8

Noé no dice nada, preso de una tormenta de emociones contradictorias. Últimamente, su pequeño universo se ha visto alterado en todos los sentidos. Le cuesta lidiar con esta novedad extraña en la ecuación de su vida. A Aziliz, en cambio, le brillan los ojos.

—Entonces, ¿no vas a volver a la oficina nunca más? —me pregunta.

—Nunca. Además, aunque quisiese, después de mi comportamiento de hoy sería imposible. ¡Estoy acabado!

—¡Muy bien! ¡La verdad es que no me esperaba algo así! Lo has hecho genial, Gab.

Su alegría me hincha el corazón y aplaca momentáneamente las dudas que empiezan a atormentarme. Pero mi anuncio no es más que el preámbulo de la gran pregunta, la que se sigue de mi decisión. Aziliz no espera, suelta la bomba:

—Y ahora, ¿qué hacemos?

La pregunta suena a promesa, pero resuena también como una amenaza. Me caen encima sus implicaciones profundas, sin miramientos. Hay que tener un techo, alimentarse, sobre todo a partir de ahora, que soy responsable de una niña. No puedo reaccionar de cualquier manera. Además, ¿qué voy a hacer? ¿Volver a buscar un puesto como jurista en alguna sociedad anónima y trabajar en la destrucción de todo lo que tiene sentido para mí? ¿Buscar trabajo de cajero? ¿Repartir pizzas? Me parece imposible regresar a semejante estado de negación de mí mismo; la puerta que he franqueado no tiene vuelta atrás. Ante mí se abre lo desconocido y en cada fibra de mi ser siento que ha llegado la hora de transformar de manera radical todos los aspectos de esta existencia que, de momento, me gusta tan poco. Con todo, a una parte de mí le horroriza la idea de haber dado este gran salto al vacío. En mi interior compiten la aprensión y la excitación ante el territorio virgen en que acaba de convertirse mi vida. Por ahora, la energía liberada por mi dimisión vibra todavía en todo mi ser y me siento capaz de mover montañas… aunque no tenga el menor plan en mente. Devuelvo la pelota.

—¿Qué pensáis vosotros que podemos hacer ahora?

Noé permanece mudo, perplejo. Aziliz frunce el ceño mientras su cerebro funciona a pleno rendimiento.

—Por encima de todo, tenemos que hacer lo que queramos, y eso es muy muy difícil… sobre todo para los mayores —concluye al cabo de un tiempo de reflexión.

—¿Lo que queramos? ¿Como pasarnos el día jugando al Magic y no comer más que pizza? —propone mi primo, que ve la oportunidad de mantener su vida tal y como está.

—¡No, mucho mejor! Debemos hacer lo que deseamos desde siempre y no nos hemos atrevido a confiar en que ocurra —exclama Aziliz, antes de añadir en voz baja—: Debemos cumplir el sueño oculto en lo más profundo de nuestro corazón…

Se vuelve entonces hacia Noé y le mira fijamente a los ojos.

—Bueno, cuéntanos, ¿cuál es tu sueño?

Mi primo se queda plantado delante de ella, con la boca abierta como un pez fuera del agua, incapaz de responder.

—Cuando eras un niño —continúa ella—, no decías que, cuando fueras mayor, te gustaría vivir en un piso pequeño y pasarte el día jugando con videojuegos sin salir nunca de casa, ¿verdad? Nadie piensa así.

Noé se pone rojo; la brusca descripción de lo que ha sido de su vida le ha tocado la fibra. Se atreve a lanzarse:

—Yo… antes de… cuando éramos unos críos, tenía un gran proyecto con Gabriel. Queríamos crear una especie de Rivendel…

—¿Como la ciudad de los elfos de El señor de los anillos? —pregunta Aziliz, emocionadísima de pronto.

—Sí, bueno… era para…

—Nos parecía que el mundo era demasiado feo —intervengo yo, acudiendo en su rescate—, así que pensamos que, como no podíamos cambiarlo todo nosotros solos, nos limitaríamos a buscar un sitio, algunas áreas de tierra, y lo convertiríamos en un verdadero rincón del paraíso, a imagen del mundo con el que soñábamos, con la esperanza de que otros se sintiesen inspirados e hiciesen lo mismo en otra parte, hasta que se transformase la tierra entera.

—¡Es una idea genial! ¿Por qué no lo hicisteis?

—Era tan complicado… No teníamos ni el dinero ni la capacidad…

—Yo había empezado los estudios de arquitectura por esa razón —añade Noé—, luego…

—La vida pasa, pero no siempre como pensábamos…

Tras reflexionar unos segundos, Aziliz retoma la palabra:

—Pues, bueno, ¡hagámoslo ahora!

Haciendo caso omiso de nuestras expresiones titubeantes y gesticulando mucho con los brazos dice:

—Mi sueño es criar abejas. Son unos insectos que están muy bien. Además, están en peligro. Hay que salvarlas sin falta. Y la miel está buenísima. ¡Plantaremos un montón de flores para alimentarlas y tendremos un jardín precioso! Será muy guay ocuparme de las colmenas en vuestra Rivendel, ¿verdad?

Nos mira con intensidad, primero a uno y luego al otro.

—¿Dónde lo haremos?

—¡En Bretaña! ¡Es lo que teníamos pensado desde el principio!

