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El informe del perito indica que los frenos del camión que aseguramos eran defectuosos. No pudo frenar a tiempo para ceder el paso en la rotonda. Como resultado, murió un hombre de veintisiete años, y a su familia le correspondería percibir la compensación más alta por daños y perjuicios, un máximo que la compañía no tendría problemas en desembolsar. Resulta, sin embargo, que el vehículo del joven no había pasado la revisión y que el único testigo del accidente no es del todo fiable… Así pues, por esa parte, hay algo que analizar, y justo eso es lo que se supone que tengo que hacer. Boris, mi superior, me explica que habría que demostrar que la responsabilidad de la colisión es compartida, y, a ser posible, que sea incluso del otro conductor. Me pide que prepare un informe de contraargumentación en ese sentido. He dejado de escucharle. Unos espasmos sordos me aporrean el cráneo mientras veo pasar la escena del accidente, que se congela en el hombre joven, de espaldas, desmadejado sobre el volante. La imagen retrocede. Lleva el jersey azul que tan a menudo le vi puesto a Ludo. A su lado va sentada mi hermana, casi sonriente. No parece herida. No obstante, advierto que no hay ningún brillo en sus ojos y que su rostro ha quedado congelado para la eternidad. No puedo enfrentarme a esta visión de mi consciencia y mil emociones reviven en mí.

—¡Oh! ¿Me estás escuchando, Toussaint?

Boris… Levanto la vista hacia él mientras la escena de pesadilla se diluye en mi mente.

—Necesito que seas muy claro en este informe, hay demasiado en juego.

Todo mi ser se rebela ante esa petición. Noto que me tiemblan las manos, cada vez con más violencia. Ha muerto un hombre joven, y se supone que debo buscar sus fallos, sus errores, para demostrar que, en el fondo, él se buscó lo que le ocurrió. Tengo ganas de vomitar. Las trompetas de la razón suenan una vez más: «Debes ocuparte de Aziliz y de Noé. Si tú no ganas dinero, ¿quién lo hará?». Pero apenas oigo el toque de alerta. No, no puedo seguir así. Nada justifica mancillar la vida propia hasta este punto, ni siquiera la subsistencia de los seres queridos. Curiosamente, mi cuerpo es el que decide primero, actuando por su cuenta, sin estímulo mental alguno. Ignorando el griterío y los aspavientos de Boris, mis manos empiezan a deshacer el nudo de mi corbata, despacio. Con una sensibilidad increíble, percibo cada centímetro del tejido que resbala por mi cuello, hasta que cae al suelo, liviana. Al liberarme de la presión de ese nudo corredizo, tengo la impresión de respirar de verdad por primerísima vez. Boris empieza a gritarme, inclinado sobre mi mesa. Lo ignoro, doblo la espalda y comienzo a desatarme los cordones. Siempre he odiado estos zapatos; me hacen daño y me dan la sensación de estar embutido a perpetuidad en una cárcel de cuero rígido. Libero los pies con placer, primero uno, después el otro, delicadamente, y me deshago de los calcetines también. Notar el aire en mis pies doloridos me proporciona al instante una sensación embriagadora de libertad. Me juro a mí mismo que no volveré a encerrarlos de esa forma. Boris, al borde de una apoplejía, ya no consigue ni gritar. Sin pronunciar una palabra, sin dedicar una mirada a mi superior, que está rojo de ira, ni a este lugar que ha devorado tantos años de mi vida, me levanto con tranquilidad y dejo mi puesto bajo la mirada estupefacta de mis compañeros.

Una vez en la calle, con los pies descalzos sobre el asfalto, advierto que los transeúntes me miran de arriba abajo con una mezcla de curiosidad y desaprobación. Los ignoro. ¿Quién puede jactarse de ser libre si nunca ha pensado en pasearse por la ciudad sin zapatos? El macadán calentado por el sol estival me quema las plantas de los pies, pero el contacto directo con el suelo me llena de una alegría salvaje, salvadora. Paso por delante de la boca de metro y no bajo las escaleras. Mi piso está a una hora larga a pie, pero tengo tiempo, ante mí tengo todo el tiempo con el que pueda soñar.