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«Lunes, 8 de julio, 16.16, tiene un mensaje nuevo», anuncia la voz digital. No sé muy bien por qué he marcado el número del buzón de voz. Me arrepiento al instante. Un mensaje nuevo, un último mensaje, el último que ella… Ante este mensaje en espera siento tal angustia que me pregunto si no sería mejor borrarlo sin escucharlo. Abandono de inmediato la idea, que me hiela el corazón. No, no puedo borrar las últimas palabras que me dejó mi hermana. Tampoco puedo escucharlas…

La señora Sandrine Martin alza por fin la vista de los justificantes que le he entregado.

—Parece que está todo en orden —anuncia—. No veo ningún motivo que pudiera incapacitarlo como responsable de su sobrina. Así pues, le confirmo en su papel de tutor provisional hasta el anuncio del veredicto del juez tutelar.

Suspiro aliviado con la máxima discreción, tras haber contenido el aliento mientras ha durado su evaluación.

—El fallo debería emitirse el 14 de diciembre, o sea, dentro de poco menos de cinco meses —añade—. Hasta entonces, podrían efectuarse verificaciones ocasionales de su situación a petición del juez. Y listo, solo tiene que poner sus iniciales aquí y aquí, firmar en la última página y hemos terminado.

Tomo el documento que me tiende y me pongo manos a la obra. Saludos, apretón de manos y rumbo al ascensor. Este sencillo trámite administrativo me despierta una profunda inquietud. Aquí estoy, como tutor legal de Aziliz, durante los próximos cinco meses al menos, se me ha hecho un nudo en el estómago al pensar en la responsabilidad que eso implica. «Prométeme que serás feliz…». Ha llegado el momento de resolver el conflicto que se libra en mi cabeza desde que tuve aquel sueño en el que asumí este compromiso con mi hermana. Que se tratase de una verdadera experiencia espiritual o de una coincidencia asombrosa no es significativo. Tan solo una cosa importa: no puedo criar a una niña en este estado de malestar interior. Así que sí, Clara, te prometo que seré feliz aquí y ahora, como ya lo hice en nuestro encuentro onírico. Te lo debo a ti y se lo debo, sobre todo, a Aziliz. Una vocecilla interior añade que también me lo debo a mí mismo, pero, por alguna razón que no alcanzo a discernir con claridad, esta idea me incomoda. Como para subrayar mi resolución de hacer frente a la vida a partir de ahora, inspiro a pleno pulmón antes de salir del edificio del juzgado de familia y volver a la calle.