Estupefacto, me vuelvo hacia Noé, que responde de inmediato, sin sombra de aprensión. Él, que lleva siete años sin pasar del rellano, se ha visto arrastrado por la euforia de Aziliz y está listo para seguirla sin inmutarse a más de quinientos kilómetros de aquí.

—¡Qué bien, Noé, me encanta Bretaña!

Aziliz se pone a deambular de inmediato por el salón gritando:

—¡Nos vamos a Bretaña, nos vamos a Bretaña…!

Noé no tarda en imitarla.

Este repentino entusiasmo me supera por completo y las decenas de problemas que implica esta decisión repentina desfilan a cámara rápida por mi mente. A pesar de las ganas locas de cambiarlo todo que me invaden también a mí, no puedo olvidar que soy responsable de una niña de diez años, de su bienestar, de su seguridad. Con todo mi pesar decido detenerlos y poner de manifiesto la imposibilidad de hacer realidad esa idea. Cuanto más tarde en hacerlo, más dura será la caída.

—Lo siento, pero no creo que sea factible. Un proyecto así no se improvisa. ¿De dónde sacaríamos el dinero?

—¡Eso ya llegará, en su momento! —replica Aziliz al instante—. ¡Mamá siempre me dice que la vida nos ayuda cuando seguimos nuestra propia leyenda!

—Es fácil decirlo. Si el dinero creciese en los árboles… Incluso dejando eso de lado, ¿cómo iríamos hasta allí? ¿A pie? ¿Dónde dormiríamos? ¿En los bosques? ¿Al raso? ¿Y los días de lluvia? ¿Y en invierno?

—Pues vamos en tren o hacemos autoestop —responde Aziliz con confianza.

—¡O a caballo! —añade Noé.

—Y para dormir, ya lo veremos —continúa Aziliz.

En su mente ya ha emprendido el viaje. Nada parece detenerla, ni el miedo, ni el frío, ni siquiera la miseria. Tiene la fe de su edad, y aún más. Pero Noé no. Él vive en un mundo de fantasía, ha sufrido demasiado la realidad para pasar por alto su poder de destrucción. Sus viejos demonios vuelven a atraparlo de pronto. Su impulso vital, liberado apenas unos segundos, se quiebra de repente. Se queda inmóvil, y su voluminoso cuerpo se pone a temblar. Cobra consciencia de la magnitud del desbarajuste que esto supondría para él. Aziliz lo advierte, como yo, y cesa de inmediato su vorágine de felicidad para acercarse a él.

—No puedo —suelta Noé al tiempo que se hunde en el sofá.

Rompe a llorar. Aziliz se pega a él y le desliza una manita por la espalda.

—No puedo irme de aquí, es demasiado duro… Me encantaría, es mi mayor sueño, pero no soy capaz. No lo conseguiré. No lo conseguiré nunca…

No he vuelto a ver a mi primo en semejante estado de desamparo desde la muerte de su madre. Me dispongo a decirle que nos quedaremos aquí, que no tiene de qué preocuparse, cuando me viene a la mente la imagen de Noé enclaustrado en este piso dentro de cinco años, diez años, cincuenta años, sofocando su desgracia con los juegos virtuales. No, mi primo merece más que este simulacro de vida. Los tres lo merecemos. ¿Por qué no tiene que ser posible desafiar lo imposible? La vocecilla de la razón me advierte: no puedo correr este riesgo, soy responsable de la seguridad de mi sobrina y de mi primo antes que nada. Me niego a escucharla. ¿Qué sentido tiene sacrificar la vida en aras de la seguridad? Estoy harto de ser un zombi. Si la existencia no tiene nada más que aportarme, que aportarnos, ¿para qué continuar? Sin duda tenemos todos los pronósticos en contra, y es probable que nuestra fantástica odisea esté abocada al fracaso, pero ¿cómo podría mirarme al espejo cuando llegue la hora de la muerte si ni siquiera he intentado la aventura? Me arrodillo a los pies de mi primo.

—Eres Nominolwë, primogénito entre los elfos. ¡Claro que estás a la altura! —le reprendo—. Has nacido para seguir esta búsqueda. Además, tengo una idea que responderá a todos nuestros problemas…

Deja de sollozar y vuelve hacia mí sus grandes ojos de color avellana.

—En resumen, necesitamos un medio de transporte. También nos hace falta una base, un hogar transitorio hasta que lleguemos a la tierra prometida. Es posible que la errancia sea larga, pero ¿sabéis qué?

Me miran fijamente a la espera de mi respuesta, sin intentar adivinarlo siquiera.

—¡Creo que merece la pena intentarlo! Debo de tener entre cinco y seis mil euros en la cuenta de ahorros. Es suficiente para vivir los primeros meses en modo racionamiento y para comprar una furgoneta. Podremos llevar en ella nuestras cosas y dormir en su interior. Nos protegerá de la lluvia. ¡Será algo así como nuestro castillo ambulante!

Aziliz se presiona las mejillas con las dos manos.

—¡Es una superidea! ¡Eres genial, Gab!

Noé no contesta. Juguetea con la lengua en el carrillo, como si sopesase los pros y los contras. Esperamos ansiosos su respuesta, que acaba soltando en forma de pregunta:

—¿Podemos llevarnos el sofá?