler? Intento tragarme el hastío y retomo mis tareas. Trato de acallar esta voz interior, pero continúa gritando de desesperación.